miércoles, 11 de mayo de 2016

José Donoso. Novela. Coronación. (Fragmento).


Andrés Ábalos es un hombre de cincuenta años que sigue soltero y que ha dedicado su vida a los negocios y a satisfacer las expectativas de otros más que sus propios deseos. Cuida de su abuela, Elisa Grey de Ábalos, una anciana nonagenaria que padece accesos de locura que han provocado la renuncia de cuanta mujer ha sido contratada para cuidarla. Sólo vive con dos viejas sirvientas, hasta que Estela, una sobrina de una de ellas, llega a la mansión para cuidarla. Andrés no tarda en empezar a desarrollar sentimientos por ella, pese a la diferencia de edad y a que ella pronto empieza una relación con Mario, un joven de origen más pobre cuya historia sirve de contrapunto a la de la decadente familia Ábalos.
Esperpéntica a la vez que realista, la primera novela del célebre narrador chileno prefigura los temas que marcarán su obra: decadencia, identidad, transgresión y locura…

 
José Donoso
 Coronación



 Título original: Coronación
José Donoso, 1957


  Para CARMEN ORREGO MONTES


  PRIMERA PARTE
 El Regalo



  1


Rosario mantuvo la puerta de par en par mientras el muchacho apoyaba la bicicleta en los peldaños que subían desde el jardín hasta la cocina, y lo dejó entrar con el canasto repleto de tarros, paquetes de tallarines, verduras y botellas. Dando un bufido, depositó su carga sobre el mármol de la mesa. Y al verlo quedarse con los ojos fijos en el vapor de la cacerola después de vaciar el canasto pausadamente, Rosario adivinó que algo le sucedía, que tal vez quisiera pedirle un favor o hacerle una confidencia, ya que había desaparecido su habitual atolondramiento de pequeño coleóptero oscuro y movedizo. Entre todos los muchachos que repartían las provisiones del Emporio Fornino, la cocinera, de ordinario seca y agria, siempre prefirió a éste, por ser el único que se mostraba consciente del vínculo que la unía al Emporio. A pesar de su larga viudez, nada halagaba tanto a Rosario como que se la considerara unida aún a tan prestigiosa institución, ya que Fructuoso Arenas había sido empleado de Fornino antes de casarse con ella y pasar a ser jardinero de misiá Elisa Grey de Ábalos.
—¿Qué le pasa, Ángel?
Ángel recorrió la cocina enorme con la vista ensombrecida, paseándola lentamente por el escuadrón de frascos y ollas en orden perfecto sobre las repisas. Respondió:
—Es que don Segundo me agarró ley…
—Es que usted es tan revoltoso, pues Ángel…
—Si no, señora Rosario, si los otros cabros la revuelven igual que yo no más. Es que me agarró ley. Y nada más porque soy amigo del Mario, usted lo conoce, ese cabro alto que tiene reloj con pulsera de oro.
—Ah, sí, es harto diablo ese Mario, a mí no me gusta. Parece que no le tuviera nadita de consideración a una. ¿Y Segundo por qué no le tiene ley? Está más mañoso…
—Bueno, es que el otro día lo pillaron que se quedó con un paquete que la vieja del 213 no había cobrado. Yo le dije al Mario que no se lo robara, a mí no me gustan esas cuestiones, pero lo pillaron, y don Segundo lo quiere echar por ladrón… y parece que me quiere echar a mí también, porque soy amigo del Mario.
La voz de Ángel se fue apagando hasta no ser más que un susurro desalentado. De pronto miró a Rosario, parpadeó como si quisiera llorar, y dijo:
—Y usted que es tan considerada allá en el Emporio, ¿por qué no le echa una habladita a don Segundo? No sé qué le voy a decir a mi vieja si me echan de la pega…
Rosario no tuvo que pensarlo dos veces para decir resueltamente:
—Claro. A mí me tiene que hacer caso no más Segundo. El puesto que le dieron cuando entró a Fornino se lo debe a mi Fructuoso, así que…
Ángel se animó entero. Con un gesto de la cabeza volcó hacia atrás el mechón de pelo negro que le había caído sobre la frente. Acordaron que dentro de dos días debía venir para saber el resultado de la entrevista con don Segundo; el muchacho se despidió, y bajando los escalones con un brinco tomó su bicicleta. La condujo por los senderos del jardín, y al pasar cerca de la desvencijada poltrona de mimbre en que reposaba don Andrés Ábalos, nieto de la dueña de casa, Ángel le hizo una discreta venia antes de abrir la verja y partir pedaleando calle abajo.
