sábado, 7 de noviembre de 2015

William Shakespeare Dramas históricos.


El bardo de Avon.
William Shakespeare
Dramas históricos



 William Shakespeare, 1591
Traducción: Ángel-Luis Pujante & Salvador Oliva & Alfredo Michel Modenessi
Diseño de cubierta: Sánchez/Lacasta
Ilustración de portada: Shakespeare’s Kings, 1964 © Bernard Cheese © Fry Art Gallery, Saffron Walden, Essex . Bridgeman Art Library – Index
Editor digital: Titivillus ePub base r1.2



La presente edición reúne los diez dramas históricos compuestos por William Shakespeare (1564-1616). En ella se recogen las traducciones de Ángel-Luis Pujante, reconocido especialista en Shakespeare, publicadas en la colección Austral, y se incluyen cinco traducciones inéditas: Enrique VI. Primera parte (de Ángel-Luis Pujante), Enrique VI. Segunda parte y Enrique VI. Tercera parte (de Alfredo Michel), El rey Juan (de Salvador Oliva) y Enrique VIII (de Ángel-Luis Pujante y Salvador Oliva), junto con la traducción de Enrique V (de Salvador Oliva), que apareció por primera vez en la edición del Teatro selecto de William Shakespeare publicada en 2008.
Las obras se presentan en orden cronológico y van precedidas de notas introductorias preparadas por Ángel-Luis Pujante. No se han incorporado las introducciones ni el aparato crítico que acompañan a las traducciones de Austral. Remitimos al lector interesado a sus respectivas ediciones en dicha colección: Ricardo III (A 601), Ricardo II (A 428) y Enrique IV (A 505).
  PRÓLOGO

En la primera mitad de su producción dramática Shakespeare escribió nueve dramas históricos sobre reyes ingleses de la dinastía Plantagenet, aunque no por orden cronológico. Empezó hacia 1590 con una tetralogía que abarca los hechos acaecidos entre 1422 y 1485, a los que les dedicó las tres partes de Enrique VI y Ricardo III. Después, retrocediendo al período comprendido entre 1398 y 1422, compuso su segunda tetralogía (Ricardo II, las dos partes de Enrique IV y Enrique V) entre 1595 y 1599. En estos años escribió igualmente El rey Juan, que se remonta al siglo XIII. Tras estas nueve obras, Shakespeare no volvería al drama histórico hasta unos catorce años después con Enrique VIII (1613), que se ocupa de un período posterior y termina con el nacimiento de Isabel I[1].
Es posible que los dramas históricos ingleses sean el género menos popular de Shakespeare. Parece que, por su propia naturaleza, no siempre viajan bien: fuera de Inglaterra no se leen del mismo modo que en ella —una diferencia que también puede afectar a otros países de lengua inglesa—. En su aspecto más superficial, podemos encontrarnos en sus textos con un sinfín de nombres, títulos nobiliarios, palacios y lugares que pueden ser de vértigo. ¿Y qué nos dicen hoy todos esos nombres? Pero hay una razón de más peso por la que estos dramas no viajan bien: no por ser ingleses, sino porque, debido a algunas de sus situaciones, pueden resultar incómodos para lectores o espectadores extranjeros —por ejemplo, Enrique V para un público francés o Enrique VIII para cierto público español—. No debe extrañarnos que, en sus representaciones fuera de Inglaterra, los directores hagan a veces sus ajustes y retoques para evitar o paliar estos efectos.
En cuanto a Inglaterra, es cierto que durante un tiempo ha predominado una visión nacionalista y conservadora según la cual Shakespeare, basándose en las crónicas de Holinshed y Hall, celebra en estos dramas el feliz advenimiento de la dinastía Tudor y la consiguiente restauración providencial del orden que siguió al fin de la Guerra de las Dos Rosas, tras un siglo XV desangrado por continuas rebeliones y contiendas. Es más, Shakespeare se habría beneficiado del auge nacionalista originado por la reforma protestante y los éxitos de Inglaterra en conflictos exteriores, como el que acabó en la derrota de la Armada española. Ahora bien, los estudios más recientes han demostrado que semejante visión es ideológica y artísticamente reductora, ya que, por un lado, estos dramas expresan la pluralidad y las contradicciones de las creencias culturales y políticas de la época y, por otro, revelan una complejidad compositiva que los hacen muy distintos entre sí. Además, a la ortodoxia oficial de los Tudor habría que oponerle la influencia liberadora del Humanismo y, sobre todo, un escepticismo político que tiene sus raíces en Maquiavelo. Vistas desde esta otra perspectiva, las obras históricas de Shakespeare muestran una vida dramática muy variada y tienen mucho que decirnos más allá de su tiempo y sus fronteras.
