Tan
juntas y entrelazadas se hallan en esta vida las ocasiones de risas y
de lágrimas que aún no puedo recordar sin sonreír un incidente que
ocurrió entonces y casi pone fin a la inmediata ejecución de mis
planes. Tenía conmigo un baúl pesadísimo, que además de mis ropas
contenía casi toda mi biblioteca. La dificultad consistía en hacer
llegar este baúl a un porteador: mi habitación se hallaba en una
elevación aérea de la casa y (lo que es peor) la escalera que
comunicaba con este ángulo del edificio sólo era accesible a través
de una galería que pasaba ante el dormitorio del director. Siendo el
preferido de todos los sirvientes yo sabía que cualquiera de ellos
me protegería y guardaría el secreto, por lo que expuse mi problema
a uno de los camareros. El muchacho me juró hacer lo que le pidiese
y, llegado el momento, vino a mi habitación para bajar el baúl. Yo
temía que la empresa resultase superior a las fuerzas de una sola
persona: pero el camarero tenía
Hombros
de Atlante que soportarían
El
peso de potentes monarquías
y
espaldas tan anchas como la llanura de Salisbury. Por consiguiente,
insistió en ocuparse del baúl sin ayuda de ninguna clase, mientras
yo esperaba lleno de ansiedad al pie de la escalera. Durante unos
momentos lo oí bajar con pasos lentos y seguros: por desgracia, al
acercarse al punto más peligroso, a pocos pasos de la galería,
tanto le temblaron los miembros que resbaló, y la pesada carga que
dejó caer de los hombros fue ganando tal impulso en cada uno de los
escalones que al llegar abajo dio un bote, o mejor dicho, pegó un
gran salto, haciendo un ruido de veinte demonios, para ir a
estrellarse contra la mismísima puerta del Archididascalio. Mi
primera impresión fue que todo se había perdido y que la única
posibilidad de batirse en retirada sería sacrificar el equipaje. Mas
pensándolo bien decidí afrontar los acontecimientos. El camarero
estaba muy alarmado, tanto por cuenta propia como por lo que pudiera
ocurrirme, y, sin embargo, lo ridículo del contratiempo le afectó
de modo tan irresistible que estalló en una larga, sonora y
cantarína carcajada que bastara para despertar a los Siete
Durmientes. Al oír tan rotunda explosión de alegría, que retumbaba
ante los propios oídos de la autoridad insultada, no pude evitar
unirme a ella forzado, más que por la lamentable étourderie
del baúl, por sus efectos sobre el camarero. Ambos esperábamos,
como lo más natural, que el Dr. [Lawson] se precipitara fuera del
cuarto, ya que por lo general bastaba que se moviese un ratón para
verlo surgir como un mastín de su perrera. Sin embargo, por extraño
que parezca, en esta ocasión cesaron las risas y en el dormitorio no
se oyó ruido alguno, ni tan siquiera el más leve crujido. El Dr.
[Lawson] padecía de una molesta enfermedad que, si bien a veces lo
mantenía despierto, hacía tal vez que el sueño, cuando llegaba,
fuese tanto más profundo. Cobrando valor con el silencio, el
camarero volvió a echarse la carga sobre los hombros y terminó el
resto del descenso sin accidente. Esperé hasta ver el baúl en una
carretilla, camino del porteador; luego, «con la Providencia de
guía», me eché a caminar, llevando bajo un brazo un pequeño bulto
con unas cuantas prendas de vestir, en un bolsillo uno de mis poetas
ingleses preferidos y en el otro un librito en duodécimo con unas
nueve piezas de Eurípides.
En
un principio mi intención había sido dirigirme a West-morland tanto
por el cariño que le tengo a esa región como por razones
personales. Sin embargo, el azar dio una dirección distinta a mis
peregrinaciones y me encaminé a Gales del Norte.
Después
de vagar durante algún tiempo en Denbigshire, Merionetshire y
Caernarvonshire, me alojé en una linda casita de B[angor]. Aquí
hubiera podido quedarme con entera comodidad varias semanas, pues en
B[angor] los alimentos eran muy baratos debido a la falta de otros
mercados para el exceso de producción de un vasto distrito agrícola.
Pero un incidente, en el que quizá no hubo intención alguna de
ofenderme, me devolvió a mis andanzas. No sé si lo habrá notado el
lector, pero he observado muchas veces que la clase social más
orgullosa de Inglaterra (o, en todo caso, aquella en que el orgullo
es más aparente) es la que conforman las familias de los obispos.
Los nobles y sus hijos llevan en sus títulos notificación
suficiente de su rango. Más aún, sus propios nombres (y lo mismo
puede decirse de muchas casas sin título) bastan para declarar a
oídos ingleses lo ilustre del nacimiento o la ascendencia. Apellidos
como Sackville, Manners, Fitzroy, Paulet, Cavendish y muchos otros
cuentan su propia historia. Por ello tales personas encuentran el
respeto que merecen ya asentado en todos, con excepción de aquellos
a quienes la propia oscuridad hace ignorantes de los usos del mundo:
«Quien no los conoce demuestra ser un desconocido.» Sus modales van
adquiriendo el tono y la coloración que convienen; por una vez en
que juzgan necesario poner de relieve su calidad encuentran mil
ocasiones de templar y moderar esta impresión con actos de cortés
condescendencia. No sucede lo mismo con las familias de los obispos,
que a duras penas logran dar a conocer sus títulos ya que el número
de prelados nacidos en familias nobles no es, en ningún momento, muy
grande y la sucesión a las dignidades es tan rápida que el público
no suele tener tiempo de acostumbrarse a sus nombres, a menos que
éstos ya hayan ganado fama literaria. A ello se debe que los hijos
de los obispos tengan un aire austero y desagradable que indica
pretensiones no reconocidas por todos, una actitud de noli
me tangere que se inquieta
nerviosamente ante cualquier asomo de familiaridad, un continuo
retraerse, con exagerada sensibilidad de gotoso, ante el menor
contacto con los οι πολλοι. Sin
duda, una poderosa inteligencia o una bondad excepcional permiten
superar estas debilidades, pero, en general, se reconocerá la verdad
de lo que digo: si el orgullo no tiene en estas familias raíces más
hondas, por lo menos surge con mayor frecuencia en la superficie de
los modales. El espíritu que anima dichos modales se comunica, como
es natural, a los servidores y a otras gentes que dependen de las
familias. Ahora bien, la dueña de la casa en que me alojé había
sido criada de la señora, o ama de los niños, en la familia del
obispo de B[angor], y sólo poco tiempo antes había dejado el
servicio para casarse y «establecerse» (como dice esa gente) de por
vida. En una ciudad tan pequeña como B[angor] el mero hecho de haber
vivido con la familia del obispo confiere cierto prestigio, y a mi
buena dueña le había tocado, con creces, la parte del orgullo a que
he hecho referencia. Su gran tema de conversación era lo que «mi
señor» hacía y lo que «mi señor» decía, cuan útil era en el
parlamento, cuan indispensable en Oxford. Todo lo sobrellevé
pacientemente pues tenía demasiado buen corazón para reírme de
nadie en su cara y era mucho lo que podía perdonar a la garrulería
de una vieja sirvienta. Pero, como era inevitable, no debí parecerle
lo bastante impresionado con la importancia del obispo y, quizá para
castigar mi indiferencia, o bien por simple accidente, me repitió un
día una conversación en la que, indirectamente, yo era una de las
partes interesadas. Había ido al palacio a saludar a la familia y
