martes, 3 de mayo de 2016

Roberto Bolaño.Consejos sobre el Arte de escribir cuentos.


(Fragmento)
Consejos sobre el arte de escribir cuentos
Roberto Bolaño
Como ya tengo 44 años, voy a dar algunos consejos sobre el arte de escribir cuentos.
1) Nunca abordes los cuentos de uno en uno, honestamente, uno puede estar escribiendo el
mismo cuento hasta el día de su muerte.
2) Lo mejor es escribir los cuentos de tres en tres, o de cinco en cinco. Si te ves con energía
suficiente, escríbelos de nueve en nueve o de quince en quince.
3) Cuidado: la tentación de escribirlos de dos en dos es tan peligrosa como dedicarse a
escribirlos de uno en uno, pero lleva en su interior el mismo juego sucio y pegajoso de los
espejos amantes.
4) Hay que leer a Quiroga, hay que leer a Felisberto Hernández y hay que leer a Borges. Hay
que leer a Rulfo, a Monterroso, a García Márquez. Un cuentista que tenga un poco de aprecio
por su obra no leerá jamás a Cela ni a Umbral. Sí que leerá a Cortázar y a Bioy Casares, pero en
modo alguno a Cela y a Umbral.
5) Lo repito una vez más por si no ha quedado claro: a Cela y a Umbral, ni en pintura.
6) Un cuentista debe ser valiente. Es triste reconocerlo, pero es así.
7) Los cuentistas suelen jactarse de haber leído a Petrus Borel. De hecho, es notorio que muchos
cuentistas intentan imitar a Petrus Borel. Gran error: ¡Deberían imitar a Petrus Borel en el
vestir! ¡Pero la verdad es que de Petrus Borel apenas saben nada! ¡Ni de Gautier, ni de Nerval!
8) Bueno: lleguemos a un acuerdo. Lean a Petrus Borel, vístanse como Petrus Borel, pero lean
también a Jules Renard y a Marcel Schwob, sobre todo lean a Marcel Schwob y de éste pasen a
Alfonso Reyes y de ahí a Borges.
9) La verdad es que con Edgar Allan Poe todos tendríamos de sobra.
10) Piensen en el punto número nueve. Uno debe pensar en el nueve. De ser posible: de rodillas.
11) Libros y autores altamente recomendables: De lo Sublime del Seudo Longino; los sonetos
del desdichado y valiente Philip Sidney, cuya biografía escribió Lord Brooke; La antología de
Spoon River de Edgar Lee Masters; Suicidios ejemplares de Vila Matas.
12) Lean estos libros y lean también a Chéjov y a Raymond Carver, uno de los dos es el mejor
cuentista que ha dado este siglo.
Noviembre, 2001.
Roberto Bolaño
Una aventura literaria
B escribe un libro en donde se burla, bajo máscaras diversas, de ciertos escritores, aunque más
ajustado sería decir de ciertos arquetipos de escritores. En uno de los relatos aborda la figura de
A, un autor de su misma edad pero que a diferencia de él es famoso, tiene dinero, es leído, las
mayores ambiciones (y en ese orden) a las que puede aspirar un hombre de letras. B no es
famoso ni tiene dinero y sus poemas se imprimen en revistas minoritarias. Sin embargo entre A
y B no todo son diferencias. Ambos provienen de familias de la pequeña burguesía o de un
proletariado más o menos acomodado. Ambos son de izquierdas, comparten una parecida
curiosidad intelectual, las mismas carencias educativas. La meteórica carrera de A, sin embargo,
ha dado a sus escritos un aire de gazmoñería que a B, lector ávido, le parece insoportable. A, al
principio desde los periódicos pero cada vez más a menudo desde las páginas de sus nuevos
libros, pontifica sobre todo lo existente, humano o divino, con pesadez académica, con el talante
de quien se ha servido de la literatura para alcanzar una posición social, una respetabilidad, y
desde su torre de nuevo rico dispara sobre todo aquello que pudiera empañar el espejo en el que
ahora se contempla, en el que ahora contempla el mundo. Para B, en resumen, A se ha
convertido en un meapilas.
