miércoles, 11 de mayo de 2016

José Donoso. Novela. Coronación. (Fragmento).


Andrés Ábalos es un hombre de cincuenta años que sigue soltero y que ha dedicado su vida a los negocios y a satisfacer las expectativas de otros más que sus propios deseos. Cuida de su abuela, Elisa Grey de Ábalos, una anciana nonagenaria que padece accesos de locura que han provocado la renuncia de cuanta mujer ha sido contratada para cuidarla. Sólo vive con dos viejas sirvientas, hasta que Estela, una sobrina de una de ellas, llega a la mansión para cuidarla. Andrés no tarda en empezar a desarrollar sentimientos por ella, pese a la diferencia de edad y a que ella pronto empieza una relación con Mario, un joven de origen más pobre cuya historia sirve de contrapunto a la de la decadente familia Ábalos.
Esperpéntica a la vez que realista, la primera novela del célebre narrador chileno prefigura los temas que marcarán su obra: decadencia, identidad, transgresión y locura…

 
José Donoso
 Coronación



 Título original: Coronación
José Donoso, 1957


  Para CARMEN ORREGO MONTES


  PRIMERA PARTE
 El Regalo



  1


Rosario mantuvo la puerta de par en par mientras el muchacho apoyaba la bicicleta en los peldaños que subían desde el jardín hasta la cocina, y lo dejó entrar con el canasto repleto de tarros, paquetes de tallarines, verduras y botellas. Dando un bufido, depositó su carga sobre el mármol de la mesa. Y al verlo quedarse con los ojos fijos en el vapor de la cacerola después de vaciar el canasto pausadamente, Rosario adivinó que algo le sucedía, que tal vez quisiera pedirle un favor o hacerle una confidencia, ya que había desaparecido su habitual atolondramiento de pequeño coleóptero oscuro y movedizo. Entre todos los muchachos que repartían las provisiones del Emporio Fornino, la cocinera, de ordinario seca y agria, siempre prefirió a éste, por ser el único que se mostraba consciente del vínculo que la unía al Emporio. A pesar de su larga viudez, nada halagaba tanto a Rosario como que se la considerara unida aún a tan prestigiosa institución, ya que Fructuoso Arenas había sido empleado de Fornino antes de casarse con ella y pasar a ser jardinero de misiá Elisa Grey de Ábalos.
—¿Qué le pasa, Ángel?
Ángel recorrió la cocina enorme con la vista ensombrecida, paseándola lentamente por el escuadrón de frascos y ollas en orden perfecto sobre las repisas. Respondió:
—Es que don Segundo me agarró ley…
—Es que usted es tan revoltoso, pues Ángel…
—Si no, señora Rosario, si los otros cabros la revuelven igual que yo no más. Es que me agarró ley. Y nada más porque soy amigo del Mario, usted lo conoce, ese cabro alto que tiene reloj con pulsera de oro.
—Ah, sí, es harto diablo ese Mario, a mí no me gusta. Parece que no le tuviera nadita de consideración a una. ¿Y Segundo por qué no le tiene ley? Está más mañoso…
—Bueno, es que el otro día lo pillaron que se quedó con un paquete que la vieja del 213 no había cobrado. Yo le dije al Mario que no se lo robara, a mí no me gustan esas cuestiones, pero lo pillaron, y don Segundo lo quiere echar por ladrón… y parece que me quiere echar a mí también, porque soy amigo del Mario.
La voz de Ángel se fue apagando hasta no ser más que un susurro desalentado. De pronto miró a Rosario, parpadeó como si quisiera llorar, y dijo:
—Y usted que es tan considerada allá en el Emporio, ¿por qué no le echa una habladita a don Segundo? No sé qué le voy a decir a mi vieja si me echan de la pega…
Rosario no tuvo que pensarlo dos veces para decir resueltamente:
—Claro. A mí me tiene que hacer caso no más Segundo. El puesto que le dieron cuando entró a Fornino se lo debe a mi Fructuoso, así que…
Ángel se animó entero. Con un gesto de la cabeza volcó hacia atrás el mechón de pelo negro que le había caído sobre la frente. Acordaron que dentro de dos días debía venir para saber el resultado de la entrevista con don Segundo; el muchacho se despidió, y bajando los escalones con un brinco tomó su bicicleta. La condujo por los senderos del jardín, y al pasar cerca de la desvencijada poltrona de mimbre en que reposaba don Andrés Ábalos, nieto de la dueña de casa, Ángel le hizo una discreta venia antes de abrir la verja y partir pedaleando calle abajo.
A pesar de que hacía más de un cuarto de hora que don Andrés estaba sentado allí, en la sombra verde del tilo, no podía resolverse a abrir el periódico plegado encima de sus rodillas. La necesidad de responder al saludo del muchacho por lo menos con una inclinación de cabeza rescató al caballero de caer en la modorra completa, y entonces, para despabilarse, estiró sus brazos y sus largas piernas enfundadas en los pulcros pantalones grises que convenían a un hombre de sus años y situación. Su garganta emitió un sonido, un runruneo casi, como si todo su ser crujiera de placentera somnolencia. Debilísimos impulsos de desdoblar esas páginas nuevas, fragantes a tinta de imprenta, rozaron su voluntad, pero gustoso los dejó desviarse y no lo hizo. Culpa, sin duda, de aquel vaso de vino que no pudo resistirse a beber después del postre. ¡Pero los postres de Rosario eran tan exquisitos y de tan liviano aspecto que era fácil dejarse engañar y devorar plato tras plato! Entonces, claro, resultaba imposible prescindir de un buen vaso de vino para rematar, y durante la hora siguiente hasta el esfuerzo más trivial se hacía impensable. Por suerte que allí, descansando en la isla de esa sombra fragante y poblada de ruidos levísimos, de vuelos de insectos, de crujidos casi imperceptibles de hojas frescas y tallos tiernos, nada lo llamaba a hacer esfuerzos. Era suficiente mantener abierto apenas un resquicio de sus sentidos para inundarse entero de la complacencia brindada por la atmósfera, por la luz que al caer navegando entre las ramas encendía medallones en el brillo espléndido de sus zapatos negros, y por la tibieza justa de esa hora en el jardín apacible de la casa de su abuela.
Era verdad que tanto la casa como sus habitantes estaban viejos y rodeados de olvido, pero quizás gracias a ese vaso de vino o a la generosa hora del sol sobre la fachada, a don Andrés le fue fácil desechar pensamientos melancólicos. La casa donde misiá Elisa Grey de Ábalos vivía con sus dos ancianas criadas, Lourdes y Rosario, era un chalet adornado con balcones, perillas y escalinatas, en medio de un vasto jardín húmedo con dos palmeras, una a cada lado de la entrada. Además de los dos pisos, arriba había otro piso oculto por mansardas confitadas con un sinfín de torrecitas almenadas y recortes de madera. La casa tenía un defecto: estaba orientada con tan poco acierto que la fachada recibía luz escasas horas porque el sol aparecía detrás de ella en la mañana, y en la tarde la sombra del cerro vecino caía temprano. En otra época era costumbre pintar la fachada todos los años cerca del dieciocho de septiembre, como asimismo los rosales, de blanco abajo y rojos en la punta. Pero rosales ya no iban quedando y todo envejecía muy descuidado. Dos o tres gatos se asoleaban junto a la urna de mampostería, al pie de las gradas, pero afilarse las garras en el agave que contenía era imposible ya, porque la planta estaba seca desde hacía mucho tiempo, seca o podrida o apolillada. Era frecuente ver que las gallinas invadían el jardín, cloqueando y picoteando por los senderos de conchuela y por los bordes del boj enano que antes, cuando Fructuoso vivía, se hallaban tan esmeradamente recortados. Pero Fructuoso había muerto unos buenos quince años atrás, y tal vez por deferencia a su viuda jamás se llegó a tomar otro jardinero. ¡Qué se iba a hacer! Los años pasaban y ya no valía la pena preocuparse. Misiá Elisita no salía de su alcoba desde el decenio anterior, levantándose de su lecho rarísima vez; ni siquiera para su santo y su cumpleaños, las únicas ocasiones en que recibía visitas. Ahora acudía muy poca gente a verla, aun para esas solemnidades. En realidad, fuera del doctor Gros, médico de cabecera de la nonagenaria, y de inesperadas ancianas de camafeo y bastón, las únicas personas que entraban a la casa eran los muchachos del Emporio Fornino que repartían las provisiones en bicicleta.
Don Andrés se dijo que debía hacer un esfuerzo para reaccionar y abrir el periódico. Sólo logró llegar a pasarse las manos por la calva y cruzarlas sobre la pequeña panza que sus años sedentarios venían ciñendo a su cintura. Era frecuente que Lourdes tratara de consolarlo por la mala distribución de los kilos aumentados, asegurándole:
—Pero don Andresito, si la gordura es parte de la hermosura.
El caballero miraba el ruedo desmesurado de la minúscula sirvienta y no se convencía.
Su holgadísima situación financiera, que jamás le exigió otra cosa que firmar vagos papelorios de vez en cuando, lo había redimido de la necesidad de trabajar, mientras que su temperamento tranquilo y libresco lo había salvado de toda vicisitud sórdida, con un despliegue igualmente escaso de esfuerzo. Sin contar esa discreta abundancia en el vientre, que delataba su incapacidad de moderarse ante las seducciones ofrecidas por la buena mesa, los cincuenta y tantos años fueron deferentes con su físico. Su rostro encumbrado en la cima del cuello, nervudo aún bajo un poco de pellejo suelto, había conservado perfiles firmes, la nariz corva, el mentón noblemente dibujado, y detrás de las gafas sus ojos de un azul ya descolorido nunca brillaban muy lejos de la sonrisa. Si bien poseía escasos agrados en la vida, éstos, por ser elegidos con la libertad proporcionada por su situación y su temperamento, eran considerables: leer historia de Francia, hacer más y más preciosa su colección de bastones, mantenerse informado acerca de los advenedizos que movían la política interna del momento, a quienes comentaba incansablemente en el Club de la Unión con los pocos y —¡ay, no podía negarlo!— aburridísimos amigos que le iban quedando.
Don Andrés no recordaba la casa de su abuela sin Lourdes y Rosario. Sin embargo, una intimidad mayor y más afectuosa lo unía a Lourdes, porque la cocinera, a pesar de sus postres magistrales, siempre se le antojó un alquimista de alma refractaria a todo lo que no fuera sondear comprometedores secretos en el laboratorio de su inmaculada cocina. Además, como era Rosario quien pedía las provisiones semanales al Emporio Fornino, ese vínculo con el mundo exterior y con su pasado conyugal cimentaba en ella, cada día más, un convencimiento de su propia importancia que llevaba escrito en la tiesura de su labio superior y en la agresividad de su bigote de virago.
Como las relaciones de Lourdes con el mundo exterior siempre habían sido casi nulas, y el papel que desempeñaba en la casa, además de liviano, incierto, sus intereses se volcaron por completo hacia la familia Ábalos. Era ducha en parentescos, en fechas de nacimiento, en quién se casó con quién, cuándo y dónde y por qué. Como no era raro que a menudo resultara difícil para don Andrés mantener un grado mínimo de ecuanimidad en sus relaciones con su abuela, pasaba gran porción de esa tarde a la semana que destinaba a visitarla, charlando con Lourdes. Ésta, íntima y celadora, no perdía ocasión para amonestarlo por no casarse y, sobre todo, por la vida licenciosa que un soltero de su fortuna e independencia sin duda llevaba. Andrés se sonrojaba cada vez —se había sonrojado durante años—, sin poder más que protestar:
—¡Estás loca, mujer! ¡Cómo se te puede ocurrir!
Pero Lourdes movía la cabeza melancólicamente, sin creerle ni una palabra.
Lourdes se tomaba un mes de vacaciones todos los veranos, y lo pasaba en casa de su cuñado, que era inquilino en un fundo de la zona viñera. Pero como sus cuarenta o más años al servicio de misiá Elisita la habían habituado a la vida de la capital —aunque jamás salía de la casa—, generalmente se impacientaba por volver a la regalada vida santiaguina, porque el campo la agotaba con el trabajo en que, pese a las protestas de sus parientes, insistía en tomar parte, y con la estrechez de la casa mísera. Resultado, su mes de vacaciones nunca duraba más de quince o veinte días.
Así, días antes, había llegado un telegrama de la criada anunciando su regreso para esa tarde. Con el fin de darle la bienvenida, don Andrés acudió a casa de su abuela no obstante haber pasado otra tarde allí esa misma semana. El caballero miró su reloj. Faltaban cinco minutos a lo sumo para que Lourdes llegara, tomando en cuenta el tiempo que el taxi tardaría desde la estación.
Suspiró con alivio. Lourdes estaría de vuelta pronto, y con ella, según lo anunciado en su carta, la cuidadora para misiá Elisita. Era corriente que las cuidadoras de la anciana duraran poco a su servicio: todas partían humilladas después de corto tiempo, furiosas con las crueles sorpresas reservadas por un paciente de tan inofensiva apariencia. Precisamente una semana antes de que Lourdes saliera de vacaciones, la mujer que estaba a cargo de la enferma había abandonado su empleo al cabo de sólo dos meses. Esta crisis dio un objetivo cabal a las vacaciones de la atribulada sirvienta: el de cobrar a su cuñado la palabra empeñada por su mujer en su lecho de muerte —regalarle a Estela, la menor de sus hijas—. Ahora que Estela tenía diecisiete años, Lourdes se sabía con pleno derecho a hacer de ella su salvación en un momento de tan dura crisis. Sólo cuando esta muchacha llegara, misiá Elisita dejaría de ser una persona temible. Por lo menos por un tiempo, hasta que, desesperada como todas las demás, la joven partiera dejando que la suerte de su abuela cayera sobre sus hombros, que ya estaban comenzando a cansarse.
Sin embargo, don Andrés Ábalos no podía negarse que esa única tarde a la semana que pasaba junto a la enferma en el caserón húmedo era de importancia para él, le aportaba algo, algo distinto y tal vez de un orden superior a la trama usual de su vida. Era… bueno, era como si agradeciera a este único pariente que le iba quedando el serle causa de ansiedad verdadera, el hacerlo sentir y sufrir más allá de toda lógica, porque la anciana representaba el lazo más absurdo y precario con la realidad emocional de la existencia. Él ya no tenía otros lazos. Además, no osaría confesarse completamente solo hasta que la señora falleciera. Era su virtud que la larguísima enfermedad de misiá Elisita le enseñara más que nada a contemplar ese día, sin duda muy cercano, con un grado ínfimo de zozobra.
En el momento en que don Andrés por fin se había dispuesto a abrir el periódico para ahuyentar ese atisbo de pensamiento desagradable, un taxi se detuvo en la calle y Lourdes bajó acompañada de una muchacha que no podía ser otra que Estela. Entraron en el jardín cargadas de atados, ramos de flores, canastos, paquetes.
—¡Qué buena moza vienes, mujer! —exclamó el caballero cuando se acercaron—. ¡Qué colores! ¡Pareces de quince!
—¡Ay, don Andresito! Me duele el lomo de tanto andar sentada todo el día. Una ya no está para estos trotes…
Las mujeres depositaron su equipaje en el suelo. Estela se hallaba detenida detrás de su tía, casi como si quisiera ocultarse. Eran las cinco de la tarde. Extendiéndose por el jardín, la sombra del cerro ya las iba a alcanzar.
—Ven… —dijo Lourdes a su sobrina—. Voy a presentarte a don Andrés.
Estela saludó apenas, seria, sin levantar la vista de sus grandes zapatos nuevos. Lo llamó «patrón». ¡Patrón! Era el colmo en esta época y en un país civilizado, reflexionó él, a quien sus amigos en el Club consideraban quizás demasiado democrático, lo que no dejaba de enorgullecerlo.
El aspecto de la muchacha le pareció notablemente poco agraciado. Observándola con más detenimiento, sin embargo, don Andrés concluyó que no tenía derecho a esperar otra cosa de una campesinita. Pero era fuerte y bien formada, con un curioso color cobrizo opaco y cálido esparcido sin matices sobre los labios gruesos, sobre los pómulos levemente alzados, sobre los párpados gachos que ocultaban ranuras húmedas y oblicuas bajo el espesor de las pestañas, sobre las manos toscas. Don Andrés observó que sólo el dorso de la mano era cobrizo como el resto de la piel; la palma era unos tonos más clara, un poco rosada, como… como si estuviera más desnuda que el resto de la piel de la muchacha. Un escalofrío de desagrado recorrió a don Andrés. En fin, el aspecto de la pobre sirvientita ganaría bastante con el delantal blanco de uniforme, y a su modo quizás llegara a verse bonitilla.
—¿Sabes leer?
—Sí, patrón…
—Si es de lo más buena la rural que hay allá en el campo —replicó Lourdes, sonriendo hasta que sus ojillos quedaron convertidos en dos puntitos de satisfacción detrás de los lentes que se resbalaban por su exigua nariz.
El caballero hizo las preguntas de rigor para demostrar tanto a Estela como a sí mismo que, si bien era patrón, era humano y estaba vivamente interesado por el bienestar de los que de él dependían. ¿Estaría contenta en Santiago? ¿Llegaría a acostumbrarse a la vida de la ciudad? ¿No extrañaría a su familia, a sus amigos? Hizo votos para que el tiempo que pasara cuidando a la enferma le resultara grato y fuera prolongado. Cuando le dijo la cifra de su sueldo, las facciones de la muchacha no se alteraron, pero en alguna parte de ese rostro hermético había ahora una sonrisa.
—Llévatela y anda a instalarla —dijo don Andrés.
Y Lourdes, seguida por su sobrina cargada con canastos y envoltorios, partió rumbo a la puerta de la cocina.
Suspirando, don Andrés abrió el periódico. Era un alivio estar por fin seguro de haber encontrado a la persona indicada para que se hiciera cargo de su abuela. Alguien a quien no iba a ser necesario explicar nada de lo trágico de la situación, porque eso sólo la confundiría. En esta muchacha adivinaba esa capacidad de aceptación muda de los campesinos, esa entrega a cualquier circunstancia, por dura que fuera. Y por eso no sufriría como las demás cuidadoras. Estela era un ser demasiado primitivo, su sensibilidad completamente sin forma. En cambio, aprovecharía incontables ventajas, ya que lo tenía todo por aprender. Sí, era la persona justa, única, mejor que la docena de cuidadoras de las más variadas especies, incluso monjas, que en vano había probado durante los últimos años.
Sólo Lourdes y Rosario eran capaces de soportar a misiá Elisita, aunque rara vez se aventuraban al cuarto de la enferma en sus momentos malos. Por lo demás, casi no se las podía considerar sirvientas, puesto que el abuelo Ramón les había dejado generosas herencias a condición de acompañar a su viuda hasta que muriera. Condición innecesaria, porque ambas mujeres se hubieran quedado con misiá Elisita aun sin legados. Éste era su mundo, este cadáver de una familia y de su historia.
Quizás la presencia de la juventud cerca de su abuela lograra paliar la angustia de la nonagenaria, ese odio insistente, esa potencia endemoniada que la hacía escupir insultos canallescos y procaces a cuanta persona se le acercaba. Afortunadamente la pobre no era así todo el tiempo. Había ciclos de horas, de días, hasta de semanas, en que la exaltación desequilibrada se alternaba con la paz.
¡Pero esta paz era un mendrugo cuando Andrés recordaba a su abuela en otros tiempos! ¡Tan armoniosa entonces, tan diestra y callada! Toda la casa había respirado serenidad en aquella época, lo que ella tocaba iba adquiriendo orden y sentido. ¡Y había sido tan hermosa! Su sangre sajona se acusaba en el colorido claro de su tez y sus cabellos, en la finura quizás excesiva de sus facciones, y en ese algo como de ave de corral que, a pesar de su innegable belleza, llegó a acusarse con los años, hasta que la senectud barrió toda individuación de su rostro, dejando sólo la osamenta de una nariz soberbia y cierta fijeza insistente en sus ojos de loca.
El mal que la aquejaba se había venido insinuando desde hacía tantos, tantos años, que el recuerdo de una abuela perfecta pertenecía sólo a la primera juventud de Andrés. Fue precisamente en aquel banco de mampostería, ahora en ruinas, donde él, muchacho de diecisiete años entonces, percibió por primera vez un síntoma de la dolencia que había de terminar con su claridad.
Andrés recordaba esa primavera como una de las más dadivosas. Parecía posible palpar la luz que caía sobre el césped en racimos verdes a través de los tilos y las acacias. El abuelo Ramón, grueso y colorado, terminaba de alistar el trípode de la máquina fotográfica cerca de la maraña de arbustos recién florecidos, deseando aprovechar la hora de sol antes de que la sombra del cerro se desplomara, con el fin de fotografiar a su mujer. Tenía el abuelo bigotes retorcidos como el manubrio de una bicicleta, y vestía chaqueta de alpaca y canotier. Andrés se había partido el cabello al medio con todo esmero y Lourdes le había colocado una rosa amarilla en el ojal.