A pesar de que hacía más de un cuarto de hora que don Andrés estaba sentado allí, en la sombra verde del tilo, no podía resolverse a abrir el periódico plegado encima de sus rodillas. La necesidad de responder al saludo del muchacho por lo menos con una inclinación de cabeza rescató al caballero de caer en la modorra completa, y entonces, para despabilarse, estiró sus brazos y sus largas piernas enfundadas en los pulcros pantalones grises que convenían a un hombre de sus años y situación. Su garganta emitió un sonido, un runruneo casi, como si todo su ser crujiera de placentera somnolencia. Debilísimos impulsos de desdoblar esas páginas nuevas, fragantes a tinta de imprenta, rozaron su voluntad, pero gustoso los dejó desviarse y no lo hizo. Culpa, sin duda, de aquel vaso de vino que no pudo resistirse a beber después del postre. ¡Pero los postres de Rosario eran tan exquisitos y de tan liviano aspecto que era fácil dejarse engañar y devorar plato tras plato! Entonces, claro, resultaba imposible prescindir de un buen vaso de vino para rematar, y durante la hora siguiente hasta el esfuerzo más trivial se hacía impensable. Por suerte que allí, descansando en la isla de esa sombra fragante y poblada de ruidos levísimos, de vuelos de insectos, de crujidos casi imperceptibles de hojas frescas y tallos tiernos, nada lo llamaba a hacer esfuerzos. Era suficiente mantener abierto apenas un resquicio de sus sentidos para inundarse entero de la complacencia brindada por la atmósfera, por la luz que al caer navegando entre las ramas encendía medallones en el brillo espléndido de sus zapatos negros, y por la tibieza justa de esa hora en el jardín apacible de la casa de su abuela.
Era verdad que tanto la casa como sus habitantes estaban viejos y rodeados de olvido, pero quizás gracias a ese vaso de vino o a la generosa hora del sol sobre la fachada, a don Andrés le fue fácil desechar pensamientos melancólicos. La casa donde misiá Elisa Grey de Ábalos vivía con sus dos ancianas criadas, Lourdes y Rosario, era un chalet adornado con balcones, perillas y escalinatas, en medio de un vasto jardín húmedo con dos palmeras, una a cada lado de la entrada. Además de los dos pisos, arriba había otro piso oculto por mansardas confitadas con un sinfín de torrecitas almenadas y recortes de madera. La casa tenía un defecto: estaba orientada con tan poco acierto que la fachada recibía luz escasas horas porque el sol aparecía detrás de ella en la mañana, y en la tarde la sombra del cerro vecino caía temprano. En otra época era costumbre pintar la fachada todos los años cerca del dieciocho de septiembre, como asimismo los rosales, de blanco abajo y rojos en la punta. Pero rosales ya no iban quedando y todo envejecía muy descuidado. Dos o tres gatos se asoleaban junto a la urna de mampostería, al pie de las gradas, pero afilarse las garras en el agave que contenía era imposible ya, porque la planta estaba seca desde hacía mucho tiempo, seca o podrida o apolillada. Era frecuente ver que las gallinas invadían el jardín, cloqueando y picoteando por los senderos de conchuela y por los bordes del boj enano que antes, cuando Fructuoso vivía, se hallaban tan esmeradamente recortados. Pero Fructuoso había muerto unos buenos quince años atrás, y tal vez por deferencia a su viuda jamás se llegó a tomar otro jardinero. ¡Qué se iba a hacer! Los años pasaban y ya no valía la pena preocuparse. Misiá Elisita no salía de su alcoba desde el decenio anterior, levantándose de su lecho rarísima vez; ni siquiera para su santo y su cumpleaños, las únicas ocasiones en que recibía visitas. Ahora acudía muy poca gente a verla, aun para esas solemnidades. En realidad, fuera del doctor Gros, médico de cabecera de la nonagenaria, y de inesperadas ancianas de camafeo y bastón, las únicas personas que entraban a la casa eran los muchachos del Emporio Fornino que repartían las provisiones en bicicleta.
Don Andrés se dijo que debía hacer un esfuerzo para reaccionar y abrir el periódico. Sólo logró llegar a pasarse las manos por la calva y cruzarlas sobre la pequeña panza que sus años sedentarios venían ciñendo a su cintura. Era frecuente que Lourdes tratara de consolarlo por la mala distribución de los kilos aumentados, asegurándole:
—Pero don Andresito, si la gordura es parte de la hermosura.
El caballero miraba el ruedo desmesurado de la minúscula sirvienta y no se convencía.
Su holgadísima situación financiera, que jamás le exigió otra cosa que firmar vagos papelorios de vez en cuando, lo había redimido de la necesidad de trabajar, mientras que su temperamento tranquilo y libresco lo había salvado de toda vicisitud sórdida, con un despliegue igualmente escaso de esfuerzo. Sin contar esa discreta abundancia en el vientre, que delataba su incapacidad de moderarse ante las seducciones ofrecidas por la buena mesa, los cincuenta y tantos años fueron deferentes con su físico. Su rostro encumbrado en la cima del cuello, nervudo aún bajo un poco de pellejo suelto, había conservado perfiles firmes, la nariz corva, el mentón noblemente dibujado, y detrás de las gafas sus ojos de un azul ya descolorido nunca brillaban muy lejos de la sonrisa. Si bien poseía escasos agrados en la vida, éstos, por ser elegidos con la libertad proporcionada por su situación y su temperamento, eran considerables: leer historia de Francia, hacer más y más preciosa su colección de bastones, mantenerse informado acerca de los advenedizos que movían la política interna del momento, a quienes comentaba incansablemente en el Club de la Unión con los pocos y —¡ay, no podía negarlo!— aburridísimos amigos que le iban quedando.
Don Andrés no recordaba la casa de su abuela sin Lourdes y Rosario. Sin embargo, una intimidad mayor y más afectuosa lo unía a Lourdes, porque la cocinera, a pesar de sus postres magistrales, siempre se le antojó un alquimista de alma refractaria a todo lo que no fuera sondear comprometedores secretos en el laboratorio de su inmaculada cocina. Además, como era Rosario quien pedía las provisiones semanales al Emporio Fornino, ese vínculo con el mundo exterior y con su pasado conyugal cimentaba en ella, cada día más, un convencimiento de su propia importancia que llevaba escrito en la tiesura de su labio superior y en la agresividad de su bigote de virago.
Como las relaciones de Lourdes con el mundo exterior siempre habían sido casi nulas, y el papel que desempeñaba en la casa, además de liviano, incierto, sus intereses se volcaron por completo hacia la familia Ábalos. Era ducha en parentescos, en fechas de nacimiento, en quién se casó con quién, cuándo y dónde y por qué. Como no era raro que a menudo resultara difícil para don Andrés mantener un grado mínimo de ecuanimidad en sus relaciones con su abuela, pasaba gran porción de esa tarde a la semana que destinaba a visitarla, charlando con Lourdes. Ésta, íntima y celadora, no perdía ocasión para amonestarlo por no casarse y, sobre todo, por la vida licenciosa que un soltero de su fortuna e independencia sin duda llevaba. Andrés se sonrojaba cada vez —se había sonrojado durante años—, sin poder más que protestar:
—¡Estás loca, mujer! ¡Cómo se te puede ocurrir!
Pero Lourdes movía la cabeza melancólicamente, sin creerle ni una palabra.
Lourdes se tomaba un mes de vacaciones todos los veranos, y lo pasaba en casa de su cuñado, que era inquilino en un fundo de la zona viñera. Pero como sus cuarenta o más años al servicio de misiá Elisita la habían habituado a la vida de la capital —aunque jamás salía de la casa—, generalmente se impacientaba por volver a la regalada vida santiaguina, porque el campo la agotaba con el trabajo en que, pese a las protestas de sus parientes, insistía en tomar parte, y con la estrechez de la casa mísera. Resultado, su mes de vacaciones nunca duraba más de quince o veinte días.
Así, días antes, había llegado un telegrama de la criada anunciando su regreso para esa tarde. Con el fin de darle la bienvenida, don Andrés acudió a casa de su abuela no obstante haber pasado otra tarde allí esa misma semana. El caballero miró su reloj. Faltaban cinco minutos a lo sumo para que Lourdes llegara, tomando en cuenta el tiempo que el taxi tardaría desde la estación.
