domingo, 24 de enero de 2016

CHARLES DICKENS El misterio de Edwin Drood.

Novelas de crimen y misterio.
 CHARLES DICKENS

El misterio de Edwin Drood
Prólogo de Gibert K. Chesterton
Traducción de Dora de Alvear
EMECE EDITORES, S. A.

 PROLOGO

 Pickwick fué una obra proyectada parcialmente por otros, pero completada finalmente por Dickens. Edwin Drood, su último libro, fué un libro proyectado por Dickens, pero completado finalmente por otros. Los papeles de Pickwick mostraron cuánto podía hacer Dickens con las sugestiones de otras personas; El misterio de Edwin Drood muestra qué poco pueden hacer otras personas con las sugestiones de Dickens.
 Dickens fué destinado por el cielo para ser un gran melodramaturgo; tanto que hasta su fin literario fué melodramático. La interrupción de Edwin Drood de Dickens significó mucho más que la interrupción de una buena novela de un gran hombre. Parece más bien la última burla de algún elfo que al dejar el mundo quiso que quedara inconclusa esta historia, que es sólo una historia. La única de las novelas de Dickens que éste no concluyó era la única que realmente necesitaba una conclusión. Nunca tuvo más que un argumento totalmente bueno para contar, y ése sólo lo ha contado en el cielo. Esto es lo que separa el caso en cuestión de cualquier paralelo con novelistas interrumpidos en el acto de creación. Aquel gran novelista, por ejemplo, con quien Dickens es comparado constantemente, murió también en la mitad de Dennis Duval. Pero cualquiera puede ver en Dennis Duval las cualidades de las últimas obras de Thackeray, las crecientes divagaciones, la creciente poesía retrospectiva, que habían sido en parte el encanto y en parte el fracaso de Felipe y de Los Virginianos. Pero a Dickens le fué permitido morir en un momento dramático y dejar un misterio dramático. Cualquier discípulo de Thackeray podría haber completado el argumento de Dennis Duval, aunque, naturalmente, podría haber tenido dudas sobre si había algún argumento que completar. Pero Dickens, que había tenido demasiado poco argumento en las historias que tuvo que contar antes, tenía demasiado argumento en la historia que nunca contó. Dickens muere en el acto de contar, no su décima novela, sino sus primeras noticias del crimen. Cae muerto en el acto de denunciar al asesino. Resumiendo, a Dickens le fué permitido llegar a un final literario tan extraño como su comienzo literario. Comenzó perfeccionando la antigua novela de viajes; terminó por inventar la nueva novela policial.
 Es ante todo como novela policial que debemos considerar al Misterio de Edwin Drood. Esto no significa, naturalmente, que los detalles no sean a menudo admirables en su humor rápido y penetrante: decir eso del libro sería decir que Dickens no lo escribió. Nada más verdadero que el modo en que la ofuscada y embriagada dignidad de Durdles ilustra cierta amargura que hay en el fondo del aturdimiento de los pobres. Nada mejor que la manera en que la presuntuosa y alusiva conversación entre la señorita Twinkleton y la dueña de casa ilustra la enloquecedora preferencia de algunas mujeres para deslizarse sobre temas prohibidos. Hay todavía un ejemplo mejor que éstos de la típica penetración humorística de Dickens; y uno que no suele observarse a causa de su brevedad y de su insignificancia en la narración. Pero Dickens nunca hizo nada mejor que el breve relato de la cena del señor Grewgious, traída de la taberna por dos mozos: un «mozo permanente» y un «mozo volante». El «mozo volante» trae la comida y el «mozo permanente» pelea con él. El «mozo volante» trae vasos y el «mozo permanente» los mira al trasluz. Finalmente se recordará que el «mozo permanente» abandona la habitación lanzando una mirada que dice a las claras: «Queda comprendido que todos los emolumentos son míos y que Cero es la recompensa de este esclavo.» Sin embargo, Dickens escribió el libro como novela policial; lo escribió como El misterio de Edwin Drood. Y, único tal vez entre los novelistas policiales, no vivió para destruir su misterio. De esta suerte, solamente en ésta, entre las novelas de Dickens, es necesario hablar del argumento y sólo del argumento. Al hablar del argumento, es inmediatamente necesario hablar de las dos o tres explicaciones propuestas por críticos famosos.
 La historia, tal como fué escrita por Dickens, puede ser leída aquí. Trata, como se verá, de la desaparición del joven arquitecto Edwin Drood, después de una fiesta nocturna realizada en casa de su tío Jack Jasper y destinada a celebrar su reconciliación con un enemigo pasajero, Neville Landless. Dickens adelantó bastante en su historia como para explicar o destruir el primero y más evidente de sus enigmas. Mucho antes de la terminación de la parte existente resulta obvio que Drood fué eliminado, no por su adversario manifiesto, Landless, sino por su tío, que le profesa un afecto casi penoso. Sin embargo, el que todos sepamos esto no debe cegarnos frente al hecho de que, considerado como el primer engaño en una novela policial, ha sido sumergido y ocultado al mismo tiempo con gran habilidad. Nada, por ejemplo, más inteligente, como rasgo de misterio artístico, que el hecho de que Jasper, el tío, conserve constantemente sus ojos fijos en la cara de Drood, con una ternura oscura y vigilante. Al principio, esto es referido de tal manera, que sólo lo tomamos como la indicación de algo mórbido en el afecto. Sólo después nos sorprende la idea aterradora de que no se trata de afecto mórbido, sino de antagonismo mórbido. Sólo es importante observar este primer misterio (que ya no lo es más) de la culpa de Jasper, porque muestra que Dickens se proponía y se sentía capaz de disfrazar todas sus baterías con verdadera estrategia y precaución artística. La manera de desenmascarar a Jasper marca la forma en que sería contado todo el cuento. Aquí no se trata de un Dickens que simplemente se entrega, como se entregó en Pickwick o en la Canción de Navidad. A veces uno querría que se entregara así, porque no hay mejor regalo.
 Nadie nos dirá jamás cuál fué el misterio de Edwin Drood desde el punto de vista de Dickens, excepto quizás el mismo Dickens en el cielo, y es probable que entonces lo haya olvidado. Pero el misterio de Edwin Drood desde nuestro punto de vista, del de sus críticos, y de aquellos que han intentado con cierto valor (después de su muerte) ser sus colaboradores, es simplemente éste: no hay duda de que Jasper o bien mató o creyó haber matado a Drood. Tenemos esta certeza por el hecho que es el punto central de una escena entre Jasper y Grewgious, el abogado de Drood, donde Jasper es abatido por el remordimiento al comprender que Drood ha sido muerto (desde su punto de vista) sin necesidad y sin provecho. La única pregunta es si el remordimiento de Jasper era tan inútil como su crimen. En otras palabras, el único problema es si, mientras seguramente pensaba que había matado a Drood, lo había matado realmente. Casi es innecesario decir que tal duda no hubiera surgido de la nada; caballeros como Jasper no gastan, por lo general, su remordimiento sino sobre crímenes exitosos. El origen de la duda sobre la verdadera muerte de Drood es éste: hacia el final de los capítulos existentes aparece de pronto, y con ostentoso aire de misterio, un personaje llamado Datchery. Parece tener el propósito de espiar a Jasper y de levantar algún cargo contra él. En todo caso, si no tiene este propósito en la historia, carece de todo propósito. Es un anciano caballero de energía juvenil, con el hábito de llevar su sombrero en la mano, aun al aire libre; lo que algunos han interpretado como si sintiera el desacostumbrado peso de une peluca. Hay una o dos personas en la historia que este personaje podría ser. Notablemente una, que parece destinada a ser algo, pero que luego no es definitivamente nada. Me refiero a Bazzard, el empleado del señor Grewgious, un individuo huraño, interesado en teatralerías, por quien se hace un alboroto innecesario. También está el mismo señor Grewgious, y hay también otra sugestión, tanto más sorprendente que tendré que ocuparme de ella después.
 Por el momento, sin embargo, la cuestión es ésta: aquel celebrado escritor, el señor Proctor, inició la teoría de que Datchery era Drood en persona, que en verdad no había sido asesinado. Adujo un sistema muy ingenioso que cubría todos los detalles, pero el argumento más fuerte era más bien de efecto artístico general. Este argumento ha sido resumido perfectamente por el señor Andrew Lang en una frase: «Si Edwin Drood está muerto, no hay mucho misterio sobre él.» Esto es verdad. Dickens, al escribir de un modo tan deliberado, más aún, de un modo tan oscuro y deliberado, hubiera ocultado algún tiempo más la muerte de Drood y la culpa de Jasper, si el único misterio real hubiera sido la culpa de Jasper y la muerte de Drood. Por cierto, parece artísticamente más probable que hubiera un misterio posterior de Edwin Drood; no el misterio de que fué asesinado sino el misterio de que no lo fué. Es verdad que el señor Cumming Walters tiene una teoría de Datchery (a la que ya he aludido oscuramente), una teoría lo suficientemente absurda para ser el centro no sólo de cualquier novela, sino de cualquier arlequinada. Pero lo cierto es que hasta la teoría del señor Cumming Walters, aunque hace que el misterio sea más extraordinario, no es tampoco un argumento definitivo para justificar el título. No se debió llamarle el Misterio de Drood sino el Misterio de Datchery. Este es el argumento más sólido para Proctor; si la historia habla del regreso de Drood como Datchery, la historia cumple con el título estampado en la tapa. La objeción principal a la teoría de Proctor es la falta de razón adecuada para que Jasper no matara a su sobrino si quería hacerlo. Y parece todavía menos razonable que Drood no hiciera correr la alarma, si fué asesinado sin éxito. Los jóvenes arquitectos felices casi estrangulados por ancianos organistas, no suelen marcharse para regresar algún tiempo después con una peluca y un nombre falso. Parece superficial decir que resultaría tan extraño encontrar al criminal investigando el origen del crimen, como encontrar al cadáver dedicado a esa tarea. Dos de los críticos literarios más capaces de nuestro tiempo, el señor Andrew Lang y el señor William Archer, ambos persuadidos en forma general de la teoría de Proctor, se han ocupado especialmente de este problema. Ambos han llegado a la misma conclusión sustancial, y sospecho que están en lo cierto. Sostienen que Jasper (sobre cuya manía por el opio se insiste mucho en el cuento) tuvo cierto ataque, o trance, u otro impedimento físico mientras cometía el crimen, dejándolo sin terminar. Además sostienen que había narcotizado a Drood, y que éste, al recuperarse del ataque, tenía dudas sobre quién había sido su agresor. Esto puede explicar, aunque de un modo un poco antojadizo su regreso a la ciudad como detective. Podía pensar que debía a su tío (a quien recordaba por última vez en una especie de visión criminal) el hacer una investigación independiente sobre si era culpable o no. Pudo decir, como Hamlet dijo de una visión igualmente aterradora: «Espero razones más precisas.»
 En justicia debe decirse que hay algo frágil en esta teoría; principalmente a este respecto: hay en Datchery una especie de jovialidad burlesca, no apropiada a un muchacho que debía estar en una agonía de duua por saber si su mejor amigo era o no su asesino. Sin embargo, hay muchas incongruencias como ésta en Dickens; y la explicación del señor Archer y el señor Lang es por lo menos una explicación. Tampoco creo que pueda darse otra explicación que aclare el título del libro: El misterio de Edwin Drood, si prácticamente comienza con su cadáver.
 Si Drood realmente ha muerto, no puede uno dejar de sentir que el cuento debe concluir donde concluye, no por accidente sino por designio. El asesinato ha sido explicado. Jasper está listo para ser ahorcado, y cualquier otra persona en una novela decente debía estar lista para casarse. Todo otro agregado sería un desencanto. De todos modos, hay grados de desencanto. Algunas de las explicaciones sobre Datchery son bastante razonables, pero evidentemente débiles. Por ejemplo, Datchery puede ser Bazzard, pero esto no es muy apasionante; porque nada sabemos de Bazzard, y nos interesa aún menos. También puede ser Grewgious; pero hay algo inútil en un personaje grotesco que simula ser otro personaje grotesco menos divertido que él. El señor Cumming Walters ha tenido la distinción de inventar una teoría que hace a la historia, por lo menos, interesante, aun sin ser exactamente la historia prometida en la portada del libro. El enemigo manifiesto de Drood, sobre quien recae primero la sospecha, el moreno y huraño Landless, tiene una hermana aún más morena y, salvo por su dignidad de reina, aún más huraña que él. Esta princesa bárbara está evidentemente destinada a enamorarse (de alguna manera sombría) de Crisparkle, el clerical y muscular cristiano que representa el elemento refrescante en las emociones del cuento. El señor Cumming Walters afirma seriamente que esta princesa bárbara se ha puesto una peluca y se ha disfrazado de Datchery. Presenta su argumento con mucho ingenio de detalles. Helena Landless tenía ciertamente un motivo: salvar a su hermano injustamente acusado, acusando justamente a Jasper. Ciertamente tenía algunas de las condiciones: en la primera parte de la historia se afirma detalladamente que cuando niña solía vestir ropas masculinas y correr las aventuras más extrañas. Puede haber algo en el argumento del señor Cumming Walters, de que la impertinencia de Datchery es la impertinencia consciente de una mujer fuerte en una situación tan rara. Ciertamente, hay la misma impertinencia en Porcia y en Rosalinda. Sin embargo, creo que hay una objeción final a la teoría; y es simplemente esto: que es cómica. Es un error imaginar que un gran maestro de lo grotesco será cómico exactamente donde no lo intenta. Y estoy seguro de que, si realmente Dickens hubiera querido que Helena se convirtiera en Datchery, la hubiera hecho desde el principio, de algún modo, más superficial, excéntrica y risible, por lo menos tan superficial y risible como Rosa. Tal como está, hay algo extrañamente torpe e increíble en la idea de una dama tan morena y tan majestuosa disfrazándose de viejo caballero fanfarrón de saco azul y pantalones grises. Tan absurdo sería imaginar a Edith Dombey disfrazándose de Mayor Bagstock, o a la Rebeca de Ivanhoe disfrazándose de Isaac de York.
 Claro que esta cuestión nunca se resolverá de manera precisa, porque no sólo se trata de un misterio, sino de un enigma. Porque en eso la novela policial difiere de cualquier otra novela. El novelista común quiere que sus lectores no se aparten del tema; el novelista policial quiere desviarlos continuamente del tema. En el primer caso, cada pincelada debe servir para hacer conocer sus propósitos al lector; en el segundo, la mayoría de las pinceladas oculta o hasta contradice ese propósito. Se entiende que uno debe ver y apreciar los menores gestos de un buen actor; pero no debe ver todos los gestos de un prestidigitador, si es un buen prestidigitador. Por consiguiente, en el examen crítico de trabajos como éste, se introduce un problema, una perplejidad adicional, que no se da en otros casos. Me refiero al problema de las trampas. Algunos de los detelles que elegimos como sugestivos, pueden haber sido puestos allí para engañar. Así, todo el conflicto entre un crítico con una teoría, como el señor Lang, y un crítico con otra teoría, como el señor Cumming Walters, se vuelve eterno y algo frívolo. El señor Walters dice que todas las claves del señor Lang son trampas; el señor Lang dice que todas las claves del señor Walters son trampas. El señor Walters puede decir que algunos pasajes parecen indicar que Helena era Datchery; el señor Lang puede responder que esos pasajes tenían por único propósito engañar a personas simples como el señor Walters. Análogamente, el señor Lang puede decir que el regreso de Drood ha sido pronosticado, y el señor Walters puede responder que fué pronosticado precisamente porque no iba a ocurrir. Este proceso de locura parece interminable. Cualquier cosa escrita por Dickens puede o no significar lo opuesto de lo que dice. Sobre este principio yo estaría decidido a declarar que todos los Datcherys sugeridos eran realmente trampas, solamente porque pueden ser sugeridos de manera natural. Yo me comprometería a demostrar que el señor Datchery es realmente la señorita Twinkleton, que tiene cierto interés mercenario en guardar a Rosa Bud en su escuela. Esta sugestión no me parece mucho más ridícula que la teoría del señor Cumming Walters. Sin embargo, cualquiera de ellas debe ser verdadera. Dickens ha muerto, y una cantidad de espléndidas escenas y de aventuras sobrecogedoras han muerto con él. Aun si conseguimos la solución correcta, no sabremos que lo es. El Cuento pudo haber sido, y sin embargo no fué. Y creo que no hay pensamiento mejor calculado para hacer que se dude de la muerte misma, para sentir esa duda sublime que ha creado toda la religión: la duda que encontró increíble a la muerte. Edwin Drood puede o no haber muerto, pero seguramente Dickens no murió. Seguramente nuestro verdadero detective vive y aparecerá en los últimos días de la tierra. Porque un cuento cumplido puede dar la inmortalidad a un hombre, en el sentido superficial y literario; pero un cuento inconcluso sugiere otra inmortalidad, más necesaria y más extraña.