después de cenar la llamaron al comedor. Al dar cuenta de la
economía de su casa se le ocurrió mencionar que había alquilado
sus apartamentos. Parece que el bueno del obispo aprovechó la
oportunidad para hacerle una advertencia en cuanto a la selección de
inquilinos: «puesto que», le dijo, «debes tener en cuenta, Betty,
que este lugar se halla en el camino real a Holyhead, de modo que es
muy probable que pasen por aquí multitudes de tramposos irlandeses
que van a Inglaterra huyendo de sus deudas y multitudes de tramposos
ingleses que huyen de sus deudas a la isla de Man». En verdad el
consejo no estaba desprovisto de razón, aunque fuera mejor que la
Sra. Betty lo guardase para meditarlo en privado y no que viniese a
contármelo. Lo que siguió fue todavía peor. «Oh, mi señor»,
respondió mi patrona (de acuerdo a su propia versión de lo
ocurrido), «realmente no creo que este joven caballero sea un
tramposo, pues...» «¿No cree
usted que yo sea un tramposo?», dije interrumpiéndola en un
paroxismo de indignación: «En adelante le evitaré el trabajo de
pensar en el asunto.» Y sin perder un minuto empecé los
preparativos para marcharme. La pobre mujer parecía dispuesta a
hacer algunas concesiones, pero mucho me temo que desperté su
indignación e hice que toda reconciliación se tornase imposible con
una expresión dura y despectiva que apliqué al ilustre prelado. En
verdad me molestaba que el obispo hubiese sugerido razones para
sospechar, aunque fuera remotamente, de una persona que nunca había
visto y me vino a la cabeza la idea de hacerle saber, en griego, lo
que pensaba; de esta manera, al tiempo que habría cierta presunción
para suponer que yo no era un tramposo, incitaría al obispo (al
menos tal era mi esperanza) a responderme en el mismo idioma, en cuyo
caso estaba seguro de probar que, aunque no tan rico como Su Señoría,
yo era mejor helenista. Sin embargo, tras pensarlo con más calma
dejé de lado este proyecto infantil: me dije que el obispo tenía
razón en aconsejar a una vieja servidora; que no podía haber sido
intención suya que yo me enterase de los consejos; y que la misma
necedad que moviera a la Sra. Betty a repetirme la conversación la
habría seguramente llevado a adornarla de modo más concorde a su
propia manera de pensar que a las expresiones que en realidad
empleara el obispo.
Antes
de una hora había dejado mis apartamentos, en lo que estuve muy
desafortunado, pues desde entonces me vi obligado a alojarme en
posadas, con lo cual muy pronto se me acabó el dinero. Quince días
más tarde me quedaba tan poco que sólo podía pagarme una comida al
día. Con el vivo apetito que producen el ejercicio constante y el
aire de montaña en un estómago juvenil, este régimen tan escaso no
tardó en hacerme sufrir mucho, ya que el único alimento que
alcanzaba a comprar era café o té. Al cabo ni siquiera esto pude
permitirme y en adelante me sustenté, mientras permanecí en Gales
con las bayas, moras y fresas que cogía gracias a las invitaciones
que me hacían de cuando en cuando, a manera de retribución por
pequeños servicios que tenía la oportunidad de prestar. A veces
escribía cartas de negocios para gentes del campo con parientes en
Liverpool o en Londres: más a menudo redactaba cartas de amor para
muchachas de servicio de Shrewsbury o de otras aldeas de la frontera
inglesa. En todas estas ocasiones di entera satisfacción a mis
humildes amigos que, en general, me trataron con hospitalidad; sobre
todo una vez, cerca de la aldea de Llan-y-styndw (o un nombre por el
estilo), en un apartado rincón de Merionetshire, una familia de
jóvenes me recibió durante más de tres días con bondad cariñosa
y fraternal que me dejó en el corazón una huella que aún no se
borra. En ese entonces la familia estaba formada por cuatro hermanas
y tres hermanos, todos de admirable elegancia y delicadeza de
modales. No recuerdo haber encontrado, ni antes ni después, tanta
belleza ni tanta cortesía y refinamiento naturales en gente del
campo, salvo en una o dos ocasiones en Westmorland y Devonshire.
Hablaban inglés, lo que no es frecuente en tantos miembros de una
familia, sobre todo en pueblos alejados del camino real. Recién
llegado a la casa escribí para uno de los hermanos, que había
prestado servicios a bordo de un barco de guerra inglés, una carta
sobre la parte que le correspondía en una presa y también, aunque
más secretamente, dos cartas de amor para dos de las hermanas. Ambas
era hermosas muchachas y una de ellas de un encanto, verdaderamente
excepcional. En medio de la confusión y el rubor de las hermanas al
dictarme, o mejor dicho darme instrucciones muy generales, no
necesité de gran sagacidad para descubrir su deseo de que las cartas
fueran todo lo amables que pudiesen ser sin menoscabo del orgullo que
conviene a una doncella. Traté de disponer mis expresiones en forma
tal que conciliasen ambos sentimientos y quedaron tan satisfechas
ante mi manera de exponer sus pensamientos como asombradas (en su
simplicidad) de que hubiera adivinado tan pronto sus voluntades. La
acogida de las mujeres de una familia suele determinar la
hospitalidad con que se recibe al visitante. En este caso cumplí mis
funciones confidenciales de secretario a satisfacción de todos y
quizá los distraje un poco con mi charla, pues insistieron con tal
cordialidad en que me quedase que me sentí poco inclinado a
resistir. Dormí con los hermanos, ya que la única cama desocupada
estaba en la habitación de las muchachas, y en todo lo demás me
trataron con un respeto que es raro manifestar ante bolsas tan
ligeras como la mía, como si mis conocimientos fuesen prueba
suficiente de que yo era de «buena familia». De este modo viví con
ellos tres días, así como la mayor parte del cuarto y, en vista de
la amabilidad con que en todo momento me trataron, creo que hasta
ahora seguiría con ellos si sus medios hubieran estado a la altura
de sus deseos. La última mañana, mientras tomábamos el desayuno,
advertí en sus caras la expresión que anuncia una noticia
desagradable; poco después uno de los hermanos me explicó que, el
día anterior a mi llegada, sus padres habían ido a la reunión
anual de metodistas que se celebraba en Caernavon y volverían ese
día: y «si acaso no eran tan corteses como debían», me rogaba, en
nombre de todos los jóvenes, que no lo tomase a mal. Llegaron los
padres, con caras de pocos amigos y «Dym
Sassenach» (no hablo inglés) por
respuesta a todas mis palabras. Comprendí la situación y, tras
despedirme afectuosamente de mis amables e interesantes anfitriones,
proseguí mi camino. Aunque hablaron de mí con simpatía a sus
padres, y se disculparon varias veces por los modales de los viejos
diciendo que era solamente «su modo de ser», pude darme cuenta
fácilmente que mi talento para escribir cartas de amor sería, a
ojos de dos graves metodistas galeses sexagenarios, tan poco
recomendable como mis sáficos o alcaicos griegos: lo que había sido
hospitalidad cuando me la ofrecieron con graciosa cortesía mis
jóvenes amigos se volvería una limosna ante la aspereza de los
viejos. Sin duda el Sr. Shelley tiene razón en sus ideas sobre la
vejez: a menos que se le opongan con gran fuerza influencias
contrarias de toda clase, la vejez corrompe y agosta miserablemente
las dulces caridades del corazón humano.
