sábado, 17 de agosto de 2024

VERA CASPARY Más extraño que la verdad FRAGMENTO

 



Vera Caspary (1899 - 1987) fue una escritora americana muy conocida por sus novelas, relatos y guiones, aunque la traducción de su obra al español es muy escasa.


Su novela más conocida es `Laura` (1941) que fue adaptada al cine con gran éxito por Otto Preminger en 1943.

Caspary destacó en sus historias de misterio en las que el papel de la mujer acentuaba frente al resto de sus contemporáneos. Caspary fue miembro del partido comunista durante algunos años, por lo que su nombre se incluyó en la `lista gris` de artistas durante la caza de brujas de los años 50.

Recopilador y colaborador: Dr. Enrico Pugliatti.

VERA CASPARY

Más extraño

que la verdad

EMECÉ EDITORES S.A.

BUENOS AIRES

Vera Caspary, escritora de Illinois, es prodigiosamente versátil en su vida y en

su obra. Ha dirigido revistas policiales, ha enseñado a bailar por correspondencia,

ha ejercido el periodismo, ha vendido cremas faciales, desnatadoras y

empaquetadoras automáticas; novelas de Sax Rohmer, armonios y obras de

psicoanálisis; ha escrito numerosos libretos para el cinematógrafo y media docena

de novelas.

Una vida así no es, tal vez, la más adecuada para la tranquila concepción de la

obra artística. Vera Caspary, sin embargo, ha planeado y ejecutado tres novelas

admirables por su lúcida arquitectura y su estilo incisivo: Laura 1, Bedelia 2y Más

extraño que la verdad.

1 El Séptimo Círculo, Nº 7

2 El Séptimo Círculo, Nº 99

A

GEORGE SKLAR

el más severo de los amigos

y el mejor de los críticos

PRIMERA PARTE

LA HISTORIA

John Miles Ansell

“La realidad escondida se halla siempre en lucha

con su contorno. En su inquieto movimiento hacia

la luz, ocasiona conmoción y revolución en el

medio social, así como neurosis y enfermedad en

el individuo.”

Mi Vida es Verdad

NOBLE BARCLAY

EN SETIEMBRE, el capitán Riordan me contó la historia de Wilson. Estábamos

sentados detrás de una botella de whisky canadiense, en un bar de la Tercera

Avenida. Él bebió y yo pagué. Me pareció una buena inversión, ya que las historias

de Riordan eran siempre mejores cuando estaba achispado.

Yo había llegado a ser en ese tiempo director de Verdad y Crimen, y era lo

bastante nuevo como para creerme capaz de mejorar la revista. Verdad y Crimen

era una revista policial más, rellena con refrito de periódicos y viejos casos

policiales, y servida con títulos sensacionalistas y piadosos finales donde “el delito

nunca resulta buen negocio”. La historia de Wilson carecía de final, por lo que

decidí utilizarla como uno de los Misterios Indescifrados del mes.

En vez de encomendársela a un redactor, la escribí yo mismo. Aunque debía

utilizar la fórmula de Verdad y Crimen, tuve la impresión de haberla escrito como

para que un lector inteligente encontrara en ella algo más que un misterio habitual.

La consideraba un trozo de vida Americana, un comentario sobre una fase curiosa

de nuestra cultura nacional.

La mañana del jueves 22 de noviembre de 1945 me hallaba sentado en mi

oficina privada, en el Departamento Editorial de las Publicaciones “Verdad”, de

Barclay. Era mi primera oficina privada, y yo lo suficientemente novato como para

complacerme en ver sobre la puerta, en letras doradas, mi nombre y el título:

Director.

Esa mañana me sentía bueno. Virtuoso. Nuestro número de febrero debía

imprimirse ese día, y todos los artículos —excepto uno— habían sido enviados a la

imprenta por intermedio del Departamento de Producción. Los números de enero y

diciembre se habían impreso con mi autorización, pero estaban llenos de material

viejo, relatos ordenados por mi predecesor, que no me gustaban. El número de

febrero era obra mía, el primer número “enteramente Ansell”, y me sentía como un

orgulloso papá acostando a su primogénito.

Sonó el teléfono.