Suspiró con alivio. Lourdes estaría de vuelta pronto, y con ella, según lo anunciado en su carta, la cuidadora para misiá Elisita. Era corriente que las cuidadoras de la anciana duraran poco a su servicio: todas partían humilladas después de corto tiempo, furiosas con las crueles sorpresas reservadas por un paciente de tan inofensiva apariencia. Precisamente una semana antes de que Lourdes saliera de vacaciones, la mujer que estaba a cargo de la enferma había abandonado su empleo al cabo de sólo dos meses. Esta crisis dio un objetivo cabal a las vacaciones de la atribulada sirvienta: el de cobrar a su cuñado la palabra empeñada por su mujer en su lecho de muerte —regalarle a Estela, la menor de sus hijas—. Ahora que Estela tenía diecisiete años, Lourdes se sabía con pleno derecho a hacer de ella su salvación en un momento de tan dura crisis. Sólo cuando esta muchacha llegara, misiá Elisita dejaría de ser una persona temible. Por lo menos por un tiempo, hasta que, desesperada como todas las demás, la joven partiera dejando que la suerte de su abuela cayera sobre sus hombros, que ya estaban comenzando a cansarse.
Sin embargo, don Andrés Ábalos no podía negarse que esa única tarde a la semana que pasaba junto a la enferma en el caserón húmedo era de importancia para él, le aportaba algo, algo distinto y tal vez de un orden superior a la trama usual de su vida. Era… bueno, era como si agradeciera a este único pariente que le iba quedando el serle causa de ansiedad verdadera, el hacerlo sentir y sufrir más allá de toda lógica, porque la anciana representaba el lazo más absurdo y precario con la realidad emocional de la existencia. Él ya no tenía otros lazos. Además, no osaría confesarse completamente solo hasta que la señora falleciera. Era su virtud que la larguísima enfermedad de misiá Elisita le enseñara más que nada a contemplar ese día, sin duda muy cercano, con un grado ínfimo de zozobra.
En el momento en que don Andrés por fin se había dispuesto a abrir el periódico para ahuyentar ese atisbo de pensamiento desagradable, un taxi se detuvo en la calle y Lourdes bajó acompañada de una muchacha que no podía ser otra que Estela. Entraron en el jardín cargadas de atados, ramos de flores, canastos, paquetes.
—¡Qué buena moza vienes, mujer! —exclamó el caballero cuando se acercaron—. ¡Qué colores! ¡Pareces de quince!
—¡Ay, don Andresito! Me duele el lomo de tanto andar sentada todo el día. Una ya no está para estos trotes…
Las mujeres depositaron su equipaje en el suelo. Estela se hallaba detenida detrás de su tía, casi como si quisiera ocultarse. Eran las cinco de la tarde. Extendiéndose por el jardín, la sombra del cerro ya las iba a alcanzar.
—Ven… —dijo Lourdes a su sobrina—. Voy a presentarte a don Andrés.
Estela saludó apenas, seria, sin levantar la vista de sus grandes zapatos nuevos. Lo llamó «patrón». ¡Patrón! Era el colmo en esta época y en un país civilizado, reflexionó él, a quien sus amigos en el Club consideraban quizás demasiado democrático, lo que no dejaba de enorgullecerlo.
El aspecto de la muchacha le pareció notablemente poco agraciado. Observándola con más detenimiento, sin embargo, don Andrés concluyó que no tenía derecho a esperar otra cosa de una campesinita. Pero era fuerte y bien formada, con un curioso color cobrizo opaco y cálido esparcido sin matices sobre los labios gruesos, sobre los pómulos levemente alzados, sobre los párpados gachos que ocultaban ranuras húmedas y oblicuas bajo el espesor de las pestañas, sobre las manos toscas. Don Andrés observó que sólo el dorso de la mano era cobrizo como el resto de la piel; la palma era unos tonos más clara, un poco rosada, como… como si estuviera más desnuda que el resto de la piel de la muchacha. Un escalofrío de desagrado recorrió a don Andrés. En fin, el aspecto de la pobre sirvientita ganaría bastante con el delantal blanco de uniforme, y a su modo quizás llegara a verse bonitilla.
—¿Sabes leer?
—Sí, patrón…
—Si es de lo más buena la rural que hay allá en el campo —replicó Lourdes, sonriendo hasta que sus ojillos quedaron convertidos en dos puntitos de satisfacción detrás de los lentes que se resbalaban por su exigua nariz.
