domingo, 17 de enero de 2016

Literomanía. Jorge Luis Borges. "La memoria de Shakespeare".


LITEROMANÍA: Jorge Luis Borges.

JORGE FRANCISCO ISIDORO LUIS BORGES. (Buenos Aires, 24 de agosto de 1899–Ginebra, 14 de junio de 1986). Fue un escritor argentino y uno de los autores más destacados de la literatura del siglo XX.
Jorge Luis Borges procedía de una familia de próceres que contribuyeron a la independencia del país. Su antepasado, el coronel Isidro Suárez, había guiado a sus tropas a la victoria en la mítica batalla de Junín; su abuelo Francisco Borges también había alcanzado el rango de coronel. Pero fue su padre, Jorge Guillermo Borges Haslam, quien rompiendo con la tradición familiar se empleó como profesor de psicología e inglés. Estaba casado con la uruguaya Leonor Acevedo Suárez, y con ella y el resto de su familia abandonó la casa de los abuelos donde había nacido Jorge Luis y se trasladó al barrio de Palermo, a la calle Serrano 2135.
En su casa se hablaba en español e inglés, así que desde su niñez Borges fue bilingüe, y aprendió a leer inglés antes que castellano, a los cuatro años y por influencia de su abuela materna. Estudió primaria en Palermo y tuvo una institutriz inglesa. En 1914 su padre se jubila por problemas de visión, trasladándose a Europa con el resto de su familia y, tras recorrer Londres y París, se ve obligada a instalarse en Ginebra (Suiza) al estallar la Primera Guerra Mundial, donde el joven Borges estudió francés y cursó el bachillerato en el Lycée Jean Clavin.
Es en este país donde entra en contacto con los expresionistas alemanes, y en 1918, a la conclusión de la Primera Guerra Mundial, se relacionó en España con los poetas ultraístas, que influyeron poderosamente en su primera obra lírica. Tres años más tarde, ya de regreso en Argentina, introdujo en este país el ultraísmo a través de la revista Proa, que fundó junto a Güiraldes, Bramón, Rojas y Macedonio Fernández. Por entonces inició también su colaboración en las revistas Sur, dirigida por Victoria Ocampo y vinculada a las vanguardias europeas, y Revista de Occidente, fundada y dirigida por el filósofo español José Ortega y Gasset. Más tarde escribió, entre otras publicaciones, en Martín Fierro, una de las revistas clave de la historia de la literatura argentina de la primera mitad del siglo XX. No obstante su formación europeísta, siempre reivindicó temáticamente sus raíces argentinas, y en particular porteñas.
Ciego desde 1955 por la enfermedad congénita que había dejado también sin visión a su padre, desde entonces requerirá permanentemente de la solicitud de su madre y de un escogido círculo de amistades que no dudan en realizar con él una solidaria labor amanuense, colaboración que resultará muy fructífera. Borges accedió a casarse en 1967 con una ex novia de juventud, Elsa Astete, por no contrariar a su madre, pero el matrimonio duró sólo tres años y fue «blanco». La noche de bodas la pasó cada uno en su casa. Sus amigos coinciden en que el día más triste de su vida fue el 8 de julio de 1975, cuando tras una larga agonía fallece su madre.
Fue profesor de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires —donde obtiene la cátedra en 1956—, presidente de la Asociación de Escritores Argentinos y director de la Biblioteca Nacional, cargo del que fue destituido por el régimen peronista y en el que fue repuesto a la caída de éste, en 1955. Tradujo al castellano a importantes escritores estadounidenses, como William Faulkner, y publicó con Bioy Casares una Antología de la literatura fantástica (1940) y una Antología de la poesía gauchesca (1956), así como una serie de narraciones policíacas, entre ellas Seis problemas para don Isidro Parodi (1942) y Crónicas de Bustos Domecq (1967), que firmaron con el seudónimo conjunto de H. Bustos Domecq.
