martes, 3 de noviembre de 2015

Julian Gustave Symons.


Julian Gustave Symons, fue un escritor británico, famoso por sus novelas policiacas. WikipediaFecha de nacimiento: 30 de mayo de 1912, Londres, Reino UnidoFecha de la muerte: 23 de noviembre de 1994, Kent, Reino UnidoLibros: El Círculo se estrecha, Historia del relato policial, MásPremios: Premio Edgar a la Mejor Novela, Premio Edgar Grand Master, Premio Martin Beck, Premio Edgar Especial

(Fragmento de novela).
Título original: The 31st of February
Traducción: Raquel H. de Busto
Emecé Editores
El Séptimo Círculo Nº 133
Buenos Aires – Argentina
12 de marzo de 1956

 
A Kathleen

¿Quién la tierra pobló y decoró con tal esmero,
haciendo que los ríos la cruzaran como cintas de verde esmeralda?
¿Quién buscó que la mar la rodeara, para encerrarla
como pelota acolchada que se oculta en una caja de plata?
¿Quién su dosel extiende? ¿Quién la trama teje de sus colgaduras? ¿Quién en el continuo rodar de la vida, el sol nos arrojó hacia el cielo?

EDWARD TAYLOR

Mi corazón yace anegado en el pecado, y mi cerebro
se desvía, permitiendo que las faltas se sucedan una a otra.
Los sueños son un prado que el pecado recorre,
el juicio es una selva que atravieso a tientas como si jugara a la gallina
(ciega.
EDWARD TAYLOR

 EL 4 DE FEBRERO


EL LUNES 4 de febrero de uno de los años subsiguientes a la segunda de nuestras guerras mundiales murió la esposa de un individuo llamado Anderson. Su vida se extinguió a la relativamente temprana edad de veintiocho años, y las circunstancias que rodearon su muerte, tales como fueron relatadas en la indagatoria policial, eran un tanto curiosas, sin llegar a lo extraordinario. La mujer se hallaba preparando la cena en su departamento, cuando se le había ocurrido (según lo manifestó su propio esposo al juez instructor) que debían beber una buena botella de vino con la comida. Deliberaron sobre la marca que mejor convendría para acompañar a los filetes de lenguado que pensaban comer esa noche y, finalmente, se decidieron por una botella de chablis. Los Anderson guardaban sus modestas existencias de vino en un sótano que se comunicaba con la planta baja, y Mrs. Anderson había salido de la sala, donde su esposo hojeaba el diario vespertino, para ir en busca de la botella. El marido continuó leyendo las noticias durante unos minutos hasta que, de pronto, se le antojó que su esposa demoraba demasiado. Fue entonces cuando se levantó (así lo expresó en su declaración) y se dirigió hacia la puerta que conducía al sótano. Se sorprendió al encontrar que si bien la llave del conmutador que servía para iluminar la oscura escalera de caracol estaba abierta, el sótano se hallaba sumido en tinieblas. Hizo funcionar el conmutador una y otra vez, como cualquiera lo habría hecho en situación similar, pero sus intentos fueron infructuosos. (Posteriormente se descubrió que se había quemado el fusible.) Llamó a su esposa en voz alta, pero no obtuvo respuesta. Un tanto alarmado, regresó a la sala en busca de una caja de fósforos y, mediante ellos, pudo encontrar a tientas el camino y descender por los escalones empinados y estrechos. Al llegar al pie de la escalera encontró a su esposa, muerta.
No podía haber lugar a dudas sobre su deceso, ya que se había fracturado el cráneo y la columna vertebral. Anderson se aseguró de que no había esperanza alguna de que volviera a la vida y luego se encaminó hacia el piso superior para telefonear al médico y a la policía. Tal fue la declaración que prestó en la indagatoria, con gran aplomo, pero en voz baja, y con ello creó una impresión favorable en su auditorio.
¿Cómo se había caído Mrs. Anderson? Encontraron una caja de fósforos junto a su cuerpo, de manera que, probablemente, al descender por la escalera se había valido de ellos como su esposo, para iluminar los peldaños. Quizá se le había apagado el fósforo que llevaba en la mano y no había querido tomarse la molestia de encender otro; quizá se había resbalado al poner el pie en uno de los escalones que estaba muy gastado..., pero todas las conjeturas eran fútiles, una vez que los hechos no podían alterarse. La única pregunta un tanto delicada que Anderson se vio obligado a contestar se la hizo un hombrecillo insignificante que formaba parte del jurado, y que usaba cuello duro y corbata de lazo hecho.
—¿Quién sugirió que tomaran la botella de chablis? —preguntó.
—Mi esposa —repuso Anderson con su voz suave.
—¿Y eso se le ocurrió mientras preparaba la cena?
—Sí.
—Entonces... ¿fue mientras cocinaba... cuando decidió bajar al sótano para buscar el vino?
—Sí.
—¿Le pidió, tal vez, que vigilara la comida entre tanto? —insistió el hombrecillo al par que observaba de soslayo el cielo raso.
—No.
—Y ¿por qué no bajó usted al sótano, ya que ella estaba ocupada con la cena? —prosiguió el jurado al tiempo que tironeaba de su cuello duro.
El rostro de Anderson, que tenía un aire de resignación ausente, permaneció inmutable.
—Mi esposa acostumbraba elegir personalmente cada botella de vino que bebíamos —repuso—; era uno de sus...; le agradaba hacerlo.
El hombrecillo lanzó una mirada triunfante en derredor, como para abarcar a la sala, y luego tomó asiento. El juez de instrucción expresó sus sinceras condolencias a Anderson y el veredicto fue: Muerte por accidente.
Una vez que el funeral hubo terminado, Anderson regresó a sus ocupaciones habituales como gerente publicitario. Durante las semanas subsiguientes la calidad de su trabajo y su capacidad de concentración fueron mediocres, pero tal situación no era de extrañar, ya que, en general, su espíritu de empresa había decaído antes de que ocurriera la muerte de su esposa.

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