El caballero hizo las preguntas de rigor para demostrar tanto a Estela como a sí mismo que, si bien era patrón, era humano y estaba vivamente interesado por el bienestar de los que de él dependían. ¿Estaría contenta en Santiago? ¿Llegaría a acostumbrarse a la vida de la ciudad? ¿No extrañaría a su familia, a sus amigos? Hizo votos para que el tiempo que pasara cuidando a la enferma le resultara grato y fuera prolongado. Cuando le dijo la cifra de su sueldo, las facciones de la muchacha no se alteraron, pero en alguna parte de ese rostro hermético había ahora una sonrisa.
—Llévatela y anda a instalarla —dijo don Andrés.
Y Lourdes, seguida por su sobrina cargada con canastos y envoltorios, partió rumbo a la puerta de la cocina.
Suspirando, don Andrés abrió el periódico. Era un alivio estar por fin seguro de haber encontrado a la persona indicada para que se hiciera cargo de su abuela. Alguien a quien no iba a ser necesario explicar nada de lo trágico de la situación, porque eso sólo la confundiría. En esta muchacha adivinaba esa capacidad de aceptación muda de los campesinos, esa entrega a cualquier circunstancia, por dura que fuera. Y por eso no sufriría como las demás cuidadoras. Estela era un ser demasiado primitivo, su sensibilidad completamente sin forma. En cambio, aprovecharía incontables ventajas, ya que lo tenía todo por aprender. Sí, era la persona justa, única, mejor que la docena de cuidadoras de las más variadas especies, incluso monjas, que en vano había probado durante los últimos años.
Sólo Lourdes y Rosario eran capaces de soportar a misiá Elisita, aunque rara vez se aventuraban al cuarto de la enferma en sus momentos malos. Por lo demás, casi no se las podía considerar sirvientas, puesto que el abuelo Ramón les había dejado generosas herencias a condición de acompañar a su viuda hasta que muriera. Condición innecesaria, porque ambas mujeres se hubieran quedado con misiá Elisita aun sin legados. Éste era su mundo, este cadáver de una familia y de su historia.
Quizás la presencia de la juventud cerca de su abuela lograra paliar la angustia de la nonagenaria, ese odio insistente, esa potencia endemoniada que la hacía escupir insultos canallescos y procaces a cuanta persona se le acercaba. Afortunadamente la pobre no era así todo el tiempo. Había ciclos de horas, de días, hasta de semanas, en que la exaltación desequilibrada se alternaba con la paz.
¡Pero esta paz era un mendrugo cuando Andrés recordaba a su abuela en otros tiempos! ¡Tan armoniosa entonces, tan diestra y callada! Toda la casa había respirado serenidad en aquella época, lo que ella tocaba iba adquiriendo orden y sentido. ¡Y había sido tan hermosa! Su sangre sajona se acusaba en el colorido claro de su tez y sus cabellos, en la finura quizás excesiva de sus facciones, y en ese algo como de ave de corral que, a pesar de su innegable belleza, llegó a acusarse con los años, hasta que la senectud barrió toda individuación de su rostro, dejando sólo la osamenta de una nariz soberbia y cierta fijeza insistente en sus ojos de loca.
El mal que la aquejaba se había venido insinuando desde hacía tantos, tantos años, que el recuerdo de una abuela perfecta pertenecía sólo a la primera juventud de Andrés. Fue precisamente en aquel banco de mampostería, ahora en ruinas, donde él, muchacho de diecisiete años entonces, percibió por primera vez un síntoma de la dolencia que había de terminar con su claridad.
Andrés recordaba esa primavera como una de las más dadivosas. Parecía posible palpar la luz que caía sobre el césped en racimos verdes a través de los tilos y las acacias. El abuelo Ramón, grueso y colorado, terminaba de alistar el trípode de la máquina fotográfica cerca de la maraña de arbustos recién florecidos, deseando aprovechar la hora de sol antes de que la sombra del cerro se desplomara, con el fin de fotografiar a su mujer. Tenía el abuelo bigotes retorcidos como el manubrio de una bicicleta, y vestía chaqueta de alpaca y canotier. Andrés se había partido el cabello al medio con todo esmero y Lourdes le había colocado una rosa amarilla en el ojal.

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