G. K. Chesterton

sábado, 23 de enero de 2016

JORGE LUIS BORGES. LA SUPERSTICIOSA ÉTICA DEL LECTOR.


JORGE LUIS BORGES
OBRAS COMPLETAS
LA SUPERSTICIOSA ÉTICA DEL LECTOR.
(Páginas 202-204).
La condición indigente de nuestras letras, su incapacidad de
atraer, han producido una superstición del estilo, una distraída
lectura de atenciones parciales. Los que adolecen de esa superstición
entienden por estilo no la eficacia o la ineficacia de una
página, sino las habilidades aparentes del escritor: sus comparaciones,
su acústica, los episodios de su puntuación y de su sintaxis.
Son indiferentes a la propia convicción o propia emoción: buscan
tecniquerías (la palabra es de Miguel de Unamuno) que les informarán
si lo escrito tiene el derecho o no de agradarles. Oyeron
que la adjetivación no debe ser trivial y opinarán que está mal
escrita una página si nó hay sorpresas en la juntura de adjetivos
con sustantivos, aunque su finalidad general esté realizada. Oyeron
que la concisión es una virtud y tienen por conciso a quien
se demora en diez frases breves y no a quien maneje una larga.
(Ejemplos normativos de esa charlatanería de la brevedad, de
ese frenesí sentencioso, pueden buscarse en la dicción del célebre
estadista danés Polonio, de Hamlet, o del Polonio natural,
Baltasar Gracián.) Oyeron que la cercana repetición de unas
sílabas es cacofónica y simularán que en prosa les duele, aunque
en verso les agencie un gusto especial, pienso que simulado
también. Es decir, no se fijan en la eficacia del mecanismo,
sino en la disposición de sus partes. Subordinan la emoción
a la ética, a una etiqueta indiscutida más bien. Se ha generalizado
tanto esa inhibición que ya no van quedando lectores,
en el sentido ingenuo de la palabra, sino que todos son
críticos potenciales.
Tan recibida es esta superstición que nadie se atreverá a admitir
ausencia de estilo, en obras que lo tocan, máxime si son clásicas.
No hay libro bueno sin su atribución estilística, de la que
nadie puede prescindir — excepto su escritor. Séanos ejemplo el
Quijote. La crítica española, ante la probada excelencia de esa
novela, no ha querido pensar que su mayor (y tal vez único irrecusable)
valor fuera el psicológico, y le atribuye dones de estilo,
que a muchos parecerán misteriosos. En verdad, basta revisar unos
párrafos del Quijote para sentir que Cervantes no era jestilista
(a lo menos en la presente acepción acústico-decorativa de la
palabra) y que le interesaban demasiado los destinos de Quijote
DISCUSIÓN 203
y de Sancho para dejarse distraer por su propia voz. La Agudeza
y arte de ingenio de Baltasar Gradan —tan laudativa de otras
prosas que narran, cómo la del Guzmán dé Alfarache— no se resuelve
a acordarse de Don Quijote. Quevedo versifica en broma
su muerte y se olvida de él. Se objetará que los dos ejemplos son
negativos; Leopoldo Lugones, en nuestro tiempo, emite un juicio
explícito: "El estilo es la debilidad de Cervantes, y los estragos
causados por su influencia han sido graves. Pobreza de color, inseguridad
de estructura, párrafos jadeantes que nunca aciertan con
el final, desenvolviéndose en convólvulos interminables; repeticiones,
falta de proporción, ese fue el legado de los que no viendo
sino en la forma la suprema realización de la obra inmortal, se
quedaron royendo la cascara cuyas rugocídades escondían la fortaleza
y el sabor" (El imperio jesuítico, página 59). También nuestro
Groussac: "Si han de describirse las cosas como son, deberemos
confesar que una buena mitad dé la obra és de forma por demás
floja y desaliñada, la cual harto justifica lo del humilde idioma
que los rivales de Cervantes le achacaban! Y con esto no me refiero
única ni principalmente a las impropiedades verbales, a las
intolerables repeticiones o retruécanos ni a los retazos de pesada
grandilocuencia'que nos abruman, sino á la contextura generalmente
desmayada de esa' prosa- de sobremesa" (Crítica literaria,
página 41). Prosa de sobremesa, prosa conversada y no declamada,
es la de Cervantes, y otra no le hace falta. Imagino que esa misma
observación será justiciera en el caso de Dostoievski o de Montaigne
o de Samuel Butler. -
Esta vanidad del estilo se ahueca en otra más patética vanidad,
la de la perfección. No hay un escritor métrico, por casual y nulo
que sea, que no haya cincelado (el verbo suele figurar en
su'- conversación) su soneto perfecto, monumento minúsculo
que custodia su posible inmortalidad, y que las novedades y aniquilaciones
del tiempo deberán respetar. Se trata de un soneto
sin ripios, generalmente, pero que es un ripio todo él: es decir,
un residuo, una inutilidad. Esa falacia en perduración (Sir Thomas
Browne: Urn Burial) ha sido formulada y recomendada por
Flaubert en' esta sentencia: La corrección (en el sentido más
elevado de la palabra) obra con el pensamiento lo que obraron
las aguas de la Estigia con el cuerpo de Aquiles: lo hacen invulnerable
e indestructible (Correspondance, II, pág. 199). El juicio
es terminante, pero no ha llegado hasta mí ninguna experiencia
que lo confirme. (Prescindo de las virtudes tónicas de la Estigia;
esa reminiscencia infernal no es un argumento, es un énfasis.)
La página de perfección, la página de la que ninguna palabra
2 0 4 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
puede ser alterada sin daño, es la más precaria de todas. Los cambios
del lenguaje borran los sentidos laterales y los matices; la
página "perfecta" es la que consta de esos delicados valores y la
que con facilidad mayor se desgasta. Inversamente, la página que
tiene vocación de inmortalidad puede atravesar el fuego de las
erratas, de las versiones aproximativas, de las distraídas lecturas,
de las incomprensiones, sin dejar el alma en la prueba. No se
puede inpunemente variar (así lo afirman quienes restablecen
su texto) ninguna línea de las fabricadas por Góngora; pero el
Quijote gana postumas batallas contra sus traductores y sobrevive
a toda descuidada versión. Heine, que nunca lo escuchó en español,
lo pudo celebrar para siempre. Más vivo es el fantasma alemán
o escandinavo o indostánico del Quijote que los ansiosos artificios
verbales del estilista.
Yo no quisiera que la moralidad de esta comprobación fuera
entendida como de desesperación o nihilismo. Ni quiero fomentar
negligencias ni creo en una mística virtud de la frase torpe
y del epíteto chabacano. Afirmo que la voluntaria emisión de
esos dos o tres agrados menores —distracciones oculares de la metáfora,
auditivas del ritmo y sorpresivas de la interjección o el
hipérbaton— suele probarnos que la pasión del tema tratado manda
en el escritor, y eso es todo. La asperidad de una frase le es
tan indiferente a la germina literatura como su suavidad. La economía
prosódica no es menos forastera del arte que la caligrafía
o la ortografía o la puntuación: certeza que los orígenes judiciales
de la retórica y los musicales del canto nos escondieron siempre.
La preferida equivocación de la literatura de hoy es el énfasis.
Palabras definitivas» p.(labras que postulan sabidurías divinas o
angélicas o resoluciones de una más que humana firmeza —único,
nunca, siempre, todo, perfección, acabado— son del comercio habitual
de todo escritor. No piensan que decir de más una cosa
es tan de inhábiles como no decirla del todo, y que la descuidada
generalización e intensificación es una pobreza y que así la siente
el lector. Sus imprudencias causan una depreciación del idioma.
Así ocurre en francés, cuya locución Je suis navré suele significar
No iré a tornar el té con ustedes, y cuyo ain\er ha sido rebajado a
gustar. Ese hábito hiperbólico del francés está en su lenguaje escrito
asimismo: Paul Valéry, héroe de la-lucidez que organiza,
traslada unos olvidables y olvidados renglones de Lafontaine y
asevera de ellos (contra alguien): ees plus beaux vers du monde
{Varíete, 84).   
Ahora quiero acordarme del porvenir y no del pasado. Ya se
practica la lectura en silencio, síntoma venturoso. Ya hay lector
DISCUSIÓN 204
callado de versos. I)r esa capacidad sigilosa a una escritura puramente
ideográfica —directa comunicación de experiencias, no de
sonidos— hay una distancia incansable, pero siempre menos dilatada
que el porvenir.
Releo estas negaciones y pienso: Ignoro si la música sabe desesperar
de la música y si el mármol del mármol, pero la literatura
es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido,
y encarnizarse con la propia virtud y enamorarse de la
propia disolución y cortejar su fin.
Fuente:
JORGE LUIS BORGES
OBRAS COMPLETAS
LA SUPERSTICIOSA ÉTICA DEL LECTOR.
EMECÉ EDITORES. AÑO: 1974.
BUENOS AIRES ARGENTINA.

viernes, 22 de enero de 2016

Mariposas negras para un asesino. Novela. Premio UNA-Palabra 2004.


