Mario
Cuenca Sandoval, escritor español nacido en 1975 en Sabadell
(Barcelona), aunque residente en Andalucía. Es considerado uno de
los más destacados representates de la nueva narrativa española
tras la publicación de su novela `Boxeo sobre hielo`, aunque ha
cultivado también la poesía. Con su segunda novela, `El ladrón de
morfina` (2010) recibió el elogio unánime de la crítica
española.
Ha obtenido los premios Surcos de Poesía (2004), Vicente Núñez de Poesía (2005), Andalucía Joven de Narrativa (2007) y Premio Internacional Píndaro a la Creación Literaria Inspirada en el Fútbol, convocado por la Casa Nacional de las Letras Andrés Bello y el Ministerio para el Poder Popular de la Cultura de Venezuela (2008). Además ha sido finalista del Premio José Saramago-Sierra de Madrid de Narrativa (2008).
Ha colaborado en múltiples revistas.
Ha obtenido los premios Surcos de Poesía (2004), Vicente Núñez de Poesía (2005), Andalucía Joven de Narrativa (2007) y Premio Internacional Píndaro a la Creación Literaria Inspirada en el Fútbol, convocado por la Casa Nacional de las Letras Andrés Bello y el Ministerio para el Poder Popular de la Cultura de Venezuela (2008). Además ha sido finalista del Premio José Saramago-Sierra de Madrid de Narrativa (2008).
Ha colaborado en múltiples revistas.
La
pérdida de una mujer deseada funciona como big bang de una trama que
se dispara en dos direcciones. Para cartografiar en su conjunto esta
pasión, el lector deberá atravesar los paralelos de este universo
narrativo, trazar el itinerario de una obsesión amorosa en dos
historias que funcionan como espejos deformantes. Un París detenido
en el nuevo romanticismo de los ochenta, una isla nórdica por la que
se desarrolla una alucinada road movie, un episodio de vampirismo en
la Barcelona de la Transición, un descenso órfico a los infiernos,
una expedición al volcán que se alza en el centro de una isla de la
mente.
Todo esto cabe en la espiral de una pasión. Mario Cuenca Sandoval es un narrador de una solvencia poco común, sólo desde una prosahipnótica, exigente y alucinada es posible plantear una novela tan peculiar como seductora, un artefacto narrativo que se divide en dos mundos alternativos, dos formas de ser, de entender el arte y el cine en todas sus variantes, que arrojan experiencias estéticas de lectura completamente diferentes: la elegancia del suspense al más puro estilo del Hitchcock de Vértigo, o la inspiración visionaria del Dreyer de Ordet.
Todo esto cabe en la espiral de una pasión. Mario Cuenca Sandoval es un narrador de una solvencia poco común, sólo desde una prosahipnótica, exigente y alucinada es posible plantear una novela tan peculiar como seductora, un artefacto narrativo que se divide en dos mundos alternativos, dos formas de ser, de entender el arte y el cine en todas sus variantes, que arrojan experiencias estéticas de lectura completamente diferentes: la elegancia del suspense al más puro estilo del Hitchcock de Vértigo, o la inspiración visionaria del Dreyer de Ordet.
Fuente y recopilador:
Dr. Enrico Pugliatti.
Los
hemisferios
Mario
Cuenca Sandoval
Planeta
©
de la imagen de la portada, Getty Images
©
Mario Cuenca Sandoval, 2014
©
de la imagen en la página 201: 1958 Universal City Studios, Inc. For
Samuel Taylor
&
Patricia Hitchcock O’ Connell as trustees und.
