Fue en el cincuenta y tantos cuando
Borges me habló por primera vez del tema de este cuento. Dos hermanos, dos
orilleros del pueblo de Turdera, matones o cuchilleros, están unidos por una
especie de fraternidad viril. Un día uno de ellos recoge a una mujer; ve que el
hermano se interesa y le dice que «la use». Los dos la comparten por un tiempo.
Pero están enamorados y esto los avergüenza. El problema se resuelve vendiendo
la mujer a un prostíbulo. Pero cuando uno de los hermanos descubre que el otro
sigue visitándola, comprende que hay que terminar con ese factor de
perturbación. Y la mata para salvar la buena relación entre ellos.
Este cuento es uno de los más tramposos
de Borges. La trampa final no aparece sugerida como en El Zahír o El
Aleph. En La intrusa no hay objetos mágicos. Por su ambiente,
representa una vuelta a temas como el de Hombre de la esquina rosada, esos
bajos fondos que tanto lo atraían y que marcaron sus comienzos de narrador. Los
malevos eran la única clase baja que él admitía.
Me expuso el argumento de este cuento y
yo, no sé por qué, me escandalicé. Supongo que me chocó el hecho de que la
mujer apareciera como un objeto inerte, que no se le permitiera ni siquiera el
albedrío de elegir a uno de los hombres. Todo el sentimiento, toda la atención
está entre los dos hermanos.
Le dije que el cuento me parecía
básicamente homosexual. Creí que esto -él se alarmaba bastante de cualquier
alusión en este sentido- iba a impresionarlo. No fue así. El epíteto -un
neologismo cientificista execrado por él- lo dejó impertérrito. Ni siquiera
defendió la situación. Para él no había ninguna situación homosexual en el
cuento. Continuó hablándome de la relación entre los dos hermanos, de la
bravura de este tipo de hombres, etcétera.
De todos modos no escribió el cuento
inmediatamente y la idea siguió dándole vueltas en la cabeza. No la abandonó
pese a los adjetivos condenatorios que yo usé: era mezquino, cobarde, no
merecía ser contado. (Él tomaba bastante en cuenta mis opiniones y hasta me lo
escribió.) Yo casi siempre elogiaba sin retaceos su literatura y me sentí
chasqueada por esta terquedad.
Borges veía el cuento de una manera muy
distinta a como yo lo veía.
Tiempo después, cuando el cuento se
publicó, supe cuál había sido el motivo que me había puesto tan en contra.
Aparentemente, La intrusa es un cuento realista que transcurre entre
orilleros. Pero Borges dio la clave cuando explicó sus dificultades en dar
forma final al relato. Probablemente lo había dictado a su madre y le había
expuesto sus vacilaciones para hallar un desenlace. Doña Leonor se lo dio.
«Termínalo de la manera más simple. Hay que poner: "¡A trabajar, hermano!
Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté..., que se quede ahí con sus
pilchas. Ya no hará más perjuicios".»
Ésta fue la contribución de doña Leonor
al cuento. Y el autor termina diciendo: «Se abrazaron casi llorando. Ahora los
ataba otro vínculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de
olvidarla.»
Los amigos que conocieron íntimamente a
Borges solían comentar la relación que él tenía con su madre, una relación
agobiante que los analistas calificarían de «castratoria». Lo que nos revela La
intrusa es la índole de esa relación, que tiene todo el carácter de
una relación «viril». Por eso él no sintió en ningún momento que pudiera
haber homosexualidad en ese cuento. Los dos rufianes del relato expresan la
forma en que el subconsciente de Borges sentía la relación con su madre. No era
una relación tierna. Era una relación parecida a un pacto de sangre entre
hombres, basado en códigos secretos y ni siquiera bien entendidos por las
partes. No era una relación razonable: era un mandato.
Es seguro que Leonor Acevedo prefería
esta clase de cuentos a los otros, los fantásticos. Y, a partir del momento en
que Georgie tuvo que depender de ella para que le leyera y él empezó a triunfar
literariamente, tras una serie de sucesivos fracasos sentimentales, el pacto
de sangre se robusteció. Leonor Acevedo, que siempre se había mantenido en un
discreto segundo plano, pasó al primero, eliminadas ya todas las «intrusas».
Cuando él se inclinaba hacia su madre
aparecían los gauchos, los cuchillos y las lanzas; en lo fantástico, en cambio,
estaba su liberación. Pero ante la moneda o la palabra mágica él no se atreve
ni a pronunciar la palabra ni a guardar la moneda. E incluso niega haber visto
el aleph.
La coquetería de Leonor Acevedo ante su
hijo se basaba en la reciedumbre. Así, en una ocasión en que, ya muy vieja,
iba a ser operada, dijo a Georgie en el momento en que la llevaban al
quirófano, con voz animosa: «¡Salvaje unitaria!».*
Esta intrepidez conmovía a su hijo, que me contó la anécdota. Incluso al borde
de la muerte, esta octogenaria quiso dejar a Georgie una última imagen de
coraje.
La «salvaje unitaria» sobrevivió
bastantes años a esa operación. Esta mujer de apariencia frágil para los que no
sabían ver la fuerza de voluntad y la firme atención que brillaban en sus
ojitos negros y chispeantes, logró crear en su casa una extraña atmósfera: el
culto a los cuchilleros y a los compadres. Esos cuchilleros eran para Leonor
Acevedo la imagen de lo viril. Nada podía interponerse en la relación de los
dos hermanos de La intrusa. Sobrecoge la brutalidad de las palabras
finales de uno de ellos, porque «la intrusa» no ha sido eliminada por estorbar,
sino por odio. «¡A trabajar, hermano! Después nos ayudarán los caranchos.» El
hermano mayor le recuerda al menor que sólo el trabajo existe; la mujer, esa
«cosa», sólo sirve para alimentar a los horribles buitres de la pampa. Y el
deprecio se extiende hasta la ropa de la difunta: «Déjala ahí con sus
pilchas».
Y, naturalmente, llega el abrazo final,
la reconciliación, el entendimiento de la extraña pareja. Cualquier persona o
cosa que se interponga entre ellos es «la intrusa», es un espejismo, algo que
-por voluntad- no existe y no puede existir.
Las «intrusas» se sucedieron en la vida
de Jorge Luis Borges. En algunos casos, como el mío, él sufrió, porque la
situación bordeó la realidad. En otros, él mantuvo sumisamente las cosas en el
plano que Leonor Acevedo toleraba.
* Los
unitarios eran los liberales que en el siglo XIX combatieron al tirano Rosas.
«Salvaje unitario» era el grito de los esbirros de Rosas cuando se lanzaban a
degollar a los unitarios.
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