viernes, 24 de abril de 2020

El Aleph. BORGES A CONTRALUZ. ESTELA CANTO.




Una de las peculiaridades del estilo de Borges es la enumeración. Se diría que el autor quiere encerrar el tiempo y el espacio en un círculo, no dejar nada afuera. Funes enumera; la dedicatoria a Leonor Acevedo en las Obras Completas enumera; el poema Mateo XXV enume­ra; El Aleph, que marca un cambio de ruta en su vida y su literatura, culmina en una caudalosa enumeración. Y to­das sus enumeraciones -incluyendo la última a María Kodama- aluden al deleite, a la felicidad, al éxtasis.
El aleph, como el zahír, es un objeto mágico. Es un puntito luminoso en un sótano. Pero es un objeto con el cual Borges tiene relaciones (no las tiene con el zahír). Y, del mismo modo que en El Zahír, hay aquí dos planos. En uno el encuentro con el objeto mágico, que lleva a una trascendencia; en el otro la burla, suave en El Zahír, san­grienta en El Aleph, de un personaje que representa, de algún modo, la vida cotidiana de Borges. Y los dos cuen­tos empiezan hablando de una mujer que ya está muerta. En El Zahír el narrador recibe la moneda al salir del velatorio de Teodelina Villar. Y encuentra el aleph años después de haber muerto Beatriz Viterbo. En los dos ca­sos la mujer ha muerto y la realización del amor físico es imposible. Teodelina Villar muere en el Barrio Sur por­que su familia «ha venido a menos»; Beatriz Viterbo, en cambio, siempre ha vivido en el Barrio Sur. El mundo en que se han movido las dos mujeres es muy distinto: Teo­delina es una mujer del Barrio Norte, con las ínfimas preocupaciones de una señora tonta que vive ahí. Beatriz es una muchacha burguesa de barrio: sin duda, de haber sobrevivido, habría terminado tomando el té en la Confi­tería del Molino, gorda y conforme con la vida.
En El Aleph, Borges se burla del medio social de Bea­triz, pero lo hace a través del primo de ella y rival de él, Carlos Argentino Daneri.
Con el paso del tiempo, que va modificando el lengua­je de acuerdo a las mutuas influencias entre las diversas capas sociales, no todos se darán cuenta ahora de lo que significaba en la Argentina recalcar la letra «ese» al final de una palabra. Los padres italianos prescindían de las «eses» finales, pero los hijos tendían a exagerarlas. Hay otros detalles de Carlos Argentino que lo sitúan, empe­zando por su nombre, ese «Argentino» añadido como una escarapela para disimular una incertidumbre. Car­los Argentino invita a Borges a «tomar la leche» en una confitería que sabemos es de «medio pelo», ineludible­mente, por haber sido elegida por el poeta, que la descri­be «tan elegante como una confitería de Flores» (una exageración de Borges que recuerda algunos sarcasmos mal calculados de Bustos Domecq). Flores era un barrio de resonancias cursis en los años cuarenta: «Tomar la le­che» era merendar, pero como en la Argentina la palabra «merendar» no se usaba ni se usa, lo correcto socialmente era «tomar el té», aunque se tomara leche, café, toddy o chocolate. «Tomar la leche» situaba socialmente; me­jor dicho, desbarrancaba. En esto incurre Carlos Argen­tino Daneri.
Los poemas de Carlos Argentino Daneri hacen rimar «nordnoroeste» con «blanquiceleste»; hoy, Carlos Argen­tino usaría expresiones como «problemática borgiana», palabras como «filme» o «impactar». Estas tristes pala­brejas, que habrían de horrorizar a Borges cuarenta años más tarde, todavía no infectaban los diarios. En tiempos de Carlos Argentino se decía sencillamente los «temas», el «film», la «película» o la «vista», «impresionar». (Sos­pecho que buena parte de las burlas que hace Borges de la poesía y los modos de hablar de Carlos Argentino Da­neri se pierden para el lector de hoy.)
En Carlos Argentino Daneri el autor se burla de los que tienen ante la literatura la misma actitud pomposa y po­co perceptiva que iban a tener los entusiastas «borgísticos» cuarenta años más tarde, procurando cubrir con dis­quisiciones rebuscadas y confusas el hecho de estar encandilados por prestigios que no entienden.
Pese a sus dislates, o gracias a ellos, Carlos Argentino termina ganando, al final del cuento, el segundo Premio Nacional de Literatura, «anuncio de un primero». Ya entonces Borges husmeaba los abismos en que habría de caer la literatura, aunque Carlos Argentino sería hoy un hombre mucho más culto que sus colegas, ya que sabe algo de francés y «tal vez ha leído La Ilíada».
El Aleph me está dedicado. Borges me dice en una de sus cartas que habrá de ser «el primero de una larga se­rie»; el destino no quiso que esto se realizara. De esa se­rie, que no fue «larga», sólo se escribió El Zahír y La es­critura del dios. Pero El Zahír iba a ser dedicado a Wally Zenner y La escritura del dios a Ema Risso Platero, sus amigas en momentos de angustia.
Él vino a casa con el manuscrito garabateado, lleno de borrones y tachaduras, y me lo fue dictando a la máqui­na. El original quedó en casa y las hojas dactilografiadas fueron llevadas a la revista Sur, donde se publicó el cuen­to. En 1949 se editó, junto con otros relatos, en un volu­men que lleva ese título.
Borges me hablaba de los progresos que iba haciendo con El Aleph y, mientras me dictaba, se reía a carcajadas de los versos que endilgaba a Carlos Argentino.
La mordacidad de Borges, me temo, ha perdido sus dientes, como está perdida, para los lectores modernos, la mordacidad de madame de Sévigné, apenas percepti­ble ya sin ayuda erudita, o tantas intenciones del Quijote que ya no son registradas. La vertiginosa aceleración his­tórica del siglo XX hizo que esto sucediera en vida de Borges. Que yo sepa, nadie se ha atrevido a preguntarle al autor qué representa Carlos Argentino Daneri. Pocos han notado que éste es un personaje ridículo. En todo ca­so ha sido muy poco analizada la deliberada ridiculez de sus versos. Carlos Argentino Daneri representa la vengan­za secreta que el autor se toma contra algunos «modernistas». Y lo que ocurre con Carlos Argentino es otro ejemplo del pasmo admirativo y obnubilatorio que él sus­citaba en todos. Nadie se atrevía a reírse, ni siquiera cuando él trataba de hacer reír.
