miércoles, 29 de abril de 2020

Lo que siguió . BORGES A CONTRALUZ. Estela Canto.




Una de las características de la obra de Borges es que cada uno de sus libros está unido a un grupo de personas que giran alrededor de una determinada mujer. (A su ma­nera, era un homme à femmes.)
Los cuentos y artículos de la Historia universal de la in­famia están inmersos en la atmósfera de S. D.; los cuen­tos del libro El Aleph, en la de E. C. Es como si él no só­lo se hubiera enamorado de una mujer, sino del ambiente que rodeaba a esa mujer («Todo alude a ti», carta a E. C). [Imagen 21]
Por cierto tiempo buscó resonancias mías en algunas de mis amigas. Él nunca cortaba definitivamente una re­lación y, cuando se desvanecía el amor por una mujer, continuaba enamorado de los momentos líricos que ha­bía tenido con ella.
Estas constelaciones de personas marcan etapas en el desarrollo intelectual y moral de Borges.
En 1949, a pedido de él, volví a ver a Cohen-Miller. En la entrevista no hubo nada nuevo: el analista se limitó a repetir lo que ya me había dicho, aunque con cierta desgana. También la había en mí y acaso en el mismo Borges: no es improbable que me guardara rencor.
Una tarde del verano de 1950 se presentó en casa y me dijo que me preparara, que dentro de dos horas pasaría a recogerme, en taxi, para ir a Constitución y tomar un tren hasta la estancia de los Bioy en Pardo, en el centro de la provincia de Buenos Aires.
En ese entonces él estaba escribiendo un argumento de película con Bioy Casares y pensaba trabajar duran­te la estadía. Opuse una leve resistencia. Le dije que los Bioy no me habían invitado. Él contestó que no impor­taba, que había hablado esa mañana con Adolfito, que los Bioy iban a estar encantados. Por mi parte, yo tenía cierta curiosidad por ver una estancia por dentro. (Vic­toria Ocampo me había llevado, como era su costumbre con los recién llegados a Mar del Plata, a ver La Armonía y El Boquerón.) Borges me había dicho que La Armonía y El Boquerón no eran verdaderas estancias; ahora añadió que Rincón Viejo, la estancia de los Bioy en Pardo, aun­que no tan imponente como las fincas de Mar del Plata, era más «real». Luego dijo que él sólo había visto una es­tancia de veras, El Hervidero, en las márgenes orientales del río Uruguay, donde mi abuelo había tenido campos. Y me habló de un tajamar de piedra que yo había oído nombrar en mi casa.
Es probable que dijera todo esto para quitarme mi in­hibición de persona pobre, aunque creo que era sincero en su admiración por El Hervidero.
Llegamos. Adolfito nos estaba esperando en la estación y, como Georgie había asegurado, se mostró encantado de verme.
Rincón Viejo es una estancia como tantas otras de la pampa argentina, con casas bajas que se confunden con la llanura. En el casco había un jardín bastante amplio y, en uno de los extremos, una casita para huéspedes, con dos cuartos unidos por un pasillo y un cuarto de baño en el medio. Por supuesto, en las paredes de los cuartos y en el pasillo había estantes con libros. Mi cuarto era espa­cioso, con una cama de matrimonio y una ventana enre­jada por la que entraba el canto de los grillos y el olor de la tierra mojada.
Tras la nueva visita a Cohen-Miller y haber sido prác­ticamente raptada, imaginé que Borges tenía ciertas in­tenciones. Habría sido lógico que viniera a charlar a mi cuarto, pero no lo hizo. Se despidió de mí en la puerta del dormitorio con un brusco «Buenas noches» que no deja­ba lugar a más.
A la mañana siguiente iniciamos nuestra vida de campo. Los padres de Adolfito, el doctor Adolfo Bioy y su mujer, Marta Casares, estaban también allí. El mes que pasé lo recuerdo como muy agradable. Me traían el desayuno a la cama, algo que yo sólo había disfruta­do e iba a disfrutar en hoteles. Un rato después bajaba al jardín y Silvina y yo jugábamos con una medicine ball. Varias veces invitamos a Georgie a que participa­ra. Él lo hacía de mala gana. Por lo general, la gran pe­lota se le caía de las manos. La causa no era su mala vista, sino una especie de voluntad de no participar que se había apoderado de él no bien llegamos a Rincón Viejo.
Aunque le gustaba mucho nadar, nunca quiso acom­pañarnos cuando nos zambullíamos en el gran tanque australiano. Al caer la tarde, Silvina y yo salíamos a caballo. Borges nunca nos acompañó y no se interesó en los progresos que yo hacía como jinete.
Por la tarde, los dos hombres trabajaban en el argu­mento de cine. Tampoco se acercaba Borges al doctor Bioy, por quien sentía, sin embargo, una franca simpatía.
Sin embargo, iba a ocurrir algo que nos acercó física­mente.
Estábamos en 1950 e iban a pasar diez años antes de que Fidel Castro y los Beatles pusieran de moda las bar­bas y las melenas. Marta Casares, la elegante, sofisticada y muy bonita madre de Adolfito, estaba un poco choca­da, después de cuatro o cinco días, por la barba de Georgie, que empezaba a crecer en manchones, como la de al­gunos grabados de Sancho Panza.
Adolfito me llamó a solas una tarde y me dijo que a su madre le incomodaba la desaliñada barba de Borges. En Buenos Aires, Georgie tenía un barbero que iba a su casa a afeitarlo todas las mañanas, ya que él no se sabía afeitar. Adolfito me preguntó: «¿Te atreves a hacerlo?» Le dije que sí, siempre que me explicara minuciosamente los pasos a dar. Así lo hizo.
A la mañana siguiente me trajeron una palangana, ja­bón de afeitar, toallas y una maquinita.
Georgie no opuso resistencia. Hice lo que pude, sor­prendida por la cantidad de recovecos que puede tener la barba de un hombre. Por momentos creía haber terminado, pero aparecían nuevas zonas pilosas bajo la nariz, junto a las orejas, en el pescuezo...
Esta precaria operación se repitió dos o tres veces, has­ta que me encontraron un reemplazante más capaz.
Éste fue el contacto físico más íntimo que iba a haber entre Jorge Luis Borges y Estela Canto.
Entre 1944 y 1949 yo había firmado todos los petito­rios, protestas, reclamos para detener el fascismo que veíamos avanzar, y que circulaban en los ambientes intelectuales de tendencia liberal. Yo era, como los integran­tes de esos grupos, apasionadamente proaliada y detes­taba al peronismo, al cual veía como una continuación del fascismo. Naturalmente, odiaba la guerra y estaba ho­rrorizada por los campos de concentración; estos senti­mientos se exacerbaban por el hecho de vivir en un país con un gobierno que simpatizaba con los nazis y que pru­dentemente esperó la terminación de la guerra en Euro­pa y el suicidio de Hitler para declarar la guerra al Eje. Todo esto era humillante.
Así, cuando un grupo de mujeres me pidió la firma pa­ra un llamado en favor de la paz (el llamado de Estocolmo, creo), firmé sin vacilar. Por supuesto, no ignoraba que detrás de ese llamado estaba la Unión Soviética. Yo había admirado la heroica lucha del pueblo ruso contra el nazismo, aunque había muchas cosas en la URSS que no me gustaban. En el caso, firmé por la paz. Lejos esta­ba de suponer que esa inocente firma iba a tener tanto in­flujo en mi vida.
En marzo de 1950, al volver de la estancia de los Bioy, solicité el visado para ir a Estados Unidos. Mi hermano, que trabajaba ahora en las Naciones Unidas, me había invitado a ir. Había muchos motivos personales por los cua­les yo deseaba ir a Estados Unidos. Con el triunfo de Pe­rón, el panorama intelectual de la Argentina se había ensombrecido. Quería cambiar de aire, olvidar experien­cias personales desagradables.
Todavía recuerdo el aire molesto de Steven Winthrop (creo que ése era su nombre), el simpático cónsul de Es­tados Unidos, que me recibió en sus oficinas en los altos del Banco de Boston. Habían pasado dos meses desde el momento en que yo había presentado mi solicitud de vi­sado. A mister Winthrop no le gustó nada tener que decirme: «Your application has been refused» («Su solici­tud ha sido rechazada»). Todavía me llena de vergüenza recordar las dos lágrimas que me cayeron. Salí contenien­do el llanto. Pero fui consciente de una cosa: el gran país defensor de la libertad me negaba el derecho a opinar que la guerra era una atrocidad. La negativa del visado era un castigo para los nativos poco sumisos que nos atrevíamos a usar el libre albedrío. No me sentí humillada, sino fu­riosa. Esa furia iba a llevarme al campo opuesto.
Esa tarde salí caminando por Florida hacia el Norte y me dirigí a la casa de María Rosa Oliver. Ella, comunista militante, no se sorprendió en lo más mínimo de lo que había pasado. Y esto me hizo entender vagamente algu­nas cosas.
Esa noche fui a comer a casa de los Bioy, donde no en­contré la rápida comprensión de María Rosa. Adolfito y Silvina -y quizá Borges por influjo de ellos- no se indignaron, como yo había previsto, y prefirieron cambiar de tema. Nunca más volví a comentar el incidente con ellos.
Rememoré entonces algunos episodios minúsculos de esos meses del fin de la guerra. El frente alemán se había desmoronado y para festejarlo había habido una reunión en la librería inglesa Mackern's. Los escritores más im­portantes estaban allí y la librería estaba decorada con banderitas inglesas, norteamericanas y francesas. Noté que no había una sola banderita de la URSS y le pregun­té al gerente de Mackern's a qué se debía la ausencia, bas­tante conspicua, de este aliado no insignificante. Me con­testó: «No la he puesto porque temo que no les guste». «¡Pero si todos son aliados!», exclamé yo con beatífica in­genuidad, echando una mirada a los invitados, entre quienes estaban María Rosa Oliver y Enrique Amorim. Le pregunté al gerente si tenía banderitas con la hoz y el martillo. Me respondió que sí, que estaban en el sótano y que, si ése era mi deseo, podía bajar a buscarlas. Así lo hice. Volví y puse las banderitas rojas al lado de las otras sin que nadie hiciera el menor comentario. (Supongo que gestos como éste, más que una militancia concreta, influ­yeron para que se me viera como a un demonio rojo.)
Con mis amigos seguía quejándome de la estúpida ac­titud norteamericana al negarme el visado. No siempre hallaba eco. Algunas personas pensaron que yo hacía mal al comentar el punto, que debía sentirme culpable y que­darme callada. Ésta es una actitud argentina muy corrien­te, incomprensible para el país que me negó el visado: en Estados Unidos se sacan las cosas a luz, por desagrada­bles que sean; en la Unión Soviética se ocultan severamente, y en esto la occidental, oficialmente cristiana y pazguata Argentina se parece mucho más a la execrada Unión Soviética que al Amo del Norte, ante el cual hay que doblegarse sin chistar.
Dos semanas después vinieron a verme unas represen­tantes del Movimiento por la Paz. Una de ellas era una pintora conocida. Me dijeron que iba a realizarse un Congreso por la Paz en Sheffield y que me invitaban a parti­cipar. Acepté.
El Congreso se reunió finalmente no en Sheffield, sino en Varsovia, donde pasé unos quince días. Ni los cielos grises, ni el frío ya intenso en el mes de noviembre, ni la ciudad en escombros, ni las mujeres trabajando ruda­mente en las calles pudieron apagar, ni siquiera dismi­nuir, el llameante entusiasmo de aquel Congreso. Sentí que en los pueblos había una voluntad de paz y de vida.
De regreso, pasé por Praga. La feérica ciudad barroca me impresionó mucho menos que la destruida Varsovia. Ya en París, la delegación argentina regresó y yo me que­dé. Iba a pasar un año en Europa y en ese tiempo sólo le escribí una carta a Borges desde la Zona Dantesca de Rávena. Él apreció mucho esta referencia. Probablemente hubiera podido quedarme en Europa, pero mi madre es­taba muy enferma. Mi hermano, que se había unido a mí, y yo, decidimos volver.
Mi madre murió en 1954. Los Bioy estaban en Euro­pa, donde habían adoptado una chica. Borges vino a vi­sitarme y salimos a caminar por el primer puente de Constitución. Yo estaba abrumada por la pérdida y Bor­ges había hablado mucho con mi madre, que había intentado consolarlo de sus desdichados amores conmigo. Yo hubiera querido que él hablara de mi madre, que dijera algo sobre ella; no podía alejarme de la atmósfera en que estaba. Supongo que él intentó distraerme, pero esta vez los chismes literarios, sus ocurrencias, sus salidas, caían en el vacío. Yo no quería y no podía distraerme de mi do­lor. Cualquier intento de distraerme era sentido como un atentado contra mi intimidad.
En mi ausencia, Borges había seguido visitando a mis amigas. En algún caso logró transferir su amor por mí. Buscaba las cualidades de una mujer en otra y a veces creía encontrarlas. Algunas de estas amigas se portaron con él mejor que yo, pero no fueron recompensadas..., según ellas.
Una noche, comiendo en La Corneta del Cazador con un escritor inglés de paso, éste preguntó a Borges si Delfina Mitre, la Mística Práctica, escribía poesía. Borges, como defendiéndose de una agresión, contestó: «No! She is poetry» («No, ella es poesía»). Aunque se prescindía del hecho de que Delfina escribía poemas muy bonitos en in­glés, ella quedó halagada con la definición.