Poco
después logré llegar a Londres, poniendo en práctica medios que la
falta de espacio me obliga a callar. Se inició entonces la última y
más feroz etapa de mis muchos sufrimientos, y hasta podría decir de
mi agonía sin que la expresión resultase exagerada. En efecto,
padecí ahora, durante más de dieciséis semanas, el suplicio físico
del hambre en sus diversos grados de intensidad y tan amargamente
como puede haberlos resistido cualquier ser humano que consiguiera
sobrevivir. No quiero herir sin necesidad los sentimientos del lector
entrando en detalles acerca de todo lo que hube de soportar, pues
casos tan extremos como éste, aun cuando medien las más graves
faltas o culpas, no pueden comtemplarse, ni siquiera en una
descripción, sin esa sentida piedad que resulta tan dolorosa a la
bondad natural del corazón humano. Baste decir, al menos por ahora,
que mi único sustento fueron unos pocos pedazos de pan cogidos de la
mesa en que desayunaba una persona (que me suponía enfermo pero que
no sabía de mi extrema necesidad) y esto a intervalos irregulares.
En la primera parte de mis tribulaciones (o sea, casi todo el tiempo
que pasé en Gales y luego, sin interrupción, durante los dos
primeros meses de mi estancia en Londres) no tuve casa y fue raro que
durmiera bajo techo. Al hallarme constantemente al aire libre
atribuyo el que mis tormentos no acabasen conmigo. Sin embargo más
adelante, cuando el clima se hizo frío e inclemente y comencé a
languidecer por lo mucho que había padecido, fue sin duda una suerte
que la misma persona a cuya mesa de desayuno tenía acceso me
permitiera dormir en una gran casa desocupada de la que era
inquilino. La llamo desocupada porque no vivía en ella una familia
ni se trataba ningún negocio; ni siquiera estaba amueblada, con
excepción de una mesa y unas cuantas sillas. Pero, al tomar posesión
de mi nuevo alojamiento, encontré que ya habitaba la casa un único
ocupante, una pobre niña solitaria que tendría entonces unos diez
años, si bien era de aspecto macilento y el hambre hace que los
niños parezcan mayores de lo que son. Esta niña desamparada me dijo
que había vivido y dormido sola en la casa desde cierto tiempo antes
de mi llegada; la pobre criatura dio muestras de gran alegría al
enterarse de que yo le haría compañía en las horas de oscuridad.
La casa era grande y, debido a la falta de muebles, el ruido que
hacían las ratas resonaba con ecos prodigiosos en los salones y en
la espaciosa escalera; en medio de los padecimientos tan inmediatos y
materiales del frío y, mucho me temo, del hambre, la niña desvalida
había encontrado ocio suficiente para sufrir aún más (al parecer)
a causa de los fantasmas que ella misma inventaba. Le prometí
protegerla contra toda clase de fantasmas, pero ¡ay!, esta era la
única ayuda que podía ofrecerle. Nos acostábamos en el suelo con
un montón de execrables escritos judiciales por almohada y una
especie de amplia capa de caballero a manera de manta; luego
descubrimos en un desván un pequeño trozo de alfombra y otros
retazos que usamos para calentarnos. La pobre niña se pegaba a mí
en busca de calor y para que la defendiera de sus enemigos
fantasmales. A menos de sentirme más enfermo que de costumbre yo la
tomaba en mis brazos de modo que, por lo general, le comunicaba un
poco de calor, y muchas veces ella dormía mientras yo velaba: pues
durante los dos últimos meses de mis sufrimientos yo dormía mucho
durante el día y a todas horas caía de pronto en un sueño
pasajero. Pero dormir me pesaba más que velar, no sólo por lo
tumultuoso de mis sueños (que no llegaban a ser tan atroces como los
producidos por el opio, los cuales tendré ocasión de describir más
adelante) sino porque, como sólo dormía de manera muy superficial,
escuchaba mis gemidos y tenía la impresión de que mi propia voz me
despertaba a cada momento; alrededor de esta época comenzó a
asediarme una sensación horrible tan pronto como me adormecía,
sensación que he vuelto a sentir en distintas épocas de mi vida y
que consiste en una especie de contracción (creo que en la región
del estómago, pero no estoy seguro) que me obliga a estirar
violentamente las piernas para hacerla desaparecer. Como esta
sensación se presentaba tan pronto como me adormecía, y el esfuerzo
por sentir alivio me despertaba a cada instante, al cabo dormía sólo
por agotamiento y, en vista de mi debilidad cada vez mayor, estaba
(como antes dije) durmiéndome y despertándome constantemente.