Publicó ensayos breves, cuentos y poemas. Su obra, fundamental en la literatura y en el pensamiento universal, y que además, ha sido objeto de minuciosos análisis y de múltiples interpretaciones, trasciende cualquier clasificación y excluye todo tipo de dogmatismo.
Es considerado uno de los eruditos más reconocidos del siglo XX. Ontologías fantásticas, genealogías sincrónicas, gramáticas utópicas, geografías novelescas, múltiples historias universales, bestiarios lógicos, silogismos ornitológicos, éticas narrativas, matemáticas imaginarias, thrillers teológicos, nostálgicas geometrías y recuerdos inventados son parte del inmenso paisaje que las obras de Borges ofrecen tanto a los estudiosos como al lector casual. Y sobre todas las cosas, la filosofía, concebida como perplejidad, el pensamiento como conjetura, y la poesía, la forma suprema de la racionalidad. Siendo un literato puro pero, paradójicamente, preferido por los semióticos, matemáticos, filólogos, filósofos y mitólogos, Borges ofrece —a través de la perfección de su lenguaje, de sus conocimientos, del universalismo de sus ideas, de la originalidad de sus ficciones y de la belleza de su poesía— una obra que hace honor a la lengua española y la mente universal.
Doctor Honoris Causa por las universidades de Cuyo, los Andes, Oxford, Columbia, East Lansing, Cincinnati, Santiago, Tucumán y La Sorbona, Caballero de la Orden del Imperio Británico, miembro de la Academia de Artes y Ciencias de los Estados Unidos y de la The Hispanic Society of America, algunos de los más importantes premios que Borges recibió fueron el Nacional de Literatura, en 1957; el Internacional de Editores, en 1961; el Premio Internacional de Literatura otorgado por el Congreso Internacional de Editores en Formentor (Mallorca) compartido con Samuel Beckett, en 1969; el Cervantes, máximo galardón literario en lengua castellana, compartido con Gerardo Diego, en 1979; y el Balzan, en 1980. Tres años más tarde, el gobierno español le concedió la Gran Cruz de la Orden de Alfonso X el Sabio y el gobierno francés la Legión de Honor.
A pesar de su enorme prestigio intelectual y el reconocimiento universal que ha merecido su obra, sus posturas políticas le impidieron ganar el Premio Nobel de Literatura, al que fue candidato durante casi treinta años, posturas que evolucionaron desde el izquierdismo juvenil al nacionalismo y después a un liberalismo escéptico desde el que se opuso al fascismo y al peronismo. Fue censurado por permanecer en Argentina durante las dictaduras militares de la década de 1970, aunque jamás apoyó a la Junta militar. Con la restauración democrática en 1983 se volvió más escéptico.
El 26 de abril de 1986 se casa por poderes en Colonia Rojas Silva, en el Chaco paraguayo, con María Kodama —secretaria y acompañante de sus viajes desde 1975—. El escritor nunca llegó a convivir con Kodama, con quien se casó 45 días antes de su muerte. La apresurada boda, que levantó la suspicacia de algunos conocidos del escritor y de los medios de comunicación, convirtió a Kodama en heredera de un gran patrimonio tanto económico como intelectual. «Borges y yo somos una misma cosa, pero la gente no puede entenderlo», sentenció. Kodama se convirtió en presidenta de la Fundación Internacional Jorge Luis Borges.
El escritor falleció en Ginebra el 14 de junio de 1986.