B, decíamos, escribe un libro y en uno de los capítulos se burla de A. La burla no es cruenta
(sobre todo teniendo en cuenta que se trata sólo de un capítulo de un libro más o menos
extenso). Crea un personaje, Alvaro Medina Mena, escritor de éxito, y lo hace expresar las
mismas opiniones que A. Cambian los escenarios: en donde A despotrica contra la pornografía,
Medina Mena lo hace contra la violencia, en donde A argumenta contra el mercantilismo en el
arte contemporáneo, Medina Mena se llena de razones que esgrimir contra la pornografía. La
historia de Medina Mena no sobresale entre el resto de historias, la mayoría mejores (si no
mejor escritas, sí mejor organizadas). El libro de B se publica –es la primera vez que B publica
en una editorial grande– y comienza a recibir críticas. Al principio su libro pasa desapercibido.
Luego, en uno de los principales periódicos del país, A publica una reseña absolutamente
elogiosa, entusiasta, que arrastra a los demás críticos y convierte el libro de B en un discreto
éxito de ventas. B, por supuesto, se siente incómodo. Al menos eso es lo que siente al principio,
luego, como suele suceder, encuentra natural (o al menos lógico) que A alabara su libro; éste,
sin duda, es notable en más de un aspecto y A, sin duda, en el fondo no es un mal crítico.
Pero al cabo de dos meses, en una entrevista aparecida en otro periódico (no tan importante
como aquel en donde publicó su reseña), A menciona una vez más el libro de B, de forma por
demás elogiosa, tachándolo de altamente recomendable: «Un espejo que no se empaña» En el
tono de A, sin embargo, B cree descubrir algo, un mensaje entre líneas, como si el escritor
famoso le dijera: no creas que me has engañado, sé que me retrataste, sé que te burlaste de mí.
Ensalza mi libro, piensa B, para después dejarlo caer. O bien ensalza mi libro para que nadie lo
identifique con el Personaje de Medina Mena. O bien no se ha dado cuenta de nada y nuestro
encuentro escritor–lector ha sido un encuentro feliz. Todas las posibilidades le parecen nefastas.
B no cree en los encuentros felices (es decir inocentes, es decir simples) y comienza a hacer
todo lo posible para conocer personalmente a A. En su fuero interno sabe que A se ha visto
retratado en el personaje de Medina Mena. Al menos tiene la razonable convicción de que A ha
leído todo su libro y que lo ha leído tal como a él le gustaría que lo leyeran. ¿Pero entonces por
qué se ha referido a él de esa manera? ¿Por qué elogiar algo donde se burlan –y ahora B cree
que la burla, además de desmesurada, tal vez ha sido un poco injustificada– de ti? No encuentra
explicación. La única plausible es que A no se haya dado cuenta de la sátira, probabilidad nada
despreciable dado que A cada vez es más imbécil (B lee todos sus artículos, todos los que han
aparecido después de la reseña elogiosa y hay mañanas en que, si pudiera, machacaría a
puñetazos su cara, la cara de A cada vez más pacata, más imbuida por la santa verdad y por la
santa impaciencia, como si A se creyera la reencarnación de Unamuno o algo parecido).
Así que hace todo lo posible por conocerlo, pero no tiene éxito. Viven en ciudades diferentes. A
viaja mucho y no siempre es seguro encontrarlo en su casa. Su teléfono casi siempre marca
ocupado o es el contestador automático el que recibe la llamada y cuando esto sucede B cuelga
en el acto pues le aterrorizan los contestadores automáticos.
Al cabo de un tiempo B decide que jamás se pondrá en contacto con A. Intenta olvidar el
asunto, casi lo consigue. Escribe un nuevo libro. Cuando se publica A es el primero en
reseñarlo. Su velocidad es tan grande que desafía cualquier disciplina de lectura, piensa B. El
libro ha sido enviado a los críticos un jueves y el sábado aparece la reseña de A, por lo menos
cinco folios, donde demuestra, además, que su lectura es profunda y razonable, una lectura
lúcida, clarificadora incluso para el propio B, que observa aspectos de su libro que antes había
pasado por alto. Al principio B se siente agradecido, halagado. Después se siente aterrorizado.