Entretanto el dueño de la casa se presentaba ante nosotros a veces
muy temprano, a veces sólo a las diez de la mañana y a veces no
aparecía. El hombre vivía en continuo temor de los alguaciles y
había mejorado el plan de Cromwell, puesto que dormía cada noche en
un barrio distinto de Londres; observé que nunca dejaba de mirar por
un ventanillo a quien llamaba a la puerta antes de permitir que se le
abriese. Desayunaba solo: en realidad difícilmente hubiera podido
arriesgarse a invitar a otra persona dado lo escaso del servicio de
té así como del matériel
comestible, que por lo general no consistía sino en un panecillo o
unas cuantas galletas comprados mientras venía del lugar donde
pasara la noche. Si a pesar de ello hubiese hecho invitaciones, como
una vez se lo señalé erudita y burlonamente, las distintas partes
asistentes (y no asentadas,
por falta de asientos) se hubieran encontrado entre sí en relación
de sucesión, como dicen los metafísicos, y no de coexistencia; en
la relación de las partes del tiempo y no del espacio. Durante el
desayuno yo hallaba alguna razón para acercarme a la mesa y, con el
aire más indiferente de que era capaz, recogía sus sobras, aunque a
veces no quedaban sobras de ninguna clase. Con ello no robaba a
nadie, como no fuera a este hombre que una vez (creo) tuvo que enviar
al mediodía por más galletas; en efecto, la pobre niña no entraba
nunca al estudio (si cabe dar tal nombre al lugar en que se
amontonaban los pergaminos, escritos judiciales, etc.); para ella esa
habitación era en la casa el cuarto de Barba Azul, que el dueño
cerraba con llave cuando salía a cenar a eso de las seis de la
tarde, hora en que casi siempre se marchaba para no regresar h hasta
el día siguiente. No logré saber si la niña era hija ilegítima
del Sr. [Brunell] o sólo una persona de servicio, pero lo cierto es
que la trataba en todo como a una modestísima sirvienta. Tan
pronto como aparecía el Sr. [Brunell] la
chica se iba escaleras abajo a cepillarle los zapatos, el abrigo,
etc., y, a menos que la llamase para hacerle un encargo, ya no surgía
del triste Tártaro de las cocinas al aire de la planta principal
hasta que, al anochecer, mis golpes a la puerta traían a la entrada
sus pasitos temblorosos. De su vida durante el día sólo sé lo poco
que me contaba por las noches, pues en cuanto empezaban las horas de
trabajo yo me daba cuenta de que mi ausencia se estimaba aceptable y,
por lo general, iba a sentarme a un parque o a algún otro lugar
hasta que cayera la noche.
Pero,
a todo esto, ¿quién —y qué— era el dueño de la casa? Lector,
era uno de esos profesionales anómalos de los escalones más bajos
del derecho que —¿cómo decirlo?— por razones de prudencia o
necesidad no se permiten disfrutar del lujo de una conciencia
demasiado delicada (podría abreviarse mucho la perífrasis, pero eso
lo dejo a gusto del lector); en muchos oficios una conciencia
representa una carga más onerosa que una esposa o un coche; y así
como la gente habla de «deshacerse» de sus coches, supongo que mi
amigo el Sr. [Brunell] se había «deshecho» de su conciencia
durante cierto tiempo, sin duda con la intención de volver a poseer
una en cuanto pudiera permitírselo. La economía interna que rige la
vida diaria de un hombre de esta clase conformaría un cuadro muy
curioso si me fuese posible entretener al lector a costa suya. Aunque
mis oportunidades para observar lo que sucedía eran limitadas, fui
testigo de muchas escenas de intrigas londinenses, complejas
trapacerías, «ciclos y epiciclos, órbitas dentro de órbitas» que
hasta hoy me hacen sonreír —que aún entonces me hacían sonreír,
a pesar de mis desgracias. No obstante, en vista de la situación en
que me hallaba, tuve muy pocas ocasiones dé conocer por experiencia
propia las cualidades de carácter del Sr. [Brunell], como no fuesen
las más honorables, y de su extraña constitución debo olvidarlo
todo salvo que conmigo fue servicial y, en la medida de sus
posibilidades, generoso.
No
era que pudiese mucho, en verdad, pero al menos yo no le pagaba
alquiler —tenía esto en común con las ratas— y así como el Dr.
Johnson dejó testimonio de que sólo una vez en su vida le
permitieron comer del árbol cuanta fruta deseara, quiero ser
agradecido y recordar que sólo en esa oportunidad puede elegir a mi
gusto entre las muchas habitaciones de una casa de Londres. Con
excepción del cuarto de Barba Azul, que la pobre niña creía
embrujado, todos los demás, desde el ático hasta el sótano,
estaban a nuestra disposición; «el mundo entero se abría ante
nosotros» y cada noche levantábamos nuestra tienda en el lugar que
se nos antojase. La casa, ya lo he dicho, es espaciosa y ocupa un
lugar central en un barrio muy conocido de Londres. Sin duda, muchos
de mis lectores pasarán ante ella a las pocas horas de leer esta
página. En lo que a mí respecta, no dejo de visitarla siempre que
mis asuntos me traen a Londres; esta misma noche del 15 de agosto de
1821, día de mi cumpleaños, me aparté a eso de las diez de la
calle de Oxford, por donde había salido a caminar, con el propósito
de ir a verla; ahora la ocupa una familia respetable; en el salón
principal, que estaba iluminado, vi un grupo familiar, seguramente
tomando té, y al parecer, tranquilo y alegre. ¡Qué maravilloso
contraste, a mis ojos, con la oscuridad —el frío— el silencio y
la desolación de esa misma casa hace dieciocho años, cuando sus
ocupantes nocturnos eran un estudiante que se moría de hambre y una
niña abandonada! A ella, dicho sea de paso, traté de encontrarla
durante años pero en vano. Aparte de su situación no era lo que
pudiera llamarse una niña interesante: no era bonita, ni muy
despierta, ni de maneras especialmente agradables. Sin embargo, ni
siquiera en esos años requería yo —¡gracias a Dios!— el adorno
de cualidades novelescas para conciliar mi afecto; me bastaba la
simple humanidad en su más llana y humilde apariencia, y quería a
la niña porque era mi compañera de desdichas. Si ahora vive
probablemente es madre y tiene sus propios hijos, mas, como he dicho,
nunca logré averiguar su paradero.
Siento
que así haya sido, pero en esos tiempos conocí a otra persona que
desde entonces he intentado encontrar con mucha mayor ansiedad y con
dolor mucho más profundo ante mi fracaso. Esta persona era una
muchacha de las que viven del salario de la prostitución. No me
avergüenzo, ni tengo razón alguna para avergonzarme, cuando admito
que trataba familiar y amistosamente a muchas mujeres que se hallaban
en esa condición desventurada. El lector no tiene por qué sonreír
ni tampoco por qué fruncir el ceño ante esta confesión. Aun sin
necesidad de recordar a mis cultos lectores el viejo proverbio latino
—Sine Cerere,
etc.— cabe imaginar que, en vista del estado de mi bolsa, mi
relación con tales mujeres no podía ser impura. Lo cierto es que en
ningún momento de mi vida he pensado que pudiera mancharme el roce o
la proximidad de cualquier criatura que tuviese forma humana; por el
contrario, desde mi más temprana juventud he tenido a mucha honra
conversar llanamente, more Socratico,
con todos los seres humanos, hombres, mujeres o niños, que la suerte
atravesara en mi camino: práctica que se acuerda con el conocimiento
de la naturaleza humana, los buenos sentimientos y la franqueza en el
trato propios de un hombre que aspira a ser reconocido por filósofo.