Esto me recuerda el efecto que suscitaba en el público una película humorística de Buñuel, Ese oscuro objeto del deseo, con situaciones desopilantes que -nuevas para el público- lo dejaban como de piedra, preguntándose si de­bía reírse o no. La risa sólo estallaba, como un alivio, no como un placer, ante un gag tan gastado como el balde de agua fría que tiran a la cabeza de la heroína, o cuando el protagonista va a la cama con la misma actriz y se en­cuentra con que tiene puesta una faja en forma de arma­dura inexpugnable.
La gente ríe cuando sabe de antemano que tiene que reírse. Y Borges no da la orden para reírse de Carlos Ar­gentino.
Recordamos el argumento de El Aleph. Está escrito en primera persona, como El Zahír, lo cual le da un ca­rácter más personal que el de otros relatos. Se inicia con el autor, que pasea por Constitución y ve los avisos re­novados en las carteleras de la estación. Esa mañana ha muerto Beatriz Viterbo, la mujer amada, y el hecho de que los avisos hayan cambiado en las carteleras es el pri­mer indicio del alejamiento que ha de crear el tiempo entre él y Beatriz. También ella ha sido amada por el grotesco poeta Carlos Argentino Daneri, su primo, quien va contando a Borges, a través de los años que siguen a la muerte de Beatriz (porque Borges sigue fiel al recuer­do de ella y conmemora los aniversarios de su muerte), que está escribiendo un poema que abarcará todas las cosas.
Un día Daneri le dice que van a echar abajo la casa del barrio de Constitución donde Beatriz había vivido y que, al hacerlo, destruirán un objeto que hay en el só­tano -el aleph- en el cual se pueden ver todos los obje­tos del mundo. En una inusitada prueba de confianza, tal vez desesperado por la posible desaparición del aleph, Carlos Argentino le dice que se lo va a mostrar. Para ver el aleph, Borges tiene que acostarse en la os­curidad del sótano y quedar allí inmóvil. Así lo hace. En un momento siente terror, se le ocurre que Daneri le ha tendido una celada, pero luego divisa un punto luminoso, el aleph, y en él ve nítidamente todos los ob­jetos del mundo. Al salir del sótano dice a Daneri que no ha visto nada.
Ésta era la primera versión de El Aleph. La otra ver­sión, la definitiva, que está en las Obras Completas de 1972, es más mansa e indirecta. Borges no niega haber visto el aleph; su respuesta es ambigua. Le quita impor­tancia. Carlos Argentino puede suponer que lo ha visto o no. En todo caso, le hace sentir que no tiene el alcance que él le ha dado. Disminuir al aleph, o negarlo, es la ven­ganza de Borges. En todo caso, hay aquí algo que se quie­re ocultar.
El Aleph, como he dicho, es el relato de una experien­cia mística. Carlos Argentino es la primera cubierta, de carácter jocoso, con que Borges quiere distraernos de lo que está más allá de él, lo que lo hace actuar como un cuerpo conductor. En un epílogo para El Aleph, incluido en las Obras Completas, el autor recuerda que el aleph es la primera letra del alfabeto hebreo.
En La muerte y la brújula se van articulando las letras del nombre sagrado, el nombre que no debe pronunciar­se. Pero en El Aleph Borges se queda en la primera letra. No necesita avanzar: esa primera letra lo es todo. Basta aludir a Dios para que Dios esté en nosotros. Nombrarlo más nos llevará a la muerte. Nombrarlo apenas es el co­mienzo del éxtasis.
Los místicos dan cuenta de experiencias en que se tras­ciende, por un momento, la carne. En El Aleph, en ese só­tano de una casa de la calle Brasil, el autor trasciende la carne. Y esto significa no ser ya presa de los sentidos, sig­nifica ver todas las cosas como debe verlas Dios. Y el éx­tasis ha de parecerse al estallido del orgasmo, intenso y compartido, ese instante en que dos seres dejan de ser dos para ser uno. Las ataduras caen. Pero Borges ve aquí más que el placer de la liberación instantánea: ve los mundos a los cuales puede llevarle esa liberación, la unión con el cosmos, el encuentro. Quizás él no sabía hasta qué punto sus percepciones eran místicas o, en to­do caso, no quería saberlo... o no quería que se supiera. Ese reino era de él y sólo de él. Quizá podía compartirlo en el amor, pero él temía al amor. El amor significa fran­quear las barreras.
Él presentía que iba a estar solo en esa experiencia. Beatriz lo ha traicionado antes de la experiencia compar­tida. Quizá Beatriz no ha sido más que el pretexto para llegar a esa experiencia.
La diferencia está en que Borges era un místico sin quererlo. Los místicos buscan el éxtasis y a veces lo alcan­zan tras sacrificios, ascesis, renuncias. Borges no renun­ciaba a nada: el elemento místico estaba en él, funcio­naba sin que él lo quisiera, tal vez sin que lo sospechara. Los estados de esta clase, a los que se puede llegar me­diante una droga -el caso de Aldous Huxley-, se produ­cían naturalmente en él. (No en balde hablaba con tan­ta indiferencia de la cocaína.) Lo otro, su parte humana, era bastante deleznable, como en todos. Pues El Aleph es también el relato de una venganza, mezquina y pue­ril, como suelen ser las venganzas. Borges se venga de Carlos Argentino Daneri haciéndole componer unos ver­sos ridículos, viendo el aleph y diciéndole que no lo ha visto.
Todo el funcionamiento superficial de Borges está en esa mentira. Él no va a confiar su secreto a nadie; él sa­be que, si bien Carlos Argentino ha visto el aleph, ese aleph tiene que ser limitado, ya que Carlos Argentino lo es. Y también está la venganza por la traición de Beatriz, muerta al iniciarse el cuento.
Por último, tenemos el miedo al nombre de Dios. Esta prohibición judía estaba arraigada en Borges. El objeto mágico que dejaba ver el universo podía haberse llama­do de cualquier modo, pero Borges se decidió por la pri­mera letra de lo Innombrable. Y el cuento entra así en una categoría trascendente, un terreno en el cual pocos osan avanzar.
Me atrevo a suponer que si El Aleph se hubiera llama­do de cualquier otra manera, por ejemplo, «Ikor», la san­gre en los poemas homéricos, o el «Graal», esa leyenda cristiana, su impacto hubiera sido menor. Justamente es la prohibición judía de pronunciar el nombre de Dios o de usar el sexo para el placer y no para la reproducción lo que da fuerza secreta a este encuentro con Dios que es el aleph.