—Es el departamento de Producción —dijo la señorita Kaufman—. Desean

saber por qué no ha llegado todavía su Misterio Indescifrado.

Tomé el teléfono.

— ¿De qué se preocupan? —grité—. Lo tienen todo, menos el Misterio

Indescifrado; estoy esperando el conforme de un momento a otro.

Hubo un gruñido en la otra punta del hilo.

—No tengo la culpa —dije—. Hace tres semanas que envié ese artículo. Ahora

se halla en la oficina de Barclay, y creo que lo está usando como papel higiénico.

El gruñido, en la otra punta del hilo, se volvió amenazador.

—Mire usted —protesté—, ¿qué puedo hacer yo si el señor B. retiene los

trabajos? £1 es el patrón aquí, él manda, él sabe cuándo vamos a imprimir. Mire —

continué, mientras los gruñidos se hacían más ruidosos—, aquí está mi secretaria.

Acaba de llegar de la oficina de Barclay. ¿Qué le dijeron acerca del Misterio

Indescifrado, señorita Kaufman?

La señorita Kaufman, que no se había acercado a la oficina del señor Barclay,

se limitó a levantar sus espesas cejas.

—Buenas noticias —grité en el teléfono—. La secretaria del señor Barclay ha

dicho que él no tuvo tiempo hasta esta mañana, pero que ahora está acabando de

leerlo y que la trama lo enloquece. En seguida tendré su conformidad, y se lo

enviaré inmediatamente. ¿Qué le parece?

En ese instante entró un cadete y dejó caer en mi bandeja de entradas un sobre

adornado con franjas rojas, que significaban Urgente, y amarillas, que querían decir

Registrado para seguir curso.

— ¡Agárrese...! —dije, dirigiéndome a los gruñidos—. El texto está aquí. Se lo

mandaré inmediatamente.

La señorita Kaufman había abierto el sobre. Luego tomó el teléfono.

—El señor Ansell volverá a llamar dentro de unos minutos —comunicó.

Después me tendió el manuscrito. Adherida a su ángulo superior derecho había

una franja verde. Las franjas verdes significaban Rechazado.

— ¡Diablos! —exclamé—. No pueden rechazar esta historia.

—Pero lo han hecho —dijo la señorita Kaufman; y me tendió un memorándum

escrito a máquina, en papel azul. Decía así:

MEMORÁNDUM

De la oficina de: Edward Everett Munn

A: John Miles Ansell

Fecha: 11 2245

Ref: Ms 1028 VyC

De acuerdo con nuestra política editorial, no puede

admitirse la publicación de las páginas precedentes.

Las he leído, y he llamado la atención del señor Barclay

respecto de aquellas consideraciones susceptibles de

ofender a los lectores. Le sugeriría el material subsidiario

que se ha discutido en nuestras reuniones, los casos Dot

King o Elwell, que son más del dominio público y tienen

mayor interés. Espero que esto no implique una grave

alteración en su programa de publicaciones.

E. E. MUNN

Adjunto: Memorándum a N. B.

—Espero que esto no implique una grave alteración en su plan de

publicaciones... ¡Hijo de perra! —exclamé—. Lo estuvo reteniendo hasta el último

instante en su oficina, y ahora me deja en la estacada.

— ¿Qué va a hacer con el Misterio Indescifrado? —preguntó la señorita

Kaufman.

— ¡El caso Elwell! ¡Dot King! Como si todas las revistas policiales del país no

los hubieran reimpreso una docena de veces. Voy a decirle a Edward Everett

Munn...

—No grite así, señor Ansell. Puede oírle a usted toda la casa.

— ¿Qué me importa? Démosles algo para chismear a los paniaguados y a los

espías. Sé cuándo he logrado un buen cuento, y no pienso dejarlo sabotear por un

cretino que debiera estar recolectando basura...

—Por favor, señor Ansell.

—Sí, sí, ya sé que están escuchando. Espero que no haya recolectores de

basura por aquí cerca, porque no quiero insultar su oficio. Los recolectores de

basura son hombres buenos, honestos, eficientes, y estoy seguro de que nunca

admitirían en su gremio a E. E. Munn. ¿Sabe usted, señorita Kaufman, cuál es,

realmente, el misterio indescifrado? Cómo pudo Munn conseguir el empleo de

Director Supervisor, y cómo se las arregla para continuar desempeñándolo.