lunes, 9 de mayo de 2016

ITALO SVEVO La conciencia de Zeno.


Italo Svevo - Ettore Schmitz - (1861-1928) es un novelista italiano, pionero de la novela psicológica, y uno de los primeros escritores que utilizó las teorías psicoanalistas de Sigmund Freud. Italo Svevo es el seudónimo literario de Ettore Schmitz, nacido en el año 1861 en la ciudad de Trieste, que por entonces formaba parte del Imperio Austro-Húngaro. Su educación quedó interrumpida cuando su padre cayó en la bancarrota. Svevo tuvo que trabajar como empleado de banca durante un tiempo y, más tarde, en el negocio de pinturas de la familia de su esposa. Ello no le impidió, sin embargo, escribir, y sus dos primeras novelas, Una vida (1893) y Senectud (1898), constituyeron un completo fracaso, tanto de crítica como de público. En 1907, el escritor irlandés James Joyce, que vivió una temporada en Trieste, le dió clases de inglés. Svevo se sintió entonces con valor suficiente como para empezar una nueva novela, La conciencia de Zeno (1923). Murió unos años más tarde, en 1928, dejando inéditas un buen número de narraciones breves y parte de una novela, Il vecchione. Svevo desarrolló un estilo informal e irónico, usando el dialecto local y esforzándose especialmente en describir los pensamientos y recuerdos de sus personajes, basados en su propia vida. Recibió asimismo la influencia de las ideas de Sigmund Freud acerca de los efectos de las vivencias infantiles sobre los sentimientos de culpabilidad y angustia. Al ser judío, de origen alemán, y ciudadano del Imperio Austro-húngaro hasta que éste quedó disuelto, en el año 1918, Svevo quedó aislado del ambiente literario italiano. Sus novelas, que giran siempre alrededor de los detalles de la vida cotidiana y de la complejidad de las motivaciones humanas, ejercieron muy poca influencia hasta que en la década de 1970 fueron redescubiertas.
***
Publicada en 1923, La conciencia de Zeno es una de las obras cumbre de la narrativa del siglo XX. Apreciada en su época por una minoría, fue James Joyce, amigo íntimo de Italo Svevo, quien subrayó por primera vez la extraordinaria calidad de esta obra, hoy mítica, referencia ineludible para entender la evolución de la novela moderna. Svevo nos presenta aquí, de un modo innovador y desconcertante, la historia de Zeno Cosini, un hombre de negocios torpe y tristón, adúltero y, sobre todo, empedernido adicto a la nicotina. Para intentar dejar de fumar, su psicoanalista le recomienda que escriba sus memorias, cuyo resultado es este maravilloso libro -”una gran comedia psicológica”, como la definió Eugenio Montale. A lo largo de estas páginas, Zeno lleva a cabo un ambiguo ejercicio de racionalización de su experiencia y, poco a poco, nos introduce en los espejismos, las falsedades y las contradicciones de su biografía..

Fuente: Recopilador Enrico Pugliatti.

