jueves, 2 de agosto de 2018

Thomas de Quincey. Confesiones de un comedor de opio. Fragmento 2.


Noticia al lector
Los incidentes registrados en las Confesiones Preliminares ocurrieron durante un período que empezó hace un poco más, y terminó hace un poco menos, de diecinueve años; por consiguiente, con arreglo al modo más usual de calcular, daría lo mismo afirmar que muchos de los incidentes sucedieron hace dieciocho o diecinueve años, y como las notas y apuntes para esta narración se prepararon hacia la pasada Navidad, lo más natural pareció elegir la primera de estas fechas. En la prisa de la composición se mantuvo la fecha invariablemente, aunque pasaran unos meses, y en la mayoría de los casos puede decirse que ello no induce a error o al menos no a un error importante. Pero en una ocasión, cuando el autor habla de su propio cumpleaños, el hecho de adoptarse una fecha uniforme ha provocado una inexactitud de todo un año, pues mientras se hallaba ocupado en la composición el decimonoveno año, contado a partir del período de que se trata, llegó a su término. Por lo tanto, se ha creído conveniente señalar que el período en cuestión va de comienzos de julio de 1802 a comienzos o mediados de marzo de 1803.

1 de octubre de 1821.

Confesiones preliminares
Se ha juzgado conveniente empezar por estas confesiones preliminares o relato de introducción a las aventuras juveniles que sentaron las bases del hábito de comer opio contraído por el autor años más tarde, por tres razones distintas:
1. Porque se adelantan y responden de manera satisfactoria a una pregunta que de otro modo surgiría penosamente en el curso de las Confesiones del Opio: «¿Cómo puede una persona razonable someterse a un yugo tan doloroso, incurrir por propia voluntad en cautiverio tan servil, sujetarse a sabiendas con siete vueltas de cadena?», pregunta que de no tener respuesta plausible suscitaría la indignación ante un acto de verdadera locura, afectando así al grado de simpatía que siempre requiere un autor para lograr sus fines.
2. Porque dan la clave de algunas partes del tremendo escenario que luego pobló los sueños del comedor de opio.
3. Porque despiertan cierto interés previo de carácter personal por el sujeto de la confesión, aparte del asunto mismo de las confesiones, con lo cual éstas, a su vez, se volverán inevitablemente más interesantes. Si un hombre «que sólo habla de bueyes» se convierte en comedor de opio lo más probable (a menos que sea demasiado obtuso para soñar) es que sueñe con bueyes, mientras que en el caso que tiene ante sí el lector encontrará que el comedor de opio presume de ser un filósofo: en consecuencia la fantasmagoría de sus sueños (esté dormido o despierto, se trate de sueños diurnos o nocturnos) corresponde a alguien que, con tal vocación

Humani nihil a se alienum putat.

