En la Argentina las personas cultas
tienden a pensar y sentir de acuerdo a cánones, en grupo. En el plano literario
y artístico Borges era plenamente autónomo: sus gustos no tomaban en cuenta
los valores establecidos. En lo político, que en el fondo no le interesaba, se
sometía a los expedientes y a las fáciles generalizaciones de su grupo.
Dentro de lo que yo sé, sólo en una
ocasión se atrevió a ponerse contra el viento. La anécdota es banal, pero
muestra un Borges inesperado, Borges como defensor caballeresco de una mujer de
mala reputación.
La escritora María Rosa Oliver tenía una
relación sentimental con un joven alemán refugiado, Ralph Siegmann. Ralph
dirigía una galería de arte en la casa de antigüedades Conte (de los hermanos
Pirovano), donde yo trabajé como encargada de la librería. Ralph tenía como
secretaria a una alemana de la zona sudeste de Checoslovaquia, Hilda Meyer.
Ésta, por cierto, no tenía nada del físico que los nazis atribuían a los judíos,
aunque según ella era judía pura. Hilda era muy bonita: rubia, de miembros
largos y facciones delicadas, con un aire aristocrático.
Aunque teníamos que entrar a Conte a las
nueve de la mañana, en general nos demorábamos hasta las nueve y media y aún entonces
era demasiado temprano, ya que el adormilado público del Barrio Norte empezaba
a llegar a la casa de antigüedades y mueblería alrededor de las once. En esa
hora y media que teníamos libre, Ralph y yo íbamos a la confitería Desty a
tomar un café y charlar un rato. Hilda nunca nos acompañó en estas salidas.
Fue así como Ralph me fue contando su
vida: sus peripecias en Alemania, sus aventuras homosexuales, su llegada a
Buenos Aires, su encuentro con María Rosa, que para él había sido una tabla de
salvación, etc. Un día me dijo que quería mucho a María Rosa y que el mayor deseo
de su vida era casarse con ella. María Rosa no parecía dispuesta a hacerlo y
él me pidió que, como amiga, usara mi influencia para convencerla.
Esa misma tarde, al salir del trabajo,
fui a casa de María Rosa. Le conté lo que Ralph me había dicho. María Rosa se
enojó. Me dijo (creo que textualmente): «Ya le he dicho a Ralph que se deje de
tonterías. Una mujer como yo no puede casarse» (aludiendo a su parálisis).
Pasaron dos o tres meses. La gente
seguía pasando por la librería y el salón de exposiciones. Entre los que pasaban
estaba, naturalmente, Borges, a quien le quedaba más cerca Conte que mi casa en
Chile y Tacuarí. A veces Borges cambiaba unas palabras con Ralph e Hilda.
Una mañana Ralph se presentó muy agitado
y me invitó a tomar una copa en el Desty. Le pregunté qué le pasaba y me
contestó: «He tenido una pelea con Rosita». Supuse que era una riña sin
importancia y quise saber cuál había sido el motivo. Él me contestó. «Porque
voy a casarme con Hilda.» Me quedé atónita.
María Rosa Oliver tomó muy a mal la
cosa. En lugar de enojarse con Ralph, se lanzó con todas sus baterías contra
Hilda. Ni qué decir que casi todo el grupo de sus amigos literarios y políticos
-gente conocida e importante- empezaron a vituperar a Hilda: era una
«intrigante», una «ambiciosa» (¿!), una «mujerzuela» con un pasado turbio,
etcétera.
Una tarde, al salir de Conte con Borges,
comenté el asunto. Borges fue cruel: «¿Es que María Rosa se ha vuelto loca?
¿Cómo se puede comparar con una diosa?».
Y, a partir de ese momento, empezó a
invitar a Hilda a almorzar o a comer las noches en que no se veía conmigo.
Finalmente, María Rosa, movilizando sus
influencias -era amiga de Nelson Rockefeller y de Lincoln Kirstein- consiguió
mandar a Ralph a Estados Unidos con una exposición de cuadros de Figari.
Antes de partir, en un secreto
compartido sólo por dos o tres personas (Borges entre ellas), Ralph se casó con
Hilda.
Vi ese verano en Punta del Este a Hilda,
que pasó allí un mes antes de ir a reunirse con su marido. Era una mujer
encantadora y quería sinceramente a Ralph. Me dijo que para ella había sido una
enorme ayuda moral el apoyo de Borges en esos momentos. Le estaba profundamente
agradecida.
