jueves, 28 de abril de 2016

Stanley Bernard Ellin. Novela policíaca.


Stanley Bernard Ellin (EE. UU., 1916 - 1987), fue escritor de narrativa policiaca.
Desde niño fue un estusiasta lector de Mark Twain, Rudyard Kipling y Edgar Allan Poe. Se educó en el Brooklyn College y recibió el B.A. en 1936. Se casó con Jean Michael en 1937 y tuvo una hija: Sue Ellin.
Ellin trabajó en la industria metalúrgica, en una granja y como profesor antes de servir en el Ejército de los Estados Unidos entre 1944 y 1945 durante la II Guerra Mundial. Después, ante la insistencia de su mujer, se dedicó en exclusiva a la literatura. En mayo de 1948, una de sus más famosas historias cortas, `The Specialty of the House`, apareció en la Ellery Queen`s Mystery Magazine. En años sucesivos conquistó fama como escritor de misterio y ganó dos veces el Edgar Allan Poe Award (Premio Edgar) por sus cuentos `The House Party` en 1954 y `The Blessington Method` en 1956, y el de novela por `The Eighth Circle` en 1959. Muchos episodios del serial televisivo `Alfred Hitchcock Presenta` se han inspirado en sus historias cortas y sus novelas `Dreadful Summit`, `House of Cards` y `The Bind` han sido adaptadas al cine.

En su narrativa corta domina una profunda comprensión de los personajes y un estilo pulimentado al máximo. Casi todos sus relatos policiacos son antológicos y han aparecido entre las mejores muestras del género. Todos ellos se publicaron en la Ellery Queen Mystery Magazine.

Ellin fue largo tiempo miembro y presidente de la Mystery Writers of America. En 1981 fue distinguido con el mayor honor de la misma, el Premio Gran Maestro (Grand Master Award). Murió de un ataque al corazón en Brooklyn, New York, el 31 de julio de 1986.

STANLEY ELLIN
LA ESTRELLA DESLUMBRANTE
Título original: Star Light Star Bright
Traducción: Martha Aboaf
Emecé
Colección El Séptimo Círculo 342
Buenos Aires – Argentina
Abril de 1981

(Fragmento. Novela policíaca).
A Sue, con amor

Estrella luminosa, estrella deslumbrante
Primera estrella que veré esta noche
Deseo poder, deseo poder
Obtener el deseo que deseo esta noche.