Prefacio

 Soy el doctor de quien se habla en esta novela a veces con palabras poco lisonjeras. Quien conozca el psicoanálisis sabrá juzgar la antipatía que el paciente siente por mí.
 No voy a hablar de psicoanálisis, porque en este libro ya se habla de él bastante. Debo excusarme por haber inducido a mi paciente a escribir su autobiografía; los estudiosos del psicoanálisis fruncirán el ceño ante tamaña novedad. Pero él era viejo, y yo confiaba en que con esa evocación se refrescaran sus recuerdos del pasado y la autobiografía fuese un buen preludio para el psicoanálisis. Aun hoy mi idea me parece buena, porque me ha dado resultados inesperados, que habrían sido mayores, si el enfermo, en el momento culminante, no se hubiera substraído a la cura, con lo que me privó del fruto de mi largo y paciente análisis de estas memorias.
 Las publico para vengarme y espero que le disguste. Sepa, sin embargo, que estoy dispuesto a repartir con él los elevados ingresos que obtendré con esta publicación, con tal de que reanude la cura. ¡Parecía sentir tanta curiosidad por sí mismo! ¡Si supiera cuántas sorpresas le reservaría el comentario sobre las numerosas verdades y mentiras que ha acumulado aquí!...
 DOCTOR S.
 Preámbulo

 ¿Ver mi infancia? Más de diez lustros me separan de ella y mi vista cansada tal vez podría alcanzarla, si la luz que aún refleja no se viera interceptada por obstáculos de todas clases, auténticas montañas altas: mis años y algunas horas de mi vida.
 El doctor me recomendó que no me obstinara en mirar tan lejos. Hasta las cosas recientes son preciosas para los médicos y sobre todo las imaginaciones y los sueños de la noche anterior. Pero, aun así, debería haber un poco de orden y para poder comenzar ab ovo, nada más separarme del doctor, que estos días se va de Trieste por una temporada larga, sólo para facilitarle la tarea, compré y leí un tratado de psicoanálisis. No es difícil de entender, pero sí muy aburrido.
 Después de comer, repantigado en una tumbona, cojo el lápiz y una hoja de papel. No hay arrugas en mi frente, porque he eliminado todo esfuerzo mental. Mi pensamiento se me presenta disociado de mí. Lo veo. Sube, baja... pero ésa es su única actividad. Para recordarle que es el pensamiento y que su deber sería manifestarse, cojo el lápiz. Y entonces se me arruga la frente, porque cada palabra está compuesta de muchas letras y el imperioso presente resurge y desdibuja el pasado.
 Ayer había intentado el máximo abandono. El experimento acabó en el sueño más profundo y no conseguí otro resultado que un gran descanso y la curiosa sensación de haber visto durante ese sueño algo importante. Pero está olvidado, perdido para siempre.
 Gracias al lápiz que tengo en la mano, hoy permanezco despierto. Veo, vislumbro imágenes extrañas que no pueden tener relación alguna con mi pasado: una locomotora que pita por una cuesta arrastrando innumerables vagones: ¡quién sabe de dónde vendrá y adonde irá y por qué ha acertado a aparecer aquí!
 En el duermevela recuerdo que mi tratado asegura que con este sistema se puede llegar a recordar la primera infancia, la de los pañales. Al instante veo a un niño en pañales, pero, ¿por qué habría de ser yo ése? No se me parece en nada y creo que es, en realidad, el que dio a luz mi cuñada hace pocas semanas y que nos enseñaron como un milagro porque tiene las manos tan pequeñas y los ojos tan grandes. ¡Pobre niño! ¡Sí, sí, recordar mi infancia! Ni siquiera encuentro el modo de avisarte a ti, que ahora vives la tuya, sobre la importancia de recordarla para tu inteligencia y para tu salud. ¿Cuándo llegarás a saber que te convendría recordar tu vida, aun esa gran parte de ella que te repugnará? Y, entretanto, inconsciente, vas investigando tu pequeño organismo en busca del placer y tus deliciosos descubrimientos te encaminarán hacia el dolor y la enfermedad, a la que te empujarán hasta quienes bien te quieran. ¿Qué hacer? Es imposible proteger tu cuna. En tu interior —¡chiquitín!— se está produciendo una combinación misteriosa. Cada minuto que pasa arroja un reactivo. Demasiadas probabilidades de enfermedad te están reservadas, porque no todos tus minutos pueden ser puros. Y, además, eres consanguíneo de personas que yo conozco. Los minutos que pasan ahora pueden ser puros, pero, desde luego, no lo fueron todos los siglos que, te prepararon.
 Aquí me tenéis muy alejado de las imágenes que preceden al sueño. Mañana volveré a probar.

Fuente:
Título original: La coscienza di Zeno
 Traducción: Carlos Manzano
 Editorial Seix Barral, S.A.


miércoles, 4 de mayo de 2016

Roberto Bolaño. Consejos sobre el Arte de Escribir Cuentos.