En 1955 cayó Perón. En aquel fin de invierno hubo mucha euforia en las calles céntricas de Buenos Aires. Después de unos días tormentosos, que Borges en un poe­ma habría de definir ampulosamente como «las épicas lluvias de septiembre», salió un radiante sol de primave­ra y la parte pensante, pudiente, los estudiantes, la Igle­sia (en ese momento contraria a Perón, que había hecho pasar una ley instituyendo una gran ciudad jardín dedi­cada a la prostitución, con jubilaciones para las meretri­ces y otros adelantos; también había hecho aprobar una ley de divorcio), salieron a manifestar. En la plaza de Ma­yo flameaban las banderas argentinas y grupos de uru­guayos -el Uruguay había proclamado el triunfo de la su­blevación por sus radios- blandían las banderas de su país, tan orgulloso de su constante, aunque endeble, de­mocracia.
El tiempo acompañaba la luz que se había hecho en las almas. La gente cantaba en las calles, los estudiantes entonaban lemas y todos tuvimos la sensación, cuando el general Lonardi pronunció desde la casa de gobierno su célebre frase, «Ni vencedores ni vencidos», que la Argen­tina volvía a ser el país que siempre debió haber sido, un país culto, democrático, que podía desempeñar un papel preponderante en el mundo por su riqueza y sus méritos. «Al cabo de doce años, Perón se fue a los caños», canta­ban los adolescentes, aludiendo al hecho de que Perón se había refugiado con cierta premura en una cañonera pa­raguaya.
La Argentina emergía de aquella ruidosa pesadilla de­magógica. En esos días de exaltación nadie pudo adivi­nar que se iniciaba la época más tenebrosa en toda la historia del país. Los «vencedores» no se limitaron a ser vencedores, sino que quisieron vengarse de los «venci­dos». Éstos a su vez, conscientes de ser más numerosos, entorpecieron los proyectos de los vencedores. A los dos meses de gobierno, el general Lonardi, tras un golpe pa­laciego, tuvo que renunciar. Lonardi era hombre de los poderosos grupos clericales, muy agradable personal­mente y con tendencias nacionalistas, lo cual sin duda lo volvía más simpático a las clases populares. El hombre que lo sustituyó, el general Pedro Aramburu, era un libe­ral que quince años después habría de pagar con una muerte atroz el haberse atrevido a sustituir a Perón.
De todos modos, las clases bien pensantes estaban eufó­ricas y creían que en pocos meses la casa se pondría en or­den. El gobierno convocó a elecciones para una Asamblea Constituyente, un medio para tantear el estado de ánimo del pueblo. Por supuesto, el partido peronista quedó exclui­do de las urnas y Perón dio la orden de votar en blanco.
Los primeros cómputos llamaron a la realidad: los vo­tos en blanco, la «nevada», como la llamó el pueblo, do­blaron fácilmente al partido más votado. Y esto sólo en la capital. La cosa estaba clara. Si la democracia era lo que debía ser la democracia -un gobierno para el pueblo elegido por el pueblo-, los supuestos demócratas estaban en falta y se convertían, de hecho, en totalitarios, Borges, este «hombre de sentencias, de libros y de cánones», se unió a los grupos que seguían creyendo que había que imponer la democracia a sangre y fuego.
Por ese entonces Borges se sometió a una operación en los ojos que lo dejó sin poder leer y viendo con dificul­tad las caras de las personas que tenía enfrente. Esto, el hecho de haber sido traducido con clamoroso éxito en el extranjero y algunos traspiés sentimentales, lo acercaron a su madre. La Revolución Libertadora -como se autotituló el golpe de Estado militar que derrocó a Perón- lo nombró director de la Biblioteca Nacional.
Él estaba encantado con el cargo, aunque práctica­mente no hizo nada por la Biblioteca. No tenía la menor idea de lo que era una organización administrativa y su vista no le permitía trabajar. De todas maneras, se sentía honrado por suceder en el cargo a Groussac y a Lugones.
La Revolución Libertadora, que debió habernos acer­cado, nos alejó. Yo me acerqué a la izquierda, una iz­quierda que, a decir verdad, sobrenadaba sobre la reali­dad del país. En ese momento pensé que no había solución para la Argentina si las masas peronistas no eran integradas. La alternativa, fatalmente, era la violencia mi­litar. Borges se plegó a los puntos de vista de su madre. Es decir, quería una Argentina como la de 1910, y se ne­gó a ver que esto ya no era posible.
Entre tanto, vertiginosamente, los honores empezaron a llover sobre él. Su fama crecía sin cesar. Dictó cursos de inglés antiguo en la Universidad de Buenos Aires. A esos cursos asistía una muchachita llamada María Kodama, hija de un japonés y una uruguaya.
De todos modos, Borges solía venir a casa. Incluso, por unas breves semanas, hubo como un resurgimiento de la antica fiamma. En uno de esos encuentros me dijo que fi­nalmente había logrado tener relaciones sexuales com­pletas con una mujer, una bailarina muy bonita, aunque no era inteligente ni del medio social en que a él le gustaba moverse. La relación, al parecer, no tuvo mayor tras­cendencia, aunque el nombre de ella figura en alguna de las dedicatorias. Se refería a ella con cierto recato y un dejo de vergüenza.
Ella no formaba parte del grupo de sus amigos y esto facilitó tal vez las cosas. Asimismo, su falta de inteligen­cia tal vez le quitara a él inhibiciones. La historia fue una especie de salto en el vacío. En los veintitantos años si­guientes no volvió a nombrarla.
Poco después me dijo que estaba enamorado de otra mujer, ésta sí vinculada a los medios literarios. Con ella hizo un viaje a Chile. Afirmaba estar muy enamorado de esta mujer, pero ella se casó con otro poco después.
Él guardaba rencor a las mujeres de quienes había es­tado enamorado o creído estarlo cuando se casaban. No podía perdonarlas. Se hubiera dicho que esas mujeres tenían que estar esperando, en un gineceo imaginario, que él las eligiera. Yo no fui excepción. Más que la política, me alejó de él el hecho de haberme casado.
Una vez Borges me llamó por teléfono y le noté la voz confundida. Me dijo: «He marcado tu número por error, inconscientemente. Quería llamar a otra persona. Eso quiere decir que deseo verte».
Nos citamos en la confitería St. James, en Córdoba y Maipú, a dos cuadras de su casa, porque sus problemas visuales ya no le permitían alejarse.
Le conté que un curioso personaje, un francés que de­cía haber estado en la Resistencia, había intentado robar­me el manuscrito de El Aleph. El francés, Jean de Milleret, se había presentado en casa de mi hermano una tarde, diciendo que quería hablar conmigo de Borges, pues estaba preparando un libro sobre él. Era un hombre corpulento, de unos cincuenta y tantos años, rubio, de an­teojos. Trajo unos bombones y nunca terminaba de des­pedirse. Había en su persistencia una especie de pregunta que no se formulaba, una oscura insinuación sexual, como la de esos hombres que siguen a una mujer en la calle, a cierta distancia, y empiezan a inquietar.
Jean de Milleret volvió una segunda vez, me tomó unas fotos y trajo de nuevo bombones (que no me gustan). Quería que le contara cosas sobre Borges. Creo que suponía que me había acostado con Georgie y esto le exci­taba. Imprudentemente, cometí el error de decirle que guardaba el original de El Aleph en un cajón del escrito­rio. Milleret solicitó verlo y me preguntó si podía tenerlo dos o tres días: deseaba analizar la extraña letra de Bor­ges. Le entregué el manuscrito.
Milleret no tenía teléfono. Pero me había dejado su di­rección la primera vez que vino. Pasaron unas semanas sin que diera señales de vida. Finalmente le conté a mi marido lo que había pasado. Él se las arregló para reco­brar el manuscrito, y hasta el día de hoy no sé cómo lo hizo.
También Borges tenía algo que contarme sobre Mille­ret. Éste, que pretendía haber sido herido en la guerra en una pierna, usaba un bastón. Borges me contó que Mille­ret había extraído un estoque o una daga de ese bastón (no pudo ver qué era) y, como en broma, lo había apun­tado e incluso pinchado. Esto le había parecido bastante raro a Georgie.
Jean de Milleret publicó un año después un libro de conversaciones con él -Entretiens avec J. L. Borges- que pasó sin pena ni gloria.
No terminaron aquí las desventuras con El Aleph.
Un crítico uruguayo, que iba a escribir un libro mal informado y farragoso sobre Borges, vino a verme y me pidió que le prestara el manuscrito de El Aleph, según él, para ver la «escritura» de Borges. Escarmentada por lo que me había ocurrido con Milleret, le di unas foto­copias del principio y del fin del cuento. Esas fotocopias fueron publicadas en revistas universitarias de Estados Unidos.
Le conté todo esto a Georgie y le dije: «Pienso vender el manuscrito cuando estés muerto, Georgie». Él lanzó una carcajada y dijo: «Caramba, ¡si yo fuera un perfecto caballero iría ahora mismo al cuarto de caballeros y, al cabo de unos segundos, se oiría un disparo!». El Aleph lo vendí de todos modos, pero cuando él estaba en vida.
El incidente de Milleret nos llevó a hablar de The Aspern Papers, la novela breve de Henry James que descri­be el interés de un joven, admirador del escritor Aspern, al enterarse de la existencia de una solterona vieja que ha guardado cartas inéditas del escritor. El joven está dis­puesto a hacer cualquier cosa por conseguirlas: incluso hace la corte a la anciana dama. En broma le dije: «Algún día yo voy a ser como esa anciana dama».
(Como se ve, cumplo con lo anunciado.)


A partir de 1961, los viajes a distintos lugares del mun­do se repitieron sin pausa. Los diarios publicaron una fo­tografía de Borges y su madre en Houston, Texas. Leonor Acevedo, entonces de unos ochenta y cinco años, se man­tiene erguida y desafiante a un costado; Georgie, de se­senta y dos años, se apoya en un bastón, pero tiene la cabeza muy echada hacia atrás, como consciente de su im­portancia.
Las facciones de Borges sufren un cambio a partir de esos días. La cara gorda, informe, se va marcando, la na­riz se afila, la cabeza se yergue aún más y desaparece la mueca del ciego que tuerce la cara para fijar una imagen. Se instala una especie de serenidad y los ojos parecen dis­tinguir algo entre sus brumas. Es verdad que uno de los párpados cae ominosamente, pero la serenidad se va acentuando con el tiempo. Empieza a enflaquecer y la fi­gura se estiliza. Quince o veinte años después iba a lograr una total espiritualización del físico, una apariencia as­cética, como de sacerdote budista.
El cambio físico se inicia a partir de ese viaje a Esta­dos Unidos. Él mismo iba a comentarme esto varias ve­ces, enterado tal vez de mi afición por los cuerpos ma­gros: «¡Caramba, yo era una persona muy desagradable! ¡Era obeso!». Me enteré más tarde que, en Estados Uni­dos, en todas las partes en que había hablado la capaci­dad de las salas había sido colmada y hubo que habilitar anexos. Grupos entusiastas lo habían seguido a la salida como si fuera una estrella de cine.
Los estudiantes norteamericanos, aunque él se queja­ba de su ignorancia, lo irritaban menos que los jóvenes politizados de su país.


El éxito dio aplomo a Borges. Iba a ser más benévolo, más feliz. Sus bruscos zarpazos de tigre se espaciaron. Después de tantos «prodigios», como su Ulises, estaba al fin en Ítaca, no «verde y humilde», sino dorada y esplen­dorosa.
Desorientado, un poco mareado, sin saber muy bien lo que le pasaba, pero ya afirmando sus patas, el tigre esta­ba en libertad.
Borges, un hombre muy desprendido en asuntos de di­nero, lo tenía ahora y podía gastarlo sin limitación, aun­que sus gustos seguían siendo muy sobrios. A medida que se le hacía incómodo salir a la calle, no sólo por sus pro­blemas visuales, sino por culpa de la gente que quería be­sarlo, tocarlo, estrujarlo, pedirle que escribiera un garabato, etc., tomó la costumbre por las mañanas de dar audiencia en su casa, como el personaje que era. Ni a él ni a doña Leonor (sea dicho en su honor) se les ocurrió mudarse a una casa más de acuerdo con esa celebridad que seguía creciendo. Tenían ahora los medios para ha­cerlo, pero la ostentación no atraía ni al hijo ni a la ma­dre. Georgie llegó a decir una vez a un periodista extran­jero, sorprendido por la modestia de la casa, que el lujo le parecía «guarango».
En cuanto a doña Leonor, fue para ella una culmina­ción el día en que la imponente Victoria Ocampo (quien, como una reina, no visitaba ni siquiera a sus más íntimos amigos) entró en la salita. Del acontecimiento se toma­ron numerosas fotos que aparecieron varias veces en los diarios, dando la sensación ilusoria de que Borges y Victoria eran muy amigos. En las fotos Borges aparece sen­tado, las manos apoyadas en el bastón, con aire entre has­tiado y distante; Victoria tiene una actitud solícita; los ojos de Leonor Acevedo brillan como dos carbunclos: se le rendía al fin la pleitesía que ella siempre creyó mere­cer. El lugar más importante de la plaza San Martín no era el enorme Palacio Paz, convertido en Círculo Militar, ni el Palacio Anchorena, convertido en Ministerio de Re­laciones Exteriores, ni el suntuoso Plaza Hotel. El centro de esa plaza se había desplazado unos cincuenta metros: estaba en el sexto piso de Maipú 994. Desde aquí doña Leonor iba a asumir, dirigir y disfrutar la gloria de su hi­jo. Ella creía ser el principal artífice de esa gloria. Y tal vez no se equivocaba.


