jueves, 5 de noviembre de 2015

Raymond Chandler Todos los cuentos



 

Raymond Chandler
Todos los cuentos
Traducción de 2012. F. G. Corugedo
Ediciones B
Sinopsis


 
 Este rico tesoro de veinticinco relatos nos muestra a Chandler en pleno desarrollo de su estilo terso, lacónico, que le resultará perfecto para sus obras maestras posteriores y que sirve para sumergir al lector en ese rico universo de ficción real que se ha convertido en un elemento imperecedero de nuestro paisaje literario.


Traductor: F. G. Corugedo, 2012.
Autor: Chandler, Raymond
©2012, Ediciones B
ISBN: 9788490063859
Generado con: QualityEbook v0.75


PURA BELLEZA, A PARTIR DE POLVO VIL

por

LORENZO SILVA

Allá por 1932, Raymond Chandler, que después del crac de 1929 se las había arreglado a duras penas para mantener su empleo en una compañía petrolífera californiana —y, con él, su solvencia económica—, fue despedido por culpa de su alcoholismo. A los 44 años, casado con una mujer mayor que él, que no tenía ingresos, se vio en el paro, como tantos de sus compatriotas, sin nada a que dedicar sus días ni de donde sacar su sustento. En esas estaba cuando se le ocurrió retomar una afición juvenil que había abandonado durante los quince años que había pasado trabajando como contable y ejecutivo: la escritura. Si en su juventud había practicado la poesía y el ensayo literario más bien sibarita —fruto de su educación en un solvente aunque no elitista colegio privado británico, el Dulwich College—, lo que en su madurez escogió fue algo mucho más humilde y terreno: escribir historias de detectives, al estilo de las que había leído en la revista Black Mask, donde entre otros publicaban Erle Stanley Gardner y Dashiell Hammett, que le sirvieron de inspiración. Fue, en cierto modo, una apuesta desesperada. Lo que el autor no sabía era que con ello estaba sentando las bases de su futura y exitosa carrera literaria, que lo convertiría en una de las referencias canónicas del género negro, de la novela norteamericana contemporánea y hasta cabe decir que de la narrativa universal. También el día que dio comienzo a esa labor empezó a hacer posible que acabara existiendo el presente volumen.
No puede ser más pertinente —y digno de celebración— el empeño de reunir en castellano toda la narrativa breve de Raymond Chandler, compuesta sustancialmente por las historias que a partir de 1932 y durante los seis años siguientes iría publicando en esa revista que lo había tenido como lector, de las que sacaría un rendimiento económico precioso en los tiempos que corrían (podían llegar a pagarle seiscientos dólares, una suma digna de tenerse en cuenta) y que acabarían propiciando su revelación como novelista, en un doble sentido. Por un lado, fueron estas historias las que llamaron la atención de Alfred Knopf, el editor que se prestó a publicar su primera narración extensa, El sueño eterno, en 1939. Por otro, fue en esta distancia donde Chandler afiló sus armas, donde adquirió su maestría como retratista de personajes y ambientes, su pericia sobresaliente como escritor de diálogos, e incluso, pese a que se trataba de textos destinados a aparecer en revistas populares, su destreza como prosista y como narrador de gran capacidad simbólica. Ya en estos relatos, aunque después renegaría en cierto modo de su simplicidad o de su estilo excesivamente directo, está esa querencia del escritor por la sintaxis y la expresión elegantes, esa audacia en las metáforas y los símiles que hace de la prosa chandleriana un festín de significados para el lector. Buen ejemplo es el primero de sus pintorescos —y casi siempre humorísticos, aunque amargos— símiles. Lo encontramos en el relato que abre este libro, en su segunda página: «Las manos hermosas son tan escasas como las jacarandas en flor en una ciudad donde las caras bonitas son tan corrientes como las carreras en las medias de un dólar».
Aún hay otro sentido en el que estos cuentos son precursores de sus novelas: las historias, incluso los personajes, fueron en más de una ocasión reutilizados por Chandler, en un proceso que él denominaba de «canibalización», para construir los argumentos de sus obras mayores. Fue en las páginas del pulp, el nombre dado a las revistas populares por la grosera calidad del papel en que estaban impresas, donde no solo nació el inmortal detective Philip Marlowe, sino donde incluso se pudieron leer por primera vez historias como la que cuenta Un asesino en la lluvia, y que convenientemente reciclada —y renombrados y redibujados sus personajes— se convertiría en el argumento medular de El sueño eterno: la novela con la que Chandler empezó a ganarse el respeto del público lector y sobre la que Hollywood produciría en 1946 la película que, protagonizada por Humphrey Bogart y dirigida por Howard Hawks, contribuiría a alzar la figura de Marlowe como héroe paradigmático de la ficción occidental.