Un filósofo no puede mirar las cosas con los ojos de la pobre
criatura limitada que se llama a sí misma hombre de mundo y que,
tanto por nacimiento como por educación, está llena de prejuicios
estrechos y egoístas; por el contrario, ha de considerarse como un
ser universal que guarda la misma relación con grandes y pequeños,
con gentes instruidas o ignorantes, con culpables e inocentes. Como
en esos tiempos yo era por fuerza un peripatético, un hombre de la
calle, nada más natural que me encontrase a menudo con las
peripatéticas que se designa con el término técnico de mujeres de
la calle. Varias de estas mujeres me defendieron de los guardianes
que venían a echarme de los escalones, a la entrada de las casas,
donde solía sentarme. Una de ellas, que es lo que me trae a este
tema... ¡Pero no! No he de confundirte, oh noble Ann, con esa clase
de mujeres; quiero hallar, de ser posible, un nombre más dulce para
designar la condición de la muchacha cuya compasión y generosidad,
que me asistieron en la necesidad cuando el mundo entero me había
abandonado, debo el estar con vida en este momento. Durante muchas
semanas recorrí por las noches la calle de Oxford en compañía de
esa pobre muchacha sin amigos o descansé a su lado en las
escalinatas o al abrigo de los portales. Debía ser menor que yo; en
verdad, me dijo que aún no había cumplido los dieciséis años. Las
preguntas que me inspiró el interés que sentía por ella me
permitieron irme enterando gradualmente de su sencilla historia. Su
caso (luego he tenido ocasiones para suponerlo) es de los que ocurren
frecuentemente; si la beneficencia londinense mejorase sus
disposiciones, en muchos de ellos podría interponerse el brazo de la
ley para proteger o vengar. Pero en Londres la corriente de la
caridad, aunque profunda y caudalosa, fluye en silencio por canales
subterráneos, a los que no tienen fácil acceso, si acaso los
conocen, los pobres desventurados sin hogar; y no puede negarse que
en su aire y conformación exteriores la sociedad de Londres es dura,
cruel y repulsiva. . Sin embargo, en este caso advertí que sería
fácil reparar parte de los daños que había sufrido Ann y muchas
veces la insté vivamente a que presentase su queja ante un
magistrado; le aseguré que sería atendida de inmediato, por más
desvalida que estuviese, y que la justicia inglesa, que no respeta
influencias, no tardaría en vengarla con el máximo rigor del
granuja brutal que la despojara de su pequeña fortuna. Muchas veces
también me prometió hacerlo, pero se demoraba en poner en marcha
las gestiones que yo le señalaba cada cierto tiempo, pues su timidez
y abatimiento eran tales que denunciaban lo hondamente que el dolor
se había apoderado de su corazón de niña; tal vez pensara, con
razón, que nada podía hacer el más íntegro de los jueces, ni el
más justiciero de los tribunales, para reparar sus más graves
daños. A pesar de ello, algo, tal vez, se habría hecho y al cabo
quedó acordado entre nosotros, aunque por desgracia sólo la
penúltima vez que nos vimos, que uno o dos días más tarde nos
presentaríamos juntos ante un magistrado y que yo hablaría en su
nombre. Pero estaba escrito que no podría prestarle nunca este
pequeño servicio. En cambio, ella me prestó a mí uno mayor de lo
que nunca podría pagarle, que fue el siguiente: Una noche, mientras
caminábamos paso a paso por la calle de Oxford, después de un día
en que me había sentido más débil y enfermo que de costumbre, le
pedí que me acompañara hasta la plaza de Soho: fuimos allá y nos
sentamos en los escalones de una casa, ante la cual no puedo pasar,
hasta el día de hoy, sin sentirme acongojado y rendir homenaje en mi
fuero interno al espíritu de la pobre muchacha, en memoria de la
noble acción que cumplió en este lugar. De pronto, mientras
estábamos sentados, comencé a sentirme muy mal: había estado
apoyando la cabeza en su seno y súbitamente me desprendí de sus
brazos y caí hacia atrás, sobre las gradas. Lo que sentí en ese
momento me ha dejado la firme e íntima convicción de que, sin un
estímulo poderoso que me reanimase, hubiera muerto en el acto o por
lo menos caído en tal grado de postración que, en el desamparo en
que me hallaba, pronto habría perdido toda esperanza de recobrarme.
Entonces, en esta crisis de mi destino, mi pobre compañera huérfana
—que sólo encontrara agravios en el mundo— me tendió una mano
salvadora. Con un grito de terror, mas sin perder un segundo, corrió
hasta la calle de Oxford y, en menos de lo que toma contarlo, volvió
a mí con un vaso de vino y especias que obraron sobre mi estómago
vacío (que en ese momento habría rechazado todo alimento sólido)
con un poder instantáneo de recuperación: la generosa muchacha pagó
este vaso de vino con el poco dinero que entonces poseía —¡no lo
olvidéis!— que apenas le bastaba para sus necesidades más
urgentes y sin ninguna razón de suponer que alguna vez podría
pagarle. ¡Oh mi joven benefactora! ¡Cuántas veces, en los años
que siguieron, me encontré en lugares solitarios pensando en ti con
dolor de corazón y amor perfecto, cuántas veces quise que, así
como en la antigüedad se creía que la maldición de un padre tenía
poder sobrenatural y perseguía a su víctima con fatal necesidad de
ejecución, también las bendiciones de un corazón abrumado por la
gratitud tuviesen prerrogativas semejantes y recibiesen de lo alto la
facultad de seguirte, asediarte, alcanzarte, darte caza, hasta en la
oscuridad central de un burdel de Londres o (si fuera posible) hasta
en la oscuridad de la tumba para allí despertarte con un mensaje
solemne de paz y misericordia, de reconciliación final!