EL OJO SILVA
Para Rodrigo Pinto y María y Andrés Braithwaite
Lo que son las cosas, Mauricio Silva, llamado el Ojo, siempre intentó escapar de la violencia
aun a riesgo de ser considerado un cobarde, pero de la violencia, de la verdadera violencia, no
se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década del
cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende.
El caso del Ojo es paradigmático y ejemplar y tal vez no sea ocioso volver a recordarlo, sobre
todo cuando ya han pasado tantos años.
En enero de 1974, cuatro meses después del golpe de Estado, el Ojo Silva se marchó de
Chile. Primero estuvo en Buenos Aires, luego los malos vientos que soplaban en la vecina
república lo llevaron a México en donde vivió un par de años y en donde lo conocí.
No era como la mayoría de los chilenos que por entonces vivían en el D.F.: no se
vanagloriaba de haber participado en una resistencia más fantasmal que real, no frecuentaba los
círculos de exiliados.
Nos hicimos amigos y solíamos encontrarnos una vez a la semana, por lo menos, en el café
La Habana, de Bucareli, o en mi casa de la calle Versalles en donde yo vivía con mi madre y
con mi hermana. Los primeros meses el Ojo Silva sobrevivió a base de tareas esporádicas y
precarias, luego consiguió trabajo como fotógrafo de un periódico del D.F. No recuerdo qué
periódico era, tal vez El Sol, si alguna vez existió en México un periódico de ese nombre, tal
vez El Universal; yo hubiera preferido que fuera El Nacional, cuyo suplemento cultural dirigía
el viejo poeta español Juan Rejano, pero en El Nacional no fue porque yo trabajé allí y nunca vi
al Ojo en la redacción. Pero trabajó en un periódico mexicano, de eso no me cabe la menor
duda, y su situación económica mejoró, al principio imperceptiblemente, porque el Ojo se había
acostumbrado a vivir de forma espartana, pero si uno afinaba la mirada podía apreciar señales
inequívocas que hablaban de un repunte económico.
Los primeros meses en el D.F., por ejemplo, lo recuerdo vestido con sudaderas. Los últimos
ya se había comprado un par de camisas e incluso una vez lo vi con corbata, una prenda que
nosotros, es decir mis amigos poetas y yo, no usábamos nunca. De hecho, el único personaje
encorbatado que alguna vez se sentó a nuestra mesa del café Quito, en la avenida Bucareli, fue
el Ojo.
Por aquellos días se decía que el Ojo Silva era homosexual. Quiero decir: en los círculos de
exiliados chilenos corría ese rumor, en parte como manifestación de maledicencia y en parte
como un nuevo chisme que alimentaba la vida más bien aburrida de los exiliados, gente de
izquierda que pensaba, al menos de cintura para abajo, exactamente igual que la gente de
derecha que en aquel tiempo se enseñoreaba de Chile.
Una vez vino el Ojo a comer a mi casa. Mi madre lo apreciaba y el Ojo correspondía al
cariño haciendo de vez en cuando fotos de la familia, es decir de mi madre, de mi hermana, de
alguna amiga de mi madre y de mí. A todo el mundo le gusta que lo fotografíen, me dijo una
vez. A mí me daba igual, o eso creía, pero cuando el Ojo dijo eso estuve pensando durante un
rato en sus palabras y terminé por darle la razón. Sólo a algunos indios no les gustan las fotos,
dijo. Mi madre creyó que el Ojo estaba hablando de los mapuches, pero en realidad hablaba de
los indios de la India, de esa India que tan importante iba a ser para él en el futuro.
Una noche me lo encontré en el café Quito. Casi no había parroquianos y el Ojo estaba
sentado junto a los ventanales que daban a Bucareli con un café con leche servido en vaso, esos
vasos grandes de vidrio grueso que tenía el Quito y que nunca más he vuelto a ver en un
establecimiento público. Me senté junto a él y estuvimos charlando durante un rato. Parecía
translúcido. Esa fue la impresión que tuve. El Ojo parecía de cristal, y su cara y el vaso de
vidrio de su café con leche parecían intercambiar señales, como si se acabaran de encontrar, dos
fenómenos incomprensibles en el vasto universo, y trataran con más voluntad que esperanza de
hallar un lenguaje común.
Esa noche me confesó que era homosexual, tal como propagaban los exiliados, y que se iba
de México. Por un instante creí entender que se marchaba porque era homosexual. Pero no, un
amigo le había conseguido un trabajo en una agencia de fotógrafos de París y eso era algo con
lo que siempre había soñado. Tenía ganas de hablar y yo lo escuché. Me dijo que durante
algunos años había llevado con ¿pesar?, ¿discreción?, su inclinación sexual, sobre todo porque
él se consideraba de izquierdas y los compañeros veían con cierto prejuicio a los homosexuales.
Hablamos de la palabra invertido (hoy en desuso) que atraía como un imán paisajes desolados,
y del término colisa, que yo escribía con ese y que el Ojo pensaba se escribía con zeta.
Recuerdo que terminamos despotricando contra la izquierda chilena y que en algún
momento yo brindé por los luchadores chilenos errantes, una fracción numerosa de los
luchadores latinoamericanos errantes, entelequia compuesta de huérfanos que, como su nombre
indica, erraban por el ancho mundo ofreciendo sus servicios al mejor postor, que casi siempre,
por lo demás, era el peor. Pero después de reírnos el Ojo dijo que la violencia no era cosa suya.
Tuya sí, me dijo con una tristeza que entonces no entendí, pero no mía. Detesto la violencia. Yo
le aseguré que sentía lo mismo. Después nos pusimos a hablar de otras cosas, libros, películas, y
ya no nos volvimos a ver.
Un día supe que el Ojo se había marchado de México. Me lo comunicó un antiguo
compañero suyo del periódico. No me pareció extraño que no se hubiera despedido de mí. El
Ojo nunca se despedía de nadie. Yo nunca me despedía de nadie. Mis amigos mexicanos nunca
se despedían de nadie. A mi madre, sin embargo, le pareció un gesto de mala educación.
Dos o tres años después yo también me marché de México. Estuve en París, lo busqué (si
bien no con excesivo ahínco), no lo encontré. Con el paso del tiempo empecé a olvidar hasta su
rostro, aunque siempre persistió en mi memoria una forma de acercarse, un estar, una forma de
opinar desde cierta distancia y desde cierta tristeza nada enfática que asociaba con el Ojo Silva,
un Ojo Silva que ya no tenía rostro o que había adquirido un rostro de sombras, pero que aún
mantenía lo esencial, la memoria de su movimiento, una entidad casi abstracta pero en donde no
cabía la quietud.
Pasaron los años. Muchos años. Algunos amigos murieron. Yo me casé, tuve un hijo,
publiqué algunos libros.
En cierta ocasión tuve que ir a Berlín. La última noche, después de cenar con Heinrich von
Berenberg y su familia, cogí un taxi (aunque usualmente era Heinrich el que cada noche me iba
a dejar al hotel) al que ordené que se detuviera antes porque quería pasear un poco. El taxista
(un asiático ya mayor que escuchaba a Beethoven) me dejó a unas cinco cuadras del hotel. No
era muy tarde aunque casi no había gente por las calles. Atravesé una plaza. Sentado en un
banco estaba el Ojo. No lo reconocí hasta que él me habló. Dijo mi nombre y luego me
preguntó cómo estaba. Entonces me di la vuelta y lo miré durante un rato sin saber quién era. El
Ojo seguía sentado en el banco y sus ojos me miraban y luego miraban el suelo o a los lados,
los árboles enormes de la pequeña plaza berlinesa y las sombras que lo rodeaban a él con más
intensidad (eso creí entonces) que a mí. Di unos pasos hacia él y le pregunté quién era. Soy yo,
Mauricio Silva, dijo. ¿El Ojo Silva de Chile?, dije yo. Él asintió y sólo entonces lo vi sonreír.
Aquella noche conversamos casi hasta que amaneció. El Ojo vivía en Berlín desde hacía
algunos años y sabía encontrar los bares que permanecían abiertos toda la noche. Le pregunté
por su vida. A grandes rasgos me hizo un dibujo de los avatares del fotógrafo free lancer. Había
tenido casa en París, en Milán y ahora en Berlín, viviendas modestas en donde guardaba los
libros y de las que se ausentaba durante largas temporadas. Sólo cuando entramos al primer bar
pude apreciar cuánto había cambiado. Estaba mucho más flaco, el pelo entrecano y la cara
surcada de arrugas. Noté asimismo que bebía mucho más que en México. Quiso saber cosas de
mí. Por supuesto, nuestro encuentro no había sido casual. Mi nombre había aparecido en la
prensa y el Ojo lo leyó o alguien le dijo que un compatriota suyo daba una lectura o una
conferencia a la que no pudo ir, pero llamó por teléfono a la organización y consiguió las señas
de mi hotel. Cuando lo encontré en la plaza sólo estaba haciendo tiempo, dijo, y reflexionando a
la espera de mi llegada.
Me reí. Reencontrarlo, pensé, había sido un acontecimiento feliz. El Ojo seguía siendo una
persona rara y sin embargo asequible, alguien que no imponía su presencia, alguien al que le
podías decir adiós en cualquier momento de la noche y él sólo te diría adiós, sin un reproche,
sin un insulto, una especie de chileno ideal, estoico y amable, un ejemplar que nunca había
abundado mucho en Chile pero que sólo allí se podía encontrar.
Releo estas palabras y sé que peco de inexactitud. El Ojo jamás se hubiera permitido estas
generalizaciones. En cualquier caso, mientras estuvimos en los bares, sentados delante de un
whisky y de una cerveza sin alcohol, nuestro diálogo se desarrolló básicamente en el terreno de
las evocaciones, es decir fue un diálogo informativo y melancólico. El diálogo, en realidad el
monólogo, que de verdad me interesa es el que se produjo mientras volvíamos a mi hotel, a eso
de las dos de la mañana.
La casualidad quiso que se pusiera a hablar (o que se lanzara a hablar) mientras
atravesábamos la misma plaza en donde unas horas antes nos habíamos encontrado. Recuerdo
que hacía frío y que de repente escuché que el Ojo me decía que le gustaría contarme algo que
nunca antes le había contado a nadie. Lo miré. El Ojo tenía la vista puesta en el sendero de
baldosas que serpenteaba por la plaza. Le pregunté de qué se trataba. De un viaje, contestó en el
acto. ¿Y qué pasó en ese viaje?, le pregunté. Entonces el Ojo se detuvo y durante unos instantes
pareció existir sólo para contemplar las copas de los altos árboles alemanes y los fragmentos de
cielo y nubes que bullían silenciosamente por encima de éstos.
Algo terrible, dijo el Ojo. ¿Tú te acuerdas de una conversación que tuvimos en el Quito antes
de que me marchara de México? Sí, dije. ¿Te dije que era gay?, dijo el Ojo. Me dijiste que eras
homosexual, dije yo. Sentémonos, dijo el Ojo.
Juraría que lo vi sentarse en el mismo banco, como si yo aún no hubiera llegado, aún no
hubiera empezado a cruzar la plaza, y él estuviera esperándome y reflexionando sobre su vida y
sobre la historia que el destino o el azar lo obligaba a contarme. Alzó el cuello de su abrigo y
empezó a hablar. Yo encendí un cigarrillo y permanecí de pie. La historia del Ojo transcurría en
la India. Su oficio y no la curiosidad de turista lo había llevado hasta allí, en donde tenía que
realizar dos trabajos. El primero era el típico reportaje urbano, una mezcla de Marguerite Duras
y Hermann Hesse, el Ojo y yo sonreímos, hay gente así, dijo, gente que quiere ver la India a
medio camino entre India Song y Sidharta, y uno está para complacer a los editores. Así que el
primer reportaje había consistido en fotos donde se vislumbraban casas coloniales, jardines
derruidos, restaurantes de todo tipo, con predominio más bien del restaurante canalla o del
restaurante de familias que parecían canallas y sólo eran indias, y también fotos del extrarradio,
las zonas verdaderamente pobres, y luego el campo y las vías de comunicación, carreteras,
empalmes ferroviarios, autobuses y trenes que entraban y salían de la ciudad, sin olvidar la
naturaleza como en estado latente, una hibernación ajena al concepto de hibernación occidental,
árboles distintos a los árboles europeos, ríos y riachuelos, campos sembrados o secos, el
territorio de los santos, dijo el Ojo.
El segundo reportaje fotográfico era sobre el barrio de las putas de una ciudad de la India
cuyo nombre no conoceré nunca.
Aquí empieza la verdadera historia del Ojo. En aquel tiempo aún vivía en París y sus fotos
iban a ilustrar un texto de un conocido escritor francés que se había especializado en el
submundo de la prostitución. De hecho, su reportaje sólo era el primero de una serie que
comprendería barrios de tolerancia o zonas rojas de todo el mundo, cada una fotografiada por
un fotógrafo diferente, pero todas comentadas por el mismo escritor.
No sé a qué ciudad llegó el Ojo, tal vez Bombay, Calcuta, tal vez Benarés o Madrás,
recuerdo que se lo pregunté y que él ignoró mi pregunta. Lo cierto es que llegó a la India solo,
pues el escritor francés ya tenía escrita su crónica y él únicamente debía ilustrarla, y se dirigió a
los barrios que el texto del francés indicaba y comenzó a hacer fotografías. En sus planes -y en
los planes de sus editores- el trabajo y por lo tanto la estadía en la India no debía prolongarse
más allá de una semana. Se hospedó en un hotel en una zona tranquila, una habitación con aire
acondicionado y con una ventana que daba a un patio que no pertenecía al hotel y en donde
había dos árboles y una fuente entre los árboles y parte de una terraza en donde a veces
aparecían dos mujeres seguidas o precedidas de varios niños. Las mujeres vestían a la usanza
india, o lo que para el Ojo eran vestimentas indias, pero a los niños incluso una vez los vio con
corbatas. Por las tardes se desplazaba a la zona roja y hacía fotos y charlaba con las putas,
algunas jovencísimas y muy hermosas, otras un poco mayores o más estropeadas, con pinta de
matronas escépticas y poco locuaces. El olor, que al principio más bien lo molestaba, terminó
gustándole. Los chulos (no vio muchos) eran amables y trataban de comportarse como chulos
