Noticia
al lector
Los
incidentes registrados en las Confesiones Preliminares ocurrieron
durante un período que empezó hace un poco más, y terminó hace un
poco menos, de diecinueve años; por consiguiente, con arreglo al
modo más usual de calcular, daría lo mismo afirmar que muchos de
los incidentes sucedieron hace dieciocho o diecinueve años, y como
las notas y apuntes para esta narración se prepararon hacia la
pasada Navidad, lo más natural pareció elegir la primera de estas
fechas. En la prisa de la composición se
mantuvo la fecha invariablemente, aunque pasaran unos meses, y en la
mayoría de los casos puede decirse que ello no induce a error o al
menos no a un error importante. Pero en una ocasión, cuando el autor
habla de su propio cumpleaños, el hecho de adoptarse una fecha
uniforme ha provocado una inexactitud de todo un año, pues mientras
se hallaba ocupado en la composición el decimonoveno año, contado a
partir del período de que se trata, llegó a su término. Por lo
tanto, se ha creído conveniente señalar que el período en cuestión
va de comienzos de julio de 1802 a comienzos o mediados de marzo de
1803.
1
de octubre de 1821.
Confesiones
preliminares
Se
ha juzgado conveniente empezar por estas confesiones preliminares o
relato de introducción a las aventuras juveniles que sentaron las
bases del hábito de comer opio contraído por el autor años más
tarde, por tres razones distintas:
1. Porque
se adelantan y responden de manera satisfactoria a una pregunta que
de otro modo surgiría penosamente en el curso de las Confesiones del
Opio: «¿Cómo puede una persona razonable someterse a un yugo tan
doloroso, incurrir por propia voluntad en cautiverio tan servil,
sujetarse a sabiendas con siete vueltas de cadena?», pregunta que de
no tener respuesta plausible suscitaría la indignación ante un acto
de verdadera locura, afectando así al grado de simpatía que siempre
requiere un autor para lograr sus fines.
2. Porque
dan la clave de algunas partes del tremendo escenario que luego pobló
los sueños del comedor de opio.
3. Porque
despiertan cierto interés previo de carácter personal por el sujeto
de la confesión, aparte del asunto mismo de las confesiones, con lo
cual éstas, a su vez, se volverán inevitablemente más
interesantes. Si un hombre «que sólo habla de bueyes» se convierte
en comedor de opio lo más probable (a menos que sea demasiado obtuso
para soñar) es que sueñe con bueyes, mientras que en el caso que
tiene ante sí el lector encontrará que el comedor de opio presume
de ser un filósofo: en consecuencia la fantasmagoría de sus sueños
(esté dormido o despierto, se trate de sueños diurnos o nocturnos)
corresponde a alguien que, con tal vocación
Humani
nihil a se alienum putat.
Pues
entre las condiciones que considera indispensables para sustentar
cualquier pretensión al título de filósofo se cuentan no sólo la
posesión de una inteligencia sobresaliente en las funciones
analíticas
(si bien, en lo que se refiere a esta parte de la pretensión,
Inglaterra sólo ha podido presentar muy contados aspirantes durante
varias generaciones; al menos el autor no recuerda ningún candidato
conocido para tal honor a quien pueda llamarse categóricamente un
pensador sutil, con excepción de Samuel
Taylor Coleridge y, en un terreno
intelectual más limitado, con la excepción reciente e ilustre1
de David Ricardo),
sino también una constitución tal de las facultades morales que le
otorgue la mirada interior y el poder de intuición que exigen la
visión y los misterios de la naturaleza humana: en suma, esa
constitución de las facultades que (entre todas las generaciones de
hombres que desde los primeros tiempos se desplegaron a la vida, por
así decirlo, sobre este planeta) poseyeron nuestros poetas ingleses
en más alto grado —los profesores escoceses2
en grado ínfimo.
