martes, 31 de julio de 2018

Mario Cuenca Sandoval Los hemisferios. Novela. Fragmento.



Mario Cuenca Sandoval, escritor español nacido en 1975 en Sabadell (Barcelona), aunque residente en Andalucía. Es considerado uno de los más destacados representates de la nueva narrativa española tras la publicación de su novela `Boxeo sobre hielo`, aunque ha cultivado también la poesía. Con su segunda novela, `El ladrón de morfina` (2010) recibió el elogio unánime de la crítica española.
Ha obtenido los premios Surcos de Poesía (2004), Vicente Núñez de Poesía (2005), Andalucía Joven de Narrativa (2007) y Premio Internacional Píndaro a la Creación Literaria Inspirada en el Fútbol, convocado por la Casa Nacional de las Letras Andrés Bello y el Ministerio para el Poder Popular de la Cultura de Venezuela (2008). Además ha sido finalista del Premio José Saramago-Sierra de Madrid de Narrativa (2008).
Ha colaborado en múltiples revistas.

La pérdida de una mujer deseada funciona como big bang de una trama que se dispara en dos direcciones. Para cartografiar en su conjunto esta pasión, el lector deberá atravesar los paralelos de este universo narrativo, trazar el itinerario de una obsesión amorosa en dos historias que funcionan como espejos deformantes. Un París detenido en el nuevo romanticismo de los ochenta, una isla nórdica por la que se desarrolla una alucinada road movie, un episodio de vampirismo en la Barcelona de la Transición, un descenso órfico a los infiernos, una expedición al volcán que se alza en el centro de una isla de la mente. 

Todo esto cabe en la espiral de una pasión. Mario Cuenca Sandoval es un narrador de una solvencia poco común, sólo desde una prosahipnótica, exigente y alucinada es posible plantear una novela tan peculiar como seductora, un artefacto narrativo que se divide en dos mundos alternativos, dos formas de ser, de entender el arte y el cine en todas sus variantes, que arrojan experiencias estéticas de lectura completamente diferentes: la elegancia del suspense al más puro estilo del Hitchcock de Vértigo, o la inspiración visionaria del Dreyer de Ordet.

Fuente y recopilador:

Dr. Enrico Pugliatti.

Los hemisferios
Mario Cuenca Sandoval
Planeta
© de la imagen de la portada, Getty Images
© Mario Cuenca Sandoval, 2014
© de la imagen en la página 201: 1958 Universal City Studios, Inc. For Samuel Taylor
& Patricia Hitchcock O’ Connell as trustees und.
Primera edición en libro electrónico (epub): enero de 2014




90º



HABLABAN DE CINE. Siempre. El cine era la enfermedad del siglo, como la melancolía había sido el mal del siglo anterior. Circulaban por la carretera entre San Antonio e IBZ y discutían sobre la posibilidad de una película capaz de traspasar la pantalla, una película exuberante, intensa, llena de hilos por los que correría la luz y de primeros planos mágicos, con protagonistas jóvenes y bellos, casi inmateriales, casi ángeles, casi materia traslúcida. Hablaban sobre la posibilidad de un filme que además de la vista y el oído embriagaría el olfato, porque tendría olor a cerezas mordidas y a barniz, y sería tan sensual como la fruta y al mismo tiempo tan espiritual y tan armónico como los cuerpos celestes. Hablaban con el entusiasmo de dos estudiantes evadidos de la rutina, uno de esos mediodías en los que desemboca toda la perplejidad de una noche sin dormir. Se preguntaban cómo sería un cine capaz de romper la barrera entre la pantalla y la sensibilidad del público, cómo sería un cine con aroma y con temperatura. Y, de repente, habían ingresado en una tormenta de astillas de cristal y de partículas naranja alzadas por la inercia, flotando en el habitáculo del coche.
Gabriel recuerda la maniobra de adelantamiento de un autobús de turistas, vacilante, corregida varias veces, en una curva con poca visibilidad, que los enfrentó a los faros redondos y apagados de un Volkswagen blanco, y recuerda que los reflejos solares le impidieron ver el rostro del conductor —pronto supo que conductora— del otro vehículo. Pero a partir de ese punto es como si la colisión hubiera hecho trizas el cristal del tiempo. Más allá de ese instante sólo conserva recuerdos de esta naturaleza, recuerdos como fragmentos de roca ígnea escupidos a la atmósfera, que vuelan por su conciencia un segundo y la deslumbran y después se consumen en el aire.
Durante años ha intentado transferirle a Hubert una porción de la culpa, en una estrategia más o menos consciente para aliviar su peso, y sin embargo lo único que podría reprocharse a su copiloto es que aquel mediodía viajaba en la misma nube de euforia y testosterona que él, preparando, sobre la superficie de un retrovisor arrancado a otro coche, terroríficas rayas de danteína, gruesas por el centro y delgadas en sus extremos, que parecían caramelos de color naranja envueltos para regalo, por lo que no había nadie de guardia en aquella hora, nadie sensato, nadie lúcido.

El resto de cuanto recuerda, y ni siquiera en este orden, son las manos de Hubert que se abalanzaban sobre el volante, el sonido de las botellas de vino que transportaban en el maletero haciéndose trizas, el aullido de los neumáticos achicharrados por la frenada, el olor a sangre y a alcohol, la presión angustiosa del cinturón de seguridad contra el pecho y el hombro, todo el peso de su cuerpo proyectado hacia delante y multiplicado por diez, el impacto de su frente contra los mandos, el sabor de la sangre en la boca y, después, el torso de la Primera Mujer atravesado en el parabrisas de su coche frente a ellos. La Primera Mujer, lanzada como un proyectil, rompiendo el parabrisas con su cráneo, incrustando su cuerpo en el cristal roto de la memoria. La Primera Mujer, tendida sobre un manto de cristales con los brazos abiertos, y su cabeza negra y roja, el pelo pegado al cráneo por la sangre, y todo el sol del verano brillando en aquel pelo. Y después el motor —¿de cuál de los dos coches?— crepitando todavía mientras la realidad circundante echaba humo, el hedor a carne quemada, el torso de ella tendida boca abajo sobre el capó arrollado de su coche, en la postura en que sólo conseguiría dormir un borracho o un niño, y la impresión de que tenía unos brazos desproporcionados, o acaso se trate de una transgresión de la memoria; tal vez sea que el tiempo ha ido estirando aquellos brazos blancos y desnudos, aspecto que todavía le resulta muy confuso a Gabriel; es posible que la chica viajara en bikini o completamente desnuda, como Eva, porque vio sus brazos y sus hombros y su nuca, y los fragmentos de vidrio que habían llovido sobre su carne blanca y sobrenatural con el tintineo que hacen las monedas de una máquina tragaperras. Y recuerda que sintió un deseo absurdo de tocar su pelo. Y es posible, no podría asegurarlo, que estirara sus dedos hacia ella, pero también es posible que sea éste otro detalle fantasioso, agregado al recuerdo por las leyes de atracción y repulsión de la memoria.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

Páginas