sábado, 4 de agosto de 2018

THOMAS DE QUINCEY Confesiones de un inglés comedor de opio. (Fragmento 3).


Tan juntas y entrelazadas se hallan en esta vida las ocasiones de risas y de lágrimas que aún no puedo recordar sin sonreír un incidente que ocurrió entonces y casi pone fin a la inmediata ejecución de mis planes. Tenía conmigo un baúl pesadísimo, que además de mis ropas contenía casi toda mi biblioteca. La dificultad consistía en hacer llegar este baúl a un porteador: mi habitación se hallaba en una elevación aérea de la casa y (lo que es peor) la escalera que comunicaba con este ángulo del edificio sólo era accesible a través de una galería que pasaba ante el dormitorio del director. Siendo el preferido de todos los sirvientes yo sabía que cualquiera de ellos me protegería y guardaría el secreto, por lo que expuse mi problema a uno de los camareros. El muchacho me juró hacer lo que le pidiese y, llegado el momento, vino a mi habitación para bajar el baúl. Yo temía que la empresa resultase superior a las fuerzas de una sola persona: pero el camarero tenía

Hombros de Atlante que soportarían
El peso de potentes monarquías

y espaldas tan anchas como la llanura de Salisbury. Por consiguiente, insistió en ocuparse del baúl sin ayuda de ninguna clase, mientras yo esperaba lleno de ansiedad al pie de la escalera. Durante unos momentos lo oí bajar con pasos lentos y seguros: por desgracia, al acercarse al punto más peligroso, a pocos pasos de la galería, tanto le temblaron los miembros que resbaló, y la pesada carga que dejó caer de los hombros fue ganando tal impulso en cada uno de los escalones que al llegar abajo dio un bote, o mejor dicho, pegó un gran salto, haciendo un ruido de veinte demonios, para ir a estrellarse contra la mismísima puerta del Archididascalio. Mi primera impresión fue que todo se había perdido y que la única posibilidad de batirse en retirada sería sacrificar el equipaje. Mas pensándolo bien decidí afrontar los acontecimientos. El camarero estaba muy alarmado, tanto por cuenta propia como por lo que pudiera ocurrirme, y, sin embargo, lo ridículo del contratiempo le afectó de modo tan irresistible que estalló en una larga, sonora y cantarína carcajada que bastara para despertar a los Siete Durmientes. Al oír tan rotunda explosión de alegría, que retumbaba ante los propios oídos de la autoridad insultada, no pude evitar unirme a ella forzado, más que por la lamentable étourderie del baúl, por sus efectos sobre el camarero. Ambos esperábamos, como lo más natural, que el Dr. [Lawson] se precipitara fuera del cuarto, ya que por lo general bastaba que se moviese un ratón para verlo surgir como un mastín de su perrera. Sin embargo, por extraño que parezca, en esta ocasión cesaron las risas y en el dormitorio no se oyó ruido alguno, ni tan siquiera el más leve crujido. El Dr. [Lawson] padecía de una molesta enfermedad que, si bien a veces lo mantenía despierto, hacía tal vez que el sueño, cuando llegaba, fuese tanto más profundo. Cobrando valor con el silencio, el camarero volvió a echarse la carga sobre los hombros y terminó el resto del descenso sin accidente. Esperé hasta ver el baúl en una carretilla, camino del porteador; luego, «con la Providencia de guía», me eché a caminar, llevando bajo un brazo un pequeño bulto con unas cuantas prendas de vestir, en un bolsillo uno de mis poetas ingleses preferidos y en el otro un librito en duodécimo con unas nueve piezas de Eurípides.
En un principio mi intención había sido dirigirme a West-morland tanto por el cariño que le tengo a esa región como por razones personales. Sin embargo, el azar dio una dirección distinta a mis peregrinaciones y me encaminé a Gales del Norte.
Después de vagar durante algún tiempo en Denbigshire, Merionetshire y Caernarvonshire, me alojé en una linda casita de B[angor]. Aquí hubiera podido quedarme con entera comodidad varias semanas, pues en B[angor] los alimentos eran muy baratos debido a la falta de otros mercados para el exceso de producción de un vasto distrito agrícola. Pero un incidente, en el que quizá no hubo intención alguna de ofenderme, me devolvió a mis andanzas. No sé si lo habrá notado el lector, pero he observado muchas veces que la clase social más orgullosa de Inglaterra (o, en todo caso, aquella en que el orgullo es más aparente) es la que conforman las familias de los obispos. Los nobles y sus hijos llevan en sus títulos notificación suficiente de su rango. Más aún, sus propios nombres (y lo mismo puede decirse de muchas casas sin título) bastan para declarar a oídos ingleses lo ilustre del nacimiento o la ascendencia. Apellidos como Sackville, Manners, Fitzroy, Paulet, Cavendish y muchos otros cuentan su propia historia. Por ello tales personas encuentran el respeto que merecen ya asentado en todos, con excepción de aquellos a quienes la propia oscuridad hace ignorantes de los usos del mundo: «Quien no los conoce demuestra ser un desconocido.» Sus modales van adquiriendo el tono y la coloración que convienen; por una vez en que juzgan necesario poner de relieve su calidad encuentran mil ocasiones de templar y moderar esta impresión con actos de cortés condescendencia. No sucede lo mismo con las familias de los obispos, que a duras penas logran dar a conocer sus títulos ya que el número de prelados nacidos en familias nobles no es, en ningún momento, muy grande y la sucesión a las dignidades es tan rápida que el público no suele tener tiempo de acostumbrarse a sus nombres, a menos que éstos ya hayan ganado fama literaria. A ello se debe que los hijos de los obispos tengan un aire austero y desagradable que indica pretensiones no reconocidas por todos, una actitud de noli me tangere que se inquieta nerviosamente ante cualquier asomo de familiaridad, un continuo retraerse, con exagerada sensibilidad de gotoso, ante el menor contacto con los οι πολλοι. Sin duda, una poderosa inteligencia o una bondad excepcional permiten superar estas debilidades, pero, en general, se reconocerá la verdad de lo que digo: si el orgullo no tiene en estas familias raíces más hondas, por lo menos surge con mayor frecuencia en la superficie de los modales. El espíritu que anima dichos modales se comunica, como es natural, a los servidores y a otras gentes que dependen de las familias. Ahora bien, la dueña de la casa en que me alojé había sido criada de la señora, o ama de los niños, en la familia del obispo de B[angor], y sólo poco tiempo antes había dejado el servicio para casarse y «establecerse» (como dice esa gente) de por vida. En una ciudad tan pequeña como B[angor] el mero hecho de haber vivido con la familia del obispo confiere cierto prestigio, y a mi buena dueña le había tocado, con creces, la parte del orgullo a que he hecho referencia. Su gran tema de conversación era lo que «mi señor» hacía y lo que «mi señor» decía, cuan útil era en el parlamento, cuan indispensable en Oxford. Todo lo sobrellevé pacientemente pues tenía demasiado buen corazón para reírme de nadie en su cara y era mucho lo que podía perdonar a la garrulería de una vieja sirvienta. Pero, como era inevitable, no debí parecerle lo bastante impresionado con la importancia del obispo y, quizá para castigar mi indiferencia, o bien por simple accidente, me repitió un día una conversación en la que, indirectamente, yo era una de las partes interesadas. Había ido al palacio a saludar a la familia y después de cenar la llamaron al comedor. Al dar cuenta de la economía de su casa se le ocurrió mencionar que había alquilado sus apartamentos. Parece que el bueno del obispo aprovechó la oportunidad para hacerle una advertencia en cuanto a la selección de inquilinos: «puesto que», le dijo, «debes tener en cuenta, Betty, que este lugar se halla en el camino real a Holyhead, de modo que es muy probable que pasen por aquí multitudes de tramposos irlandeses que van a Inglaterra huyendo de sus deudas y multitudes de tramposos ingleses que huyen de sus deudas a la isla de Man». En verdad el consejo no estaba desprovisto de razón, aunque fuera mejor que la Sra. Betty lo guardase para meditarlo en privado y no que viniese a contármelo. Lo que siguió fue todavía peor. «Oh, mi señor», respondió mi patrona (de acuerdo a su propia versión de lo ocurrido), «realmente no creo que este joven caballero sea un tramposo, pues...» «¿No cree usted que yo sea un tramposo?», dije interrumpiéndola en un paroxismo de indignación: «En adelante le evitaré el trabajo de pensar en el asunto.» Y sin perder un minuto empecé los preparativos para marcharme. La pobre mujer parecía dispuesta a hacer algunas concesiones, pero mucho me temo que desperté su indignación e hice que toda reconciliación se tornase imposible con una expresión dura y despectiva que apliqué al ilustre prelado. En verdad me molestaba que el obispo hubiese sugerido razones para sospechar, aunque fuera remotamente, de una persona que nunca había visto y me vino a la cabeza la idea de hacerle saber, en griego, lo que pensaba; de esta manera, al tiempo que habría cierta presunción para suponer que yo no era un tramposo, incitaría al obispo (al menos tal era mi esperanza) a responderme en el mismo idioma, en cuyo caso estaba seguro de probar que, aunque no tan rico como Su Señoría, yo era mejor helenista. Sin embargo, tras pensarlo con más calma dejé de lado este proyecto infantil: me dije que el obispo tenía razón en aconsejar a una vieja servidora; que no podía haber sido intención suya que yo me enterase de los consejos; y que la misma necedad que moviera a la Sra. Betty a repetirme la conversación la habría seguramente llevado a adornarla de modo más concorde a su propia manera de pensar que a las expresiones que en realidad empleara el obispo.
Antes de una hora había dejado mis apartamentos, en lo que estuve muy desafortunado, pues desde entonces me vi obligado a alojarme en posadas, con lo cual muy pronto se me acabó el dinero. Quince días más tarde me quedaba tan poco que sólo podía pagarme una comida al día. Con el vivo apetito que producen el ejercicio constante y el aire de montaña en un estómago juvenil, este régimen tan escaso no tardó en hacerme sufrir mucho, ya que el único alimento que alcanzaba a comprar era café o té. Al cabo ni siquiera esto pude permitirme y en adelante me sustenté, mientras permanecí en Gales con las bayas, moras y fresas que cogía gracias a las invitaciones que me hacían de cuando en cuando, a manera de retribución por pequeños servicios que tenía la oportunidad de prestar. A veces escribía cartas de negocios para gentes del campo con parientes en Liverpool o en Londres: más a menudo redactaba cartas de amor para muchachas de servicio de Shrewsbury o de otras aldeas de la frontera inglesa. En todas estas ocasiones di entera satisfacción a mis humildes amigos que, en general, me trataron con hospitalidad; sobre todo una vez, cerca de la aldea de Llan-y-styndw (o un nombre por el estilo), en un apartado rincón de Merionetshire, una familia de jóvenes me recibió durante más de tres días con bondad cariñosa y fraternal que me dejó en el corazón una huella que aún no se borra. En ese entonces la familia estaba formada por cuatro hermanas y tres hermanos, todos de admirable elegancia y delicadeza de modales. No recuerdo haber encontrado, ni antes ni después, tanta belleza ni tanta cortesía y refinamiento naturales en gente del campo, salvo en una o dos ocasiones en Westmorland y Devonshire. Hablaban inglés, lo que no es frecuente en tantos miembros de una familia, sobre todo en pueblos alejados del camino real. Recién llegado a la casa escribí para uno de los hermanos, que había prestado servicios a bordo de un barco de guerra inglés, una carta sobre la parte que le correspondía en una presa y también, aunque más secretamente, dos cartas de amor para dos de las hermanas. Ambas era hermosas muchachas y una de ellas de un encanto, verdaderamente excepcional. En medio de la confusión y el rubor de las hermanas al dictarme, o mejor dicho darme instrucciones muy generales, no necesité de gran sagacidad para