La leyenda ha hecho de Borges un erudito insondable, conocedor de todas las literaturas, lector de todos los li­bros. Borges conocía a fondo la poesía inglesa y algunos prosistas ingleses; le interesaba la Biblia y la religión ju­día; no desdeñaba la musulmana. La religión cristiana lo dejaba frío y era más bien hostil al catolicismo, aunque veía con simpatía el estilo de vida de los protestantes; el hinduismo y el budismo le interesaron de pasada y nun­ca les dedicó su tiempo.
En literatura sus gustos iban por el lado de lo insólito, lo raro, lo escondido. Sus preferencias no siempre toma­ban en cuenta lo específicamente literario o el sentido profundo de una obra. Nunca ha habido un crítico más arbitrario. Había decretado que Joseph Conrad era el pri­mer novelista del mundo, pero reconocía al mismo tiem­po que no era lector de novelas. Algunos relatos largos (nouvelles) de Conrad lo habían divertido y eso bastaba. Todos los grandes novelistas ingleses, con excepción de Stevenson (cuyo valor él magnificaba), quedaban relega­dos frente a esta preferencia. Dos relatos largos de Conrad -Heart of darkness y The end of the tether (El corazón de la oscuridad y El fin de la amarra)- le habían llamado la atención. Lo conmovía el abismo en que había caído el personaje principal del primer relato, que ha practicado la antropofagia y debe ocultarlo a la mujer que lo espera. En el segundo lo emocionaba el capitán ciego que con­ducía su barcaza por los estuarios laberínticos de un río asiático, aferrado al timón y siguiendo las indicaciones de un grumete nativo.
En la literatura francesa prefería, por ejemplo, Bouvard y Pécuchet a Madame Bovary. Había tenido un entu­siasmo por Léon Bloy, pero apenas prestaba atención a la pléyade de narradores franceses del siglo XIX y prin­cipios del XX.
La literatura italiana empezaba y terminaba en Dante, lo cual es un buen comienzo, pero es un fin bastante pre­cipitado.
La literatura española tenía su máximo representante en Quevedo, que influyó poderosamente (ante todo con sus sonetos) en los poemas de su madurez. Al lado de Quevedo los otros grandes nombres parecían nivelados y sólo se reconcilió con Cervantes en su edad madura, co­mo él mismo lo ha dicho. Entre los españoles contempo­ráneos manifestó admiración e incluso simpatía por Mi­guel de Unamuno y Cansinos Assens. Federico García Lorca y su poesía suscitaban en él una animosidad casi personal y solía burlarse sangrientamente de Ortega y Gasset. Había una frase de La rebelión de las masas que provocaba en él una hilaridad convulsiva. Atosigado, la repetía de memoria: «Me dijo cierta damita en flor, estre­lla de primera magnitud en el zodíaco de la elegancia ma­drileña...».
La literatura alemana se reducía para él a Schopenhauer, Heine y a alguno que otro romántico (Jean Paul, Tieck, Novalis); el resto era borrado, Goethe incluido.
Al parecer, la literatura rusa no tenía nada que decir­le. De Pushkin y Gógol a Chéjov, pasando por Tolstoi y Dostoievski, sólo se salvaba un cuento breve de Pushkin: La dama de pica.
A pesar de estas limitaciones pasaba por ser un lector universal, y lo era. Entre los modernos ingleses veneraba al gran trío. Chesterton, Shaw y Wells. Pero más de una vez lo oí atacar con saña a Virginia Woolf y D. H. Lawrence. No escatimaba las pullas a Proust y fingía ignorar la existencia de Thomas Mann.
No era un erudito. Era un hombre de gustos definidos, a veces atrabiliario, siempre original. En los tiempos de que estoy hablando se desarrolló en él una intensa afición por la llamada «literatura» anglosajona, o sea los textos que narran las riñas, choques armados, escaramuzas y desafíos entre las tribus que poblaban las islas Británicas en los primeros siglos de la Edad Media. El origen de es­ta inusitada pasión era la metáfora de «los seis pies de tie­rra inglesa», siempre citada por él, y que designa la se­pultura que obtendrá el extranjero que se ha atrevido a desafiar a un rey anglo. Y lo embelesaba el relato de las desventuras de Edith Cuello de Cisne, que busca a su amante entre los cadáveres tendidos en un campo de batalla y lo reconoce por la cicatriz de la mordedura que ella le ha hecho en el pescuezo en medio de los transportes de una noche de amor.
No había ningún personaje llamativo, ninguna Edith Cuello de Cisne, en los textos anglosajones que Borges em­pezó a estudiar y enseñar en la década de los sesenta. En general, lo que se narra es el desafío de un jefe de tribu a otro, la respuesta de éste y la consiguiente batalla. A veces es una sepultura la que habla, contando las hazañas del hé­roe allí enterrado. Los personajes son difícilmente recono­cibles. No hay un argumento claro; no siempre sabemos cuál es el motivo del combate. El inglés antiguo en que es­tán escritos estos textos es un idioma gutural, pedregoso, que raspa las gargantas de quienes tratan de pronunciar­lo. No existe la rima, sino la aliteración. Lo que se cuenta es breve, preciso y, en general, cruel. Imaginamos hombres grandes, de barbas y melenas rubias, con cascos adorna­dos con cuernos, cubiertos de pieles y blandiendo pesadas espadas. Pero esta imaginación se nutre en otras fuentes. Aquí no hay nada preciso en relación a lugares o ropas. Las historias son, en su mayoría, paganas. El cristianismo iba a cambiar los nombres de las deidades, no las antiguas costumbres. Las batallas se suceden y asistimos a encontro­nazos de grupos reducidos que no luchan por una idea, co­mo si el placer de la lucha prevaleciera sobre su motivo. El hombre pelea por pelear y tiene razón el que gana, aunque no la tenga.
Borges comentó algunas veces que había similitud en­tre estos choques ciegos en Nortumbría o Mercia y las pe­leas de compadres, gauchos matreros o cuchilleros de la mitología pampeana y rioplatense. La Ilíada abunda en esta clase de combates, pero los aqueos luchan por reco­brar a Helena o los troyanos por conservarla. Y los reyes y guerreros que intervienen están bajo la advocación de algún dios que los protege y les infunde tal o cual virtud. A Borges los combates de La Ilíada distaban de gustarle tanto como los tediosos entreveros entre jefes de tribus anglosajonas. Ni que decir que él, con su talento y origi­nalidad, volvía atractivas las clases de anglosajón. Creo improbable que algunos de sus oyentes hayan vuelto so­bre estos textos cuando él no estaba allí para infundirles el necesario dramatismo.
En todo linaje hay antepasados que se pierden (casi to­dos) y unos pocos que, por algún motivo claro o miste­rioso, influyen en un destino. La herencia manifiesta en Borges era conspicua: su abuela paterna y su madre. Su abuela era el mundo; su madre, la voluntad de arraigar­se, de ser argentino ante todo. Las dos tendencias estu­vieron siempre contrapuestas en él. Y es probable que los torpes, confusos entreveros de los anglos del siglo X y las riñas de maleantes criollos -que fascinaban a su madre- lo hayan llevado al intento de unificar en un símbolo las dos vertientes más marcadas de su ser. Él ponía pasión en esto, una pasión que tal vez explique el gusto de este literato enrarecido por las espesas aventuras de Harold, Beowulf o el rey Knut. Este interés habría sido lógico en un investigador de lenguas, en un filólogo atento a las transformaciones del lenguaje, pero Borges se sentía atraído por el valor literario (que él era el único en ver) de la balbuciente «literatura» anglosajona.
En estos años vi poco a Borges. Los supuestos gobier­nos democráticos de la Argentina, tanto el de Frondizi que, mediante artimañas, consiguió el apoyo de los pero­nistas, como el de Illia, con los peronistas vedados, ter­minaron inevitablemente en golpes militares. Yo milita­ba en el periodismo de izquierda y tenía esporádicos contactos con mis antiguos amigos. De todos modos, su­cedieron en esos años cosas -la crisis del Caribe y la rup­tura del bloque socialista, entre otras- que me hicieron comprender que las ideas políticas de izquierda eran uti­lizadas de acuerdo a los intereses nacionales de la Unión Soviética. Me sentía bastante desorientada hacia 1964-1965. Leí en el diario un día, a finales de 1965, que Bor­ges, a quien no veía desde hacía dos o tres años, iba a pre­sentar el libro de un amigo. Fui a la presentación. Al terminar, el público lo rodeó. Me abrí paso como pude y dije: «Georgie». No fue necesario añadir: «Soy Estela Canto.»
Dejó de lado a sus admiradores, me asió del brazo y me invitó a salir. Al ver las caras de la gente mi vanidad, algo maltrecha esos días, se sintió halagada.
Salimos y empezamos -cuándo no- a caminar. Él se apoyaba en mi brazo y marchaba como si viera, como en sus buenos tiempos. Yo me puse a hablarle de mis frustradoras experiencias con el comunismo argentino. Es­to era una novedad. Nunca había hablado con él de po­lítica, salvo de aquello en que estábamos enteramente de acuerdo: el peronismo, el nazismo, etcétera. Él me escu­chaba, atento, sin hacer preguntas. Marchamos unas veinte cuadras y entramos al Richmond de Florida. Mientras traían mi whisky con hielo y el vaso de leche para él, Georgie se levantó, como siempre, y se dirigió al teléfono. Volvió con aire nervioso; cinco minutos des­pués me pidió que lo acompañara hasta su casa. Al lle­gar a la confitería St. James, a dos cuadras de su casa, me propuso que entráramos. Así lo hizo. Pedimos el whisky y la leche. Mientras esperábamos, él se levantó a telefonear. Unos siete minutos después se abrió una de las puertas de la St. James y entró una señora menuda, de pelo blanco desmelenado, en batón, que se precipitó sobre nuestra mesa.
Al llegar vociferó: «¡Georgie: te están esperando!»
Él se puso colorado, después palideció y tartamudeó: «Madre: aquí está Estela Canto». Doña Leonor me golpeó el hombro -podía pasar por una palmada- y me dijo: «¿Cómo estás? ¡Vamos, Georgie!».
Él llamó al mozo, pagó la cuenta y doña Leonor salió, se­guida por su hijo, que apenas alcanzó a despedirse de mí.
Quedé sola en la confitería un rato: aún no había ter­minado mi whisky.
A la mañana siguiente, Borges me llamó a casa de mi hermano. Nos vimos y me dijo que su madre estaba muy nerviosa, que tenía arterioesclerosis y que si alguna vez lo llamaba por teléfono lo hiciera a la Biblioteca Nacio­nal. Precaución inútil, puesto que yo nunca lo llamaba a su casa.
Sin embargo, a partir de ese momento -diciembre de 1965- empezó a llamarme constantemente. Yo no dispo­nía ahora de las noches; pero nos veíamos de mañana o de tarde.


Buenos Aires seguía presa de sus fiebres políticas. Yo es­taba en una situación difícil. Después de haberme alejado de mis amigos liberales y conservadores, que me aprecia­ban literariamente, me veía ahora abandonada por los de la izquierda ortodoxa, que nunca me habían apreciado y para quienes, al haber perdido el «glamour» de mis con­tactos con la oligarquía, yo ya no era utilizable.
También se habían producido cambios en la vida de Borges. Él ya era una figura mundial. Sus compatriotas lo habían aceptado, no por haberlo leído o entendido, si­no porque Europa y Estados Unidos lo consideraban un gran escritor. Quizás nunca haya sido más clara nuestra pusilanimidad que en este caso: el argentino admiraba ya a Borges, pero para asumirlo tuvo que llegarle con una etiqueta extranjera.
Estos cambios se reflejaban en la actitud de él y en la de la gente. Pasear por Florida, yendo de Corrientes a pla­za San Martín, del brazo de Borges era como desfilar por la pasarela de un teatro de revistas. La gente se apartaba con aire de veneración y poniendo cara de circunstancias; se oían cuchicheos; algunos transeúntes lo señalaban con el dedo; otros lo seguían dos o tres cuadras sin atreverse a abordarlo. Era como pasear hoy con Diego Maradona o Julio Iglesias. En Florida, tal vez por esa condición de escenario que siempre ha tenido, la gente no osaba ha­blarle. Pero en las calles laterales le metían un lápiz en la mano para que trazara un garabato en un pedazo de pa­pel encontrado de apuro; algunas jovencitas pedían permiso para besarlo y, antes de que llegara, actuaban abriéndose camino a codazos. (Lo sé porque los he reci­bido.) Él, que todavía disfrutaba de sus caminatas, pre­fería barrios más alejados, donde su presencia no era tan conspicua. Pero aceptaba esta admiración espontánea, que tanto había anhelado. Él, que por pudor y humoris­mo disminuía sus méritos literarios, gozaba con el cáli­do reconocimiento de este público indistinto.
Esto ocurría justamente cuando la gente se conmovía ante su ceguera, con esa peculiar ternura que inspiran las desdichas de los grandes y los poderosos. Lo cierto es que ya no volvió a ser desdichado.
Sus enemigos estaban bastante apabullados. Un gru­po nacionalista encabezado por Arturo Jauretche, escri­tor que lo conocía de los tiempos de Florida y Boedo, y que era un hombre de talento, limitado por sus pasiones políticas, se estableció frente a la Biblioteca Nacional.
Todo el tiempo, unos altavoces emitían marchas y vo­ciferaban consignas destinadas a amedrentar a Borges. El director de la Biblioteca Nacional nunca se amedren­tó. No pidió custodia para la Biblioteca ni dejó de entrar y salir a las horas acostumbradas, solo y tanteando con su bastón. Como si aquella bulla no tuviera nada que ver con él.
También entre los estudiantes de Filosofía y Letras hu­bo un conato de resistencia a lo que él representaba.
Según él, la ignorancia literaria solía disfrazarse con ampulosas disquisiciones políticas y sociológicas. Una vez, cuando tomaba exámenes en la Facultad, a una alumna le tocó hablar de Shakespeare. La alumna se refirió a las tensiones sociales en la Inglaterra isabelina, al desprecio que tenían las clases dirigentes de entonces por actores, comediógrafos y poetas.
Aunque esto podía ser una introducción al tema dado, Borges la interrumpió, recordándole que estaba dando un examen de literatura y debía ceñirse a la obra literaria de Shakespeare. La muchacha guardó silencio. Él, tra­tando de ayudarla, le preguntó: «¿No ha oído hablar de Romeo y Julieta, de Hamlet?»
La muchacha contestó que sí, pero que esas historias no tenían el más mínimo interés. Lo fundamental era la situación de la lucha de clases en la Inglaterra isabelina.
La alumna no aprobó el examen.
Conozco esta anécdota a través de la versión de Bor­ges. Él creía en la ingenuidad de la alumna. Sin embar­go, no es imposible que la escena haya sido preparada. Acaso la alumna no tuviera interés en aprobar, sino en pescar a Borges en franco delito de reaccionarismo.
En realidad se produjo el choque entre dos puntos de vista que no tenían por qué estar en total desacuerdo, pe­ro que las pasiones del momento llevaron a un enfrentamiento.
Para Borges el medio social de un escritor poco o na­da tenía que ver con su obra; y si lo tenía era un dato que no le interesaba; en todo caso, él no quería que tuviera que ver. Para la alumna, la obra literaria sólo existía co­mo reflejo de ciertas realidades sociales.
Es probable que, si ahondáramos el tema, nos encon­tráramos con que los dos tenían razón y falta de razón, y que el diablo de la pasión política había metido la cola.