El Zahír. BORGES A CONTRALUZ. Estela Canto.




Lo he elegido como clave porque fue escrito en el tiem­po en que más veía a Borges, es decir, en el momento de su gran enamoramiento, antes de la frustración en que lo sumió mi «desaparición» durante tres años.
El Zahír es, literariamente, uno de los cuentos menos logrados de Borges. Hay aquí una mezcla de imágenes que recuerda las superposiciones y disparidad de elementos de los sueños. Como sabemos, un sueño exige ser con­tado de manera lineal, cronológica, siguiendo un hilo. La trama existe -es decir, la idea general-, pero hay en el sue­ño profusión de elementos que son suprimidos en aras de la claridad. Y, de alguna manera, pese a la voluntad del autor de claridad y elucidación, El Zahír queda en el terreno de los sueños y de las conjeturas. Es como si dos corrientes convergieran aquí y no pudieran fundirse.
El Zahír fue escrito en momentos muy dramáticos pa­ra Borges. Viene después de El Aleph y, de alguna mane­ra, se percibe el conflicto que el autor está viviendo. Yo todavía no lo había «dejado», pero él presentía que esto iba a ocurrir.
El Zahír es uno de los cuentos en que aparecen reali­dades cotidianas, simples hechos que adquieren sentidos fantásticos. No es lo que sucede, por ejemplo, en Las ruinas circulares o en El jardín de los senderos que se bifur­can, cuentos francamente instalados en mundos imagi­narios. Hombre de la esquina rosada o Emma Zunz no salen jamás del terreno real.
En El Zahír, como en El Aleph, la fantasía se casa con la realidad. La realidad asume un carácter de fantasía. La realidad es fantástica y, para llegar a percibir este elemen­to en lo cotidiano, fue necesario que se produjera un gran desplazamiento en el ser íntimo de Borges.
El zahír se parece también al aleph por ser un objeto mágico. Pero los objetos mágicos en este gran admirador de las Mil y una noches nunca son producidos por un ma­go, sino que aparecen en un almacén cuando le dan un vuelto, o están en el fondo de un sótano y su existencia es anunciada por el más insignificante de los poetastros, que además es su rival.
Yo vivía entonces en la esquina de Chile y Tacuarí, y es en un bar de Chile y Tacuarí donde le dan la fantástica moneda.
En ese «boliche» solía hacer tiempo por las mañanas con su sempiterno vaso de leche o un ocasional vasito de caña de durazno si se sentía especialmente tímido. (Creo que la timidez de Borges aumentaba a medida que, de al­gún modo, aumentaban sus resistencias.)
No se atrevía muchas veces a cruzar la calle, subir al ascensor y llamar a la puerta de mi casa. La chica que nos servía -más que una criada, una persona de la familia- solía verlo allí cuando iba al mercado. Esta muchacha, madre de Toño, destructor y beneficiario del aleph, venía y me decía: «Ahí está su enamorado desde hace media ho­ra. ¿Quiere que le diga que suba?».
Lo cierto es que él, muchas veces, necesitaba este preámbulo antes de presentarse. Y no lo hacía entonces hasta las diez y media de la mañana, aunque me había te­lefoneado a las nueve y media y el viaje en subterráneo no llevaba más de diez minutos. Era una de sus delicade­zas excesivas, esa delicadeza que envolvía muchos de sus actos, como si quisiera que le fueran perdonados, cuan­do no había nada que perdonar.
En todo caso fue en ese café donde le dieron de vuelto una moneda brillante de veinte centavos, recién acuña­da, que él convirtió en el zahír. Me la mostró en la palma de la mano, admirado de su flamante fulgor.
Es posible que Umberto Eco se haya inspirado para el tí­tulo de su novela El nombre de la rosa en las referencias de Borges, que dice: «...quien ha visto el zahír pronto verá la rosa; el zahír es la sombra de la rosa y la rasgadura del Ve­lo». Un poco antes de esta alusión tan clara al sexo femeni­no -la rosa- dice: «Zahír en árabe quiere decir notorio, vi­sible; en tal sentido es uno de los Noventa y Nueve nombres de Dios». Y termina afirmando: «Tal vez yo acabe por gas­tar el zahír a fuerza de pensarlo y de repensarlo».
Quizás a Eco le haya llamado la atención el hecho de que Borges sintiera espanto ante el zahír, quisiera librar­se de él. Quizá detrás de la moneda esté Dios, pero Borges tiene miedo a Dios: su actitud es la de los pueblos se­mitas, movidos por el temor a la divinidad.
En Historia universal de la infamia hay un relato que se llama El Tintorero Enmascarado Hakim de Merv. Borges divide la historia en relatos pequeños. Uno de estos relatos, «El Toro», es espectacular y breve. Dice el autor: «...del fondo del desierto vertiginoso... vieron adelantar­se tres figuras que les parecieron altísimas. Las tres eran humanas y la del medio tenía cabeza de toro. Cuando se aproximaron vieron que éste usaba una máscara y que los otros dos eran ciegos... Alguien indagó la razón de es­ta maravilla. "Están ciegos", el hombre de la máscara de­claró, "porque han visto mi cara".»
Este prodigio, la idea de ser cegado por un resplandor divino, queda luego penosamente anulado, casi equipa­rado a muchas sorpresas fáciles, cuando nos enteramos que lo que el hombre oculta tras la máscara de toro es su cara deformada por la lepra.
Pero en el «toro» está el comienzo de ese aterrador ful­gor que va a perseguir a Borges en El Zahír. Y también, de alguna manera, si zahír es palabra persa, como sugiere Borges en algún punto, esto nos lleva a la dualidad del bien y del mal.
