Vera Caspary (1899 - 1987) fue una escritora americana muy conocida por sus novelas, relatos y guiones, aunque la traducción de su obra al español es muy escasa.
Recopilador y colaborador: Dr. Enrico Pugliatti.
VERA CASPARY
Más extraño
que la verdad
EMECÉ EDITORES S.A.
BUENOS AIRES
Vera Caspary, escritora de Illinois, es prodigiosamente versátil en su vida y en
su obra. Ha dirigido revistas policiales, ha enseñado a bailar por correspondencia,
ha ejercido el periodismo, ha vendido cremas faciales, desnatadoras y
empaquetadoras automáticas; novelas de Sax Rohmer, armonios y obras de
psicoanálisis; ha escrito numerosos libretos para el cinematógrafo y media docena
de novelas.
Una vida así no es, tal vez, la más adecuada para la tranquila concepción de la
obra artística. Vera Caspary, sin embargo, ha planeado y ejecutado tres novelas
admirables por su lúcida arquitectura y su estilo incisivo: Laura 1, Bedelia 2y Más
extraño que la verdad.
1 El Séptimo Círculo, Nº 7
2 El Séptimo Círculo, Nº 99
A
GEORGE SKLAR
el más severo de los amigos
y el mejor de los críticos
PRIMERA PARTE
LA HISTORIA
John Miles Ansell
“La realidad escondida se halla siempre en lucha
con su contorno. En su inquieto movimiento hacia
la luz, ocasiona conmoción y revolución en el
medio social, así como neurosis y enfermedad en
el individuo.”
Mi Vida es Verdad
NOBLE BARCLAY
EN SETIEMBRE, el capitán Riordan me contó la historia de Wilson. Estábamos
sentados detrás de una botella de whisky canadiense, en un bar de la Tercera
Avenida. Él bebió y yo pagué. Me pareció una buena inversión, ya que las historias
de Riordan eran siempre mejores cuando estaba achispado.
Yo había llegado a ser en ese tiempo director de Verdad y Crimen, y era lo
bastante nuevo como para creerme capaz de mejorar la revista. Verdad y Crimen
era una revista policial más, rellena con refrito de periódicos y viejos casos
policiales, y servida con títulos sensacionalistas y piadosos finales donde “el delito
nunca resulta buen negocio”. La historia de Wilson carecía de final, por lo que
decidí utilizarla como uno de los Misterios Indescifrados del mes.
En vez de encomendársela a un redactor, la escribí yo mismo. Aunque debía
utilizar la fórmula de Verdad y Crimen, tuve la impresión de haberla escrito como
para que un lector inteligente encontrara en ella algo más que un misterio habitual.
La consideraba un trozo de vida Americana, un comentario sobre una fase curiosa
de nuestra cultura nacional.
La mañana del jueves 22 de noviembre de 1945 me hallaba sentado en mi
oficina privada, en el Departamento Editorial de las Publicaciones “Verdad”, de
Barclay. Era mi primera oficina privada, y yo lo suficientemente novato como para
complacerme en ver sobre la puerta, en letras doradas, mi nombre y el título:
Director.
Esa mañana me sentía bueno. Virtuoso. Nuestro número de febrero debía
imprimirse ese día, y todos los artículos —excepto uno— habían sido enviados a la
imprenta por intermedio del Departamento de Producción. Los números de enero y
diciembre se habían impreso con mi autorización, pero estaban llenos de material
viejo, relatos ordenados por mi predecesor, que no me gustaban. El número de
febrero era obra mía, el primer número “enteramente Ansell”, y me sentía como un
orgulloso papá acostando a su primogénito.
Sonó el teléfono.
—Es el departamento de Producción —dijo la señorita Kaufman—. Desean
saber por qué no ha llegado todavía su Misterio Indescifrado.
Tomé el teléfono.
— ¿De qué se preocupan? —grité—. Lo tienen todo, menos el Misterio
Indescifrado; estoy esperando el conforme de un momento a otro.
Hubo un gruñido en la otra punta del hilo.
