viernes, 29 de abril de 2016

Carlos Fuentes. Cervantes o la crítica de la lectura.


II
(En la gráfica: Carlos Fuentes y Silvia Lemus).
En El arco y la lira, Octavio Paz define a la novela
como "la épica de una sociedad en lucha ·consigo
misma". Si en su origen la palabra "novela" significa
"portadora de novedades", no es la menor de
ellas esta extrañeza: una épica crírica y contradictoria.
Como indica Paz, en la épica clásica pueden
combatir dos mundos, el sobrenatural y d humano,
pero esa lucha no implica ambigüedad aLguna.
"Ni Aquiles ni el Cid . dudan de las ideas,
creencias e instituciones de su mundo ... El héroe
épico nunca es rebelde y el acto heroico generalmente
tiende a restablecer el orden ancestral,
violado por una falta mítica."
En la épica fidedigna concurren por lo menos
tres características. La escritura y la lectura épicas
son previas, unívocas y denotadas. Las tres pueden
reducirse a un significado: la identidad entre
la epopeya y el orden de la realidad en el que la
épica se sustenta. Esa identidad es, además, una
sanción del orden: el de la polis griega, el imperi
um romano o la civitas medieval. Forma y
norma épicas coinciden totalmente: nada instruye
entre el significante y el significado en La I/iada,
La Eneida o la Canción de Rolando.
El tema poético de la epopeya, como dice Ortega
y Gasset, existe previamente de una vez para
siempre: "Homero cree que las cosas acontecieron
como sus hexámetros nos refieren; el auditorio
lo creía también. Más aún: Homero no pretende
contar nada nuevo. Lo que él cuenta lo
sabe ya el público, y Homero sabe que lo sabe."
De esta manera, la épica excluye la ruptura radical
o el punto de partida inédiro, la pretensión de
originalidad, la re-escritura o la pluralidad de lecturas.
La épica es un tribunal sin apelación.
Nada puede apartar a Penélope de su fiel
~': caracterizac ión y convertirla, como en la antiepopeya
radical de Joyce, en una promiscua Mo,,
lly Bloom. Y Odiseo no puede permanecer para
siempre, arrebatado por el amour fou, en brazos
,. de Circe: le esperan, debe regresar a Ítaca, el orden
monógamo y patriarcal debe ser restaurado.
Las diferencias que puedan surgir dentro de la
normatividad épica son siempre diferencias deno-
.' radas: designan, indican, anuncian, son el signo visible
de la normatividad que representan, constiruyen
su mensaje, la restauran si es violada. Troya
ha caído y, como a Humpty Dumpty, nada podrá
levantarla. Pero Eneas puede fundar otra ciudad y
asegurar la continuidad y el orden de las civilizaciones.
Sin embargo, hay una diferencia entre la epopeya
clásica y la épica medieval, y esa diferencia
estriba, precisamente, en el carácter de la excepción
a la norma. En la épica clásica, la diferencia
de la norma se llama tragedia. La tragedia es la libertad
que se equivoca. El error trágico, al purgarse,
restablece, como dice Paz, "el orden ancestral,
violado por una falta mítica". Edipo quebranta
la norma de la interdicción del incesro;
Medea, la que proscribe el infanticidio. Pero sus
destinos trágicos (y nuestra respuesta catártica al
verlos representados) restauran las normas y las
fortalecen. Si Hegel está en lo cierto al afirmar
que "el destino es la conciencia del yo, pero de
un yo enemigo", entonces la tragedia es la memoria
vivificada del ángel y de la bestia que coexisten
en cada individuo y de la opción humana,
proyectada hacia la esfera social, de desterra1;.) el
mal y de promover el bien. La normatividad de la
virtud, en Grecia y en Roma, es un acto de fundación:
la salud está en el origen,, en un pacto
normativo concluido en el alba aboriginal, intemporal
y en consecuencia mítico; el mito como un
eterno presente, eternamente renovable y externamente
representable. El héroe trágico se purga
de su "falta mítica" y restablece la norma fundadora;
a través de nosotros, espectadores de la tragedia,
limpia también a su sociedad y puede reintegrarse
a ella mediante el recurso del teatro.
En la épica medieval, en cambio, no cabe la
tragedia. La libertad que se equivoca se llama herejía
y el error herético no puede ser admitido en
un orden dirigido al final: la salud está en un futuro
que es el más allá, el término del tiempo,
cuando suene la trompeta, los justos sean salvados
para siempre y los injustos, para siempre,
condenados. Los orígenes del cristianismo se inscriben
en la historia: la ruptura con el Antiguo
Testamento y la Redención que sirve de fundamentación
al Nuevo suceden en fechas precisas
del calendario; Jesús nace durante el imperio de
César Augusto y es crucificado durante el de Tiberio
César. El reino de Cristo no se encuentra
en el trágico pasado del paraíso perdido, sino en
el futuro optimista del paraíso ganado.
La tragedia, nombre de la libertad equivocada
en el mundo clásico, es la excepción a la norma
épica y encuentra su expresión poética en Edipo
Rey o Medea. El mundo medieval no ofrece algo
comprable: las excepciones a la norma establecida
por la Canción de Rolando o El poema del mío