Él se interesó entonces, e iba a interesarse hasta el fin de sus días, en las literaturas nórdicas y anglosajonas.
Un día me preguntó tímidamente si me gustaría estu­diar el anglosajón. El tema no me atraía, pero le dije que sí. Tratado por él, cualquier tema era interesante, inclu­so el anglosajón. Y nunca me ha molestado la idea de aprender algo.
Para él, el alumno era un pretexto: se enseñaba a sí mismo y descubría metáforas inesperadas en aquel «idioma del alba», como lo llamó alguna vez. Para el alumno era la posibilidad de intimar con el pensamien­to de este hombre original. De estar junto a las fuentes de su inspiración. El anglosajón podía no interesar: Borges, interesado en el desafío de un guerrero a otro gue­rrero, descubría valores éticos en alguna fórmula que, sin él, habría parecido opaca. Valorizaba, recreaba, y el alumno asistía al surgimiento de nuevos sentidos en un texto indiferente.
Las primeras clases las dimos en la confitería St. Ja­mes y en la Biblioteca Nacional. Así transcurrió todo el verano. Una vez me preguntó si mi hermano no se inte­resaría en estudiar esta lengua. Consulté, obtuve una res­puesta afirmativa y Borges empezó a ir a casa de mi her­mano a dar sus clases. (Daba clases a un grupo de alumnos en su casa, pero, en nuestro caso, prefería dar las clases en la St. James, en Chile y Tacuarí o en la Bi­blioteca Nacional.) Dos veces, durante estas clases, sonó el teléfono. Cuando atendí, se oyó una voz perentoria: «Soy Leonor Borges. ¿Está ahí Georgie?». Lo llamé, ce­rré la puerta y esperé que terminara de hablar.
En esto estábamos cuando Borges, una tarde del oto­ño de 1966, nos dejó plantados a mi hermano y a mí: no vino a darnos la clase. Y no llamó por teléfono ni se dis­culpó en los días siguientes. Fue como si de pronto se lo hubiera tragado la tierra, o quisiera dar esa impresión.
No lo llamé; no interrogué; no averigüé. Pedir expli­caciones era obligarlo a inventar aclaraciones del hecho de su desaparición. Ese hecho era la explicación en sí. Sé reconocer los signos. Y, por supuesto, uní su desapa­rición a las dos llamadas de su madre y al día en que ha­bía aparecido, meses atrás, desmelenada y en batón, en la St. James.
Tal vez en alguna zona de su alma doña Leonor seguía creyendo que yo estaba interesada en su hijo. Yo había dado pruebas de que no era así, pero quizás esto fuera di­fícil de creer para Leonor Acevedo.
Unos meses después, en una comida, un amigo dijo de sopetón: «¿Saben ustedes que se casa Borges?». Le dije que no lo creía, ya que él no se iba a casar sin el consentimiento de doña Leonor. «Esta vez lo tiene», contestó mi amigo. «Se trata de una mujer muy distinta de todas las que ha conocido hasta ahora. Es una docente jubilada de La Plata, es viuda, tiene casi sesenta años y dos hijos ma­yores. Parece que él la ha conocido en su juventud.»
Fue la primera información que tuve sobre la señora Elsa Astete Millán. Unos meses después me enteré, por el diario, del casamiento de Borges. En una fotografía se lo veía avanzando por la nave, central de la iglesia, con la cabeza levantada, más envuelto en nubes que nunca. De la mujer que iba a su lado no recuerdo nada, ni la cara, ni el cuerpo, ni el vestido, ni el sombrero, aunque la miré con curiosidad. No había nada chocante ni llamativo en ella. Una de esas caras como se ven a centenares en autobuses, confiterías y calles, una cara que habría deso­rientado a Sherlock Holmes. Ni siquiera parecía vieja: era una mujer de edad indefinida.
Las referencias que tuve de ella por parte de las perso­nas más diversas, escritores, gente de sociedad y de ser­vicio, argentinos y extranjeros, coincidían en una cosa: la absoluta inadecuación de la señora Astete para desempe­ñar el papel de mujer de Borges. En una ocasión alguien intentó defenderla, señalando que él no podía verla. La respuesta fue: «Es verdad, no la ve, pero la oye». Otros comentaban la incapacidad de esta señora de interesar­se en nada que fuera literario. El arte empezaba y termi­naba para ella en el momento en que descolgaba una gui­tarra y cantaba un tango o un estilo.
En todo caso, Elsa Astete tenía una elevada opinión de su propio intelecto y de sus capacidades como entertainer. Esto se puede explicar. Elsa Astete había nacido y, se ha­bía criado en la ciudad de La Plata, fundada en 1882 y con­vertida en capital de la provincia de Buenos Aires. La Pla­ta, con su universidad y sus diagonales, con su importante museo paleontológico, ha sido cuna de grupos intelectua­les y de notables escritores argentinos. La Plata se ha des­tacado «literariamente», no socialmente. Los intelectuales de La Plata estaban a la altura de los de Buenos Aires; las altas esferas sociales de La Plata están formadas por personas con aspiraciones aristocráticas y maneras provincia­nas, que pierden fácilmente el rumbo. En La Plata el tono social está dado por las mujeres de los militares de altos mandos, de los miembros del Jockey Club -por lo general políticos- y de los gerentes de los bancos. Nada podía igua­lar el desprecio de las damas porteñas terratenientes por los intentos de elegancia de estas señoras, en caso de ha­berlas visto, algo que nunca ocurrió. Las damas platenses estaban rodeadas de una conspiración de silencio, el arma más poderosa en la Argentina.
Elsa Astete sintió, cuando se le ofreció este inesperado casamiento, que todas las puertas del «gran mundo» se abrían ante ella. Es más, creyó que se le abrían por mé­rito propio. ¿Acaso no había triunfado donde tantas otras habían fracasado?
En contra de lo que podría suponerse, su actitud no fue de aprobación ante lo que no entendía, sino que se puso en rival de su marido. Una amiga norteamericana me escribió una carta contándome la consternación ge­neral que sobrevino en una reunión en que se esperaba oír a Borges. La señora Borges había desenfundado una guitarra y se había puesto a cantar. La voz no era excep­cional, la interpretación tampoco y nadie entendía la le­tra de las canciones. Mi amiga terminaba la descripción con estas palabras: «She is plain and dowdy» («Es insig­nificante y de aspecto doméstico»).
Al parecer, las relaciones entre ellos fueron malas des­de el principio.
Aquí entramos en el terreno de la conjetura. Aunque él había logrado tener relaciones físicas con una o dos mujeres, se me ocurre que, en este caso, el carácter de la se­ñora Borges debe de haber dificultado las cosas. Ella es­peraba un matrimonio normal y ha de haber quedado hu­millada y defraudada. Lo cual explicaría en parte su actitud competitiva.
En todo caso, el malestar entre ellos aumentaba y llegó, al parecer, a la agresión material en Massachusetts. La se­ñora Borges habría abofeteado a su marido, que salió a la calle y fue encontrado dos horas después, sentado en el banco de un parque, mojado por la lluvia y muy agitado.
Cuentan que tuvo que recurrir a una estratagema cuando finalmente quiso separarse de su cónyuge. Espe­ró un momento en que ella había salido, llamó por teléfono a su traductor al inglés, Norman Di Giovanni; entre los dos eligieron los libros favoritos de Borges, alguna ro­pa, metieron todo en valijas, tomaron un taxi y no se refugiaron en Maipú 994, donde seguía viviendo doña Leo­nor, sino que fueron al aeroparque y subieron a un avión con destino a la provincia de Córdoba. Desde allí, bien es­condido y con asesoramiento legal, Borges inició el trá­mite de separación.
El apartamento de la calle Belgrano, donde vivían, quedó en poder de Elsa Astete, que recibió también una buena indemnización. A partir de ese momento ella desapareció de la vida de Borges y todas las tentativas de los periodistas por sacarle alguna declaración o comen­tario han sido, hasta ahora, vanas. El mismo vigor que Elsa Astete había puesto en participar de la vida de Bor­ges, y en dirigirla, la puso ahora en borrarse, como si la envolviera una cortina de vergüenza.
El casamiento de Borges es, objetivamente, un miste­rio. Mucho más que si se hubiera llevado a cabo en secre­to y no con toda la prensa desplegada y sus flashes.
Entramos de nuevo en terreno conjetural. La conjetu­ra es lícita y es, en cierto modo, una imitación de su ma­nera, tan inclinada a las hipótesis.
¿Por qué este hombre de sesenta y siete años, una edad con recuerdos, pero sin porvenir, ya glorioso, con costum­bres asentadas, extravagantes, pero cómodas para él, se lanza a la aventura de un matrimonio como un joven inexperto que quiere fundar una familia y establecerse en la vida?
Es importante recordar la frase que me dijo a mí y re­pitió a otros, tres años después, cuando ya se había sepa­rado de su mujer. El escritor norteamericano Donald Ya­tes me confesó que había usado casi las mismas palabras hablando con él: «Cuando me casé yo ya sabía que la co­sa iba a ser un desastre. No tenía ganas de hacerlo. Pero me había metido en el asunto y era difícil echarse atrás».
Hay en esta frase dos cosas que llaman la atención: 1) La premonición. En todas las circunstancias impor­tantes de su vida, Borges tenía premoniciones. En El Aleph, la mujer amada, Beatriz Viterbo, ya está muerta. En el momento en que me escribía que El Aleph iba a ser el primero de una larga serie de cuentos, ya Beatriz (que iba a sacarlo del infierno) había muerto para él. 2) El so­metimiento a un destino aciago que nos destruye, pero al cual no nos oponemos. Uno arruina su vida por acatar una convención que se sabe que es disparatada y que ni siquiera afecta profundamente. La actitud de Borges al casarse repite la actitud de Dahlmann, el pro­tagonista de su cuento El Sur. Dahlmann, ese argentino «un poco voluntario», acaba de sufrir un accidente y, en consecuencia, una penosa intervención quirúrgica. Es­te accidente es idéntico al que sufrió el autor en 1939, cuando se golpeó la cabeza contra el batiente de una ventana y la herida se infectó. Dahlmann, ya recupera­do, va a una estancia del Sur. Ese Sur, unido a la liber­tad recobrada, lo lleva a la más estúpida de las muertes. En un almacén cercano a la estación, donde entra a co­mer un bocado para hacer tiempo, tres muchachones, desde una mesa, empiezan a provocarlo tirándole boli­tas de miga de pan. El bolichero, al recomendarle que se vaya, y un gaucho viejo adormilado en un rincón, que le arroja un cuchillo, precipitan la tragedia. Dahlmann, un hombre de ciudad y convaleciente, que no tiene idea de lo que es un duelo a cuchillo, acepta el desafío. Sabe que es la muerte, pero hay un mandato y ya no puede echar­se atrás.
Lo que parece implícito en este cuento es el valor de Dahlmann, que acepta la provocación. Pero si miramos las cosas de cerca, vemos que el gesto de valor le es impuesto y no responde a un coraje consciente, sino a una cobardía: el temor «al qué dirán». Dahlmann hace ofren­da de su vida por no atreverse a rechazar un duelo absurdo y perdido de antemano, por miedo a parecer cobarde.
Borges fue a un casamiento que -según él mismo di­jo- sabía que iba a ser un infierno (también lo fue para su mujer, sin duda) por no atreverse a infringir una convención. Pensó que su deber era sacrificarse.
No es difícil suponer de dónde venía ese mandato. En el cuento hay un viejo gaucho que le arroja un puñal a Dahlmann. En el casamiento, la «pampa sufrida y macha que estás en los cielos», como siempre, le impuso su vo­luntad. Y añade: «No sé si eres la muerte, sé que estás en mi pecho».
Es harto posible que doña Leonor, que en ese momen­to frisaba los noventa años, haya estado preocupada an­te la idea de dejar solo a su hijo. Acaso alarmada por la renovada amistad de su hijo conmigo, haya decidido cor­tar por lo sano. Ella necesitaba contar con una mujer apagada y manejable por los años que le quedaban de vi­da. No es difícil imaginarla hablando con algún amigo, entre los muchos que simpatizaban con ella, en busca de la candidata adecuada. Cuando la candidata resurgió de las brumas del pasado, podemos imaginar a doña Leonor diciendo: «Georgie: ¿por qué no te casas con ella?». Para Georgie esta frase era un mandato ineludible, como el cu­chillo que el viejo gaucho le tira a Dahlmann.
Pero doña Leonor se equivocó. La nueva señora Borges no era dócil y no estaba dispuesta a pasar inadvertida. El matrimonio fue causa de sufrimientos, humillaciones y pérdida de dinero. Asimismo, puso una nota grotesca en la vida de Borges.
Lo que sorprende aquí es la actitud indefensa, el some­terse atado de pies y manos a una voluntad que no es la suya, el meterse en el brete sabiendo que el mazazo le es­pera al final. Cuando debió tomar una de las decisiones más importantes en la vida de un hombre, no fue capaz de decidir por sí mismo y se doblegó ante una voluntad otra.
Esta actitud vencida de antemano en el caso de su ma­trimonio debe ser analizada si se quieren entender las se­ñales que él nos dio a través de su literatura. Su casa­miento fue un disparate total, un acto de locura que sorprende en un hombre lúcido y de edad avanzada. Es­ta actitud, pasiva y femenina, era la de las doncellas en los siglos pasados, que se casaban con quien les imponía su familia, sin atreverse a imaginar una posible rebelión. Y esto explica el gusto de Borges por un escritor muy dis­tinto a él en su prosa y sus temas: Henry James. Las mu­jeres de Henry James nunca se rebelan, sino que acatan cualquier situación, por humillante, dolorosa o absurda que sea. Es como si su valor consistiera precisamente en aguantar una situación inaguantable. También lo predis­ponía su nacionalidad a esta resignación. Borges fue a su casamiento como una doncella burguesa del siglo XIX.
Hay que decir también, en descargo de doña Leonor, que durante toda su vida él había soñado en casarse, aun­que el matrimonio se le aparecía tan lejano e inalcanza­ble como las mujeres de quienes se enamoraba. El man­dato había virado de rumbo: ahora debía casarse. Y lo hizo con una mujer que no lo excitaba y que él recorda­ba vagamente de su juventud, sin contar que los años, las costumbres, el medio social, las aspiraciones, la vida vi­vida los había ido separando. Y esto, más que las diferen­cias intelectuales en que se ha insistido, impedía toda co­municación entre Borges y Elsa Astete.
Leonor Acevedo había creído dejar a su hijo protegi­do. En su afán de buscar una mujer manejable, agrade­cida por el gran honor que se le hacía y -conditio sine qua non- una mujer de quien su hijo no estuviera enamora­do, cometió un error garrafal e hizo vivir a Borges la úni­ca aventura grotesca de su vida. Las peripecias del matri­monio de Borges se parecen a los incidentes hilarantes de una tira cómica.
El matrimonio duró poco, apenas tres años (escaso tiempo para un matrimonio argentino). Y, como en el tango, él «volvió con mamá otra vez».
Después de su desprendido y abnegado esfuerzo, con la conciencia tranquila, doña Leonor pudo comprobar que ninguna mujer era capaz de sustituirla ante su hijo. (No contaba con la infinita paciencia, la devoción y la fle­xibilidad del Japón: pero esto no lo vio y su triunfo le dio fuerzas para vivir hasta los noventa y nueve años.)


Las mujeres han sentido en algún momento que el va­lor pertenece al mundo de los hombres, que ellos desig­nan con esta palabra una actividad dura y cruel, pero que ellos aprecian. Son los hombres quienes tienen «el cuchi­llo». Ser hombre es matar, es provocar. El tierno mundo femenino debía horrorizarse ante las refriegas sangrien­tas de los hombres. Para las mujeres del tiempo de Leo­nor Acevedo ser hombre era tener la capacidad de afron­tar un duelo a cuchillo en un momento dado. Aquí culminaba la idea de la virilidad. Y no se les hubiera ocu­rrido jamás que, detrás o más allá de la fachada de los cuchilleros, pudiera haber otra forma de hombría. El hecho de que no lo pensaran revela, en las mujeres argentinas de esa generación, el profundo desprecio en que tenían al hombre como tal. Y es posible que ese desprecio de las mujeres, al ser vivido por los hombres, haya contribuido al desmoronamiento de la moral, a ese marasmo y esa fal­ta de responsabilidad que caracterizan a los hombres de estas latitudes.
En el cuento El Sur hay una concepción del valor y es­to nos lleva una vez más a indagar qué era el valor para Borges.
Crónica de una muerte anunciada, de García Márquez, tiene, en este sentido, cierta semejanza con El Sur de Bor­ges. No hay ningún valor en los hermanos que matan a Santiago Nazar ante la pasividad de todo el pueblo, que contempla el espectáculo. Se lo mata porque la conven­ción, en la cual nadie cree, establece que hay que matar­lo. El tema -los dos hermanos buscando a Santiago Na­zar para matarlo- le habría gustado a Borges, sobre todo por la fuerza ciega que los mueve.
En estas historias hay un desplazamiento, una defor­mación, una caricatura del valor. Los personajes de La in­trusa, el de El Sur, también los de Crónica de una muerte anunciada actúan como títeres. Es un rito que se sigue, un rito en un idioma que ya nadie entiende. Una misa va­cía. Es religión, aunque residual y pervertida.
Los hombres de La intrusa no son valientes. Uno de los hermanos, asustado por la presencia de una mujer que perturba la relación entre ellos, la mata por celos y por susto. Esos celos y ese susto se husmean en el aire de sequedad viril que se respira en el cuento. Dahlmann, en El Sur, muestra su íntimo quebrantamiento como «hom­bre» en el mismo gesto con que se somete a la represen­tación de una virilidad impuesta de afuera y no asumida desde adentro, para que «no se piense mal de él», para «no dar que hablar».
Cuando iba acompañado de sentido, el valor era recha­zado por Borges. Él sólo admitía el valor sin connotacio­nes morales, o sea, el arrojo físico.
Hagamos un intento por rastrear los orígenes de este concepto del valor.
Uno de los primeros libros de Borges joven fue Evaris­to Carriego. Evaristo Carriego era uno de los amigos que asistían a las tertulias literarias de Jorge Borges. Algunos de estos escritores, o aspirantes a escritores, se destaca­ron como periodistas. Georgie recuerda a uno solo: Eva­risto Carriego. Al leer el prólogo de este libro, «Palermo de Buenos Aires», vehemente, desbordante, barroco, adi­vinamos que detrás de la trémula atracción del autor por los compadres, está Evaristo Carriego. En todo caso, Bor­ges nos dice que debe a Carriego el haber conocido a uno de los personajes que más le han impresionado en su vi­da: Nicolás Paredes, y pasa a describirlo: «Paredes es el criollo rumboso, en entera posesión de su realidad: el pe­cho dilatado de hombría, la presencia mandona, la mele­na negra insolente, el bigote flameado, la grave voz usual que deliberadamente se afemina y arrastra en la provo­cación, el sentencioso andar, el manejo de la posible anéc­dota heroica, del dicharacho, del naipe habilidoso, del cu­chillo y la guitarra, la seguridad infinita... es el varón de los asados homéricos y del contrapunto incansable». Y más adelante: «Por Nicolás Paredes conoció Evaristo Carriego la gente cuchillera de la sección, la flor de Dios te libre».
Sorprende en este maestro de la adjetivación el «pecho dilatado de hombría», la «seguridad infinita» del perso­naje. El atuendo teatral que se describe no revela, por cierto, «seguridad infinita», sino el deseo de dar la sensa­ción de esa seguridad. El autor describe un personaje de sainete, pero en ningún momento parece sentir esa tea­tralidad. El disfraz usado para crear distancia y ocultar la inseguridad es visto como la veste real. Arrastrado por Carriego, el tembloroso muchacho recién desembarcado, conminado a integrarse a su bárbaro país, encontró la sa­lida en la admiración por esta virilidad hiperbólica de chambergos, melenas insolentes y asados homéricos. El mundo del hombre adulto le está vedado en todos sus pla­nos, ese mundo de duelos a cuchillo y puntual asistencia «a la casa de zaguán rosado como una niña... cielo de va­rones, no más». Él queda fuera. Y estas figuras viriles se le imponen al punto que no advierte el primum movens de todas ellas, desde el gaucho Martín Fierro y los orille­ros hasta los diez mil cornudos que matan y lloran en los tangos: una self pity ilimitada. Años más tarde, cuando se impuso el tango-canción y esta self pity era palmaria, él se tapó las orejas y abominó de Carlos Gardel para pre­servar su imagen mítica de compadres recios, con «pe­chos dilatados de hombría».
Estos personajes han dado una puñalada, han matado en un duelo criollo, han dado cuenta de una mujer, pero siempre porque ha habido un amigo que los ha traicionado, unas leyes rígidas que no los entienden o una mu­jer que ha preferido a otro hombre. Para estos varones, este último delito debe pagarse con la vida. La mujer que prefiere a otro, siempre «traiciona» y es malvada. En cambio, el hombre que la mata o que mata al amigo trai­dor es un hombre bueno, cabal, honrado, arrastrado al delito por la perfidia de los otros. Las quejas de este vir­tuoso asesino son copiosas. Martín Fierro también se queja y se considera víctima, pero éste es un aspecto que Borges no ve o prefiere no ver.
Verdad es que él decía que los tangos «modernos» (hay que entender aquí los posteriores a 1920) habían perdi­do su brío. Yo creo que ésta era una excusa que él se daba y que le hacía atender a unos pocos y determinados tangos malevos para no ver la blandura llorosa que ha ha­bido en el tango de todos los tiempos.
Borges, impulsado por Carriego y las imágenes de compadres de sainete, no advirtió lo obvio: la cobardía del personaje tanguero. Y hasta tal punto el consenso popular no quiere ver la cobardía de este personaje enternecedor, que su cuento Hombre de la esquina rosada, re­lato de un crimen solapado, es por lo general citado como una historia de malevos recios, como si nadie lo hubiera leído.
Borges quería que el tango fuera lo que el tango nun­ca ha sido: una briosa toma de posesión. Privado de su contexto social, de sus lupanares, de hombres que no tie­nen más trabajo que actuar como matones de algún po­lítico o hacerse mantener por una mujer del oficio, pierde su sentido. El tango es una protesta de la hez de la so­ciedad por una realidad social de la cual no puede y no quiere librarse. En muchos tangos, lejos de haber un de­safío, está la nostalgia de una inalcanzable vida burgue­sa. Por eso los gauchos y compadres de Borges son en ge­neral ajenos al sentir popular. Sus personajes no lloran ni se quejan. Las cosas se hacen como podrían hacerlas esos ásperos guerreros de Nortumbría que provocaban a un duelo a muerte por el placer de pelear o por «seis pies de tierra inglesa». Pero el gaucho no domina su destino, si­no que es dominado por él. Aquí el relato de la acción es anterior a la acción y la determina. Gauchos y matreros son «literarios» en la misma medida en que Napoleón no podía ser «literario» para Hölderlin: «No puede vivir y quedar en el poema: vive y queda en el mundo» (Buonaparte).