—No tengo la culpa —dije—. Hace tres semanas que envié ese artículo. Ahora
se halla en la oficina de Barclay, y creo que lo está usando como papel higiénico.
El gruñido, en la otra punta del hilo, se volvió amenazador.
—Mire usted —protesté—, ¿qué puedo hacer yo si el señor B. retiene los
trabajos? £1 es el patrón aquí, él manda, él sabe cuándo vamos a imprimir. Mire —
continué, mientras los gruñidos se hacían más ruidosos—, aquí está mi secretaria.
Acaba de llegar de la oficina de Barclay. ¿Qué le dijeron acerca del Misterio
Indescifrado, señorita Kaufman?
La señorita Kaufman, que no se había acercado a la oficina del señor Barclay,
se limitó a levantar sus espesas cejas.
—Buenas noticias —grité en el teléfono—. La secretaria del señor Barclay ha
dicho que él no tuvo tiempo hasta esta mañana, pero que ahora está acabando de
leerlo y que la trama lo enloquece. En seguida tendré su conformidad, y se lo
enviaré inmediatamente. ¿Qué le parece?
En ese instante entró un cadete y dejó caer en mi bandeja de entradas un sobre
adornado con franjas rojas, que significaban Urgente, y amarillas, que querían decir
Registrado para seguir curso.
— ¡Agárrese...! —dije, dirigiéndome a los gruñidos—. El texto está aquí. Se lo
mandaré inmediatamente.
La señorita Kaufman había abierto el sobre. Luego tomó el teléfono.
—El señor Ansell volverá a llamar dentro de unos minutos —comunicó.
Después me tendió el manuscrito. Adherida a su ángulo superior derecho había
una franja verde. Las franjas verdes significaban Rechazado.
— ¡Diablos! —exclamé—. No pueden rechazar esta historia.
—Pero lo han hecho —dijo la señorita Kaufman; y me tendió un memorándum
escrito a máquina, en papel azul. Decía así:
MEMORÁNDUM
De la oficina de: Edward Everett Munn
A: John Miles Ansell
Fecha: 11 2245
Ref: Ms 1028 VyC
De acuerdo con nuestra política editorial, no puede
admitirse la publicación de las páginas precedentes.
Las he leído, y he llamado la atención del señor Barclay
respecto de aquellas consideraciones susceptibles de
ofender a los lectores. Le sugeriría el material subsidiario
que se ha discutido en nuestras reuniones, los casos Dot
King o Elwell, que son más del dominio público y tienen
mayor interés. Espero que esto no implique una grave
alteración en su programa de publicaciones.
E. E. MUNN
Adjunto: Memorándum a N. B.
—Espero que esto no implique una grave alteración en su plan de
publicaciones... ¡Hijo de perra! —exclamé—. Lo estuvo reteniendo hasta el último
instante en su oficina, y ahora me deja en la estacada.
— ¿Qué va a hacer con el Misterio Indescifrado? —preguntó la señorita
Kaufman.
— ¡El caso Elwell! ¡Dot King! Como si todas las revistas policiales del país no
los hubieran reimpreso una docena de veces. Voy a decirle a Edward Everett
Munn...
—No grite así, señor Ansell. Puede oírle a usted toda la casa.
— ¿Qué me importa? Démosles algo para chismear a los paniaguados y a los
espías. Sé cuándo he logrado un buen cuento, y no pienso dejarlo sabotear por un
cretino que debiera estar recolectando basura...
—Por favor, señor Ansell.
—Sí, sí, ya sé que están escuchando. Espero que no haya recolectores de
basura por aquí cerca, porque no quiero insultar su oficio. Los recolectores de
basura son hombres buenos, honestos, eficientes, y estoy seguro de que nunca
admitirían en su gremio a E. E. Munn. ¿Sabe usted, señorita Kaufman, cuál es,
realmente, el misterio indescifrado? Cómo pudo Munn conseguir el empleo de
Director Supervisor, y cómo se las arregla para continuar desempeñándolo.
Resuelva eso, y se ganará el afecto de todos los que trabajan como esclavos en
esta fábrica.