Resuelva eso, y se ganará el afecto de todos los que trabajan como esclavos en

esta fábrica.

Nuestras oficinas privadas sólo lo eran nominalmente. Se hallaban divididas

unas de otras, y separadas de la Oficina General, mediante tabiques de vidrio

escarchado que terminaba a sólo tres pies del techo. Afirmaban los empleados

leales que ésta era una medida higiénica, pues permitía la libre circulación del aire;

pero los cínicos preferían la hipótesis del espionaje. Los periodistas más antiguos

de Barclay formaban un grupo descontento.

—Antes de desahogarse respecto de lo que anda mal en los demás —observó

la señorita Kaufman—, es mejor que averigüe por qué rechazaron su precioso

relato.

Me tendió una copia al carbónico del memorándum que Edward Everett Munn le

había enviado al editor. Traté de leerlo, pero estaba furioso, y las líneas parecían

confundirse. Me saqué los anteojos y busqué a mi alrededor algo con qué frotarlos.

Como de costumbre, mi pañuelo había desaparecido. La señorita Kaufman

encontró un cuadrado de algodón rosado y me los limpió.

—Gracias —dije con aspereza.

—Léalo —ordenó mi secretaria.

MEMORÁNDUM

De la oficina de: Edward Everett Munn

A: Noble Barclay

Fecha; 112245

Ref: Ms. 1028 VyC

Para dejar constancia de nuestras objeciones

al precedente manuscrito —Misterio Indescifrado, feb.

46— expongo aquí las razones siguientes, por las que no

conviene la publicación del mismo:

1.Ignorancia del crimen. ¿Acaso no se ha decidido en

reunión, y en forma definitiva, que la principal

característica del Misterio Indescifrado, desde el punto de

vista de la venta, debe ser el conocimiento popular del

crimen en cuestión?

2. Tono satírico del artículo. La finalidad de las

Publicaciones “Verdad”, de Barclay, no es la de señalar

las ironías de la vida, ni asumir un tono

derogatorio hacia temas que nuestros lectores no ven con

el mismo criterio que los sofisticados. Esto no es el New

Yorker. Nuestros lectores son gente seria, hombres y

mujeres reflexivos.

3.Frívola actitud hacia las bebidas alcohólicas.

Los redactores debieran conocer muy bien nuestra

política en esa materia.

4.Burlonas observaciones respecto de las escuelas por

correspondencia. El redactor olvida, evidentemente, que

muchos de nuestros mejores amigos y más antiguos

anunciantes son respetables instituciones de esa clase. ¿No

resulta de mal gusto, así como financieramente erróneo,

criticar a un vasto sector de avisadores?

Teniendo en cuenta que lo que precede incluye varios

puntos de vista de crítica destructiva, hemos hecho al

redactor una advertencia constructiva en el adjunto

memorándum.

E. E. Munn

Adjunto: Memorándum a John Miles Ansell

Hice una pelota con el memorándum y lo arrojé al canasto.

La señorita Kaufman lo sacó.

—Para nuestros archivos —dijo.

— ¿Cree usted que voy a tomar en serio esa bazofia?

— ¿Qué puede hacer usted?

—Por una vez en la historia de las Publicaciones “Verdad”, señorita Kaufman,

un director va a luchar por su revista.

—Pero piense en su empleo, señor Ansell.

— ¿Cree que tengo miedo?

— ¿Y los cuarenta dólares semanales que envía usted a su madre? —preguntó

la señorita Kaufman. Luego sonrió, y añadió—: Es mejor que se peine, señor

Ansell. Y que se enderece la corbata.

Giré en redondo. La abracé. Estaba en esa edad ingrata, más allá de los

cuarenta, y sus senos hubieran sido fruta pasada en cualquier cosecha.

—Kaufman, viejita, eres superior. —La besé en plena boca.

—Nada de eso. Soy una respetable mujer casada.

Me peiné, me enderecé la corbata y me saqué los anteojos.