ESE LUNES todo fue de mal en peor.
Para empezar tenía esa cita ineludible con un reducidor excepcionalmente próspero y astuto, un tal Hennig, y a la seis y media de la mañana, con un viento helado que soplaba en la oscura desolación del bajo Manhattan, nos reunimos, al fin, en la esquina de Broad y Wall. Ya nos conocíamos. Trepé a su lustroso Continental último modelo y me quedé allí sentado un rato descongelándome. Cuando pude estirar los dedos le entregué los quince mil dólares en billetes de cien, como habíamos convenido, y él los contó con la habilidad de un cajero del hipódromo.
—Las piedras— dije.
—Todavía no, Milano. Oí decir que la compañía de seguros escupió treinta mil por esto.
—¿Y entonces?
—Entonces me voy a poner caro. Quince para la agencia y quince para mí no es lo que esperaba —ordenó les fajos de billetes en las profundidades de un portafolios—. Desde mi punto de vista debe haber otros diez en camino.
—¿Cambiando las reglas a la mitad del juego, Hennig?— le dije reconviniéndolo—. ¿Se da cuenta de cómo puede arruinar su reputación?
—Puede dejar de lado los chistes, Milano— su mano salió del portafolio empuñando un revólver; uno corto, de calibre chico. Lo mantuvo bajo y apuntó con mano no muy firme en dirección a mis calzoncillos Jockey—. Y no se mueva.
¿Un reducidor actuando como un matón? Era algo tan antinatural como una cucaracha en dos patas mostrando una boca llena de dientes.
—Sea lógico— le dije—. Usted sabe que no ando con otros diez mil encima.
—¿No? —simuló estar muy sorprendido—. Entonces ocúpese de conseguirlos en cuanto abra su Banco. Llámeme y le diré adonde vamos a terminar el negocio— parecía malhumorado—. Vamos, andando.
Una cucaracha con dientes, traté de convencerme, sigue siendo una cucaracha. Bajé con fuerza mi mano izquierda sobre su muñeca, y el revólver golpeó el piso bajo el pedal del freno. Nos dimos un cabezazo tratando de agarrarlo, pero yo llegué primero. Se lo clavé en el cuello.
—El negocio lo vamos a cerrar ahora, señor Hennig— le advertí; y el señor Hennig, moviéndose con mucho cuidado, sacó de adentro de su camisa una bolsa de plástico.
El collar era un artefacto de brillantes y esmeraldas asegurado en ciento veinte mil, y aun a través de la bolsa era algo digno de verse.
Tiré el revólver en un desagüe muy oportuno yendo hacia mi auto, estacionado a la vuelta de la esquina. Cuando tocó fondo con un ruido a agua me di cuenta de que con o sin viento ártico estaba bañado en sudor.
A las siete —en horario—, le entregué el collar a Elphinstone, el hombre de la compañía de seguros, en la suite del Plaza que habían alquilado para ese propósito. Por afuera era del tipo profesional —elegante— canoso, y por dentro otro Hennig. Colocó la joya sobre un cuadrado de terciopelo negro y con una lupa revisó cada piedra.
—Todo presente y revisado —dijo al fin. Me dirigió una mirada sonriente, que sin duda quería decir algo más—. Creo que se dará cuenta, Milano, de que ha hecho un trabajo excepcional para mi compañía en los últimos dos años.
—¿Sí?
—Un trabajo excepcional— le dio un toquecito extra a su condescendencia—. Me pregunto cómo se sentiría usted dejando la nómina de sueldos de su agencia y viniendo a la nuestra. Con un saludable aumento sobre lo que gana ahora, por supuesto.
—Le agradezco— le dije—, pero no figuro en la nómina de la agencia. Soy socio de Watrous y Asociados. Yo soy Asociados.
—¿Ah sí?— parecía molesto—. El señor Watrous nunca me lo mencionó —reaccionó en seguida—. Bueno, bueno, en ese caso me imagino que le estará yendo muy bien.
—Muy bien. Pero aun si no fuera así no aceptaría su propuesta, señor Elphinstone. ¿Sabe? El hombre con el que acabo de cerrar trato sabía exactamente lo que usted pagaba para recuperar esta chuchería. Incluyendo mi tarifa de agencia como intermediario. Y eso significa que usted es muy descuidado cuando intercambia secretos de la compañía con sus amigotes, en el bar de la esquina.
Me metió un dedo en el pecho.
—¡Oiga, Milano...!
Me saqué el dedo de encima.
—Cuidado, señor Elphinstone, en este momento estoy muy sensible a cualquier cosa que me apunte, aunque sean dedos. Y la próxima vez que me llame para uno de estos trabajos supuestamente confidenciales puede ser que le conteste o no, dependiendo de mi estado de ánimo en ese momento.
A las nueve y media, después de haberme bañado, tomado el desayuno y dormido una breve siesta en mi departamento, estaba sentado detrás de mi escritorio en la agencia. Había entrado por la puerta privada, pero Shirley Glass, encargada de la oficina y madre de Watrous y Asociados desde su nacimiento hacía ya diez años, tenía las antenas dirigidas hada cualquier vibración que se produjera entre estas paredes. Entró un minuto después, dejó caer en mi escritorio una colección de informes de las investigaciones del fin de semana y abrió las cortinas, exponiendo los ventanales y un cielo, que al menos desde la calle 60 Este hacia el norte, presagiaba nieve.
—¿Qué pasó con Hennig?— dijo.
—Todo arreglado. ¿Llamó alguien?