Nuestras oficinas privadas sólo lo eran nominalmente. Se hallaban divididas
unas de otras, y separadas de la Oficina General, mediante tabiques de vidrio
escarchado que terminaba a sólo tres pies del techo. Afirmaban los empleados
leales que ésta era una medida higiénica, pues permitía la libre circulación del aire;
pero los cínicos preferían la hipótesis del espionaje. Los periodistas más antiguos
de Barclay formaban un grupo descontento.
—Antes de desahogarse respecto de lo que anda mal en los demás —observó
la señorita Kaufman—, es mejor que averigüe por qué rechazaron su precioso
relato.
Me tendió una copia al carbónico del memorándum que Edward Everett Munn le
había enviado al editor. Traté de leerlo, pero estaba furioso, y las líneas parecían
confundirse. Me saqué los anteojos y busqué a mi alrededor algo con qué frotarlos.
Como de costumbre, mi pañuelo había desaparecido. La señorita Kaufman
encontró un cuadrado de algodón rosado y me los limpió.
—Gracias —dije con aspereza.
—Léalo —ordenó mi secretaria.
MEMORÁNDUM
De la oficina de: Edward Everett Munn
A: Noble Barclay
Fecha; 112245
Ref: Ms. 1028 VyC
Para dejar constancia de nuestras objeciones
al precedente manuscrito —Misterio Indescifrado, feb.
46— expongo aquí las razones siguientes, por las que no
conviene la publicación del mismo:
1.Ignorancia del crimen. ¿Acaso no se ha decidido en
reunión, y en forma definitiva, que la principal
característica del Misterio Indescifrado, desde el punto de
vista de la venta, debe ser el conocimiento popular del
crimen en cuestión?
2. Tono satírico del artículo. La finalidad de las
Publicaciones “Verdad”, de Barclay, no es la de señalar
las ironías de la vida, ni asumir un tono
derogatorio hacia temas que nuestros lectores no ven con
el mismo criterio que los sofisticados. Esto no es el New
Yorker. Nuestros lectores son gente seria, hombres y
mujeres reflexivos.
3.Frívola actitud hacia las bebidas alcohólicas.
Los redactores debieran conocer muy bien nuestra
política en esa materia.
4.Burlonas observaciones respecto de las escuelas por
correspondencia. El redactor olvida, evidentemente, que
muchos de nuestros mejores amigos y más antiguos
anunciantes son respetables instituciones de esa clase. ¿No
resulta de mal gusto, así como financieramente erróneo,
criticar a un vasto sector de avisadores?
Teniendo en cuenta que lo que precede incluye varios
puntos de vista de crítica destructiva, hemos hecho al
redactor una advertencia constructiva en el adjunto
memorándum.
E. E. Munn
Adjunto: Memorándum a John Miles Ansell
Hice una pelota con el memorándum y lo arrojé al canasto.
La señorita Kaufman lo sacó.
—Para nuestros archivos —dijo.
— ¿Cree usted que voy a tomar en serio esa bazofia?
— ¿Qué puede hacer usted?
—Por una vez en la historia de las Publicaciones “Verdad”, señorita Kaufman,
un director va a luchar por su revista.
—Pero piense en su empleo, señor Ansell.
— ¿Cree que tengo miedo?
— ¿Y los cuarenta dólares semanales que envía usted a su madre? —preguntó
la señorita Kaufman. Luego sonrió, y añadió—: Es mejor que se peine, señor
Ansell. Y que se enderece la corbata.
Giré en redondo. La abracé. Estaba en esa edad ingrata, más allá de los
cuarenta, y sus senos hubieran sido fruta pasada en cualquier cosecha.
—Kaufman, viejita, eres superior. —La besé en plena boca.
—Nada de eso. Soy una respetable mujer casada.
Me peiné, me enderecé la corbata y me saqué los anteojos.
—Buena o mala, esa historia irá en el número de febrero. He de luchar hasta el
fin.
Me tendió el arrugado memorándum.
—Lléveselo. No confíe nunca en su memoria, por lo menos aquí. Bueno; que
tenga suerte, pequeño David.
—No se preocupe. Llevo mi honda conmigo.