Vuelvo al relato personal. A partir de 1975, cuando em­pezó a viajar con María Kodama, lo vi con cierta regula­ridad. No tanta como hubiera deseado. Habíamos comprado una casita en Punta del Este y yo vivía ahora a medias entre el Uruguay y la Argentina.
En esa época tuve la sensación de ver a un hombre que se está librando de su vieja piel y aún no se mueve bien dentro de la nueva. Era más inesperado que nunca y se permitía ahora contradecir antiguas afirmaciones.
Contaré una anécdota que, pese a ser de los últimos días de 1985, dará una idea cabal de lo que quiero decir.
Él siempre había admirado a Leopoldo Lugones. Durante años yo había intentado infructuosamente minar su lealtad a esta figura literaria tan sobreestimada.
Él había decidido admirar a Lugones y en las Obras Completas de 1972 lo evoca con admirativa docilidad. Era una actitud canónicamente establecida. Y repetía con escandalizado asombro la contestación que le había dado una nieta de Lugones, al serle presentada, cuando él, con encomiástica coquetería, le había dicho: «¿De modo que usted es nieta de Lugones?» Y había recibido esta res­puesta poco amena: «¡Sí! ¡Y la hija del torturador!»*.


Él pensaba probablemente que yo estaba cegada por mis ideas políticas -Lugones había sido un hombre de ex­trema derecha, un admirador de Hitler y Mussolini, un nacionalista ultracatólico, un militarista-. Borges tenía ideas hechas sobre el valor literario de este poeta, cono­cía versos de memoria y no tenía intenciones de cambiar de opinión. En una ocasión me había citado un verso que le gustaba especialmente: «Una suave tristeza de dejarte me hizo saber que te quería.»
Yo había protestado. No podía haber ninguna «suave tristeza» cuando se descubre el amor. Sólo exaltación o angustia. «Suave tristeza» se puede sentir al separarse de un amigo; el amor avasalla.
Una noche de noviembre de 1985 -una de las últimas veces que lo vi- fuimos a comer al hotel Dora, a pocos metros de su casa. Yo había llevado conmigo el Lunario sentimental de Lugones. «Durante muchos años», le dije, «he querido comentar estos poemas contigo». Leí unos cuantos poemas al azar.
Borges se ruborizó, se movió incómodo en su asiento; finalmente dijo: «Sí, es cierto, son horribles. Vamos, lee otros». Leí otros. La impresión se confirmó.
Cuando salimos del restaurante dijo algo que yo ya le había oído varias veces, pero con una nueva entonación: «¡Pensar que la gente de mi generación creía que escribir bien era escribir como Lugones!». Esta vez la frase sona­ba como una excusa. Y añadió, reflexivamente: «¿Sabes una cosa, Estela? En esos versos no hay una sola percep­ción real. Está buscando la rima, el efecto, y eso es todo. Ahí no hay nada sentido, vivido».
Me pregunto si se refería sólo a Lugones, si no pensaba también en algunos escritos suyos que ya no le gustaban.
También me dijo una vez que la casa de unos amigos tenía algo uncanny; no lo sentía en las personas que vi­vían en esa casa, pero sí en las tensiones que se habían suscitado entre ellas.
A tientas, trataba de emerger de su mundo acostum­brado. Lo había conmovido volar sobre el polo Norte en un viaje París-Tokio. Mientras esperaba en el aeropuerto le habían tomado, al parecer, unas fotografías y le habían endilgado unas declaraciones hechas tres años antes que habían producido muy mal efecto en Buenos Aires.
Borges llamaba a su ama de llaves, Fanny, que corroboraba la historia: «Esas declaraciones son falsas, señor Borges, como son falsas las fotografías. Usted aparece ahí con el bastón egipcio, cuando el que llevó en ese viaje era el cayado irlandés». Fanny daba también otros informes sobre los datos falsos de los periodistas y hasta de los escritores que visitaban a Borges: la casa estaba exactamen­te como la había dejado doña Leonor y nunca había ha­bido sobre la cama de ella un batón lila, «como inventó el señor Vargas Llosa en un artículo».
Como participando del desprendimiento general, Bep­po, el gato blanco, había muerto. Beppo era el gato de Fanny, pero Borges se había encariñado con él y lo había hecho suyo. Acariciaba interminablemente la piel sedo­sa mientras respondía a las preguntas, inteligentes o ton­tas, de sus diarios visitantes. Quería a Beppo y creo que sus manos echaron de menos la piel del animal.
En esos últimos meses, todo en Borges tendía a la li­bertad. Él, tan atado a los mandatos, se daba cuenta de que nada lo apremiaba y que podía elegir. Era algo así como esa salida del infierno que tanto había preocupado en su edad madura; ahora veía por delante la paz melancó­lica y el fulgor de esos ángeles que cruzan a veces el cie­lo del purgatorio. Quería librarse de las últimas adheren­cias. Su deseo de libertad era tal que a veces partía a Europa en secreto, sin despedirse de sus amigos.
Los objetos, las personas que habían formado parte de su vida, se alejaban. Él los sentía «de más». Hasta la leal Fanny, legada por su madre, ama de llaves y en parte secretaria eficiente, en parte enfermera, empezaba a for­mar parte de eso que él sentía como el pasado. Fanny no era una atadura, sino una necesidad, pero su subcons­ciente tal vez la sentía como atadura.
Siempre me ha preocupado el destino de esas mujeres que sirven fielmente, durante treinta o cuarenta años, en una casa y que, cuando ésta se deshace, quedan, en el me­jor de los casos, con una magra pensión que les permite vivir con los parientes que quieran recibirlas. Es verdad que, en la Argentina, se les hace el honor de incluir su nombre en los avisos fúnebres.
Creo que lo natural habría sido que Georgie le dejara ese apartamento que, pese a sus dimensiones, podía ser una especie de pequeño museo de Borges. Le dije una vez: «¿No hay algún manuscrito que le puedas dejar a Fanny?». Me contestó con el tono rápido y evasivo con que solía contestar las preguntas molestas: «No, no, no hay absolutamente nada». Insistí. «¿Cómo, cómo es po­sible? Tu madre era muy cuidadosa. ¿Cómo ha dejado ti­rar así tus escritos?» «Bueno..., así es..., así es.» Y no se habló más del asunto.
Pero quedaban «cosas», como se vio cuando personas allegadas vendieron papeles de él en la casa Sotheby's de Nueva York, donde yo misma había vendido en mayo de 1985 el manuscrito de El Aleph.
La actitud de Borges con Fanny fue egoísta e irreflexi­va. Fue un descuido de este hombre cuidadoso en otros planos. Pero Fanny era el recuerdo de un mundo que que­ría dejar atrás.
Una vez habíamos hablado de la felicidad. Él me ha­bía dicho que no pasaba un solo día sin tener por lo me­nos un momento de felicidad. Y yo le había contestado: «Entonces eres un hombre feliz, Georgie». Y me pregun­té si la felicidad a la que se refería no tenía nombre y ape­llido, el nombre y apellido de María Kodama.
Él había creído perder la felicidad. En la segunda par­te del poema 1964 hay una alusión a mí. Dice: «Ya no se­ré feliz» y habla de la puerta de una esquina del Barrio Sur a la que vuelve incesantemente:

Sólo me queda el goce de estar triste.
Esa vana costumbre que me inclina
al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina.

En el intervalo se había enamorado de otras mujeres. Conmigo él había creído posible la felicidad del amor rea­lizado. Ahora la felicidad de que hablaba era otra. Una fe­licidad más apropiada a su naturaleza profunda.


Finalmente se produjo el encuentro. Una tarde en que yo me demoraba, llegó María Kodama.
Era un ser con escaso elemento terrestre, casi carecía de lo que los hindúes llaman tamas. Elusivo y algo fan­tasmal. Me llamó la atención que se trataran de «usted». El trato de ella era reverencial, como si no hubiera entre ellos la intimidad que uno imaginaba debía existir des­pués de tantos años y viajes juntos. De alguna manera no eran amigos: se mantenía entre ellos la distancia entre el Bardo Profético y la Discípula Reverente. En él había una nueva serenidad, como nunca la había tenido conmigo u otras mujeres que lo atrajeron.
Él, siempre tenso, estaba cómodo.
Hablaron de los pormenores de un viaje inminente: bancos, cambios, pasajes, traveller-cheques, etc. De pron­to él me preguntó: «¿Qué te parece María?». Me vi en un apuro y contesté rápidamente, queriendo expresar la sen­sación que tenía en el momento: «Me hace acordar a tu hermana Norah.»
«¿Cómo? ¡Norah no tiene los ojos oblicuos!», exclamó él.
«Yo tampoco los tengo del todo oblicuos -dijo María-. Sólo soy japonesa a medias».
Mascullé algo para explicar que me refería a un pare­cido espiritual. La cosa quedó ahí.
Dos días después me envió una invitación para asistir con él y María a la presentación de su último libro, publi­cado por Alianza Editorial, en el Plaza Hotel. No pude ir.
Iba a verlo por última vez en noviembre de 1985, una noche ventosa, fresca para ese mes, durante uno de esos ramalazos invernales que a veces llegan a la Argentina en plena primavera. Leímos poco. En el living la atmósfera era fría.
Se leyó una vez más el poema de Leda y el Cisne y yo volví a notar su excitación sexual al repetir los versos:

Did she put on his knowledge with his power?