descubrir su deseo de que las cartas fueran todo lo amables que pudiesen ser sin menoscabo del orgullo que conviene a una doncella. Traté de disponer mis expresiones en forma tal que conciliasen ambos sentimientos y quedaron tan satisfechas ante mi manera de exponer sus pensamientos como asombradas (en su simplicidad) de que hubiera adivinado tan pronto sus voluntades. La acogida de las mujeres de una familia suele determinar la hospitalidad con que se recibe al visitante. En este caso cumplí mis funciones confidenciales de secretario a satisfacción de todos y quizá los distraje un poco con mi charla, pues insistieron con tal cordialidad en que me quedase que me sentí poco inclinado a resistir. Dormí con los hermanos, ya que la única cama desocupada estaba en la habitación de las muchachas, y en todo lo demás me trataron con un respeto que es raro manifestar ante bolsas tan ligeras como la mía, como si mis conocimientos fuesen prueba suficiente de que yo era de «buena familia». De este modo viví con ellos tres días, así como la mayor parte del cuarto y, en vista de la amabilidad con que en todo momento me trataron, creo que hasta ahora seguiría con ellos si sus medios hubieran estado a la altura de sus deseos. La última mañana, mientras tomábamos el desayuno, advertí en sus caras la expresión que anuncia una noticia desagradable; poco después uno de los hermanos me explicó que, el día anterior a mi llegada, sus padres habían ido a la reunión anual de metodistas que se celebraba en Caernavon y volverían ese día: y «si acaso no eran tan corteses como debían», me rogaba, en nombre de todos los jóvenes, que no lo tomase a mal. Llegaron los padres, con caras de pocos amigos y «Dym Sassenach» (no hablo inglés) por respuesta a todas mis palabras. Comprendí la situación y, tras despedirme afectuosamente de mis amables e interesantes anfitriones, proseguí mi camino. Aunque hablaron de mí con simpatía a sus padres, y se disculparon varias veces por los modales de los viejos diciendo que era solamente «su modo de ser», pude darme cuenta fácilmente que mi talento para escribir cartas de amor sería, a ojos de dos graves metodistas galeses sexagenarios, tan poco recomendable como mis sáficos o alcaicos griegos: lo que había sido hospitalidad cuando me la ofrecieron con graciosa cortesía mis jóvenes amigos se volvería una limosna ante la aspereza de los viejos. Sin duda el Sr. Shelley tiene razón en sus ideas sobre la vejez: a menos que se le opongan con gran fuerza influencias contrarias de toda clase, la vejez corrompe y agosta miserablemente las dulces caridades del corazón humano.
Poco después logré llegar a Londres, poniendo en práctica medios que la falta de espacio me obliga a callar. Se inició entonces la última y más feroz etapa de mis muchos sufrimientos, y hasta podría decir de mi agonía sin que la expresión resultase exagerada. En efecto, padecí ahora, durante más de dieciséis semanas, el suplicio físico del hambre en sus diversos grados de intensidad y tan amargamente como puede haberlos resistido cualquier ser humano que consiguiera sobrevivir. No quiero herir sin necesidad los sentimientos del lector entrando en detalles acerca de todo lo que hube de soportar, pues casos tan extremos como éste, aun cuando medien las más graves faltas o culpas, no pueden comtemplarse, ni siquiera en una descripción, sin esa sentida piedad que resulta tan dolorosa a la bondad natural del corazón humano. Baste decir, al menos por ahora, que mi único sustento fueron unos pocos pedazos de pan cogidos de la mesa en que desayunaba una persona (que me suponía enfermo pero que no sabía de mi extrema necesidad) y esto a intervalos irregulares. En la primera parte de mis tribulaciones (o sea, casi todo el tiempo que pasé en Gales y luego, sin interrupción, durante los dos primeros meses de mi estancia en Londres) no tuve casa y fue raro que durmiera bajo techo. Al hallarme constantemente al aire libre atribuyo el que mis tormentos no acabasen conmigo. Sin embargo más adelante, cuando el clima se hizo frío e inclemente y comencé a languidecer por lo mucho que había padecido, fue sin duda una suerte que la misma persona a cuya mesa de desayuno tenía acceso me permitiera dormir en una gran casa desocupada de la que era inquilino. La llamo desocupada porque no vivía en ella una familia ni se trataba ningún negocio; ni siquiera estaba amueblada, con excepción de una mesa y unas cuantas sillas. Pero, al tomar posesión de mi nuevo alojamiento, encontré que ya habitaba la casa un único ocupante, una pobre niña solitaria que tendría entonces unos diez años, si bien era de aspecto macilento y el hambre hace que los niños parezcan mayores de lo que son. Esta niña desamparada me dijo que había vivido y dormido sola en la casa desde cierto tiempo antes de mi llegada; la pobre criatura dio muestras de gran alegría al enterarse de que yo le haría compañía en las horas de oscuridad. La casa era grande y, debido a la falta de muebles, el ruido que hacían las ratas resonaba con ecos prodigiosos en los salones y en la espaciosa escalera; en medio de los padecimientos tan inmediatos y materiales del frío y, mucho me temo, del hambre, la niña desvalida había encontrado ocio suficiente para sufrir aún más (al parecer) a causa de los fantasmas que ella misma inventaba. Le prometí protegerla contra toda clase de fantasmas, pero ¡ay!, esta era la única ayuda que podía ofrecerle. Nos acostábamos en el suelo con un montón de execrables escritos judiciales por almohada y una especie de amplia capa de caballero a manera de manta; luego descubrimos en un desván un pequeño trozo de alfombra y otros retazos que usamos para calentarnos. La pobre niña se pegaba a mí en busca de calor y para que la defendiera de sus enemigos fantasmales. A menos de sentirme más enfermo que de costumbre yo la tomaba en mis brazos de modo que, por lo general, le comunicaba un poco de calor, y muchas veces ella dormía mientras yo velaba: pues durante los dos últimos meses de mis sufrimientos yo dormía mucho durante el día y a todas horas caía de pronto en un sueño pasajero. Pero dormir me pesaba más que velar, no sólo por lo tumultuoso de mis sueños (que no llegaban a ser tan atroces como los producidos por el opio, los cuales tendré ocasión de describir más adelante) sino porque, como sólo dormía de manera muy superficial, escuchaba mis gemidos y tenía la impresión de que mi propia voz me despertaba a cada momento; alrededor de esta época comenzó a asediarme una sensación horrible tan pronto como me adormecía, sensación que he vuelto a sentir en distintas épocas de mi vida y que consiste en una especie de contracción (creo que en la región del estómago, pero no estoy seguro) que me obliga a estirar violentamente las piernas para hacerla desaparecer. Como esta sensación se presentaba tan pronto como me adormecía, y el esfuerzo por sentir alivio me despertaba a cada instante, al cabo dormía sólo por agotamiento y, en vista de mi debilidad cada vez mayor, estaba (como antes dije) durmiéndome y despertándome constantemente. Entretanto el dueño de la casa se presentaba ante nosotros a veces muy temprano, a veces sólo a las diez de la mañana y a veces no aparecía. El hombre vivía en continuo temor de los alguaciles y había mejorado el plan de Cromwell, puesto que dormía cada noche en un barrio distinto de Londres; observé que nunca dejaba de mirar por un ventanillo a quien llamaba a la puerta antes de permitir que se le abriese. Desayunaba solo: en realidad difícilmente hubiera podido arriesgarse a invitar a otra persona dado lo escaso del servicio de té así como del matériel comestible, que por lo general no consistía sino en un panecillo o unas cuantas galletas comprados mientras venía del lugar donde pasara la noche. Si a pesar de ello hubiese hecho invitaciones, como una vez se lo señalé erudita y burlonamente, las distintas partes asistentes (y no asentadas, por falta de asientos) se hubieran encontrado entre sí en relación de sucesión, como dicen los metafísicos, y no de coexistencia; en la relación de las partes del tiempo y no del espacio. Durante el desayuno yo hallaba alguna razón para acercarme a la mesa y, con el aire más indiferente de que era capaz, recogía sus sobras, aunque a veces no quedaban sobras de ninguna clase. Con ello no robaba a nadie, como no fuera a este hombre que una vez (creo) tuvo que enviar al mediodía por más galletas; en efecto, la pobre niña no entraba nunca al estudio (si cabe dar tal nombre al lugar en que se amontonaban los pergaminos, escritos judiciales, etc.); para ella esa habitación era en la casa el cuarto de Barba Azul, que el dueño cerraba con llave cuando salía a cenar a eso de las seis de la tarde, hora en que casi siempre se marchaba para no regresar h hasta el día siguiente. No logré saber si la niña era hija ilegítima del Sr. [Brunell] o sólo una persona de servicio, pero lo cierto es que la trataba en todo como a una modestísima sirvienta. Tan pronto como aparecía el Sr. [Brunell] la chica se iba escaleras abajo a cepillarle los zapatos, el abrigo, etc., y, a menos que la llamase para hacerle un encargo, ya no surgía del triste Tártaro de las cocinas al aire de la planta principal hasta que, al anochecer, mis golpes a la puerta traían a la entrada sus pasitos temblorosos. De su vida durante el día sólo sé lo poco que me contaba por las noches, pues en cuanto empezaban las horas de trabajo yo me daba cuenta de que mi ausencia se estimaba aceptable y, por lo general, iba a sentarme a un parque o a algún otro lugar hasta que cayera la noche.
Pero, a todo esto, ¿quién —y qué— era el dueño de la casa? Lector, era uno de esos profesionales anómalos de los escalones más bajos del derecho que —¿cómo decirlo?— por razones de prudencia o necesidad no se permiten disfrutar del lujo de una conciencia demasiado delicada (podría abreviarse mucho la perífrasis, pero eso lo dejo a gusto del lector); en muchos oficios una conciencia representa una carga más onerosa que una esposa o un coche; y así como la gente habla de «deshacerse» de sus coches, supongo que mi amigo el Sr. [Brunell] se había «deshecho» de su conciencia durante cierto tiempo, sin duda con la intención de volver a poseer una en cuanto pudiera permitírselo. La economía interna que rige la vida diaria de un hombre de esta clase conformaría un cuadro muy curioso si me fuese posible entretener al lector a costa suya. Aunque mis oportunidades para observar lo que sucedía eran limitadas, fui testigo de muchas escenas de intrigas londinenses, complejas trapacerías, «ciclos y epiciclos, órbitas dentro de órbitas» que hasta hoy me hacen sonreír —que aún entonces me hacían sonreír, a pesar de mis desgracias. No obstante, en vista de la situación en que me hallaba, tuve muy pocas ocasiones dé conocer por experiencia propia las cualidades de carácter del Sr. [Brunell], como no fuesen las más honorables, y de su extraña constitución debo olvidarlo todo salvo que conmigo fue servicial y, en la medida de sus posibilidades, generoso.