Podemos observarlo ya en las primeras obras shakespearianas de este género. Decía el actor Ian McKellen que la trilogía de Enrique VI venía a ser como Rambo I, Rambo II y Rambo III, seguramente por el fuerte elemento de acción, estrépito, guerra y violencia que observamos en ella desde el principio. Pero, bromas aparte, junto a aspectos como el fervor patriótico que pudieran despertar estas obras o la defensa más o menos ortodoxa de la autoridad de un rey inoperante, lo que se impone desde la primera escena es una crítica implícita y explícita de las banderías nobiliarias y los clanes familiares, de la feroz lucha por el poder en una aristocracia que, por más que invoque el bien del país y el amor patrio, no oculta sus egoísmos partidistas. La eliminación del lord Protector y las maquinaciones de York en la segunda parte desembocan en el mundo amoral de la tercera, en la que, mirando al personaje de Ricardo, Shakespeare ya parece haber diseñado la conclusión de su primera tetralogía.
Se supone que Ricardo III debería leerse y representarse como continuación de la trilogía que la precede, pero rara vez se hace. La obra no omite lo que puede haber de propaganda en la derrota del tirano, el fin de la guerra civil y el inicio del período de paz que los ingleses deben a la nueva dinastía. Sin embargo, Richmond, futuro Enrique VII y primer rey Tudor, no aparece hasta el final y se muestra como un personaje plano y meramente instrumental cuyo último parlamento apenas queda integrado en el drama. Es como si Shakespeare hubiera decidido no dar más importancia de la debida a unos hechos conocidos y reiterados por la ortodoxia oficial —especialmente si sabía que el nuevo rey Tudor era tan artero y ambicioso como su Ricardo—. En su lugar, se centró en el que sería su primer personaje memorable, haciendo de Ricardo III un tirano perverso, frustrado por sus deformidades y entregado a la conquista criminal del poder, pero con tal magnetismo que capta nuestra atención desde el principio.
El rey Juan se sitúa excepcionalmente a comienzos del siglo XIII. La datación de este drama solo puede ser hipotética y, según la cronología que sigamos, pudo escribirse antes o después de Ricardo II. La acción se concentra especialmente en los esfuerzos del rey por conservar el trono frente a quienes dudan de su legitimidad. La obra acaba con un parlamento sumamente nacionalista —invocado en Inglaterra durante la Primera Guerra Mundial—. Sin embargo, en otros países lo que más se recuerda de El rey Juan es el modo como en ella se critica explícitamente la tendencia de los nobles a regirse por la commodity, es decir, por la conveniencia o el interés, al margen de toda consideración ética y no siempre en beneficio del país. La denuncia el bastardo Falconbridge, a quien algunos ven como el único personaje ejemplar entre tantos desaprensivos. Sin embargo, el bastardo aclara que si él reniega tanto del interés es porque este aún no le ha «cortejado». Y concluye su famoso parlamento:
Bueno, mientras sea mendigo, yo renegaré diciendo que no hay peor pecado que ser rico y, cuando sea rico, lo mío será decir que no hay peor pecado que ser pobre.
Si por interés los reyes son falaces, que él sea mi señor, y yo he de adorarle.