Mariposas negras para un asesino. Novela.
J.Méndez-Limbrick.
Premio UNA-Palabra 2004.
Primera Edición: 2005.
Cuarta Reimpresión: 2015.

CAPÍTULO I
PASATIEMPOS-.
(Fragmento. Páginas: 1-17).

“Cuando me lo contaron no tenía sentido. El asesino había actuado en forma impecable: no dejó huellas, no había rastros de sangre, tampoco  demasiado desorden en el cuarto.  Y así de primer momento...  no existía motivo para el homicidio.
Además, a mis subalternos les llegaron informes que el Gerente General y Administrador del lujoso Hotel “Astoria San José Internacional”, Jaime Esquivel,  ponía a rodar el sinnúmero de influencias  a su alcance para que la noticia del asesinato no saliera a la luz pública como en realidad había sucedido. 
El cuerpo de la joven  fue  retirado del “Astoria ”, a eso de las tres de la madrugada.
Los morgueros fingieron ser del 911. Sacaron a la mujer como si estuviese herida  y con una mascarilla de oxígeno”.
Ernesto hizo una pausa, siseo, acarició el cigarro entre sus dedos,  y agregó:
“-Es increíble lo que puede hacer el dinero y las influencias, porque dinero sin influencias tampoco resulta, hay que tener ambas para que todo ande a las mil maravillas”.
Ernesto  volvió a mirar con cierta ironía  y encendiendo el cigarro continuó:
“-Eso sí, al médico patólogo Rodrigo Castilleja de la Cuesta le interesó la forma que el asesino  dejó el cadáver:  desnudo, en cuclillas como en posición de parto y con la cabeza inclinada hacia adelante.
Se dijo en los medios policíacos que de no estar amarradas las manos al respaldar de la cama era muy probable que el cuerpo no hubiera podido resistir en esa posición mucho tiempo por la misma fuerza de la gravedad.  ¿!Te podés imaginar lo depravado que fue el asesino para hacer una cosa como esa... ¡?”.
Henry estaba ansioso de mirar el vídeo que le traía Ernesto. Giró una y otra vez en su silla ejecutiva, se balanceó, un resorte rechinó...  dejó que continuara:
“-Yo, desafortunadamente no pude mirar  la escena del crimen, al  llegar ya habían levantado el cadáver.
Lo ocurrido me da asco, pienso que no debe ocultarse algo tan delicado, debemos de alertar a la ciudadanía  lo que ha pasado. Es una bomba de tiempo. Pero bueno, yo solo sigo instrucciones de “arriba”.
Hizo otra pausa, aspiró el humo del cigarro. Se paseó a lo largo y a lo ancho de la oficina. Miró hacia la noche.
“La víctima – continuó Ernesto- fue asesinada a eso de las dos o tres de la mañana del sábado.  El asesino o los asesinos utilizaron poca violencia física. La mujer tenía un pequeño orificio de  arma punzante  debajo del seno, cerca del corazón.
Parecía que el  criminal se  procuró no deformar  el cadáver. No hubo violencia posterior a la muerte”.
Ernesto se sentó en el gran sofá de cuero negro. 
Henry  hizo un esfuerzo enorme para no encender un Derby, parpadeó, cerró los ojos,   y escuchó de nuevo la voz de  Ernesto en su retahíla:
“-Otro punto importante que llamó la atención a mis subalternos de investigación era el lugar donde fue asesinada la mujer: en  El Astoria San José Internacional, en uno de los penthouse, en el mismísimo Valle de las Muñecas”. 
Y señaló con su mano enguantada de humo más allá del enorme vitral. Henry miró la oscuridad y las lucecitas furtivas a cientos de metros cintilantes.
“-Se le preguntó a la Administración si observaron algo sospechoso el día del crimen o  los días anteriores y posteriores. Nada. Dijeron que era difícil recordar con exactitud por la gran actividad de turistas que ingresan y salen a diario del Astoria.
No se tiene ninguna pista que pueda servir a la investigación”.
Ernesto calló por un instante. Henry miró.
Azules. Las espirales de humo se alargaron lentamente para desaparecer al besar los vitrales. Ernesto Miranda Rojas, tomó aire y ametralló:
“-El comportamiento de la víctima no ayudaba a solucionar con facilidad el crimen. Ella era una prostituta y eso le dio un mayor margen de impunidad al asesino. ¿Por qué? Nadie se preocupa quién o quiénes salen con una ramera de un bar o de un motel. A nadie le interesa una discusión que pudiera tener una puta en una esquina de San José, ni que un carro con ventanas oscuras y sin placas, pasadas las diez de la noche disminuya la velocidad y enganche a cualquier mujer del comercio fácil.
¡Parece mentira, son las trabajadoras con menos garantías laborales que yo haya conocido! ”
Ernesto  miró de reojo a Henry como si fuese un reproche.
Miranda hizo otra pausa y al instante de preguntarle Henry si traía el vídeo del asesinato  - como por teléfono le  prometió - las frases rodaron como un balín cuesta abajo:
“- Existían en la víctima algunos aspectos que diferenciaban dentro de esa generalidad a la mujer asesinada, primero: nunca recogía clientes que no fueran en el bar del hotel. : los hombres maduros y de buena apariencia eran sus elegidos. Decía según confesiones de otras amigas prostitutas que los hombres de cierta edad lo hacen rápido y punto, entretanto los jóvenes quieren “estar montados” las dos horas, y  muchas veces  es un “bostezo”.
Se supo,  que a la víctima no le gustaban los hombres con tatuajes, decía en sus propias palabras:  “los hombres con tatuajes me producen asco, me parecen hombres sin el menor garbo y cuido en su persona.”

Henry no pudo más y tomó un cigarro que estaba junto al teléfono e interrumpió dejando exhalar el humo:
-Todo está muy bien pero trajiste el...  la frase quedó sin terminar, rodaba, era desbaratada, se rompía en mil pedazos,  y nuevamente Ernesto hacía uso de su voz  grave continuando su relato-informe. Ahora lo hacía de pie, tamborileando sus dedos huesudos en el filo del escritorio. Se acomodó sus gruesos lentes, acarició su corbata, paladeó la frase que venía  acompañada con un torrente de saliva a sus comisuras:
“-También supe que la víctima si lo hacía en un motel  se llevaba a una amiga no para un espectáculo, sino para mayor seguridad, porque muchas veces  sucedía que el tipo que solicitaba los servicios profesionales de cualquiera de ellas al llegar la jovencita al motel se encontraba con la desagradable sorpresa que también otro cliente la estaba esperando “a culo pelado”  para “coger” dos por el precio de uno. ¡Idiay, en estos días de crisis... surprise!”- exclamó Ernesto - y nuevamente dejó escapar una risa entrecortada a la vez que apagaba la chinga del cigarro en el cenicero.
-Bueno, Henry, ya sabés los detalles, vos sos el jefe - espetó guiñéndole un ojo- para mí todavía. El que te hayás graduado como abogado me interesa poco, yo deseo que a la investigación oficial vos llevés una paralela, - sentenció - mientras le ponía en el escritorio un sobre de manila  con la leyenda “Poder Judicial uso exclusivo”.

    Después de que marchó Ernesto Miranda Rojas, ahora Jefe de la Sección de Homicidios, cargo que Henry desempeñara por más de dos décadas, la cabeza le dió vueltas. Miró el reloj de pared pasar... una... dos... tres veces...
A los pocos minutos el mareo desapareció por completo... pensó... no sabía si lanzarse al vacío como la última vez.... se sintió comprometido con sus excompañeros. Un sudor le recorrió por el espinazo. Apretó los ojos.  Era una sensación de lealtad y de orgullo. Jamás podía defraudarlos en un caso ya de por sí tan complicado. ¿Dónde estaría el monstruo?

Aquella primera noche que Ernesto le contó del asesinato  no pudo dormir ni apartar de su mente  la copia del vídeo.
Pronto iría allí... pero todavía no. El asesinato había sido en la Torre Ambar,  su Torre de los encuentros furtivos. Sonrió.
Desde el ventanal las lucecitas de los bulevares se miraban rectilíneas, al igual que sus alamedas. Las fuentes iluminadas cerca de cada Torre se teñían de múltiples colores. No se miraba demasiada gente. Era temprano. Su imagen se proyectó en el vidrio: siempre de traje entero impecable.

 Hotmail I.-
Querida Guillermina, estoy contentísima porque hoy el muchacho del Cyber-Café me enseñó a utilizar mi correo electrónico. El  Cyber –Café es un lugarcito esquinero muy cerca de donde trabajamos las chicas. El sitio es bastante agradable, siempre ponen buena música,  es  amplio, con aire acondicionado, servicio de cafetería y pastelitos para las que desean endulzar esta vida a veces tan monótona.
Otra de las cosas  agradables es que el lugar no está iluminado con  luces fuertes  como en la mayoría de estos negocios,  y más que sitios de diversión parecen Campos de Concentración de la Segunda Guerra Mundial.
Una luz tenue hace el lugar acogedor. Por último,  me parece fantástico que el  negocio sea amplio y no se esté  pegando culo con culo con otras personas como sucede muchas veces en algunos Café-internet.
Estoy contentísima con vos porque ahora sí nos vamos a poder comunicar de lo lindo. No  importa que estés en Italia con el “matusa” de Paolo. Con el hotmail tendremos para rato.
Espero que la estés pasando de las mil maravillas en Florencia, mi reina.
 Deseo contarte cómo están las chicas  y algunos acontecimientos no tan agradables por las rencillas  en el night club.
Dichosa vos – y la suerte que tuviste- que pudieras encontrarte aquella noche con el viejo Paolo y hacer una nueva vida. Te sacaste la lotería como decimos los ticos.
Entro en materia mi querida Guillermina.
Hoy Armando- conocido en el ámbito de los maripepinos y la  farándula   como “el Sable”- me dijo que me pusiera la tanga blanca de corazones anaranjados. Dice Armando que con la luz violeta del night club y mi contoneo suave y delicado en el hot tube  mi número es todo un espectáculo. Yo no sé si es verdad pero me gusta creerlo.  Soy de las personas que me agrada ser adulada.
Cuando bailo en el hot tube se me erizan todos “los pelitos”, y si digo “todos”, estoy diciendo “eso”, “todos”. No sé,  es una sensación extraña es algo difícil de explicar.  Al principio es un cosquilleo cerca del ombligo, quizá un poquito más abajo. Pero a partir de varios minutos, ya no se siente el cosquilleo, y se comienza a sentir un calor en todo el cuerpo. Y conforme escucho el griterío y los silbidos de los clientes a mis espaldas  siento cómo la adrenalina se balancea ... se ahoga en los poros de mi piel.   Poco a poco voy cogiendo el ritmo de la música.  Una y otra vez los chicos gritan y una está ahí como Dios te trajo al mundo, en puras pelotas, en cueros.
Yo entonces, hago que no me importa nada de lo que está a mi alrededor, y fijo mi vista en un anuncio luminoso que tiene como emblema un caballo blanco con grandes crines... me imagino que escapo en el corcel desnuda y montando a pelo. Huyo en medio de la oscuridad  con un hermoso joven que me rescata de este burdel maloliente a tabaco y aerosol... luego recuerdo que no me puedo mentir, y por más que trato de pensar en cualquier cosa no dejo de sentir cierta vergüenza de estar en este prostíbulo disfrazado de night club.
Así es una de estúpida, se tiene un trabajo para al final sentirse mal. Todo por la hablada hedionda de la gente. Pero, también debo ser sincera: me agrada que los hombres observen mi cuerpo desnudo, me excita pensar que les gusta mis contornos femeninos como mis pechos duros y mi culito levantado. Es algo difícil de explicar: por un lado una se siente explotada, por otro lado una se siente bien haciendo los espectáculos en el hot tube. Es como un círculo vicioso... soy profesional, pero a veces una se siente mal y luego se siente bien.