A
menudo se me ha preguntado cómo llegué a ser comedor de opio y me
he visto muy injustamente disminuido en la opinión de mis conocidos,
al suponerse que era el único responsable de todos los males que he
de contar, ya que durante mucho tiempo me entregué a mis prácticas
con el único fin de crearme un estado artificial de grata
excitación. Sin embargo, esta manera de presentar mi caso es
inexacta. Cierto es que durante casi diez años tomé opio de cuando
en cuando por el placer exquisito que me procuraba, pero mientras lo
tomé con tal propósito estuve lo suficientemente protegido contra
cualquier daño material por la necesidad de interponer largos
intervalos de abstinencia entre los distintos actos de gratificación
a fin de renovar las sensaciones placenteras. Si el opio se convirtió
para mí en un objeto de uso diario no fue con la intención de gozar
de un placer, sino, por el contrario, de mitigar el dolor en su grado
más intenso. Tenía veintiocho años cuando volvió a atacarme con
gran vehemencia una dolorosísima afección al estómago que se
manifestara por vez primera diez años antes. El origen de la
dolencia eran los extremos de hambre que padecí siendo niño.
Durante la estación colmada de esperanza y felicidad que vino a
continuación (es decir, de los dieciocho a los veinticinco años) la
enfermedad se adormeció: siguieron tres años en los que revivió de
tiempo en tiempo, y luego, en circunstancias desfavorables, fruto de
una depresión, me atacó con una violencia que no cedía ante
remedio alguno con excepción del opio. Como los sufrimientos
juveniles que causaron en un comienzo el desarreglo del estómago
fueron interesantes, tanto por sí mismos como por las circunstancias
que los provocaron, los recordaré aquí brevemente.
Mi
padre murió cuando yo tenía unos siete años y me dejó a cargo de
cuatro tutores. Fui enviado a varias escuelas, grandes y pequeñas, y
pronto me distinguí en los estudios clásicos, sobre todo por mis
conocimientos de griego. A los trece años escribía en griego con
soltura; a los quince mi dominio del idioma era tan grande que no
sólo componía versos griegos en los metros líricos sino que era
capaz de conversar en griego de corrido y sin la menor dificultad: no
he encontrado después a ningún helenista de mi época que alcanzase
a tanto; en mi caso tal habilidad se debía a la práctica de
traducir diariamente los periódicos a viva voz en el mejor griego
que se me ocurriera extempore:
la necesidad de forzar la memoria e invención en busca de toda
suerte de combinaciones y perífrasis equivalentes a las ideas,
imágenes y relaciones modernas me dio una gama de dicción que nunca
habría logrado con la aburrida traducción de ensayos morales, etc.
«Este niño», decía uno de mis maestros al presentarme a un
visitante, «este niño podría arengar a una multitud ateniense
mejor que usted o yo a una inglesa». Quien me hizo el honor de este
elogio era un humanista «maduro y cabal», el único de todos mis
maestros por quien sentía amor y reverencia. Para mi desgracia (y,
según supe después, a pesar de la indignación de este hombre
excelente), me pasaron al cuidado, primero de un imbécil que vivía
aterrado ante la posibilidad de que yo revelara su ignorancia, y por
último, de un respetable maestro que dirigía un famoso colegio en
una antigua institución. Este señor había sido nombrado para el
cargo por el Colegio [Brasenose] de Oxford; era un erudito sólido y
bien preparado, mas (al igual que la mayoría de las personas de ese
colegio que he conocido) hombre tosco, vulgar y sin elegancia. A mis
ojos presentaba un contraste lastimoso con el brillo etoniano de mi
maestro preferido: por lo demás, le era imposible disimular ante mi
presencia de todas las horas la escasez y pobreza de su
entendimiento. Mala cosa es que un niño sea superior a sus maestros
en saber o inteligencia y tenga conciencia de ello. En lo que toca al
saber, esto no ocurría sólo en mi caso, pues otros dos muchachos,