Comprende, de golpe, que es imposible que A leyera el libro entre el día en que la editorial lo
envió a los críticos y el día en que lo publicó el periódico: un libro enviado el jueves, tal como
va el correo en España, en el mejor de los casos llegaría el lunes de la semana siguiente. La
primera posibilidad que a B se le ocurre es que A escribiera la reseña sin haber leído el libro,
pero rápidamente rechaza esta idea. A, es innegable, ha leído y muy bien leído su libro. La
segunda posibilidad es más factible: que A obtuviera el libro directamente en la editorial. B
telefonea a la editorial, habla con la encargada de ventas, le pregunta cómo es posible que A ya
haya leído su libro. La encargada no tiene idea (aunque ha leído la reseña y está contenta) y le
promete averiguarlo. B, casi de rodillas, si es que alguien se puede poner de rodillas
telefónicamente, le suplica que lo llame esa misma noche. El resto del día, como no podía ser
menos, lo pasa imaginando historias, cada una más disparatada que la anterior. A las nueve de
la noche, desde su casa, lo telefonea la encargada de ventas. No hay ningún misterio, por
supuesto, A estuvo en la editorial días antes y se fue con un ejemplar del libro de B con el
tiempo suficiente como para leerlo con calma y escribir la reseña. La noticia devuelve la
serenidad a B. Intenta preparar la cena pero no tiene nada en la nevera y decide salir a comer
fuera. Se lleva el periódico en donde está la reseña. Al principio camina sin rumbo por calles
desiertas, luego encuentra una fonda abierta en la que nunca ha estado antes y entra. Todas las
mesas están desocupadas. B se sienta junto a la ventana, en un rincón apartado de la chimenea
que débilmente calienta el comedor. Una muchacha le pregunta qué quiere. B dice que quiere
comer. La muchacha es muy hermosa y tiene el pelo largo y despeinado, como si se acabara de
levantar. B pide una sopa y después un plato de verduras con carne. Mientras espera vuelve a
leer la reseña. Tengo que ver a A, piensa. Tengo que decirle que estoy arrepentido, que no quise
jugar a esto, piensa. La reseña, sin embargo, es inofensiva: no dice nada que más tarde no vayan
a decir otros reseñistas, si acaso está mejor escrita (A sabe escribir, piensa B con desgana, tal
vez con resignación). La comida le sabe a tierra, a materias putrefactas, a sangre. El frío del
restaurante lo cala hasta los huesos. Esa noche enferma del estómago y a la mañana siguiente se
arrastra como puede hasta el ambulatorio. La doctora que lo atiende le receta antibióticos y una
dieta suave durante una semana. Acostado, sin ganas de salir de casa, B decide llamar a un
amigo y contarle toda la historia. Al principio duda a quién llamar. ¿Y si llamo a A y se lo
cuento a él?, piensa. Pero no, A, en el mejor de los casos, lo achacaría todo a una coincidencia y
acto seguido se dedicaría a leer bajo otra luz los textos de B para posteriormente proceder a
demolerlo. En el peor, se haría el desentendido. Al final, B no llama a nadie y muy pronto un
miedo de otra naturaleza crece en su interior: el de que alguien, un lector anónimo, se hubiera
dado cuenta de que Alvaro Medina Mena es un trasunto de A. La situación, tal como ya está, le
parece horrenda. Con más de dos personas en el secreto, cavila, puede llegar a ser insoportable.
¿Pero quiénes son los potenciales lectores capaces de percibir la identidad de Alvaro Medina
Mena? En teoría los tres mil quinientos de la primera edición de su libro, en la práctica sólo
unos pocos, los lectores devotos de A, los aficionados a los crucigramas, los que, como él,
estaban hartos de tanta moralina y catequesis de final de milenio. ¿Pero qué puede hacer B para
que nadie más se dé cuenta? No lo sabe. Baraja varias posibilidades, desde escribir una reseña
elogiosa en grado extremo del próximo libro de A hasta escribir un pequeño libro sobre toda la
obra de A (incluidos sus malhadados artículos de periódico); desde llamarlo por teléfono y
poner las cartas boca arriba (¿pero qué cartas?) hasta visitarlo una noche, acorralarlo en el
zaguán de su piso, obligarlo por la fuerza a que confiese cuál es su propósito, qué pretende al
pegarse como lapa a su obra, qué reparaciones son las que de manera implícita está exigiendo
con tal actitud.
Finalmente B no hace nada.
Su nuevo libro obtiene buenas críticas pero escaso éxito de público. A nadie le parece extraño
que A apueste por él. De hecho, A, cuando no está de lleno en el papel de Catón de las letras (y
de la política) españolas, es bastante generoso con los nuevos escritores que saltan a la palestra.