No
suelo llorar: no es tan sólo que mis pensamientos sobre los temas
relacionados con los principales intereses del hombre desciendan cada
día, cada hora más bien, a mil brazas de profundidad, «demasiado
hondo para las lágrimas», ni que la austeridad de mis hábitos
intelectuales provoque un antagonismo (frente a los sentimientos que
desatan el llanto, que por fuerza no existe en las personas a quienes
su liviandad protege de cualquier tendencia al dolor meditativo así
como, a causa de esa misma liviandad, son incapaces de resistir a
tales sentimientos cuando por azar se presentan), sino creo también
que, para defenderse de la más extrema desesperación, todos los que
consideren esas cuestiones tan profundamente como yo, habrán tenido
que fomentar en sí mismos y venerar desde hace tiempo alguna
creencia consoladora sobre los futuros equilibrios y los significados
jeroglíficos del sufrimiento humano. Por
todas estas razones soy, hasta ahora, hombre de buen humor y, como ya
he dicho, no suelo llorar. Sin embargo,
algunos sentimientos, aunque no más profundos ni apasionados, son
más tiernos que otros, y a menudo, cuando camino por la calle de
Oxford a la luz extraña de los faroles y el organillo toca las
mismas canciones que años antes escuchábamos con placer mi querida
compañera (como siempre debo llamarla) y yo, se me caen las lágrimas
y medito a solas en el acto misterioso de la Providencia que tan
súbita y decisivamente nos separó para siempre. El lector sabrá lo
que sucedió al terminar este relato de introducción.
Poco
después de ocurrido el último incidente de que he dado cuenta me
encontré en la calle Albermarle con un caballero de la casa de Su
Majestad. Este señor había disfrutado en varias ocasiones de la
hospitalidad de mis padres y mi aire de familia le movió a dirigirme
la palabra. No traté de disimular: respondí francamente a sus
preguntas y, al asegurarme bajo palabra de honor que no me entregaría
a mis tutores, le di las señas de mi amigo el abogado. Al día
siguiente me hizo llegar un billete de diezjjbras. El abogado recibió
el sobre junto con otras cartas de negocios y, aunque por su mirada y
actitud comprendí que sospechaba el contenido, me la entregó
honorablemente y sin demora alguna.
Este
obsequio, en vista del servicio particular al que fue destinado, me
lleva naturalmente al propósito que me incitó a venir a Londres y
que había estado demandando
(para emplear un término jurídico) desde el día que llegué a la
ciudad hasta el de mi partida definitiva.
Sorprenderá
a mis lectores que en un mundo tan vasto como Londres no encontrase
un medio de evitar los últimos extremos de la miseria: pensarán que
disponía al menos de dos recursos, ya sea procurarme la asistencia
de amigos de mi familia o bien dedicar mis facultades y méritos
juveniles a una actividad que me dejase un beneficio pecuniario. En
cuanto a mi primera posibilidad he de señalar que, en general, temía
más que a todos los males el que mis tutores diesen conmigo, pues no
dudaba que emplearían al máximo en contra mía cualquier autoridad
que les otorgase la ley, hasta el punto de devolverme por la fuerza a
la escuela que había abandonado: restauración que, por constituir a
mis ojos una deshonra aunque me sometiese a ella voluntariamente, en
caso de serme impuesta en oposición y menosprecio a mis notorios
deseos y esfuerzos, significaría necesariamente una humillación
peor que la muerte y en realidad hubiera acabado por matarme. Así
pues, el temor de dar a mis tutores un indicio que les permitiese
apoderarse de mí hizo que no me atreviese a pedir ayuda aun cuando
estaba seguro de obtenerla. Añadiré, por lo que toca a Londres, que
si bien mi padre tuvo en vida muchos amigos en esa ciudad, a los diez
años de su muerte yo me acordaba, aunque sólo fuese de nombre, de
muy pocos; como no había estado en Londres nunca antes, salvo en una
oportunidad y apenas durante unas horas, ni siquiera conocía las
señas de esas personas. Por consiguiente, esta manera de conseguir
ayuda me estaba prohibida, en parte por la dificultad y sobre todo
por el temor vivísimo que he mencionado. En cuanto a la otra manera
de sostenerme, ahora me pregunto, al igual que el lector, cómo pude
pasarla por alto. No dudo que como corrector de pruebas en griego (ya
que no de otro modo) hubiera logrado ganar lo sufuciente para mis
escasas necesidades. En un puesto de esta clase hubiera desempeñado
mis funciones con exactitud puntual y ejemplar, con lo que pronto
ganara la confianza de mis empleadores. Tampoco hay que olvidar que
aun para conseguir este cargo tenía necesidad de que alguien me
presentase a un impresor respetable, lo cual estaba fuera de mi
alcance. Sin embargo, lo cierto es que no se me ocurrió ni por un
momento pensar en las labores literarias como fuente de ingresos. El
único medio lo bastante rápido de conseguir dinero que se me
ocurrió fue tomarlo prestado con la garantía de mis futuros
derechos y expectativas. Hice todo lo posible por llevar a la
práctica esta idea y me dirigí, entre otras personas, a un judío
llamado D[ell]1.
Me
presenté a este judío, así como a otros prestamistas que se
anunciaban en los periódicos (algunos de los cuales, me parece,
también eran judíos) y les informé de mis expectativas; al
consultar el testamento de mi padre en Doctor's Commons comprobaron
lo exacto de la información. La persona allí mencionada como
segundo hijo de…… tenía todos los derechos que yo afirmaba (y
otros más), pero todavía quedaba una pregunta que la cara de los
judíos sugería muy significativamente: ¿era yo esa persona? Nunca
se me había ocurrido que pudiera surgir esa duda; por el contrario,
cada vez que mis amigos judíos me examinaban con tanta curiosidad,
mi temor era que se sintiesen demasiado convencidos de que yo era tal
persona y urdiesen un plan para atraparme y venderme a mis tutores.
Fue extraño descubrir que se acusaba, o al menos sospechaba, a mi
persona considerada materialiter
(esta era mi manera de decirlo ya que adoraba la precisión lógica
de las distinciones) de falsificar mi propia persona, considerada
formaliter.
Para vencer tales escrúpulos recurrí al único medio que tenía a
mano. Mientras estaba en Gales había recibido varias cartas de
jóvenes amigos míos que pude presentarles al instante, pues las
llevaba siempre en los bolsillos y, a decir verdad, eran a estas
alturas casi las únicas reliquias de mis posesiones personales (con
excepción de las ropas que traía puestas) de las que no me había
deshecho en una u otra forma. La mayoría de las cartas eran del
conde de [Altamont], entonces el más cercano (o más bien el único)
de mis amigos íntimos. Las cartas venían de Eton. También tenía
algunas del marqués de [Sligo], su padre, que si bien se hallaba
dedicado a sus empresas agrícolas, había sido también alumno de
Eton y tan buen humanista como conviene que lo sea un noble; el
marqués no había perdido su afecto por los clásicos y por los
jóvenes estudiosos y a ello se debe que, desde que yo cumpliera los
quince años, estuviese en correspondencia conmigo. A veces me
escribía sobre las grandes obras que había hecho o pensaba hacer en
los condados de M[ayo] y S[ligo] desde que yo los visitara; otras
sobre los méritos de algún poeta latino; en fin, no faltaban
ocasiones en que me sugería temas que le gustaría verme tratar en
verso.