***

Jorge Luis Borges

La memoria de Shakespeare.

Publicado por primera vez en edición de bolsillo, «La memoria de Shakespeare» reúne los cuatro últimos relatos dados a la imprenta en diversas publicaciones por Jorge Luis Borges. Además del cuento que da título al volumen −un apunte sobre la disociación entre el recuerdo y la existencia−, éste incluye los titulados «25 de agosto, 1983» −una nueva incidencia sobre el tema del doble, tan querido al maestro argentino−, «Tigres azules» −una enigmática incursión en la zona de sombra que separa locura y cordura− y, finalmente, «La rosa de Paracelso», narración que ilustra la vieja disputa entre fe e incredulidad.

***
  LA MEMORIA DE SHAKESPEARE


Hay devotos de Goethe, de las Eddas y del tardío cantar de los Nibelungos; Shakespeare ha sido mi destino. Lo es aún, pero de una manera que nadie pudo haber presentido, salvo un solo hombre, Daniel Thorpe, que acaba de morir en Pretoria. Hay otro cuya cara no he visto nunca.
Soy Hermann Soergel. El curioso lector ha hojeado quizá mi «Cronología de Shakespeare», que alguna vez creí necesaria para la buena inteligencia del texto y que fue traducida a varios idiomas, incluso el castellano. No es imposible que recuerde asimismo una prolongada polémica sobre cierta enmienda que Theobald intercaló en su edición crítica de 1734 y que desde esa fecha es parte indiscutida del canon. Hoy me sorprende el tono incivil de aquellas casi ajenas páginas. Hacia 1914 redacté, y no di a la imprenta, un estudio sobre las palabras compuestas que el helenista y dramaturgo George Chapman forjó para sus versiones homéricas y que retrotraen el inglés, sin que él pudiera sospecharlo, a su origen (Urprung) anglosajón. No pensé nunca que su voz, que he olvidado ahora, me sería familiar… Alguna separata firmada con iniciales completa, creo, mi biografía literaria. No sé si es lícito agregar una versión inédita de Macbeth, que emprendí para no seguir pensando en la muerte de mi hermano Otto Julius, que cayó en el frente occidental en 1917. No la concluí; comprendí que el inglés dispone, para su bien, de dos registros —el germánico y el latino— en tanto que nuestro alemán, pese a su mejor música, debe limitarse a uno solo.
He nombrado ya a Daniel Thorpe. Me lo presentó el mayor Barclay, en cierto congreso shakespiriano. No diré el lugar, ni la fecha; sé harto bien que tales precisiones son, en realidad, vaguedades.
Más importante que la cara de Daniel Thorpe, que mi ceguera parcial me ayuda a olvidar, era su notoria desdicha. Al cabo de los años, un hombre puede simular muchas cosas pero no la felicidad. De un modo casi físico, Daniel Thorpe exhalaba melancolía.
Después de una larga sesión, la noche nos halló en una taberna cualquiera. Para sentirnos en Inglaterra (donde ya estábamos) apuramos en rituales jarros de peltre cerveza tibia y negra.
—En el Punjab —dijo el mayor— me indicaron un pordiosero. Una tradición del Islam atribuye al rey Salomón una sortija que le permitía entender la lengua de los pájaros. Era fama que el pordiosero tenía en su poder la sortija. Su valor era tan inapreciable que no pudo nunca venderla y murió en uno de los patios de la mezquita de Wazil Khan, en Lahore.
Pensé que Chaucer no desconocía la fábula del prodigioso anillo, pero decirlo hubiera sido estropear la anécdota de Barclay.
—¿Y la sortija? —pregunté.
—Se perdió, según la costumbre de los objetos mágicos. Quizás esté ahora en algún escondrijo de la mezquita o en la mano de un hombre que vive en un lugar donde faltan pájaros.
—O donde hay tantos —dije— que lo que dicen se confunde. Su historia, Barclay, tiene algo de parábola.
Fue entonces cuando habló Daniel Thorpe. Lo hizo de un modo impersonal, sin mirarnos. Pronunciaba el inglés de un modo peculiar, que atribuí a una larga estadía en el Oriente.
—No es una parábola —dijo—, y si lo es, es verdad. Hay cosas de valor tan inapreciable que no pueden venderse.