 “Sable” me ha dado un gran apoyo que yo siento es sincero, siempre se lo he agradecido.
Cuando “Sable” y yo nos conocimos, él ya tenía algunos meses de estar en el business de los maripepinos. Sable es guapísimo: es todo músculo. A mí  me parece sexy, aunque no es mi tipo –debo confesarlo-. Me emociona verlo con la tanguita que usa y ese movimiento de cintura de adelante hacia atrás una y otra vez como queriendo fornicar el aire cuando le ponen una buena música para su número.
Al verlo bailar, da gusto oír cómo gritan las mujeres. Es innegable que con su contoneo excita a más de una  cuarentona  o a más de una veinteañera en su despedida de soltera. 
El fue quien me motivó  con los topless como dije anteriormente. Yo no quería al principio, me pareció algo atrevido, poco “elegante” sin “style” que rozaba con lo vulgar. Pero una se acostumbra a todo, incluso hasta quedar en “cueros”, desnudita, desnudita.
Es cuestión de rutina: “prefiero desnudarme en público, a que me desnuden en privado para que me forniquen” dirían algunas mujeres, yo por el contrario, digo que “negocio es negocio” me da igual en público o en privado siempre  que haya buen billete.
Decía que quien me ayudó a entrar en el show de la noche fue Armando, yo no quería al principio estar así en el hot tube a culo pelado, pero conforme fueron pasando  días, semanas, meses, me fui sintiendo mejor.
Experimenté una sensación que antes  ni hubiera imaginado y  pensé que no tenía por qué avergonzarme de lo que hacía, además ¿por qué tendría vergüenza de mi cuerpo, que es casi perfecto a no ser por el busto que es un poquitín pequeño?  Y así me lo voy a dejar porque  los implantes no van conmigo. Me da vergüenza engañar  tan campantemente a un cliente, y hacerlo creer que una es superdotada en delantera y en retaguardia. Ese tipo de timos siempre los he criticado entre mis “compas” del espectáculo.
Muchas se ríen de mis ocurrencias y me dicen: “- Mirá Jackie ¿quién se va a dar cuenta que una se dé una ayudita extra?” Es cierto, quizá no se den cuenta, pero me siento burlada. Yo soy la primera que es engañada y eso no lo soporto. Me gusta ser así: cien por ciento carnita al natural sin preservantes ni colores o sabores artificiales como dicen las indicaciones de algún producto en el supermercado.

Cambio de tema mi querida Guillermina: una tarde de la semana pasada Kiara y yo nos  estábamos tomando un café en el centro de San José, y una jovencita que desea entrar en el negocio de los topless le preguntó a mi amiga si nosotras nos aburríamos de hacer lo mismo todas las noches. Antes que Kiara le hiciera algún comentario yo me adelanté -tampoco quise dar mucha explicación - y le comenté que era cuestión  de cada una y punto. No estaba con ganas de entrar en detalles, ahora sí lo quiero hacer y lo primero que se me ocurre decir es que no  todas las noches son iguales en el night club. Así como los dedos de las manos son diferentes, así las noches son diferentes en el Girl’s gold.
Incluso las horas tienen su propia personalidad, su propio ritmo  de nacimiento y muerte al igual que las personas. 
Todo el ambiente cambia en el night club dependiendo de la hora en que estés bailando en la pista o sirviendo de dama de compañía con algún cliente. Porque muchas veces a una la invitan apenas terminás el numerito en el hot tube que se llegue a sentar justito al lado del “matusa”. Esto sí que es un dolor de cabeza porque en ocasiones finalizado el show lo único que deseo es irme a mi apartamento, meterme en la ducha tibia, darme un bañito, eso es algo que no tiene precio. El estiramiento de los músculos adoloridos con el agua caliente no tiene rival. Después viene el masaje en la espalda con aceite y varios perfumes. Pero, lo del masaje solo puede darse si tenés compañero o un amante,  porque de lo contrario, ¿ quién te lo va a dar? ¿ Quién te va a pasar las manos por todo el cuerpo sin pensar alguna cosa sucia? Porque todos los hombres son iguales solo piensan en la cama, en acostarse con una, y hasta ahí llegó el amor: “mameluco el tuco, mami” como dice mi amigo “el macho Heindenreich”
 A los hombres una no les puede pedir ningún favor porque entonces están malinterpretando... siempre lo mismo, todos son igualiticos, cortados con la misma tijera, un reguero de alborotados.

Decía que  las noches son diferentes unas de otras en el night club, eso es una realidad irrefutable, innegable, irrebatible. Los night clubs son como los celajes – qué linda comparación ¿no?- van cambiando minuto a minuto, de una hora a otra. Así es el night club donde trabajo, aunque una debe confesar que existen lugares comunes, puntos de referencia que no cambian. Como por ejemplo en los celajes se sabe que por más hermoso que sea, y por más intensa la luz, todo acabará en la oscuridad total; así sucede en el night club, llegada la madrugada, los murmullos van cediendo, se van disipando en el mismo silencio, son tragados por la  noche y el espectáculo da su nota final. Entonces, me digo que todo  nace y muere. Y a decir  verdad me da nostalgia.
Es exactamente igual cuando una hace el primer número en el hot tube, la primera vez en el hot tube jamás se olvida, es otra cosa que la gente no entiende o no sabe: ¡ mentira que a una se le quita el miedo, el pánico escénico con los años de bailar! Nada de eso, todo lo contrario, siempre es como la primera vez como escribí al principio de este hotmail. La mujer que diga lo contrario miente, siempre  da un “taquillo” antes de iniciar el baile.
Kiara fue la chica que me instruyó con eso del pánico escénico, es mi mejor amiga en el night club, por supuesto que después de vos.
Es muy hermosa o eso me parece con el pelo lacio cortísimo y rubio natural, rematando con unos ojos verdes grandes y unas espesas pestañas. 
Kiara tiene carácter en el hot tube. Posee dominio en todos sus ritmos. Yo muchas veces la miro hacer sus números, me agrada observar su ritmo lento al inicio para ir aumentando la cadencia dependiendo de la música escogida.
A  Kiara siempre le gustan las melodías lentas o rapidísimas, no las término medio. En las lentas se contorsiona  perezosamente, primero entrelaza las piernas en el tubo como queriendo aprisionarlo por toda una eternidad, fundirse con él, luego curva su torso y la cabeza  hacia atrás colgando  una mano  y con la otra se sostiene del tubo metálico, pareciera que  no sigue a la música, sino al contrario, que la música sale de su mismísimo cuerpo a cada movimiento suyo.
La primera  vez que la vi bailando tocaban una pieza de la cantante pop Roxete, es impresionante el parecido de ambas. Salió a pista como sale Roxete en un vídeo: con un traje negro de tiranticos,  de una sola pieza y descalza. Como era cuestión de quitarse el traje de un tirón lo hizo despacio, bailando de un lado para otro, contorsionándose, abarcando toda la pista  hasta que al final quedó en ropa interior: excitante debo confesarlo, sentí cómo se me subieron los colores a la cara. Al desnudarse por completo las manos me sudaron.
Es un espectáculo hermoso el de Kiara.
Diferente sucede si escoge una música rápida,  entonces parece que va persiguiendo cada ritmo y nota musical. Esto lo hace  antes de entrar a escena y ha mirado el público aletargado, en estado soporífero. Entonces, se va a donde el disck jockey y le dice: “Mirá, Cristian ponéme “Fresa salvaje” para que estos hijueputas se despierten, de lo contrario el patrón se va a poner chiva”.
Fríamente calculados sus movimientos, inicia el número en el suelo. Son gustos y preferencias: muchas de nosotras utilizamos el hot tube indistintamente para un número con música lenta o rápida, ella no.   Con la música rápida,  hace todo el número en el piso o de un lado a otro recorre  la pista sin tocar el hot tube. Es una especie de danza con ritmos duros, fuertes, de gimnasia y de aeróbicos. Debo confesar también que mi amiga  puede  realizar varios de estos movimientos porque se pasa todo el día en el sétimo piso del  Astoria haciendo ejercicios: ella es profesora de aeróbicos... Pero caramba, qué mierda si esto no era lo que deseaba decir sino que en el ambiente de noche es difícil conseguir buenas amigas, sin embargo, a veces se pueden encontrar. Continúo con Kiara:
Mi amiga vive ahora en Barrio Amón, en los apartamentos Florencia, cerca de la entrada del zoológico del Parque Bolívar. Los días que me he quedado en el condominio es bellísimo oír el canto de los pájaros que abundan por montones en la zona de Amón. De seguro que muchas de las aves han tomado como hábitat el mismo zoológico.
Hace poco compartía el apartamento con Karla... lástima porque  ya no están juntas, tuvieron una serie de diferencias a la hora de pagar las últimas mensualidades del alquiler. Eso fue con Karla, conmigo siempre se ha llevado de las mil maravillas...

Querida Guillermina, quisiera continuar escribiéndote pero ya no aguanto el sueño, se me cierran los ojos, te escribo el próximo viernes o jueves. Saludos. Jackie.

jueves, 21 de enero de 2016

Wilkie Collins. Novela: La piedra lunar. Novela policíaca.


Prólogo
En 1841, un pobre hombre de genio, cuya obra escrita es tal vez inferior a la vasta influencia ejercida por ella en las diversas literaturas del mundo, Edgar Allan Poe, publicó en Philadelphia Los crímenes de la Rue Morgue, el primer cuento policial que registra la historia. Este relato fija las leyes esenciales del género: el crimen enigmático y, a primera vista, insoluble, el investigador sedentario que lo descifra por medio de la imaginación y de la lógica, el caso referido por un amigo impersonal y, un tanto borroso, del investigador. El investigador se llamaba Auguste Dupin; con el tiempo se llamaría Sherlock Holmes… Veintitantos anos después aparecen El caso Lerouge, del francés Emile Gaboriau, y La dama de blanco y La piedra lunar, del inglés Wilkie Collins. Estas dos últimas novelas merecen mucho más que una respetuosa mención histórica; Chesterton las ha juzgado superiores a los más afortunados ejemplos de la escuela contemporánea. Swinburne, que apasionadamente renovaría la música del idioma inglés, afirmó que La piedra lunar es una obra maestra; Fitzgerald, insigne traductor (y casi inventor) de Omar Khayyam, prefirió La dama de blanco a las obras de Fielding y de Jane Austen.
Wilkie Collins, maestro de la vicisitud de la trama, de la patética zozobra y de los desenlaces imprevisibles, pone en boca de los diversos protagonistas la sucesiva narración de la fábula. Este procedimiento, que permite el contraste dramático y no pocas veces satírico de los puntos de vista, deriva, quizá, de las novelas epistolares del siglo dieciocho y proyecta su influjo en el famoso poema de Browning El anillo y el libro, donde diez personajes narran uno tras otro la misma historia, cuyos hechos no cambian, pero sí la interpretación. Cabe recordar asimismo ciertos experimentos de Faulkner y del lejano Akutagawa, que tradujo, dicho sea de paso, a Browning.
La piedra lunar no sólo es inolvidable por su argumento también lo es por sus vívidos y humanos protagonistas. Betteredge, el respetuoso y repetidor lector de Robinson Crusoe; Ablewhite, el filántropo; Rosanna Spearman, deforme y enamorada; Miss Clack, "la bruja metodista"; Cuff, el primer detective de la literatura británica.
El poeta T. S. Eliot ha declarado: "No hay novelista de nuestro tiempo que no pueda aprender algo de Collins sobre el arte de interesar al lector; mientras perdure la novela, deberán explorarse de tiempo en tiempo las posibilidades del melodrama. La novela de aventuras contemporánea se repite peligrosamente: en el primer capítulo el consabido mayordomo descubre el consabido crimen; en el último, el criminal es descubierto por el consabido detective, después de haberlo ya descubierto el consabido lector. Los recursos de Wilkie Collins son, por contraste, inagotables". La verdad es que el género policial se presta menos a la novela que al cuento breve, Chesterton y Poe, su inventor. prefirieron siempre el segundo. Collins, para que sus personajes no fueran piezas de un mero juego o mecanismo, los mostró humanos y creíbles.
Hijo mayor del paisajista William Collins, el escritor nació en Londres, en 1824; murió en 1889. Su obra es múltiple; sus argumentos son a la vez complicados y claros, nunca morosos y confusos Fue abogado, opiómano, actor y amigo íntimo de Dickens, con el cual colaboró alguna vez.
El curioso lector puede consultar la biografía de Ellis (Wilkie Collins, 1931), los epistolarios de Dickens y los estudios de Eliot y de Swinburne.