No era que pudiese mucho, en verdad, pero al menos yo no le pagaba alquiler —tenía esto en común con las ratas— y así como el Dr. Johnson dejó testimonio de que sólo una vez en su vida le permitieron comer del árbol cuanta fruta deseara, quiero ser agradecido y recordar que sólo en esa oportunidad puede elegir a mi gusto entre las muchas habitaciones de una casa de Londres. Con excepción del cuarto de Barba Azul, que la pobre niña creía embrujado, todos los demás, desde el ático hasta el sótano, estaban a nuestra disposición; «el mundo entero se abría ante nosotros» y cada noche levantábamos nuestra tienda en el lugar que se nos antojase. La casa, ya lo he dicho, es espaciosa y ocupa un lugar central en un barrio muy conocido de Londres. Sin duda, muchos de mis lectores pasarán ante ella a las pocas horas de leer esta página. En lo que a mí respecta, no dejo de visitarla siempre que mis asuntos me traen a Londres; esta misma noche del 15 de agosto de 1821, día de mi cumpleaños, me aparté a eso de las diez de la calle de Oxford, por donde había salido a caminar, con el propósito de ir a verla; ahora la ocupa una familia respetable; en el salón principal, que estaba iluminado, vi un grupo familiar, seguramente tomando té, y al parecer, tranquilo y alegre. ¡Qué maravilloso contraste, a mis ojos, con la oscuridad —el frío— el silencio y la desolación de esa misma casa hace dieciocho años, cuando sus ocupantes nocturnos eran un estudiante que se moría de hambre y una niña abandonada! A ella, dicho sea de paso, traté de encontrarla durante años pero en vano. Aparte de su situación no era lo que pudiera llamarse una niña interesante: no era bonita, ni muy despierta, ni de maneras especialmente agradables. Sin embargo, ni siquiera en esos años requería yo —¡gracias a Dios!— el adorno de cualidades novelescas para conciliar mi afecto; me bastaba la simple humanidad en su más llana y humilde apariencia, y quería a la niña porque era mi compañera de desdichas. Si ahora vive probablemente es madre y tiene sus propios hijos, mas, como he dicho, nunca logré averiguar su paradero.
Siento que así haya sido, pero en esos tiempos conocí a otra persona que desde entonces he intentado encontrar con mucha mayor ansiedad y con dolor mucho más profundo ante mi fracaso. Esta persona era una muchacha de las que viven del salario de la prostitución. No me avergüenzo, ni tengo razón alguna para avergonzarme, cuando admito que trataba familiar y amistosamente a muchas mujeres que se hallaban en esa condición desventurada. El lector no tiene por qué sonreír ni tampoco por qué fruncir el ceño ante esta confesión. Aun sin necesidad de recordar a mis cultos lectores el viejo proverbio latino —Sine Cerere, etc.— cabe imaginar que, en vista del estado de mi bolsa, mi relación con tales mujeres no podía ser impura. Lo cierto es que en ningún momento de mi vida he pensado que pudiera mancharme el roce o la proximidad de cualquier criatura que tuviese forma humana; por el contrario, desde mi más temprana juventud he tenido a mucha honra conversar llanamente, more Socratico, con todos los seres humanos, hombres, mujeres o niños, que la suerte atravesara en mi camino: práctica que se acuerda con el conocimiento de la naturaleza humana, los buenos sentimientos y la franqueza en el trato propios de un hombre que aspira a ser reconocido por filósofo. Un filósofo no puede mirar las cosas con los ojos de la pobre criatura limitada que se llama a sí misma hombre de mundo y que, tanto por nacimiento como por educación, está llena de prejuicios estrechos y egoístas; por el contrario, ha de considerarse como un ser universal que guarda la misma relación con grandes y pequeños, con gentes instruidas o ignorantes, con culpables e inocentes. Como en esos tiempos yo era por fuerza un peripatético, un hombre de la calle, nada más natural que me encontrase a menudo con las peripatéticas que se designa con el término técnico de mujeres de la calle. Varias de estas mujeres me defendieron de los guardianes que venían a echarme de los escalones, a la entrada de las casas, donde solía sentarme. Una de ellas, que es lo que me trae a este tema... ¡Pero no! No he de confundirte, oh noble Ann, con esa clase de mujeres; quiero hallar, de ser posible, un nombre más dulce para designar la condición de la muchacha cuya compasión y generosidad, que me asistieron en la necesidad cuando el mundo entero me había abandonado, debo el estar con vida en este momento. Durante muchas semanas recorrí por las noches la calle de Oxford en compañía de esa pobre muchacha sin amigos o descansé a su lado en las escalinatas o al abrigo de los portales. Debía ser menor que yo; en verdad, me dijo que aún no había cumplido los dieciséis años. Las preguntas que me inspiró el interés que sentía por ella me permitieron irme enterando gradualmente de su sencilla historia. Su caso (luego he tenido ocasiones para suponerlo) es de los que ocurren frecuentemente; si la beneficencia londinense mejorase sus disposiciones, en muchos de ellos podría interponerse el brazo de la ley para proteger o vengar. Pero en Londres la corriente de la caridad, aunque profunda y caudalosa, fluye en silencio por canales subterráneos, a los que no tienen fácil acceso, si acaso los conocen, los pobres desventurados sin hogar; y no puede negarse que en su aire y conformación exteriores la sociedad de Londres es dura, cruel y repulsiva. . Sin embargo, en este caso advertí que sería fácil reparar parte de los daños que había sufrido Ann y muchas veces la insté vivamente a que presentase su queja ante un magistrado; le aseguré que sería atendida de inmediato, por más desvalida que estuviese, y que la justicia inglesa, que no respeta influencias, no tardaría en vengarla con el máximo rigor del granuja brutal que la despojara de su pequeña fortuna. Muchas veces también me prometió hacerlo, pero se demoraba en poner en marcha las gestiones que yo le señalaba cada cierto tiempo, pues su timidez y abatimiento eran tales que denunciaban lo hondamente que el dolor se había apoderado de su corazón de niña; tal vez pensara, con razón, que nada podía hacer el más íntegro de los jueces, ni el más justiciero de los tribunales, para reparar sus más graves daños. A pesar de ello, algo, tal vez, se habría hecho y al cabo quedó acordado entre nosotros, aunque por desgracia sólo la penúltima vez que nos vimos, que uno o dos días más tarde nos presentaríamos juntos ante un magistrado y que yo hablaría en su nombre. Pero estaba escrito que no podría prestarle nunca este pequeño servicio. En cambio, ella me prestó a mí uno mayor de lo que nunca podría pagarle, que fue el siguiente: Una noche, mientras caminábamos paso a paso por la calle de Oxford, después de un día en que me había sentido más débil y enfermo que de costumbre, le pedí que me acompañara hasta la plaza de Soho: fuimos allá y nos sentamos en los escalones de una casa, ante la cual no puedo pasar, hasta el día de hoy, sin sentirme acongojado y rendir homenaje en mi fuero interno al espíritu de la pobre muchacha, en memoria de la noble acción que cumplió en este lugar. De pronto, mientras estábamos sentados, comencé a sentirme muy mal: había estado apoyando la cabeza en su seno y súbitamente me desprendí de sus brazos y caí hacia atrás, sobre las gradas. Lo que sentí en ese momento me ha dejado la firme e íntima convicción de que, sin un estímulo poderoso que me reanimase, hubiera muerto en el acto o por lo menos caído en tal grado de postración que, en el desamparo en que me hallaba, pronto habría perdido toda esperanza de recobrarme. Entonces, en esta crisis de mi destino, mi pobre compañera huérfana —que sólo encontrara agravios en el mundo— me tendió una mano salvadora. Con un grito de terror, mas sin perder un segundo, corrió hasta la calle de Oxford y, en menos de lo que toma contarlo, volvió a mí con un vaso de vino y especias que obraron sobre mi estómago vacío (que en ese momento habría rechazado todo alimento sólido) con un poder instantáneo de recuperación: la generosa muchacha pagó este vaso de vino con el poco dinero que entonces poseía —¡no lo olvidéis!— que apenas le bastaba para sus necesidades más urgentes y sin ninguna razón de suponer que alguna vez podría pagarle. ¡Oh mi joven benefactora! ¡Cuántas veces, en los años que siguieron, me encontré en lugares solitarios pensando en ti con dolor de corazón y amor perfecto, cuántas veces quise que, así como en la antigüedad se creía que la maldición de un padre tenía poder sobrenatural y perseguía a su víctima con fatal necesidad de ejecución, también las bendiciones de un corazón abrumado por la gratitud tuviesen prerrogativas semejantes y recibiesen de lo alto la facultad de seguirte, asediarte, alcanzarte, darte caza, hasta en la oscuridad central de un burdel de Londres o (si fuera posible) hasta en la oscuridad de la tumba para allí despertarte con un mensaje solemne de paz y misericordia, de reconciliación final!
No suelo llorar: no es tan sólo que mis pensamientos sobre los temas relacionados con los principales intereses del hombre desciendan cada día, cada hora más bien, a mil brazas de profundidad, «demasiado hondo para las lágrimas», ni que la austeridad de mis hábitos intelectuales provoque un antagonismo (frente a los sentimientos que desatan el llanto, que por fuerza no existe en las personas a quienes su liviandad protege de cualquier tendencia al dolor meditativo así como, a causa de esa misma liviandad, son incapaces de resistir a tales sentimientos cuando por azar se presentan), sino creo también que, para defenderse de la más extrema desesperación, todos los que consideren esas cuestiones tan profundamente como yo, habrán tenido que fomentar en sí mismos y venerar desde hace tiempo alguna creencia consoladora sobre los futuros equilibrios y los significados jeroglíficos del sufrimiento humano. Por todas estas razones soy, hasta ahora, hombre de buen humor y, como ya he dicho, no suelo llorar. Sin embargo, algunos sentimientos, aunque no más profundos ni apasionados, son más tiernos que otros, y a menudo, cuando camino por la calle de Oxford a la luz extraña de los faroles y el organillo toca las mismas canciones que años antes escuchábamos con placer mi querida compañera (como siempre debo llamarla) y yo, se me caen las lágrimas y medito a solas en el acto misterioso de la Providencia que tan súbita y decisivamente nos separó para siempre. El lector sabrá lo que sucedió al terminar este relato de introducción.
Poco después de ocurrido el último incidente de que he dado cuenta me encontré en la calle Albermarle con un caballero de la casa de Su Majestad. Este señor había disfrutado en varias ocasiones de la hospitalidad de mis padres y mi aire de familia le movió a dirigirme la palabra. No traté de disimular: respondí francamente a sus preguntas y, al asegurarme bajo palabra de honor que no me entregaría a mis tutores, le di las señas de mi amigo el abogado. Al día siguiente me hizo llegar un billete de diezjjbras. El abogado recibió el sobre junto con otras cartas de negocios y, aunque por su mirada y actitud comprendí que sospechaba el contenido, me la entregó honorablemente y sin demora alguna.
Este obsequio, en vista del servicio particular al que fue destinado, me lleva naturalmente al propósito que me incitó a venir a Londres y que había estado demandando (para emplear un término jurídico) desde el día que llegué a la ciudad hasta el de mi partida definitiva.
Sorprenderá a mis lectores que en un mundo tan vasto como Londres no encontrase un medio de evitar los últimos extremos de la miseria: pensarán que disponía al menos de dos recursos, ya sea procurarme la asistencia de amigos de mi familia o bien dedicar mis facultades y méritos juveniles a una actividad que me dejase un beneficio pecuniario. En cuanto a mi primera posibilidad he de señalar que, en general, temía más que a todos los males el que mis tutores diesen conmigo, pues no dudaba que emplearían al máximo en contra mía cualquier autoridad que les otorgase la ley, hasta el punto de devolverme por la fuerza a la escuela que había abandonado: restauración que, por constituir a mis ojos una deshonra aunque me sometiese a ella voluntariamente, en caso de serme impuesta en oposición y menosprecio a mis notorios deseos y esfuerzos, significaría necesariamente una humillación peor que la muerte y en realidad hubiera acabado por matarme. Así pues, el temor de dar a mis tutores un indicio que les permitiese apoderarse de mí hizo que no me atreviese a pedir ayuda aun cuando estaba seguro de obtenerla. Añadiré, por lo que toca a Londres, que si bien mi padre tuvo en vida muchos amigos en esa ciudad, a los diez años de su muerte yo me acordaba, aunque sólo fuese de nombre, de muy pocos; como no había estado en Londres nunca antes, salvo en una oportunidad y apenas durante unas horas, ni siquiera conocía las señas de esas personas. Por consiguiente, esta manera de conseguir ayuda me estaba prohibida, en parte por la dificultad y sobre todo por el temor vivísimo que he mencionado. En cuanto a la otra manera de sostenerme, ahora me pregunto, al igual que el lector, cómo pude pasarla por alto. No dudo que como corrector de pruebas en griego (ya que no de otro modo) hubiera logrado ganar lo sufuciente para mis escasas necesidades. En un puesto de esta clase hubiera desempeñado mis funciones con exactitud puntual y ejemplar, con lo que pronto ganara la confianza de mis empleadores. Tampoco hay que olvidar que aun para conseguir este cargo tenía necesidad de que alguien me presentase a un impresor respetable, lo cual estaba fuera de mi alcance. Sin embargo, lo cierto es que no se me ocurrió ni por un momento pensar en las labores literarias como fuente de ingresos. El único medio lo bastante rápido de conseguir dinero que se me ocurrió fue tomarlo prestado con la garantía de mis futuros derechos y expectativas. Hice todo lo posible por llevar a la práctica esta idea y me dirigí, entre otras personas, a un judío llamado D[ell]1.