que formaban conmigo el primer curso, eran mejores helenistas que el
director, aunque no fuesen capaces de redactar con tanta elegancia ni
estuviesen acostumbrados a sacrificar a las musas. Recuerdo que
cuando ingresé leíamos a Sófocles; para nosotros, los triunviros
eruditos del primer curso, era un triunfo constante ver a nuestro
«Archididascalio» (como le gustaba que lo llamásemos) aprendiendo
de memoria la lección antes de clase y preparando un larguísimo
tren de léxicos y gramáticas para dinamitar y hacer saltar por los
aires (valga la imagen) las dificultades que encontrase en los coros;
nosotros, en cambio, no nos dignábamos abrir nuestros libros hasta
el momento de empezar y, por lo general, estábamos ocupados en
componer epigramas sobre su peluca o algún otro tema igualmente
importante. Mis dos condiscípulos eran pobres y sus posibilidades de
seguir una carrera universitaria dependían de la recomendación del
director; yo, en cambio, poseía un pequeño patrimonio cuya renta
bastaría para mantenerme en la universidad, donde quería ser
enviado de inmediato. Así lo pedí con insistencia a mis tutores
pero sin éxito. Uno de ellos, el más razonable y el que mejor
conocía el mundo, vivía muy lejos; dos de los otros tres
renunciaron a su autoridad, que pasó a manos del cuarto, y el
cuarto, con el cual tenía que negociar, era, a su manera, una buena
persona pero soberbio, obstinado e intolerante de la menor oposición
a su voluntad. Tras varias cartas y entrevistas personales decidí
que nada cabía esperar de mi tutor, ni siquiera una transacción, ya
que exigía mi sometimiento incondicional y, en consecuencia, me
dispuse a tomar otras medidas. El verano venía a grandes pasos y mi
decimoséptimo cumpleaños se acercaba rápidamente: juré que pasada
esa fecha ya no me contaría entre los alumnos de la escuela. Lo
primero que necesitaba era dinero y escribí a una señora de calidad
que, aunque joven, me conocía desde niño y me había dado poco
antes muestras de gran cortesía, pidiéndole me «prestara» cinco
guineas. Durante más de una semana no recibí respuesta; empezaba a
desalentarme cuando un sirviente me puso en las manos una gruesa
carta sellada con una corona nobiliaria. La carta era bondadosa y
amable: mi hermosa corresponsal se encontraba en la costa, lo cual
había sido la causa de la demora; enviaba el doble de lo que le
había pedido e insinuaba con buen humor que no quedaría
completamente arruinada si no pudiera pagarle nunca.
Ya estaba listo para poner mi plan en ejecución: diez guineas,
sumadas a las dos que me restaban de mi propio dinero, me parecían
suficientes para un plazo indefinido, y cuando en esa edad dichosa no
se impone un límite definido a nuestros poderes, el espíritu de
esperanza y placer los hace virtualmente infinitos.
Observa
con justicia el Dr. Johnson (y con sensibilidad, lo que no siempre
puede decirse de sus observaciones) que nunca hacemos conscientemente
por última vez sin entristecernos aquello que hemos tenido costumbre
de hacer durante mucho tiempo. Sentí hondamente la verdad de esta
observación cuando llegó la hora de abandonar [Manchester], lugar
que no amaba y donde no había sido feliz. La tarde antes de dejar
[Manchester] para siempre me ganó el pesar mientras en el noble y
antiguo salón de la escuela resonaba el oficio vespertino, al que
asistía por última vez; y esa noche, cuando se pasó lista y mi
nombre (como siempre) fue el primero, me dirigí hacia delante y al
pasar junto al director que allí se encontraba, me incliné ante él
y, mirándolo con emoción a la cara, pensé: «Está viejo y
enfermo, ya no lo veré en este mundo.» Tenía razón: no lo vi otra
vez ni volveré a verlo. Esa tarde me miró complacido, sonrió de
buena gana y me devolvió el saludo (o más bien, la despedida) y nos
separamos (aunque él no lo supiera) para siempre. No podía
respetarlo intelectualmente pero fue bondadoso conmigo e hizo por mí
muchas excepciones: me apenaba pensar en la mortificación que debía
infligirle.