Fuente:

Editorial: F. Verificable de bolsillo.
***

En alguna de mis novelas anteriores me propuse establecer la influencia ejercida por las circunstancias sobre el carácter. En la presente historia he invertido el proceso. Mi meta ha sido señalar aquí la influencia ejercida por el carácter sobre las circunstancias. La conducta seguida por una muchacha ante una emergencia insospechada constituye el cimiento sobre el que he levantado esta obra.
Idéntico propósito es el que me ha guiado en el manejo de los otros personajes que aparecen en estas páginas. El curso seguido por su pensamiento y su acción en medio de las circunstancias que los rodean resulta, tal como habría ocurrido muy probablemente en la vida real, unas veces correcto, otras equivocado.
Acertada o falsa su conducta, no dejan en ningún instante de regir la acción de aquellas partes del relato que les incumben a cada uno, frente a cualquier evento.
En lo que atañe al experimento psicológico que ocupa un lugar destacado en las últimas escenas de La Piedra Lunar he puesto allí, una vez más, en juego tales principios. Previa documentación efectuada no sólo en los libros, sino también recogida de labios de vivientes autoridades en la materia respecto al probable desenlace que dicho experimento hubiera tenido en la realidad, he declinado echar mano del privilegio que todo novelista posee de imaginar lo que podría ocurrir, estructurando mi relato de manera de hacerlo surgir como una consecuencia de lo que en verdad hubiese ocurrido…, cosa que, me permito declarar ante el lector, acaece realmente en estas páginas.
En lo que concierne a la historia del Diamante, narrada aquí, debo reconocer que se halla basada, en sus detalles primordiales, en la historia de dos diamantes reales europeos. La magnífica piedra que adorna en su extremo el cetro imperial ruso fue anteriormente el ojo de un ídolo hindú. Del famoso Ko-i-Nur se sospecha que ha sido también una de las gemas sagradas de la India y, aun más, el origen de una predicción que amenazaba con segura desgracia a las personas que la desviaran de su uso ancestral.
Gloucester Place, Portman Square Junio 30, 1868.


Wilkie Collins.

Don José del Castillo y Ayensa. Anacreonte, Safo y Tirteo


Anacreonte, Safo y Tirteo, traducidos del Griego en prosa y verso por Don José del Castillo y Ayensa, de la Real Academia Española. Madrid en la Imprenta Real. 1832. 8.º, 2 h. sin foliar, XXXVIII de advertencias y 264 de texto. Lleva, además, cuatro odas de Anacreonte puestas en música, una de ellas por Mr. Mehul y las demás por el profesor D. Ramón Carnicer.
El discurso preliminar contiene noticias de Anacreonte, de Safo y de Tirteo, y breves, pero discretas, observaciones sobre su mérito poético. Respecto a las elegías de Tirteo advierte que aun deben considerarse como canciones de batalla, sino como alocuciones populares, compuestas para recitarse en el foro: son proclamas acomodadas a aquella época, escritas poéticamente, porque entonces aún no se conocían los escritos en prosa». En Safo desecha la calificación de sublime dada por Longino a la segunda oda, aunque, en mi juicio, Longino, ni en este ni en ningún otro pasaje de su tratado, entendió hablar de lo sublime, sino de lo grande, de lo elevado, en cuyo sentido es [p. 330] exacta su apreciación de la oda sáfica. En cuanto a la defensa moral de Anacreonte creo que se molestó en hacerla Castillo y Ayensa, pues ni las odas del viejo de Teos y de sus imitadores pasan de alegres y festivas, sin tendencia inmoral ni perniciosa, ni nadie ha de buscar un curso de ética, aunque sea epicúrea, como quiere Castillo y Ayensa, en poesías tan ligeras y sin trascendencia filosófica. En pos de estas advertencias viene el juicio de las traducciones de Anacreonte, anteriores a la de Castillo y Ayensa, muéstrase este grande admirador de Villegas, y anuncia su propósito de imitar en lo posible el tono y sabor de sus cantilenas.
Fuente: NN.
***

Presento al público la traducción en prosa y en verso de los tres clásicos griegos A n acreonte. Safo y Tirteo; y antes de dar cuenta de mi trabajo, no será superflua para algunos lectores una breve noticia de la vida de estos poetas, ni parecerán inoportunas ciertas observaciones sobre el mérito y calidad de sus obras, considerándolas como los únicos monumentos literarios de una época de los griegos.

Fuente: Imprenta Real. Madrid.

martes, 19 de enero de 2016

Vargas Llosa. "Cartas a un joven novelista".


"La vocación literaria no es un pasatiempo, un deporte, un juego refinado que se practica en los ratos de ocio. Es una dedicación exclusiva y excluyente, una prioridad a la que nada puede anteponerse, una servidumbre libremente elegida que hace de sus víctimas (de sus dichosas victimas) unos esclavos. Como mi amigo de París, la literatura pasa a ser una actividad permanente, algo que ocupa la existencia, que desborda las horas que uno dedica a escribir, e impregna todos los demás quehaceres, pues la vocación literaria se alimenta de la vida del escritor ni más ni menos que la longínea solitaria de los cuerpos que invade. Flaubert decía: «Escribir es una manera de vivir.» En otras palabras, quien ha hecho suya esta hermosa y absorbente vocación no escribe para vivir, vive para escribir".
(Cartas a un joven novelista. Página 11. Editorial Planeta. Año: 1997).

lunes, 18 de enero de 2016

Paul Auster & J. M. Coetzee Aquí y ahora.


Paul Auster, escritor estadounidense nacido el 3 de febrero de 1947 en Newark, (Nueva Jersey, EE.UU.) es novelista, poeta y guionista. Tras completar sus estudios en la Universidad de Columbia, donde se licenció en Literatura Inglesa y Comparada, vivió tres años en Francia (1971-1974), donde ejerció los oficios más diversos, realizó traducciones de Mallarmé, Sartre, entre otros, y escribió poesía y obras teatrales de un acto. Ya de nuevo en Nueva York, Auster se dedicó a la traducción y empezó a publicar críticas, poesías y ensayos en revistas como New York Review of Booksy Harpers Saturday Review. Se dio a conocer como escritor con la publicación de La invención de la soledad (1982), obra autobiográfica, y, sobre todo, con la Trilogía de Nueva York (1985-1986), formada por tres cuentos: La ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada. Se inició en la novela con El país de las últimas cosas (1987), a la que seguirían otros títulos como El palacio de la luna (1989) y La música del azar (1990), ésta última llevada al cine por el director Philip Haas. Paul Auster ha trabajado también como guionista en The music of chance (1993), Smoke (1995) y El centro del mundo (2001), como codirector en Blue in the face (1995) y como director en Lulu on the bridge (1998). Autor prolífico y de notable éxito, en su bibliografía, traducida a veinticinco idiomas, se cuentan asimismo Leviatán (1992), El cuaderno rojo (1993), Mr. Vértigo (1994), Tombuctú (1997), el ensayo autobiográfico A salto de mata (1998), El libro de las ilusiones (2003), La noche del Oráculo (2004), Brooklyn Follies (2005) y Viajes por el Scriptorium (2006). Además, es autor de varios libros de poemas, como Espacios blancos (1983), Fragmentos del frío (1988) y Cimientos (1990), así como de El arte del hambre (1992), una recopilación de artículos y ensayos sobre literatura francesa, inglesa y estadounidense. En mayo de 2006 rodó en Portugal su segundo largometraje en solitario, The inner life of Martin Frost, con guión basado en El libro de las ilusiones, estrenado a inicios de 2007.

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John Maxwell Coetzee, quien firma siempre sus libros como J. M. Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940) se crió en Sudáfrica y Estados Unidos. Crítico literario, traductor y lingüista, ha sido profesor de literatura en la universidad de su ciudad natal y, en la actualidad, es profesor en la Universidad de Chicago. En 1974 publicó su primera novela Dusklands, a la que siguieron In the Heart of the Country (1977), con la que ganó el CNA, el premio literario más importante de Sudáfrica, Esperando a los bárbaros (1980, también premiada con el CNA), Vida y época de Michael K. (1983, su primer Booker Price y premio Femina a la mejor novela extranjera), Foe (1986), La edad de hierro (1990), El maestro de Petersburgo (1994), Giving Offense: Essays on Censorship (1996), La vida de los animales (1999), Infancia (1999), Desgracia (1999, por la cual fue galardonado de nuevo con el Booker Price), Stranger Shores: Essays, 1986–1999 (2001) y Juventud (2002). En el año 2003 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura y publicó Elizabeth Costello: Ocho Lecciones. Otros títulos: Hombre lento (2005)y Diario de un mal año (2007).

***

Aunque llevaban años leyéndose mutuamente y estaban en contacto desde 2005, Paul Auster y J.M. Coetzee no se conocieron en persona hasta febrero de 2008, cuando Auster y su esposa, la novelista y ensayista Siri Hustvedt, asistieron al Adelaide Literary Festival, en Australia. Poco después Auster recibió una carta de Coetzee proponiéndole embarcarse en un proyecto común en el que «podamos sacarnos chispas el uno al otro».
Aquí y ahora es el resultado de esa propuesta: un diálogo epistolar entre dos grandes escritores que se convirtieron en grandes amigos. El deporte, la paternidad, la crisis económica, el arte, el incesto, las malas críticas, la infancia, el matrimonio, el amor… son sólo algunos de los temas que tratan en los tres años que cubren estas cartas. Llena de citas, anécdotas personales y referencias cinematográficas, esta correspondencia ofrece un retrato íntimo de dos de los escritores contemporáneos más interesantes.
«Te considero un amigo, un amigo verdadero, y lo último que quiero en el mundo es que perdamos el contacto.» A lo cual Coetzee replicó: «Por supuesto que somos amigos de verdad. Y hasta podemos ser hermanos de sangre si quieres. La próxima vez que nos veamos podemos hacer una de esas ceremonias de mezclar la sangre.»

***

(Fragmento epistolar).