Al cabo de un tiempo B olvida todo el asunto. Posiblemente, se consuela, producto de su
imaginación desbordada por la publicación de dos libros en editoriales de prestigio, producto de
sus miedos desconocidos, producto de su sistema nervioso desgastado por tantos años de trabajo
y de anonimato. Así que se olvida de todo y al cabo de un tiempo, en efecto, el incidente es tan
sólo una anécdota algo desmesurada en el interior de su memoria. Un día, sin embargo, lo
invitan a un coloquio sobre nueva literatura a celebrarse en Madrid.
B acude encantado de la vida. Está a punto de terminar otro libro y el coloquio, piensa, le
servirá como plataforma para su futuro lanzamiento. El viaje y la estancia en el hotel, por
supuesto, están pagados y B quiere aprovechar los pocos días de estadía en la capital para
visitar museos y descansar. El coloquio dura dos días y B participa en la jornada inaugural y
asiste como espectador a la última. Al finalizar ésta, los literatos, en masa, son conducidos a la
casa de la condesa de Bahamontes, letraherida y mecenas de múltiples eventos culturales, entre
los que destacan una revista de poesía, tal vez la mejor de las que aparecen en la capital, y una
beca para escritores que lleva su nombre. B, que en Madrid no conoce a nadie, está en el grupo
que acude a cerrar la velada a casa de la condesa. La fiesta, precedida por una cena ligera pero
deliciosa y bien regada con vinos de cosecha propia, se alarga hasta altas horas de la
madrugada. Al principio, los participantes no son más de quince pero con el paso de las horas se
van sumando al convite una variopinta galería de artistas en la que no faltan escritores pero
donde es dable encontrar, también, a cineastas, actores, pintores, presentadores de televisión,
toreros.
En determinado momento, B tiene el privilegio de ser presentado a la condesa y el honor de que
ésta se lo lleve aparte, a un rincón de la terraza desde la que se domina el jardín. Allá abajo lo
espera un amigo, dice la condesa con una sonrisa y señalando con el mentón una glorieta de
madera rodeada de plátanos, palmeras, pinos. B la contempla sin entender. La condesa, piensa,
en alguna remota época de su vida debió ser bonita pero ahora es un amasijo de carne y
cartílagos movedizos. B no se atreve a preguntar por la identidad del «amigo». Asiente, asegura
que bajará de inmediato, pero no se mueve. La condesa tampoco se mueve y por un instante
ambos permanecen en silencio, mirándose a la cara, como si se hubieran conocido (y amado u
odiado) en otra vida. Pero pronto a la condesa la reclaman sus otros invitados y B se queda solo,
contemplando temeroso el jardín y la glorieta donde, al cabo de un rato, distingue a una persona
o el movimiento fugaz de una sombra. Debe ser A, piensa, y acto seguido, conclusión lógica:
debe estar armado.
Al principio B piensa en huir. No tarda en comprender que la única salida que conoce pasa
cerca de la glorieta, por lo que la mejor manera de huir sería permanecer en alguna de las
innumerables habitaciones de la casa y esperar que amanezca. Pero tal vez no sea A, piensa B,
tal vez se trate del director de una revista, de un editor, de algún escritor o escritora que desea
conocerme. Casi sin darse cuenta B abandona la terraza, consigue una copa, comienza a bajar
las escaleras y sale al jardín. Allí enciende un cigarrillo y se aproxima sin prisas a la glorieta. Al
llegar no encuentra a nadie, pero tiene la certeza de que alguien ha estado allí y decide esperar.
Al cabo de una hora, aburrido y cansado, vuelve a la casa. Pregunta, a los escasos invitados que
deambulan como sonámbulos o como actores de una pieza teatral excesivamente lenta, por la
condesa y nadie sabe darle una respuesta coherente. Un camarero (que lo mismo puede estar al
servicio de la condesa o haber sido invitado por ésta a la fiesta) le dice que la dueña de casa
seguramente se ha retirado a sus habitaciones, tal como acostumbra, la edad, ya se sabe. B
asiente y piensa que, en efecto, la edad ya no permite muchos excesos. Después se despide del
camarero, se dan la mano y vuelve caminando al hotel. En la travesía invierte más de dos horas.