Las palabras que trato de reconstruir me impresionaron menos que la convicción con que las dijo Daniel Thorpe. Pensamos que diría algo más, pero de golpe se calló, como arrepentido. Barclay se despidió. Lo dos volvimos juntos al hotel. Era ya muy tarde, pero Daniel Thorpe me propuso que prosiguiéramos la charla en su habitación. Al cabo de algunas trivialidades, me dijo:
—Le ofrezco la sortija del rey. Claro está que se trata de una metáfora, pero lo que esa metáfora cubre no es menos prodigioso que la sortija. Le ofrezco la memoria de Shakespeare desde los días más pueriles y antiguos hasta los del principio de abril de 1616.
No acerté a pronunciar una palabra. Fue como si me ofrecieran el mar.
Thorpe continuó:
—No soy un impostor. No estoy loco. Le ruego que suspenda su juicio hasta haberme oído. El mayor le habrá dicho que soy, o era, médico militar. La historia cabe en pocas palabras. Empieza en el Oriente, en un hospital de sangre, en el alba. La precisa fecha no importa. Con su última voz, un soldado raso, Adam Clay, a quien habían alcanzado dos descargas de rifle, me ofreció, poco antes delfín, la preciosa memoria. La agonía y la fiebre son inventivas; acepté la oferta sin darle fe. Además, después de una acción de guerra, nada es muy raro. Apenas tuvo tiempo de explicarme las singulares condiciones del don. El poseedor tiene que ofrecerlo en voz alta y el otro que aceptarlo. El que lo da lo pierde para siempre.
El nombre del soldado y la escena patética de la entrega me parecieron literarios, en el mal sentido de la palabra.
Un poco intimidado, le pregunté:
—¿Usted, ahora, tiene la memoria de Shakespeare?
Thorpe contestó:
—Tengo, aún, dos memorias. La mía personal y la de aquel Shakespeare que parcialmente soy. Mejor dicho, dos memorias me tienen. Hay una zona en que se confunden. Hay una cara de mujer que no sé a qué siglo atribuir.
Yo le pregunté entonces:
—¿Qué ha hecho usted con la memoria de Shakespeare?
Hubo un silencio. Después dijo:
—He escrito una biografía novelada que mereció el desdén de la crítica y algún éxito comercial en los Estados Unidos y en las colonias. Creo que es todo. Le he prevenido que mi don no es una sinecura. Sigo a la espera de su respuesta.
Me quedé pensando. ¿No había consagrado yo mi vida, no menos incolora que extraña, a la busca de Shakespeare? ¿No era justo que al fin de la jornada diera con él?
Dije, articulando bien cada palabra:
—Acepto la memoria de Shakespeare.
Algo, sin duda, aconteció, pero no lo sentí.
Apenas un principio de fatiga, acaso imaginaria.
Recuerdo claramente que Thorpe me dijo:
—La memoria ya ha entrado en su conciencia, pero hay que descubrirla. Surgirá en los sueños, en la vigilia, al volver las hojas de un libro o al doblar una esquina. No se impaciente usted, no invente recuerdos. El azar puede favorecerlo o demorarlo, según su misterioso modo. A medida que yo vaya olvidando, usted recordará. No le prometo un plazo.
Lo que quedaba de la noche lo dedicamos a discutir el carácter de Shylock. Me abstuve de indagar si Shakespeare había tenido trato personal con judíos. No quise que Thorpe imaginara que yo lo sometía a una prueba. Comprobé, no sé si con alivio o con inquietud, que sus opiniones eran tan académicas y tan convencionales como las mías.
A pesar de la vigilia anterior, casi no dormí la noche siguiente. Descubrí, como otras tantas veces, que era un cobarde. Por el temor de ser defraudado, no me entregué a la generosa esperanza. Quise pensar que era ilusorio el presente de Thorpe. Irresistiblemente, la esperanza prevaleció. Shakespeare sería mío, como nadie lo fue de nadie, ni en el amor, ni en la amistad, ni siquiera en el odio. De algún modo yo sería Shakespeare. No escribiría las tragedias ni los intrincados sonetos, pero recordaría el instante en que me fueron reveladas las brujas, que también son las parcas, y aquel otro en que me fueron dadas las vastas líneas:
 And shake the yoke of inauspicious stars
From this worldweary flesh.