—Buena o mala, esa historia irá en el número de febrero. He de luchar hasta el

fin.

Me tendió el arrugado memorándum.

—Lléveselo. No confíe nunca en su memoria, por lo menos aquí. Bueno; que

tenga suerte, pequeño David.

—No se preocupe. Llevo mi honda conmigo.

Mientras atravesaba la oficina general, las mecanógrafas dejaron de escribir.

Todos los que me habían estado oyendo vociferar mi opinión sobre Munn se

quedaron mirando cuando abría su puerta. Mantuve derecha mi cabeza, saqué la

mandíbula, y me enderecé para parecer más alto. “Esta vez”, me dije, “Ansell

triunfa. Vuelve con su escudo o sobre su escudo. La gente siempre ha gustado de

ti, John Miles Ansell. Nunca has tenido que hablar francés ni tocar el piano; y todos

odian a Edward Everett Munn; es decir, todo el que es joven y sano, inteligente y

recto.”

—Buenos días, señor Ansell. ¿Quiere usted ver al señor Munn? —preguntó su

secretaria.

—No, querida, he venido a pedir tu mano ¿No querrías hacerme el hombre más

feliz de la tierra?

Los pálidos labios se contrajeron. La secretaria de Munn nunca se reía de mis

bromas. Era anémica y no muy inteligente. La gente decía que era prima tercera de

Barclay. El departamento editorial era un jardín de nepotismo. Los parientes pobres

florecían por todos lados.

—El señor Munn está ocupado en este momento. En seguida se desocupará.

¿No quiere usted sentarse?

No me complacía estar encerrado en un reducido espacio con aquel caso de

anemia perniciosa, y por lo tanto le pedí que me llamara cuando el señor Munn

estuviera pronto. Salí a vagar, procurando mostrarme lo más afable posible, ya que

todavía estaban sobre mí las miradas de la oficina general en pleno.

En lugar de regresar a mi propia oficina, deambulé por el linóleo, pasando frente

a las oficinas de Verdad y Salud y Verdad y Belleza. Me detuve ante la puerta que

decía Verdad y Amor. La puerta estaba abierta.

— ¡Eh, Anselll —resonó una voz áspera de mujer.

Me enderecé la corbata una vez más, me alisé el cabello y entré con

ostentación. El resultado fué un gasto inútil. El pequeño escritorio se hallaba vacío,

y Lola Manfred estaba sola, con los manuscritos.

Advirtió mis ojos interrogantes.

—Eleanor está abajo, en el Estudio —dijo Lola—. Siempre le encargo que haga

posar a los modelos, en esas apasionadas fotografías que tan plenamente prueban

que nuestros cuentos de amor son experiencias de la vida. ¿Qué he oído? ¿Qué

entras en la liza y desafías a ese bravucón de Munn?

—Las noticias andan rápido por aquí.

—Así es. —Lola se pasó las manos por el cabello, teñido del color de una

naranjita tangerina de Navidad. — De todos modos, ¿qué importa? ¿No eres capaz

de soportar un rechazo?

—Cuando era escritor ambulante, solía desayunarme con las galeradas

rechazadas.

—Y entonces, ¿qué fin se propone?

—No es por el rechazo —dije—. Es por el principio.

— ¿Qué principio?

—Se supone que soy un director —dije—. Al menos, eso es lo que me dijeron al

contratarme. Y justamente cuando he comenzado a poner en movimiento mi

habitual trabajo del mes, retienen un manuscrito por tres semanas y no me

comunican su rechazo hasta el día de mandarlo a la imprenta. ¿Qué te parece

eso?

—No sería la primera vez en la historia de este basurero —dijo Lola con aire

fatigado. Se balanceó en la silla giratoria, se inclinó y abrió el cajón inferior de su

escritorio. Su voz, que por lo general resonaba sobre los tabiques de vidrio

escarchado, se hizo suave. —Cierra la puerta.

— ¿Por qué?

Lola tenía manos delicadas, y resultaba inadecuado el movimiento de su pulgar

al menearlo en dirección a la puerta. La cerré. Mientras volvía al escritorio, advertí

con un estremecimiento que Lola había sacado una botella de leche del cajón

inferior. Me impresioné más que si la hubiera visto tomar una botella de whisky de

un escritorio de Noble Barclay. La reputación de Lola no era precisamente láctea.