Al día siguiente, en vez de tomar el avión de regreso a su ciudad, B dedica la mañana a
trasladarse a un hotel más barato donde se instala como si planeara quedarse a vivir mucho
tiempo en la capital y luego se pasa toda la tarde llamando por teléfono a casa de A. En las
primeras llamadas sólo escucha el contestador automático. Es la voz de A y de una mujer que
dicen, uno después del otro y con un tono festivo, que no están, que volverán dentro de un rato,
que dejen el mensaje y que si es algo importante dejen también un teléfono al que ellos puedan
llamar. Al cabo de varias llamadas (sin dejar mensaje) B se ha hecho algunas ideas respecto a A
y a su compañera, a la entidad desconocida que ambos componen. Primero, la voz de la mujer.
Es una mujer joven, mucho más joven que él y que A, posiblemente enérgica, dispuesta a
hacerse un lugar en la vida de A y a hacer respetar su lugar. Pobre idiota, piensa B. Después, la
voz de A. Un arquetipo de serenidad, la voz de Catón. Este tipo, piensa B, tiene un año menos
que yo pero parece como si me llevara quince o veinte. Finalmente, el mensaje: ¿por qué el tono
de alegría?, ¿por qué piensan que si es algo importante el que llama va a dejar de intentarlo y se
va a contentar con dejar su número de teléfono?, ¿por qué hablan como si interpretaran una obra
de teatro, para dejar claro que allí viven dos personas o para explicitar la felicidad que los
embarga como pareja? Por supuesto, ninguna de las preguntas que B se hace obtiene respuesta.
Pero sigue llamando, una vez cada media hora, aproximadamente, y a las diez de la noche,
desde la cabina de un restaurante económico, le contesta una voz de mujer. Al principio,
sorprendido, B no sabe qué decir. Quién es, pregunta la mujer. Lo repite varias veces y luego
guarda silencio, pero sin colgar, como si le diera a B la ocasión de decidirse a hablar. Después,
en un gesto que se adivina lento y reflexivo, la mujer cuelga. Media hora más tarde, desde un
teléfono de la calle, B vuelve a llamar. Nuevamente es la mujer la que descuelga el teléfono, la
que pregunta, la que espera una respuesta. Quiero ver a A, dice B. Debería haber dicho: quiero
hablar con A. Al menos, la mujer lo entiende así y se lo hace notar. B no contesta, pide perdón,
insiste en que quiere ver a A. De parte de quién, dice la mujer. Soy B, dice B. La mujer duda
unos segundos, como si pensara quién es B y al cabo dice muy bien, espere un momento. Su
tono de voz no ha cambiado, piensa B, no trasluce ningún temor ni ninguna amenaza. Por el
teléfono, que la mujer ha dejado seguramente sobre una mesilla o sillón o colgando de la pared
de la cocina, oye voces. Las voces, ciertamente ininteligibles, son de un hombre y una mujer, A
y su joven compañera, piensa B, pero luego se une a esas voces la de una tercera persona, un
hombre, alguien con la voz mucho más grave. En un primer momento parece que conversan,
que A es incapaz de no prolongar aunque sólo sea un instante una conversación interesante en
grado sumo. Después, B cree que más bien están discutiendo. O que tardan en ponerse de
acuerdo sobre algo de extrema importancia antes de que A coja de una vez por todas el teléfono.
Y en la espera o en la incertidumbre alguien grita, tal vez A. Después se hace un silencio
repentino, como si una mujer invisible taponara con cera los oídos de B. Y después (después de
varias monedas de un duro) alguien cuelga silenciosamente, piadosamente, el teléfono.
Esa noche B no puede dormir. Se reprocha todo lo que no hizo. Primero pensó en insistir pero
decidió llevado por una superstición cambiar de cabina. Los dos siguientes teléfonos que
encontró estaban estropeados (la capital era una ciudad descuidada, incluso sucia) y cuando por
fin encontró uno en condiciones, al meter las monedas se dio cuenta de que las manos le
temblaban como si hubiera sufrido un ataque. La visión de sus manos lo desconsoló tanto que
estuvo a punto de echarse a llorar. Razonablemente, pensó que lo mejor era acopiar fuerzas y
que para eso nada mejor que un bar. Así que se puso a caminar y al cabo de un rato, después de
haber desechado varios bares por motivos diversos y en ocasiones contradictorios, entró en un
establecimiento pequeño e iluminado en exceso en donde se hacinaban más de treinta personas.