occidentales o tal vez (pero esto lo soñó después, en su habitación de hotel con aire
acondicionado) eran estos últimos quienes habían adoptado la gestualidad de los chulos
hindúes.
Una tarde lo invitaron a tener relación carnal con una de las putas. Se negó educadamente. El
chulo comprendió en el acto que el Ojo era homosexual y a la noche siguiente lo llevó a un
burdel de jóvenes maricas. Esa noche el Ojo enfermó. Ya estaba dentro de la India y no me
había dado cuenta, dijo estudiando las sombras del parque berlinés. ¿Qué hiciste?, le pregunté.
Nada. Miré y sonreí. Y no hice nada. Entonces a uno de los jóvenes se le ocurrió que tal vez al
visitante le agradara visitar otro tipo de establecimiento. Eso dedujo el Ojo, pues entre ellos no
hablaban en inglés. Así que salieron de aquella casa y caminaron por calles estrechas e infectas
hasta llegar a una casa cuya fachada era pequeña pero cuyo interior era un laberinto de pasillos,
habitaciones minúsculas y sombras de las que sobresalía, de tanto en tanto, un altar o un
oratorio.
Es costumbre en algunas partes de la India, me dijo el Ojo mirando el suelo, ofrecer un niño
a una deidad cuyo nombre no recuerdo. En un arranque desafortunado le hice notar que no sólo
no recordaba el nombre de la deidad sino que tampoco el nombre de la ciudad ni el de ninguna
persona de su historia. El Ojo me miró y sonrió. Trato de olvidar, dijo.
En ese momento me temí lo peor, me senté a su lado y durante un rato ambos permanecimos
con los cuellos de nuestros abrigos levantados y en silencio. Ofrecen un niño a ese dios, retomó
su historia tras escrutar la plaza en penumbras, como si temiera la cercanía de un desconocido, y
durante un tiempo que no sé mensurar el niño encarna al dios. Puede ser una semana, lo que
dure la procesión, un mes, un año, no lo sé. Se trata de una fiesta bárbara, prohibida por las
leyes de la república india, pero que se sigue celebrando. Durante el transcurso de la fiesta el
niño es colmado de regalos que sus padres reciben con gratitud y felicidad, pues suelen ser
pobres. Terminada la fiesta el niño es devuelto a su casa, o al agujero inmundo donde vive y
todo vuelve a recomenzar al cabo de un año.
La fiesta tiene la apariencia de una romería latinoamericana, sólo que tal vez es más alegre,
más bulliciosa y probablemente la intensidad de los que participan, de los que se saben
participantes, sea mayor. Con una sola diferencia. Al niño, días antes de que empiecen los
festejos, lo castran. El dios que se encarna en él durante la celebración exige un cuerpo de
hombre -aunque los niños no suelen tener más de siete años- sin la mácula de los atributos
masculinos. Así que los padres lo entregan a los médicos de la fiesta o a los barberos de la fiesta
o a los sacerdotes de la fiesta y éstos lo emasculan y cuando el niño se ha recuperado de la
operación comienza el festejo. Semanas o meses después, cuando todo ha acabado, el niño
vuelve a casa, pero ya es un castrado y los padres lo rechazan. Y entonces el niño acaba en un
burdel. Los hay de todas clases, dijo el Ojo con un suspiro. A mí, aquella noche, me llevaron al
peor de todos.
Durante un rato no hablamos. Yo encendí un cigarrillo. Después el Ojo me describió el
burdel y parecía que estaba describiendo una iglesia. Patios interiores techados. Galerías
abiertas. Celdas en donde gente a la que tú no veías espiaba todos tus movimientos. Le trajeron
a un joven castrado que no debía tener más de diez años. Parecía una niña aterrorizada, dijo el
Ojo. Aterrorizada y burlona al mismo tiempo. ¿Lo puedes entender? Me hago una idea, dije.
Volvimos a enmudecer. Cuando por fin pude hablar otra vez dije que no, que no me hacía
ninguna idea. Ni yo, dijo el Ojo. Nadie se puede hacer una idea. Ni la víctima, ni los verdugos,
ni los espectadores. Sólo una foto.
¿Le sacaste una foto?, dije. Me pareció que el Ojo era sacudido por un escalofrío. Saqué mi
cámara, dijo, y le hice una foto. Sabía que estaba condenándome para toda la eternidad, pero lo
hice.
Ignoro cuánto rato estuvimos en silencio. Sé que hacía frío pues yo en algún momento me
puse a temblar. A mi lado oí sollozar al Ojo un par de veces, pero preferí no mirarlo. Vi los
faros de un coche que pasaba por una de las calles laterales de la plaza. A través del follaje vi
encenderse una ventana.
Después el Ojo siguió hablando. Dijo que el niño le había sonreído y luego se había
escabullido mansamente por una de los pasillos de aquella casa incomprensible. En algún
momento uno de los chulos le sugirió que si allí no había nada de su agrado se marcharan. El
Ojo se negó. No podía irse. Se lo dijo así: no puedo irme todavía. Y era verdad, aunque él
desconocía qué era aquello que le impedía abandonar aquel antro para siempre. El chulo, sin
embargo, lo entendió y pidieron té o un brebaje parecido. El Ojo recuerda que se sentaron en el
suelo, sobre unas esteras o sobre unas alfombrillas estropeadas por el uso. La luz provenía de un
par de velas. Sobre la pared colgaba un póster con la efigie del dios. Durante un rato el Ojo miró
al dios y al principio se sintió atemorizado, pero luego sintió algo parecido a la rabia, tal vez al
odio.
Yo nunca he odiado a nadie, dijo mientras encendía un cigarrillo y dejaba que la primera
bocanada se perdiera en la noche berlinesa.
En algún momento, mientras el Ojo miraba la efigie del dios, aquellos que lo acompañaban
desaparecieron. Se quedó solo con una especie de puto de unos veinte años que hablaba inglés.
Y luego, tras unas palmadas, reapareció el niño. Yo estaba llorando, o yo creía que estaba
llorando, o el pobre puto creía que yo estaba llorando, pero nada era verdad. Yo intentaba
mantener una sonrisa en la cara (una cara que ya no me pertenecía, una cara que se estaba
alejando de mí como una hoja arrastrada por el viento), pero en mi interior lo único que hacía
era maquinar. No un plan, no una forma vaga de justicia, sino una voluntad.
Y después el Ojo y el puto y el niño se levantaron y recorrieron un pasillo mal iluminado y
otro pasillo peor iluminado (con el niño a un lado del Ojo, mirándolo, sonriéndole, y el joven
puto también le sonreía, y el Ojo asentía y prodigaba ciegamente las monedas y los billetes)
hasta llegar a una habitación en donde dormitaba el médico y junto a él otro niño con la piel aún
más oscura que la del niño castrado y menor que éste, tal vez seis años o siete, y el Ojo escuchó
las explicaciones del médico o del barbero o del sacerdote, unas explicaciones prolijas en donde
se mencionaba la tradición, las fiestas populares, el privilegio, la comunión, la embriaguez y la
santidad, y pudo ver los instrumentos quirúrgicos con que el niño iba a ser castrado aquella
madrugada o la siguiente, en cualquier caso el niño había llegado, pudo entender, aquel mismo
día al templo o al burdel, una medida preventiva, una medida higiénica, y había comido bien,
como si ya encarnara al dios, aunque lo que el Ojo vio fue un niño que lloraba medio dormido y
medio despierto, y también vio la mirada medio divertida y medio aterrorizada del niño castrado
que no se despegaba de su lado. Y entonces el Ojo se convirtió en otra cosa, aunque la palabra
que él empleó no fue "otra cosa" sino "madre".
Dijo madre y suspiró. Por fin. Madre.
Lo que sucedió a continuación de tan repetido es vulgar: la violencia de la que no podemos
escapar. El destino de los latinoamericanos nacidos en la década de los cincuenta. Por supuesto,
el Ojo intentó sin gran convicción el diálogo, el soborno, la amenaza. Lo único cierto es que
hubo violencia y poco después dejó atrás las calles de aquel barrio como si estuviera soñando y
transpirando a mares. Recuerda con viveza la sensación de exaltación que creció en su espíritu,
cada vez mayor, una alegría que se parecía peligrosamente a algo similar a la lucidez, pero que
no era (no podía ser) lucidez. También: la sombra que proyectaba su cuerpo y las sombras de
los dos niños que llevaba de la mano sobre los muros descascarados. En cualquier otra parte
hubiera concitado la atención. Allí, a aquella hora, nadie se fijó en él.
El resto, más que una historia o un argumento, es un itinerario. El Ojo volvió al hotel, metió
sus cosas en la maleta y se marchó con los niños. Primero en un taxi hasta una aldea o un barrio
de las afueras. Desde allí en un autobús hasta otra aldea en donde cogieron otro autobús que los
llevó a otra aldea. En algún punto de su fuga se subieron a un tren y viajaron toda la noche y
parte del día. El Ojo recordaba el rostro de los niños mirando por la ventana un paisaje que la
luz de la mañana iba deshilachando, como si nunca nada hubiera sido real salvo aquello que se
ofrecía, soberano y humilde, en el marco de la ventana de aquel tren misterioso.
Después cogieron otro autobús, y un taxi, y otro autobús, y otro tren, y hasta hicimos dedo,
dijo el Ojo mirando la silueta de los árboles berlineses pero en realidad mirando la silueta de
otros árboles, innombrables, imposibles, hasta que finalmente se detuvieron en una aldea en
alguna parte de la India y alquilaron una casa y descansaron.
Al cabo de dos meses el Ojo ya no tenía dinero y fue caminando hasta otra aldea desde
donde envió una carta al amigo que entonces tenía en París. Al cabo de quince días recibió un
giro bancario y tuvo que ir a cobrarlo a un pueblo más grande, que no era la aldea desde la que
había mandado la carta ni mucho menos la aldea en donde vivía. Los niños estaban bien.
Jugaban con otros niños, no iban a la escuela y a veces llegaban a casa con comida, hortalizas
que los vecinos les regalaban. A él no lo llamaban padre, como les había sugerido más que nada
como una medida de seguridad, para no atraer la atención de los curiosos, sino Ojo, tal como le
llamábamos nosotros. Ante los aldeanos, sin embargo, el Ojo decía que eran sus hijos. Se
inventó que la madre, india, había muerto hacía poco y él no quería volver a Europa. La historia
sonaba verídica. En sus pesadillas, no obstante, el Ojo soñaba que en mitad de la noche aparecía
la policía india y lo detenían con acusaciones indignas. Solía despertar temblando. Entonces se
acercaba a las esterillas en donde dormían los niños y la visión de éstos le daba fuerzas para
seguir, para dormir, para levantarse.
Se hizo agricultor. Cultivaba un pequeño huerto y en ocasiones trabajaba para los
campesinos ricos de la aldea. Los campesinos ricos, por supuesto, en realidad eran pobres, pero
menos pobres que los demás. El resto del tiempo lo dedicaba a enseñar inglés a los niños, y algo
de matemáticas, y a verlos jugar. Entre ellos hablaban en un idioma incomprensible. A veces los
veía detener los juegos y caminar por el campo como si de pronto se hubieran vuelto
sonámbulos. Los llamaba a gritos. A veces los niños fingían no oírlo y seguían caminando hasta
perderse. Otras veces volvían la cabeza y le sonreían.
¿Cuánto tiempo estuviste en la India?, le pregunté alarmado.
Un año y medio, dijo el Ojo, aunque a ciencia cierta no lo sabía.
En una ocasión su amigo de París llegó a la aldea. Todavía me quería, dijo el Ojo, aunque en
mi ausencia se había puesto a vivir con un mecánico argelino de la Renault. Se rió después de
decirlo. Yo también me reí. Todo era tan triste, dijo el Ojo. Su amigo que llegaba a la aldea a
bordo de un taxi cubierto de polvo rojizo, los niños corriendo detrás de un insecto, en medio de
unos matorrales secos, el viento que parecía traer buenas y malas noticias.
Pese a los ruegos del francés no volvió a París. Meses después recibió una carta de éste en
donde le comunicaba que la policía india no lo perseguía. Al parecer la gente del burdel no
había interpuesto denuncia alguna. La noticia no impidió que el Ojo siguiera sufriendo
pesadillas, sólo cambió la vestimenta de los personajes que lo detenían y lo zaherían: en lugar
de ser policías se convirtieron en esbirros de la secta del dios castrado. El resultado final era aún
más horroroso, me confesó el Ojo, pero yo ya me había acostumbrado a las pesadillas y de
alguna forma siempre supe que estaba en el interior de un sueño, que eso no era la realidad.
Después llegó la enfermedad a la aldea y los niños murieron. Yo también quería morirme,
dijo el Ojo, pero no tuve esa suerte.
Tras convalecer en una cabaña que la lluvia iba destrozando cada día, el Ojo abandonó la
aldea y volvió a la ciudad en donde había conocido a sus hijos. Con atenuada sorpresa
descubrió que no estaba tan distante como pensaba, la huida había sido en espiral y el regreso
fue relativamente breve. Una tarde, la tarde en que llegó a la ciudad, fue a visitar el burdel en
donde castraban a los niños. Sus habitaciones se habían convertido en viviendas en donde se
hacinaban familias enteras. Por los pasillos que recordaba solitarios y fúnebres ahora pululaban
niños que apenas sabían andar y viejos que ya no podían moverse y se arrastraban. Le pareció
una imagen del paraíso.
Aquella noche, cuando volvió a su hotel, sin poder dejar de llorar por sus hijos muertos, por
los niños castrados que él no había conocido, por su juventud perdida, por todos los jóvenes que
ya no eran jóvenes y por los jóvenes que murieron jóvenes, por los que lucharon por Salvador
Allende y por los que tuvieron miedo de luchar por Salvador Allende, llamó a su amigo francés,
que ahora vivía con un antiguo levantador de pesas búlgaro, y le pidió que le enviara un billete
de avión y algo de dinero para pagar el hotel.
Y su amigo francés le dijo que sí, que por supuesto, que lo haría de inmediato, y también le
dijo ¿qué es ese ruido?, ¿estás llorando?, y el Ojo dijo que sí, que no podía dejar de llorar, que
no sabía qué le pasaba, que llevaba horas llorando. Y su amigo francés le dijo que se calmara. Y
el Ojo se rió sin dejar de llorar y dijo que eso haría y colgó el teléfono. Y luego siguió llorando
sin parar.