Tras
leer las cartas uno de mis amigos judíos aceptó proporcionarme
doscientas o trescientas libras contra mi garantía personal, a
condición de que convenciera al joven conde —quien, dicho sea de
paso, no era mayor que yo— de que garantizase el pago al llegar
nuestra mayoría de edad: ahora me doy cuenta de que, en última
instancia, el fin que perseguía el judío no era el beneficio
insignificante que lograría en sus ratos conmigo, sino la
posibilidad de trabar relación con mi noble amigo, cuyas inmensas
expectativas conocía muy bien. De acuerdo con la propuesta que me
hiciera el judío, unos ocho o nueve días después de recibir las
diez libras me dispuse a ir a Eton. Entregué casi tres libras de esa
suma a mi amigo el prestamista, quien me explicó la necesidad de
comprar unos sellos para ir preparando las escrituras mientras me
hallaba ausente de Londres. Pensé que mentía, pero no quise darle
ningún pretexto que luego le permitiese achacarme sus propias
demoras. Di a mi amigo el abogado (que tenía relaciones con los
prestamistas ya que era abogado suyo) una suma más pequeña, a la
que en verdad tenía derecho por sus apartamentos sin amueblar. Unos
quince chelines se fueron en reponer, muy modestamente, mis ropas.
Del resto entregué una cuarta parte a Ann, pensando dividir con ella
a mi regreso el dinero que restase. Hechos estos arreglos, una oscura
tarde de invierno, poco después de la seis, partí en compañía de
Ann hacia Piccadilly, con intención de tomar el correo de Bath o de
Bristol hasta Salt Hill. Nuestro camino atravesaba una parte de la
ciudad que ahora ha desaparecido por completo, de modo que no logro
recordar el antiguo límite: me parece que se llamaba la calle
Swallow. Sin embargo, como teníamos tiempo, doblamos a la izquierda
hasta llegar a la plaza Golden; allí nos sentamos, cerca de la
esquina de la calle Sherrard, pues no queríamos despedirnos en medio
del tumulto y las luces de Piccadilly. Poco antes había explicado
mis planes a Ann; ahora volví a asegurarle que compartiríamos mi
buena fortuna, si acaso sobrevenía, y que no la abandonaría nunca
mientras me quedasen fuerzas para protegerla. Esta era en verdad mi
intención, tanto por sentirme inclinado a ello como por sentido del
deber puesto que, para no hablar de la gratitud que en todo caso me
hiciera deudor suyo de por vida, la amaba tan entrañablemente como
si fuera mi hermana, y en este momento con una ternura que la
compasión aumentaba siete veces al advertir su hondo abatimiento. Al
parecer tenía yo más razones para sentirme abatido ya que dejaba a
quien me había salvado la vida y, sin embargo, a pesar de los golpes
que sufriera mi salud, me sentía alegre y lleno de esperanzas. Ann,
por el contrario, que se separaba de alguien que contaba con muy
escasos medios de servirla, aparte de la bondad y el trato fraternal,
estaba abrumada por la pena, hasta tal punto que cuando la besé en
nuestra última despedida me echó los brazos al cuello y lloró sin
decir palabra. Esperaba volver a verla, cuando mucho, una semana
después y convinimos en que la quinta noche a partir de aquélla, y
todas las noches siguientes, me esperaría a las seis cerca de donde
acaba la calle Great Tichfield que era, por así decirlo, el refugio
acostumbrado de nuestras citas, para evitar que nos perdiésemos en
el gran Mediterráneo de la calle Oxford. Tomé estas y otras
precauciones: sólo me olvidé de una. Nunca me dijo, o bien yo
olvidé (como algo de poca importancia), su apellido. En verdad, lo
usual entre las humildes muchachas de su desgraciada condición no es
llamarse a sí mismas la Srta. Douglas,
la Srta. Montague, etc. (como las
mujeres de más pretensiones, lectoras de novelas), sino
sencillamente por sus nombres de pila: Mary,
Jane, Frances, etc. Hubiera debido
preguntarle entonces su apellido, el medio más seguro de
encontrarla, pero lo cierto es que, como no tenía ninguna razón
para suponer que, después de una separación tan breve, reunimos nos
sería más difícil o incierto de lo que había sido durante muchas
semanas, apenas si pensé un instante que esto fuese necesario y me
prometí hacerlo al despedirnos: luego estuve tan preocupado en
consolarla, dándole esperanzas y en insistir en que comprara algunas
medicinas para la tos y la ronquera tan violentos que sufría, que
olvidé por completo preguntárselo hasta que fue demasiado tarde
para volverla a llamar.
Eran
pasadas las ocho cuando llegué al café de Gloucester y, como el
correo de Bristol estaba a punto de partir, subí a la parte
exterior. El movimiento suave y constante del coche2
me adormeció muy pronto: es curioso que el primer sueño tranquilo y
reparador de que disfruté durante meses fuese en la parte exterior
de un coche correo, lecho que hasta el día de hoy sigo considerando
más bien incómodo. En relación con este sueño ocurrió un pequeño
incidente que, al igual que centenares de otros de esa época, sirvió
para convencerme de cuan fácilmente alguien que nunca ha sufrido
pueda pasar por la vida sin saber nada, al menos por experiencia
propia, de la posible bondad del corazón humano o, debo añadir con
un suspiro, de su posible vileza. Tan espeso es el telón de modales
que oculta el trazo y expresión de las naturalezas
de los hombres que, para un observador común, los dos extremos y el
margen infinito de variedades se confunden; el compás vasto y
multitudinario de sus diversas armonías se reduce a una exigua
indicación de las diferencias expresadas en la gama o alfabeto de
los sonidos elementales. El caso fue el siguiente: durante las
primeras cuatro o cinco millas a partir de Londres importuné al
pasajero que viajaba junto a mí en el techo, pues caía sobre él
cada vez que el coche daba un bandazo de su lado; más aún, si la
carretera hubiese sido menos llana y pareja habría acabado por
caerme, tanta era mi debilidad. Mi vecino protestó ante la molestia
que le causaba, como seguramente lo hubiese hecho cualquiera en las
mismas circunstancias, si bien se quejó con más dureza de lo que
podía esperarse y, de haberme separado de él en ese momento, habría
pensado (si acaso creyera que valía la pena pensar en él) que se
trataba de un personaje malhumorado y casi brutal. No obstante tenía
conciencia de haberle dado motivos para protestar y en consecuencia
le presenté mis excusas, prometiéndole hacer lo que estuviera en mi
alcance para no quedarme dormido otra vez; al mismo tiempo le
expliqué, en tan pocas palabras como pude, que me hallaba débil y
enfermo a causa de mis muchos sufrimientos y que, por ahora, no podía
darme el lujo de viajar en el interior del coche. Su actitud cambió
en cuanto oyó mis explicaciones; la próxima vez que volví a
despertarme un instante, con el ruido y las luces de Hounslow (ya
que, a pesar de mi voluntad y mis esfuerzos, había vuelto a dormirme
a los dos minutos de hablarle) encontré que me había echado el
brazo sobre los hombros para evitar que me cayera, y durante el resto
del viaje se portó conmigo con tan femenina dulzura que al cabo iba
casi acostado entre sus brazos; tanto mayor era su bondad que no
podía saber si acaso yo no viajaría todo el trayecto hasta Bath o
Bristol. Lo cierto es que, por desgracia, fui más lejos de lo que
tenía pensado, pues dormía tan suelta y descansadamente que, tras
dejar Hounslow, sólo volví a despertarme con una brusca parada del
coche, sin duda ante una oficina de correo. Al preguntar dónde
estábamos me respondieron que habíamos llegado a Maidenhead, que si
mal no recuerdo está seis o siete millas más allá de Salt Hill.