En estos cuentos están, en parte insinuados, en parte perfilados ya con sorprendente nitidez, los dos recursos que permitirían a Raymond Chandler erigirse en el gran maestro «literario» del género negro. En primer lugar, su pluma eficaz y precisa, que siempre le agradecería a su educación europea, pero donde se aunaban la exquisitez de la tradición británica en que se había formado y la espontaneidad, la versatilidad y la frescura de la literatura norteamericana a la que pertenecía por derecho propio. En segundo término, la galería de personajes que después sería característica de sus novelas. De un lado, el de lo investigado, una colección de buscavidas, individuos corruptos en proporción variable e incautos de ambos sexos cuya engañosa apariencia inocente no excluye su responsabilidad sobre los infortunios que les sobrevienen. Del otro, observándolo todo, tratando de ordenar los hechos confusos y las conductas dudosas en un relato consistente, y ganándose solo a medias y sin mucho afán la vida con ello, el investigador estragado y a la vez quijotesco, arrogante en sociedad pero desdeñoso de sí mismo cuando se queda a solas con su conciencia. Un hombre, ya se llame Mallory, Dalmas o Marlowe, que rara vez tiene la opción de hacer justicia a las víctimas y a los culpables, que se sabe impotente para enmendar la ruindad del mundo en el que vive, pero que se postula para la hazaña de no volverse indigno él mismo.
A ese empeño se opone un poder viciado, tal y como lo describe, con una economía de medios digna de admiración, el jugador de ventaja venido a menos Lou Harger, en El chivato: «Los muchachos de Jefatura me han estado metiendo presión desde la anulación. Tienen pesadillas cuando se ven intentando vivir de su sueldo». Una frase, esta última, que, por desgracia para la sufrida ciudadanía, sigue retratando a demasiados servidores públicos a lo largo y ancho del mundo. Pero no solo son las autoridades corrompidas las que le ponen cuesta arriba la tarea a nuestro esforzado caballero andante. También una sociedad donde reina la hipocresía y el desengaño, poblada de cínicos y de seres que han renunciado a ser y tener algo mejor. En ese mismo relato, Chandler los retrata con sutileza y plasticidad al describir una celebración nocturna con estas pocas frases memorables: «Había bastante gente para ser martes, pero nadie bailaba. Hacia las diez, la pequeña orquesta de cinco miembros se cansó de repetir una rumba a la que nadie prestaba la menor atención. El de la marimba dejó a un lado sus mazas y alargó la mano bajo la silla en busca de un vaso. Los otros músicos encendieron cigarrillos y se dispersaron por ahí con cara de fastidio».
Lo peor, sin embargo, es que el sabueso, aunque siga resistiendo, por una suerte de pundonor o de inercia, en el fondo también ha perdido la fe en sí mismo. Para muestra, la confesión que desliza en las páginas de Un asesino en la lluvia: «Llevaba conmigo un frasco grande de whisky. Lo empleaba lo bastante a menudo para mantener el interés». Y por si quedara alguna duda, en ese mismo relato, cuando todo concluye, el narrador lo remacha con una confesión que no deja apenas resquicios: «Me sentí cansado, viejo y de poca utilidad para nadie».
Sin duda este arquetipo del detective chandleriano, que cristalizaría en la personalidad melancólica y poderosa de Philip Marlowe, y que alcanzaría su más alta manifestación en El largo adiós (la mejor de sus novelas y una de las cumbres de la narrativa en inglés del siglo XX), es uno de los hallazgos que más contribuyen a la capacidad de seducción que ha demostrado a lo largo de los años la obra de nuestro autor, y que también poseen y conservan estos relatos. Pero no menos importante es la peculiar óptica con que en sus historias muestra Chandler la realidad de su tiempo y su lugar (en el caso de los cuentos que aquí nos ocupan, la California de los años treinta). El escritor opta por un realismo que no es necesariamente fidedigno, en tanto que recurre a la imaginación y en último extremo a la poesía, a la que con pasión se había dedicado Chandler en sus años adolescentes y donde para él, según dejó escrito, comenzaba todo en literatura. Es curioso constatar la precocidad con que Chandler razonó y teorizó este particular enfoque suyo del arte narrativo, que tanto y tan provechosamente contribuyó a perfilar su identidad como novelista. Se conserva un texto que publicó durante la época de su formación británica en la revista Academy, titulado «Realismo y País de las Hadas» y fechado el 6 de enero de 1912, esto es, cuando apenas contaba veintitrés años y faltaban todavía dos décadas para que escribiera la primera línea de sus historias de detectives. Merece la pena transcribir un fragmento:

