sábado, 23 de enero de 2016

JORGE LUIS BORGES. LA SUPERSTICIOSA ÉTICA DEL LECTOR.


JORGE LUIS BORGES
OBRAS COMPLETAS
LA SUPERSTICIOSA ÉTICA DEL LECTOR.
(Páginas 202-204).
La condición indigente de nuestras letras, su incapacidad de
atraer, han producido una superstición del estilo, una distraída
lectura de atenciones parciales. Los que adolecen de esa superstición
entienden por estilo no la eficacia o la ineficacia de una
página, sino las habilidades aparentes del escritor: sus comparaciones,
su acústica, los episodios de su puntuación y de su sintaxis.
Son indiferentes a la propia convicción o propia emoción: buscan
tecniquerías (la palabra es de Miguel de Unamuno) que les informarán
si lo escrito tiene el derecho o no de agradarles. Oyeron
que la adjetivación no debe ser trivial y opinarán que está mal
escrita una página si nó hay sorpresas en la juntura de adjetivos
con sustantivos, aunque su finalidad general esté realizada. Oyeron
que la concisión es una virtud y tienen por conciso a quien
se demora en diez frases breves y no a quien maneje una larga.
(Ejemplos normativos de esa charlatanería de la brevedad, de
ese frenesí sentencioso, pueden buscarse en la dicción del célebre
estadista danés Polonio, de Hamlet, o del Polonio natural,
Baltasar Gracián.) Oyeron que la cercana repetición de unas
sílabas es cacofónica y simularán que en prosa les duele, aunque
en verso les agencie un gusto especial, pienso que simulado
también. Es decir, no se fijan en la eficacia del mecanismo,
sino en la disposición de sus partes. Subordinan la emoción
a la ética, a una etiqueta indiscutida más bien. Se ha generalizado
tanto esa inhibición que ya no van quedando lectores,
en el sentido ingenuo de la palabra, sino que todos son
críticos potenciales.
Tan recibida es esta superstición que nadie se atreverá a admitir
ausencia de estilo, en obras que lo tocan, máxime si son clásicas.
No hay libro bueno sin su atribución estilística, de la que
nadie puede prescindir — excepto su escritor. Séanos ejemplo el
Quijote. La crítica española, ante la probada excelencia de esa
novela, no ha querido pensar que su mayor (y tal vez único irrecusable)
valor fuera el psicológico, y le atribuye dones de estilo,
que a muchos parecerán misteriosos. En verdad, basta revisar unos
párrafos del Quijote para sentir que Cervantes no era jestilista
(a lo menos en la presente acepción acústico-decorativa de la
palabra) y que le interesaban demasiado los destinos de Quijote
DISCUSIÓN 203
y de Sancho para dejarse distraer por su propia voz. La Agudeza
y arte de ingenio de Baltasar Gradan —tan laudativa de otras
prosas que narran, cómo la del Guzmán dé Alfarache— no se resuelve
a acordarse de Don Quijote. Quevedo versifica en broma
su muerte y se olvida de él. Se objetará que los dos ejemplos son
negativos; Leopoldo Lugones, en nuestro tiempo, emite un juicio
explícito: "El estilo es la debilidad de Cervantes, y los estragos
causados por su influencia han sido graves. Pobreza de color, inseguridad
de estructura, párrafos jadeantes que nunca aciertan con
el final, desenvolviéndose en convólvulos interminables; repeticiones,
falta de proporción, ese fue el legado de los que no viendo
sino en la forma la suprema realización de la obra inmortal, se
quedaron royendo la cascara cuyas rugocídades escondían la fortaleza
y el sabor" (El imperio jesuítico, página 59). También nuestro
Groussac: "Si han de describirse las cosas como son, deberemos
confesar que una buena mitad dé la obra és de forma por demás
floja y desaliñada, la cual harto justifica lo del humilde idioma
que los rivales de Cervantes le achacaban! Y con esto no me refiero
única ni principalmente a las impropiedades verbales, a las
intolerables repeticiones o retruécanos ni a los retazos de pesada
grandilocuencia'que nos abruman, sino á la contextura generalmente
desmayada de esa' prosa- de sobremesa" (Crítica literaria,
página 41). Prosa de sobremesa, prosa conversada y no declamada,
es la de Cervantes, y otra no le hace falta. Imagino que esa misma
observación será justiciera en el caso de Dostoievski o de Montaigne
o de Samuel Butler. -
Esta vanidad del estilo se ahueca en otra más patética vanidad,
la de la perfección. No hay un escritor métrico, por casual y nulo
que sea, que no haya cincelado (el verbo suele figurar en