Bajé del coche y, en el medio minuto que estuvo detenido, mi
afectuoso compañero (quien, apenas si entrevisto durante un minuto
en Picadilly me había parecido el mayordomo de algún caballero o al
menos persona de tal condición) me instó vivamente a que me
acostase en el acto. Así lo prometí, sin la menor intención de
cumplirlo y, por el contrario, me eché a caminar hacia delante o,
mejor dicho, hacia atrás. Sería casi la medianoche, pero avanzaba
tan lentamente que no había llegado al camino entre Slough y Eton
cuando sentí dar las cuatro en el reloj de una granja. El aire y lo
que alcancé a dormir me habían repuesto, pero me sentía fatigado.
Recuerdo una idea (muy simple, pero que un poeta romano expresa
bellamente) que en esa hora consoló en algo mi pobreza. Poco antes
se había perpetrado un asesinato en los alrededores de Hounslow.
Creo no equivocarme si afirmo que el nombre de la víctima era Steek,
el propietario de un sembrado de espliego de las inmediaciones. Cada
uno de mis pasos me acercaba al lugar del crimen y, como es natural,
pensé que si el perverso asesino había salido esa noche, tal vez en
ese mismo instante nos acercábamos el uno al otro en la oscuridad,
sin saberlo; en cuyo caso, me dije, suponiendo que en vez de ser
(como en verdad soy) poco más que un paria
Señor de mi saber, aunque sin tierra
fuese,
al igual que mi amigo Lord [Altamont], reconocido por todos como
heredero de una renta de 70.000 libras anuales, ¡qué pánico
sentiría en este momento por la suerte de mi garganta! En verdad no
era nada probable que Lord [Altamont] se hallase nunca en mi
situación, pero no afecta el fondo de mi observación: el mucho
poder y las muchas posesiones inspiran en el hombre un miedo
vergonzoso de morir y estoy convencido de que si la mayoría de los
más intrépidos aventureros —quienes disfrutan del pleno uso de su
valentía natural gracias a la buena fortuna que los hizo nacer
pobres— recibiesen al momento de entrar en acción la noticia de
que acababan de heredar en Inglaterra un patrimonio de 50.000 libras
al año, sentirían que su aversión por las balas se agudizaba de
manera considerable3
mientras que sus esfuerzos por guardar una perfecta ecuanimidad y
dominio de sí mismos se volverían, en proporción, tanto más
difíciles. Tan cierto es que —para decirlo con las palabras de un
sabio que conocía por experiencia ambos extremos de la fortuna—
las riquezas sirven más para
Aflojar
la virtud y embotar su acero
Que a tentarla con hazañas dignas de elogios
El Paraíso Recobrado
1
Por
cierto, que dieciocho meses más tarde volví a dirigirme al mismo
judío con el mismo propósito y, como para entonces fechaba mis
cartas en un colegio prestigioso, tuve la suerte de que estudiase
con atención mis propuestas. Mis necesidades no se debían a
ninguna extravagancia ni a frivolidades de juventud (pues mis
costumbres y la naturaleza de mis placeres me ponían muy por encima
de ellas), sino tan sólo a la rencorosa malicia de mi tutor quien,
cuando comprendió que ya no podía impedirme que fuese a la
universidad, quiso dejarme un último recuerdo de su buena voluntad
y se negó a firmar una orden que me permitiera recibir un solo
chelín además de la pensión que me pagaba en la escuela, o sea
100 libras al año. En mi tiempo vivir en el colegio con esa suma
era apenas posible, y del todo imposible para alguien quien, si bien
exento de la ridicula ostentación de despreocuparse ostentosamente
del dinero así como de gustos muy costosos, tenía en cambio el
defecto de confiar demasiado en los sirvientes y no se interesaba
por los mezquinos detalles de la economía doméstica. Pronto me vi
en apuros y, por último, tras una prolongada negación con el judío
(alguno de cuyos episodios divertirían mucho a mis lectores si
tuviese tiempo de contarlos) entré en posesión de la cantidad que
había pedido con arreglo a las condiciones «normales», que
consistían en pagar al judío un diecisiete y medio por ciento a
título de intereses sobre toda la suma del préstamo; por su parte,
Israel se embolsaba graciosamente tan sólo unas noventa guineas de
dicha suma, .mientras el resto correspondía a la cuenta del abogado
(por qué servicios —prestados a quién y cuándo, si en el sitio
de Jerusalén, la segunda construcción del Templo, o en alguna
ocasión anterior— es algo que todavía no he conseguido
averiguar). En verdad, he olvidado cuántas pérdidas medía la
cuenta, pero la conservo en un gabinete de curiosidades de historia
natural y creo que tarde o temprano he de obsequiarla al Museo
Británico.
2
El correo
de Bristol es el mejor equipado del reino debido a la doble ventaja
de una carretera excepcionalmente buena y de una partida especial
para gastos suscrita por los comerciantes de Bristol.
3
Se
objetará que, en nuestros propios tiempos y en toda nuestra
historia, muchas personas del más alto rango y de gran riqueza
fueron las primeras en buscar el peligro en el campo de batalla. En
efecto; pero éste no es el caso supuesto: una vieja familiaridad
con el poder los ha hecho insensibles a sus efectos y atracciones.