Mientras atravesaba la oficina general, las mecanógrafas dejaron de escribir.
Todos los que me habían estado oyendo vociferar mi opinión sobre Munn se
quedaron mirando cuando abría su puerta. Mantuve derecha mi cabeza, saqué la
mandíbula, y me enderecé para parecer más alto. “Esta vez”, me dije, “Ansell
triunfa. Vuelve con su escudo o sobre su escudo. La gente siempre ha gustado de
ti, John Miles Ansell. Nunca has tenido que hablar francés ni tocar el piano; y todos
odian a Edward Everett Munn; es decir, todo el que es joven y sano, inteligente y
recto.”
—Buenos días, señor Ansell. ¿Quiere usted ver al señor Munn? —preguntó su
secretaria.
—No, querida, he venido a pedir tu mano ¿No querrías hacerme el hombre más
feliz de la tierra?
Los pálidos labios se contrajeron. La secretaria de Munn nunca se reía de mis
bromas. Era anémica y no muy inteligente. La gente decía que era prima tercera de
Barclay. El departamento editorial era un jardín de nepotismo. Los parientes pobres
florecían por todos lados.
—El señor Munn está ocupado en este momento. En seguida se desocupará.
¿No quiere usted sentarse?
No me complacía estar encerrado en un reducido espacio con aquel caso de
anemia perniciosa, y por lo tanto le pedí que me llamara cuando el señor Munn
estuviera pronto. Salí a vagar, procurando mostrarme lo más afable posible, ya que
todavía estaban sobre mí las miradas de la oficina general en pleno.
En lugar de regresar a mi propia oficina, deambulé por el linóleo, pasando frente
a las oficinas de Verdad y Salud y Verdad y Belleza. Me detuve ante la puerta que
decía Verdad y Amor. La puerta estaba abierta.
— ¡Eh, Anselll —resonó una voz áspera de mujer.
Me enderecé la corbata una vez más, me alisé el cabello y entré con
ostentación. El resultado fué un gasto inútil. El pequeño escritorio se hallaba vacío,
y Lola Manfred estaba sola, con los manuscritos.
Advirtió mis ojos interrogantes.
—Eleanor está abajo, en el Estudio —dijo Lola—. Siempre le encargo que haga
posar a los modelos, en esas apasionadas fotografías que tan plenamente prueban
que nuestros cuentos de amor son experiencias de la vida. ¿Qué he oído? ¿Qué
entras en la liza y desafías a ese bravucón de Munn?
—Las noticias andan rápido por aquí.
—Así es. —Lola se pasó las manos por el cabello, teñido del color de una
naranjita tangerina de Navidad. — De todos modos, ¿qué importa? ¿No eres capaz
de soportar un rechazo?
—Cuando era escritor ambulante, solía desayunarme con las galeradas
rechazadas.
—Y entonces, ¿qué fin se propone?
—No es por el rechazo —dije—. Es por el principio.
— ¿Qué principio?
—Se supone que soy un director —dije—. Al menos, eso es lo que me dijeron al
contratarme. Y justamente cuando he comenzado a poner en movimiento mi
habitual trabajo del mes, retienen un manuscrito por tres semanas y no me
comunican su rechazo hasta el día de mandarlo a la imprenta. ¿Qué te parece
eso?
—No sería la primera vez en la historia de este basurero —dijo Lola con aire
fatigado. Se balanceó en la silla giratoria, se inclinó y abrió el cajón inferior de su
escritorio. Su voz, que por lo general resonaba sobre los tabiques de vidrio
escarchado, se hizo suave. —Cierra la puerta.
— ¿Por qué?
Lola tenía manos delicadas, y resultaba inadecuado el movimiento de su pulgar
al menearlo en dirección a la puerta. La cerré. Mientras volvía al escritorio, advertí
con un estremecimiento que Lola había sacado una botella de leche del cajón
inferior. Me impresioné más que si la hubiera visto tomar una botella de whisky de
un escritorio de Noble Barclay. La reputación de Lola no era precisamente láctea.