—Sólo dos que valgan la pena. Una, tu hermana Angie. Parece que tenías que estar en Brooklyn ayer a la tarde, visitando a tu madre y a ella, pero no apareciste.
—Porque Hennig me tuvo pegado al teléfono todo el día hasta que decidió adónde nos encontraríamos. Nos reunimos hace sólo dos horas.
—Pensé que era por eso. ¿Puedes decirle a Angie que se deje de jugar a la abogada brillante conmigo? ¿Y de tenerme siempre de testigo de su inservible hermanito menor de treinta y ocho años?
—Es una abogada brillante —remarqué—. Pregunta a la Sociedad de Ayuda Legal. ¿Y el otro llamado?
—Bastante interesante —Shirley me dirigió una mirada de soslayo para asegurarse de que estaba sintonizado—. Desde. Miami. De una tal señora Quist.
—¿Sharon Bauer? —dije cuando pude.
—Sharon Bauer Quist —dijo Shirley—. No te olvides del Quist.
—¿Qué quería?
—¿Qué quería la última vez? Tus servicios profesionales, según dijo. Parece que en las posesiones de Quist hay un asesinato en vista. Tienes que ir en seguida e impedir que se lleve a cabo. Así dijo.
—Pero tú no crees que haya ningún asesinato en vista.
—Por Dios, si lo hay, hay agencias en Miami a las que podría llamar. Y por si lo has olvidado, te recuerdo que tiene un marido billonario que podría contratar a toda la F.B.I. —Shirley sacó un cigarrillo del paquete que estaba sobre mi escritorio. Lo quemó casi hasta la mitad tratando de encenderlo—. Aquello pasó hace casi tres años, ¿no, Johnny? Quiero decir... lo de ustedes dos...
—Más o menos.
—Suficiente tiempo para hacerte ver cómo era en realidad ¿no? Fue la producción más fabulosa de Romeo y Julieta que jamás se pusiera en escena; pero en este caso Julieta abandonó de improviso a Romeo. Así que los dos meses siguientes los pasaste convertido en un caso emocional grave.
—No exageres—le dije—. No fueron dos meses.
—Dos meses por mi calendario hasta que dejaste de arrastrarte aquí todas las mañanas, medio muerto. Cuando volviste a ponerte en pie creí que te la habías sacado de adentro para siempre. Cuando le devolviste las cartas estaba segura. ¿Me quieres decir que estaba equivocada?
—No.
—Entonces pruébalo. Dime que cuando vuelva a llamar la archive en forma permanente.
—Considérate informada— le dije—. Y ahora tengo que ponerme a trabajar.
Así que allí estaba, sumergido en una pila de informes, ninguno de los cuales tenía mucho sentido para mí, porque estaba pasado por una especie de efecto proustiano al revés. Para mi viejo amigo Marcel Proust un cierto perfume que rozaba sus narinas despertaba vívidos recuerdos del pasado. Ahora yo estaba recordando el pasado intensamente —demasiado intensamente— y los recuerdos enviaban a mis sentidos un cierto perfume. Todo el cuarto se encontraba saturado con él.
Sharon Bauer Quist. Sharon Bauer. Su perfume... el único que usaba, era Fleurs de Rocaille , y su modo de usarlo era muy simple: empapaba con él su ropa interior. Nada más, en ningún otro lugar, sólo un derroche líquido en ese mínimo de bombacha y corpiño. Tómalo y aprécialo.
Ahora lo estaba tomando con cada respiración. Lo odiaba.
Unos minutos después de las once el encanto se rompió al entrar mi socio en la habitación, emperifollado, con los ojos brillantes como un gallo de riña campeón. Alrededor de los setenta, con clientes ricos haciendo cola en la puerta y, de yapa una suculenta pensión de teniente de policía, Willie Watrous había llegado a la cima, aunque nunca llegara a saborearlo. La compulsión de acumular dinero lo había convertido en un ser mezquino.
Como buen hombre prudente se instaló en la silla enfrente de mi escritorio, volvió a encender el pedazo de cigarro barato que colgaba de sus mandíbulas y se sacudió las cenizas de las solapas de su saco de tweed sintético.
—Shirl me contó que con Hennig fue todo bien —dijo.
—Sí. Después que le quité el revólver.
Willie pareció sorprenderse un poco.
—¿Te amenazó con un revólver? ¿Por qué hizo algo tan estúpido?
Le dije el porqué.
—Ahora que estás aquí, Willie —seguí—, te paso estos informes. No puedo concentrarme con ese revólver dándome vueltas por la cabeza. Mejor que me tome la tarde libre.
En lugar de adoptar la actitud de enojo reprimido de Edgar Kennedy , aprobó con aire comprensivo.
—Un revólver que te apunta puede provocar ese efecto, mi querido Johnny. Pero ¿por qué nada más que esta tarde? ¿Qué te parecen un par de días bronceándote bajo un lindo sol tropical? Primera clase del principio al fin, y todo a cuenta de la casa.
El sarcasmo habitual, por supuesto. Y entonces me di cuenta.
—Willie, ¿por casualidad no acabas de recibir un llamado de Miami? ¿De una antigua novia mía?
—No exactamente —deslizó un sobre a través de la mesa—. Echa una mirada.
Miré. En el sobre había un cheque por veinte mil dólares de la compañía Central Manhattan Trust. Miré bien para asegurarme. Y el cheque seguía siendo por veinte mil dólares.
—Un mensajero del Banco apareció hace media hora con ese pedazo de papel —dijo Willie—. Y con un número de teléfono de Miami. Así que llamé. Contestó el gran hombre, Andrew Quist en persona. Parece que su mujer ha tratado de encontrarte, sin éxito. Y parece que ahora dependía de mí para entregar la mercancía.