Me presenté a este judío, así como a otros prestamistas que se anunciaban en los periódicos (algunos de los cuales, me parece, también eran judíos) y les informé de mis expectativas; al consultar el testamento de mi padre en Doctor's Commons comprobaron lo exacto de la información. La persona allí mencionada como segundo hijo de…… tenía todos los derechos que yo afirmaba (y otros más), pero todavía quedaba una pregunta que la cara de los judíos sugería muy significativamente: ¿era yo esa persona? Nunca se me había ocurrido que pudiera surgir esa duda; por el contrario, cada vez que mis amigos judíos me examinaban con tanta curiosidad, mi temor era que se sintiesen demasiado convencidos de que yo era tal persona y urdiesen un plan para atraparme y venderme a mis tutores. Fue extraño descubrir que se acusaba, o al menos sospechaba, a mi persona considerada materialiter (esta era mi manera de decirlo ya que adoraba la precisión lógica de las distinciones) de falsificar mi propia persona, considerada formaliter. Para vencer tales escrúpulos recurrí al único medio que tenía a mano. Mientras estaba en Gales había recibido varias cartas de jóvenes amigos míos que pude presentarles al instante, pues las llevaba siempre en los bolsillos y, a decir verdad, eran a estas alturas casi las únicas reliquias de mis posesiones personales (con excepción de las ropas que traía puestas) de las que no me había deshecho en una u otra forma. La mayoría de las cartas eran del conde de [Altamont], entonces el más cercano (o más bien el único) de mis amigos íntimos. Las cartas venían de Eton. También tenía algunas del marqués de [Sligo], su padre, que si bien se hallaba dedicado a sus empresas agrícolas, había sido también alumno de Eton y tan buen humanista como conviene que lo sea un noble; el marqués no había perdido su afecto por los clásicos y por los jóvenes estudiosos y a ello se debe que, desde que yo cumpliera los quince años, estuviese en correspondencia conmigo. A veces me escribía sobre las grandes obras que había hecho o pensaba hacer en los condados de M[ayo] y S[ligo] desde que yo los visitara; otras sobre los méritos de algún poeta latino; en fin, no faltaban ocasiones en que me sugería temas que le gustaría verme tratar en verso.
Tras leer las cartas uno de mis amigos judíos aceptó proporcionarme doscientas o trescientas libras contra mi garantía personal, a condición de que convenciera al joven conde —quien, dicho sea de paso, no era mayor que yo— de que garantizase el pago al llegar nuestra mayoría de edad: ahora me doy cuenta de que, en última instancia, el fin que perseguía el judío no era el beneficio insignificante que lograría en sus ratos conmigo, sino la posibilidad de trabar relación con mi noble amigo, cuyas inmensas expectativas conocía muy bien. De acuerdo con la propuesta que me hiciera el judío, unos ocho o nueve días después de recibir las diez libras me dispuse a ir a Eton. Entregué casi tres libras de esa suma a mi amigo el prestamista, quien me explicó la necesidad de comprar unos sellos para ir preparando las escrituras mientras me hallaba ausente de Londres. Pensé que mentía, pero no quise darle ningún pretexto que luego le permitiese achacarme sus propias demoras. Di a mi amigo el abogado (que tenía relaciones con los prestamistas ya que era abogado suyo) una suma más pequeña, a la que en verdad tenía derecho por sus apartamentos sin amueblar. Unos quince chelines se fueron en reponer, muy modestamente, mis ropas. Del resto entregué una cuarta parte a Ann, pensando dividir con ella a mi regreso el dinero que restase. Hechos estos arreglos, una oscura tarde de invierno, poco después de la seis, partí en compañía de Ann hacia Piccadilly, con intención de tomar el correo de Bath o de Bristol hasta Salt Hill. Nuestro camino atravesaba una parte de la ciudad que ahora ha desaparecido por completo, de modo que no logro recordar el antiguo límite: me parece que se llamaba la calle Swallow. Sin embargo, como teníamos tiempo, doblamos a la izquierda hasta llegar a la plaza Golden; allí nos sentamos, cerca de la esquina de la calle Sherrard, pues no queríamos despedirnos en medio del tumulto y las luces de Piccadilly. Poco antes había explicado mis planes a Ann; ahora volví a asegurarle que compartiríamos mi buena fortuna, si acaso sobrevenía, y que no la abandonaría nunca mientras me quedasen fuerzas para protegerla. Esta era en verdad mi intención, tanto por sentirme inclinado a ello como por sentido del deber puesto que, para no hablar de la gratitud que en todo caso me hiciera deudor suyo de por vida, la amaba tan entrañablemente como si fuera mi hermana, y en este momento con una ternura que la compasión aumentaba siete veces al advertir su hondo abatimiento. Al parecer tenía yo más razones para sentirme abatido ya que dejaba a quien me había salvado la vida y, sin embargo, a pesar de los golpes que sufriera mi salud, me sentía alegre y lleno de esperanzas. Ann, por el contrario, que se separaba de alguien que contaba con muy escasos medios de servirla, aparte de la bondad y el trato fraternal, estaba abrumada por la pena, hasta tal punto que cuando la besé en nuestra última despedida me echó los brazos al cuello y lloró sin decir palabra. Esperaba volver a verla, cuando mucho, una semana después y convinimos en que la quinta noche a partir de aquélla, y todas las noches siguientes, me esperaría a las seis cerca de donde acaba la calle Great Tichfield que era, por así decirlo, el refugio acostumbrado de nuestras citas, para evitar que nos perdiésemos en el gran Mediterráneo de la calle Oxford. Tomé estas y otras precauciones: sólo me olvidé de una. Nunca me dijo, o bien yo olvidé (como algo de poca importancia), su apellido. En verdad, lo usual entre las humildes muchachas de su desgraciada condición no es llamarse a sí mismas la Srta. Douglas, la Srta. Montague, etc. (como las mujeres de más pretensiones, lectoras de novelas), sino sencillamente por sus nombres de pila: Mary, Jane, Frances, etc. Hubiera debido preguntarle entonces su apellido, el medio más seguro de encontrarla, pero lo cierto es que, como no tenía ninguna razón para suponer que, después de una separación tan breve, reunimos nos sería más difícil o incierto de lo que había sido durante muchas semanas, apenas si pensé un instante que esto fuese necesario y me prometí hacerlo al despedirnos: luego estuve tan preocupado en consolarla, dándole esperanzas y en insistir en que comprara algunas medicinas para la tos y la ronquera tan violentos que sufría, que olvidé por completo preguntárselo hasta que fue demasiado tarde para volverla a llamar.
Eran pasadas las ocho cuando llegué al café de Gloucester y, como el correo de Bristol estaba a punto de partir, subí a la parte exterior. El movimiento suave y constante del coche2 me adormeció muy pronto: es curioso que el primer sueño tranquilo y reparador de que disfruté durante meses fuese en la parte exterior de un coche correo, lecho que hasta el día de hoy sigo considerando más bien incómodo. En relación con este sueño ocurrió un pequeño incidente que, al igual que centenares de otros de esa época, sirvió para convencerme de cuan fácilmente alguien que nunca ha sufrido pueda pasar por la vida sin saber nada, al menos por experiencia propia, de la posible bondad del corazón humano o, debo añadir con un suspiro, de su posible vileza. Tan espeso es el telón de modales que oculta el trazo y expresión de las naturalezas de los hombres que, para un observador común, los dos extremos y el margen infinito de variedades se confunden; el compás vasto y multitudinario de sus diversas armonías se reduce a una exigua indicación de las diferencias expresadas en la gama o alfabeto de los sonidos elementales. El caso fue el siguiente: durante las primeras cuatro o cinco millas a partir de Londres importuné al pasajero que viajaba junto a mí en el techo, pues caía sobre él cada vez que el coche daba un bandazo de su lado; más aún, si la carretera hubiese sido menos llana y pareja habría acabado por caerme, tanta era mi debilidad. Mi vecino protestó ante la molestia que le causaba, como seguramente lo hubiese hecho cualquiera en las mismas circunstancias, si bien se quejó con más dureza de lo que podía esperarse y, de haberme separado de él en ese momento, habría pensado (si acaso creyera que valía la pena pensar en él) que se trataba de un personaje malhumorado y casi brutal. No obstante tenía conciencia de haberle dado motivos para protestar y en consecuencia le presenté mis excusas, prometiéndole hacer lo que estuviera en mi alcance para no quedarme dormido otra vez; al mismo tiempo le expliqué, en tan pocas palabras como pude, que me hallaba débil y enfermo a causa de mis muchos sufrimientos y que, por ahora, no podía darme el lujo de viajar en el interior del coche. Su actitud cambió en cuanto oyó mis explicaciones; la próxima vez que volví a despertarme un instante, con el ruido y las luces de Hounslow (ya que, a pesar de mi voluntad y mis esfuerzos, había vuelto a dormirme a los dos minutos de hablarle) encontré que me había echado el brazo sobre los hombros para evitar que me cayera, y durante el resto del viaje se portó conmigo con tan femenina dulzura que al cabo iba casi acostado entre sus brazos; tanto mayor era su bondad que no podía saber si acaso yo no viajaría todo el trayecto hasta Bath o Bristol. Lo cierto es que, por desgracia, fui más lejos de lo que tenía pensado, pues dormía tan suelta y descansadamente que, tras dejar Hounslow, sólo volví a despertarme con una brusca parada del coche, sin duda ante una oficina de correo. Al preguntar dónde estábamos me respondieron que habíamos llegado a Maidenhead, que si mal no recuerdo está seis o siete millas más allá de Salt Hill. Bajé del coche y, en el medio minuto que estuvo detenido, mi afectuoso compañero (quien, apenas si entrevisto durante un minuto en Picadilly me había parecido el mayordomo de algún caballero o al menos persona de tal condición) me instó vivamente a que me acostase en el acto. Así lo prometí, sin la menor intención de cumplirlo y, por el contrario, me eché a caminar hacia delante o, mejor dicho, hacia atrás. Sería casi la medianoche, pero avanzaba tan lentamente que no había llegado al camino entre Slough y Eton cuando sentí dar las cuatro en el reloj de una granja. El aire y lo que alcancé a dormir me habían repuesto, pero me sentía fatigado. Recuerdo una idea (muy simple, pero que un poeta romano expresa bellamente) que en esa hora consoló en algo mi pobreza. Poco antes se había perpetrado un asesinato en los alrededores de Hounslow. Creo no equivocarme si afirmo que el nombre de la víctima era Steek, el propietario de un sembrado de espliego de las inmediaciones. Cada uno de mis pasos me acercaba al lugar del crimen y, como es natural, pensé que si el perverso asesino había salido esa noche, tal vez en ese mismo instante nos acercábamos el uno al otro en la oscuridad, sin saberlo; en cuyo caso, me dije, suponiendo que en vez de ser (como en verdad soy) poco más que un paria

