lunes, 28 de marzo de 2016

Carlos Fuentes. Sexta entrega. La gran novela Latinoamericana.


6. La revolución mexicana


1. La novela mexicana del siglo XX estuvo dominada por el acontecimiento del siglo XX: la revolución social, política y cultural de 1910-1920. Los de abajo de Mariano Azuela, Vámonos con Pancho Villa de Rafael F. Muñoz y La sombra del caudillo de Martín Luis Guzmán dieron testimonio y estética realistas, así como las obras de Francisco L. Urquizo (Tropa vieja) y Nellie Campobello, en tanto que la contrarrevolución católica —la «cristiada»— fue novelada por J. Guadalupe de Anda (Los bragados). Los intentos de novela intimista del grupo Contemporáneos (Torres Bodet, Novo, Owen) fueron minimizados, si no sustituidos, por una retórica nacionalista creciente y excluyente («el que lee a Proust se proustituye») y una angustia de la ilusión y la pérdida políticas (José Revueltas). Hasta que dos obras, Al filo del agua de Agustín Yáñez y Pedro Páramo de Juan Rulfo, cerraron con brillo el ciclo de la revolución y el mundo agrario. La novela urbana pasó a ocupar el centro de la ficción y con ella apareció una literatura muy diversificada temáticamente.
2. La Ilíada descalza: Mariano Azuela