Arrancó la tapa del papel, y empinó la botella contra su boca. Hizo una mueca,
como si la leche fuera tan desagradable que la bebía por prescripción médica. Al
tenderme la botella, observé que su largo trago no había escurrido la menor
partícula de crema.
Le tomé el olor.
Lola lanzó una carcajada.
— ¿No es ingenioso? Me la pintó uno de los chicos del Departamento de Arte.
Hasta colocó un poco de pintura amarilla en la parte superior, como si la crema se
hubiera levantado.
Le devolví la botella.
—Que no suceda en esta oficina —dije.
— ¿Eso también es un principio?
—Me gusta cumplir con mi trabajo. No se puede escribir bien ni tomar
resoluciones cuando se está embotado.
—Edgar Allan Poe bebía como un pez, y apuesto a que nunca le han publicado
sus historias en Verdad y Crimen.
—Puedo ascender sin necesidad de alcohol —dije.
— ¿Pero dónde está la ventaja? —preguntó Lola; y bebió otro trago.
Dejó la botella a un lado y se recostó hacia atrás en la silla giratoria, en tal
forma que temí que se diera vuelta.
—Ahora que me han vuelto las fuerzas —dijo—, me gustaría saber qué
principios te preparas a defender con tanta energía.
—Me contrataron para hacer un trabajo. Cuando por primera vez vine a hablarle
a Barclay del asunto, dijo que me necesitaba porque mi calidad era diferente. Dijo
que yo tenía un toque que no suele encontrarse entre escritores de novelas
policiales. Me deseaba para levantar la revista de su rutina actual, transformándola
en una revista mensual sobresaliente.
— ¿No estarás aludiendo, por casualidad, a Verdad y Crimen? —mofóse Lola.
—Oye —protesté—, hay cientos de medios de tratar una historia policial.
Después de todo, el crimen es un indicio del estado de nuestra civilización, como lo
son nuestras leyes o nuestros códigos morales. Después de todo, una historia
criminal tiene sentido social.
Lola suspiró.
—No pretendo alabarme —dije.
— ¿Qué edad tienes?
—Tendré veintiséis, en marzo.
— ¡Corderito!
Me desagrada que me protejan.
—No me hago ilusiones —dije—. No soy ingenuo. Sé qué clase de revistas
saca Barclay. Pero me contrataron para poner algo de pimienta en una publicación
achacosa, y, ¡diablos!, haré la prueba.
—El manuscrito que te rechazaron, ¿tiene algún sentido social?
—No en la forma en que se suele entender. Hay uno que otro comentario que
Munn considera satírico, pero si él y el señor Barclay insisten en ello los sacaré. Lo
que no parecen entender es que trato de brindar algo nuevo y nunca visto a
nuestros lectores.
— ¿Dónde reside lo nuevo y lo nunca visto?
—No se ha hecho en ninguna otra revista policial, o suplemento dominical, o
antología del crimen. Eso es lo malo de la mayoría de nuestro material: resulta
sobado e insípido para nuestros lectores. Son fanáticos de las novelas policiales;
probablemente, conocen todos los buenos crímenes.
— ¿Tan bueno es este asesinato?
—Nada fuera de lo común, excepto desde un punto de vista. La víctima. Era...
Lola bostezó. Mi tema la había aburrido.
— ¿Vale tanto la historia como para que pierdas el empleo?
— ¿Por qué no la lees? Ellos no ven cuál es mi punto de vista.
— ¡Buen Dios! —gritó—. Ya es bastante malo leer aquello que me pagan por
leer. Ante todo, ¿por qué tomaste este empleo, Ansell? ¿Para introducir un sentido
social en Verdad y Crimen, o para conseguir cien dólares semanales?
—Ciento veinticinco —me jacté.
—La mayoría de los escritores mercenarios de por aquí considerarían que ese
principio basta para cualquier cosa.
—No soy tan cínico como para creer que no se puede vivir decentemente y ser
fiel a sus principios, al mismo tiempo.