Muchos han atribuido frialdad sexual a este hombre que, a los ochenta y seis años, una edad en que la mayo­ría de los seres humanos ha olvidado el sexo, se excitaba con las crípticas palabras de un poema leído y releído en la adolescencia. Y esto muestra hasta qué punto tenía Borges la literatura en la sangre. Este poema les había si­do leído a Norah y a él, en versión expurgada, por su abuela. Quizás él presintió lo que faltaba, lo averiguó des­pués y esa excitación de la infancia se prolongaba sin cor­tarse jamás, entraba en un laberinto y afloraba intacta en el umbral de la muerte. Para él, sexo y muerte eran her­manos. Lo que la gente interpretaba como «frialdad» pro­venía de un exceso de carga psíquica. La literatura siem­pre tuvo «temperatura» para él. Esto no es fácil de entender para los profanos.
No seguimos leyendo. Él se puso de pie, miró hacia la ventana que no veía e hizo algunas consideraciones so­bre «la patria». Repitió: «¿Qué es la patria? Unos nom­bres, algunos lugares que ya no existen...».
Tuve la vaga sensación de que quería decirme algo. Ya habíamos tocado el tema de la patria, pero ahora lo de­jaba flotando en el aire, como sugiriéndome una pregun­ta que yo no supe hacer.
Cambié de tema. «¿Cómo te la imaginas a María Kodama?», le pregunté.
«Oh, ¡alcancé a verla!»
Por el tono comprendí todo lo que ella significaba pa­ra él.
Era una revelación. Él solía hablar de mujeres de quie­nes había estado enamorado. Muchas veces estos enamo­ramientos eran creaciones mentales. Contaba sus cuitas, relataba anécdotas en relación con estas mujeres. Pero en este «alcancé a verla» había un tono actual y afirmativo, como quien se refiere a un hecho logrado. También dijo algunas frases sobre Norah en un tono deprecatorio, como dando por sentado que en Norah había algo irrecu­perable, aunque no volvió a hablar de las alucinaciones de su hermana.
Salimos, atravesamos la calle y entramos al restauran­te del hotel Dora.
Aquí volvió a nombrar a María: era ella quien había des­cubierto, una noche en que estaban cerrados todos los res­taurantes de la ciudad, que se podía comer en este hotel. Era típico de él aprovechar cualquier circunstancia para nombrar a la persona de quien estaba enamorado. Si la nombraba en relación con algo tan banal, era porque ella ya formaba parte de él. Estuve a punto de decirle. «Georgie, ¿por qué no te casas con María?» Pero no lo hice.
Ésa fue la noche, creo, en la que me reconoció que los poemas de Lugones eran «horribles», desprovistos de sen­timientos reales. Sin embargo, él se había sometido a la co­rriente que convertía a aquel hombrecito de quevedos y po­lainas en un gran poeta. Que se atreviera a hablar así era prueba de la nueva libertad que había alcanzado.
Subimos de nuevo a su casa y seguimos leyendo. De pronto, vi que se movía, incómodo. Lo miré. Estaba lívi­do. Le agarré la mano, que estaba fría y colgaba inerte en la mía. «¿Te sientes mal?», le pregunté. «Acompáñame a mi cuarto», dijo.
Él nunca había necesitado guía en aquellos cuartos que conocía a ciegas. Llegamos, encendí la luz y él se echó en la angosta cama. «¿Quieres que llame a alguien?», le dije. «Llámala a Fanny», me dijo.
La llamé. Fanny se plantó frente a él unos momentos. Me pareció que no era la primera vez que tenía una indisposición de esta clase: Fanny no estaba mayormente asustada.
Me despedí y no llamé al día siguiente para no dar la impresión de que atribuía importancia a ese malestar.
Llamé a los dos días y él vino al teléfono. Le dije que me iba al Uruguay. Él me dijo que en pocos días salía pa­ra Europa con María.
Un mes después, en el Uruguay, un amigo, Delfín Garassa, me dijo que Borges estaba siguiendo un tratamien­to en Ginebra.
En abril, los diarios publicaron la noticia de su casamien­to con María Kodama. Me alegré. Era como si Borges hu­biera cruzado el Rubicón, se hubiera afirmado al fin en lo que él era. Poco importa cuál haya sido el carácter de la re­lación entre los dos. En cualquier caso, era una relación ele­gida por él, libremente aceptada por ella, una relación en la cual no intervenían convenciones, falaces intentos de cam­bio de vida, sustos o errores, como las otras veces.
Yo fui importante en su vida, pero María estaba en condiciones de darle lo que nadie le había dado hasta en­tonces: una plena entrega espiritual. Borges, en su silla de ruedas y con María detrás, tenía una expresión feliz, casi de éxtasis. Había llegado a Ginebra, la ciudad que amaba su abuela protestante, la ciudad libre.


Borges quería estar orgulloso de su país, el país que no sólo es fatalidad sino elección. Lo imaginó, lo creó a su manera. Y, de pronto, se encontró con que todo lo que ha­bía soñado era ajeno a la realidad. Era demasiado perceptivo para creer, como muchas mujeres del medio so­cial en que se movía, que Perón había «destruido a la Argentina». Si Perón había hallado eco en la Argentina era porque estaba adecuado a la realidad del país. Y aunque nunca lo reconoció, lo tuvo que vivir. Y se fue alejando de la patria nueva, tal como ésta se le presentaba.
«Todos despotrican contra las convenciones -solía de­cir Borges-, pero las acatan.»
Sin embargo, ni su literatura, ni su absurdo primer matrimonio, ni el segundo, breve y logrado, tuvieron al­go que ver con la convención.
Al llegar de Europa, a los veinte años, bajo el peso de la historia que me contó Cohen-Miller, el joven, humilla­do, se había sometido. Todos los temas de esta época hablan de sumisión a la muerte que cree llevar en sí. Pero se las arregla para hacerse una trampa. Como en el caso de la cautiva de su cuento Historia del guerrero y de la cautiva, decide que ese sometimiento es una elección.
Con los años, el éxito fue ocupando el sitio del amor en este hombre condenado a vivir sin él. Esto lo fue libe­rando.
Borges quiso ser argentino y lo fue porque, como él di­ce, «ser argentino es un compromiso que hemos tomado libremente».
Durante el campeonato mundial de fútbol le sorprendió que la alegría por el triunfo argentino (obtenido mediante un soborno en 1978) fuera celebrado por las multitudes porteñas con bombos, platillos y matracas. ¿Por qué esta afirmación tan ofensiva para expresar la alegría? El grose­ro bochinche tenía para él las peores asociaciones: el peronismo. Pero tuvo que darse cuenta de que esta bulla no era exclusiva de ese detestado partido político. Los argen­tinos tienden a expresar la alegría con ruidos.
En los últimos años, Borges, libre ya de limitaciones de dinero o de familia, empezó a buscarse a sí mismo por el ancho mundo, junto a un exótico lazarillo. Al parecer, María Kodama tampoco tenía lazos que la ataran a nin­gún lugar.
Un tabú argentino -originado seguramente en el carác­ter voluntario del patriotismo local- considera que un ar­gentino no puede ser cosmopolita sin traicionar a su pa­tria. Sobre esta base se volvía imposible apreciar el valor de la obra de Borges, ya que la importancia de ésta con­siste en que un pensamiento laberíntico, producto de la experiencia única de un argentino muy raro y de circuns­tancias muy particulares, expresó valores universales.
Esto era difícil de ser aceptado en su patria. Pero final­mente lo fue, sin ser entendido, en estos decenios finales de un siglo que ya no se preocupa por entender.


He llegado al final de estos recuerdos. Podría prolon­garlos. Pero a Borges le gustaba la brevedad y abrevio en su honor. Hay anécdotas que no cuento, personas que no nombro. Sé que hay mujeres que fueron más o menos im­portantes en su vida. Alguna, en un exceso de recato, no ha querido ser nombrada en estas páginas; otras tienen los instrumentos literarios requeridos para contar ellas mismas su relación con él.
Al ir a morir a Ginebra, Borges parece decirnos que la Argentina es un país que merece encajar dentro del or­den mundial, no unas extensiones de tierra al sur del océano con habitantes que nunca han tenido suficiente fuerza espiritual para hacerse ver por los otros. Con su estrafalario modo de ser y a través de su enrarecida lite­ratura, Borges hizo conocer a su país.
Y como Droctulf, el guerrero longobardo apóstata, vuelve a una ciudad que es «medida». La derrota electo­ral del peronismo le hizo creer que la Argentina había vuelto a ser como él quería que fuera. Pero tampoco se sintió a gusto en el nuevo país democrático, con hombres poco instruidos, sin audacia y sin golpe de vista, que empezaron a manejar el país con maniobras de comité po­lítico provinciano. Él quería esplendor y dignidad para su patria y no los encontraba aquí. Y cuando un periodis­ta le preguntó por teléfono a Ginebra desde Buenos Ai­res, practicando el habitual chantaje patriótico, si no con­sideraba que su presencia en la Argentina representaba un «patrimonio cultural» del que su país no podía pres­cindir, Borges contestó: «Soy un hombre libre».
Y lo era al fin.



* Leopoldo Lugones hijo fue un pionero en la aplicación de la pica­na eléctrica, instrumento que iba a dar fama mundial a la Argentina cincuenta años más tarde, durante los gobiernos represivos. Como tantas veces ocurre, la nieta del poeta nacionalista e hija del torturador de comunistas era izquierdista militante.

martes, 28 de abril de 2020

La intrusa. BORGES A CONTRALUZ. Estela Canto.





Fue en el cincuenta y tantos cuando Borges me habló por primera vez del tema de este cuento. Dos hermanos, dos orilleros del pueblo de Turdera, matones o cuchilleros, están unidos por una especie de fraternidad viril. Un día uno de ellos recoge a una mujer; ve que el hermano se interesa y le dice que «la use». Los dos la comparten por un tiempo. Pero están enamorados y esto los aver­güenza. El problema se resuelve vendiendo la mujer a un prostíbulo. Pero cuando uno de los hermanos descubre que el otro sigue visitándola, comprende que hay que ter­minar con ese factor de perturbación. Y la mata para sal­var la buena relación entre ellos.
Este cuento es uno de los más tramposos de Bor­ges. La trampa final no aparece sugerida como en El Zahír o El Aleph. En La intrusa no hay objetos mági­cos. Por su ambiente, representa una vuelta a temas como el de Hombre de la esquina rosada, esos bajos fondos que tanto lo atraían y que marcaron sus comienzos de narrador. Los malevos eran la única clase baja que él admitía.
Me expuso el argumento de este cuento y yo, no sé por qué, me escandalicé. Supongo que me chocó el hecho de que la mujer apareciera como un objeto inerte, que no se le permitiera ni siquiera el albedrío de elegir a uno de los hombres. Todo el sentimiento, toda la atención está en­tre los dos hermanos.
Le dije que el cuento me parecía básicamente homo­sexual. Creí que esto -él se alarmaba bastante de cual­quier alusión en este sentido- iba a impresionarlo. No fue así. El epíteto -un neologismo cientificista execra­do por él- lo dejó impertérrito. Ni siquiera defendió la situación. Para él no había ninguna situación homose­xual en el cuento. Continuó hablándome de la relación entre los dos hermanos, de la bravura de este tipo de hombres, etcétera.
De todos modos no escribió el cuento inmediatamen­te y la idea siguió dándole vueltas en la cabeza. No la abandonó pese a los adjetivos condenatorios que yo usé: era mezquino, cobarde, no merecía ser contado. (Él to­maba bastante en cuenta mis opiniones y hasta me lo es­cribió.) Yo casi siempre elogiaba sin retaceos su literatu­ra y me sentí chasqueada por esta terquedad.
Borges veía el cuento de una manera muy distinta a co­mo yo lo veía.
Tiempo después, cuando el cuento se publicó, supe cuál había sido el motivo que me había puesto tan en contra. Aparentemente, La intrusa es un cuento realista que transcurre entre orilleros. Pero Borges dio la clave cuando explicó sus dificultades en dar forma final al re­lato. Probablemente lo había dictado a su madre y le ha­bía expuesto sus vacilaciones para hallar un desenlace. Doña Leonor se lo dio. «Termínalo de la manera más sim­ple. Hay que poner: "¡A trabajar, hermano! Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté..., que se quede ahí con sus pilchas. Ya no hará más perjuicios".»
Ésta fue la contribución de doña Leonor al cuento. Y el autor termina diciendo: «Se abrazaron casi llorando. Ahora los ataba otro vínculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.»
Los amigos que conocieron íntimamente a Borges so­lían comentar la relación que él tenía con su madre, una relación agobiante que los analistas calificarían de «castratoria». Lo que nos revela La intrusa es la índole de esa relación, que tiene todo el carácter de una relación «vi­ril». Por eso él no sintió en ningún momento que pudie­ra haber homosexualidad en ese cuento. Los dos rufianes del relato expresan la forma en que el subconsciente de Borges sentía la relación con su madre. No era una rela­ción tierna. Era una relación parecida a un pacto de san­gre entre hombres, basado en códigos secretos y ni si­quiera bien entendidos por las partes. No era una relación razonable: era un mandato.
Es seguro que Leonor Acevedo prefería esta clase de cuentos a los otros, los fantásticos. Y, a partir del momen­to en que Georgie tuvo que depender de ella para que le leyera y él empezó a triunfar literariamente, tras una se­rie de sucesivos fracasos sentimentales, el pacto de san­gre se robusteció. Leonor Acevedo, que siempre se había mantenido en un discreto segundo plano, pasó al prime­ro, eliminadas ya todas las «intrusas».
Cuando él se inclinaba hacia su madre aparecían los gauchos, los cuchillos y las lanzas; en lo fantástico, en cambio, estaba su liberación. Pero ante la moneda o la palabra mágica él no se atreve ni a pronunciar la palabra ni a guardar la moneda. E incluso niega haber visto el aleph.
La coquetería de Leonor Acevedo ante su hijo se ba­saba en la reciedumbre. Así, en una ocasión en que, ya muy vieja, iba a ser operada, dijo a Georgie en el mo­mento en que la llevaban al quirófano, con voz animosa: «¡Salvaje unitaria!».* Esta intrepidez conmovía a su hi­jo, que me contó la anécdota. Incluso al borde de la muer­te, esta octogenaria quiso dejar a Georgie una última ima­gen de coraje.

La «salvaje unitaria» sobrevivió bastantes años a esa operación. Esta mujer de apariencia frágil para los que no sabían ver la fuerza de voluntad y la firme atención que brillaban en sus ojitos negros y chispeantes, logró crear en su casa una extraña atmósfera: el culto a los cu­chilleros y a los compadres. Esos cuchilleros eran para Leonor Acevedo la imagen de lo viril. Nada podía inter­ponerse en la relación de los dos hermanos de La intrusa. Sobrecoge la brutalidad de las palabras finales de uno de ellos, porque «la intrusa» no ha sido eliminada por es­torbar, sino por odio. «¡A trabajar, hermano! Después nos ayudarán los caranchos.» El hermano mayor le recuerda al menor que sólo el trabajo existe; la mujer, esa «cosa», sólo sirve para alimentar a los horribles buitres de la pampa. Y el deprecio se extiende hasta la ropa de la di­funta: «Déjala ahí con sus pilchas».
Y, naturalmente, llega el abrazo final, la reconciliación, el entendimiento de la extraña pareja. Cualquier persona o cosa que se interponga entre ellos es «la intrusa», es un espejismo, algo que -por voluntad- no existe y no puede existir.
Las «intrusas» se sucedieron en la vida de Jorge Luis Borges. En algunos casos, como el mío, él sufrió, porque la situación bordeó la realidad. En otros, él mantuvo sumisamente las cosas en el plano que Leonor Acevedo to­leraba.






* Los unitarios eran los liberales que en el siglo XIX combatieron al tirano Rosas. «Salvaje unitario» era el grito de los esbirros de Rosas cuando se lanzaban a degollar a los unitarios.

lunes, 27 de abril de 2020

Algunos juegos del tahúr. BORGES A CONTRALUZ. Estela Canto.