Primera
edición en libro electrónico (epub): enero de 2014
90º
HABLABAN DE CINE. Siempre. El cine era la enfermedad del siglo, como la melancolía había sido el mal del siglo anterior. Circulaban por la carretera entre San Antonio e IBZ y discutían sobre la posibilidad de una película capaz de traspasar la pantalla, una película exuberante, intensa, llena de hilos por los que correría la luz y de primeros planos mágicos, con protagonistas jóvenes y bellos, casi inmateriales, casi ángeles, casi materia traslúcida. Hablaban sobre la posibilidad de un filme que además de la vista y el oído embriagaría el olfato, porque tendría olor a cerezas mordidas y a barniz, y sería tan sensual como la fruta y al mismo tiempo tan espiritual y tan armónico como los cuerpos celestes. Hablaban con el entusiasmo de dos estudiantes evadidos de la rutina, uno de esos mediodías en los que desemboca toda la perplejidad de una noche sin dormir. Se preguntaban cómo sería un cine capaz de romper la barrera entre la pantalla y la sensibilidad del público, cómo sería un cine con aroma y con temperatura. Y, de repente, habían ingresado en una tormenta de astillas de cristal y de partículas naranja alzadas por la inercia, flotando en el habitáculo del coche.
Gabriel
recuerda la maniobra de adelantamiento de un autobús de turistas,
vacilante, corregida varias veces, en una curva con poca visibilidad,
que los enfrentó a los faros redondos y apagados de un Volkswagen
blanco, y recuerda que los reflejos solares le impidieron ver el
rostro del conductor —pronto supo que conductora— del otro
vehículo. Pero a partir de ese punto es como si la colisión hubiera
hecho trizas el cristal del tiempo. Más allá de ese instante sólo
conserva recuerdos de esta naturaleza, recuerdos como fragmentos de
roca ígnea escupidos a la atmósfera, que vuelan por su conciencia
un segundo y la deslumbran y después se consumen en el aire.
Durante
años ha intentado transferirle a Hubert una porción de la culpa, en
una estrategia más o menos consciente para aliviar su peso, y sin
embargo lo único que podría reprocharse a su copiloto es que aquel
mediodía viajaba en la misma nube de euforia y testosterona que él,
preparando, sobre la superficie de un retrovisor arrancado a otro
coche, terroríficas rayas de danteína, gruesas por el centro y
delgadas en sus extremos, que parecían caramelos de color naranja
envueltos para regalo, por lo que no había nadie de guardia en
aquella hora, nadie sensato, nadie lúcido.
El
resto de cuanto recuerda, y ni siquiera en este orden, son las manos
de Hubert que se abalanzaban sobre el volante, el sonido de las
botellas de vino que transportaban en el maletero haciéndose trizas,
el aullido de los neumáticos achicharrados por la frenada, el olor a
sangre y a alcohol, la presión angustiosa del cinturón de seguridad
contra el pecho y el hombro, todo el peso de su cuerpo proyectado
hacia delante y multiplicado por diez, el impacto de su frente
contra los mandos, el sabor de la sangre en la boca y, después, el
torso de la Primera Mujer atravesado en el parabrisas de su coche
frente a ellos. La Primera Mujer, lanzada como un proyectil,
rompiendo el parabrisas con su cráneo, incrustando su cuerpo en el
cristal roto de la memoria. La Primera Mujer, tendida sobre un manto
de cristales con los brazos abiertos, y su cabeza negra y roja, el
pelo pegado al cráneo por la sangre, y todo el sol del verano
brillando en aquel pelo. Y después el motor —¿de cuál de los dos
coches?— crepitando todavía mientras la realidad circundante
echaba humo, el hedor a carne quemada, el torso de ella tendida boca
abajo sobre el capó arrollado de su coche, en la postura en que sólo
conseguiría dormir un borracho o un niño, y la impresión de que
tenía unos brazos desproporcionados, o acaso se trate de una
transgresión de la memoria; tal vez sea que el tiempo ha ido
estirando aquellos brazos blancos y desnudos, aspecto que todavía le
resulta muy confuso a Gabriel; es posible que la chica viajara en
bikini o completamente desnuda, como Eva, porque vio sus brazos y sus
hombros y su nuca, y los fragmentos de vidrio que habían llovido
sobre su carne blanca y sobrenatural con el tintineo que hacen las
monedas de una máquina tragaperras. Y recuerda que sintió un deseo
absurdo de tocar su pelo. Y es posible, no podría asegurarlo, que
estirara sus dedos hacia ella, pero también es posible que sea éste
otro detalle fantasioso, agregado al recuerdo por las leyes de
atracción y repulsión de la memoria.
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