Señor de mi saber, aunque sin tierra


fuese, al igual que mi amigo Lord [Altamont], reconocido por todos como heredero de una renta de 70.000 libras anuales, ¡qué pánico sentiría en este momento por la suerte de mi garganta! En verdad no era nada probable que Lord [Altamont] se hallase nunca en mi situación, pero no afecta el fondo de mi observación: el mucho poder y las muchas posesiones inspiran en el hombre un miedo vergonzoso de morir y estoy convencido de que si la mayoría de los más intrépidos aventureros —quienes disfrutan del pleno uso de su valentía natural gracias a la buena fortuna que los hizo nacer pobres— recibiesen al momento de entrar en acción la noticia de que acababan de heredar en Inglaterra un patrimonio de 50.000 libras al año, sentirían que su aversión por las balas se agudizaba de manera considerable3 mientras que sus esfuerzos por guardar una perfecta ecuanimidad y dominio de sí mismos se volverían, en proporción, tanto más difíciles. Tan cierto es que —para decirlo con las palabras de un sabio que conocía por experiencia ambos extremos de la fortuna— las riquezas sirven más para

Aflojar la virtud y embotar su acero

Que a tentarla con hazañas dignas de elogios

El Paraíso Recobrado


1 Por cierto, que dieciocho meses más tarde volví a dirigirme al mismo judío con el mismo propósito y, como para entonces fechaba mis cartas en un colegio prestigioso, tuve la suerte de que estudiase con atención mis propuestas. Mis necesidades no se debían a ninguna extravagancia ni a frivolidades de juventud (pues mis costumbres y la naturaleza de mis placeres me ponían muy por encima de ellas), sino tan sólo a la rencorosa malicia de mi tutor quien, cuando comprendió que ya no podía impedirme que fuese a la universidad, quiso dejarme un último recuerdo de su buena voluntad y se negó a firmar una orden que me permitiera recibir un solo chelín además de la pensión que me pagaba en la escuela, o sea 100 libras al año. En mi tiempo vivir en el colegio con esa suma era apenas posible, y del todo imposible para alguien quien, si bien exento de la ridicula ostentación de despreocuparse ostentosamente del dinero así como de gustos muy costosos, tenía en cambio el defecto de confiar demasiado en los sirvientes y no se interesaba por los mezquinos detalles de la economía doméstica. Pronto me vi en apuros y, por último, tras una prolongada negación con el judío (alguno de cuyos episodios divertirían mucho a mis lectores si tuviese tiempo de contarlos) entré en posesión de la cantidad que había pedido con arreglo a las condiciones «normales», que consistían en pagar al judío un diecisiete y medio por ciento a título de intereses sobre toda la suma del préstamo; por su parte, Israel se embolsaba graciosamente tan sólo unas noventa guineas de dicha suma, .mientras el resto correspondía a la cuenta del abogado (por qué servicios —prestados a quién y cuándo, si en el sitio de Jerusalén, la segunda construcción del Templo, o en alguna ocasión anterior— es algo que todavía no he conseguido averiguar). En verdad, he olvidado cuántas pérdidas medía la cuenta, pero la conservo en un gabinete de curiosidades de historia natural y creo que tarde o temprano he de obsequiarla al Museo Británico.

2 El correo de Bristol es el mejor equipado del reino debido a la doble ventaja de una carretera excepcionalmente buena y de una partida especial para gastos suscrita por los comerciantes de Bristol.

3 Se objetará que, en nuestros propios tiempos y en toda nuestra historia, muchas personas del más alto rango y de gran riqueza fueron las primeras en buscar el peligro en el campo de batalla. En efecto; pero éste no es el caso supuesto: una vieja familiaridad con el poder los ha hecho insensibles a sus efectos y atracciones.

jueves, 2 de agosto de 2018

Thomas de Quincey. Confesiones de un comedor de opio. Fragmento 2.


Noticia al lector
Los incidentes registrados en las Confesiones Preliminares ocurrieron durante un período que empezó hace un poco más, y terminó hace un poco menos, de diecinueve años; por consiguiente, con arreglo al modo más usual de calcular, daría lo mismo afirmar que muchos de los incidentes sucedieron hace dieciocho o diecinueve años, y como las notas y apuntes para esta narración se prepararon hacia la pasada Navidad, lo más natural pareció elegir la primera de estas fechas. En la prisa de la composición se mantuvo la fecha invariablemente, aunque pasaran unos meses, y en la mayoría de los casos puede decirse que ello no induce a error o al menos no a un error importante. Pero en una ocasión, cuando el autor habla de su propio cumpleaños, el hecho de adoptarse una fecha uniforme ha provocado una inexactitud de todo un año, pues mientras se hallaba ocupado en la composición el decimonoveno año, contado a partir del período de que se trata, llegó a su término. Por lo tanto, se ha creído conveniente señalar que el período en cuestión va de comienzos de julio de 1802 a comienzos o mediados de marzo de 1803.

1 de octubre de 1821.