—Y yo soy la mercancía.
—Lo eres. Allí tienen problemas —dijo Quist. Cartas que amenazan con un asesinato. Así que tú, nada menos que el mismísimo campeón, estás invitado a ir un par de días para aclarar la situación. Dos días y nada más.
—¿A diez mil por día? ¿Y por qué nada más que dos?
—Porque esas cartas indican la fecha en que se cometerá el asesinato. Este miércoles a medianoche. Asegúrate de que no haya asesinato, querido Johnny, y el jueves a mediodía estarás de regreso en tu nidito de Central Park South.
—¿Y quién se supone que será la víctima de este emocionante drama? ¿El señor o la señora Quist?
—Ninguno. Tiene su mansión —se llama Hespérides— llena de gente, y uno de ellos es el señalado. De todas maneras él te explicará todo, cuando llegues allí. Hoy. Habrá una limusina esperándote a las dos, delante de tu departamento, y después su jet privado y un auto en el otro extremo. En primera del principio al fin.
—Viajar en primera es una cosa —dije—. Veinte mil por dos días es otra. Es demasiado, Willie. Es el dinero del pánico. Y no puedo imaginarme a un hombre como Quist presa del pánico por una situación estúpida como la que describió.
—Eso es lo que tú dices. Pero según lo que el dice, su mujer sí está aterrada. Y tengo la impresión de que lo que la dama pide, lo obtiene.
—¿Esa es su opinión sobre ella o la tuya?
—Vamos, Johnny ¿por qué crees que te plantó y terminó casada con Papá Quist? ¿Con un sesentón como ése, clavado en una silla de ruedas?
Una pregunta lógica, aunque doliera. Después de tres años merecía una respuesta honesta.
—¿Por qué?— le dije—. Porque su astrólogo se lo dijo.
El labio de Willie comenzó a enrollarse, después, al ver mi cara, lo desenrolló.
—¿Su astrólogo?
—Un sinvergüenza llamado Kondracki, que empezó haciéndole el horóscopo a un montón de gente del espectáculo como ella. A lo largo del camino eligió a sus pichones favoritos para una especie de culto místico del que tenía absoluto control. Entiéndelo, Willie, ella no me dijo adiós y se fue aquel día sin más problemas. Lloró mucho y vomitó el desayuno y después me dijo que el Maestro le había dado órdenes de marcharse. Y se marchó.
—Jesús —dijo Willie—. Nunca me habías contado esa parte del asunto.
—Te lo digo ahora para que te des cuenta de qué clase de chiflada es. Y porque tengo la idea de que ella nunca me dejó del todo —agité el cheque en su cara—. En este mismo instante tengo esa idea funcionando al máximo voltaje.
—Ay, ahora tú estás hablando como un chiflado, Johnny.
—Ella le hace ese efecto a la gente.
—No a mí —Willie sacudió la cabeza, ceñudo—. Tú estarás dispuesto a decirle adiós a esos veinte, pero sucede que la mitad es mía, socio. ¿Quieres hacer caridad? Perfecto. Pero hazla de tu propio bolsillo.
—No es cuestión de caridad, Willie.
—Sí, lo es —se estaba poniendo rojo—. Es lo mismo que esos asquerosos C.D.I. que tanto te gustan. Tuvimos una docena de investigadores engordando a costa nuestra, y dos o tres de ellos siguen en ese trabajo inútil. ¿Quieres que te siga ayudando en esa operación de corazones sangrantes y cifras en rojo? Entonces prepárate para un viaje rápido a Miami, y haré de cuenta que estamos a mano.
Había estado esperando que tarde o temprano se destapara con esos C.D.I. Eran los Casos de Defensa de Indigentes —los casos de investigación criminal para los sospechosos sin recursos— los que la corte arrojaba a alguna agencia hambrienta por unos honorarios de trescientos dólares al máximo. De alguna manera, mi hermana Angie, apelando a mi vapuleada conciencia, había metido una corriente estable de sus casos de Ayuda Legal en Watrous y Asociados, una agencia notoriamente falta de apetito. Y cada C.D.I., considerando la calidad del trabajo de la agencia y lo que cobraba, significaba una indefectible pérdida en los libros.
Mi socio masticó el resto del cigarro, mientras me contemplaba sopesar la indudable justicia de su ultimátum. Al final estalló:
—¿Qué significa esto? ¿Estás realmente asustado de volver a encontrarte con esa tipa? ¿Aun con veinte mil en juego?
—Tal vez.
—Tal vez. ¿Eso quiere decir que tienes miedo de terminar otra vez en la cama con ella? ¿O que te sentirás tentado de romperle el alma?
—Tal vez las dos cosas —dije—. Y no es necesario que sea en ese orden.
—Y bien, no va a ser ninguna de las dos cosas, socio. Ese cheque va al Banco. Y tú a Miami. Y cuando estés cerca de la señora Quist trata de mantener los puños en los bolsillos y el pantalón cerrado. Así de simple.
—Para ti, Willie, no para mí.
—¿No? Entonces págame la mitad de ese cheque. Y de una vez por todas sácame de encima esos C.D.I. ¿Eso lo simplifica?
Así era.
Además, é cómo iba a saber si la señora Quist todavía era adicta a Fleurs de Rocaille si no me acercaba a ella una vez más, aun coro los puños en los bolsillos y el pantalón cerrado?

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