Arrancó la tapa del papel, y empinó la botella contra su boca. Hizo una mueca,

como si la leche fuera tan desagradable que la bebía por prescripción médica. Al

tenderme la botella, observé que su largo trago no había escurrido la menor

partícula de crema.

Le tomé el olor.

Lola lanzó una carcajada.

— ¿No es ingenioso? Me la pintó uno de los chicos del Departamento de Arte.

Hasta colocó un poco de pintura amarilla en la parte superior, como si la crema se

hubiera levantado.

Le devolví la botella.

—Que no suceda en esta oficina —dije.

— ¿Eso también es un principio?

—Me gusta cumplir con mi trabajo. No se puede escribir bien ni tomar

resoluciones cuando se está embotado.

—Edgar Allan Poe bebía como un pez, y apuesto a que nunca le han publicado

sus historias en Verdad y Crimen.

—Puedo ascender sin necesidad de alcohol —dije.

— ¿Pero dónde está la ventaja? —preguntó Lola; y bebió otro trago.

Dejó la botella a un lado y se recostó hacia atrás en la silla giratoria, en tal

forma que temí que se diera vuelta.

—Ahora que me han vuelto las fuerzas —dijo—, me gustaría saber qué

principios te preparas a defender con tanta energía.

—Me contrataron para hacer un trabajo. Cuando por primera vez vine a hablarle

a Barclay del asunto, dijo que me necesitaba porque mi calidad era diferente. Dijo

que yo tenía un toque que no suele encontrarse entre escritores de novelas

policiales. Me deseaba para levantar la revista de su rutina actual, transformándola

en una revista mensual sobresaliente.

— ¿No estarás aludiendo, por casualidad, a Verdad y Crimen? —mofóse Lola.

—Oye —protesté—, hay cientos de medios de tratar una historia policial.

Después de todo, el crimen es un indicio del estado de nuestra civilización, como lo

son nuestras leyes o nuestros códigos morales. Después de todo, una historia

criminal tiene sentido social.

Lola suspiró.

—No pretendo alabarme —dije.

— ¿Qué edad tienes?

—Tendré veintiséis, en marzo.

— ¡Corderito!

Me desagrada que me protejan.

—No me hago ilusiones —dije—. No soy ingenuo. Sé qué clase de revistas

saca Barclay. Pero me contrataron para poner algo de pimienta en una publicación

achacosa, y, ¡diablos!, haré la prueba.

—El manuscrito que te rechazaron, ¿tiene algún sentido social?

—No en la forma en que se suele entender. Hay uno que otro comentario que

Munn considera satírico, pero si él y el señor Barclay insisten en ello los sacaré. Lo

que no parecen entender es que trato de brindar algo nuevo y nunca visto a

nuestros lectores.

— ¿Dónde reside lo nuevo y lo nunca visto?

—No se ha hecho en ninguna otra revista policial, o suplemento dominical, o

antología del crimen. Eso es lo malo de la mayoría de nuestro material: resulta

sobado e insípido para nuestros lectores. Son fanáticos de las novelas policiales;

probablemente, conocen todos los buenos crímenes.

— ¿Tan bueno es este asesinato?

—Nada fuera de lo común, excepto desde un punto de vista. La víctima. Era...

Lola bostezó. Mi tema la había aburrido.

— ¿Vale tanto la historia como para que pierdas el empleo?

— ¿Por qué no la lees? Ellos no ven cuál es mi punto de vista.

— ¡Buen Dios! —gritó—. Ya es bastante malo leer aquello que me pagan por

leer. Ante todo, ¿por qué tomaste este empleo, Ansell? ¿Para introducir un sentido

social en Verdad y Crimen, o para conseguir cien dólares semanales?

—Ciento veinticinco —me jacté.

—La mayoría de los escritores mercenarios de por aquí considerarían que ese

principio basta para cualquier cosa.

—No soy tan cínico como para creer que no se puede vivir decentemente y ser

fiel a sus principios, al mismo tiempo.