En El Zahír el autor empieza por contar burlonamente la vida y muerte de una dama de sociedad, Teodelina Villar. Como en los sueños que empiezan de manera banal y terminan en el terror, el hilo del relato se pierde, se entrevera. En un momento ya no está en el velatorio de Teodelina Villar -que ha cometido el solecismo de volver­se pobre e ir a morir en el Barrio Sur-, sino en la esquina de Chile y Tacuarí, donde le dan el zahír. Teodelina Vi­llar y sus esnobismos trasnochados son eclipsados por el zahír. Pero él tampoco quiere quedarse con el zahír. Ha­ce lo posible por librarse de él. Todo es inútil. El zahír es una obsesión y él seguirá pensándolo eternamente. El mundo cerrado de Teodelina Villar desaparece, se queda en el camino. Permanece el mundo de la moneda mági­ca, del cual no puede, aunque quiera, escapar.
En la novela de Umberto Eco, Jorge de Burgos, el mon­je ciego, con las iniciales y hasta las consonantes del nom­bre de Borges, no vacila en cometer varios crímenes pa­ra ocultar la sabiduría que está guardada en las páginas de uno o dos libros en griego.
Pero Borges no quiere ocultar este resplandor -el za­hír- para que los otros no tengan la libertad. Su acto, con­trariamente al de Jorge de Burgos, dirigido contra la hu­manidad, para que siga sumida en las tinieblas, es un acto personal y único. Borges se quiere liberar del zahír porque su resplandor es excesivo para él, no por querer esconderlo a los otros hombres. Y no creo aventurado afirmar que Borges jamás pensó en la humanidad como humanidad, jamás se condolió o se interesó en ella. Él constataba su humanidad -un hombre está hecho por to­dos los hombres, es todos los hombres-, pero no pensa­ba más. Y descendiendo un poco podemos decir que se le puede tratar de egoísta, nunca de reaccionario en el sentido en que lo es Jorge de Burgos. Jorge de Burgos es reaccionario por vejez; Borges lo era por infantilismo; Jorge de Burgos no quería que los demás crecieran; Bor­ges temía y anhelaba el propio crecimiento. Borges, sin duda alguna, hubiera estado con Guillermo de Baskerville, no sólo por ser inglés, sino porque gravitaba hacia la sweetness and light (la dulzura y la luz) de Matthew Arnold.
Si he aludido al maniqueísmo es porque en El Zahír es­tán presentes las dos tendencias que lucharon en su vida hasta el fin: por un lado, Teodelina Villar, ese mundo al que está atado, del que se burla, pero que se le impone; por el otro, el de la libertad -no una mera «libertad» po­lítica que tampoco tuvo, ya que no eligió por su cuenta, sino la otra, la libertad resplandeciente, la del ser que se asume-. Pero él no se atrevía a mirar el zahír.
A Georgie no le interesaba el problema del Bien y del Mal, la lucha entre estas fuerzas. Él se proclamaba «ag­nóstico», es decir, «el que no sabe». Estaba atento y no tomaba partido. Veía el Mal, lo usaba en un cuento, sin reprobarlo o atribuirle un origen diabólico. La dualidad maniquea no existía de hecho para él. Sin embargo, El Zahír parece una premonición.
Otto Rank era un alemán que murió a los treinta y cin­co años escalando montañas en los Alpes. Era nazi y una personalidad curiosa. Había estado en los Pirineos, bus­cando el secreto de los cátaros, el tesoro de esos descen­dientes de los maniqueos que el papado y los reyes de Francia exterminaron cruelmente y en quienes Borges poco o nada pensaba. Se suponía, según algunas leyen­das en las que Rank creía, que el tesoro se había salvado de la catástrofe y estaba guardado en unas cuevas de los Pirineos. Rank nunca lo encontró. También suponía que ese tesoro era el santo Graal, y que el Graal era un copón que contenía una piedra brillante, o era esa misma pie­dra. Esa piedra brillante era el deseo del Paraíso, es de­cir, una especie de zahír. El zahír sería la moneda con la cual se paga el ingreso
Esa piedra brillante también existe en el budismo, esa religión sin Dios que a Borges le interesaba vagamente, la joya que también resplandece. Es decir, que la idea del zahír, que ha llegado a ser islámica, y tiene nombre ára­be, aparece en la tradición celta e indostánica, no en la tradición hebrea. El símbolo de Dios es un resplandor.
En el mundo intermedio de sueños y realidades que era su creación artística, esa moneda mágica debía ser la entrada a la vida, la liberación de culpas y tabúes.
Teodelina Villar, esa caricatura apenas caricaturesca de señora argentina, hecha en dos o tres magníficos tra­zos, no carentes de malignidad, se había quedado atrás, estaba muerta. En Chile y Tacuarí, una poco atrayente es­quina del Barrio Sur de Buenos Aires, le habían dado la moneda. La moneda en la cual, por el momento, estaba la esperanza.
Años después, cuando Borges era director de la Biblio­teca Nacional fue a verlo un cantor desconocido que ha­bía puesto música a algunas de sus milongas y cantaba marcialmente, acompañándose con una guitarra, algu­nos de sus poemas. A Borges le gustó cómo cantaba: de algún modo había atrapado el ritmo bravío que Borges quería dar a sus milongas. Dos o tres veces recibió al can­tor en la Biblioteca Nacional y éste fue con él hasta la en­trada del subterráneo de Independencia, que tomaba re­gularmente para volver a su casa. La Biblioteca Nacional, en la calle México, estaba cerca de la esquina de Chile y Tacuarí. Pero el cantor notó que Borges eludía esa esqui­na, bajaba una cuadra más y tomaba directamente por Independencia. Cuando el cantor quiso conocer el moti­vo, Borges le contestó: «Es un lugar que me angustia, me trae recuerdos dolorosos».
Por esta fecha escribió:

La dicha que me diste
y me quitaste debe ser borrada;
lo que era todo tiene que ser nada.
Sólo me queda el goce de estar triste,
esa vana costumbre que me inclina
al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina.

En Borges había algo mediúmnico. La afirmación no es aventurada. Este hombre de cerebro alerta era capaz de esa pasividad que permite «recibir» ideas, captar lo que anda flotando en el ambiente. Él mismo lo dice en una entrevista que ya he citado al comentar su poema a Israel: «...en la Biblioteca Nacional estaba caminando cuando de pronto sentí que algo estaba por ocurrir. Y lo que estaba por ocurrir fue un poema que se publicó en la revista Davar. Se lo llevé a Koremblitz. Éste me pregun­tó: "¿Es bueno?" "Ha de ser bueno -dije- porque no lo he escrito yo. Me lo ha dictado el Espíritu. Creo que Rubaha es la palabra hebrea"».
Borges «recibía» y así llegó a su mente El Zahír, simi­lar aparentemente a El Aleph, aunque rechazado a me­dias. El zahír queda convertido en una obsesión de la cual nunca se librará, y será uno de los polos de su «ambiva­lencia», ese neologismo de los abominables psicoanalis­tas, execrado, vilipendiado, ridiculizado, pero que tan bien describía muchas de sus actitudes.
Lo atraían las herejías en el cristianismo, no el cristia­nismo en sí. Es verdad que el protestantismo gozaba de sus simpatías y que tan sólo la riqueza esotérica y ocul­tista de Dante lograba hacer que le perdonara su ortodo­xia doctrinaria. Nunca comentó las guerras religiosas y, en caso de hacerlo, sólo hubiera atendido a algún detalle macabro: «Los herejes eran quemados para evitar el de­rramamiento de sangre», o bien: «Las mujeres herejes eran enterradas vivas en vez de ser ahorcadas, como sus hombres, para evitar los movimientos lúbricos que sus­citaban en el público los cuerpos despatarrados que se contorsionaban colgados de la soga».
La tortura y la Inquisición lo horrorizaban, pero las aceptaba dentro del orden de cosas del mundo. Él no creía que la acción humana pudiera influir para cambiar ese orden. O, en todo caso, no le interesaba perder fuer­za en intentar el cambio.
Este hombre que no se interesaba en la política tenía, sin embargo, lo que llaman ahora carisma, una manera de dar al público y recibir de él, que recuerda la relación de ciertos caudillos con sus seguidores. Borges «hechiza­ba» a la gente que lo veía, obnubilándola a veces.
Un periodista de la célebre, esnob y universal revista Ho­la, estuvo a verlo en Buenos Aires. Fue una visita de rigor al hombre que, sin ningún cargo oficial, era el más eminen­te de los argentinos. No se trataba de hacerle una entrevista: Hola nunca pensó que Borges pudiera dar material a la revista, y en esto erraba: Borges hubiera dicho cosas sabro­sas que nada tenían que ver con honduras filosóficas. De todos modos, el periodista fue a verlo y comentó en unas líneas su visita, refiriéndose a «los peldaños, las galerías y las terrazas» que daban sobre la plaza San Martín.
Sin duda impresionado por el carisma y la gloria de Borges, el español confundió la entrada de un apartamen­to pequeño, nada lujoso, a pocos metros de la plaza, con el antiguo palacio Anchorena, convertido en Ministerio de Relaciones Exteriores en ese entonces. El periodista ha­bía estado en el ministerio y en su mente se confundieron las dos entradas. En su recuerdo, la importancia de Bor­ges era sólo conmensurable con un palacio de escalinatas y jardines en planos descendentes.
Conté la historia a dos amigas uruguayas que no cono­cían a Borges ni como escritor ni como persona, pero que estaban muy impresionadas por su fama. «¿Cómo es la casa de Borges?», preguntó una, llena de expectativa. «Un apartamento como tantos», contesté. La cara de mi ami­ga se ensombreció. Había esperado que yo dijera: «Un gran piso moderno, lleno de ventanales, muy superior a cualquier dependencia del viejo palacio San Martín.»
Estas anécdotas pueriles revelan la resistencia que te­nía la gente a ver a Borges en dimensiones normales. Él había convertido la moneda que le dieron como vuelto en un café de barrio en un objeto mágico. Para la gente él era un mago. Creaba mentalmente una atmósfera y la gente lo recreaba a él como quería verlo. Para el público, era «el mago del zahír».