En la Argentina las personas cultas tienden a pensar y sentir de acuerdo a cánones, en grupo. En el plano litera­rio y artístico Borges era plenamente autónomo: sus gus­tos no tomaban en cuenta los valores establecidos. En lo político, que en el fondo no le interesaba, se sometía a los expedientes y a las fáciles generalizaciones de su grupo.
Dentro de lo que yo sé, sólo en una ocasión se atrevió a ponerse contra el viento. La anécdota es banal, pero muestra un Borges inesperado, Borges como defensor caballeresco de una mujer de mala reputación.
La escritora María Rosa Oliver tenía una relación sentimental con un joven alemán refugiado, Ralph Siegmann. Ralph dirigía una galería de arte en la casa de antigüedades Conte (de los hermanos Pirovano), donde yo trabajé como encargada de la librería. Ralph tenía co­mo secretaria a una alemana de la zona sudeste de Checoslovaquia, Hilda Meyer. Ésta, por cierto, no tenía na­da del físico que los nazis atribuían a los judíos, aunque según ella era judía pura. Hilda era muy bonita: rubia, de miembros largos y facciones delicadas, con un aire aristocrático.
Aunque teníamos que entrar a Conte a las nueve de la mañana, en general nos demorábamos hasta las nueve y media y aún entonces era demasiado temprano, ya que el adormilado público del Barrio Norte empezaba a lle­gar a la casa de antigüedades y mueblería alrededor de las once. En esa hora y media que teníamos libre, Ralph y yo íbamos a la confitería Desty a tomar un café y char­lar un rato. Hilda nunca nos acompañó en estas salidas.
Fue así como Ralph me fue contando su vida: sus pe­ripecias en Alemania, sus aventuras homosexuales, su lle­gada a Buenos Aires, su encuentro con María Rosa, que para él había sido una tabla de salvación, etc. Un día me dijo que quería mucho a María Rosa y que el mayor de­seo de su vida era casarse con ella. María Rosa no pare­cía dispuesta a hacerlo y él me pidió que, como amiga, usara mi influencia para convencerla.
Esa misma tarde, al salir del trabajo, fui a casa de Ma­ría Rosa. Le conté lo que Ralph me había dicho. María Rosa se enojó. Me dijo (creo que textualmente): «Ya le he dicho a Ralph que se deje de tonterías. Una mujer como yo no puede casarse» (aludiendo a su parálisis).
Pasaron dos o tres meses. La gente seguía pasando por la librería y el salón de exposiciones. Entre los que pasa­ban estaba, naturalmente, Borges, a quien le quedaba más cerca Conte que mi casa en Chile y Tacuarí. A veces Borges cambiaba unas palabras con Ralph e Hilda.
Una mañana Ralph se presentó muy agitado y me invitó a tomar una copa en el Desty. Le pregunté qué le pa­saba y me contestó: «He tenido una pelea con Rosita». Supuse que era una riña sin importancia y quise saber cuál había sido el motivo. Él me contestó. «Porque voy a casarme con Hilda.» Me quedé atónita.
María Rosa Oliver tomó muy a mal la cosa. En lugar de enojarse con Ralph, se lanzó con todas sus baterías contra Hilda. Ni qué decir que casi todo el grupo de sus amigos literarios y políticos -gente conocida e importan­te- empezaron a vituperar a Hilda: era una «intrigante», una «ambiciosa» (¿!), una «mujerzuela» con un pasado turbio, etcétera.
Una tarde, al salir de Conte con Borges, comenté el asunto. Borges fue cruel: «¿Es que María Rosa se ha vuel­to loca? ¿Cómo se puede comparar con una diosa?».


Y, a partir de ese momento, empezó a invitar a Hilda a almorzar o a comer las noches en que no se veía conmigo.
Finalmente, María Rosa, movilizando sus influencias -era amiga de Nelson Rockefeller y de Lincoln Kirstein- consiguió mandar a Ralph a Estados Unidos con una ex­posición de cuadros de Figari.
Antes de partir, en un secreto compartido sólo por dos o tres personas (Borges entre ellas), Ralph se casó con Hilda.
Vi ese verano en Punta del Este a Hilda, que pasó allí un mes antes de ir a reunirse con su marido. Era una mu­jer encantadora y quería sinceramente a Ralph. Me dijo que para ella había sido una enorme ayuda moral el apoyo de Borges en esos momentos. Le estaba profundamen­te agradecida.
Pero esta línea de caballero andante, desdichadamen­te, no continuó. Fue menester el contacto en Europa y Es­tados Unidos con el clamor horrorizado que había susci­tado en el mundo el genocidio perpetrado en la década de los setenta por los militares que gobernaban en la Ar­gentina, para que Borges consintiera en dar una entrevis­ta a las Madres de Plaza de Mayo. No sólo esto: creyó lo que le contó una de estas mujeres con pañuelos blancos en la cabeza, a quien le habían asesinado una hija, por­que era de clase alta y la conocía de nombre. Entonces creyó la atroz realidad que había manchado a la nación.
«Fue cuando vino a verme la señora X que me di cuen­ta de que era cierto», decía, con una ingenuidad que de­sarmaba. Cuando las acusaciones provenían de mujeres de otra clase social o de partidos de izquierda, él no las creía.
En lo literario, naturalmente, volaba con vuelo propio. En un mundo como el nuestro, contaminado de política en todos sus planos, sus actitudes eran equívocas y lo ha­cían aparecer como mucho peor de lo que era. Su honor estaba en la literatura.
Sin embargo, no se privaba de pequeñas trampas cuando había que lograr un efecto literario, «como cual­quier tahúr». Escribe en un poema:

Dicen que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Ítaca...

Hacía unos años él me había traído la Ilíada y la Odi­sea en inglés y yo había leído, entusiasmada, la Odisea. No así la Ilíada, que se me cayó de las manos. Hablamos de la mágica noche en que Ulises, envuelto en trapos y bajo un manto de mendigo, está, junto a una inmensa chimenea, a los pies de Penélope adormilada, que cree haber hablado en sueños «con su señor».
Borges tenía una curiosa teoría acerca del concurso de tiro en el cual participa Ulises, todavía cubierto con los trapos de un mendigo, con los pretendientes de Penélope. Nadie puede mover el arco de Ulises, salvo él. Según Borges, esto aludía a la perfecta adecuación sexual entre Ulises y Penélope. El arco de Ulises era el símbolo del per­fecto entendimiento entre los dos. Una sorprendente pe­netración psicológica en este hombre, siempre inespera­do, que solía rehuir este aspecto de la realidad.
Pero volvamos al tahúr. Le recordé que Ulises «nunca había divisado Ítaca». Uno de los momentos sublimes del poema sobreviene cuando Ulises, envuelto en la niebla, sobre una playa, después de un naufragio, no se da cuen­ta de que esa niebla y esa playa son las brumas y las are­nas de Ítaca. «Estar en Ítaca» es algo que Ulises no sien­te inmediatamente. Tampoco ha visto la isla a la distancia. Para saber que ha llegado necesita algunos he­chos: un viejo perro decrépito que se levanta, mueve la cola, aúlla y muere tras reconocerlo; caminar por la pla­ya y hablar con algunas personas; entonces entra en su conciencia la idea de que «está en Ítaca».
Cuando le hice notar esto, diciéndole que había hecho trampa por no sacrificar un verso bien torneado, me contestó que eso no tenía importancia, que la gente en general no leía la Odisea y que, incluso en caso de leerla, no lo iba a advertir.
Creo que tenía razón: ninguno de sus exégetas, ni si­quiera los más eruditos, advirtió este detalle. Por otra parte, en caso de advertirlo, no se habrían atrevido a corregirle la plana.
Podría decirse que estaba practicando aquí el concep­to de «obra abierta» de Umberto Eco: una obra es recrea­da por cada lector y hay tantas lecturas como lectores. Y aunque no conocía las teorías de Eco, practicaba de he­cho la «lectura abierta».
Pero éste es el Borges tardío. Este hombre, cuya única libertad era la literatura, sentía como un peso las ideas de propiedad intelectual de algunos de sus amigos. En este caso las mías.


En el caso de Hilda Siegmann, Borges pudo actuar de acuerdo con sus sentimientos y tomó la defensa de una mujer no bien vista porque sentía que aquí estaba la jus­ticia. Por una vez su madre no intervino para hacerle ver que una mujer de la «clase» que se atribuía a Hilda siem­pre era digna de reprobación. Al no intervenir su madre, él pudo separarse de eso que los sociólogos llaman «el grupo de presión» y seguir su impulso natural.
La segunda anécdota, esa Ítaca nunca divisada por Ulises, según Homero, muestra una de las múltiples liberta­des que se permitía este gran escritor cuando quería lo­grar un efecto.



domingo, 26 de abril de 2020

La escritura del dios. BORGES A CONTRALUZ- Estela Canto.



Este cuento expresa mejor que ningún otro la forma en que Borges se veía a sí mismo. En La escritura del dios está la manera en que Borges, tímidamente, presentía al Borges triunfante; y está el prisionero Borges, que nunca iba a dejar de ser un prisionero.
Como ya he dicho, La escritura del dios fue inventado una mañana de otoño en que paseábamos por el Jardín Zoológico. Nos hicimos retratar. [Imagen 20]. En la instantánea Bor­ges aparece con una bufanda atada al pescuezo, a la ma­nera de los compadritos. Era un regalo que yo le había hecho. El diseño escocés no era bonito. Yo había procu­rado elegir colores discretos y el resultado había sido in­coloro y aburrido. La bufanda sólo fue usada una o dos veces; probablemente doña Leonor la hizo desaparecer... con toda razón. A Georgie la bufanda le daba un aire de­saliñado, justamente el aire que su madre quería evitar. De todos modos, quedó constancia del regalo, ya que nos fotografiamos cerca de la jaula de los monos.
El otoño y la primavera son las estaciones del celo en los animales; esto crea cierta tensión. Alguna vez yo ha­bía visto aquí una carrera enloquecida de ciervos; el sexo en forma de martillo del rinoceronte; los renovados jue­gos eróticos de los monos. En las fieras el sexo, más dis­creto, es desgarrador. El león ruge, como reclamando; el tigre se pasea, desesperado, moviendo la cabeza, refre­gándose a veces contra los barrotes, incesante, continuo.
A Borges, en el Zoológico, sólo le interesaba la jaula de las fieras, como ya he dicho, y en especial aquel magnífi­co tigre de Bengala. Era un animal enorme que salía a la parte externa de la jaula y volvía a entrar en la lóbrega y húmeda parte interna, con su hedor a orines, a carne de caballo podrida, a animal martirizado.
Ante los animales yo siempre he sentido una mezcla de piedad y adoración, como si en ellos estuviera encerrado un gran misterio. La tortura de un animal siempre me ha parecido el peor de los crímenes. Comenté algo de esto con Borges. Él miró hacia la jaula del león, inmóvil y dig­no, soportando su cautiverio como si nada tuviera que ver con él. Luego miró de nuevo al tigre; sintió, como yo, la fuerza y el milagro de la fiera, pero su alma no se lle­nó de compasión: él vio otra cosa.
Me detengo por segunda vez en esta anécdota que muestra, en las fuentes de su creación, la dualidad que sentía Borges dentro de sí mismo.
Me habló de un hombre enterrado en una mazmorra. El hombre era alimentado por un agujero y a través de este agujero, por unos segundos todos los días, llegaba la luz. En esa luz él veía pasar, en sus incesantes paseos, a un tigre. El hombre supone que en las rayas del tigre Dios, o un dios, ha escrito un mensaje. Este hombre de­dicaba su vida a descifrarlo. Y la mazmorra dejaba de ser una mazmorra, el hombre ya no estaba preso. Tratando de descifrar esas rayas, de leer la palabra que en ellas es­tá escrita, se siente libre, como lo había sido Funes en su camastro.
Siguiendo la descripción de Borges, imaginé visualmente el cuento. Pero lo imaginé en la India, de donde provenía la esplendorosa fiera.
Dimos unas vueltas más por el Zoológico, pero él ya no estaba interesado. Después de contemplar con cierta in­diferencia el pabellón de los cóndores y las águilas, nos fuimos del jardín.
Al escribir el cuento, Borges cambió elementos, hizo escamoteos. El relato final no fue el que él me había con­tado, el que yo había imaginado. En La escritura del dios el protagonista es un sacerdote azteca, prisionero de un español, Pedro de Alvarado. El autor reemplazó la lumi­nosa religión brahmánica por los sangrientos ritos azte­cas, la acabada forma del tigre de Bengala por la forma agazapada y disminuida de un tigre de las Américas, con manchas en vez de rayas. El sacerdote recuerda los cora­zones en los pechos abiertos de las víctimas que ha inmo­lado. El duro piso de la mazmorra se asemeja al suelo del sótano en el cual él ha visto el aleph. El sacerdote azteca, ese oficiante de una religión de escasa espiritualidad, des­cubre finalmente el secreto de la escritura del dios. Y comprende que ese secreto, en caso de ser enunciado, ha­rá desaparecer las paredes que lo rodean y le dará la libertad. Pero el sacerdote no dice la palabra, como Borges rechazando el zahír. Como Borges cuando niega ha­ber visto el aleph. Sabe que tiene el poder y eso le basta. Se conoce el nombre de Dios, ese nombre que, al ser pro­nunciado, es capaz de cambiarlo todo. Pero tal vez no val­ga la pena pronunciarlo. O tal vez quiere Borges disimu­lar con un aparente desdén su falta de osadía.
Es extraña la divergencia entre la versión oral de esa mañana en el Zoológico y la versión final que se publicó. Se siente una disminución y una pérdida deliberada. El prisionero de la versión oral no descubría el secreto de la escritura del dios: se dedicaba a descubrirlo. El personaje de la versión escrita descubre el secreto pero no lo utiliza.
Años después hablé con él de este cuento y le expuse una interpretación que le gustó: le dije que él era a la vez el prisionero y el tigre.
Al inventar el cuento había creído ser sólo el hombre. Pero el tigre también estaba en él, ansioso por ser libera­do. «Eres un tigre», le dije, «el tigre es tu animal. Hasta tienes garras afelpadas que rozan o desgarran, pero que no aprietan... y que alguna vez han dejado a alguien con un brazo de menos».
Esto lo hizo reír, lo halagó. Le dije también que en el poema Israel, el verso final, «hermoso como un león al mediodía», podía reemplazarse por «hermoso como un tigre a medianoche» y que, en ese caso, el tigre habría si­do Jorge Luis Borges. (Ésta era mi manera de piropear­lo.) Él reía, divertido. Añadí que él había sido el tigre en­jaulado, ahora en libertad y suelto por el ancho mundo.
De los dos prisioneros sólo comentamos a uno, el tigre. El sacerdote que con una palabra puede hacer caer las paredes de la mazmorra y no la pronuncia repite la actitud de El Aleph y El Zahír: la negativa a compartir. En última instancia, Borges el Tahúr escamoteaba, no com­partía.
También a veces, al saludarlo, solía decirle: «¿Cómo te va, Tahúr Afortunado?», aludiendo a los versos de Almafuerte que tanto le habían gustado. Una vez, ya no en tono de broma, creo que sin falsa modestia, me dijo: «Bue­no..., creo que los suecos tienen razón. Yo no tengo una obra que justifique el Premio Nobel». Debí decirle -como lo hice alguna otra vez- que éste era un consuelo y, como casi todos los consuelos, falso. Era por culpa de sus de­claraciones y su actitud personal ante las dictaduras (cuando no era la peronista o la estalinista) que el Nobel se le había escapado de las manos. Es verdad que estaba rodeado por gente que le presentaba los hechos como en 1945, cuando la alternativa en la Argentina había sido un gobierno democrático fraudulento o un gobierno demo­cráticamente elegido y encabezado por Perón. Ésta era la disyuntiva calamitosa que había enfrentado a los argen­tinos años antes. La situación había cambiado, pero no la actitud mental de sus amigos.
En él hubo terquedad al negarse a ver el lado criminal de las dictaduras militares. Cuando la inmoralidad y el crimen estaban del lado del antipopulismo, él no quería verlo, hacía un escamoteo de tahúr y eludía el problema. Aquí no era ciego por naturaleza, sino por elección.





sábado, 25 de abril de 2020

Reinaldo Arenas El portero. (Novela. Fragmento).

             
            
SINOPSIS

             
            Una vez concluida la publicación de la «pentagonía» con la que Reinaldo Arenas quiso alegorizar y criticar la represión de Cuba bajo el régimen castrista, recuperamos ahora la novela El portero, escrita en Nueva York, entre 1984 y 1986, y en la que se recrea el microcosmos de un rascacielos bajo la mirada perpleja del portero, un cubano exiliado, al igual que el propio Arenas, incapaz también de adaptarse a la American way of life.
             