—Si pretendes poner en tus historias un sentido social, mejor sería que te

fueras de aquí y trabajaras para “Las Nuevas Masas”. Si es por el principio, el lugar

que te corresponde es una buhardilla donde puedas morirte confortablemente de

hambre. Pero antes de renunciar a esos ciento veinticinco morlacos y a un empleo

donde puedes sacar con una mano una revista, y con la otra empinar el codo,

mejor es que aprendas la diferencia entre un principio y el deseo de salirte con la

tuya.

El beber de Lola, pensé, estaba en relación directa con el cinismo con el cual se

había acercado a su puesto. No era que la culpara por encontrar desabrida Verdad

y Amor. Lola Manfred había escrito en cierta época algunas buenas poesías.

Puso su mano suavemente sobre la manga de mi saco.

— ¿Estás seguro de saber para qué estás luchando?

—No quiero que me lleven por delante.

—Espero que, cuando estés temblando en tu buhardilla, ese principio te hará

entrar en calor.

—Pero piensa que si les permito sentar ahora un precedente, ¿qué autoridad

puedo esperar en el futuro?

— ¿Importa algo?

— ¡Importa! —exclamé.

Se sonó delicadamente la nariz en un pañuelo manchado.

— ¿Qué te hace tan distinto, don Quijote, de tus compañeros de prisión, en este

calabozo humeante? — ¿Por qué puedes gozar el lujo de hacer tu propia voluntad,

mientras el resto de nosotros hace diarias reverencias a Munn y besa la noble

mano de Barclay?

—Nunca advertí que transigieras con esos ritos, Lola.

—No necesito hacerlo. No me pueden despedir. Sucede que sé dónde está

enterrado el cadáver.

—Quizá sea mejor que yo mismo encuentre un cadáver.

—No sería difícil. Debe de haber bastantes pudriéndose en las criptas.

La puerta se había abierto suavemente. Alguien estaba parado detrás de mi

silla. Me di vuelta esperanzado, pero no era Eleanor. Había entrado la secretaria de

Munn. Sonrió desdeñosamente y dijo:

—Ahora lo verá, señor Ansell.

Salí. Mientras sostenía la puerta para que saliera la secretaria de Munn, Lola

me arrojó un beso.

—Vuelve cuando termines y te consolaré. —Agitó su pulgar hacia el cajón

inferior e hizo un guiño.

—Pase, pase —dijo Munn jovialmente—. Siéntese, ¿quiere? ¿Está cómodo

allí? Déjeme bajar la persiana. Estoy seguro de que no desea que la luz le dé en

los ojos.

Ése era Munn, resbaladizo y untuoso. La sonrisa era demasiado rápida, la voz

demasiado afable. Se quería a sí mismo, era un triunfador, un secretario que se

había convertido en un gran jefe. Tenía boca de clown, roja como colorete y que se

arqueaba como la luna creciente. Al reír, los músculos de sus mejillas permanecían

siempre inmóviles. Era como si su boca tuviera vida propia, independiente de su

cara. Su pelo había raleado. Un pico descendía hacia su frente, pero escaseaba a

los costados. Tenía cejas angulosas, y ojos angostos, intranquilos. Su escritorio

estaba limpio, el papel secante inmaculado, y todos sus papeles archivados en uno

de esos cartapacios de cuero llamados “Organizador del trabajo”. De la pared

pendían numerosas fotografías, afectuosamente autografiadas por Noble Barclay.

Me ofreció un cigarrillo.

—No fumo turcos —le dije, y saqué el mío. Se me aproximó para

encendérmelo. Esperé que iniciara la conversación.

Después de un rato, dijo:

— ¿Quería verme para algo, Ansell?

—Demasiado sabe de qué he venido a hablarle. —Blandí el arrugado

memorándum. — Entiendo que debíamos entrar hoy a imprenta.

Asintió con la cabeza.

—Ya he advertido, Ansell, que siempre espera hasta último momento para

entregar una historia importante.

— ¿Espero? Mire, Munn, esa historia fué retenida en su oficina cerca de tres

semanas. Fíjese en la fecha sobre el manuscrito. Aquí usted está sobre nosotros,

usted es el Director Supervisor y el Gerente General. ¿Por qué retuvo la historia

hasta el día de entrar en imprenta, para luego rechazarla con un memorándum

pueril? Por una vez en su vida, Munn, alguien le pide razones.