Recordaría a Anne Hathaway como recuerdo a aquella mujer, ya madura, que me enseñó el amor en un departamento de Lübeck, hace ya tantos años. (Traté de recordarla y sólo pude recobrar el empapelado, que era amarillo, y la claridad que venía de la ventana. Este primer fracaso hubiera debido anticiparme los otros).
Yo había postulado que las imágenes de la prodigiosa memoria serían, ante todo, visuales. Tal no fue el hecho. Días después, al afeitarme, pronuncié ante el espejo unas palabras que me extrañaron y que pertenecían, como un colega me indicó, al A, B, C, de Chaucer. Una tarde, al salir del Museo Británico, silbé una melodía muy simple que no había oído nunca.
Ya habrá advertido el lector el rasgo común de esas primeras revelaciones de una memoria que era, pese al esplendor de algunas metáforas, harto más auditiva que visual.
De Quincey afirma que el cerebro del hombre es un palimpsesto. Cada nueva escritura cubre la escritura anterior y es cubierta por la que sigue, pero la todopoderosa memoria puede exhumar cualquier impresión, por momentánea que haya sido, si le dan el estímulo suficiente. A juzgar por su testamento, no había un solo libro, ni siquiera la Biblia, en casa de Shakespeare, pero nadie ignora las obras que frecuentó. Chaucer, Gower, Spenser, Christopher Marlowe, la Crónica de Holinshed, el Montaigne de Florio, el Plutarco de North. Yo poseía de manera latente la memoria de Shakespeare; la lectura, es decir la relectura, de esos viejos volúmenes sería el estímulo que buscaba. Releí también los sonetos, que son su obra más inmediata. Di alguna vez con la explicación o con las muchas explicaciones. Los buenos versos imponen la lectura en voz alta; al cabo de unos días recobré sin esfuerzo las erres ásperas y las vocales abiertas del siglo dieciséis.
Escribí en la Zeitschrift für germanische Philologie que el soneto 127 se refería a la memorable derrota de la Armada Invencible. No recordé que Samuel Butler, en 1899, ya había formulado esa tesis.
Una visita a Stratford-on-Avon fue, previsiblemente, estéril.
Después advino la transformación gradual de mis sueños. No me fueron deparadas, como a De Quincey, pesadillas espléndidas, ni piadosas visiones alegóricas, a la manera de su maestro, Jean Paul. Rostros y habitaciones desconocidas entraron en mis noches. El primer rostro que identifiqué fue el de Chapman; después, el de Ben Jonson y el de un vecino del poeta, que no figura en las biografías, pero que Shakespeare vería con frecuencia.
Quien adquiere una enciclopedia no adquiere cada línea, cada párrafo, cada página y cada grabado; adquiere la mera posibilidad de conocer alguna de esas cosas. Si ello acontece con un ente concreto y relativamente sencillo, dado el orden alfabético de las partes, ¿qué no acontecerá con un ente abstracto y variable, ondoyant et divers, como la mágica memoria de un muerto?
A nadie le está dado abarcar en un solo instante la plenitud de su pasado. Ni a Shakespeare, que yo sepa, ni a mí, que fui su parcial heredero, nos depararon ese don. La memoria del hombre no es una suma; es un desorden de posibilidades indefinidas. San Agustín, si no me engaño, habla de los palacios y cavernas de la memoria. La segunda metáfora es la más justa. En esas cavernas entré.
Como la nuestra, la memoria de Shakespeare incluía zonas, grandes zonas de sombra rechazadas voluntariamente por él. No sin algún escándalo recordé que Ben Jonson le hacía recitar hexámetros latinos y griegos y que el oído, el incomparable oído de Shakespeare, solía equivocar una cantidad, entre la risotada de los colegas.
Conocí estados de ventura y de sombra que trascienden la común experiencia humana. Sin que yo lo supiera, la larga y estudiosa soledad me había preparado para la dócil recepción del milagro.
Al cabo de unos treinta días, la memoria del muerto me animaba. Durante una semana de curiosa felicidad, casi creí ser Shakespeare. La obra se renovó para mí. Sé que la luna, para Shakespeare, era menos la luna que Diana y menos Diana que esa obscura palabra que se demora: moon. Otro descubrimiento anoté. Las aparentes negligencias de Shakespeare, esas absence dans l’infini de que apologéticamente habla Hugo, fueron deliberadas. Shakespeare las toleró, o intercaló, para que su discurso, destinado ala escena, pareciera espontáneo y no demasiado pulido y artificial (nicht allzu glatt und gekunstelt). Esa misma razón lo movió a mezclar sus metáforas:
 my way of life
Is fall’n into the sear, the yellow leaf.