Pues entre las condiciones que considera indispensables para sustentar cualquier pretensión al título de filósofo se cuentan no sólo la posesión de una inteligencia sobresaliente en las funciones analíticas (si bien, en lo que se refiere a esta parte de la pretensión, Inglaterra sólo ha podido presentar muy contados aspirantes durante varias generaciones; al menos el autor no recuerda ningún candidato conocido para tal honor a quien pueda llamarse categóricamente un pensador sutil, con excepción de Samuel Taylor Coleridge y, en un terreno intelectual más limitado, con la excepción reciente e ilustre1 de David Ricardo), sino también una constitución tal de las facultades morales que le otorgue la mirada interior y el poder de intuición que exigen la visión y los misterios de la naturaleza humana: en suma, esa constitución de las facultades que (entre todas las generaciones de hombres que desde los primeros tiempos se desplegaron a la vida, por así decirlo, sobre este planeta) poseyeron nuestros poetas ingleses en más alto grado —los profesores escoceses2 en grado ínfimo.
A menudo se me ha preguntado cómo llegué a ser comedor de opio y me he visto muy injustamente disminuido en la opinión de mis conocidos, al suponerse que era el único responsable de todos los males que he de contar, ya que durante mucho tiempo me entregué a mis prácticas con el único fin de crearme un estado artificial de grata excitación. Sin embargo, esta manera de presentar mi caso es inexacta. Cierto es que durante casi diez años tomé opio de cuando en cuando por el placer exquisito que me procuraba, pero mientras lo tomé con tal propósito estuve lo suficientemente protegido contra cualquier daño material por la necesidad de interponer largos intervalos de abstinencia entre los distintos actos de gratificación a fin de renovar las sensaciones placenteras. Si el opio se convirtió para mí en un objeto de uso diario no fue con la intención de gozar de un placer, sino, por el contrario, de mitigar el dolor en su grado más intenso. Tenía veintiocho años cuando volvió a atacarme con gran vehemencia una dolorosísima afección al estómago que se manifestara por vez primera diez años antes. El origen de la dolencia eran los extremos de hambre que padecí siendo niño. Durante la estación colmada de esperanza y felicidad que vino a continuación (es decir, de los dieciocho a los veinticinco años) la enfermedad se adormeció: siguieron tres años en los que revivió de tiempo en tiempo, y luego, en circunstancias desfavorables, fruto de una depresión, me atacó con una violencia que no cedía ante remedio alguno con excepción del opio. Como los sufrimientos juveniles que causaron en un comienzo el desarreglo del estómago fueron interesantes, tanto por sí mismos como por las circunstancias que los provocaron, los recordaré aquí brevemente.
Mi padre murió cuando yo tenía unos siete años y me dejó a cargo de cuatro tutores. Fui enviado a varias escuelas, grandes y pequeñas, y pronto me distinguí en los estudios clásicos, sobre todo por mis conocimientos de griego. A los trece años escribía en griego con soltura; a los quince mi dominio del idioma era tan grande que no sólo componía versos griegos en los metros líricos sino que era capaz de conversar en griego de corrido y sin la menor dificultad: no he encontrado después a ningún helenista de mi época que alcanzase a tanto; en mi caso tal habilidad se debía a la práctica de traducir diariamente los periódicos a viva voz en el mejor griego que se me ocurriera extempore: la necesidad de forzar la memoria e invención en busca de toda suerte de combinaciones y perífrasis equivalentes a las ideas, imágenes y relaciones modernas me dio una gama de dicción que nunca habría logrado con la aburrida traducción de ensayos morales, etc. «Este niño», decía uno de mis maestros al presentarme a un visitante, «este niño podría arengar a una multitud ateniense mejor que usted o yo a una inglesa». Quien me hizo el honor de este elogio era un humanista «maduro y cabal», el único de todos mis maestros por quien sentía amor y reverencia. Para mi desgracia (y, según supe después, a pesar de la indignación de este hombre excelente), me pasaron al cuidado, primero de un imbécil que vivía aterrado ante la posibilidad de que yo revelara su ignorancia, y por último, de un respetable maestro que dirigía un famoso colegio en una antigua institución. Este señor había sido nombrado para el cargo por el Colegio [Brasenose] de Oxford; era un erudito sólido y bien preparado, mas (al igual que la mayoría de las personas de ese colegio que he conocido) hombre tosco, vulgar y sin elegancia. A mis ojos presentaba un contraste lastimoso con el brillo etoniano de mi maestro preferido: por lo demás, le era imposible disimular ante mi presencia de todas las horas la escasez y pobreza de su entendimiento. Mala cosa es que un niño sea superior a sus maestros en saber o inteligencia y tenga conciencia de ello. En lo que toca al saber, esto no ocurría sólo en mi caso, pues otros dos muchachos, que formaban conmigo el primer curso, eran mejores helenistas que el director, aunque no fuesen capaces de redactar con tanta elegancia ni estuviesen acostumbrados a sacrificar a las musas. Recuerdo que cuando ingresé leíamos a Sófocles; para nosotros, los triunviros eruditos del primer curso, era un triunfo constante ver a nuestro «Archididascalio» (como le gustaba que lo llamásemos) aprendiendo de memoria la lección antes de clase y preparando un larguísimo tren de léxicos y gramáticas para dinamitar y hacer saltar por los aires (valga la imagen) las dificultades que encontrase en los coros; nosotros, en cambio, no nos dignábamos abrir nuestros libros hasta el momento de empezar y, por lo general, estábamos ocupados en componer epigramas sobre su peluca o algún otro tema igualmente importante. Mis dos condiscípulos eran pobres y sus posibilidades de seguir una carrera universitaria dependían de la recomendación del director; yo, en cambio, poseía un pequeño patrimonio cuya renta bastaría para mantenerme en la universidad, donde quería ser enviado de inmediato. Así lo pedí con insistencia a mis tutores pero sin éxito. Uno de ellos, el más razonable y el que mejor conocía el mundo, vivía muy lejos; dos de los otros tres renunciaron a su autoridad, que pasó a manos del cuarto, y el cuarto, con el cual tenía que negociar, era, a su manera, una buena persona pero soberbio, obstinado