—Si pretendes poner en tus historias un sentido social, mejor sería que te
fueras de aquí y trabajaras para “Las Nuevas Masas”. Si es por el principio, el lugar
que te corresponde es una buhardilla donde puedas morirte confortablemente de
hambre. Pero antes de renunciar a esos ciento veinticinco morlacos y a un empleo
donde puedes sacar con una mano una revista, y con la otra empinar el codo,
mejor es que aprendas la diferencia entre un principio y el deseo de salirte con la
tuya.
El beber de Lola, pensé, estaba en relación directa con el cinismo con el cual se
había acercado a su puesto. No era que la culpara por encontrar desabrida Verdad
y Amor. Lola Manfred había escrito en cierta época algunas buenas poesías.
Puso su mano suavemente sobre la manga de mi saco.
— ¿Estás seguro de saber para qué estás luchando?
—No quiero que me lleven por delante.
—Espero que, cuando estés temblando en tu buhardilla, ese principio te hará
entrar en calor.
—Pero piensa que si les permito sentar ahora un precedente, ¿qué autoridad
puedo esperar en el futuro?
— ¿Importa algo?
— ¡Importa! —exclamé.
Se sonó delicadamente la nariz en un pañuelo manchado.
— ¿Qué te hace tan distinto, don Quijote, de tus compañeros de prisión, en este
calabozo humeante? — ¿Por qué puedes gozar el lujo de hacer tu propia voluntad,
mientras el resto de nosotros hace diarias reverencias a Munn y besa la noble
mano de Barclay?
—Nunca advertí que transigieras con esos ritos, Lola.
—No necesito hacerlo. No me pueden despedir. Sucede que sé dónde está
enterrado el cadáver.
—Quizá sea mejor que yo mismo encuentre un cadáver.
—No sería difícil. Debe de haber bastantes pudriéndose en las criptas.
La puerta se había abierto suavemente. Alguien estaba parado detrás de mi
silla. Me di vuelta esperanzado, pero no era Eleanor. Había entrado la secretaria de
Munn. Sonrió desdeñosamente y dijo:
—Ahora lo verá, señor Ansell.
Salí. Mientras sostenía la puerta para que saliera la secretaria de Munn, Lola
me arrojó un beso.
—Vuelve cuando termines y te consolaré. —Agitó su pulgar hacia el cajón
inferior e hizo un guiño.
—Pase, pase —dijo Munn jovialmente—. Siéntese, ¿quiere? ¿Está cómodo
allí? Déjeme bajar la persiana. Estoy seguro de que no desea que la luz le dé en
los ojos.
Ése era Munn, resbaladizo y untuoso. La sonrisa era demasiado rápida, la voz
demasiado afable. Se quería a sí mismo, era un triunfador, un secretario que se
había convertido en un gran jefe. Tenía boca de clown, roja como colorete y que se
arqueaba como la luna creciente. Al reír, los músculos de sus mejillas permanecían
siempre inmóviles. Era como si su boca tuviera vida propia, independiente de su
cara. Su pelo había raleado. Un pico descendía hacia su frente, pero escaseaba a
los costados. Tenía cejas angulosas, y ojos angostos, intranquilos. Su escritorio
estaba limpio, el papel secante inmaculado, y todos sus papeles archivados en uno
de esos cartapacios de cuero llamados “Organizador del trabajo”. De la pared
pendían numerosas fotografías, afectuosamente autografiadas por Noble Barclay.
Me ofreció un cigarrillo.
—No fumo turcos —le dije, y saqué el mío. Se me aproximó para
encendérmelo. Esperé que iniciara la conversación.
Después de un rato, dijo:
— ¿Quería verme para algo, Ansell?
—Demasiado sabe de qué he venido a hablarle. —Blandí el arrugado
memorándum. — Entiendo que debíamos entrar hoy a imprenta.
Asintió con la cabeza.
—Ya he advertido, Ansell, que siempre espera hasta último momento para
entregar una historia importante.
— ¿Espero? Mire, Munn, esa historia fué retenida en su oficina cerca de tres
semanas. Fíjese en la fecha sobre el manuscrito. Aquí usted está sobre nosotros,
usted es el Director Supervisor y el Gerente General. ¿Por qué retuvo la historia
hasta el día de entrar en imprenta, para luego rechazarla con un memorándum
pueril? Por una vez en su vida, Munn, alguien le pide razones.