Esta inclinación se hace más visible en Ricardo II, el primer drama de su segunda tetralogía, en el que se retrocede a los hechos históricos que llevaron al destronamiento de Ricardo por parte del ambiguo y sibilino Bolingbroke, el futuro Enrique IV. La usurpación irrumpe en el ritualismo de la corte medieval, destruye la imagen sagrada de la monarquía de origen divino, origina una tragedia personal y constituye un delito y un pecado que dará origen a los conflictos que recorren las dos tetralogías. Visto así, Ricardo II vendría a ser la parábola perfecta de la ortodoxia Tudor, cuya propaganda alertaba contra los horrores de la rebelión y el regicidio. Sin embargo, se ha demostrado que esta no era la visión más habitual de este monarca en los escritos de la época y que el drama contiene un elemento potencialmente subversivo: además de que la escena del destronamiento fue censurada en las primeras ediciones, el único testimonio de la interpretación isabelina de la obra es el encargo de que volviera a representarse en la víspera de la sublevación de Essex contra la reina Isabel (1601) para enardecer al pueblo y justificar la sedición.
Si Ricardo II contiene un elemento de tragedia, Enrique IV es el único drama histórico que da cabida a la comedia. Pero no nos engañemos: aunque le dé una fuerte presencia con la figura de Falstaff, Shakespeare no ha puesto ahí ese ingrediente solo para alegrarnos o para desacreditar el mundo de la corte y de la guerra, sino para hacernos ver que la comedia no tiene nada que hacer en el espacio político, en el que va quedando cada vez más aislada y del que al final es expulsada como factor de corrupción. Las dos partes de Enrique IV permiten un gran despliegue de personajes, situaciones y temas, entre los que destaca la divergencia entre el rey y el príncipe, que prefiere el mundo de la taberna al de la corte. Sin embargo, su preferencia es temporal y calculada: como él mismo anuncia, mientras sea príncipe continuará divirtiéndose con Falstaff; cuando suceda a su padre, se transformará y desterrará al «maestro y nutridor» de sus desórdenes. En suma: el príncipe deja claro desde el principio que no es el que parece, lo cual, a su vez, nos avisa de que no es personaje de fiar. Por otro lado, parece que la corte tampoco es un lugar atractivo para el príncipe. Enrique IV no es un rey irresponsable como Ricardo II, ni débil como lo será su nieto Enrique VI. Con él desaparece la imagen sacra del monarca medieval para dar paso a un rey eficaz y muy político que responde más bien al perfil del príncipe moderno trazado por Maquiavelo. Como usurpador del trono y responsable de la muerte de Ricardo, no logra librarse de su culpa y se afana por alcanzar la legitimidad de ejercicio, especialmente sofocando las sucesivas rebeliones. Sin embargo, su intensa concentración en el poder le ha menguado humanamente: a su hijo le habla como rey más que como padre. Su actitud parece cambiar cuando, ya en su lecho de muerte, le reprocha amargamente que se haya llevado la corona sin esperar a que él se muera. No obstante, en cuanto el príncipe se excusa, Enrique vuelve a hablarle como rey: reconoce haber «encontrado» la corona por «caminos sinuosos» y admite que ideó su cruzada a Tierra Santa —adonde no fue— para distraer a quienes pudieran impugnarle. Por eso le aconseja que ocupe a los «ánimos inquietos» con guerras exteriores. Su hijo seguirá el consejo, como cuentan las crónicas y podemos ver en la obra siguiente.
Enrique V contiene elementos más que suficientes para ser considerado el drama histórico más patriótico de Shakespeare. Su protagonista se permite invadir Francia y logra «reconquistarla» para Inglaterra. Alcanzar la victoria contra todo pronóstico le otorga un aura de heroísmo, y su matrimonio con la infanta francesa le da, al menos en apariencia, un toque romántico. Es la imagen triunfalista que llevó al cine Laurence Olivier en plena Segunda Guerra Mundial (1944). Sin embargo, la película de Kenneth Branagh (1989) destacó otros aspectos menos gratos, como los horrores de la guerra emprendida por el rey (véase entradilla, pág. 783). Y, si vamos al texto, podemos encontrarnos con algunas ironías nada alentadoras. Sin entrar en la cuestión de su derecho al trono de Francia, recordemos que, en la víspera de la batalla de Azincourt («Agincourt» en Shakespeare), el rey, que se ha mezclado entre la tropa disfrazado, no logra convencer a los soldados de que «su causa es justa, y su disputa, honorable». Después, su orden, dada dos veces, de que cada soldado mate de inmediato a sus prisioneros franceses hizo observar a un crítico del siglo XVIII que Enrique obraba en «vena sanguinaria», y a uno del XX le llevó a preguntarse si este rey no actuaba como un criminal de guerra. El episodio, nada cómodo para los ingleses de ánimo patriótico, fue omitido en las películas de Olivier y de Branagh, y tiende a suprimirse en el teatro.