Confesiones preliminares
Se ha juzgado conveniente empezar por estas confesiones preliminares o relato de introducción a las aventuras juveniles que sentaron las bases del hábito de comer opio contraído por el autor años más tarde, por tres razones distintas:
1. Porque se adelantan y responden de manera satisfactoria a una pregunta que de otro modo surgiría penosamente en el curso de las Confesiones del Opio: «¿Cómo puede una persona razonable someterse a un yugo tan doloroso, incurrir por propia voluntad en cautiverio tan servil, sujetarse a sabiendas con siete vueltas de cadena?», pregunta que de no tener respuesta plausible suscitaría la indignación ante un acto de verdadera locura, afectando así al grado de simpatía que siempre requiere un autor para lograr sus fines.
2. Porque dan la clave de algunas partes del tremendo escenario que luego pobló los sueños del comedor de opio.
3. Porque despiertan cierto interés previo de carácter personal por el sujeto de la confesión, aparte del asunto mismo de las confesiones, con lo cual éstas, a su vez, se volverán inevitablemente más interesantes. Si un hombre «que sólo habla de bueyes» se convierte en comedor de opio lo más probable (a menos que sea demasiado obtuso para soñar) es que sueñe con bueyes, mientras que en el caso que tiene ante sí el lector encontrará que el comedor de opio presume de ser un filósofo: en consecuencia la fantasmagoría de sus sueños (esté dormido o despierto, se trate de sueños diurnos o nocturnos) corresponde a alguien que, con tal vocación

Humani nihil a se alienum putat.

Pues entre las condiciones que considera indispensables para sustentar cualquier pretensión al título de filósofo se cuentan no sólo la posesión de una inteligencia sobresaliente en las funciones analíticas (si bien, en lo que se refiere a esta parte de la pretensión, Inglaterra sólo ha podido presentar muy contados aspirantes durante varias generaciones; al menos el autor no recuerda ningún candidato conocido para tal honor a quien pueda llamarse categóricamente un pensador sutil, con excepción de Samuel Taylor Coleridge y, en un terreno intelectual más limitado, con la excepción reciente e ilustre1 de David Ricardo), sino también una constitución tal de las facultades morales que le otorgue la mirada interior y el poder de intuición que exigen la visión y los misterios de la naturaleza humana: en suma, esa constitución de las facultades que (entre todas las generaciones de hombres que desde los primeros tiempos se desplegaron a la vida, por así decirlo, sobre este planeta) poseyeron nuestros poetas ingleses en más alto grado —los profesores escoceses2 en grado ínfimo.
A menudo se me ha preguntado cómo llegué a ser comedor de opio y me he visto muy injustamente disminuido en la opinión de mis conocidos, al suponerse que era el único responsable de todos los males que he de contar, ya que durante mucho tiempo me entregué a mis prácticas con el único fin de crearme un estado artificial de grata excitación. Sin embargo, esta manera de presentar mi caso es inexacta. Cierto es que durante casi diez años tomé opio de cuando en cuando por el placer exquisito que me procuraba, pero mientras lo tomé con tal propósito estuve lo suficientemente protegido contra cualquier daño material por la necesidad de interponer largos intervalos de abstinencia entre los distintos actos de gratificación a fin de renovar las sensaciones placenteras. Si el opio se convirtió para mí en un objeto de uso diario no fue con la intención de gozar de un placer, sino, por el contrario, de mitigar el dolor en su grado más intenso. Tenía veintiocho años cuando volvió a atacarme con gran vehemencia una dolorosísima afección al estómago que se manifestara por vez primera diez años antes. El origen de la dolencia eran los extremos de hambre que padecí siendo niño. Durante la estación colmada de esperanza y felicidad que vino a continuación (es decir, de los dieciocho a los veinticinco años) la enfermedad se adormeció: siguieron tres años en los que revivió de tiempo en tiempo, y luego, en circunstancias desfavorables, fruto de una depresión, me atacó con una violencia que no cedía ante remedio alguno con excepción del opio. Como los sufrimientos juveniles que causaron en un comienzo el desarreglo del estómago fueron interesantes, tanto por sí mismos como por las circunstancias que los provocaron, los recordaré aquí brevemente.
Mi padre murió cuando yo tenía unos siete años y me dejó a cargo de cuatro tutores. Fui enviado a varias escuelas, grandes y pequeñas, y pronto me distinguí en los estudios clásicos, sobre todo por mis conocimientos de griego. A los trece años escribía en griego con soltura; a los quince mi dominio del idioma era tan grande que no sólo componía versos griegos en los metros líricos sino que era capaz de conversar en griego de corrido y sin la menor dificultad: no he encontrado después a ningún helenista de mi época que alcanzase a tanto; en mi caso tal habilidad se debía a la práctica de traducir diariamente los periódicos a viva voz en el mejor griego que se me ocurriera extempore: la necesidad de forzar la memoria e invención en busca de toda suerte de combinaciones y perífrasis equivalentes a las ideas, imágenes y relaciones modernas me dio una gama de dicción que nunca habría logrado con la aburrida traducción de ensayos morales, etc. «Este niño», decía uno de mis maestros al presentarme a un visitante, «este niño podría arengar a una multitud ateniense mejor que usted o yo a una inglesa». Quien me hizo el honor de este elogio era un humanista «maduro y cabal», el único de todos mis maestros por quien sentía amor y reverencia. Para mi desgracia (y, según supe después, a pesar de la indignación de este hombre excelente), me pasaron al cuidado, primero de un imbécil que vivía aterrado ante la posibilidad de que yo revelara su ignorancia, y por último, de un respetable maestro que dirigía un famoso colegio en una antigua institución. Este señor había sido nombrado para el cargo por el Colegio [Brasenose] de Oxford; era un erudito sólido y bien preparado, mas (al igual que la mayoría de las personas de ese colegio que he conocido) hombre tosco, vulgar y sin elegancia. A mis ojos presentaba un contraste lastimoso con el brillo etoniano de mi maestro preferido: por lo demás, le era imposible disimular ante mi presencia de todas las horas la escasez y pobreza de su entendimiento. Mala cosa es que un niño sea superior a sus maestros en saber o inteligencia y tenga conciencia de ello. En lo que toca al saber, esto no ocurría sólo en mi caso, pues otros dos muchachos, que formaban conmigo el primer curso, eran mejores helenistas que el director, aunque no fuesen capaces de redactar con tanta elegancia ni estuviesen acostumbrados a sacrificar a las musas. Recuerdo que cuando ingresé leíamos a Sófocles; para nosotros, los triunviros eruditos del primer curso, era un triunfo constante ver a nuestro «Archididascalio» (como le gustaba que lo llamásemos) aprendiendo de memoria la lección antes de clase y preparando un larguísimo tren de léxicos y gramáticas para dinamitar y hacer saltar por los aires (valga la imagen) las dificultades que encontrase en los coros; nosotros, en cambio, no nos dignábamos abrir nuestros libros hasta el momento de empezar y, por lo general, estábamos ocupados en componer epigramas sobre su peluca o algún otro tema igualmente importante. Mis dos condiscípulos eran pobres y sus posibilidades de seguir una carrera universitaria dependían de la recomendación del director; yo, en cambio, poseía un pequeño patrimonio cuya renta bastaría para mantenerme en la universidad, donde quería ser enviado de inmediato. Así lo pedí con insistencia a mis tutores pero sin éxito. Uno de ellos, el más razonable y el que mejor conocía el mundo, vivía muy lejos; dos de los otros tres renunciaron a su autoridad, que pasó a manos del cuarto, y el cuarto, con el cual tenía que negociar, era, a su manera, una buena persona pero soberbio, obstinado e intolerante de la menor oposición a su voluntad. Tras varias cartas y entrevistas personales decidí que nada cabía esperar de mi tutor, ni siquiera una transacción, ya que exigía mi sometimiento incondicional y, en consecuencia, me dispuse a tomar otras medidas. El verano venía a grandes pasos y mi decimoséptimo cumpleaños se acercaba rápidamente: juré que pasada esa fecha ya no me contaría entre los alumnos de la escuela. Lo primero que necesitaba era dinero y escribí a una señora de calidad que, aunque joven, me conocía desde niño y me había dado poco antes muestras de gran cortesía, pidiéndole me «prestara» cinco guineas. Durante más de una semana no recibí respuesta; empezaba a desalentarme cuando un sirviente me puso en las manos una gruesa carta sellada con una corona nobiliaria. La carta era bondadosa y amable: mi hermosa corresponsal se encontraba en la costa, lo cual había sido la causa de la demora; enviaba el doble de lo que le había pedido e insinuaba con buen humor que no quedaría completamente arruinada si no pudiera pagarle nunca. Ya estaba listo para poner mi plan en ejecución: diez guineas, sumadas a las dos que me restaban de mi propio dinero, me parecían suficientes para un plazo indefinido, y cuando en esa edad dichosa no se impone un límite definido a nuestros poderes, el espíritu de esperanza y placer los hace virtualmente infinitos.
Observa con justicia el Dr. Johnson (y con sensibilidad, lo que no siempre puede decirse de sus observaciones) que nunca hacemos conscientemente por última vez sin entristecernos aquello que hemos tenido costumbre de hacer durante mucho tiempo. Sentí hondamente la verdad de esta observación cuando llegó la hora de abandonar [Manchester], lugar que no amaba y donde no había sido feliz. La tarde antes de dejar [Manchester] para siempre me ganó el pesar mientras en el noble y antiguo salón de la escuela resonaba el oficio vespertino, al que asistía por última vez; y esa noche, cuando se pasó lista y mi nombre (como siempre) fue el primero, me dirigí hacia delante y al pasar junto al director que allí se encontraba, me incliné ante él y, mirándolo con emoción a la cara, pensé: «Está viejo y enfermo, ya no lo veré en este mundo.» Tenía razón: no lo vi otra vez ni volveré a verlo. Esa tarde me miró complacido, sonrió de buena gana y me devolvió el saludo (o más bien, la despedida) y nos separamos (aunque él no lo supiera) para siempre. No podía respetarlo intelectualmente pero fue bondadoso conmigo e hizo por mí muchas excepciones: me apenaba pensar en la mortificación que debía infligirle.
Llegó la mañana que había de arrojarme al mundo y que desde entonces ha matizado en muchos aspectos importantes mi vida entera. Yo estaba alojado en casa del director y desde el día de mi llegada se me había concedido el favor de una habitación privada, que me servía tanto de dormitorio como de estudio. Me levanté a las tres y media y contemplé con honda emoción las antiguas torres de [la Iglesia Colegiada], «vestidas de luz temprana», que se encendían en la luminosidad radiante de una mañana sin nubes del mes de julio. Mi propósito era firme e inalterable: no obstante me inquietaba la anticipación de inciertos peligros y desgracias y, de haber previsto el huracán, la tremenda granizada de aflicciones que pronto cayó sobre mí buenas razones tuviera para sentirme agitado. Esta agitación contrastaba conmovedoramente con la paz profunda de la mañana que en cierta medida la apaciguaba. El silencio era más hondo que el de medianoche: y para mí el silencio de una mañana de verano es más emocionante que cualquier otro silencio, pues, aunque la luz sea tan clara y fuerte como la del mediodía en las demás estaciones del año, no parece que el día sea perfecto, sobre todo porque el hombre aún no está a la vista; la paz de la naturaleza y de las criaturas inocentes de Dios en tan segura y profunda sólo mientras no viene a turbar su santidad la presencia del hombre y su espíritu sin sosiego. Me vestí, cogí sombrero y guantes y todavía me demoré un instante en la habitación. Durante el último año y medio ésta había sido mi «pensativa ciudadela»; aquí atravesé, leyendo y estudiando, todas las horas de la noche; y si bien es cierto que en los últimos tiempos, aunque hecho para el amor y los más dulces afectos, perdí mi tranquilidad y alegría en la violencia afiebrada de las luchas con mi tutor, de otra parte, siendo un niño que amaba tan apasionadamente los libros, y hallándome dedicado al ejercicio intelectual, no podía sino disfrutar de muchas horas felices en medio de mi general abatimiento. Lloré mientras miraba en torno la silla, la chimenea del escritorio y otros objetos familiares, pues demasiado bien sabía que los miraba por última vez. Al escribir estas líneas han pasado dieciocho años: y sin embargo, en este momento veo nítidamente, como si fuera ayer, los trazos y la expresión del cuadro en que fijé mi última mirada: un retrato de la hermosa …….. que colgaba sobre la chimenea; los ojos y la boca eran tan bellos, todo el rostro tan radiante de bondad y serenidad divinas, que mil veces dejé de lado la pluma o el libro para pedirle consuelo, como lo pide un devoto a su santo patrón. Todavía lo estaba contemplando cuando las graves campanadas del reloj de [Manchester] proclamaron que eran las cuatro de la mañana. Fui hasta el retrato, lo besé, y luego salí despacio y cerré la puerta para siempre