Paul Auster & J. M. Coetzee
Aquí y ahora



Cartas 2008-2011

 14-15 de julio de 2008

Querido Paul:
He estado pensando en las amistades, en cómo surgen, en por qué duran —algunas— tanto tiempo, más tiempo que los compromisos pasionales de los que a veces se considera (erróneamente) que son tibias imitaciones. Estaba a punto de escribirte una carta sobre todo esto, empezando por la observación de que, teniendo en cuenta lo importantes que son las amistades en la vida social, y lo mucho que significan para nosotros, particularmente durante la infancia, resulta sorprendente lo poco que se ha escrito sobre el tema.
Pero luego me he preguntado a mí mismo si esto es realmente cierto. De manera que antes de sentarme a escribir he ido a la biblioteca a hacer una comprobación rápida. Y, oh maravilla, no me podría haber equivocado más. En el catálogo de la biblioteca había montones de libros sobre el tema, veintenas, muchos de ellos bastante recientes. Cuando fui un poco más allá y les eché un vistazo a aquellos libros, sin embargo, recuperé algo de autoestima. A fin de cuentas yo había tenido razón, o por lo menos la había tenido a medias: la mayor parte de lo que aquellos libros decían de la amistad no tenía demasiado interés. Parece ser que la amistad sigue siendo en cierto modo un enigma: sabemos que es importante, pero no tenemos nada claro por qué la gente traba amistad y la conserva.
(¿Qué quiero decir cuando digo que lo escrito presenta poco interés? Compara la amistad con el amor. Sobre el amor se pueden decir cientos de cosas interesantes. Por ejemplo: los hombres se enamoran de mujeres que les recuerdan a su madre, o mejor dicho, que al mismo tiempo les recuerdan y no les recuerdan a su madre, que al mismo tiempo son y no son su madre. ¿Es cierto? Puede que sí y puede que no. ¿Interesante? Ciertamente. Ahora miremos la amistad. ¿A quiénes eligen los hombres como amigos? A otros hombres más o menos de la misma edad, con intereses parecidos, por ejemplo los libros. ¿Es cierto? Tal vez. ¿Interesante? Para nada.)
Déjame que te haga una lista de las pocas observaciones sobre la amistad que recogí durante mis visitas a la biblioteca y que me parecieron realmente interesantes.
Una. Dice Aristóteles que no se puede ser amigo de un objeto inanimado (Ética, capítulo 8). ¡Pues claro que no! ¿Quién ha dicho alguna vez que sí? Pese a todo, es interesante: de repente uno ve de dónde sacó su inspiración la filosofía lingüística moderna. Hace dos mil cuatrocientos años Aristóteles ya estaba demostrando que algo que parecían postulados filosóficos no podían ser más que reglas de la gramática. En la frase «Soy amigo de X» nos dice, «X tiene que ser el nombre de algo animado».
Dos. Se puede tener amigos y no querer verlos, dice Charles Lamb. Cierto, y también interesante: es otro sentido en el que los sentimientos de amistad se distinguen de los apegos eróticos.
Tres. Los amigos, o por lo menos las amistades masculinas en Occidente, no hablan de lo que sienten entre ellos. Compárese este fenómeno con la verborrea de los amantes. De momento, no muy interesante. Pero cuando el amigo se muere, sale la pena a raudales: «¡Ay, demasiado tarde!» (dice Montaigne de La Boétie, dice Milton de Edward King). (Pregunta: ¿acaso el amor es locuaz porque el deseo es por naturaleza ambivalente —Shakespeare, Sonetos—, mientras que la amistad es taciturna porque es algo sencillo y sin ambivalencias?)
Por fin, un comentario que hace Christopher Tietjens en El final del desfile de Ford Madox Ford: uno se acuesta con una mujer para estar en condiciones de hablar con ella. En otras palabras, hacer de una mujer tu amante no es más que un primer paso; el segundo, hacer de ella tu amiga, es el que importa; sin embargo, en la práctica hacerse amigo de una mujer con la que no te has acostado es imposible porque quedan en el aire demasiadas cosas sin decir.
Si realmente cuesta tanto decir algo interesante sobre la amistad, entonces se materializa otra idea: que a diferencia del amor o de la política, que no son nunca lo que parecen, la amistad sí es lo que parece. La amistad es transparente.
Las reflexiones más interesantes sobre la amistad vienen del mundo antiguo. ¿Y por qué? Pues porque en la Antigüedad la gente no consideraba la actitud filosófica como una actitud inherentemente escéptica, y por consiguiente no daban por sentado que la amistad tenía que ser algo distinto a lo que parecía ser; o bien, al revés, llegaron a la conclusión de que si la amistad era lo que parecía y nada más, entonces no podía ser tema para la filosofía.
Cordialmente,

John.

Fuente:
Título original: Here and Now
Paul Auster & J. M. Coetzee, 2012
Traducción: Benito Gómez & Javier Calvo
Editor digital: SoporAeternus
ePub base r1.2

domingo, 17 de enero de 2016

Literomanía. Jorge Luis Borges. "La memoria de Shakespeare".


LITEROMANÍA: Jorge Luis Borges.

JORGE FRANCISCO ISIDORO LUIS BORGES. (Buenos Aires, 24 de agosto de 1899–Ginebra, 14 de junio de 1986). Fue un escritor argentino y uno de los autores más destacados de la literatura del siglo XX.
Jorge Luis Borges procedía de una familia de próceres que contribuyeron a la independencia del país. Su antepasado, el coronel Isidro Suárez, había guiado a sus tropas a la victoria en la mítica batalla de Junín; su abuelo Francisco Borges también había alcanzado el rango de coronel. Pero fue su padre, Jorge Guillermo Borges Haslam, quien rompiendo con la tradición familiar se empleó como profesor de psicología e inglés. Estaba casado con la uruguaya Leonor Acevedo Suárez, y con ella y el resto de su familia abandonó la casa de los abuelos donde había nacido Jorge Luis y se trasladó al barrio de Palermo, a la calle Serrano 2135.
En su casa se hablaba en español e inglés, así que desde su niñez Borges fue bilingüe, y aprendió a leer inglés antes que castellano, a los cuatro años y por influencia de su abuela materna. Estudió primaria en Palermo y tuvo una institutriz inglesa. En 1914 su padre se jubila por problemas de visión, trasladándose a Europa con el resto de su familia y, tras recorrer Londres y París, se ve obligada a instalarse en Ginebra (Suiza) al estallar la Primera Guerra Mundial, donde el joven Borges estudió francés y cursó el bachillerato en el Lycée Jean Clavin.
Es en este país donde entra en contacto con los expresionistas alemanes, y en 1918, a la conclusión de la Primera Guerra Mundial, se relacionó en España con los poetas ultraístas, que influyeron poderosamente en su primera obra lírica. Tres años más tarde, ya de regreso en Argentina, introdujo en este país el ultraísmo a través de la revista Proa, que fundó junto a Güiraldes, Bramón, Rojas y Macedonio Fernández. Por entonces inició también su colaboración en las revistas Sur, dirigida por Victoria Ocampo y vinculada a las vanguardias europeas, y Revista de Occidente, fundada y dirigida por el filósofo español José Ortega y Gasset. Más tarde escribió, entre otras publicaciones, en Martín Fierro, una de las revistas clave de la historia de la literatura argentina de la primera mitad del siglo XX. No obstante su formación europeísta, siempre reivindicó temáticamente sus raíces argentinas, y en particular porteñas.
Ciego desde 1955 por la enfermedad congénita que había dejado también sin visión a su padre, desde entonces requerirá permanentemente de la solicitud de su madre y de un escogido círculo de amistades que no dudan en realizar con él una solidaria labor amanuense, colaboración que resultará muy fructífera. Borges accedió a casarse en 1967 con una ex novia de juventud, Elsa Astete, por no contrariar a su madre, pero el matrimonio duró sólo tres años y fue «blanco». La noche de bodas la pasó cada uno en su casa. Sus amigos coinciden en que el día más triste de su vida fue el 8 de julio de 1975, cuando tras una larga agonía fallece su madre.
Fue profesor de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires —donde obtiene la cátedra en 1956—, presidente de la Asociación de Escritores Argentinos y director de la Biblioteca Nacional, cargo del que fue destituido por el régimen peronista y en el que fue repuesto a la caída de éste, en 1955. Tradujo al castellano a importantes escritores estadounidenses, como William Faulkner, y publicó con Bioy Casares una Antología de la literatura fantástica (1940) y una Antología de la poesía gauchesca (1956), así como una serie de narraciones policíacas, entre ellas Seis problemas para don Isidro Parodi (1942) y Crónicas de Bustos Domecq (1967), que firmaron con el seudónimo conjunto de H. Bustos Domecq.
Publicó ensayos breves, cuentos y poemas. Su obra, fundamental en la literatura y en el pensamiento universal, y que además, ha sido objeto de minuciosos análisis y de múltiples interpretaciones, trasciende cualquier clasificación y excluye todo tipo de dogmatismo.
Es considerado uno de los eruditos más reconocidos del siglo XX. Ontologías fantásticas, genealogías sincrónicas, gramáticas utópicas, geografías novelescas, múltiples historias universales, bestiarios lógicos, silogismos ornitológicos, éticas narrativas, matemáticas imaginarias, thrillers teológicos, nostálgicas geometrías y recuerdos inventados son parte del inmenso paisaje que las obras de Borges ofrecen tanto a los estudiosos como al lector casual. Y sobre todas las cosas, la filosofía, concebida como perplejidad, el pensamiento como conjetura, y la poesía, la forma suprema de la racionalidad. Siendo un literato puro pero, paradójicamente, preferido por los semióticos, matemáticos, filólogos, filósofos y mitólogos, Borges ofrece —a través de la perfección de su lenguaje, de sus conocimientos, del universalismo de sus ideas, de la originalidad de sus ficciones y de la belleza de su poesía— una obra que hace honor a la lengua española y la mente universal.
Doctor Honoris Causa por las universidades de Cuyo, los Andes, Oxford, Columbia, East Lansing, Cincinnati, Santiago, Tucumán y La Sorbona, Caballero de la Orden del Imperio Británico, miembro de la Academia de Artes y Ciencias de los Estados Unidos y de la The Hispanic Society of America, algunos de los más importantes premios que Borges recibió fueron el Nacional de Literatura, en 1957; el Internacional de Editores, en 1961; el Premio Internacional de Literatura otorgado por el Congreso Internacional de Editores en Formentor (Mallorca) compartido con Samuel Beckett, en 1969; el Cervantes, máximo galardón literario en lengua castellana, compartido con Gerardo Diego, en 1979; y el Balzan, en 1980. Tres años más tarde, el gobierno español le concedió la Gran Cruz de la Orden de Alfonso X el Sabio y el gobierno francés la Legión de Honor.
A pesar de su enorme prestigio intelectual y el reconocimiento universal que ha merecido su obra, sus posturas políticas le impidieron ganar el Premio Nobel de Literatura, al que fue candidato durante casi treinta años, posturas que evolucionaron desde el izquierdismo juvenil al nacionalismo y después a un liberalismo escéptico desde el que se opuso al fascismo y al peronismo. Fue censurado por permanecer en Argentina durante las dictaduras militares de la década de 1970, aunque jamás apoyó a la Junta militar. Con la restauración democrática en 1983 se volvió más escéptico.
El 26 de abril de 1986 se casa por poderes en Colonia Rojas Silva, en el Chaco paraguayo, con María Kodama —secretaria y acompañante de sus viajes desde 1975—. El escritor nunca llegó a convivir con Kodama, con quien se casó 45 días antes de su muerte. La apresurada boda, que levantó la suspicacia de algunos conocidos del escritor y de los medios de comunicación, convirtió a Kodama en heredera de un gran patrimonio tanto económico como intelectual. «Borges y yo somos una misma cosa, pero la gente no puede entenderlo», sentenció. Kodama se convirtió en presidenta de la Fundación Internacional Jorge Luis Borges.
El escritor falleció en Ginebra el 14 de junio de 1986.

***

Jorge Luis Borges

La memoria de Shakespeare.

Publicado por primera vez en edición de bolsillo, «La memoria de Shakespeare» reúne los cuatro últimos relatos dados a la imprenta en diversas publicaciones por Jorge Luis Borges. Además del cuento que da título al volumen −un apunte sobre la disociación entre el recuerdo y la existencia−, éste incluye los titulados «25 de agosto, 1983» −una nueva incidencia sobre el tema del doble, tan querido al maestro argentino−, «Tigres azules» −una enigmática incursión en la zona de sombra que separa locura y cordura− y, finalmente, «La rosa de Paracelso», narración que ilustra la vieja disputa entre fe e incredulidad.

