sábado, 30 de abril de 2016

Pio Baroja. Novela. Las mascaradas sangrientas.



Esta novela forma una trilogía con Las figuras de cera y La nave de los locos. Está fechada a comienzo del otoño de 1927. Aunque queda dentro del ciclo de las Memorias de un hombre de acción, el motivo central de ella, se lo dio al novelista un crimen ocurrido en Guipúzcoa poco antes de que la terminara: el crimen de Beizama. La opinión del pueblo vasco se dividió, como tantas veces, en dos sectores políticos al buscarse a los responsables. La derecha en conjunto negó la culpabilidad de los detenidos como autores del crimen. La izquierda los consideró culpables. Pío Baroja quiso conocer a estos en la cárcel y después llevó a cabo encuestas diferentes en el lugar del crimen y sus alrededores. Utilizando sus notas detalladas compuso un relato que es, sin duda, uno de los más dramáticos de la serie.
Además, en esta novela se dan fin a las dos tramas que han ido desarrollando a lo largo de esta trilogía: la de Chipiteguy, Manón y Álvaro Sánchez de Mendoza por una parte, y la de Aviraneta y su Simancas por otra.


 PRÓLOGO

UN TANTO CONCEPTUOSO Y ALAMBICADO, A LA MANERA ANTIGUA

HABÍA llegado el autor —don Pedro Leguía y Gaztelumendi— al comenzar este tomo de su obra, quizá más antihistórica que histórica, a los primeros meses de 1839, a los preliminares del Convenio de Vergara.
Se encontraba nuestro amigo ante un mundo de intrigas, de contiendas, de oscuridades y de confusiones.
La atmósfera se hallaba cargada de nubes bajas, pesadas, amenazadoras, con resplandores tempestuosos; el país escindido en dos campos: el uno, rural, tradicional, enamorado de lo viejo; el otro, revolucionario, ciudadano, moderno, al menos en sus intenciones.
En cada campo reinaba la división, la subdivisión, el parcelamiento, la anarquía, el odio, el encono, la insidia y los horrores presididos por la Discordia, la diosa maléfica hija de la Noche.
En el campo carlista y rural, Maroto contra Don Carlos, la corte y Cabrera contra Maroto, los realistas puros contra los reformistas, los militares contra los burócratas, los guerrilleros contra los hojalateros, los vascos contra los castellanos y los castellanos contra los vascos.
En el campo liberal y ciudadano, Narváez claramente contra Espartero, Espartero contra Cristina, los exaltados contra los moderados, los progresistas contra los conservadores y partidarios del despotismo ilustrado, los masones escoceses contra los demás hijos carnavalescos de Hiram y los románticos contra los clásicos, hartos de las tocatas viejas de Apolo y enamorados de las nuevas de Pan, aun con el riesgo de ver alargarse demasiado sus orejas.
En los dos bandos, los brutos contra los inteligentes; aquellos siempre defendidos, estos siempre sin defensa, cosa triste, pero comprensible y humana.
En este ambiente de rivalidades y disidencias, en medio de la desunión y del caos y de la embestida insidiosa y eterna de los partidarios del dios orgiástico de Tracia contra el perfilado y repipiado hijo de Latona, la vieja España iba tropezando y desangrándose con las heridas al descubierto.
No había español que contemplara la partida con ojos de filósofo. Seguramente nadie pensaba, al ver el ciclo de los acontecimientos, en la vuelta eterna de las cosas, en el posible cambio de los tópicos del momento, ni en las tres aparatosas hipóstasis que, salidas de la cátedra de una Universidad germánica, habían dado la vuelta por el orbe. La raza española entonces no pretendía ni podía ver a lo lejos. Todos asistían a la contienda deseando intervenir. Aviraneta también desde su rincón seguía la lucha con su mirada clara de fuina y aconsejaba a los suyos un movimiento de la torre o del alfil para dar el jaque pronto a los enemigos.
El autor pensaba seguir buceando y buscando en las tinieblas la huella de las maquinaciones, débiles y míseras, a pesar de su intensa perfidia; pensaba discriminarlas con más o menos arte, cuando apareció ante sus ojos un resplandor sangriento como una aurora boreal.
A la discriminación pensada quitaba valor de repente el fulgor del crimen. Era el zigzag cárdeno del relámpago en medio de la noche oscura, la luz súbita que da forma por un instante al paisaje exterior y al psicológico.
A la claridad de esta pasajera iluminación espectral, el autor siguió adelante, creyendo ya orientarse más fácilmente entre la sombra de la noche sin estrellas que reina en los dominios fúnebres del Orco…
Para muchos jóvenes dandys de la literatura académica y acaramelada, siempre gálica, naturalmente, de la vanguardia o de la retaguardia, ese disco rojo del crimen no puede servir más que para iluminar antros del folletín y del melodrama, antros, quizá, de cartón pintado. Nosotros, sin duda más ingenuos y menos apolínicos, sin gran temor al percance del rey Midas, del alargamiento de las orejas, no participamos de esa creencia y nos atrae la llama roja y siniestra que alumbra los rincones oscuros y sombríos del espíritu y que deja luego un halo siniestro alrededor de las figuras monstruosas, admirables a veces en su morfología teratológica. ¿Cómo rechazar ningún resplandor que pueda esclarecer la turbia condición de la naturaleza humana, su esencia y su metabolismo?
Es sugestiva la luz de la lámpara que brilla en las zonas inmaculadas donde nacen los pensamientos puros, inefables en su pureza; donde moran las madres del viejo Goethe; pero también es sugestivo el fulgor de la antorcha dostoievskiana, que ilumina el borde del abismo negro poblado por los dragones y las quimeras. Es admirable la llama del ara en el bosque sagrado; pero también lo es la claridad sospechosa en la ventana del garito o de la taberna vigilada por la Policía. Está llena de misterio la luz de Sirio en las noches limpias y estrelladas; mas también lo está la linterna del trapero en el callejón miserable de la gran urbe.
Todo lo que vive, se mueve, se agita, llevado por un ímpetu vital, por un apetito interior de poseer, sea bueno o sea malo, vicioso o virtuoso, delicado o grosero, alto o bajo, nos interesa a los hombres. Su clasificación, su jerarquía, su importancia académica, no nos importa; que se llame tragedia, folletín, melodrama o sainete, es cosa que nos deja fríos.
El autor, atraído como un niño por la claridad pasajera y siniestra que ha esclarecido su camino, ha ido dejando la penumbra apagada de la intriga, para entrar en la zona de la luz cruda del crimen; ha abandonado la contemplación de las figuras de cera animadas por el bermellón y el colorete, para contemplar la incolora y enigmática máscara de la Gorgona; ha olvidado la vida marchita por la triunfante tanatología; ha dejado la curiosidad histórica y hegeliana por la ansiedad tumultuosa y pánica…
Como el guion en las bandadas de los pájaros emigrantes revolotea en la alta atmósfera para buscar su rumbo, y, ya encontrado este, se lanza con las alas desplegadas en una dirección fija e invariable —brújula viva—, sin vacilar un momento, así el autor, viejo y dilecto amigo nuestro, marcha en su libro planeando a la vista del crimen, con el corazón un poco ligero y la jovialidad honda del que sintió en otro tiempo, en las acciones algo peligrosas, la embriaguez plebeya y dionisíaca…

Fuente: Editorial Planeta.

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