Una mañana discerní una culpa en el fondo de su memoria. No traté de definirla; Shakespeare lo ha hecho para siempre. Básteme declarar que esa culpa nada tenía en común con la perversión.
Comprendí que las tres facultades del alma humana, memoria, entendimiento y voluntad, no son una ficción escolástica. La memoria de Shakespeare no podía revelarme otra cosa que las circunstancias de Shakespeare. Es evidente que éstas no constituyen la singularidad del poeta; lo que importa es la obra que ejecutó con ese material deleznable.
Ingenuamente, yo había premeditado, como Thorpe, una biografía. No tardé en descubrir que ese género literario requiere condiciones de escritor que ciertamente no son mías. No sé narrar. No sé narrar mi propia historia, que es harto más ordinaria que la de Shakespeare. Además, ese libro sería inútil. El azar o el destino dieron a Shakespeare las triviales cosas terribles que todo hombre conoce; él supo transmutarlas en fábulas, en personajes mucho más vívidos que el hombre gris que los soñó, en versos que no dejarán caer las generaciones, en música verbal. ¿A qué destejer esa red, a qué minar la torre, a qué reducir a las módicas proporciones de una biografía documental o de una novela realista el sonido y la furia de Macbeth?
Goethe constituye, según se sabe, el culto oficial de Alemania; más íntimo es el culto de Shakespeare, que profesamos no sin nostalgia. (En Inglaterra, Shakespeare, que tan lejano está de los ingleses, constituye el culto oficial; el libro de Inglaterra es la Biblia).
En la primera etapa de la aventura sentí la dicha de ser Shakespeare; en la postrera, la opresión y el terror. Al principio las dos memorias no mezclaban sus aguas. Con el tiempo, el gran río de Shakespeare amenazó, y casi anegó, mi modesto caudal. Advertí con temor que estaba olvidando la lengua de mis padres. Ya que la identidad personal se basa en la memoria, temí por mi razón.
Mis amigos venían a visitarme; me asombró que no percibieran que estaba en el infierno.
Empecé a no entender las cotidianas cosas que me rodeaban (die alltägliche Umwelt). Cierta mañana me perdí entre grandes formas de hierro, de madera y de cristal. Me aturdieron silbatos y clamores. Tardé un instante, que pudo parecerme infinito, en reconocer las máquinas y los vagones de la estación de Bremen.
A medida que transcurren los años, todo hombre está obligado a sobrellevar la creciente carga de su memoria. Dos me agobiaban, confundiéndose a veces: la mía y la del otro, incomunicable.
Todas las cosas quieren perseverar en su ser, ha escrito Spinoza. La piedra quiere ser una piedra, el tigre un tigre, yo quería volver a ser Hermann Soergel.
He olvidado la fecha en que decidí liberarme. Di con el método más fácil. En el teléfono marqué números al azar. Voces de niño o de mujer contestaban. Pensé que mi deber era respetarlas. Di al fin con una voz culta de hombre. Le dije:
—¿Quieres la memoria de Shakespeare? Sé que lo que te ofrezco es muy grave. Piénsalo bien.
Una voz incrédula replicó:
—Afrontaré ese riesgo. Acepto la memoria de Shakespeare.
Declaré las condiciones del don. Paradójicamente, sentía a la vez la nostalgia del libro que yo hubiera debido escribir y que me fue vedado escribir y el temor de que el huésped, el espectro, no me dejara nunca.
Colgué el tubo y repetí como una esperanza estas resignadas palabras:
 Simply the thing I am shall make me live.

Yo había imaginado disciplinas para despertar la antigua memoria; hube de buscar otras para borrarla. Una de tantas fue el estudio de la mitología de William Blake, discípulo rebelde de Swedenborg. Comprobé que era menos compleja que complicada.
Ese y otros caminos fueron inútiles; todos me llevaban a Shakespeare.
Di al fin con la única solución para poblar la espera: la estricta y vasta música: Bach.
P.S. 1924 —Ya soy un hombre entre los hombres. En la vigilia soy el profesor emérito Hermann Soergel, que manejo un fichero y que redacto trivialidades eruditas, pero en el alba sé, alguna vez, que el que sueña es el otro. De tarde en tarde me sorprenden pequeñas y fugaces memorias que acaso son auténticas.

Fuente:
Título original: La memoria de Shakespeare
Jorge Luis Borges, 1983
Diseño de cubierta: Neslé Soulé
Editor digital: Titivilius
ePub base r1.2

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