***
  LA MEMORIA DE SHAKESPEARE


Hay devotos de Goethe, de las Eddas y del tardío cantar de los Nibelungos; Shakespeare ha sido mi destino. Lo es aún, pero de una manera que nadie pudo haber presentido, salvo un solo hombre, Daniel Thorpe, que acaba de morir en Pretoria. Hay otro cuya cara no he visto nunca.
Soy Hermann Soergel. El curioso lector ha hojeado quizá mi «Cronología de Shakespeare», que alguna vez creí necesaria para la buena inteligencia del texto y que fue traducida a varios idiomas, incluso el castellano. No es imposible que recuerde asimismo una prolongada polémica sobre cierta enmienda que Theobald intercaló en su edición crítica de 1734 y que desde esa fecha es parte indiscutida del canon. Hoy me sorprende el tono incivil de aquellas casi ajenas páginas. Hacia 1914 redacté, y no di a la imprenta, un estudio sobre las palabras compuestas que el helenista y dramaturgo George Chapman forjó para sus versiones homéricas y que retrotraen el inglés, sin que él pudiera sospecharlo, a su origen (Urprung) anglosajón. No pensé nunca que su voz, que he olvidado ahora, me sería familiar… Alguna separata firmada con iniciales completa, creo, mi biografía literaria. No sé si es lícito agregar una versión inédita de Macbeth, que emprendí para no seguir pensando en la muerte de mi hermano Otto Julius, que cayó en el frente occidental en 1917. No la concluí; comprendí que el inglés dispone, para su bien, de dos registros —el germánico y el latino— en tanto que nuestro alemán, pese a su mejor música, debe limitarse a uno solo.
He nombrado ya a Daniel Thorpe. Me lo presentó el mayor Barclay, en cierto congreso shakespiriano. No diré el lugar, ni la fecha; sé harto bien que tales precisiones son, en realidad, vaguedades.
Más importante que la cara de Daniel Thorpe, que mi ceguera parcial me ayuda a olvidar, era su notoria desdicha. Al cabo de los años, un hombre puede simular muchas cosas pero no la felicidad. De un modo casi físico, Daniel Thorpe exhalaba melancolía.
Después de una larga sesión, la noche nos halló en una taberna cualquiera. Para sentirnos en Inglaterra (donde ya estábamos) apuramos en rituales jarros de peltre cerveza tibia y negra.
—En el Punjab —dijo el mayor— me indicaron un pordiosero. Una tradición del Islam atribuye al rey Salomón una sortija que le permitía entender la lengua de los pájaros. Era fama que el pordiosero tenía en su poder la sortija. Su valor era tan inapreciable que no pudo nunca venderla y murió en uno de los patios de la mezquita de Wazil Khan, en Lahore.
Pensé que Chaucer no desconocía la fábula del prodigioso anillo, pero decirlo hubiera sido estropear la anécdota de Barclay.
—¿Y la sortija? —pregunté.
—Se perdió, según la costumbre de los objetos mágicos. Quizás esté ahora en algún escondrijo de la mezquita o en la mano de un hombre que vive en un lugar donde faltan pájaros.
—O donde hay tantos —dije— que lo que dicen se confunde. Su historia, Barclay, tiene algo de parábola.
Fue entonces cuando habló Daniel Thorpe. Lo hizo de un modo impersonal, sin mirarnos. Pronunciaba el inglés de un modo peculiar, que atribuí a una larga estadía en el Oriente.
—No es una parábola —dijo—, y si lo es, es verdad. Hay cosas de valor tan inapreciable que no pueden venderse.
Las palabras que trato de reconstruir me impresionaron menos que la convicción con que las dijo Daniel Thorpe. Pensamos que diría algo más, pero de golpe se calló, como arrepentido. Barclay se despidió. Lo dos volvimos juntos al hotel. Era ya muy tarde, pero Daniel Thorpe me propuso que prosiguiéramos la charla en su habitación. Al cabo de algunas trivialidades, me dijo:
—Le ofrezco la sortija del rey. Claro está que se trata de una metáfora, pero lo que esa metáfora cubre no es menos prodigioso que la sortija. Le ofrezco la memoria de Shakespeare desde los días más pueriles y antiguos hasta los del principio de abril de 1616.
No acerté a pronunciar una palabra. Fue como si me ofrecieran el mar.
Thorpe continuó:
—No soy un impostor. No estoy loco. Le ruego que suspenda su juicio hasta haberme oído. El mayor le habrá dicho que soy, o era, médico militar. La historia cabe en pocas palabras. Empieza en el Oriente, en un hospital de sangre, en el alba. La precisa fecha no importa. Con su última voz, un soldado raso, Adam Clay, a quien habían alcanzado dos descargas de rifle, me ofreció, poco antes delfín, la preciosa memoria. La agonía y la fiebre son inventivas; acepté la oferta sin darle fe. Además, después de una acción de guerra, nada es muy raro. Apenas tuvo tiempo de explicarme las singulares condiciones del don. El poseedor tiene que ofrecerlo en voz alta y el otro que aceptarlo. El que lo da lo pierde para siempre.
El nombre del soldado y la escena patética de la entrega me parecieron literarios, en el mal sentido de la palabra.
Un poco intimidado, le pregunté:
—¿Usted, ahora, tiene la memoria de Shakespeare?
Thorpe contestó:
—Tengo, aún, dos memorias. La mía personal y la de aquel Shakespeare que parcialmente soy. Mejor dicho, dos memorias me tienen. Hay una zona en que se confunden. Hay una cara de mujer que no sé a qué siglo atribuir.
Yo le pregunté entonces:
—¿Qué ha hecho usted con la memoria de Shakespeare?
Hubo un silencio. Después dijo:
—He escrito una biografía novelada que mereció el desdén de la crítica y algún éxito comercial en los Estados Unidos y en las colonias. Creo que es todo. Le he prevenido que mi don no es una sinecura. Sigo a la espera de su respuesta.
Me quedé pensando. ¿No había consagrado yo mi vida, no menos incolora que extraña, a la busca de Shakespeare? ¿No era justo que al fin de la jornada diera con él?
Dije, articulando bien cada palabra:
—Acepto la memoria de Shakespeare.
Algo, sin duda, aconteció, pero no lo sentí.
Apenas un principio de fatiga, acaso imaginaria.
Recuerdo claramente que Thorpe me dijo:
—La memoria ya ha entrado en su conciencia, pero hay que descubrirla. Surgirá en los sueños, en la vigilia, al volver las hojas de un libro o al doblar una esquina. No se impaciente usted, no invente recuerdos. El azar puede favorecerlo o demorarlo, según su misterioso modo. A medida que yo vaya olvidando, usted recordará. No le prometo un plazo.
Lo que quedaba de la noche lo dedicamos a discutir el carácter de Shylock. Me abstuve de indagar si Shakespeare había tenido trato personal con judíos. No quise que Thorpe imaginara que yo lo sometía a una prueba. Comprobé, no sé si con alivio o con inquietud, que sus opiniones eran tan académicas y tan convencionales como las mías.
A pesar de la vigilia anterior, casi no dormí la noche siguiente. Descubrí, como otras tantas veces, que era un cobarde. Por el temor de ser defraudado, no me entregué a la generosa esperanza. Quise pensar que era ilusorio el presente de Thorpe. Irresistiblemente, la esperanza prevaleció. Shakespeare sería mío, como nadie lo fue de nadie, ni en el amor, ni en la amistad, ni siquiera en el odio. De algún modo yo sería Shakespeare. No escribiría las tragedias ni los intrincados sonetos, pero recordaría el instante en que me fueron reveladas las brujas, que también son las parcas, y aquel otro en que me fueron dadas las vastas líneas:
 And shake the yoke of inauspicious stars
From this worldweary flesh.

Recordaría a Anne Hathaway como recuerdo a aquella mujer, ya madura, que me enseñó el amor en un departamento de Lübeck, hace ya tantos años. (Traté de recordarla y sólo pude recobrar el empapelado, que era amarillo, y la claridad que venía de la ventana. Este primer fracaso hubiera debido anticiparme los otros).
Yo había postulado que las imágenes de la prodigiosa memoria serían, ante todo, visuales. Tal no fue el hecho. Días después, al afeitarme, pronuncié ante el espejo unas palabras que me extrañaron y que pertenecían, como un colega me indicó, al A, B, C, de Chaucer. Una tarde, al salir del Museo Británico, silbé una melodía muy simple que no había oído nunca.
Ya habrá advertido el lector el rasgo común de esas primeras revelaciones de una memoria que era, pese al esplendor de algunas metáforas, harto más auditiva que visual.
De Quincey afirma que el cerebro del hombre es un palimpsesto. Cada nueva escritura cubre la escritura anterior y es cubierta por la que sigue, pero la todopoderosa memoria puede exhumar cualquier impresión, por momentánea que haya sido, si le dan el estímulo suficiente. A juzgar por su testamento, no había un solo libro, ni siquiera la Biblia, en casa de Shakespeare, pero nadie ignora las obras que frecuentó. Chaucer, Gower, Spenser, Christopher Marlowe, la Crónica de Holinshed, el Montaigne de Florio, el Plutarco de North. Yo poseía de manera latente la memoria de Shakespeare; la lectura, es decir la relectura, de esos viejos volúmenes sería el estímulo que buscaba. Releí también los sonetos, que son su obra más inmediata. Di alguna vez con la explicación o con las muchas explicaciones. Los buenos versos imponen la lectura en voz alta; al cabo de unos días recobré sin esfuerzo las erres ásperas y las vocales abiertas del siglo dieciséis.
Escribí en la Zeitschrift für germanische Philologie que el soneto 127 se refería a la memorable derrota de la Armada Invencible. No recordé que Samuel Butler, en 1899, ya había formulado esa tesis.
Una visita a Stratford-on-Avon fue, previsiblemente, estéril.
Después advino la transformación gradual de mis sueños. No me fueron deparadas, como a De Quincey, pesadillas espléndidas, ni piadosas visiones alegóricas, a la manera de su maestro, Jean Paul. Rostros y habitaciones desconocidas entraron en mis noches. El primer rostro que identifiqué fue el de Chapman; después, el de Ben Jonson y el de un vecino del poeta, que no figura en las biografías, pero que Shakespeare vería con frecuencia.
Quien adquiere una enciclopedia no adquiere cada línea, cada párrafo, cada página y cada grabado; adquiere la mera posibilidad de conocer alguna de esas cosas. Si ello acontece con un ente concreto y relativamente sencillo, dado el orden alfabético de las partes, ¿qué no acontecerá con un ente abstracto y variable, ondoyant et divers, como la mágica memoria de un muerto?
A nadie le está dado abarcar en un solo instante la plenitud de su pasado. Ni a Shakespeare, que yo sepa, ni a mí, que fui su parcial heredero, nos depararon ese don. La memoria del hombre no es una suma; es un desorden de posibilidades indefinidas. San Agustín, si no me engaño, habla de los palacios y cavernas de la memoria. La segunda metáfora es la más justa. En esas cavernas entré.
Como la nuestra, la memoria de Shakespeare incluía zonas, grandes zonas de sombra rechazadas voluntariamente por él. No sin algún escándalo recordé que Ben Jonson le hacía recitar hexámetros latinos y griegos y que el oído, el incomparable oído de Shakespeare, solía equivocar una cantidad, entre la risotada de los colegas.
Conocí estados de ventura y de sombra que trascienden la común experiencia humana. Sin que yo lo supiera, la larga y estudiosa soledad me había preparado para la dócil recepción del milagro.
Al cabo de unos treinta días, la memoria del muerto me animaba. Durante una semana de curiosa felicidad, casi creí ser Shakespeare. La obra se renovó para mí. Sé que la luna, para Shakespeare, era menos la luna que Diana y menos Diana que esa obscura palabra que se demora: moon. Otro descubrimiento anoté. Las aparentes negligencias de Shakespeare, esas absence dans l’infini de que apologéticamente habla Hugo, fueron deliberadas. Shakespeare las toleró, o intercaló, para que su discurso, destinado ala escena, pareciera espontáneo y no demasiado pulido y artificial (nicht allzu glatt und gekunstelt). Esa misma razón lo movió a mezclar sus metáforas:
 my way of life
Is fall’n into the sear, the yellow leaf.

Una mañana discerní una culpa en el fondo de su memoria. No traté de definirla; Shakespeare lo ha hecho para siempre. Básteme declarar que esa culpa nada tenía en común con la perversión.
Comprendí que las tres facultades del alma humana, memoria, entendimiento y voluntad, no son una ficción escolástica. La memoria de Shakespeare no podía revelarme otra cosa que las circunstancias de Shakespeare. Es evidente que éstas no constituyen la singularidad del poeta; lo que importa es la obra que ejecutó con ese material deleznable.
Ingenuamente, yo había premeditado, como Thorpe, una biografía. No tardé en descubrir que ese género literario requiere condiciones de escritor que ciertamente no son mías. No sé narrar. No sé narrar mi propia historia, que es harto más ordinaria que la de Shakespeare. Además, ese libro sería inútil. El azar o el destino dieron a Shakespeare las triviales cosas terribles que todo hombre conoce; él supo transmutarlas en fábulas, en personajes mucho más vívidos que el hombre gris que los soñó, en versos que no dejarán caer las generaciones, en música verbal. ¿A qué destejer esa red, a qué minar la torre, a qué reducir a las módicas proporciones de una biografía documental o de una novela realista el sonido y la furia de Macbeth?
Goethe constituye, según se sabe, el culto oficial de Alemania; más íntimo es el culto de Shakespeare, que profesamos no sin nostalgia. (En Inglaterra, Shakespeare, que tan lejano está de los ingleses, constituye el culto oficial; el libro de Inglaterra es la Biblia).
En la primera etapa de la aventura sentí la dicha de ser Shakespeare; en la postrera, la opresión y el terror. Al principio las dos memorias no mezclaban sus aguas. Con el tiempo, el gran río de Shakespeare amenazó, y casi anegó, mi modesto caudal. Advertí con temor que estaba olvidando la lengua de mis padres. Ya que la identidad personal se basa en la memoria, temí por mi razón.
Mis amigos venían a visitarme; me asombró que no percibieran que estaba en el infierno.
Empecé a no entender las cotidianas cosas que me rodeaban (die alltägliche Umwelt). Cierta mañana me perdí entre grandes formas de hierro, de madera y de cristal. Me aturdieron silbatos y clamores. Tardé un instante, que pudo parecerme infinito, en reconocer las máquinas y los vagones de la estación de Bremen.
A medida que transcurren los años, todo hombre está obligado a sobrellevar la creciente carga de su memoria. Dos me agobiaban, confundiéndose a veces: la mía y la del otro, incomunicable.
Todas las cosas quieren perseverar en su ser, ha escrito Spinoza. La piedra quiere ser una piedra, el tigre un tigre, yo quería volver a ser Hermann Soergel.
He olvidado la fecha en que decidí liberarme. Di con el método más fácil. En el teléfono marqué números al azar. Voces de niño o de mujer contestaban. Pensé que mi deber era respetarlas. Di al fin con una voz culta de hombre. Le dije:
—¿Quieres la memoria de Shakespeare? Sé que lo que te ofrezco es muy grave. Piénsalo bien.
Una voz incrédula replicó:
—Afrontaré ese riesgo. Acepto la memoria de Shakespeare.
Declaré las condiciones del don. Paradójicamente, sentía a la vez la nostalgia del libro que yo hubiera debido escribir y que me fue vedado escribir y el temor de que el huésped, el espectro, no me dejara nunca.
Colgué el tubo y repetí como una esperanza estas resignadas palabras:
 Simply the thing I am shall make me live.