Cid no son escritas por la simple razón de que no
son legibles. Y es que la épica medieval se inscribe
en un orden donde las palabras y las cosas
no sólo coinciden, sino que toda lectura es finalmente
lectura del verbo divino: en escala aseen-
dente, cuanto es termina por confluir en el ser y
la palabra idénticos de Dios, causa primera, eficiente,
final y reparadora de cuanto existe. La visión
escolástica del mundo es unívoca: todas las
palabras y todas las cosas poseen un lugar establecido,
una función precisa y una correspondencia
exacta en el orden cristiano. No hay lugar para lo
equívoco. Las palabras de la Summa T heologiae y
las del ciclo artúrico, por igual, significan lo que
contienen y contienen lo que significan. El
mundo feudal y escolástico se manifiesta a través
de una heráldica verbal, ajena a toda idea de
transformación. Los elementos de esa heráldica
pueden enriquecerse, combinarse de mil maneras
y someterse a los cuatro modos interpretativos
enumerados por Dante en su carta a Can' Grande
della Scala: literal, alegórico, moral y anagógico.
Pero las cuatro vías de la hermenéutica cristiana
conducen a una perspectiva jerárquica y unitaria,
a una lectura única de la realidad.
Así, el triple criterio tomista de la belleza (proporción,
integridad y claridad) supone una jerarquía
de los fines y los medios: el valor positivo de
un objeto estético se establece en una relación de
dependencia global entre medios buenos y medios
malos, fines buenos y fines malos. En Santo
Tomás, la Belleza, el Bien y la Verdad integran
11 na malla de relaciones inseparables. Un libro o
una pintura cuyas finalidades son obscenas, mági<
as o he réticas, son obras feas aunque sean perf
vc:cas: su finalidad depravada determina sus me-
11 ios estéticos. Fuera de este canon, toda lectura
c·s ilícita. O, para expresarlo con la perspectiva
histórica empleada por Collingwood, "todas las
¡wrsonas y todos los pueblos se encuentran comp1
·o rr1 c tidos en el proceso de actualización del
p1 opósito de Dios, y en consecuencia el proceso
histórico es siempre y en todo lugar el mismo, y
cada una de sus partes es parte de la misma totalidad".
Cuando surge una oposición entre el propósito
objetivo de Dios y el propósito subjetivo
del hombre, añade Collingwood, "ello conduce
inevitablemente a la idea de que las finalidades
humanas carecen de importancia en el curso de la
historia y de que la única fuerza que lo determina
es la naturaleza divina' .
Expulsada del orden divino, la herejía se vio
obligada a convertirse en historia: la encarnación
de las finalidades humanas opuestas a las de Dios.
Y la historia, al cabo, sería el nombre moderno
de los errores de la libertad. Herejía, originalmente,
quiere decir tomar para sí, escoger. Es, la
falta de Pelayo en su combate con San Agustm.
Al perseguir la idea pelagiana de que el hombre
es libre para escoger su propio camino hacia la
salvación mediante una liga inmediata con la
abundante gracia de Dios, la iglesia pensó correctamente
que no hacía más que defender tanto su
estructura jerárquica como su misión mediadora.
Pero, ¿no ha sido siempre cierto que la persecución
fortalece a los perseguidos? Si se les persigue,
es porque importan. Abbie Hoffmann es
conducido a un estudio de televisión. Alexander
Solzhyenitzin es conducido al exilio. No estoy de
acuerdo con las ideas ni del yippie ni del místico
eslavo. Sólo hago notar que éste es perseguido
porque importa (o importa porque es perseguido)
mientras que aquél ni es perseguido ni importa.
El cristianismo, al perseguir la herejía, preparó el
advenimiento de lo mismo que habría de minarlo:
la crítica, el libre examen, el tomar para sí.
Quizás deba aclarar, a esta altura, que no poseo
la arrogancia progresista indispensable para negar
el magnífico florecimiento cultural que tuvo lugar
en Europa entre los siglos XI y xv. Las catedrales
de Chartres y Milán, las abadías de la Puglia y la
Dordoña, los grandes centros de enseñanza de
Oxford y Boloña, las tapicerías de Bayeux y los
vitrales de la Ste. Chapelle, los libros de horas y
los libros de amor cortesano, la magnificencia urbana
de Venecia y Toledo, se cuentan sin duda
entre los más grandes logros del espíritu humano.
Las constantes tensiones políticas entre el papado
y los poderes temporales seguramente salvó al
Occidente de la tradición despótica que la fusión
de los poderes espiritual y temporal (el cesaropapismo)
estableció en el Oriente. Intento, simplemente,
indicar el carácter de la norma ortodoxa
para la lectura del mundo durante la Edad
Media, sin ignorar los pluralismos heterodoxos
que se agitaban y hervían y supuraban en el foso
que rodeaba la sólida fortaleza del orden medieval
ortodoxo, central y triunfalista. Esto es importante
para la comprensión de Cervantes, puesto
que vivió y escribió en la época de la Contrarreforma,
cuando todas las rigideces de la ortodoxia
medieval fueron subrayadas hasta la caricatura
y todos sus méritos habían, para entonces, perecido.

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