Llegó
la mañana que había de arrojarme al mundo y que desde entonces ha
matizado en muchos aspectos importantes mi vida entera. Yo estaba
alojado en casa del director y desde el día de mi llegada se me
había concedido el favor de una habitación privada, que me servía
tanto de dormitorio como de estudio. Me levanté a las tres y media y
contemplé con honda emoción las antiguas torres de [la Iglesia
Colegiada], «vestidas de luz temprana», que se encendían en la
luminosidad radiante de una mañana sin nubes del mes de julio. Mi
propósito era firme e inalterable: no obstante me inquietaba la
anticipación de inciertos peligros y desgracias y, de haber previsto
el huracán, la tremenda granizada de aflicciones que pronto cayó
sobre mí buenas razones tuviera para sentirme agitado. Esta
agitación contrastaba conmovedoramente con la paz profunda de la
mañana que en cierta medida la apaciguaba. El silencio era más
hondo que el de medianoche: y para mí el silencio de una mañana de
verano es más emocionante que cualquier otro silencio, pues, aunque
la luz sea tan clara y fuerte como la del mediodía en las demás
estaciones del año, no parece que el día sea perfecto, sobre todo
porque el hombre aún no está a la vista; la paz de la naturaleza y
de las criaturas inocentes de Dios en tan segura y profunda sólo
mientras no viene a turbar su santidad la presencia del hombre y su
espíritu sin sosiego. Me vestí, cogí sombrero y guantes y todavía
me demoré un instante en la habitación. Durante el último año y
medio ésta había sido mi «pensativa ciudadela»; aquí atravesé,
leyendo y estudiando, todas las horas de la noche; y si bien es
cierto que en los últimos tiempos, aunque hecho para el amor y los
más dulces afectos, perdí mi tranquilidad y alegría en la
violencia afiebrada de las luchas con mi tutor, de otra parte, siendo
un niño que amaba tan apasionadamente los libros, y hallándome
dedicado al ejercicio intelectual, no podía sino disfrutar de muchas
horas felices en medio de mi general abatimiento. Lloré mientras
miraba en torno la silla, la chimenea del escritorio y otros objetos
familiares, pues demasiado bien sabía que los miraba por última
vez. Al escribir estas líneas han pasado dieciocho años: y sin
embargo, en este momento veo nítidamente, como si fuera ayer, los
trazos y la expresión del cuadro en que fijé mi última mirada: un
retrato de la hermosa …….. que colgaba sobre la chimenea; los
ojos y la boca eran tan bellos, todo el rostro tan radiante de bondad
y serenidad divinas, que mil veces dejé de lado la pluma o el libro
para pedirle consuelo, como lo pide un devoto a su santo patrón.
Todavía lo estaba contemplando cuando las graves campanadas del
reloj de [Manchester] proclamaron que eran las cuatro de la mañana.
Fui hasta el retrato, lo besé, y luego salí despacio y cerré la
puerta para siempre
1
Podría
haberse añadido una tercera excepción: mi razón para no hacerlo
es que el escritor al que saludo sólo dedicó sus esfuerzos
juveniles a tratar expresamente de temas filosóficos; en la madurez
todas sus facultades se orientaron (por razones muy disculpables y
comprensibles» en vista de la dirección que ha tomado la
mentalidad del público en Inglaterra) a la crítica y las bellas
artes. Sin embargo, dejando de lado esta razón, me pregunto si no
hay que considerarlo, más que un pensador sutil, un pensador agudo.
Por otra parte, una grave limitación a su dominio de los temas
filosóficos es que, como resulta evidente, no ha disfrutado de las
ventajas de una cabal formación humanista: no leyó a Platón en
sus años mozos (lo cual, probablemente, se debiera tan sólo a su
mala suerte), pero ya maduro tampoco leyó a Kant (y esto es culpa
suya).
2
No hago alusión a profesores existentes de los que, a decir verdad,
sólo conozco a uno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario