martes, 28 de abril de 2020

La intrusa. BORGES A CONTRALUZ. Estela Canto.





Fue en el cincuenta y tantos cuando Borges me habló por primera vez del tema de este cuento. Dos hermanos, dos orilleros del pueblo de Turdera, matones o cuchilleros, están unidos por una especie de fraternidad viril. Un día uno de ellos recoge a una mujer; ve que el hermano se interesa y le dice que «la use». Los dos la comparten por un tiempo. Pero están enamorados y esto los aver­güenza. El problema se resuelve vendiendo la mujer a un prostíbulo. Pero cuando uno de los hermanos descubre que el otro sigue visitándola, comprende que hay que ter­minar con ese factor de perturbación. Y la mata para sal­var la buena relación entre ellos.
Este cuento es uno de los más tramposos de Bor­ges. La trampa final no aparece sugerida como en El Zahír o El Aleph. En La intrusa no hay objetos mági­cos. Por su ambiente, representa una vuelta a temas como el de Hombre de la esquina rosada, esos bajos fondos que tanto lo atraían y que marcaron sus comienzos de narrador. Los malevos eran la única clase baja que él admitía.
Me expuso el argumento de este cuento y yo, no sé por qué, me escandalicé. Supongo que me chocó el hecho de que la mujer apareciera como un objeto inerte, que no se le permitiera ni siquiera el albedrío de elegir a uno de los hombres. Todo el sentimiento, toda la atención está en­tre los dos hermanos.
Le dije que el cuento me parecía básicamente homo­sexual. Creí que esto -él se alarmaba bastante de cual­quier alusión en este sentido- iba a impresionarlo. No fue así. El epíteto -un neologismo cientificista execra­do por él- lo dejó impertérrito. Ni siquiera defendió la situación. Para él no había ninguna situación homose­xual en el cuento. Continuó hablándome de la relación entre los dos hermanos, de la bravura de este tipo de hombres, etcétera.
De todos modos no escribió el cuento inmediatamen­te y la idea siguió dándole vueltas en la cabeza. No la abandonó pese a los adjetivos condenatorios que yo usé: era mezquino, cobarde, no merecía ser contado. (Él to­maba bastante en cuenta mis opiniones y hasta me lo es­cribió.) Yo casi siempre elogiaba sin retaceos su literatu­ra y me sentí chasqueada por esta terquedad.
Borges veía el cuento de una manera muy distinta a co­mo yo lo veía.
Tiempo después, cuando el cuento se publicó, supe cuál había sido el motivo que me había puesto tan en contra. Aparentemente, La intrusa es un cuento realista que transcurre entre orilleros. Pero Borges dio la clave cuando explicó sus dificultades en dar forma final al re­lato. Probablemente lo había dictado a su madre y le ha­bía expuesto sus vacilaciones para hallar un desenlace. Doña Leonor se lo dio. «Termínalo de la manera más sim­ple. Hay que poner: "¡A trabajar, hermano! Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté..., que se quede ahí con sus pilchas. Ya no hará más perjuicios".»
Ésta fue la contribución de doña Leonor al cuento. Y el autor termina diciendo: «Se abrazaron casi llorando. Ahora los ataba otro vínculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.»
Los amigos que conocieron íntimamente a Borges so­lían comentar la relación que él tenía con su madre, una relación agobiante que los analistas calificarían de «castratoria». Lo que nos revela La intrusa es la índole de esa relación, que tiene todo el carácter de una relación «vi­ril». Por eso él no sintió en ningún momento que pudie­ra haber homosexualidad en ese cuento. Los dos rufianes del relato expresan la forma en que el subconsciente de Borges sentía la relación con su madre. No era una rela­ción tierna. Era una relación parecida a un pacto de san­gre entre hombres, basado en códigos secretos y ni si­quiera bien entendidos por las partes. No era una relación razonable: era un mandato.
Es seguro que Leonor Acevedo prefería esta clase de cuentos a los otros, los fantásticos. Y, a partir del momen­to en que Georgie tuvo que depender de ella para que le leyera y él empezó a triunfar literariamente, tras una se­rie de sucesivos fracasos sentimentales, el pacto de san­gre se robusteció. Leonor Acevedo, que siempre se había mantenido en un discreto segundo plano, pasó al prime­ro, eliminadas ya todas las «intrusas».
Cuando él se inclinaba hacia su madre aparecían los gauchos, los cuchillos y las lanzas; en lo fantástico, en cambio, estaba su liberación. Pero ante la moneda o la palabra mágica él no se atreve ni a pronunciar la palabra ni a guardar la moneda. E incluso niega haber visto el aleph.
La coquetería de Leonor Acevedo ante su hijo se ba­saba en la reciedumbre. Así, en una ocasión en que, ya muy vieja, iba a ser operada, dijo a Georgie en el mo­mento en que la llevaban al quirófano, con voz animosa: «¡Salvaje unitaria!».* Esta intrepidez conmovía a su hi­jo, que me contó la anécdota. Incluso al borde de la muer­te, esta octogenaria quiso dejar a Georgie una última ima­gen de coraje.

La «salvaje unitaria» sobrevivió bastantes años a esa operación. Esta mujer de apariencia frágil para los que no sabían ver la fuerza de voluntad y la firme atención que brillaban en sus ojitos negros y chispeantes, logró crear en su casa una extraña atmósfera: el culto a los cu­chilleros y a los compadres. Esos cuchilleros eran para Leonor Acevedo la imagen de lo viril. Nada podía inter­ponerse en la relación de los dos hermanos de La intrusa. Sobrecoge la brutalidad de las palabras finales de uno de ellos, porque «la intrusa» no ha sido eliminada por es­torbar, sino por odio. «¡A trabajar, hermano! Después nos ayudarán los caranchos.» El hermano mayor le recuerda al menor que sólo el trabajo existe; la mujer, esa «cosa», sólo sirve para alimentar a los horribles buitres de la pampa. Y el deprecio se extiende hasta la ropa de la di­funta: «Déjala ahí con sus pilchas».
Y, naturalmente, llega el abrazo final, la reconciliación, el entendimiento de la extraña pareja. Cualquier persona o cosa que se interponga entre ellos es «la intrusa», es un espejismo, algo que -por voluntad- no existe y no puede existir.
Las «intrusas» se sucedieron en la vida de Jorge Luis Borges. En algunos casos, como el mío, él sufrió, porque la situación bordeó la realidad. En otros, él mantuvo sumisamente las cosas en el plano que Leonor Acevedo to­leraba.






* Los unitarios eran los liberales que en el siglo XIX combatieron al tirano Rosas. «Salvaje unitario» era el grito de los esbirros de Rosas cuando se lanzaban a degollar a los unitarios.

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