martes, 3 de mayo de 2016

Roberto Bolaño.Consejos sobre el Arte de escribir cuentos.


(Fragmento)
Consejos sobre el arte de escribir cuentos
Roberto Bolaño
Como ya tengo 44 años, voy a dar algunos consejos sobre el arte de escribir cuentos.
1) Nunca abordes los cuentos de uno en uno, honestamente, uno puede estar escribiendo el
mismo cuento hasta el día de su muerte.
2) Lo mejor es escribir los cuentos de tres en tres, o de cinco en cinco. Si te ves con energía
suficiente, escríbelos de nueve en nueve o de quince en quince.
3) Cuidado: la tentación de escribirlos de dos en dos es tan peligrosa como dedicarse a
escribirlos de uno en uno, pero lleva en su interior el mismo juego sucio y pegajoso de los
espejos amantes.
4) Hay que leer a Quiroga, hay que leer a Felisberto Hernández y hay que leer a Borges. Hay
que leer a Rulfo, a Monterroso, a García Márquez. Un cuentista que tenga un poco de aprecio
por su obra no leerá jamás a Cela ni a Umbral. Sí que leerá a Cortázar y a Bioy Casares, pero en
modo alguno a Cela y a Umbral.
5) Lo repito una vez más por si no ha quedado claro: a Cela y a Umbral, ni en pintura.
6) Un cuentista debe ser valiente. Es triste reconocerlo, pero es así.
7) Los cuentistas suelen jactarse de haber leído a Petrus Borel. De hecho, es notorio que muchos
cuentistas intentan imitar a Petrus Borel. Gran error: ¡Deberían imitar a Petrus Borel en el
vestir! ¡Pero la verdad es que de Petrus Borel apenas saben nada! ¡Ni de Gautier, ni de Nerval!
8) Bueno: lleguemos a un acuerdo. Lean a Petrus Borel, vístanse como Petrus Borel, pero lean
también a Jules Renard y a Marcel Schwob, sobre todo lean a Marcel Schwob y de éste pasen a
Alfonso Reyes y de ahí a Borges.
9) La verdad es que con Edgar Allan Poe todos tendríamos de sobra.
10) Piensen en el punto número nueve. Uno debe pensar en el nueve. De ser posible: de rodillas.
11) Libros y autores altamente recomendables: De lo Sublime del Seudo Longino; los sonetos
del desdichado y valiente Philip Sidney, cuya biografía escribió Lord Brooke; La antología de
Spoon River de Edgar Lee Masters; Suicidios ejemplares de Vila Matas.
12) Lean estos libros y lean también a Chéjov y a Raymond Carver, uno de los dos es el mejor
cuentista que ha dado este siglo.
Noviembre, 2001.
Roberto Bolaño
Una aventura literaria
B escribe un libro en donde se burla, bajo máscaras diversas, de ciertos escritores, aunque más
ajustado sería decir de ciertos arquetipos de escritores. En uno de los relatos aborda la figura de
A, un autor de su misma edad pero que a diferencia de él es famoso, tiene dinero, es leído, las
mayores ambiciones (y en ese orden) a las que puede aspirar un hombre de letras. B no es
famoso ni tiene dinero y sus poemas se imprimen en revistas minoritarias. Sin embargo entre A
y B no todo son diferencias. Ambos provienen de familias de la pequeña burguesía o de un
proletariado más o menos acomodado. Ambos son de izquierdas, comparten una parecida
curiosidad intelectual, las mismas carencias educativas. La meteórica carrera de A, sin embargo,
ha dado a sus escritos un aire de gazmoñería que a B, lector ávido, le parece insoportable. A, al
principio desde los periódicos pero cada vez más a menudo desde las páginas de sus nuevos
libros, pontifica sobre todo lo existente, humano o divino, con pesadez académica, con el talante
de quien se ha servido de la literatura para alcanzar una posición social, una respetabilidad, y
desde su torre de nuevo rico dispara sobre todo aquello que pudiera empañar el espejo en el que
ahora se contempla, en el que ahora contempla el mundo. Para B, en resumen, A se ha
convertido en un meapilas.
B, decíamos, escribe un libro y en uno de los capítulos se burla de A. La burla no es cruenta
(sobre todo teniendo en cuenta que se trata sólo de un capítulo de un libro más o menos
extenso). Crea un personaje, Alvaro Medina Mena, escritor de éxito, y lo hace expresar las
mismas opiniones que A. Cambian los escenarios: en donde A despotrica contra la pornografía,
Medina Mena lo hace contra la violencia, en donde A argumenta contra el mercantilismo en el
arte contemporáneo, Medina Mena se llena de razones que esgrimir contra la pornografía. La
historia de Medina Mena no sobresale entre el resto de historias, la mayoría mejores (si no
mejor escritas, sí mejor organizadas). El libro de B se publica –es la primera vez que B publica
en una editorial grande– y comienza a recibir críticas. Al principio su libro pasa desapercibido.
Luego, en uno de los principales periódicos del país, A publica una reseña absolutamente
elogiosa, entusiasta, que arrastra a los demás críticos y convierte el libro de B en un discreto
éxito de ventas. B, por supuesto, se siente incómodo. Al menos eso es lo que siente al principio,
luego, como suele suceder, encuentra natural (o al menos lógico) que A alabara su libro; éste,
sin duda, es notable en más de un aspecto y A, sin duda, en el fondo no es un mal crítico.
Pero al cabo de dos meses, en una entrevista aparecida en otro periódico (no tan importante
como aquel en donde publicó su reseña), A menciona una vez más el libro de B, de forma por
demás elogiosa, tachándolo de altamente recomendable: «Un espejo que no se empaña» En el
tono de A, sin embargo, B cree descubrir algo, un mensaje entre líneas, como si el escritor
famoso le dijera: no creas que me has engañado, sé que me retrataste, sé que te burlaste de mí.
Ensalza mi libro, piensa B, para después dejarlo caer. O bien ensalza mi libro para que nadie lo
identifique con el Personaje de Medina Mena. O bien no se ha dado cuenta de nada y nuestro
encuentro escritor–lector ha sido un encuentro feliz. Todas las posibilidades le parecen nefastas.
B no cree en los encuentros felices (es decir inocentes, es decir simples) y comienza a hacer
todo lo posible para conocer personalmente a A. En su fuero interno sabe que A se ha visto
retratado en el personaje de Medina Mena. Al menos tiene la razonable convicción de que A ha
leído todo su libro y que lo ha leído tal como a él le gustaría que lo leyeran. ¿Pero entonces por
qué se ha referido a él de esa manera? ¿Por qué elogiar algo donde se burlan –y ahora B cree
que la burla, además de desmesurada, tal vez ha sido un poco injustificada– de ti? No encuentra
explicación. La única plausible es que A no se haya dado cuenta de la sátira, probabilidad nada
despreciable dado que A cada vez es más imbécil (B lee todos sus artículos, todos los que han
aparecido después de la reseña elogiosa y hay mañanas en que, si pudiera, machacaría a
puñetazos su cara, la cara de A cada vez más pacata, más imbuida por la santa verdad y por la
santa impaciencia, como si A se creyera la reencarnación de Unamuno o algo parecido).
Así que hace todo lo posible por conocerlo, pero no tiene éxito. Viven en ciudades diferentes. A
viaja mucho y no siempre es seguro encontrarlo en su casa. Su teléfono casi siempre marca
ocupado o es el contestador automático el que recibe la llamada y cuando esto sucede B cuelga
en el acto pues le aterrorizan los contestadores automáticos.
Al cabo de un tiempo B decide que jamás se pondrá en contacto con A. Intenta olvidar el
asunto, casi lo consigue. Escribe un nuevo libro. Cuando se publica A es el primero en
reseñarlo. Su velocidad es tan grande que desafía cualquier disciplina de lectura, piensa B. El
libro ha sido enviado a los críticos un jueves y el sábado aparece la reseña de A, por lo menos
cinco folios, donde demuestra, además, que su lectura es profunda y razonable, una lectura
lúcida, clarificadora incluso para el propio B, que observa aspectos de su libro que antes había
pasado por alto. Al principio B se siente agradecido, halagado. Después se siente aterrorizado.
Comprende, de golpe, que es imposible que A leyera el libro entre el día en que la editorial lo
envió a los críticos y el día en que lo publicó el periódico: un libro enviado el jueves, tal como
va el correo en España, en el mejor de los casos llegaría el lunes de la semana siguiente. La
primera posibilidad que a B se le ocurre es que A escribiera la reseña sin haber leído el libro,
pero rápidamente rechaza esta idea. A, es innegable, ha leído y muy bien leído su libro. La
segunda posibilidad es más factible: que A obtuviera el libro directamente en la editorial. B
telefonea a la editorial, habla con la encargada de ventas, le pregunta cómo es posible que A ya
haya leído su libro. La encargada no tiene idea (aunque ha leído la reseña y está contenta) y le
promete averiguarlo. B, casi de rodillas, si es que alguien se puede poner de rodillas
telefónicamente, le suplica que lo llame esa misma noche. El resto del día, como no podía ser
menos, lo pasa imaginando historias, cada una más disparatada que la anterior. A las nueve de
la noche, desde su casa, lo telefonea la encargada de ventas. No hay ningún misterio, por
supuesto, A estuvo en la editorial días antes y se fue con un ejemplar del libro de B con el
tiempo suficiente como para leerlo con calma y escribir la reseña. La noticia devuelve la
serenidad a B. Intenta preparar la cena pero no tiene nada en la nevera y decide salir a comer
fuera. Se lleva el periódico en donde está la reseña. Al principio camina sin rumbo por calles
desiertas, luego encuentra una fonda abierta en la que nunca ha estado antes y entra. Todas las
mesas están desocupadas. B se sienta junto a la ventana, en un rincón apartado de la chimenea
que débilmente calienta el comedor. Una muchacha le pregunta qué quiere. B dice que quiere
comer. La muchacha es muy hermosa y tiene el pelo largo y despeinado, como si se acabara de
levantar. B pide una sopa y después un plato de verduras con carne. Mientras espera vuelve a
leer la reseña. Tengo que ver a A, piensa. Tengo que decirle que estoy arrepentido, que no quise
jugar a esto, piensa. La reseña, sin embargo, es inofensiva: no dice nada que más tarde no vayan
a decir otros reseñistas, si acaso está mejor escrita (A sabe escribir, piensa B con desgana, tal
vez con resignación). La comida le sabe a tierra, a materias putrefactas, a sangre. El frío del
restaurante lo cala hasta los huesos. Esa noche enferma del estómago y a la mañana siguiente se
arrastra como puede hasta el ambulatorio. La doctora que lo atiende le receta antibióticos y una
dieta suave durante una semana. Acostado, sin ganas de salir de casa, B decide llamar a un
amigo y contarle toda la historia. Al principio duda a quién llamar. ¿Y si llamo a A y se lo
cuento a él?, piensa. Pero no, A, en el mejor de los casos, lo achacaría todo a una coincidencia y
acto seguido se dedicaría a leer bajo otra luz los textos de B para posteriormente proceder a
demolerlo. En el peor, se haría el desentendido. Al final, B no llama a nadie y muy pronto un
miedo de otra naturaleza crece en su interior: el de que alguien, un lector anónimo, se hubiera
dado cuenta de que Alvaro Medina Mena es un trasunto de A. La situación, tal como ya está, le
parece horrenda. Con más de dos personas en el secreto, cavila, puede llegar a ser insoportable.
¿Pero quiénes son los potenciales lectores capaces de percibir la identidad de Alvaro Medina
Mena? En teoría los tres mil quinientos de la primera edición de su libro, en la práctica sólo
unos pocos, los lectores devotos de A, los aficionados a los crucigramas, los que, como él,
estaban hartos de tanta moralina y catequesis de final de milenio. ¿Pero qué puede hacer B para
que nadie más se dé cuenta? No lo sabe. Baraja varias posibilidades, desde escribir una reseña
elogiosa en grado extremo del próximo libro de A hasta escribir un pequeño libro sobre toda la
obra de A (incluidos sus malhadados artículos de periódico); desde llamarlo por teléfono y
poner las cartas boca arriba (¿pero qué cartas?) hasta visitarlo una noche, acorralarlo en el
zaguán de su piso, obligarlo por la fuerza a que confiese cuál es su propósito, qué pretende al
pegarse como lapa a su obra, qué reparaciones son las que de manera implícita está exigiendo
con tal actitud.
Finalmente B no hace nada.
Su nuevo libro obtiene buenas críticas pero escaso éxito de público. A nadie le parece extraño
que A apueste por él. De hecho, A, cuando no está de lleno en el papel de Catón de las letras (y
de la política) españolas, es bastante generoso con los nuevos escritores que saltan a la palestra.
Al cabo de un tiempo B olvida todo el asunto. Posiblemente, se consuela, producto de su
imaginación desbordada por la publicación de dos libros en editoriales de prestigio, producto de
sus miedos desconocidos, producto de su sistema nervioso desgastado por tantos años de trabajo
y de anonimato. Así que se olvida de todo y al cabo de un tiempo, en efecto, el incidente es tan
sólo una anécdota algo desmesurada en el interior de su memoria. Un día, sin embargo, lo
invitan a un coloquio sobre nueva literatura a celebrarse en Madrid.
B acude encantado de la vida. Está a punto de terminar otro libro y el coloquio, piensa, le
servirá como plataforma para su futuro lanzamiento. El viaje y la estancia en el hotel, por
supuesto, están pagados y B quiere aprovechar los pocos días de estadía en la capital para
visitar museos y descansar. El coloquio dura dos días y B participa en la jornada inaugural y
asiste como espectador a la última. Al finalizar ésta, los literatos, en masa, son conducidos a la
casa de la condesa de Bahamontes, letraherida y mecenas de múltiples eventos culturales, entre
los que destacan una revista de poesía, tal vez la mejor de las que aparecen en la capital, y una
beca para escritores que lleva su nombre. B, que en Madrid no conoce a nadie, está en el grupo
que acude a cerrar la velada a casa de la condesa. La fiesta, precedida por una cena ligera pero
deliciosa y bien regada con vinos de cosecha propia, se alarga hasta altas horas de la
madrugada. Al principio, los participantes no son más de quince pero con el paso de las horas se
van sumando al convite una variopinta galería de artistas en la que no faltan escritores pero
donde es dable encontrar, también, a cineastas, actores, pintores, presentadores de televisión,
toreros.
En determinado momento, B tiene el privilegio de ser presentado a la condesa y el honor de que
ésta se lo lleve aparte, a un rincón de la terraza desde la que se domina el jardín. Allá abajo lo
espera un amigo, dice la condesa con una sonrisa y señalando con el mentón una glorieta de
madera rodeada de plátanos, palmeras, pinos. B la contempla sin entender. La condesa, piensa,
en alguna remota época de su vida debió ser bonita pero ahora es un amasijo de carne y
cartílagos movedizos. B no se atreve a preguntar por la identidad del «amigo». Asiente, asegura
que bajará de inmediato, pero no se mueve. La condesa tampoco se mueve y por un instante
ambos permanecen en silencio, mirándose a la cara, como si se hubieran conocido (y amado u
odiado) en otra vida. Pero pronto a la condesa la reclaman sus otros invitados y B se queda solo,
contemplando temeroso el jardín y la glorieta donde, al cabo de un rato, distingue a una persona
o el movimiento fugaz de una sombra. Debe ser A, piensa, y acto seguido, conclusión lógica:
debe estar armado.
Al principio B piensa en huir. No tarda en comprender que la única salida que conoce pasa
cerca de la glorieta, por lo que la mejor manera de huir sería permanecer en alguna de las
innumerables habitaciones de la casa y esperar que amanezca. Pero tal vez no sea A, piensa B,
tal vez se trate del director de una revista, de un editor, de algún escritor o escritora que desea
conocerme. Casi sin darse cuenta B abandona la terraza, consigue una copa, comienza a bajar
las escaleras y sale al jardín. Allí enciende un cigarrillo y se aproxima sin prisas a la glorieta. Al
llegar no encuentra a nadie, pero tiene la certeza de que alguien ha estado allí y decide esperar.
Al cabo de una hora, aburrido y cansado, vuelve a la casa. Pregunta, a los escasos invitados que
deambulan como sonámbulos o como actores de una pieza teatral excesivamente lenta, por la
condesa y nadie sabe darle una respuesta coherente. Un camarero (que lo mismo puede estar al
servicio de la condesa o haber sido invitado por ésta a la fiesta) le dice que la dueña de casa
seguramente se ha retirado a sus habitaciones, tal como acostumbra, la edad, ya se sabe. B
asiente y piensa que, en efecto, la edad ya no permite muchos excesos. Después se despide del
camarero, se dan la mano y vuelve caminando al hotel. En la travesía invierte más de dos horas.
Al día siguiente, en vez de tomar el avión de regreso a su ciudad, B dedica la mañana a
trasladarse a un hotel más barato donde se instala como si planeara quedarse a vivir mucho
tiempo en la capital y luego se pasa toda la tarde llamando por teléfono a casa de A. En las
primeras llamadas sólo escucha el contestador automático. Es la voz de A y de una mujer que
dicen, uno después del otro y con un tono festivo, que no están, que volverán dentro de un rato,
que dejen el mensaje y que si es algo importante dejen también un teléfono al que ellos puedan
llamar. Al cabo de varias llamadas (sin dejar mensaje) B se ha hecho algunas ideas respecto a A
y a su compañera, a la entidad desconocida que ambos componen. Primero, la voz de la mujer.
Es una mujer joven, mucho más joven que él y que A, posiblemente enérgica, dispuesta a
hacerse un lugar en la vida de A y a hacer respetar su lugar. Pobre idiota, piensa B. Después, la
voz de A. Un arquetipo de serenidad, la voz de Catón. Este tipo, piensa B, tiene un año menos
que yo pero parece como si me llevara quince o veinte. Finalmente, el mensaje: ¿por qué el tono
de alegría?, ¿por qué piensan que si es algo importante el que llama va a dejar de intentarlo y se
va a contentar con dejar su número de teléfono?, ¿por qué hablan como si interpretaran una obra
de teatro, para dejar claro que allí viven dos personas o para explicitar la felicidad que los
embarga como pareja? Por supuesto, ninguna de las preguntas que B se hace obtiene respuesta.
Pero sigue llamando, una vez cada media hora, aproximadamente, y a las diez de la noche,
desde la cabina de un restaurante económico, le contesta una voz de mujer. Al principio,
sorprendido, B no sabe qué decir. Quién es, pregunta la mujer. Lo repite varias veces y luego
guarda silencio, pero sin colgar, como si le diera a B la ocasión de decidirse a hablar. Después,
en un gesto que se adivina lento y reflexivo, la mujer cuelga. Media hora más tarde, desde un
teléfono de la calle, B vuelve a llamar. Nuevamente es la mujer la que descuelga el teléfono, la
que pregunta, la que espera una respuesta. Quiero ver a A, dice B. Debería haber dicho: quiero
hablar con A. Al menos, la mujer lo entiende así y se lo hace notar. B no contesta, pide perdón,
insiste en que quiere ver a A. De parte de quién, dice la mujer. Soy B, dice B. La mujer duda
unos segundos, como si pensara quién es B y al cabo dice muy bien, espere un momento. Su
tono de voz no ha cambiado, piensa B, no trasluce ningún temor ni ninguna amenaza. Por el
teléfono, que la mujer ha dejado seguramente sobre una mesilla o sillón o colgando de la pared
de la cocina, oye voces. Las voces, ciertamente ininteligibles, son de un hombre y una mujer, A
y su joven compañera, piensa B, pero luego se une a esas voces la de una tercera persona, un
hombre, alguien con la voz mucho más grave. En un primer momento parece que conversan,
que A es incapaz de no prolongar aunque sólo sea un instante una conversación interesante en
grado sumo. Después, B cree que más bien están discutiendo. O que tardan en ponerse de
acuerdo sobre algo de extrema importancia antes de que A coja de una vez por todas el teléfono.
Y en la espera o en la incertidumbre alguien grita, tal vez A. Después se hace un silencio
repentino, como si una mujer invisible taponara con cera los oídos de B. Y después (después de
varias monedas de un duro) alguien cuelga silenciosamente, piadosamente, el teléfono.
Esa noche B no puede dormir. Se reprocha todo lo que no hizo. Primero pensó en insistir pero
decidió llevado por una superstición cambiar de cabina. Los dos siguientes teléfonos que
encontró estaban estropeados (la capital era una ciudad descuidada, incluso sucia) y cuando por
fin encontró uno en condiciones, al meter las monedas se dio cuenta de que las manos le
temblaban como si hubiera sufrido un ataque. La visión de sus manos lo desconsoló tanto que
estuvo a punto de echarse a llorar. Razonablemente, pensó que lo mejor era acopiar fuerzas y
que para eso nada mejor que un bar. Así que se puso a caminar y al cabo de un rato, después de
haber desechado varios bares por motivos diversos y en ocasiones contradictorios, entró en un
establecimiento pequeño e iluminado en exceso en donde se hacinaban más de treinta personas.
El ambiente del bar, como no tardó en notar, era de una camaradería indiscriminada y
bulliciosa. De pronto se encontró hablando con personas que no conocía de nada y que
normalmente (en su ciudad, en su vida cotidiana) hubiera mantenido a distancia. Se celebraba
una despedida de soltero o la victoria de uno de los dos equipos de fútbol locales. Volvió al
hotel de madrugada, sintiéndose vagamente avergonzado.
Al día siguiente, en lugar de buscar un sitio donde comer (descubrió sin asombro que era
incapaz de probar bocado), B se instala en la primera cabina que encuentra, en una calle
bastante ruidosa, y telefonea a A. Una vez más, contesta la mujer. Contra lo que B esperaba, es
reconocido de inmediato. A no está, dice la mujer, pero quiere verte. Y tras un silencio:
sentimos mucho lo que pasó ayer. ¿Qué pasó ayer?, dice B sinceramente. Te tuvimos esperando
y luego colgamos. Es decir, colgué yo. A quería hablar contigo, pero a mí me pareció que no era
oportuno. ¿Por qué no era oportuno?, dice B, perdido ya cualquier atisbo de discreción. Por
varias razones, dice la mujer... A no se encuentra muy bien de salud... Cuando habla por
teléfono se excita demasiado... Estaba trabajando y no es conveniente interrumpirlo... A B la
voz de la mujer ya no le parece tan juvenil. Ciertamente está mintiendo: ni siquiera se toma el
trabajo de buscar mentiras convincentes, además no menciona al hombre de la voz grave. Pese a
todo, a B le parece encantadora. Miente como una niña mimada y sabe de antemano que yo
perdonaré sus mentiras. Por otra parte, su manera de proteger a A de alguna forma es como si
realzara su propia belleza. ¿Cuánto tiempo vas a estar en la ciudad?, dice la mujer. Sólo hasta
que vea a A, luego me iré, dice B. Ya, ya, ya, dice la mujer (a B se le ponen los pelos de punta)
y reflexiona en silencio durante un rato. Esos segundos o esos minutos B los emplea en
imaginar su rostro. El resultado, aunque vacilante, es turbador. Lo mejor será que vengas esta
noche, dice la mujer, ¿tienes la dirección? Sí, dice B. Muy bien, te esperamos a cenar a las
ocho. De acuerdo, dice B con un hilo de voz y cuelga.
El resto del día B se lo pasa caminando de un sitio a otro, como un vagabundo o como un
enfermo mental. Por supuesto, no visita ni un solo museo aunque sí entra a un par de librerías
en donde compra el último libro de A. Se instala en un parque y lo lee. El libro es fascinante,
aunque cada página rezuma tristeza. Qué buen escritor es A, piensa B. Considera su propia
obra, maculada por la sátira y por la rabia y la compara desfavorablemente con la obra de A.
Después se queda dormido al sol y cuando despierta el parque está lleno de mendigos y yonquis
que a primera vista dan la impresión de movimiento pero que en realidad no se mueven, aunque
tampoco pueda afirmarse con propiedad que están quietos.
B vuelve a su hotel, se baña, se afeita, se pone la ropa que usó durante el primer día de estancia
en la ciudad y que es la más limpia que tiene, y luego vuelve a salir a la calle. A vive en el
centro, en un viejo edificio de cinco plantas. Llama por el portero automático y una voz de
mujer le pregunta quién es. Soy B, dice B. Pasa, dice la mujer y el zumbido de la puerta que se
abre dura hasta que B alcanza el ascensor. E incluso mientras el ascensor lo sube al piso de A, B
cree oír el zumbido, como si tras sí arrastrara una larga cola de lagartija o de serpiente.
En el rellano, junto a la puerta abierta, A lo está esperando. Es alto, pálido, un poco más gordo
que en las fotos. Sonríe con algo de timidez. B siente por un momento que toda la fuerza que le
ha servido para llegar a casa de A se evapora en un segundo. Se repone, intenta una sonrisa,
alarga la mano. Sobre todo, piensa, evitar escenas violentas, sobre todo evitar el melodrama.
Por fin, dice A, cómo estás. Muy bien, dice B.