El ambiente del bar, como no tardó en notar, era de una camaradería indiscriminada y
bulliciosa. De pronto se encontró hablando con personas que no conocía de nada y que
normalmente (en su ciudad, en su vida cotidiana) hubiera mantenido a distancia. Se celebraba
una despedida de soltero o la victoria de uno de los dos equipos de fútbol locales. Volvió al
hotel de madrugada, sintiéndose vagamente avergonzado.
Al día siguiente, en lugar de buscar un sitio donde comer (descubrió sin asombro que era
incapaz de probar bocado), B se instala en la primera cabina que encuentra, en una calle
bastante ruidosa, y telefonea a A. Una vez más, contesta la mujer. Contra lo que B esperaba, es
reconocido de inmediato. A no está, dice la mujer, pero quiere verte. Y tras un silencio:
sentimos mucho lo que pasó ayer. ¿Qué pasó ayer?, dice B sinceramente. Te tuvimos esperando
y luego colgamos. Es decir, colgué yo. A quería hablar contigo, pero a mí me pareció que no era
oportuno. ¿Por qué no era oportuno?, dice B, perdido ya cualquier atisbo de discreción. Por
varias razones, dice la mujer... A no se encuentra muy bien de salud... Cuando habla por
teléfono se excita demasiado... Estaba trabajando y no es conveniente interrumpirlo... A B la
voz de la mujer ya no le parece tan juvenil. Ciertamente está mintiendo: ni siquiera se toma el
trabajo de buscar mentiras convincentes, además no menciona al hombre de la voz grave. Pese a
todo, a B le parece encantadora. Miente como una niña mimada y sabe de antemano que yo
perdonaré sus mentiras. Por otra parte, su manera de proteger a A de alguna forma es como si
realzara su propia belleza. ¿Cuánto tiempo vas a estar en la ciudad?, dice la mujer. Sólo hasta
que vea a A, luego me iré, dice B. Ya, ya, ya, dice la mujer (a B se le ponen los pelos de punta)
y reflexiona en silencio durante un rato. Esos segundos o esos minutos B los emplea en
imaginar su rostro. El resultado, aunque vacilante, es turbador. Lo mejor será que vengas esta
noche, dice la mujer, ¿tienes la dirección? Sí, dice B. Muy bien, te esperamos a cenar a las
ocho. De acuerdo, dice B con un hilo de voz y cuelga.
El resto del día B se lo pasa caminando de un sitio a otro, como un vagabundo o como un
enfermo mental. Por supuesto, no visita ni un solo museo aunque sí entra a un par de librerías
en donde compra el último libro de A. Se instala en un parque y lo lee. El libro es fascinante,
aunque cada página rezuma tristeza. Qué buen escritor es A, piensa B. Considera su propia
obra, maculada por la sátira y por la rabia y la compara desfavorablemente con la obra de A.
Después se queda dormido al sol y cuando despierta el parque está lleno de mendigos y yonquis
que a primera vista dan la impresión de movimiento pero que en realidad no se mueven, aunque
tampoco pueda afirmarse con propiedad que están quietos.
B vuelve a su hotel, se baña, se afeita, se pone la ropa que usó durante el primer día de estancia
en la ciudad y que es la más limpia que tiene, y luego vuelve a salir a la calle. A vive en el
centro, en un viejo edificio de cinco plantas. Llama por el portero automático y una voz de
mujer le pregunta quién es. Soy B, dice B. Pasa, dice la mujer y el zumbido de la puerta que se
abre dura hasta que B alcanza el ascensor. E incluso mientras el ascensor lo sube al piso de A, B
cree oír el zumbido, como si tras sí arrastrara una larga cola de lagartija o de serpiente.
En el rellano, junto a la puerta abierta, A lo está esperando. Es alto, pálido, un poco más gordo
que en las fotos. Sonríe con algo de timidez. B siente por un momento que toda la fuerza que le
ha servido para llegar a casa de A se evapora en un segundo. Se repone, intenta una sonrisa,
alarga la mano. Sobre todo, piensa, evitar escenas violentas, sobre todo evitar el melodrama.
Por fin, dice A, cómo estás. Muy bien, dice B.

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