1 Podría haberse añadido una tercera excepción: mi razón para no hacerlo es que el escritor al que saludo sólo dedicó sus esfuerzos juveniles a tratar expresamente de temas filosóficos; en la madurez todas sus facultades se orientaron (por razones muy disculpables y comprensibles» en vista de la dirección que ha tomado la mentalidad del público en Inglaterra) a la crítica y las bellas artes. Sin embargo, dejando de lado esta razón, me pregunto si no hay que considerarlo, más que un pensador sutil, un pensador agudo. Por otra parte, una grave limitación a su dominio de los temas filosóficos es que, como resulta evidente, no ha disfrutado de las ventajas de una cabal formación humanista: no leyó a Platón en sus años mozos (lo cual, probablemente, se debiera tan sólo a su mala suerte), pero ya maduro tampoco leyó a Kant (y esto es culpa suya).

2 No hago alusión a profesores existentes de los que, a decir verdad, sólo conozco a uno.

miércoles, 1 de agosto de 2018

THOMAS DE QUINCEY Confesiones de un inglés comedor de opio. (Fragmento I ).

 

PARTE I

Al lector
Te ofrezco, amable lector, el relato de una época notable de mi vida; confío en que, vista la aplicación que le doy, será no sólo un relato interesante sino también útil e instructivo en grado considerable. Con esa esperanza lo he redactado y esa será mi disculpa por romper la reserva delicada y honorable que, por lo general, nos impide mostrar en público los propios errores y debilidades. Nada en verdad más repugnante a los sentimientos ingleses que el espectáculo de un ser humano que impone a nuestra atención sus úlceras o llagas morales y arranca el «decoroso manto» con que las han cubierto el tiempo o la indulgencia ante las flaquezas humanas; a ello se debe que la mayoría de nuestras confesiones (me refiero a las confesiones espontáneas y extrajudiciales) procedan de gentes de dudosa reputación, picaros o aventureros, y que para encontrar tales actos de gratuita humillación de sí mismo en quienes cabría suponer de acuerdo con el sector decente y respetable de la sociedad tengamos que acudir a la literatura francesa o a esa parte de la alemana contaminada por la sensibilidad espúrea y deficiente de los franceses. Tan firmemente lo creo, tanto me inquieta la posibilidad de que se me reprochen esas tendencias, que durante varios meses he dudado si convenía que ésta o cualquier otra parte de mi narración llegase a ojos del público antes de mi muerte (después de la cual, por muchas razones, se publicará en su integridad), y, si en última instancia he acabado por tomar una decisión, no fue sin antes sopesar ansiosamente los argumentos en pro y en contra de ella.
Llevados por un instinto natural, la culpa y el sufrimiento se retraen de la mirada del público: solicitan el retiro y la soledad y hasta cuando eligen una tumba se apartan a veces de la población general de los cementerios, como si renunciaran a su lugar en la gran familia del hombre y desearan (en las conmovedoras palabras del Sr. Wordsworth)

humildemente expresar
soledades de penitencia.

Que así sea está bien, a fin de cuentas, y redunda en provecho de todos nosotros: en lo que a mí respecta no quisiera dar la impresión de menospreciar sentimientos tan saludables ni afectarlos en modo alguno, ya sea de palabra o de obra. Pero, de una parte, la acusación que dirijo contra mi persona no equivale a una confesión de culpa y, de otra, es posible que, aunque así fuese, el beneficio que obtendrían los demás de una experiencia comprada a tan alto precio compensaría con creces cualquier violencia infligida a los sentimientos que acabo de mencionar y justificaría una excepción a la norma usual. La debilidad y el dolor no entrañan necesariamente culpa. Se acercan o se alejan de las sombras de esa oscura alianza en proporción a los motivos e intenciones del ofensor y a las circunstancias atenuantes, conocidas o secretas, de la ofensa: en proporción a la fuerza que tuvieron las tentaciones desde un primer momento y a la resistencia que con actos o esfuerzos se les opuso hasta lo último. Por lo que me toca, puedo afirmar, sin faltar a la verdad ni a la modestia, que mi vida ha sido, en general, la vida de un filósofo: fui desde mi nacimiento una criatura intelectual, e intelectuales, en el más alto sentido de la palabra, fueron mis ocupaciones y placeres, aun desde mis días de colegial. Si bien comer opio es un placer sensual, y estoy obligado a confesar que me entregué a él hasta un punto nunca registrado1 en nadie, no es menos cierto que luché con religioso celo por librarme de esta sujeción fascinante y que, después de mucho, he conseguido lo que jamás oí decir de nadie: desatar casi hasta los últimos eslabones la maldita cadena que me oprimía. El triunfo de la disciplina puede alegarse con justicia para contrarrestar cualquier desfallecimiento de la voluntad. Esto para no recalcar que, en mi caso, el triunfo fue indiscutible y, en cambio, el desfallecimiento sujeto a dudas de casuística, en la medida en que se amplíe el término para abarcar actos destinados exclusivamente a aliviar el dolor o bien se reduzca su alcance a fines tales como la producción de un placer positivo.
Por lo tanto, no reconozco mi culpa: y aunque lo hiciera, es probable que acabara por resolverme a este acto de confesión, en vista del servicio que con él puedo prestar a toda clase de comedores de opio. ¿Quiénes son? Lector, siento decirte que forman una clase en verdad muy numerosa. De esto quedé convencido hace algunos años al calcular, en una pequeña clase de la sociedad inglesa (la clase de hombres distinguidos por su talento o por su situación eminente), el número de personas de quienes sabía, directa o indirectamente, que eran comedores de opio, tales por ejemplo el elocuente y bondadoso [William Wilberforce], el desaparecido deán de [Carlisle, Dr. Isaac Milner], Lord [Erskine], el Sr.…., el filósofo; un Subsecretario de Estado, ya fallecido [el Sr. Addington, hermano de Lord Sidmouth] (quien me describió la sensación que lo llevara a usar opio por primera vez con las mismas palabras que el deán de [Carlisle], o sea que «sentía como si tuviese dentro ratas que le arañaban y roían las paredes del estómago»), el Sr. [Coleridge] y muchos otros, apenas menos conocidos, que sería enojoso mencionar. Ahora bien, si en una sola clase relativamente tan limitada los casos se contaban por veintenas (y esto por lo que sabía una sola persona) era lógico deducir que toda la población de Inglaterra arrojaría una cifra proporcional. Sin embargo, puse en tela de juicio la validez de mi inferencia hasta enterarme de ciertos hechos que me demostraron que no era incorrecta. Citaré dos de ellos. 1.° Tres respetables boticarios londinenses, de barrios muy apartados de Londres, a quienes compré recientemente pequeñas cantidades de opio, me aseguraron que el número de comedores de opio aficionados (como podría llamarlos) es ahora inmenso, y que la dificultad que entraña distinguir a estas personas, para quienes el opio se ha convertido por la fuerza del hábito en una necesidad, de aquellas que lo compran pensando en suicidarse, les causa a diario preocupaciones y disputas. Esto tan sólo por lo que se refiere a Londres. De otra parte, 2.° (lo que tal vez sorprenda aún más al lector), hace algunos años, al pasar por Manchester, varios fabricantes de telas de algodón me comunicaron que sus obreros contraían rápidamente el hábito del opio, hasta el punto de que los sábados por la tarde los mostradores de las boticas estaban cubiertos de pildoras de uno, dos o tres granos, en previsión de la demanda esperada para esa noche. La causa inmediata de tal costumbre eran los bajos salarios, que entonces no permitían a los obreros regalarse con cerveza o licores: se pensaba que al aumentar los salarios cesarían esas prácticas, pero se me hace difícil creer que nadie que haya gustado los divinos placeres del opio pueda luego descender a los goces groseros y mortales del alcohol; doy por sentado

Que ahora comen quienes nunca comieron
Y quienes comieron siempre, ahora comen más.