su'- conversación) su soneto perfecto, monumento minúsculo
que custodia su posible inmortalidad, y que las novedades y aniquilaciones
del tiempo deberán respetar. Se trata de un soneto
sin ripios, generalmente, pero que es un ripio todo él: es decir,
un residuo, una inutilidad. Esa falacia en perduración (Sir Thomas
Browne: Urn Burial) ha sido formulada y recomendada por
Flaubert en' esta sentencia: La corrección (en el sentido más
elevado de la palabra) obra con el pensamiento lo que obraron
las aguas de la Estigia con el cuerpo de Aquiles: lo hacen invulnerable
e indestructible (Correspondance, II, pág. 199). El juicio
es terminante, pero no ha llegado hasta mí ninguna experiencia
que lo confirme. (Prescindo de las virtudes tónicas de la Estigia;
esa reminiscencia infernal no es un argumento, es un énfasis.)
La página de perfección, la página de la que ninguna palabra
2 0 4 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
puede ser alterada sin daño, es la más precaria de todas. Los cambios
del lenguaje borran los sentidos laterales y los matices; la
página "perfecta" es la que consta de esos delicados valores y la
que con facilidad mayor se desgasta. Inversamente, la página que
tiene vocación de inmortalidad puede atravesar el fuego de las
erratas, de las versiones aproximativas, de las distraídas lecturas,
de las incomprensiones, sin dejar el alma en la prueba. No se
puede inpunemente variar (así lo afirman quienes restablecen
su texto) ninguna línea de las fabricadas por Góngora; pero el
Quijote gana postumas batallas contra sus traductores y sobrevive
a toda descuidada versión. Heine, que nunca lo escuchó en español,
lo pudo celebrar para siempre. Más vivo es el fantasma alemán
o escandinavo o indostánico del Quijote que los ansiosos artificios
verbales del estilista.
Yo no quisiera que la moralidad de esta comprobación fuera
entendida como de desesperación o nihilismo. Ni quiero fomentar
negligencias ni creo en una mística virtud de la frase torpe
y del epíteto chabacano. Afirmo que la voluntaria emisión de
esos dos o tres agrados menores —distracciones oculares de la metáfora,
auditivas del ritmo y sorpresivas de la interjección o el
hipérbaton— suele probarnos que la pasión del tema tratado manda
en el escritor, y eso es todo. La asperidad de una frase le es
tan indiferente a la germina literatura como su suavidad. La economía
prosódica no es menos forastera del arte que la caligrafía
o la ortografía o la puntuación: certeza que los orígenes judiciales
de la retórica y los musicales del canto nos escondieron siempre.
La preferida equivocación de la literatura de hoy es el énfasis.
Palabras definitivas» p.(labras que postulan sabidurías divinas o
angélicas o resoluciones de una más que humana firmeza —único,
nunca, siempre, todo, perfección, acabado— son del comercio habitual
de todo escritor. No piensan que decir de más una cosa
es tan de inhábiles como no decirla del todo, y que la descuidada
generalización e intensificación es una pobreza y que así la siente
el lector. Sus imprudencias causan una depreciación del idioma.
Así ocurre en francés, cuya locución Je suis navré suele significar
No iré a tornar el té con ustedes, y cuyo ain\er ha sido rebajado a
gustar. Ese hábito hiperbólico del francés está en su lenguaje escrito
asimismo: Paul Valéry, héroe de la-lucidez que organiza,
traslada unos olvidables y olvidados renglones de Lafontaine y
asevera de ellos (contra alguien): ees plus beaux vers du monde
{Varíete, 84).   
Ahora quiero acordarme del porvenir y no del pasado. Ya se
practica la lectura en silencio, síntoma venturoso. Ya hay lector
DISCUSIÓN 204
callado de versos. I)r esa capacidad sigilosa a una escritura puramente
ideográfica —directa comunicación de experiencias, no de
sonidos— hay una distancia incansable, pero siempre menos dilatada
que el porvenir.
Releo estas negaciones y pienso: Ignoro si la música sabe desesperar
de la música y si el mármol del mármol, pero la literatura
es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido,
y encarnizarse con la propia virtud y enamorarse de la
propia disolución y cortejar su fin.
Fuente:
JORGE LUIS BORGES
OBRAS COMPLETAS
LA SUPERSTICIOSA ÉTICA DEL LECTOR.
EMECÉ EDITORES. AÑO: 1974.
BUENOS AIRES ARGENTINA.

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