Munn contempló los anillos de humo que se amontonaban hacia el techo.
—No entiendo su queja, Ansell. La mayoría de nuestros directores considera
que la organización funciona con eficiencia.
— ¡Diablos! —barboté—. No me pueden hacer eso. Usted sabe que no puedo
dejar pronta la revista sin un Misterio Indescifrado.
— ¿No tiene otro original que lo sustituya?
—Ya se han hecho las ilustraciones. Los clisés están todos listos.
—Podemos conseguir grabados, durante la noche. ¿No tiene ningún otro
Misterio Indescifrado, Ansell?
Pegué un brinco. Me paré delante de él. Golpeé con ambos puños sobre su
escritorio.
—No hay nada malo en esa historia. ¿Por qué diablos la están saboteando?
Movió la cabeza en dirección al arrugado memorándum.
—Usted conoce mis objeciones.
—No estoy absolutamente de acuerdo con usted, señor Munn.
—Lo siento, Ansell.
Fuera, en la Oficina General, las dactilógrafas volvían a tamborilear. Sentí risas
a mi izquierda, que era la dirección de la Oficina de Verdad y Amor, y me pregunté
si Eleanor habría vuelto del Estudio, y qué le había dicho Lola. ¿También Eleanor
me creería un solemne joven idiota, o admiraría a un hombre que lucha por sus
derechos?
—Mire —le dije a Munn en un moderado tono de conversación—, no quiero
empecinarme en este asunto. Tiene razón respecto de esas fruslerías sobre las
escuelas por correspondencia. No tengo ilusiones acerca de la finalidad de nuestra
revista.
—Nuestro propósito, Ansell, es diseminar la verdad en una forma que interese
al gusto popular.
—Sí, por supuesto, señor Munn. Pero la publicidad...
—La publicidad nos ayuda a financiar nuestros periódicos, señor Ansell. Sin
ella, nos veríamos obligados a operar en una escala mucho más reducida, y no
podríamos llevar nuestro mensaje a tanta gente.
—Lo entiendo. Y estoy dispuesto a borrar todas esas tonterías acerca de las
escuelas por correspondencia. Diré simplemente que ese curso en especial era
una superchería, y que no podría compararse con las acreditadas instituciones
educacionales que hacen su publicidad en nuestras incorruptibles publicaciones.
Inmediatamente advertí mi error. Cualquier clase de agudeza contrariaba a
Munn. Era literal en un cien por ciento, y cualquier observación que implicara una
irreverencia hacia Noble Barclay o las Publicaciones ‘‘Verdad’’ la consideraba una
afrenta personal.
Me apresuré a disimularla.
—Mire señor Munn. En cuanto a la bebida, no tenemos ningún fundamento.
¿Cómo sostener en nuestras columnas editoriales que la bebida no existe, cuando
tres de nuestras revistas anuncian vinos?
—Creo que no estuvo usted en la reunión en la que discutimos el punto.
—No me perdí el artículo que salió en Verdad y Salud, y que decía que el vino,
tomado en cantidad moderada durante las comidas, es un alimento vitamínico y
nos proporciona un antídoto contra el deseo vehemente de una bebida más fuerte.
Y en el número siguiente de Verdad, entiendo...
—No sabía que conociera tanto el contenido de nuestras otras publicaciones.
—Un cambio tan drástico en nuestra política no puede pasar inadvertido. Mire,
señor Munn...
—Mire, Ansell. Me asombra que usted, un escritor profesional, abuse en esa
forma del idioma inglés. Me pide que mire, ¿qué debo mirar? ¿No será que quiere
usted emplear el verbo oír?
Me estaba volviendo loco. No puede discutirse con Munn. Siempre era igual; se
disparaba del camino principal para tomar las de Villadiego por alguna callejuela
oscura.
—Oiga, si eso es lo que prefiere, sólo diré que había licor en la copa de la
víctima. No diré qué clase de licor.
— ¿Considera usted que eso casa bien con nuestra política de estricta verdad
en cada detalle?