Tras Enrique V (1599), Shakespeare solo volvió al drama histórico con Enrique VIII (1613), escrito hacia el final de su trayectoria dramática y en colaboración con John Fletcher. La obra, a diferencia de las anteriores, no trata cuestiones de legitimidad y poder, ni explora como en ellas las causas de la fuerza o debilidad de los reyes. El famoso Enrique VIII Tudor no es presentado aquí como un tirano egocéntrico, un «bruto de lo más intolerable, una deshonra de la naturaleza humana y un borrón de sangre y grasa en la historia de Inglaterra» (Dickens), pero tampoco como el rey benévolo, prudente y virtuoso que les ha parecido a algunos críticos. El tema central del drama es la ausencia de un heredero varón, resuelto feliz e irónicamente en el nacimiento de la futura reina Isabel tras haber sido repudiada Catalina de Aragón. De ahí que se haya interpretado Enrique VIII como celebración de la reforma protestante. Sin embargo, la obra es bastante más compleja de lo que parece. Algunos directores y actores han observado que, pese a su título alternativo (Todo es verdad), lo que se dice o muestra en ella es solo una apariencia de verdad. Y actualmente la crítica ha precisado que Enrique VIII es más bien una reflexión sobre los efectos de la reforma, en la cual se muestra una serie inquietante de cambios en los conceptos de verdad y lealtad, y en la que la historia es presentada como el producto de testimonios dispares e irresolubles. En su extensa edición, Gordon MacMullan revela que la obra está cargada de ironías que en su tiempo estimulaban una actitud crítica, o al menos escéptica, por parte del público; así, el elogio final de Cranmer al nacimiento de Isabel tuvo que ser irónico para el público de la época, al vincular la herencia de Isabel al rey Jacobo, quien en 1613 aspiraba a la paz y armonía entre los distintos países europeos a través de matrimonios dinásticos antes que a culminar la reforma protestante. Abordar solo una parte del reinado de Enrique y presentarla en pleno reinado de Jacobo podría sugerir que la herencia reformadora que este recibió no llegó nunca a realizarse.
Enrique VIII da fin al camino singular emprendido por Shakespeare en un género que confirma la variedad y evolución que observamos en el conjunto de su obra; un género con características propias que conviene entender y valorar en su justa medida. La crítica ha puesto en evidencia el corto alcance de la apropiación nacionalista y ha demostrado que estos dramas históricos encierran una complejidad política y gozan de una actualidad que no encontramos en otras obras del autor. Además, fuera de Inglaterra la respuesta ni es ni ha sido siempre adversa. Ya en el siglo XIX August Wilhelm Schlegel observaba que estos dramas aportan ejemplos del rumbo político del mundo que son aplicables a todos los tiempos. José Blanco White, el primer español que les dedicó atención crítica, les atribuía una clara filosofía práctica y una innegable universalidad. Y Wagner estimaba que habría que verlos cada año, especialmente por el modo en que presentan la historia como es, con todos sus horrores e incoherencias.
Como dice Dennis Kennedy, estos dramas históricos nacieron en Inglaterra, tratan de Inglaterra y pueden hablar por Inglaterra, pero han sido liberados de sus obligaciones nacionalistas. En ellos Shakespeare se nos presenta como un historiador que infunde a sus obras una visión realista y plural de una Inglaterra en la que acecha y puede triunfar el interés, lo expeditivo, el maquiavelismo y la política de los hechos. Con tal visión nos llega también un aviso, una llamada de atención que nos alerta de las realidades de la vida pública de cualquier época y país como no lo hace la tragedia.
ÁNGEL-LUIS PUJANTE

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