Aceptan los poderes de fascinación del opio hasta los tratadistas de medicina, sus más grandes enemigos; Awsiter por ejemplo, boticario del hospital de Greenwich, en su Ensayo sobre los efectos del opio (publicado el año 1763), al tratar de explicar las razones por las que Mead no fue lo bastante explícito acerca de las propiedades, antídotos, etc., de la droga, emplea estos términos misteriosos (φωναντα συνετοισι): «Quizá pensó que el tema era de naturaleza demasiado delicada como para divulgarse y, puesto que muchas personas podían usar el opio indiscriminadamente, les inspiró el temor y la prudencia necesarios para evitar que experimentasen los enormes poderes de esta droga: pues hay en ella muchas propiedades que, de ser conocidas por todos, difundirían su empleo harían que entre nosotros la demanda fuese mayor que entre los propios turcos; tal conocimiento», agrega, «podría tener por resultado una verdadera calamidad». No comparto enteramente el carácter inevitable de la conclusión, pero sobre esto tendré ocasión de hablar al final de mis confesiones, cuando presente al lector la enseñanza moral de mi narración.

1 «Nunca registrado» digo: pues hay en nuestro tiempo un hombre famoso [Coleridge] que, de ser cierto lo que se cuenta de él, me ha superado grandemente en la cantidad.

Fuente:
Recopilador: Dr. Enrico Pugliatti.

Traducción de Luis Loayza

Alianza Editorial

martes, 31 de julio de 2018

Mario Cuenca Sandoval Los hemisferios. Novela. Fragmento.



Mario Cuenca Sandoval, escritor español nacido en 1975 en Sabadell (Barcelona), aunque residente en Andalucía. Es considerado uno de los más destacados representates de la nueva narrativa española tras la publicación de su novela `Boxeo sobre hielo`, aunque ha cultivado también la poesía. Con su segunda novela, `El ladrón de morfina` (2010) recibió el elogio unánime de la crítica española.
Ha obtenido los premios Surcos de Poesía (2004), Vicente Núñez de Poesía (2005), Andalucía Joven de Narrativa (2007) y Premio Internacional Píndaro a la Creación Literaria Inspirada en el Fútbol, convocado por la Casa Nacional de las Letras Andrés Bello y el Ministerio para el Poder Popular de la Cultura de Venezuela (2008). Además ha sido finalista del Premio José Saramago-Sierra de Madrid de Narrativa (2008).
Ha colaborado en múltiples revistas.

La pérdida de una mujer deseada funciona como big bang de una trama que se dispara en dos direcciones. Para cartografiar en su conjunto esta pasión, el lector deberá atravesar los paralelos de este universo narrativo, trazar el itinerario de una obsesión amorosa en dos historias que funcionan como espejos deformantes. Un París detenido en el nuevo romanticismo de los ochenta, una isla nórdica por la que se desarrolla una alucinada road movie, un episodio de vampirismo en la Barcelona de la Transición, un descenso órfico a los infiernos, una expedición al volcán que se alza en el centro de una isla de la mente. 

Todo esto cabe en la espiral de una pasión. Mario Cuenca Sandoval es un narrador de una solvencia poco común, sólo desde una prosahipnótica, exigente y alucinada es posible plantear una novela tan peculiar como seductora, un artefacto narrativo que se divide en dos mundos alternativos, dos formas de ser, de entender el arte y el cine en todas sus variantes, que arrojan experiencias estéticas de lectura completamente diferentes: la elegancia del suspense al más puro estilo del Hitchcock de Vértigo, o la inspiración visionaria del Dreyer de Ordet.

Fuente y recopilador:

Dr. Enrico Pugliatti.

Los hemisferios
Mario Cuenca Sandoval
Planeta
© de la imagen de la portada, Getty Images
© Mario Cuenca Sandoval, 2014
© de la imagen en la página 201: 1958 Universal City Studios, Inc. For Samuel Taylor
& Patricia Hitchcock O’ Connell as trustees und.
Primera edición en libro electrónico (epub): enero de 2014




90º



HABLABAN DE CINE. Siempre. El cine era la enfermedad del siglo, como la melancolía había sido el mal del siglo anterior. Circulaban por la carretera entre San Antonio e IBZ y discutían sobre la posibilidad de una película capaz de traspasar la pantalla, una película exuberante, intensa, llena de hilos por los que correría la luz y de primeros planos mágicos, con protagonistas jóvenes y bellos, casi inmateriales, casi ángeles, casi materia traslúcida. Hablaban sobre la posibilidad de un filme que además de la vista y el oído embriagaría el olfato, porque tendría olor a cerezas mordidas y a barniz, y sería tan sensual como la fruta y al mismo tiempo tan espiritual y tan armónico como los cuerpos celestes. Hablaban con el entusiasmo de dos estudiantes evadidos de la rutina, uno de esos mediodías en los que desemboca toda la perplejidad de una noche sin dormir. Se preguntaban cómo sería un cine capaz de romper la barrera entre la pantalla y la sensibilidad del público, cómo sería un cine con aroma y con temperatura. Y, de repente, habían ingresado en una tormenta de astillas de cristal y de partículas naranja alzadas por la inercia, flotando en el habitáculo del coche.
Gabriel recuerda la maniobra de adelantamiento de un autobús de turistas, vacilante, corregida varias veces, en una curva con poca visibilidad, que los enfrentó a los faros redondos y apagados de un Volkswagen blanco, y recuerda que los reflejos solares le impidieron ver el rostro del conductor —pronto supo que conductora— del otro vehículo. Pero a partir de ese punto es como si la colisión hubiera hecho trizas el cristal del tiempo. Más allá de ese instante sólo conserva recuerdos de esta naturaleza, recuerdos como fragmentos de roca ígnea escupidos a la atmósfera, que vuelan por su conciencia un segundo y la deslumbran y después se consumen en el aire.
Durante años ha intentado transferirle a Hubert una porción de la culpa, en una estrategia más o menos consciente para aliviar su peso, y sin embargo lo único que podría reprocharse a su copiloto es que aquel mediodía viajaba en la misma nube de euforia y testosterona que él, preparando, sobre la superficie de un retrovisor arrancado a otro coche, terroríficas rayas de danteína, gruesas por el centro y delgadas en sus extremos, que parecían caramelos de color naranja envueltos para regalo, por lo que no había nadie de guardia en aquella hora, nadie sensato, nadie lúcido.

El resto de cuanto recuerda, y ni siquiera en este orden, son las manos de Hubert que se abalanzaban sobre el volante, el sonido de las botellas de vino que transportaban en el maletero haciéndose trizas, el aullido de los neumáticos achicharrados por la frenada, el olor a sangre y a alcohol, la presión angustiosa del cinturón de seguridad contra el pecho y el hombro, todo el peso de su cuerpo proyectado hacia delante y multiplicado por diez, el impacto de su frente contra los mandos, el sabor de la sangre en la boca y, después, el torso de la Primera Mujer atravesado en el parabrisas de su coche frente a ellos. La Primera Mujer, lanzada como un proyectil, rompiendo el parabrisas con su cráneo, incrustando su cuerpo en el cristal roto de la memoria. La Primera Mujer, tendida sobre un manto de cristales con los brazos abiertos, y su cabeza negra y roja, el pelo pegado al cráneo por la sangre, y todo el sol del verano brillando en aquel pelo. Y después el motor —¿de cuál de los dos coches?— crepitando todavía mientras la realidad circundante echaba humo, el hedor a carne quemada, el torso de ella tendida boca abajo sobre el capó arrollado de su coche, en la postura en que sólo conseguiría dormir un borracho o un niño, y la impresión de que tenía unos brazos desproporcionados, o acaso se trate de una transgresión de la memoria; tal vez sea que el tiempo ha ido estirando aquellos brazos blancos y desnudos, aspecto que todavía le resulta muy confuso a Gabriel; es posible que la chica viajara en bikini o completamente desnuda, como Eva, porque vio sus brazos y sus hombros y su nuca, y los fragmentos de vidrio que habían llovido sobre su carne blanca y sobrenatural con el tintineo que hacen las monedas de una máquina tragaperras. Y recuerda que sintió un deseo absurdo de tocar su pelo. Y es posible, no podría asegurarlo, que estirara sus dedos hacia ella, pero también es posible que sea éste otro detalle fantasioso, agregado al recuerdo por las leyes de atracción y repulsión de la memoria.

lunes, 30 de julio de 2018

DIARIOS ÍNTIMOS. BORGES. ADOLFO BIOY CASARES. Lunes, 5 de noviembre DE 1951.


Lunes, 5 de noviembre. Exposición de Norah Borges: me sorprendió
casi, me gustó. Encuentro con viejos amigos y otros que no lo son: Mastronardi, Mallea, Xul Solar, Pérez Ruiz, Manucho Mujica Lainez, Basaldúa, Horacio Butler, entre los primeros. Vuelvo a casa con Borges. Leyó en una revista que Valéry se ponía furioso cuando alguien distinguía entre fondo y
forma.
BORGES: «Ponerse furioso me parece demasiado. Qué raro pretender que no existen distinciones que todo el mundo entiende. Otro sofisma
consiste en negar lo que no es fácil de definir. Quizá no se pueda precisar
cuándo acaba el día y empieza la noche; pero nadie confunde el día con la
noche». Pensamos, casi inútilmente, en el prólogo para nuestros dos films
 

domingo, 29 de julio de 2018

BIOY CASARES. BORGES. DIARIOS ÍNTIMOS. Martes, 28 de abril DE 1953.

(DE LAS FUENTES APÓCRIFAS EN BORGES Y BIOY CASARES. J. Méndez-Limbrick).

Martes, 28 de abril. Come en casa Borges. Buscamos en vano cuentos en los tres tomos de cuentos árabes de René Basset.1 Borges recuerda
una leyenda de dos dioses de la India, uno con miles de esposas y otro sin
ninguna.
BORGES: «Mañana compro el libro donde lo leí». BIOY: «NO:contemos nosotros el episodio y lo atribuimos a un autor cualquiera». Así
lo hicimos; empieza con las palabras: «Una tradición recogida por sir Wi¬
lliam Jones quiere que un dios del Indostán...»; lo atribuimos al libro
Cuarenta años en el lecho del Ganges de unjesuita portugués.


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MANUAL DE CREATIVIDAD LITERARIA DE LA MANO DE LOS GRANDES AUTORES FRAGMENTO

  Literatura y vida Prólogo de Alicia Mariño Espuelas   Leer para vivir, como decía Gustave Flaubert, y como reza al comienzo de este libr...

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