    La verdad en el arte no debe ser buscada por ese proceso de agotamiento alentado tan fatídicamente en nuestro tiempo por los pedantes de la ciencia, y por su falacia de que puede descubrírsela mediante la consideración de todas las posibilidades: un método que abdica de la intuición y de los finos instintos del alma para recibir a cambio un manojo de teorías que, comparadas con las infinitas formas de verdad inmortal accesibles a los dioses, son como un puñado de guijarros frente a mil millas de playa pedregosa. Desviada como es esta filosofía, sin embargo, el credo realista que domina nuestra literatura no se debe tanto a malas teorías como al mal arte. Para ser idealista uno debe tener una visión y un ideal; para ser realista, basta un ojo mecánico y prolijo. De todas las formas de arte, el realismo es el más fácil de practicar, porque de todas las formas mentales la más común es la mente anodina. La persona más carente de educación e imaginación puede describir una escena anodina de modo anodino, tal y como el peor constructor puede levantar una casa fea. A aquellos que dicen que hay artistas llamados realistas, que producen una obra que no es fea ni anodina ni enojosa, cualquier hombre que haya caminado por una calle común de una ciudad en el crepúsculo, justo cuando se encienden las farolas, puede replicarles que esos artistas no son realistas, sino los más audaces de los idealistas, porque elevan lo sórdido a la categoría de una visión de lo mágico, y crean pura belleza a partir de yeso y polvo vil.

Siendo notorios en las líneas que preceden los excesos de la juventud, y en especial el maximalismo dogmático que suele traer aparejado, y siendo también evidente que, con la perspectiva de los años y de la experiencia, Chandler habría enjuiciado la cuestión con algún que otro matiz, hay aquí un espíritu que el lector de sus novelas —y también el que lea estos relatos— reconoce plenamente subsistente en su escritura de madurez. No es aspiración del autor ofrecer un mero fresco sociológico: partiendo de los materiales que le ofrece la sociedad en la que vive, sin descartar los más mugrientos, busca trascenderlos en un relato que persiga y alcance la belleza, incluso la belleza de ese ideal que por principio y definición es en la realidad imposible.
De su ambición artística y del trabajo que se tomó para darle a este «realismo idealista» intuido en su juventud la mejor forma narrativa posible, incluso cuando escribía para las revistas populares, habla con claridad la carta que años después le escribiría a Erle Stanley Gardner y en la que confesaba cómo en sus comienzos había tomado su trabajo como referencia:

    Olvidé decirle que aprendí cómo escribir una novela corta gracias a una suya acerca de un hombre llamado Rex Kane [...]. La idea, probablemente no del todo original para mí, era tan buena que traté de hacerla funcionar con otro principiante más adelante, pero él no alcanzó a ver el sentido que podía tener invertir esfuerzos en algo que sabía que no podría vender, cuando prefería invertir ese mismo esfuerzo en diecinueve cosas que creía que podría vender y que no pudo. Simplemente hice una sinopsis en extremo detallada de su historia y a partir de ella la reescribí y comparé lo que tenía con lo suyo, y después volví a reescribirla un poco más, y así sucesivamente. Me dio bastante buena impresión. De paso, descubrí que la parte más peliaguda de su técnica era la habilidad para presentar situaciones que rayaban en lo inverosímil pero que al leerlas parecían del todo reales. Espero que entienda que se lo digo como un cumplido. Yo ni me he acercado a lograr algo así. Dumas tenía esta capacidad en muy alto grado. También Dickens. Probablemente sea lo fundamental en todo trabajo rápido, porque el trabajo que es naturalmente rápido tiene una gran parte de improvisación, y lograr que algo improvisado parezca inevitable es todo un arte.
Lo que en absoluto estaba dispuesto a permitirse Chandler era incurrir en sus narraciones en los vicios que imputaba a la novela-enigma inglesa y en particular a la obra de Agatha Christie. Es instructivo recuperar aquí la crítica que hiciera en una carta de 1940 al escritor George Harmon Coxe a propósito de Diez negritos, considerada el mayor logro de la autora británica:

    Como entretenimiento me gusta la primera mitad y en especial el comienzo. La segunda mitad palidece. Pero como honrada historia criminal (honrada en el sentido de que al lector se le ofrezca un trato justo y la motivación y la mecánica del crimen resulten sólidas) es un despropósito. La concepción del libro en particular me irritó. He aquí un juez, un jurista, y este hombre condena a muerte y asesina a un grupo de personas sin otra evidencia que el chismorreo. En ningún caso tenemos una pizca de prueba de que cualquiera de ellos haya cometido efectivamente un asesinato. En cada caso es meramente la opinión de alguien. La prueba, incluso en forma de convicción íntima absoluta, simplemente no existe [...]. Pero me alegro de haber leído el libro porque de manera definitiva y para siempre ha fijado en mi mente una cuestión sobre la que albergaba algún resquicio de duda: si es posible escribir una historia de misterio estrictamente honesta al modo clásico. No lo es. Para obtener complicación, tergiversas las pistas, los tiempos, el juego de casualidades, asumes certidumbres allí donde como mucho hay un cincuenta por ciento de probabilidad. Para conseguir tu asesino sorpresa, falsificas su carácter, que es lo que más me descoloca, porque yo tengo un sentido del carácter. Si la gente quiere jugar a este juego, por mí está bien. Pero en nombre de Cristo, que no me hablen de novela de misterio honrada. No existe.
La preocupación por el trazo creíble de los personajes y la consistencia de sus móviles para el crimen está presente en estos relatos, que optan una y otra vez por razones prosaicas, incluso vulgares, para propiciar el resultado criminal. La mayor parte de las veces, es simplemente el dinero y la mediocridad de un sistema, que como despacha lapidariamente el autor en otra carta a George Harmon Coxe: «[...] promete mucho y todo lo que ofrece es la producción masiva de mercancías y personas defectuosas».
En 1939, el proceso de formación autodidacta que Raymond Chandler desarrolla a través de sus piezas breves culmina en la redacción de El sueño eterno, su primera novela de extensión convencional. Sin embargo, la forma que esta alcanza dista aún de complacerle por completo. En una carta a su editor, Alfred Knopf, fechada el 19 de febrero de ese año, hace estas consideraciones sobre lo que cree que le falta a la novela, que bien podrían valer como expresión de sus reticencias hacia el logro literario que pudieran suponer los relatos que la habían precedido:

El sueño eterno está escrita de forma muy desigual. Hay escenas que están bien, pero otras todavía resultan demasiado «revisteras». En la medida en que sea capaz, pero poco a poco, quiero desarrollar un método objetivo, hasta llegar a arrastrar al público a una novela genuinamente dramática (y aun melodramática), escrita en un estilo muy vívido y punzante, pero no chabacano o abiertamente coloquial. Me doy cuenta de que esto debe hacerse con cautela y paso a paso, pero creo que puede lograrse. Adquirir delicadeza sin perder potencia, ese es el problema.
Chandler aspiraba a lo máximo, que en su opinión era Dashiell Hammett, o mejor dicho, ir más allá que él. En una carta a Blanche Knopf, esposa de su editor, lo deja entrever de manera apenas disimulada: «Hammett es bueno. Le concedo todo el crédito. Hay un montón de cosas que no podía hacer, pero lo que hacía lo hizo de forma soberbia». Igualar al maestro y precursor en sus logros, en particular en la contundencia y la credibilidad de sus tramas y personajes, y sobrepasarlo en aquello en que lo sentía más limitado (como poeta) era el objetivo, que llegaría a alcanzar de manera apenas discutible en El largo adiós.
Sin embargo, nada de eso habría sido posible sin el ejercicio previo y sostenido que suponen los brillantes relatos que aquí se reúnen, y en los que ya se apuntan las cualidades sobresalientes que harían de Chandler el maestro que llegó a ser. No solo por encerrar la enjundiosa prehistoria del novelista, sino porque revelan su genio en estado puro, merece la pena degustarlos, sin rehuir el asombro de constatar que en esas revistas que los críticos sesudos despreciaban (alguno de ellos llegó a decir que no eran más que lo que leían los mecánicos en el metro a la vuelta del taller) se estaba escribiendo en buena medida el futuro de la novela norteamericana y universal. Muchos inmigrantes aprendieron en las páginas del pulp la lengua de su nuevo país, y a través de ese aprendizaje se convirtieron en norteamericanos. Muchos lectores del siglo XX aprendimos en Chandler una nueva forma de contar la sucia realidad contemporánea trascendiéndola con poesía, es decir, con eso mismo que Cervantes o Shakespeare supieron ponerle al relato de su propio siglo.
En estos cuentos comenzó todo. Redescubrirlos ochenta años después es el privilegio que se nos invita a disfrutar.

Getafe-Viladecans, 11-13 de octubre de 2012

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