Pero esta línea de caballero andante,
desdichadamente, no continuó. Fue menester el contacto en Europa y Estados
Unidos con el clamor horrorizado que había suscitado en el mundo el genocidio
perpetrado en la década de los setenta por los militares que gobernaban en la
Argentina, para que Borges consintiera en dar una entrevista a las Madres de
Plaza de Mayo. No sólo esto: creyó lo que le contó una de estas mujeres con
pañuelos blancos en la cabeza, a quien le habían asesinado una hija, porque era
de clase alta y la conocía de nombre. Entonces creyó la atroz realidad que
había manchado a la nación.
«Fue cuando vino a verme la señora X que
me di cuenta de que era cierto», decía, con una ingenuidad que desarmaba.
Cuando las acusaciones provenían de mujeres de otra clase social o de partidos
de izquierda, él no las creía.
En lo literario, naturalmente, volaba
con vuelo propio. En un mundo como el nuestro, contaminado de política en todos
sus planos, sus actitudes eran equívocas y lo hacían aparecer como mucho peor
de lo que era. Su honor estaba en la literatura.
Sin embargo, no se privaba de pequeñas
trampas cuando había que lograr un efecto literario, «como cualquier tahúr».
Escribe en un poema:
Dicen que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Ítaca...
Hacía unos años él me había traído la Ilíada
y la Odisea en inglés y yo había leído, entusiasmada, la Odisea.
No así la Ilíada, que se me cayó de las manos. Hablamos de la mágica
noche en que Ulises, envuelto en trapos y bajo un manto de mendigo, está, junto
a una inmensa chimenea, a los pies de Penélope adormilada, que cree haber
hablado en sueños «con su señor».
Borges tenía una curiosa teoría acerca
del concurso de tiro en el cual participa Ulises, todavía cubierto con los
trapos de un mendigo, con los pretendientes de Penélope. Nadie puede mover el
arco de Ulises, salvo él. Según Borges, esto aludía a la perfecta adecuación
sexual entre Ulises y Penélope. El arco de Ulises era el símbolo del perfecto
entendimiento entre los dos. Una sorprendente penetración psicológica en este
hombre, siempre inesperado, que solía rehuir este aspecto de la realidad.
Pero volvamos al tahúr. Le recordé que
Ulises «nunca había divisado Ítaca». Uno de los momentos sublimes del poema
sobreviene cuando Ulises, envuelto en la niebla, sobre una playa, después de un
naufragio, no se da cuenta de que esa niebla y esa playa son las brumas y las
arenas de Ítaca. «Estar en Ítaca» es algo que Ulises no siente
inmediatamente. Tampoco ha visto la isla a la distancia. Para saber que ha
llegado necesita algunos hechos: un viejo perro decrépito que se levanta,
mueve la cola, aúlla y muere tras reconocerlo; caminar por la playa y hablar
con algunas personas; entonces entra en su conciencia la idea de que «está en
Ítaca».
Cuando le hice notar esto, diciéndole
que había hecho trampa por no sacrificar un verso bien torneado, me contestó
que eso no tenía importancia, que la gente en general no leía la Odisea y
que, incluso en caso de leerla, no lo iba a advertir.
Creo que tenía razón: ninguno de sus
exégetas, ni siquiera los más eruditos, advirtió este detalle. Por otra parte,
en caso de advertirlo, no se habrían atrevido a corregirle la plana.
Podría decirse que estaba practicando
aquí el concepto de «obra abierta» de Umberto Eco: una obra es recreada por
cada lector y hay tantas lecturas como lectores. Y aunque no conocía las
teorías de Eco, practicaba de hecho la «lectura abierta».
Pero éste es el Borges tardío. Este
hombre, cuya única libertad era la literatura, sentía como un peso las ideas de
propiedad intelectual de algunos de sus amigos. En este caso las mías.
En el caso de Hilda Siegmann, Borges
pudo actuar de acuerdo con sus sentimientos y tomó la defensa de una mujer no
bien vista porque sentía que aquí estaba la justicia. Por una vez su madre no
intervino para hacerle ver que una mujer de la «clase» que se atribuía a Hilda
siempre era digna de reprobación. Al no intervenir su madre, él pudo separarse
de eso que los sociólogos llaman «el grupo de presión» y seguir su impulso
natural.
La segunda anécdota, esa Ítaca nunca
divisada por Ulises, según Homero, muestra una de las múltiples libertades que
se permitía este gran escritor cuando quería lograr un efecto.
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