e intolerante de la menor oposición a su voluntad. Tras varias cartas y entrevistas personales decidí que nada cabía esperar de mi tutor, ni siquiera una transacción, ya que exigía mi sometimiento incondicional y, en consecuencia, me dispuse a tomar otras medidas. El verano venía a grandes pasos y mi decimoséptimo cumpleaños se acercaba rápidamente: juré que pasada esa fecha ya no me contaría entre los alumnos de la escuela. Lo primero que necesitaba era dinero y escribí a una señora de calidad que, aunque joven, me conocía desde niño y me había dado poco antes muestras de gran cortesía, pidiéndole me «prestara» cinco guineas. Durante más de una semana no recibí respuesta; empezaba a desalentarme cuando un sirviente me puso en las manos una gruesa carta sellada con una corona nobiliaria. La carta era bondadosa y amable: mi hermosa corresponsal se encontraba en la costa, lo cual había sido la causa de la demora; enviaba el doble de lo que le había pedido e insinuaba con buen humor que no quedaría completamente arruinada si no pudiera pagarle nunca. Ya estaba listo para poner mi plan en ejecución: diez guineas, sumadas a las dos que me restaban de mi propio dinero, me parecían suficientes para un plazo indefinido, y cuando en esa edad dichosa no se impone un límite definido a nuestros poderes, el espíritu de esperanza y placer los hace virtualmente infinitos.
Observa con justicia el Dr. Johnson (y con sensibilidad, lo que no siempre puede decirse de sus observaciones) que nunca hacemos conscientemente por última vez sin entristecernos aquello que hemos tenido costumbre de hacer durante mucho tiempo. Sentí hondamente la verdad de esta observación cuando llegó la hora de abandonar [Manchester], lugar que no amaba y donde no había sido feliz. La tarde antes de dejar [Manchester] para siempre me ganó el pesar mientras en el noble y antiguo salón de la escuela resonaba el oficio vespertino, al que asistía por última vez; y esa noche, cuando se pasó lista y mi nombre (como siempre) fue el primero, me dirigí hacia delante y al pasar junto al director que allí se encontraba, me incliné ante él y, mirándolo con emoción a la cara, pensé: «Está viejo y enfermo, ya no lo veré en este mundo.» Tenía razón: no lo vi otra vez ni volveré a verlo. Esa tarde me miró complacido, sonrió de buena gana y me devolvió el saludo (o más bien, la despedida) y nos separamos (aunque él no lo supiera) para siempre. No podía respetarlo intelectualmente pero fue bondadoso conmigo e hizo por mí muchas excepciones: me apenaba pensar en la mortificación que debía infligirle.
Llegó la mañana que había de arrojarme al mundo y que desde entonces ha matizado en muchos aspectos importantes mi vida entera. Yo estaba alojado en casa del director y desde el día de mi llegada se me había concedido el favor de una habitación privada, que me servía tanto de dormitorio como de estudio. Me levanté a las tres y media y contemplé con honda emoción las antiguas torres de [la Iglesia Colegiada], «vestidas de luz temprana», que se encendían en la luminosidad radiante de una mañana sin nubes del mes de julio. Mi propósito era firme e inalterable: no obstante me inquietaba la anticipación de inciertos peligros y desgracias y, de haber previsto el huracán, la tremenda granizada de aflicciones que pronto cayó sobre mí buenas razones tuviera para sentirme agitado. Esta agitación contrastaba conmovedoramente con la paz profunda de la mañana que en cierta medida la apaciguaba. El silencio era más hondo que el de medianoche: y para mí el silencio de una mañana de verano es más emocionante que cualquier otro silencio, pues, aunque la luz sea tan clara y fuerte como la del mediodía en las demás estaciones del año, no parece que el día sea perfecto, sobre todo porque el hombre aún no está a la vista; la paz de la naturaleza y de las criaturas inocentes de Dios en tan segura y profunda sólo mientras no viene a turbar su santidad la presencia del hombre y su espíritu sin sosiego. Me vestí, cogí sombrero y guantes y todavía me demoré un instante en la habitación. Durante el último año y medio ésta había sido mi «pensativa ciudadela»; aquí atravesé, leyendo y estudiando, todas las horas de la noche; y si bien es cierto que en los últimos tiempos, aunque hecho para el amor y los más dulces afectos, perdí mi tranquilidad y alegría en la violencia afiebrada de las luchas con mi tutor, de otra parte, siendo un niño que amaba tan apasionadamente los libros, y hallándome dedicado al ejercicio intelectual, no podía sino disfrutar de muchas horas felices en medio de mi general abatimiento. Lloré mientras miraba en torno la silla, la chimenea del escritorio y otros objetos familiares, pues demasiado bien sabía que los miraba por última vez. Al escribir estas líneas han pasado dieciocho años: y sin embargo, en este momento veo nítidamente, como si fuera ayer, los trazos y la expresión del cuadro en que fijé mi última mirada: un retrato de la hermosa …….. que colgaba sobre la chimenea; los ojos y la boca eran tan bellos, todo el rostro tan radiante de bondad y serenidad divinas, que mil veces dejé de lado la pluma o el libro para pedirle consuelo, como lo pide un devoto a su santo patrón. Todavía lo estaba contemplando cuando las graves campanadas del reloj de [Manchester] proclamaron que eran las cuatro de la mañana. Fui hasta el retrato, lo besé, y luego salí despacio y cerré la puerta para siempre

1 Podría haberse añadido una tercera excepción: mi razón para no hacerlo es que el escritor al que saludo sólo dedicó sus esfuerzos juveniles a tratar expresamente de temas filosóficos; en la madurez todas sus facultades se orientaron (por razones muy disculpables y comprensibles» en vista de la dirección que ha tomado la mentalidad del público en Inglaterra) a la crítica y las bellas artes. Sin embargo, dejando de lado esta razón, me pregunto si no hay que considerarlo, más que un pensador sutil, un pensador agudo. Por otra parte, una grave limitación a su dominio de los temas filosóficos es que, como resulta evidente, no ha disfrutado de las ventajas de una cabal formación humanista: no leyó a Platón en sus años mozos (lo cual, probablemente, se debiera tan sólo a su mala suerte), pero ya maduro tampoco leyó a Kant (y esto es culpa suya).

2 No hago alusión a profesores existentes de los que, a decir verdad, sólo conozco a uno.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

Páginas