—Eliminaré de la historia toda referencia a la bebida. De todos modos, nada
tiene que ver con el asesinato. ¿Le parece bien?
Aplastó el cigarrillo, revolvió la colilla contra el hueco del cenicero hasta vaciar
el papel. Arrolló el papel hasta formar una bolita, la arrojó al canasto, y vació las
cenizas en un disimulado recipiente de estaño.
—Me desagrada el olor a tabaco rancio —dijo, y se enjugó las manos en un
pañuelo de papel que había sacado del cajón de su escritorio. Luego arrojó el
pañuelo al canasto.
—Hablábamos del manuscrito —le recordé—. El Misterio Indescifrado, el
asesinato de Warren G. Wilson. ¿Recuerda?
—Hemos terminado de hablar sobre el asunto.
—Yo no.
En ese momento debí renunciar. Supe que Lola había estado en lo cierto. No
era por el principio por lo que estaba luchando, era por la autoridad. Igual seguí
luchando.
—Los compromisos no sirven, Ansell. ¿Necesito recordarle que está perdiendo
el tiempo? La historia ha sido rechazada. Definitivamente.
Se hizo un largo silencio. Me había despedido, y esperaba gozar el espectáculo
de mi retirada. Me mantuve derecho. ¿Quién era él, Edward Everett Munn, para
echarme? Por un momento yo había dudado, había estado dispuesto a declarar un
empate.
—Mire, Munn —dije, y cuando frunció el entrecejo no me molesté en sustituir el
verbo—; le he ofrecido sacar de la historia todo lo que a usted no le parece
conveniente. Aun sin el comentario que, según entiendo, le da calidad, estaremos
brindando algo nuevo a nuestros lectores. Haré los cortes en seguida y le enviaré
el manuscrito a la hora del almuerzo. Si usted lo conforma en seguida, puedo
mandarlo a la imprenta esta tarde.
— ¿Y si rehuso?
—Lo enviaré de todos modos. En mi calidad de director, asumo la
responsabilidad.
Se levantó. Sentado, parecía insignificante a causa de que su cabeza era
pequeña y sus espaldas angostas; pero cuando se ponía de pie sobre sus piernas
increíblemente largas, parecía un muchachón en zancos.
—Muy bien, sólo nos queda hacer una cosa. Lo discutiremos con el señor
Barclay.
Levantó el micrófono de su teléfono interno.
—Es el señor Munn —dijo al aparato—. Muy importante.
Una voz de mujer chilló a través de la caja. Esperamos algunos segundos y la
voz femenina chilló de nuevo.
—Ahora mismo nos verá —dijo Munn, sonriendo porque el patrón no lo había
hecho esperar.
Ninguna dactilógrafa cesó su tamborileo mientras Munn y yo caminábamos por
la Oficina General. No hubo ni un solo segundo de pausa en el ritmo de las
máquinas. La disciplina nunca decaía cuando Munn estaba en la oficina.
Iba delante: el pastor conduciendo al cordero al matadero, el guardián llevando
al reo hacia el patíbulo. Se detuvo ante la puerta de la oficina de Barclay, y se
inclinó para susurrar algo. Su aliento olía a dentífrico mentolado.
— ¿Se le ha ocurrido en algún momento, Ansell, que su obstinación pudiera
conducirlo al desastre?
Ciertamente, se me había ocurrido, pero el desastre en el que pensaba era la
pérdida de un buen empleo, no el horror y la tragedia que sobrevinieron porque
decidí colocar mi Misterio Indescifrado en el número de febrero.
En ese momento no pensaba que la historia de Wilson fuera nada
extraordinario. El asesinato no era particularmente excitante. Lo que me interesaba
era el escenario de la víctima, hasta donde se lo conocía. No tenía ninguna otra
razón para escribir la historia, registrarla para el número de febrero y enviársela a
Noble Barclay para la aprobación.
Tengo una copia del manuscrito en mi archivo, y puesto que es el eje de una
historia mucho más extraña aún, aquí la incluyo tal como la escribí y la presenté, el
5 de noviembre, al Departamento de Lectura, al Director Supervisor y a Barclay.
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