Este apolítico hablaba de política. En su primera ju­ventud había sido «algo anarquista» y luego radical. Ya viejo, se afilió al partido conservador, el único «que no puede suscitar fanatismos» (un gesto digno de Voltaire). Imposible llevar más allá el escepticismo político. Y una prueba más de que él, en el fondo, no tomaba en serio sus propias opiniones políticas.
Rechazaba los hechos: sólo se interesaba en los símbolos.
Dos autores constantes en su pensamiento eran Swe­denborg y Dante. En Swedenborg le atraía la idea de que este mundo es un reflejo del otro: el infierno y el cielo es­tán entre nosotros, estamos rodeados de ángeles y arcán­geles. Swedenborg creía haber oído voces; quizá Borges también. Aunque nunca lo dijo, salvo en la breve alusión al poema Israel.
Al volver a principios de la década de los sesenta de Es­tados Unidos había podido medir la extensión de su ce­lebridad. Ya sabía que su destino no iba a ser el de un es­critor poco leído, empleado en una biblioteca de los suburbios y admirado por un grupo selecto de gente. Lo había sorprendido la impresión que había hecho a los estudiantes, de quienes hablaba con cierto desdén. «Ni si­quiera saben quién es Bernard Shaw», me dijo. Pero el cálido ambiente que lo había rodeado, el fervor que pro­vocaba en la gente, lo había puesto eufórico. Con todo, no dejó de hacer algunos chistes: «La literatura está por los suelos, Estela..., la prueba es que..., bueno, ¡me to­man en cuenta!».
Llevada quizá por un entusiasmo, le dije que había es­tado con unos amigos peronistas que lo admiraban, y añadí: «Eres el único que podría lograr la unidad nacional. ¿Por qué no creas un partido político?».
Era una broma, casi una broma, pero le gustó.
«¿Cómo se hace?», preguntó. Le dije: «Habría que ci­tar a varios notables de todos los partidos y que represen­ten diversos grupos, hablar con ellos, averiguar los pun­tos de convergencia, establecer un estatuto... Claro, habría que reunir fondos, pero creo que eso no te sería difícil: otros se encargarían de hacerlo».
«¡Caramba, caramba!», dijo él, la palabra que usaba cuando algo le interesaba o lo asombraba, y añadió: «Se podría hacer mucho por la patria.»
Esta última idea siempre estaba en su mente y la posi­bilidad de influir le atraía.
Lo vi unos días después. La euforia había pasado; es­taba algo deprimido. Volví a hablarle de la cosa, siempre en un tono mitad en broma, mitad en serio. Me dijo que ya estaba demasiado viejo, que cambiar algo en la Argen­tina era imposible. Poco después de esto se afilió al par­tido conservador. Sospecho que la influencia de doña Leonor estaba detrás de esa afiliación y de la idea de im­potencia.
A pesar de las burlas que esta idea sin duda suscitará, creo que un partido político encabezado por él habría an­dado con sus propios pies y habría influido a otros parti­dos. ¿Ideas? Hubiera contado con apoyo y votos... Entre nosotros las ideas son siempre el relleno de una acción política más o menos variable.
Todos sus sueños lo llevaban a admirar a los hombres valientes, hicieran lo que hicieren y en cualquier circuns­tancia. Hubiera sido lógico que admirara al Che Gueva­ra, el hombre que en nuestro siglo ha dado la versión más pura del héroe, aunque no compartiera sus opiniones. Só­lo una vez lo nombró, en una entrevista. Dijo: «Es un personaje que me desagrada profundamente»; no explicó por qué le desagradaba y probablemente no hurgó en sí mis­mo para conocer la causa de ese desagrado.
El valor, cuando podía beneficiar a la izquierda, era re­chazado en bloque, como los ateos que se niegan a entrar a un templo temiendo que algo pueda sacarlos de su cómodo mundo sin más allá.
Tampoco se sentía atraído por la ciencia-ficción y nun­ca lo oí hablar de platos voladores o seres extraterrestres. Aunque una vez me comentó El hombre invisible, de Wells. Lo que le llamaba la atención era la inutilidad de ser invisible, la desdicha de haber logrado la invisibilidad, esa cualidad que debería darnos casi la omnipotencia. No era así. Él pensaba en las penurias del pobre hombre in­visible, que debía andar vestido, con la cara tapada, las manos cubiertas, para poder «ser alguien»; le parecía horrible asimismo el hecho de que, después de comer, tu­viera que esconderse para que la gente no viera la comi­da que había quedado en el estómago hasta que él la asimilara. No sentía menos horror por el frío que debía padecer este hombre cuando quería ser invisible. En una palabra, el hombre invisible era de hecho y por necesidad la más desvalida de las criaturas.
Para él, el zahír no podía llegar en máquinas espaciales. Los objetos mágicos eran mágicos en la tierra y esta­ban en la tierra. La tierra bastaba a Borges.
Cuando escribió El Zahír, Borges era un hombre que aún esperaba ser feliz, realizarse como hombre. Pero in­cluso en ese momento, cuando parecía tenerla al alcance de la mano, la dicha adquiría un carácter fantástico, ate­rrador. La dicha era un favor que venía de otro mundo. El zahír era la moneda que podía sacarlo del infierno, el infierno en el cual estaba sumergido y que temía dejar, pero del que salió por otros medios, porque la vida es más inesperada de lo que el mismo Borges podía imaginar.


jueves, 23 de abril de 2020

Borges y la cara verdadera . BORGES A CONTRALUZ. Estela Canto.



...no nos une el amor, sino el espanto
será por eso que la quiero tanto.
Buenos Aires, O.C., pág. 947.


A Borges lo fascinaban y lo repelían los espejos. Siem­pre lo aterró la revelación del espejo, ese «insospechado rostro» que puede asomar desde el fondo del vidrio bruñido; siempre lo atrajo.
Entre Borges y el peronismo hubo siempre un malen­tendido.
Una vez me contó un sueño: viajaba en subterráneo y el coche estaba colmado, como suele estarlo a ciertas ho­ras. De repente, en el apretujamiento, se encontraba frente a frente con Perón.
Perón le tendía la mano para saludarlo y Borges com­probaba que la mano de Perón era floja, laxa; era, en una palabra, como su propia mano.
Él no interpretaba sueños. Había recurrido al análi­sis para resolver una situación, no para entender las claves de su vida. Así, no atribuyó ningún sentido al sueño y se quedó en la extrañeza que le había provocado: el freudismo podía ser una terapia efectiva, nunca una explicación. A él las explicaciones no le interesa­ban; él siempre interrogaba.