            Juan, después de fracasar en diferentes trabajos, consigue un puesto como portero en un rascacielos de Manhattan. Allí, obsesionado con abrirles a los inquilinos la puerta no sólo del edificio sino también la de «la verdadera felicidad», topará con una extravagante galería de personajes, entre otros: Roy Friedman, de sesenta y cinco años, obsesionado con regalar caramelos a diestro y siniestro; Brenda Hill, «mujer algo descocada, soltera y ligeramente alcohólica»; Arthur Makadam, donjuán entrado en años e impotente; Casandra Levinson, «propagandista incesante de Fidel Castro» que al mismo tiempo goza de las comodidades capitalistas; los señores Oscar Times, «ambos homosexuales y tan semejantes física y moralmente que en realidad conforman como una sola persona»; Walter Skirius, científico obseso de los implantes artificiales… Al final, Juan sólo logra entenderse con las mascotas de los inquilinos del edificio, y con ellas emprenderá un viaje sin retorno.



             
            Reinaldo Arenas

             
            El portero

             
             

             
   



             
            REINALDO ARENAS

             
            Nació en Holguín (Cuba) en 1943, en el seno de una familia de campesinos. Desengañado de la Revolución (a la que, sin embargo, se había adherido al principio y con la que incluso había colaborado), pasó dos años encarcelado por ser considerado un «peligro social» y «contrarrevolucionario». En 1980 logró salir de Cuba y se instaló en Nueva York, ciudad en la que, enfermo de sida, se suicidó en 1990. Tusquets Editores, en su propósito de rescatar parte de la obra de Reinaldo Arenas, ha publicado, además de El portero (Andanzas 526, ahora también en la colección Fábula), la pentagonía que incluye los títulos Celestino antes del alba, El palacio de las blanquísimas mofetas, Otra vez el mar, El color del verano y El asalto (Andanzas 395, 428, 463, 357 y 497), la novela El mundo alucinante (Andanzas 314 y Fábula 177) y su estremecedora autobiografía Antes que anochezca (Andanzas 165 y Fábula 55), llevada al cine por Julian Schnabel y protagonizada por Javier Bardem.



             
            Para Lázaro, su novela




             
            Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo.
             
            Juan, 1,9




             

 Primera parte

 




             

 1

 

             
            Ésta es la historia de Juan, un joven que se moría de penas. No podemos explicar cuáles eran las causas exactas de esas penas; mucho menos, cómo eran ellas. Si pudiéramos, entonces las penas no hubiesen sido tan terribles y esta historia no tendría ningún sentido, pues al joven no le hubiese ocurrido nada extraordinario y, por lo tanto, no nos hubiésemos tomado tanto interés en su caso.
            A veces todo su rostro se ensombrecía como si la intensidad de la tristeza hubiese llegado a su punto culminante, pero luego, como si el sufrimiento le concediese una breve tregua, sus facciones se suavizaban y la tristeza adquiría una suerte de apacible serenidad, como si el mismo desencanto se estabilizase o fluyese ahora lentamente, comprendiendo, tal vez, que su caudal, de tan inmenso, no se agotaría nunca, sino que, por el contrario, estaría siempre creciendo y renovándose.
            Es cierto que hacía diez años que había dejado su país (Cuba) en un bote y se había establecido en los Estados Unidos. Tenía entonces diecisiete años y atrás había quedado toda su vida. Es decir, humillaciones y playas, enemigos encarnizados y gratas compañías que la misma persecución hacía extraordinarias, hambre y esclavitud, pero también noches cómplices y ciudades a la medida de su desasosiego; horror sin término, pero también una humanidad, una manera de sentir, una confraternidad ante el espanto –cosas que aquí, como su propia manera de ser, eran extranjeras...–. Pero también nosotros (somos un millón de personas) dejamos todo eso y sin embargo no morimos de pena –o al menos no se nos ha visto morir– con la misma desesperación que este muchacho. Pero, como ya dijimos hace un momento, no pretendemos ni podemos explicar este caso, sino, sólo en la medida de lo posible, exponerlo. Y todo eso con la pobreza de un idioma que por motivos obvios hemos tenido que ir olvidando, como tantas cosas.
            No pretendemos vanagloriarnos de que hayamos tenido con él preferencias exclusivas. No había por qué tenerlas. Él era, como casi todos nosotros, al llegar aquí, un joven descalificado, un obrero, una persona más que venía huyendo. Tenía que aprender, como aprendimos nosotros, el valor de las cosas, el alto precio que hay que pagar para alcanzar una vida estable. Un empleo bien remunerado, un apartamento, un auto, unas vacaciones y, finalmente, una casa propia, si es posible cerca del mar... Porque el mar es para nosotros nuestro elemento. Pero el mar verdadero, dentro del cual podamos sumergirnos y convivir, no estas extensiones heladas y grises a las que tenemos que acercarnos casi enmascarados... Sí, sabemos que estamos haciendo confesiones sentimentaloides que nuestra poderosa comunidad –nosotros mismos– negaría en su totalidad o las tacharía por ridículas e innecesarias: somos ciudadanos prácticos, respetables, muchos enriquecidos, y miembros de la nación hoy por hoy más poderosa del mundo. Pero este testimonio tiene como objeto un caso excepcional. Es la historia de alguien que, a diferencia de nosotros, no pudo (o no quiso) adaptarse a este mundo práctico; al contrario, exploró caminos absurdos y desesperados y, lo que es peor, quiso llevar por esos caminos a cuanta persona conoció. Las malas lenguas, que nunca faltan, dicen que también desequilibró a los animales, pero de eso ya hablaremos más adelante... También se nos objetará –ya vemos a los periodistas, profesores y críticos abalanzarse sobre nosotros– que siendo ésta la historia de Juan no hay motivos para que la interrumpamos a fin de interpolar nuestros asuntos. Permítasenos aclarar que: primero, no constituimos (afortunadamente) un gremio de escritores y por lo tanto no tenemos que obedecer sus leyes; segundo, que nuestro personaje, al pertenecer a nuestra comunidad, forma parte también de nosotros mismos; y tercero, que fuimos nosotros quienes le abrimos las puertas en este nuevo mundo y quienes en todo momento hemos estado dispuestos a «darle una mano», como se dice allá, en el lugar de donde huimos.
            Desde que llegó –y muy desmejorado que llegó– le dimos ayuda material (más de doscientos dólares) y le «viabilizamos» (otra palabra de allá) rápidamente el Social Security (lo sentimos, pero no tenemos equivalente para esa expresión en español) para que pudiera pagar los impuestos, y casi de inmediato le conseguimos un empleo. Claro está que no podía ser uno de estos empleos que tenemos nosotros, después de veinte o treinta años de trabajar duro. Le conseguimos un empleo en la construcción, al sol, naturalmente. Al parecer, Juan comenzó entonces a ser atacado por fuertes dolores de cabeza, por insolaciones. En plena actividad se detenía (los cubos con la mezcla en las manos) y así se quedaba, de pie, absorto, mirando a ningún sitio o a todos los sitios, como si una misteriosa revelación en ese mismo instante lo deslumbrase. Imagínense ustedes, en medio de los trabajos febriles de la construcción, a aquel muchacho completamente paralizado, sin camisa, con dos cubos en las manos, delirando entre la algarabía de mandarrias y serruchos... El capataz, enfurecido, le gritaba en inglés (idioma que el joven aún no dominaba) todo tipo de órdenes e insultos. Pero sólo cuando aquella visitación o locura lo abandonaba, Juan volvía a sus faenas.
            Desde luego, tuvimos que cambiarlo de empleo numerosas veces. Fue camarero en un bar de la sauecera, encargado de la limpieza de los urinarios en un hospital para refugiados haitianos, planchador en una factoría (o fábrica) del midtown de Nueva York, taquillero en un cine de la calle 42... ¿Qué querían ustedes, que le ofreciéramos nuestras piscinas? ¿Que así, por su linda cara (y realmente no era feo, como ninguno de nosotros, gente morena, no como esas cosas fofas, pálidas y desproporcionadas que abundan por acá), sí, por su linda cara le abriéramos las puertas de nuestras residencias en Coral Gables, que le entregáramos nuestro carro del año para que conquistase a nuestras hijas que con tanto esmero hemos educado, y que lo dejáramos, en fin, vivir la dulce vida sin antes conocer el precio que en este mundo hay que pagar por cada bocanada de aire? Eso sí que no.
            Finalmente, como vimos que no era apto para ningún empleo en el que hubiera que tener carácter, iniciativa, «chispa» –como decíamos allá, en nuestro mundo–, nos agenciamos, con bastante dificultad por cierto (pues ese ramo está aquí controlado por la mafia), para conseguirle un empleo en el cuerpo de servicios de un edificio residencial en la parte más lujosa de Manhattan. Su trabajo no podía ser menos complejo ni menos problemático: se limitaba a abrir la puerta y saludar respetuosamente a los habitantes del edificio. Doorman,  perdón, portero, queremos decir, ése era su nuevo oficio.
            Pero si antes ya habíamos tenido problemas con Juan en relación con sus trabajos, aquí sí podemos decir que comenzaron nuestros verdaderos dolores de cabeza y no precisamente por negligencia en su cargo, sino por lo que podríamos llamar «exceso de celo en el mismo». Porque, de pronto, nuestro portero descubrió, o creyó descubrir, que su labor no se podía limitar a abrir la puerta del edificio, sino que él, el portero, era «el señalado», «el elegido», «el indicado» (escojan ustedes de estas tres la mejor palabra) para mostrarles a todas aquellas personas una puerta más amplia y hasta entonces invisible o inaccesible; puerta que era la de sus propias vidas y, por lo tanto (y así hay que escribirlo aunque parezca, y sea, ridículo, pues citamos textualmente a Juan), «la de la verdadera felicidad».
            Sobra decir que ni él mismo sabía qué puerta o puertas eran aquéllas, ni dónde estaban, ni cómo llegar a ellas, ni mucho menos cómo abrirlas. Pero en su exaltación, en su desvarío o en su demencia (escojan ustedes de las tres palabras la mejor) estaba seguro de que la puerta existía y que de alguna misteriosa manera se podría llegar a ella y abrirla.
            Él pensaba y así lo ha dejado testimoniado (¿«testimoniado»? ¿Existe esa palabra en nuestra lengua?) en los numerosos papeles que garabateó, que las casas o los apartamentos continuaban después de las habitaciones y las últimas paredes, y que la vida de aquellas personas del edificio donde él era el portero no podía limitarse a un eterno transitar de la cocina al baño, de la sala al cuarto de dormir, o del ascensor al automóvil. De ninguna manera podía concebir que la existencia de toda aquella gente, y por extensión la de todo el mundo, fuese sólo un ir y venir de un cubículo a otro, de espacios reducidos a espacios aún más reducidos, de oficinas a dormitorios, de trenes a cafeterías, de subterráneos a ómnibus, y así incesantemente... Él les mostraría «otros sitios», pues él no sólo les abriría la puerta del edificio, sino que, seguimos citándolo, «los conduciría hacia dimensiones nunca antes sospechadas, hacia regiones sin tiempo ni límites materiales...». Y en estas cavilaciones ya iba y venía de uno a otro extremo del salón o lobby del edificio, murmurando incoherencias, aunque siempre –hay que reconocerlo– atento a la puerta y con su uniforme impecable (chaqueta y pantalones azules, sombrero de copa negro, guantes blancos y galones dorados). Así, cuando imaginaba que no era observado, atisbaba temeroso hacia los rincones, avanzaba hacia su propia imagen que se reflejaba en el gran espejo del salón o se detenía frente a la amplia puerta que da al jardín interior y, subrepticiamente, hacía algunas anotaciones en la libreta que siempre llevaba encima. Otras veces se paseaba por el patio interior, las manos enguantadas tras la espalda, preguntándose de qué manera podría mostrarles a todas aquellas personas el sendero que, desde luego, él también desconocía. Y súbitamente abandonaba sus meditaciones y corría a abrirle la gran puerta de cristal a algún inquilino, y hasta a llevarle los paquetes hasta el apartamento mientras le preguntaba por su estado de salud y también por la salud del perro, del gato, de la cotorra, del mono o del pez... No olviden, por favor, que en este país, quien no tiene un perro, tiene un canario, un gato, un mono o cualquier otro tipo de animal (no importa de qué especie) en su casa.
            Aberraciones o pasatiempos morbosos, lo reconocemos, propios de gente ociosa o solitaria que no tiene en qué entretenerse. Cosas, en fin, de viejas locas o de señores no menos chiflados aunque a veces, al parecer, decentes.
            Ahora comprendemos que tantas atenciones por parte de Juan obedecían a un método. Pues su «tarea», llamémosla así, consistía en desplegar una amabilidad extrema hacia todas aquellas personas para ganarse su amistad e infiltrarse en sus apartamentos y luego en sus vidas con el propósito de cambiarlas.
            Consignaremos aquí, a manera de presentación, rápida y concisa –somos gente ocupadísima y no podemos dedicarle toda nuestra vida a este caso–, las personas con las cuales nuestro portero tuvo una relación más o menos profunda.
            Entre ellas se destacan el señor Roy Friedman, hombre de unos sesenta y cinco años, a quien Juan nombra en sus escritos como «el señor de los caramelos», pues siempre tenía un caramelo en la boca y varios en los bolsillos, y cada vez que se encontraba con el portero, lo cual desde luego sucedía varias veces al día, le obsequiaba con una de esas confituras. También Juan sostuvo conversaciones con el señor Joseph Rozeman, eminente mecánico dental gracias a quien muchas de las más bellas estrellas de la televisión y del cine exhiben glamorosas sonrisas (notables miembros de nuestra comunidad han utilizado los servicios de mister Rozeman, y les aseguramos que son realmente recomendables). Sigue, de acuerdo con nuestra lista, el señor John Lockpez, ecuatoriano naturalizado en los Estados Unidos, pastor de la Iglesia del Amor a Cristo Mediante el Contacto Amistoso e Incesante, casado, con hijos, todos religiosos al igual que su esposa; este señor (su nombre de origen es Juan López), al parecer, le tomó gran aprecio a nuestro portero e intentó ganárselo para su causa (la del señor Lockpez), por lo que podemos afirmar que entre los dos hombres se estableció una fanática contienda, ya que cada uno quería catequizar al otro para sus respectivas y extrañas doctrinas. De todos modos ya explicaremos con más detalles todas esas relaciones que ahora sólo estamos enumerando. Continuemos pues: la señorita, o señora, Brenda Hill, mujer algo descocada, soltera y ligeramente alcohólica; el señor Arthur Makadam, caballero entrado en años y aun libertino; la señorita Mary Avilés, la supuesta prometida del portero; el señor Stephen Warrem, el millonario del edificio que habita con su familia en el penthouse; la señora Casandra Levinson, titulada «profesora de ciencias sociales», pero propagandista incesante de Fidel Castro; el señor Pietri, el súper (perdón, el encargado del edificio) y su familia; los señores Oscar Times (Oscar Times I y Oscar Times II), ambos homosexuales y tan semejantes física y moralmente, que en realidad conforman como una sola persona, hasta el punto de que muchos inquilinos que nunca los habían visto juntos afirmaban que se trataba de un solo personaje. Pero nosotros sabemos que son dos y que, incluso, uno de ellos es cubano... La señorita Scarlett Reynolds, actriz jubilada, obsesionada por el sentido del ahorro, también sostuvo varios diálogos con el portero, al igual que el profesor Walter Skirius, científico de nota e inventor incesante.

            De casi todas estas personas mencionadas, nuestro portero logró, con amabilidad, halagos y favores que iban más allá de sus funciones, ganarse la amistad o por lo menos cierta aparente simpatía, llegando a veces a ser no sólo el portero sino también el huésped. Con lo cual, así al menos pensaba Juan, había avanzado un gran trecho en sus propósitos proselitistas. 

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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