Yo había imaginado disciplinas para despertar la antigua memoria; hube de buscar otras para borrarla. Una de tantas fue el estudio de la mitología de William Blake, discípulo rebelde de Swedenborg. Comprobé que era menos compleja que complicada.
Ese y otros caminos fueron inútiles; todos me llevaban a Shakespeare.
Di al fin con la única solución para poblar la espera: la estricta y vasta música: Bach.
P.S. 1924 —Ya soy un hombre entre los hombres. En la vigilia soy el profesor emérito Hermann Soergel, que manejo un fichero y que redacto trivialidades eruditas, pero en el alba sé, alguna vez, que el que sueña es el otro. De tarde en tarde me sorprenden pequeñas y fugaces memorias que acaso son auténticas.

Fuente:
Título original: La memoria de Shakespeare
Jorge Luis Borges, 1983
Diseño de cubierta: Neslé Soulé
Editor digital: Titivilius
ePub base r1.2

sábado, 16 de enero de 2016

Ray Bradbury. Novela: El árbol de las brujas.


La Fiesta de las Brujas. Disimulo. Gatos caminando de puntillas. Sigilo y cautela. Pero, ¿por qué?¿Y para qué? ¡Cómo! ¿Quién? ¡Cuándo! ¿Dónde en verdad empezo todo? Fue...¿En egipto cuatro mil años atrás, en el aniversario de la gran muerte del sol? ¿O un millón de años antes, junto a las hogueras nocturnas de los hombres de las cavernas? ¿O en la Bretaña Druida al son de Sssss-bummm de la guadaña de Samhain? ¿O entre las brujas, en toda Europa..., multitudes de arpías, de hechiceras, magos, demonios, diablos? ¿O sobre los techos de París, cuando criaturas extrañas se convertían en piedra y alumbraban las gárgolas de Notre Dame? ¿O en Mexico, en los cementerios desbordantes de velas encendidas y de muñequitos de caramelo en el Día de los Muertos?¿O, dónde?


Fuente: Minotauro Editorial.
Ray Bradbury




EL ÁRBOL DE LAS BRUJAS

Título original: The Halloween Tree
Traducción de Matilde Horne
***
(Fragmento de novela).
 Con amor para
MADAME MAN'HA GARREAU-DOMBASLE
A quien conocí veintisiete años atrás a medianoche en el cementerio de la Isla de Janitzio en el Lago Patzcuaro, México, y recordada en todos los aniversarios del Día de los Muertos.
 1

Era un pueblo pequeño junto a un río pequeño y un lago pequeño en un rincón septentrional de un estado del Medio Oeste. No había alrededor tanta espesura como para que no se viera el pueblo. Pero por otro lado tampoco había tanto pueblo como para que no se viera y sintiera y palpara y oliera la espesura. El pueblo estaba lleno de árboles. Y pasto seco y flores muertas ahora que había llegado el otoño. Y muchas cercas para caminar por encima y aceras para patinar y una cañada donde echarse a rodar y llamar a gritos a los del otro lado. Y el pueblo estaba lleno de... Chicos.
Y era la tarde de la Noche de las Brujas.
Y todas las casas cerradas contra un viento frío.
Y el pueblo lleno de fríos rayos de sol. Pero de pronto el día se fue.
De abajo de todos los árboles salió la noche y tendió las alas. Detrás de las puertas de todas las casas hubo un correteo de patitas ratoniles, gritos ahogados parpadeos de luz.
Detrás de una puerta, Tom Skelton, de trece años, se detuvo y escuchó.
Afuera, el viento anidaba en los árboles, merodeaba por las aceras con pisadas invisibles de gatos invisibles.
Tom Skelton se estremeció. Cualquiera podía saber que el viento de esa noche era un viento especial, y que en las sombras había algo especial, pues era la Víspera del Día de Todos los Santos, la Noche de las Brujas. Todo parecía ser de suave terciopelo negro, o terciopelo anaranjado o dorado. El humo salía jadeando desde miles de chimeneas como penachos de cortejos fúnebres. De las ventanas de las cocinas llegaban flotando dos aromas de calabazas: el de las calabazas huecas y el de los pasteles en el horno.
Los gritos detrás de las puertas cerradas de las casas fueron más exasperados cuando sombras de muchachos volaron junto a las ventanas. Chicos a medio vestir, las mejillas empastadas de pintura; aquí un jorobado, allá un gigante de mediana estatura. Continuaba el saqueo de desvanes, el ataqué a viejas cerraduras, el despanzurramiento de vetustos baúles en busca de disfraces.
Tom Skelton se puso sus huesos.
Sonrió burlón al mirarse la columna vertebral, las costillas, las rótulas cosidas en blanco sobre lienzo negro. ¡Qué suerte! pensó. ¡Vaya nombre que te tocó! Tom Skelton. ¡Fantástico para el Día de las Brujas! ¡Todos te llaman Esqueleto! Y entonces ¿qué te pones?
Huesos.
Buuum. Ocho puertas de calle cerradas de golpe.
Ocho muchachitos ejecutaron una serie de hermosos saltos por encima de tiestos, barandillas, helechos muertos, arbustos, y aterrizaron sobre el césped seco y almidonado de los jardines. Galopando, atropellándose, se apoderaban de una última sábana, ajustaban una última máscara, tironeaban de extraños sombreros hongo o pelucas, gritando por cómo los llevaba el viento, cómo los ayudaba a correr; felices en el viento, o soltando maldiciones infantiles cuando las máscaras se les caían o se les torcían o se les metían en las narices con un olor a muselina, como el aliento caliente de un perro; o sencillamente dejando que la pura alegría de vivir y de estar fuera de noche les colmara los pulmones y les formase en las gargantas un grito y un grito y un... ¡griiitooo!
Ocho muchachos chocaron en una esquina.
—Aquí estoy yo: ¡Bruja!
—¡ Hombre-Mono!
—¡Esqueleto! —dijo Tom, muerto de risa dentro de sus huesos.
—¡Gárgola!
—¡Mendigo!
—¡El Señor La Muerte en Persona!
¡Pum! Se sacudieron quitándose de encima los golpes, confundidos en un alboroto de felicidad bajo el farol de la esquina. La oscilante lamparilla eléctrica se mecía al viento como la campana de una catedral. Los adoquines de la calle se transformaron en el entarimado de un barco ebrio escorado y hundido en la sombra y la luz.
Detrás de cada máscara había un chico.
—¿Quién es ése? —señaló Tom Skelton.
—No lo diré. ¡Secreto! —gritó la Bruja, disimulando la voz.
Todos se rieron.
—¿Quién es ése?
—¡La Momia! —gritó el niño envuelto en viejos lienzos amarillentos, como un inmenso cigarro que se paseaba por las calles anochecidas.
—¿Y quién es...?
—¡No hay tiempo! —dijo Alguien Oculto Detrás de Otro Misterio de Muselina y Pintura—. ¡Premio o prenda!
—¡Sí!
Chillando, gimoteando, desbordantes de una alegría macabra, correteaban en todas partes menos en las aceras, saltando por encima de los arbustos casi cayendo sobre perros que escapaban aullando.
Pero en mitad de las carreras, las risas, los ladridos, de pronto, como si una gran mano de noche, viento y olor de algo raro los detuviese, todos se detuvieron.
—Seis, siete, ocho.
—¡No puede ser! Cuenta otra vez.
—Cuatro, cinco, seis...
—¡Tendríamos que ser nueve. ¡Falta alguien!
Se husmearon unos a otros, como bestias asustadas.
—¡No está Pipkin!
¿Cómo lo supieron? Todos estaban escondidos detrás de las máscaras. Y sin embargo, y sin embargo...
Podían sentir la ausencia de Pipkin.
—¡Pipkin! En un zillión de años nunca ha faltado a la Noche de las Brujas. Qué horror. ¡Vamos!
En un amplio movimiento de abanico, un trotecito y un meneo perruno, dieron una vuelta entera y se alejaron por la calle empedrada, barridos como hojas en el principio de una tormenta.
—¡Aquí está la casa de Pipkin!
Se detuvieron frenando. Allí estaba la casa de Pipkin, pero no había bastantes calabazas en las ventanas, ni bastantes barbas de maíz en el porche, ni bastantes fantasmones espiando por el vidrio obscuro desde la alta buhardilla.
—Diantre —dijo uno—. ¿Y si Pipkin está enfermo?
—No sería Noche de Brujas sin Pipkin.
—No sería Noche de Brujas —gimieron a coro.
Y uno de ellos arrojó una manzanita ácida a la puerta de Pipkin. Se estrelló con un ruidito apagado, como si un conejo pateara la madera. Esperaron, entristecidos sin razón, perdidos sin razón. Pensaban en Pipkin y en una Noche de Brujas que podía convertirse en una calabaza podrida con una vela apagada si, si, si... faltaba Pipkin.
Vamos, Pipkin, ¡ven y salva la Noche!

viernes, 15 de enero de 2016

Sir Richard Burton. Vikram y el vampiro.


El capitán Sir Richard Francis Burton (1821-1890), escritor, militar, místico, científico, explorador, diplomático y agente secreto del gobierno británico, es el paradigma del erudito aventurero del siglo XIX, convertido en leyenda viva para sus propios contemporáneos. Aunque han proliferado los ensayos sobre su vida, hasta hoy no ha existido una biografía profunda y coherente, definitiva y amena como la de Edward Rice. Richard F. Burton hablaba veintinueve idiomas y tenía una gran habilidad para hacerse pasar por nativo, lo que facilitó su acceso a lugares donde ningún hombre blanco había penetrado con anterioridad, como La Meca, Medina o la ciudad sagrada de Harar. Tradujo diecisiete volúmenes de Las mil y una noches, descubrió para Occidente el Kama Sutra y el Ananga Ranga, y escribió estudios sobre erotismo, antropología o etnografía e inolvidables crónicas de sus viajes por Asia, África y América en cerca de cincuenta volúmenes. Burton fue, además, el primer europeo que dirigió una expedición en busca de las fuentes del Nilo, episodio recientemente llevado al cine.
En sus obras expresó su rechazo a algunos errores del colonialismo británico o a la mojigatería victoriana, así como a las costumbres bárbaras que conoció durante sus viajes. Por encima de todo trató de dar un sentido a su existencia a través de una constante búsqueda espiritual, a veces con ayuda de opio u otras drogas. Se interesó por la cábala, la alquimia, el cristianismo y diversas religiones orientales, para terminar convirtiéndose al sufismo, una disciplina mística que practicó hasta el fin de su vida.

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Vikram y el vampiro (1870), es una traducción libre del sánscrito («la lengua de los dioses», el latín de la India) de los once mejores relatos de Baital-Pachisi (Veinticinco cuentos de un Baital), una leyenda antigua y genuinamente hindú, precursora de Las Mil y una Noches, que narra la historia de un murciélago, vampiro o espíritu maligno que habitaba y animaba cuerpos muertos.


Biografia muy completa y entusiasta:
http://www.taringa.net/posts/info/4569908/Burton:-aventurero-de-Las-Mil-y-Una-Noches.html

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