sábado, 30 de abril de 2016

Pio Baroja. Novela. Las mascaradas sangrientas.



Esta novela forma una trilogía con Las figuras de cera y La nave de los locos. Está fechada a comienzo del otoño de 1927. Aunque queda dentro del ciclo de las Memorias de un hombre de acción, el motivo central de ella, se lo dio al novelista un crimen ocurrido en Guipúzcoa poco antes de que la terminara: el crimen de Beizama. La opinión del pueblo vasco se dividió, como tantas veces, en dos sectores políticos al buscarse a los responsables. La derecha en conjunto negó la culpabilidad de los detenidos como autores del crimen. La izquierda los consideró culpables. Pío Baroja quiso conocer a estos en la cárcel y después llevó a cabo encuestas diferentes en el lugar del crimen y sus alrededores. Utilizando sus notas detalladas compuso un relato que es, sin duda, uno de los más dramáticos de la serie.
Además, en esta novela se dan fin a las dos tramas que han ido desarrollando a lo largo de esta trilogía: la de Chipiteguy, Manón y Álvaro Sánchez de Mendoza por una parte, y la de Aviraneta y su Simancas por otra.


 PRÓLOGO

UN TANTO CONCEPTUOSO Y ALAMBICADO, A LA MANERA ANTIGUA

HABÍA llegado el autor —don Pedro Leguía y Gaztelumendi— al comenzar este tomo de su obra, quizá más antihistórica que histórica, a los primeros meses de 1839, a los preliminares del Convenio de Vergara.
Se encontraba nuestro amigo ante un mundo de intrigas, de contiendas, de oscuridades y de confusiones.
La atmósfera se hallaba cargada de nubes bajas, pesadas, amenazadoras, con resplandores tempestuosos; el país escindido en dos campos: el uno, rural, tradicional, enamorado de lo viejo; el otro, revolucionario, ciudadano, moderno, al menos en sus intenciones.
En cada campo reinaba la división, la subdivisión, el parcelamiento, la anarquía, el odio, el encono, la insidia y los horrores presididos por la Discordia, la diosa maléfica hija de la Noche.
En el campo carlista y rural, Maroto contra Don Carlos, la corte y Cabrera contra Maroto, los realistas puros contra los reformistas, los militares contra los burócratas, los guerrilleros contra los hojalateros, los vascos contra los castellanos y los castellanos contra los vascos.
En el campo liberal y ciudadano, Narváez claramente contra Espartero, Espartero contra Cristina, los exaltados contra los moderados, los progresistas contra los conservadores y partidarios del despotismo ilustrado, los masones escoceses contra los demás hijos carnavalescos de Hiram y los románticos contra los clásicos, hartos de las tocatas viejas de Apolo y enamorados de las nuevas de Pan, aun con el riesgo de ver alargarse demasiado sus orejas.
En los dos bandos, los brutos contra los inteligentes; aquellos siempre defendidos, estos siempre sin defensa, cosa triste, pero comprensible y humana.
En este ambiente de rivalidades y disidencias, en medio de la desunión y del caos y de la embestida insidiosa y eterna de los partidarios del dios orgiástico de Tracia contra el perfilado y repipiado hijo de Latona, la vieja España iba tropezando y desangrándose con las heridas al descubierto.
No había español que contemplara la partida con ojos de filósofo. Seguramente nadie pensaba, al ver el ciclo de los acontecimientos, en la vuelta eterna de las cosas, en el posible cambio de los tópicos del momento, ni en las tres aparatosas hipóstasis que, salidas de la cátedra de una Universidad germánica, habían dado la vuelta por el orbe. La raza española entonces no pretendía ni podía ver a lo lejos. Todos asistían a la contienda deseando intervenir. Aviraneta también desde su rincón seguía la lucha con su mirada clara de fuina y aconsejaba a los suyos un movimiento de la torre o del alfil para dar el jaque pronto a los enemigos.
El autor pensaba seguir buceando y buscando en las tinieblas la huella de las maquinaciones, débiles y míseras, a pesar de su intensa perfidia; pensaba discriminarlas con más o menos arte, cuando apareció ante sus ojos un resplandor sangriento como una aurora boreal.
A la discriminación pensada quitaba valor de repente el fulgor del crimen. Era el zigzag cárdeno del relámpago en medio de la noche oscura, la luz súbita que da forma por un instante al paisaje exterior y al psicológico.
A la claridad de esta pasajera iluminación espectral, el autor siguió adelante, creyendo ya orientarse más fácilmente entre la sombra de la noche sin estrellas que reina en los dominios fúnebres del Orco…
Para muchos jóvenes dandys de la literatura académica y acaramelada, siempre gálica, naturalmente, de la vanguardia o de la retaguardia, ese disco rojo del crimen no puede servir más que para iluminar antros del folletín y del melodrama, antros, quizá, de cartón pintado. Nosotros, sin duda más ingenuos y menos apolínicos, sin gran temor al percance del rey Midas, del alargamiento de las orejas, no participamos de esa creencia y nos atrae la llama roja y siniestra que alumbra los rincones oscuros y sombríos del espíritu y que deja luego un halo siniestro alrededor de las figuras monstruosas, admirables a veces en su morfología teratológica. ¿Cómo rechazar ningún resplandor que pueda esclarecer la turbia condición de la naturaleza humana, su esencia y su metabolismo?
Es sugestiva la luz de la lámpara que brilla en las zonas inmaculadas donde nacen los pensamientos puros, inefables en su pureza; donde moran las madres del viejo Goethe; pero también es sugestivo el fulgor de la antorcha dostoievskiana, que ilumina el borde del abismo negro poblado por los dragones y las quimeras. Es admirable la llama del ara en el bosque sagrado; pero también lo es la claridad sospechosa en la ventana del garito o de la taberna vigilada por la Policía. Está llena de misterio la luz de Sirio en las noches limpias y estrelladas; mas también lo está la linterna del trapero en el callejón miserable de la gran urbe.
Todo lo que vive, se mueve, se agita, llevado por un ímpetu vital, por un apetito interior de poseer, sea bueno o sea malo, vicioso o virtuoso, delicado o grosero, alto o bajo, nos interesa a los hombres. Su clasificación, su jerarquía, su importancia académica, no nos importa; que se llame tragedia, folletín, melodrama o sainete, es cosa que nos deja fríos.
El autor, atraído como un niño por la claridad pasajera y siniestra que ha esclarecido su camino, ha ido dejando la penumbra apagada de la intriga, para entrar en la zona de la luz cruda del crimen; ha abandonado la contemplación de las figuras de cera animadas por el bermellón y el colorete, para contemplar la incolora y enigmática máscara de la Gorgona; ha olvidado la vida marchita por la triunfante tanatología; ha dejado la curiosidad histórica y hegeliana por la ansiedad tumultuosa y pánica…
Como el guion en las bandadas de los pájaros emigrantes revolotea en la alta atmósfera para buscar su rumbo, y, ya encontrado este, se lanza con las alas desplegadas en una dirección fija e invariable —brújula viva—, sin vacilar un momento, así el autor, viejo y dilecto amigo nuestro, marcha en su libro planeando a la vista del crimen, con el corazón un poco ligero y la jovialidad honda del que sintió en otro tiempo, en las acciones algo peligrosas, la embriaguez plebeya y dionisíaca…