Después de la famosa Marcha de la Libertad la situa­ción se mantuvo tensa, incluso se agravó. La policía mon­tada recorría los alrededores del nuevo Ministerio de Tra­bajo y Previsión, antiguo Concejo Deliberante, donde Perón había establecido su cuartel general. La policía lle­gaba con frecuencia hasta la Avenida de Mayo en su recorrido y se detenía cerca de La Prensa, el diario oposi­tor. Cuando se formaba un corrillo, los caballos eran lanzados contra la gente.
Por casualidad experimenté personalmente algo de es­to. Estaba paseando por Florida con una amiga, Poldy de Byrd, una muchacha que empezaba a escribir. Poldy, que era levantisca y muy vehemente, gritó al ver a los jinetes de la montada: «¡Asesinos, Gestapo!».
Los caballos cargaron contra nosotras. Corrimos a toda velocidad: la puerta de La Prensa se entreabrió y pudimos meternos allí. Hubo unas tentativas de echar la puerta aba­jo, la puerta que da sobre Rivadavia; trajeron una estaca y empezaron a dar golpes. En la sala de redacción, llena de rostros consternados, Poldy y yo oímos un discurso de Pe­rón anunciando que dejaba su cargo en la Secretaría de Trabajo. El tono, sin embargo, no era conciliador: había una amenaza implícita y todos la sentimos.
En este clima, unos días antes del 17 de octubre, volví a salir con Georgie. Después de la primera discusión violenta, el incidente con su madre había quedado olvidado, al parecer. Pero tanto él como yo éramos personas renco­rosas.
En esa semana previa al 17 de octubre el peronismo casi se podía tocar en las calles de Buenos Aires. Y no só­lo por la presencia de la policía montada en sitios estratégicos. El 17 de octubre fue para muchos una bandera, para algunos un estigma, para otros un terror; para la mayoría del pueblo fue una esperanza.
Recorríamos como siempre las calles en torno a Cons­titución. De pronto él se detuvo y con aire iracundo ex­clamó: «¿Dónde están los peronistas? ¡No he encontrado uno solo en mi vida! ¿Dónde están?».
Las calles estaban tranquilas, quietas, algo inusitado en ese populoso barrio. «Aquí -le dije, mirando alrededor de la plaza-, los peronistas están aquí.» Y no añadí que tenía la sensación de que se extendían hacia el Sur y el Oeste, incluso hacia el privilegiado Norte, como una ma­rea compacta. «No -dijo él-, eso es un disparate.»
Unos días después hubiera tenido que rendirse a una evidencia a la cual nunca se rindió. El peronismo entró en la ciudad de Buenos Aires trepado a los techos de los tranvías, en camiones, a pie y hasta a caballo, con bom­bos y agitando banderas argentinas que luego se arras­traban mugrientas por el suelo. La ciudad fue invadida por una turba que, maniobrada o no por una parte del Ejército, impulsada y enardecida por Evita con la táci­ta complicidad de la policía, existía, allí estaba, rugien­te y harapienta, reclamando a su jefe, preso en una isla cercana. La multitud había empezado a invadir la ciudad desde el alba por tres puntos cardinales: Sur, Norte y Oeste.
Era gente que nunca había pasado los límites, gente que, al hacerlo, rompía una barrera. Ocuparon el centro, las avenidas adyacentes, la Plaza de Mayo, se plantaron allí. Eran los «cabecitas negras» (alusión al pelo renegri­do de los indios), gente «que no debía presentarse», que no debía existir en la Argentina. Pero existía. Eran sucios, brutales, irreverentes y se los presentía crueles, como ani­males exasperados. La nueva cara de la Argentina, la ver­dadera, asomaba en el espejo de Borges.
Borges sentía el peronismo como un agravio personal. Y es raro que un hombre de su nivel intelectual, pasado el primer momento de pasión, cuando era innegable que los gobiernos que se sucedían en la Argentina no eran mejores que el de Perón, no haya intentado rectificar. Quizá temía que, al entenderlo, pudiera disminuir ese odio, única actitud que él aprobaba. «Vencen los bárba­ros, los gauchos vencen.» El Poema conjetural estaba allí, pero su pecho no estaba invadido por un «júbilo secre­to», la gloria de una muerte que era el destino de los que habían querido hacer algo limpio y digno de «estas crue­les provincias».
El peronismo no traía el espanto de la muerte, que se puede amar aunque nos espante, y los gauchos no traían lanzas, aunque algunos jineteaban famélicos caballos. Es­ta vez las armas eran los bombos, los palos y los cartelones, un bochinche callejero y enconado, confuso y ame­nazador; estas turbas inspiraban miedo, pero no había en ellas valor.
Hay un cuento de Borges, Biografía de Tadeo Isidoro Cruz, que conviene citar.
Martín Fierro, de José Hernández, es el poema épico nacional. Generaciones de argentinos de distintas tenden­cias políticas se han conmovido con los versos de Martín Fierro.
Borges no era excepción y no pensaba demasiado en lo que está detrás de las quejas de Martín Fierro. Fierro se lamenta que ya no existan las épocas de antes, cuan­do el gaucho era respetado y tenía su rancho, su «china» y sus precarios medios de subsistencia, y no se requiere especial perspicacia para advertir que el hombre que canta las coplas en la creación de Hernández, es un hombre de la época de Rosas, el «primer tirano»; es el vocero de los que quedaron relegados cuando la Argentina culta triunfó, ahogando a la Argentina real.
Los versos de Martín Fierro son directos, conmovedo­res a veces. Enganchado a la fuerza como soldado, Mar­tín Fierro decide no servir a la patria en esta forma. Se hace desertor, luego salteador. Pero su rebeldía es ciega. Se basa, como la de los peronistas, en el rencor. Y hay que decir que tal vez fue esta ceguera del personaje lo que lo volvió aceptable para las clases cultas. Era posible con­moverse con Martín Fierro porque no había nada que te­mer de él.
Ahora había sobrevenido un cambio. El peronismo no era valiente, pero había llegado al poder.
En una de las partes más emocionantes de la historia, el sargento Cruz sale con la orden de prender a Martín Fierro. En el cuento de Borges, Cruz ha sido también enganchado como soldado: era el castigo que se usaba en campaña para esos delitos. Un hombre podía ser útil a las fuerzas del orden si tenía coraje físico y algunas muertes encima.
Cercado, Fierro se defiende con bravura, y Cruz, en un momento de admiración, abandona a sus hombres y se pone a pelear junto a Fierro. Borges establece entre los dos hombres -al reinventar la historia de Cruz- una es­pecie de parecido, de fraternidad. Unidos, son un desafío a todo lo instituido. Fierro y Cruz no están en contra de un gobierno, sino en contra de todo lo que los cohíbe.
Borges repite la historia contada por Hernández, pero añadiendo acontecimientos previos en la oscura existen­cia de Cruz. Éste, como San Pablo, estaba destinado a te­ner un momento de revelación refulgente. En la historia recontada por Borges, Cruz se decide por el valiente y se convierte a su vez en desertor, probablemente en asesino. Y Borges no piensa que Cruz, con su actitud, se ha pues­to en contra de todo lo que él, Jorge Luis Borges, defien­de. Borges se concentra en ese único instante y no quie­re ver más allá. Las causas y los efectos no existen.
En todo caso, aunque hiciera estas concesiones al «espanto», juzgó siempre al peronismo en otro plano. Cuando me dijo que él «nunca había encontrado a un peronista», yo le creí al pie de la letra. Ingenuamente pensé que él no frecuentaba los medios en los que se movían los peronistas, aunque bastaba salir a la calle para encontrarlos.
Lo que Georgie quería decir era bastante retorcido: da­ba a entender que nadie se atrevía a proclamarse abiertamente peronista, que ser peronista era una vergüenza, que los mismos peronistas lo sabían y, por tanto como na­die reconocía serlo, no estaban en ninguna parte.
Aquí Borges calculaba mal el eficaz poder inhibitorio de la clase alta: el peronismo iba a levantar con orgullo la cabeza y la iba a mantener en alto durante medio si­glo... o más. Y la Argentina ya nunca volvería a ser lo que había aparentado ser.
En oposición a Borges, Martínez Estrada entendió enseguida el fenómeno peronista. Pero Martínez Estrada era un hombre telúrico, con raíces profundamente ahin­cadas en la tierra. No necesitó analizar: supo lo que era. Borges fingía ver tan sólo la parte superficial del movi­miento, es decir, su chabacanería, la agobiante vulgari­dad que todo lo invadía.
De acuerdo: el peronismo se presentaba en tal forma que ninguna persona culta, o pretendidamente culta, po­día sentirse atraída por el movimiento. Es verdad que alguna rara avis, proveniente de círculos sociales más ele­vados, se acercó al peronismo, pero no logró llegar muy lejos.
La gente del pueblo no se sentía expresada en el pro­fesoral socialismo o en las fórmulas estereotipadas del co­munismo. Además, estos dos movimientos habían prendido muy superficialmente en la Argentina. El explotado trabajador nunca había soñado con una división de las riquezas: soñaba con ser él rico o con destruir la riqueza si no podía conseguirla. Perón, de clara escuela fascista, aprovechó ese rencor popular que lo llevó a donde él, sin duda, nunca pensó llegar, tal vez no quiso llegar.
No fue éste el caso de Evita. Ella se tomó en serio a su hombre. Creyó todo lo que él decía. Fue, como se titula­ba a sí misma, la «abanderada de los humildes». El odio que inspiró a las mujeres de clase alta de su país fue des­piadado, cruel y envidioso. Este odio, insípido, reiterati­vo, terco como suelen ser los poco lúcidos odios femeni­nos, encontraba -casi treinta y cinco años después de la muerte de Evita- eco en Borges. Se refería a ella burlonamente, llamándola «el hada rubia», como el pueblo la había llamado a veces. Lo decía incluso cuando el nom­bre de Evita recorría el mundo como el de una de las mu­jeres más notables del siglo.
Hay un tabú en relación con Borges. No nos gusta ver a los héroes fuera del pedestal; además, sobre el pedestal son mucho más cómodos: no son hombres como noso­tros y, por tanto, no podemos ni entenderlos ni imitarlos; se los admira sin más. Ésta es, por lo menos, la tenden­cia que prevalece en América Latina: Europa ya no levan­ta pedestales y Estados Unidos siempre se ha complaci­do en mostrar la humanidad y las debilidades de sus grandes hombres, como si esto los volviera más fuertes.
Estoy escribiendo esto en la Argentina, donde los ído­los son inmutables. Las nuevas generaciones han acepta­do la imagen de Borges como la de un hombre que vivía en las nubes, entre libros e imaginaciones fantásticas, in­capaz de frivolidad. Lo ven como a Jorge de Burgos, el bi­bliotecario ciego de El nombre de la rosa. Pero Borges dis­taba de ser severo y consecuente en sus juicios, fuera de los literarios.
Entre los poemas que solía recitar cuando recorríamos las calles del Sur o del Oeste, había uno de Pedro B. Pa­lacios, «Almafuerte», un poeta menor que tuvo populari­dad en su momento y que, sospecho, le gustaba más que el cacareado Lugones:

Yo desprecié al feliz, al potentado,
al honesto, y al rico, y al valiente,
porque pensé que le tocó la suerte
como a cualquier tahúr afortunado.

Su afición a la trampa se comprueba en el admirado Hombre de la esquina rosada, escrito en primera persona en estilo entre gauchesco y arrabalero y cuyo argumento no es -como dice la gente que no lo ha leído y entendido- un «duelo entre cuchilleros valientes». Esta opinión, co­mo todo lo que es erróneo, ha tenido mucha repercusión.
Lo que se narra es un crimen solapado, casi dostoievskiano, cobarde.
Borges, un hombre con debilidades humanas, tenía al­go del tahúr.
En una ocasión me contó una anécdota que voy a con­tar junto con una o dos más porque si, como él dice, «los actos son nuestros símbolos», estas anécdotas son claves reveladoras.
A finales de la década de los treinta, Borges, como he dicho, tenía una página de crítica literaria de autores ex­tranjeros en la revista El Hogar. Una mujer lo llamó una vez por teléfono, sin darse a conocer. La mujer le dijo que admiraba sus críticas y sus poemas; era una persona cul­ta, que había leído bastante y conocía bien la literatura inglesa. Borges quedó halagado y agradecido. Como to­dos los escritores argentinos, tenía avidez por ser valora­do. Pero la voz de la mujer era desagradable: una voz ron­ca, dura.
La mujer siguió telefoneando. De acuerdo a la voz, él fue creando una imagen, la de una profesora poco agra­ciada, cincuentona, algo entrada en carnes, con anteojos de gruesos cristales.
Al cabo de unas semanas, la mujer sugirió un encuen­tro. Cautamente, él pidió que se describiera. Ella dijo que no era necesario, ya que ella lo conocía a él de vista y se le iba a acercar.
Borges vaciló bastante cuando tuvo que fijar el lugar del encuentro. Rechazó varias confiterías elegantes que ella propuso. No quería correr el riesgo -me dijo- de que lo vieran con una mujer tan fea. Por tanto, con el pretex­to de la discreción, no la citó en una confitería del Barrio Norte o del Centro. Eligió la Confitería del Molino, fren­te al edificio del Congreso Nacional, una típica confitería de clase media, que exhibía en sus vitrinas tortas de boda o de cumpleaños y alquilaba sus salones para fiestas de medio pelo. También concurrían allí algunos diputados y senadores, pero en la Argentina esta gente no suele ser elegante. Era, sobre todo, un lugar al que señoras ocio­sas acudían por la tarde para tomar té y engullir masitas, señoras rotundas o francamente obesas, vestidas con una ostentación poco acertada.
Pese a todas estas garantías, Borges, precavidamente, esperó a la dama a la puerta de la confitería.
Su incomodidad iba en aumento. Mientras miraba los postres de los escaparates, tramaba una manera expedi­tiva de escapar del molesto encuentro. Su desazón llegó al máximo cuando, al levantar la cabeza, vio una mujer que avanzaba hacia la entrada.
«Era una diosa», fue el comentario de Georgie. «Alta, esbelta, una morena que parecía rubia.»
Él sintió la vergüenza de que aquella «diosa» fuera a verlo con la horrible mujer que él estaba esperando. Sin más, se dio vuelta para huir. La «diosa», al ver su gesto, corrió, lo alcanzó, le tendió la mano y le dijo con voz ron­ca: «¿Cómo le va, Borges?».
Naturalmente, Georgie se enamoró de esta mujer que reunía, además de su físico espectacular, características que lo conmovían: era de alta clase social, no muy feliz en su matrimonio, y adoraba la literatura inglesa. Ade­más, la dama era muy religiosa, lo cual añadía a su mo­do de ser, según él, una inocencia y puerilidad que le cau­saban gracia.
Ella tenía un salón literario en el cual se leían en alta voz autores ingleses. Es a ella a quien está dedicada la Historia universal de la infamia: «I inscribe this book to S. D.: English, innumerable and an ángel. Also: I offer her that kernel of myself that I have saved somehow - the central heart that deals not in words, traffics not with dreams and is untouched by time, by joys, by adversities» («Dedico este libro a S. D., inglesa, innumerable y un án­gel. También le ofrezco ese meollo de mi ser que he logra­do conservar de algún modo, ese corazón central que no se ocupa de palabras, no trafica con sueños y no es alcan­zado por el tiempo, la dicha, la adversidad.»).
Una dedicatoria hermosa en verdad. Y misteriosa en su primera parte. «English, innumerable and an ángel» se refiere a S. D. (que no era inglesa) o a algo que suce­dió entre ellos. S. D. ha muerto. Borges también y nunca lo sabremos.
Por estos años se acentúa en Borges su afición a las alusiones, a cambiar un nombre por otro, como si quisie­ra guardar sus últimos secretos.
Pero la trampa seguía en pie. Por entonces escribió uno o dos poemas en inglés que tienen el mismo tono de la dedicatoria a S. D. Él me dijo que esos poemas eran pa­ra S. D. Le dije que las iniciales de la dedicatoria no coin­cidían. Me contestó que S. D. era una dama muy católi­ca, con hijos, y que él había usado esas iniciales para no crearle molestias con su marido. Esto me lo dijo en el cuarenta y seis o cuarenta y siete. En las Obras Comple­tas, publicadas en 1972, los poemas ingleses aparecen de­dicados a Beatriz Bibiloni de Bullrich, una mujer a quien, contrariamente a su costumbre, él nunca nombró. Y en la Historia universal de la infamia en las O.C. mantuvo las iniciales de S. D., aunque ella ya había muerto.
Él amaba a S. D. Pero como ese amor era imposible -o él creía que lo era- lo transfirió a BBB. La atmósfera de Historia universal de la infamia está impregnada por la presencia de S. D. Yo la conocí: era una mujer que justi­ficaba el sentimiento que había inspirado a Borges: él mismo me la presentó llevándome un día a su casa.
Otra anécdota.
Entre las amigas que concurrían a sus conferencias ha­bía una poetisa y declamadora a quien él dedica uno de sus cuentos. Esta poetisa tenía reputación de cursi. Ha­bía escrito un libro de poemas y le pidió a Borges que se lo prologara. En el libro, de unas veinticinco páginas, él sólo halló un verso que le pareció aceptable. Quedó entu­siasmado con esta línea, aunque el resto del libro le pa­recía deleznable. «De todos modos», me dijo, «es tan lin­da que tengo que escribirle el prólogo.»
Lo escribió y, cuando el libro se publicó, Borges me di­jo con aire consternado que la poetisa en cuestión había cambiado los adjetivos de lo que él había escrito. Por ejemplo, donde él decía «el buen libro de X», la palabra «buen» había sido sustituida por «grandioso», «estupendo», etc. Él parecía abrumado ante este abuso de confianza.
Es muy probable que la verdad haya sido otra. Creo que él había escrito «estupendo», «grandioso», etcétera, y no se atrevía a reconocerlo, prefiriendo cargar a la poe­tisa con esta culpa. Es difícil concebir que ella, una mu­jer tímida y patética, se haya atrevido a corregir a Bor­ges. En todo caso el libro, ni siquiera con el prólogo de él, trascendió un núcleo reducido de amigos.
Otra anécdota para terminar con las frivolidades de Borges.
Había una escritora que, de acuerdo a ciertos cánones, pasaba por fea y desagradable. Una noche yo tenía que salir a comer con Ricardo Baeza. Antes fui a tomar una copa con Georgie (leche para él). Él me dijo que iba a co­mer esa noche a casa de los Bioy. Lo acompañé hasta la entrada del subterráneo en la Plaza San Martín, donde nos despedimos. Aclaro que, en estos momentos, ya ha­bía terminado toda posibilidad de relación amorosa entre nosotros. Me encontré con Ricardo Baeza y decidimos ir a comer a La Corneta del Cazador, un restaurante más bien barato que solía ser favorecido ciertos días de la se­mana por los escritores. Pero ése no era uno de los días favorecidos. Entramos y vi, con gran sorpresa, a Borges, sentado ante una mesa con la poco agraciada escritora. Fue inevitable saludarse, y él se puso de todos los colores. No por haberme mentido, sino por haber sido visto -sobre todo por Baeza- con una mujer tan fea.
Y lo que voy a contar ahora revela cierta debilidad mundana a pesar de su patetismo, algo de su curiosa for­ma de ver a las mujeres, que no siempre lo conmovían por su físico.
Todos los finales de año, el 31 de diciembre, antes de cenar con sus amigos habituales, Borges hacía una visi­ta a un apartamentito de la calle Independencia, entre Chacabuco y Perú, si la memoria no me falla. Allí me lle­vó dos veces.
El apartamento era uno de esos que se abren sobre un corredor largo, angosto y húmedo. Tenía dos piececitas diminutas que daban a un patiecito escuálido. En el patiecito no había plantas y los cuartos, cuya única abertu­ra eran las puertas que comunicaban con ese patiecito, debían ser difíciles de calentar en invierno.
Aquí vivía una mujer ya vieja, alrededor de unos sesen­ta años, muy pálida, rolliza y que nunca había sido boni­ta. Borges consideraba que esta visita de fin de año era un tributo y un homenaje que había que rendir a esta mu­jer. Se llamaba Elvira de Alvear y su padre había sido uno de los hombres más ricos del país. El matrimonio de la madre de Elvira, Mariana Cambaceres, con Diego de Al­vear había sido uno de los acontecimientos más escanda­losos de la crónica mundana. Mariana Cambaceres había estado antes casada y había tenido la suerte de enviudar; esto le permitió casarse con Alvear, que era su amante. Otras coloridas historias corrían sobre esta familia, pero no hace al caso contarlas ahora. El hecho es que Diego de Alvear había dilapidado su fortuna y su hija vivía aho­ra precariamente.
Un detalle que se repetía todos los años conmovía espe­cialmente a Borges. Sobre la mesa del comedor había una campanilla de plata. Elvira de Alvear la agitaba y después comentaba: «¿Dónde se ha metido la gente de servicio? ¡Fí­jese, Borges, nunca, nunca están cuando los llamo!».
Esto emocionaba a Borges. Salía de allí con la sensa­ción del deber cumplido y cierta melancolía.
Nunca había estado enamorado de Elvira de Alvear, pero el desvarío de esta nueva pobre tocando su campa­nilla de plata lo conmovía.



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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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