Munn contempló los anillos de humo que se amontonaban hacia el techo.

—No entiendo su queja, Ansell. La mayoría de nuestros directores considera

que la organización funciona con eficiencia.

— ¡Diablos! —barboté—. No me pueden hacer eso. Usted sabe que no puedo

dejar pronta la revista sin un Misterio Indescifrado.

— ¿No tiene otro original que lo sustituya?

—Ya se han hecho las ilustraciones. Los clisés están todos listos.

—Podemos conseguir grabados, durante la noche. ¿No tiene ningún otro

Misterio Indescifrado, Ansell?

Pegué un brinco. Me paré delante de él. Golpeé con ambos puños sobre su

escritorio.

—No hay nada malo en esa historia. ¿Por qué diablos la están saboteando?

Movió la cabeza en dirección al arrugado memorándum.

—Usted conoce mis objeciones.

—No estoy absolutamente de acuerdo con usted, señor Munn.

—Lo siento, Ansell.

Fuera, en la Oficina General, las dactilógrafas volvían a tamborilear. Sentí risas

a mi izquierda, que era la dirección de la Oficina de Verdad y Amor, y me pregunté

si Eleanor habría vuelto del Estudio, y qué le había dicho Lola. ¿También Eleanor

me creería un solemne joven idiota, o admiraría a un hombre que lucha por sus

derechos?

—Mire —le dije a Munn en un moderado tono de conversación—, no quiero

empecinarme en este asunto. Tiene razón respecto de esas fruslerías sobre las

escuelas por correspondencia. No tengo ilusiones acerca de la finalidad de nuestra

revista.

—Nuestro propósito, Ansell, es diseminar la verdad en una forma que interese

al gusto popular.

—Sí, por supuesto, señor Munn. Pero la publicidad...

—La publicidad nos ayuda a financiar nuestros periódicos, señor Ansell. Sin

ella, nos veríamos obligados a operar en una escala mucho más reducida, y no

podríamos llevar nuestro mensaje a tanta gente.

—Lo entiendo. Y estoy dispuesto a borrar todas esas tonterías acerca de las

escuelas por correspondencia. Diré simplemente que ese curso en especial era

una superchería, y que no podría compararse con las acreditadas instituciones

educacionales que hacen su publicidad en nuestras incorruptibles publicaciones.

Inmediatamente advertí mi error. Cualquier clase de agudeza contrariaba a

Munn. Era literal en un cien por ciento, y cualquier observación que implicara una

irreverencia hacia Noble Barclay o las Publicaciones ‘‘Verdad’’ la consideraba una

afrenta personal.

Me apresuré a disimularla.

—Mire señor Munn. En cuanto a la bebida, no tenemos ningún fundamento.

¿Cómo sostener en nuestras columnas editoriales que la bebida no existe, cuando

tres de nuestras revistas anuncian vinos?

—Creo que no estuvo usted en la reunión en la que discutimos el punto.

—No me perdí el artículo que salió en Verdad y Salud, y que decía que el vino,

tomado en cantidad moderada durante las comidas, es un alimento vitamínico y

nos proporciona un antídoto contra el deseo vehemente de una bebida más fuerte.

Y en el número siguiente de Verdad, entiendo...

—No sabía que conociera tanto el contenido de nuestras otras publicaciones.

—Un cambio tan drástico en nuestra política no puede pasar inadvertido. Mire,

señor Munn...

—Mire, Ansell. Me asombra que usted, un escritor profesional, abuse en esa

forma del idioma inglés. Me pide que mire, ¿qué debo mirar? ¿No será que quiere

usted emplear el verbo oír?

Me estaba volviendo loco. No puede discutirse con Munn. Siempre era igual; se

disparaba del camino principal para tomar las de Villadiego por alguna callejuela

oscura.

—Oiga, si eso es lo que prefiere, sólo diré que había licor en la copa de la

víctima. No diré qué clase de licor.

— ¿Considera usted que eso casa bien con nuestra política de estricta verdad

en cada detalle?