Fuente: Editorial Planeta.

viernes, 29 de abril de 2016

Carlos Fuentes. Cervantes o la crítica de la lectura.


II
(En la gráfica: Carlos Fuentes y Silvia Lemus).
En El arco y la lira, Octavio Paz define a la novela
como "la épica de una sociedad en lucha ·consigo
misma". Si en su origen la palabra "novela" significa
"portadora de novedades", no es la menor de
ellas esta extrañeza: una épica crírica y contradictoria.
Como indica Paz, en la épica clásica pueden
combatir dos mundos, el sobrenatural y d humano,
pero esa lucha no implica ambigüedad aLguna.
"Ni Aquiles ni el Cid . dudan de las ideas,
creencias e instituciones de su mundo ... El héroe
épico nunca es rebelde y el acto heroico generalmente
tiende a restablecer el orden ancestral,
violado por una falta mítica."
En la épica fidedigna concurren por lo menos
tres características. La escritura y la lectura épicas
son previas, unívocas y denotadas. Las tres pueden
reducirse a un significado: la identidad entre
la epopeya y el orden de la realidad en el que la
épica se sustenta. Esa identidad es, además, una
sanción del orden: el de la polis griega, el imperi
um romano o la civitas medieval. Forma y
norma épicas coinciden totalmente: nada instruye
entre el significante y el significado en La I/iada,
La Eneida o la Canción de Rolando.
El tema poético de la epopeya, como dice Ortega
y Gasset, existe previamente de una vez para
siempre: "Homero cree que las cosas acontecieron
como sus hexámetros nos refieren; el auditorio
lo creía también. Más aún: Homero no pretende
contar nada nuevo. Lo que él cuenta lo
sabe ya el público, y Homero sabe que lo sabe."
De esta manera, la épica excluye la ruptura radical
o el punto de partida inédiro, la pretensión de
originalidad, la re-escritura o la pluralidad de lecturas.
La épica es un tribunal sin apelación.
Nada puede apartar a Penélope de su fiel
~': caracterizac ión y convertirla, como en la antiepopeya
radical de Joyce, en una promiscua Mo,,
lly Bloom. Y Odiseo no puede permanecer para
siempre, arrebatado por el amour fou, en brazos
,. de Circe: le esperan, debe regresar a Ítaca, el orden
monógamo y patriarcal debe ser restaurado.
Las diferencias que puedan surgir dentro de la
normatividad épica son siempre diferencias deno-
.' radas: designan, indican, anuncian, son el signo visible
de la normatividad que representan, constiruyen
su mensaje, la restauran si es violada. Troya
ha caído y, como a Humpty Dumpty, nada podrá
levantarla. Pero Eneas puede fundar otra ciudad y
asegurar la continuidad y el orden de las civilizaciones.
Sin embargo, hay una diferencia entre la epopeya
clásica y la épica medieval, y esa diferencia
estriba, precisamente, en el carácter de la excepción
a la norma. En la épica clásica, la diferencia
de la norma se llama tragedia. La tragedia es la libertad
que se equivoca. El error trágico, al purgarse,
restablece, como dice Paz, "el orden ancestral,
violado por una falta mítica". Edipo quebranta
la norma de la interdicción del incesro;
Medea, la que proscribe el infanticidio. Pero sus
destinos trágicos (y nuestra respuesta catártica al
verlos representados) restauran las normas y las
fortalecen. Si Hegel está en lo cierto al afirmar
que "el destino es la conciencia del yo, pero de
un yo enemigo", entonces la tragedia es la memoria
vivificada del ángel y de la bestia que coexisten
en cada individuo y de la opción humana,
proyectada hacia la esfera social, de desterra1;.) el
mal y de promover el bien. La normatividad de la
virtud, en Grecia y en Roma, es un acto de fundación:
la salud está en el origen,, en un pacto
normativo concluido en el alba aboriginal, intemporal
y en consecuencia mítico; el mito como un
eterno presente, eternamente renovable y externamente
representable. El héroe trágico se purga
de su "falta mítica" y restablece la norma fundadora;
a través de nosotros, espectadores de la tragedia,
limpia también a su sociedad y puede reintegrarse
a ella mediante el recurso del teatro.
En la épica medieval, en cambio, no cabe la
tragedia. La libertad que se equivoca se llama herejía
y el error herético no puede ser admitido en
un orden dirigido al final: la salud está en un futuro
que es el más allá, el término del tiempo,
cuando suene la trompeta, los justos sean salvados
para siempre y los injustos, para siempre,
condenados. Los orígenes del cristianismo se inscriben
en la historia: la ruptura con el Antiguo
Testamento y la Redención que sirve de fundamentación
al Nuevo suceden en fechas precisas
del calendario; Jesús nace durante el imperio de
César Augusto y es crucificado durante el de Tiberio
César. El reino de Cristo no se encuentra
en el trágico pasado del paraíso perdido, sino en
el futuro optimista del paraíso ganado.
La tragedia, nombre de la libertad equivocada
en el mundo clásico, es la excepción a la norma
épica y encuentra su expresión poética en Edipo
Rey o Medea. El mundo medieval no ofrece algo
comprable: las excepciones a la norma establecida
por la Canción de Rolando o El poema del mío
Cid no son escritas por la simple razón de que no
son legibles. Y es que la épica medieval se inscribe
en un orden donde las palabras y las cosas
no sólo coinciden, sino que toda lectura es finalmente
lectura del verbo divino: en escala aseen-
dente, cuanto es termina por confluir en el ser y
la palabra idénticos de Dios, causa primera, eficiente,
final y reparadora de cuanto existe. La visión
escolástica del mundo es unívoca: todas las
palabras y todas las cosas poseen un lugar establecido,
una función precisa y una correspondencia
exacta en el orden cristiano. No hay lugar para lo
equívoco. Las palabras de la Summa T heologiae y
las del ciclo artúrico, por igual, significan lo que
contienen y contienen lo que significan. El
mundo feudal y escolástico se manifiesta a través
de una heráldica verbal, ajena a toda idea de
transformación. Los elementos de esa heráldica
pueden enriquecerse, combinarse de mil maneras
y someterse a los cuatro modos interpretativos
enumerados por Dante en su carta a Can' Grande
della Scala: literal, alegórico, moral y anagógico.
Pero las cuatro vías de la hermenéutica cristiana
conducen a una perspectiva jerárquica y unitaria,
a una lectura única de la realidad.
Así, el triple criterio tomista de la belleza (proporción,
integridad y claridad) supone una jerarquía
de los fines y los medios: el valor positivo de
un objeto estético se establece en una relación de
dependencia global entre medios buenos y medios
malos, fines buenos y fines malos. En Santo
Tomás, la Belleza, el Bien y la Verdad integran
11 na malla de relaciones inseparables. Un libro o
una pintura cuyas finalidades son obscenas, mági<
as o he réticas, son obras feas aunque sean perf
vc:cas: su finalidad depravada determina sus me-
11 ios estéticos. Fuera de este canon, toda lectura
c·s ilícita. O, para expresarlo con la perspectiva
histórica empleada por Collingwood, "todas las
¡wrsonas y todos los pueblos se encuentran comp1
·o rr1 c tidos en el proceso de actualización del
p1 opósito de Dios, y en consecuencia el proceso
histórico es siempre y en todo lugar el mismo, y
cada una de sus partes es parte de la misma totalidad".
Cuando surge una oposición entre el propósito
objetivo de Dios y el propósito subjetivo
del hombre, añade Collingwood, "ello conduce
inevitablemente a la idea de que las finalidades
humanas carecen de importancia en el curso de la
historia y de que la única fuerza que lo determina
es la naturaleza divina' .
Expulsada del orden divino, la herejía se vio
obligada a convertirse en historia: la encarnación
de las finalidades humanas opuestas a las de Dios.
Y la historia, al cabo, sería el nombre moderno
de los errores de la libertad. Herejía, originalmente,
quiere decir tomar para sí, escoger. Es, la
falta de Pelayo en su combate con San Agustm.
Al perseguir la idea pelagiana de que el hombre
es libre para escoger su propio camino hacia la
salvación mediante una liga inmediata con la
abundante gracia de Dios, la iglesia pensó correctamente
que no hacía más que defender tanto su
estructura jerárquica como su misión mediadora.
Pero, ¿no ha sido siempre cierto que la persecución
fortalece a los perseguidos? Si se les persigue,
es porque importan. Abbie Hoffmann es
conducido a un estudio de televisión. Alexander
Solzhyenitzin es conducido al exilio. No estoy de
acuerdo con las ideas ni del yippie ni del místico
eslavo. Sólo hago notar que éste es perseguido
porque importa (o importa porque es perseguido)
mientras que aquél ni es perseguido ni importa.
El cristianismo, al perseguir la herejía, preparó el
advenimiento de lo mismo que habría de minarlo:
la crítica, el libre examen, el tomar para sí.
Quizás deba aclarar, a esta altura, que no poseo
la arrogancia progresista indispensable para negar
el magnífico florecimiento cultural que tuvo lugar
en Europa entre los siglos XI y xv. Las catedrales
de Chartres y Milán, las abadías de la Puglia y la
Dordoña, los grandes centros de enseñanza de
Oxford y Boloña, las tapicerías de Bayeux y los
vitrales de la Ste. Chapelle, los libros de horas y
los libros de amor cortesano, la magnificencia urbana
de Venecia y Toledo, se cuentan sin duda
entre los más grandes logros del espíritu humano.
Las constantes tensiones políticas entre el papado
y los poderes temporales seguramente salvó al
Occidente de la tradición despótica que la fusión
de los poderes espiritual y temporal (el cesaropapismo)
estableció en el Oriente. Intento, simplemente,
indicar el carácter de la norma ortodoxa
para la lectura del mundo durante la Edad
Media, sin ignorar los pluralismos heterodoxos
que se agitaban y hervían y supuraban en el foso
que rodeaba la sólida fortaleza del orden medieval
ortodoxo, central y triunfalista. Esto es importante
para la comprensión de Cervantes, puesto
que vivió y escribió en la época de la Contrarreforma,
cuando todas las rigideces de la ortodoxia
medieval fueron subrayadas hasta la caricatura
y todos sus méritos habían, para entonces, perecido.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

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