lunes, 27 de abril de 2020

Algunos juegos del tahúr. BORGES A CONTRALUZ. Estela Canto.




En la Argentina las personas cultas tienden a pensar y sentir de acuerdo a cánones, en grupo. En el plano litera­rio y artístico Borges era plenamente autónomo: sus gus­tos no tomaban en cuenta los valores establecidos. En lo político, que en el fondo no le interesaba, se sometía a los expedientes y a las fáciles generalizaciones de su grupo.
Dentro de lo que yo sé, sólo en una ocasión se atrevió a ponerse contra el viento. La anécdota es banal, pero muestra un Borges inesperado, Borges como defensor caballeresco de una mujer de mala reputación.
La escritora María Rosa Oliver tenía una relación sentimental con un joven alemán refugiado, Ralph Siegmann. Ralph dirigía una galería de arte en la casa de antigüedades Conte (de los hermanos Pirovano), donde yo trabajé como encargada de la librería. Ralph tenía co­mo secretaria a una alemana de la zona sudeste de Checoslovaquia, Hilda Meyer. Ésta, por cierto, no tenía na­da del físico que los nazis atribuían a los judíos, aunque según ella era judía pura. Hilda era muy bonita: rubia, de miembros largos y facciones delicadas, con un aire aristocrático.
Aunque teníamos que entrar a Conte a las nueve de la mañana, en general nos demorábamos hasta las nueve y media y aún entonces era demasiado temprano, ya que el adormilado público del Barrio Norte empezaba a lle­gar a la casa de antigüedades y mueblería alrededor de las once. En esa hora y media que teníamos libre, Ralph y yo íbamos a la confitería Desty a tomar un café y char­lar un rato. Hilda nunca nos acompañó en estas salidas.
Fue así como Ralph me fue contando su vida: sus pe­ripecias en Alemania, sus aventuras homosexuales, su lle­gada a Buenos Aires, su encuentro con María Rosa, que para él había sido una tabla de salvación, etc. Un día me dijo que quería mucho a María Rosa y que el mayor de­seo de su vida era casarse con ella. María Rosa no pare­cía dispuesta a hacerlo y él me pidió que, como amiga, usara mi influencia para convencerla.
Esa misma tarde, al salir del trabajo, fui a casa de Ma­ría Rosa. Le conté lo que Ralph me había dicho. María Rosa se enojó. Me dijo (creo que textualmente): «Ya le he dicho a Ralph que se deje de tonterías. Una mujer como yo no puede casarse» (aludiendo a su parálisis).
Pasaron dos o tres meses. La gente seguía pasando por la librería y el salón de exposiciones. Entre los que pasa­ban estaba, naturalmente, Borges, a quien le quedaba más cerca Conte que mi casa en Chile y Tacuarí. A veces Borges cambiaba unas palabras con Ralph e Hilda.
Una mañana Ralph se presentó muy agitado y me invitó a tomar una copa en el Desty. Le pregunté qué le pa­saba y me contestó: «He tenido una pelea con Rosita». Supuse que era una riña sin importancia y quise saber cuál había sido el motivo. Él me contestó. «Porque voy a casarme con Hilda.» Me quedé atónita.
María Rosa Oliver tomó muy a mal la cosa. En lugar de enojarse con Ralph, se lanzó con todas sus baterías contra Hilda. Ni qué decir que casi todo el grupo de sus amigos literarios y políticos -gente conocida e importan­te- empezaron a vituperar a Hilda: era una «intrigante», una «ambiciosa» (¿!), una «mujerzuela» con un pasado turbio, etcétera.
Una tarde, al salir de Conte con Borges, comenté el asunto. Borges fue cruel: «¿Es que María Rosa se ha vuel­to loca? ¿Cómo se puede comparar con una diosa?».


Y, a partir de ese momento, empezó a invitar a Hilda a almorzar o a comer las noches en que no se veía conmigo.
Finalmente, María Rosa, movilizando sus influencias -era amiga de Nelson Rockefeller y de Lincoln Kirstein- consiguió mandar a Ralph a Estados Unidos con una ex­posición de cuadros de Figari.
Antes de partir, en un secreto compartido sólo por dos o tres personas (Borges entre ellas), Ralph se casó con Hilda.
Vi ese verano en Punta del Este a Hilda, que pasó allí un mes antes de ir a reunirse con su marido. Era una mu­jer encantadora y quería sinceramente a Ralph. Me dijo que para ella había sido una enorme ayuda moral el apoyo de Borges en esos momentos. Le estaba profundamen­te agradecida.
Pero esta línea de caballero andante, desdichadamen­te, no continuó. Fue menester el contacto en Europa y Es­tados Unidos con el clamor horrorizado que había susci­tado en el mundo el genocidio perpetrado en la década de los setenta por los militares que gobernaban en la Ar­gentina, para que Borges consintiera en dar una entrevis­ta a las Madres de Plaza de Mayo. No sólo esto: creyó lo que le contó una de estas mujeres con pañuelos blancos en la cabeza, a quien le habían asesinado una hija, por­que era de clase alta y la conocía de nombre. Entonces creyó la atroz realidad que había manchado a la nación.
«Fue cuando vino a verme la señora X que me di cuen­ta de que era cierto», decía, con una ingenuidad que de­sarmaba. Cuando las acusaciones provenían de mujeres de otra clase social o de partidos de izquierda, él no las creía.
En lo literario, naturalmente, volaba con vuelo propio. En un mundo como el nuestro, contaminado de política en todos sus planos, sus actitudes eran equívocas y lo ha­cían aparecer como mucho peor de lo que era. Su honor estaba en la literatura.
Sin embargo, no se privaba de pequeñas trampas cuando había que lograr un efecto literario, «como cual­quier tahúr». Escribe en un poema:

Dicen que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Ítaca...

Hacía unos años él me había traído la Ilíada y la Odi­sea en inglés y yo había leído, entusiasmada, la Odisea. No así la Ilíada, que se me cayó de las manos. Hablamos de la mágica noche en que Ulises, envuelto en trapos y bajo un manto de mendigo, está, junto a una inmensa chimenea, a los pies de Penélope adormilada, que cree haber hablado en sueños «con su señor».
Borges tenía una curiosa teoría acerca del concurso de tiro en el cual participa Ulises, todavía cubierto con los trapos de un mendigo, con los pretendientes de Penélope. Nadie puede mover el arco de Ulises, salvo él. Según Borges, esto aludía a la perfecta adecuación sexual entre Ulises y Penélope. El arco de Ulises era el símbolo del per­fecto entendimiento entre los dos. Una sorprendente pe­netración psicológica en este hombre, siempre inespera­do, que solía rehuir este aspecto de la realidad.
Pero volvamos al tahúr. Le recordé que Ulises «nunca había divisado Ítaca». Uno de los momentos sublimes del poema sobreviene cuando Ulises, envuelto en la niebla, sobre una playa, después de un naufragio, no se da cuen­ta de que esa niebla y esa playa son las brumas y las are­nas de Ítaca. «Estar en Ítaca» es algo que Ulises no sien­te inmediatamente. Tampoco ha visto la isla a la distancia. Para saber que ha llegado necesita algunos he­chos: un viejo perro decrépito que se levanta, mueve la cola, aúlla y muere tras reconocerlo; caminar por la pla­ya y hablar con algunas personas; entonces entra en su conciencia la idea de que «está en Ítaca».
Cuando le hice notar esto, diciéndole que había hecho trampa por no sacrificar un verso bien torneado, me contestó que eso no tenía importancia, que la gente en general no leía la Odisea y que, incluso en caso de leerla, no lo iba a advertir.
Creo que tenía razón: ninguno de sus exégetas, ni si­quiera los más eruditos, advirtió este detalle. Por otra parte, en caso de advertirlo, no se habrían atrevido a corregirle la plana.
Podría decirse que estaba practicando aquí el concep­to de «obra abierta» de Umberto Eco: una obra es recrea­da por cada lector y hay tantas lecturas como lectores. Y aunque no conocía las teorías de Eco, practicaba de he­cho la «lectura abierta».
Pero éste es el Borges tardío. Este hombre, cuya única libertad era la literatura, sentía como un peso las ideas de propiedad intelectual de algunos de sus amigos. En este caso las mías.


En el caso de Hilda Siegmann, Borges pudo actuar de acuerdo con sus sentimientos y tomó la defensa de una mujer no bien vista porque sentía que aquí estaba la jus­ticia. Por una vez su madre no intervino para hacerle ver que una mujer de la «clase» que se atribuía a Hilda siem­pre era digna de reprobación. Al no intervenir su madre, él pudo separarse de eso que los sociólogos llaman «el grupo de presión» y seguir su impulso natural.
La segunda anécdota, esa Ítaca nunca divisada por Ulises, según Homero, muestra una de las múltiples liberta­des que se permitía este gran escritor cuando quería lo­grar un efecto.



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