—Eliminaré de la historia toda referencia a la bebida. De todos modos, nada

tiene que ver con el asesinato. ¿Le parece bien?

Aplastó el cigarrillo, revolvió la colilla contra el hueco del cenicero hasta vaciar

el papel. Arrolló el papel hasta formar una bolita, la arrojó al canasto, y vació las

cenizas en un disimulado recipiente de estaño.

—Me desagrada el olor a tabaco rancio —dijo, y se enjugó las manos en un

pañuelo de papel que había sacado del cajón de su escritorio. Luego arrojó el

pañuelo al canasto.

—Hablábamos del manuscrito —le recordé—. El Misterio Indescifrado, el

asesinato de Warren G. Wilson. ¿Recuerda?

—Hemos terminado de hablar sobre el asunto.

—Yo no.

En ese momento debí renunciar. Supe que Lola había estado en lo cierto. No

era por el principio por lo que estaba luchando, era por la autoridad. Igual seguí

luchando.

—Los compromisos no sirven, Ansell. ¿Necesito recordarle que está perdiendo

el tiempo? La historia ha sido rechazada. Definitivamente.

Se hizo un largo silencio. Me había despedido, y esperaba gozar el espectáculo

de mi retirada. Me mantuve derecho. ¿Quién era él, Edward Everett Munn, para

echarme? Por un momento yo había dudado, había estado dispuesto a declarar un

empate.

—Mire, Munn —dije, y cuando frunció el entrecejo no me molesté en sustituir el

verbo—; le he ofrecido sacar de la historia todo lo que a usted no le parece

conveniente. Aun sin el comentario que, según entiendo, le da calidad, estaremos

brindando algo nuevo a nuestros lectores. Haré los cortes en seguida y le enviaré

el manuscrito a la hora del almuerzo. Si usted lo conforma en seguida, puedo

mandarlo a la imprenta esta tarde.

— ¿Y si rehuso?

—Lo enviaré de todos modos. En mi calidad de director, asumo la

responsabilidad.

Se levantó. Sentado, parecía insignificante a causa de que su cabeza era

pequeña y sus espaldas angostas; pero cuando se ponía de pie sobre sus piernas

increíblemente largas, parecía un muchachón en zancos.

—Muy bien, sólo nos queda hacer una cosa. Lo discutiremos con el señor

Barclay.

Levantó el micrófono de su teléfono interno.

—Es el señor Munn —dijo al aparato—. Muy importante.

Una voz de mujer chilló a través de la caja. Esperamos algunos segundos y la

voz femenina chilló de nuevo.

—Ahora mismo nos verá —dijo Munn, sonriendo porque el patrón no lo había

hecho esperar.

Ninguna dactilógrafa cesó su tamborileo mientras Munn y yo caminábamos por

la Oficina General. No hubo ni un solo segundo de pausa en el ritmo de las

máquinas. La disciplina nunca decaía cuando Munn estaba en la oficina.

Iba delante: el pastor conduciendo al cordero al matadero, el guardián llevando

al reo hacia el patíbulo. Se detuvo ante la puerta de la oficina de Barclay, y se

inclinó para susurrar algo. Su aliento olía a dentífrico mentolado.

— ¿Se le ha ocurrido en algún momento, Ansell, que su obstinación pudiera

conducirlo al desastre?

Ciertamente, se me había ocurrido, pero el desastre en el que pensaba era la

pérdida de un buen empleo, no el horror y la tragedia que sobrevinieron porque

decidí colocar mi Misterio Indescifrado en el número de febrero.

En ese momento no pensaba que la historia de Wilson fuera nada

extraordinario. El asesinato no era particularmente excitante. Lo que me interesaba

era el escenario de la víctima, hasta donde se lo conocía. No tenía ninguna otra

razón para escribir la historia, registrarla para el número de febrero y enviársela a

Noble Barclay para la aprobación.

Tengo una copia del manuscrito en mi archivo, y puesto que es el eje de una

historia mucho más extraña aún, aquí la incluyo tal como la escribí y la presenté, el

5 de noviembre, al Departamento de Lectura, al Director Supervisor y a Barclay.

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