Pregunto: ¿en qué medida la imposibilidad de cumplir la trayectoria del mito a la épica y a la tragedia en plenitud es inherente a las frustraciones de nuestra historia; en qué medida es apenas un pálido reflejo de la decisión moderna, judeo-cristiana primero pero burocrático-industrial en seguida, de exiliar la tragedia, inaceptable para una visión de la perfectibilidad constante y la felicidad final del ser humano y sus instituciones?
Escojo Los de abajo de Mariano Azuela para intentar una respuesta que, sin duda, sólo animará, si es aproximadamente válida, una nueva constelación de preguntas. Pero si nos acercamos a la primera hipótesis —la historia de México y de Hispanoamérica, del valiente mundo nuevo—, Los de abajo ofrece una oportunidad para comprender la relación entre nación y narración, dada su naturaleza anfibia, épica vulnerada por la novela, novela vulnerada por la crónica, texto ambiguo e inquietante que nada en las aguas de muchos géneros y propone una lectura hispanoamericana de las posibilidades e imposibilidades de los mismos. Épica vacilante de Bernal; épica degradada de Azuela. Entre ambas, la nación aspira a ser narración.
En Gallegos o en Rulfo, un mito germina a partir de la delimitación de la realidad narrativa. La naturaleza lo precede en Gallegos; la muerte, en Rulfo. El mito que pueda nacer de Azuela es más inquietante, porque surge del fracaso de una épica.
Nación y narración: así como la novela española, o su ausencia entre Cervantes y Clarín, es parte de una falta de respuesta verbal al fenómeno de la decadencia que se inicia durante los reinados de Felipe IV y Carlos el Hechizado, la novela hispanoamericana, y la mexicana en particular, están ausentes hasta que la nación le da contradicción y oportunidad a la narración con El Periquillo Sarniento de Fernández de Lizardi. Participamos de la ilusión rousseauniana, romántica de la nación, sentimental, derivada de la lectura de Julia, o La nueva Eloísa, aunque con menos ímpetu lacrimoso que los colombianos y los argentinos: Jorge Isaacs y José Mármol. Encontramos el mejor momento de nuestra narrativa decimonónica en las novelas de aventuras de Payno e Inclán: preludios revolucionarios para México, como lo fueron Facundo y el Martín Fierro para la Argentina. Pero un nuevo prestigio, visto como deber, ocultó de nuevo a la nación narrada con el biombo del naturalismo zolaesco. Mariano Azuela, en María Luisa, participa de esta combinación terrible de lo sentimental con lo clínico. Mundo cosificado y predestinado, en él las piedras no tenían historia, ni la fatalidad grandeza: era un pretexto dramático para animar el progreso, no una visión totalizante del pasado y sus obstáculos y facilidades comunes para alcanzar el verdadero desarrollo, que implica también presencia del pasado.
Mariano Azuela, más que cualquier otro novelista de la revolución mexicana, levanta la pesada piedra de la historia para ver qué hay allí abajo. Lo que encuentra es la historia de la Colonia que nadie antes había realmente narrado imaginativamente. Quien se quede en la mera relación de acontecimientos «presentes» en Azuela, sin comprender la riqueza contextual de su obra, no la habrá leído. Tampoco habrá leído a la nación como narración, que es la gran aportación de Azuela a la literatura hispanoamericana; somos lo que somos porque somos lo que fuimos.
Pero cuando digo «la historia de la colonia», debería decir «la historia de dos colonias»: Azuela es su Dickens. Stanley y Barbara Stein, los historiadores de la Colonia en la Universidad de Princeton, distinguen varias constantes de ese sistema: la hacienda, la plantación y las estructuras sociales vinculadas al latifundismo; los enclaves mineros; el síndrome exportador; el elitismo, el nepotismo y el clientismo. Pero lo notable de estas constantes es que no sólo revelan la realidad del país colonizado, sino que se reflejan como vicios del propio país colonizador, España.
Historia de dos colonias. Una nación colonial coloniza a un continente colonial. Vendamos mercancía a los españoles, ordenó Luis XV, para obtener oro y plata; y Gracián exclamó en El Criticón: España es las Indias de Francia. Pudo haber dicho: España es las Indias de Europa. Y la América española fue la colonia de una colonia posando como un Imperio.
Exportación de lana, importación de textiles y fuga de los metales preciosos al norte de Europa para compensar el déficit de la balanza de pagos ibérica, importar los lujos del Oriente para la aristocracia ibérica, pagar las cruzadas contrarreformistas y los monumentos mortificados de Felipe II y sus sucesores, defensores de la fe. En su Memorial de la política necesaria, escrito en 1600, el economista González de Celorio, citado por John Elliot en su España imperial, dice que si en España no hay dinero, ni oro ni plata, es porque los hay; y si España no es rica, es porque lo es. Sobre España, concluye Celorio, es posible, de esta manera, decir dos cosas a la vez contradictorias y ciertas.
Temo que sus colonias no escaparon a la ironía de Celorio. Pues, ¿cuál fue la tradición del Imperio español sino un patrimonialismo desaforado, a escala gigantesca, en virtud del cual las riquezas dinásticas de España crecieron desorbitadamente, pero no la riqueza de los españoles? Si Inglaterra, como indican los Stein, eliminó todo lo que restringía el desarrollo económico (privilegios de clase, reales o corporativos; monopolios; prohibiciones) España los multiplicó. El imperio americano de los Austrias fue concebido como una serie de reinos añadidos a la corona de Castilla. Los demás reinos españoles estaban legalmente incapacitados para participar directamente en la explotación y la administración del Nuevo Mundo.
América fue el patrimonio personal del rey de Castilla, como Comala de Pedro Páramo, el Guarari de los Ardavines y Limón en Zacatecas del cacique don Mónico.
España no creció, creció el patrimonio real. Creció la aristocracia, creció la Iglesia y creció la burocracia al grado de que en 1650 había 400.000 edictos relativos al Nuevo Mundo en vigor: Kafka con peluca. La militancia castrense y eclesiástica pasa, sin solución de continuidad, de la Reconquista española a la Conquista y colonización americanas. En la península permanece una aristocracia floja, una burocracia centralizadora y un ejército de pícaros, rateros y mendigos. Cortés está en México; Calisto, el Lazarillo de Tormes y el Licenciado Vidriera se quedan en España. Pero Cortés, hombre nuevo de la clase media extremeña, hermano activo de Nicolás Maquiavelo y su política para la conquista, para la novedad, para el Príncipe que se hace a sí mismo y no hereda nada, es derrotado por el imperium de los Habsburgo españoles, el absolutismo impuesto a España primero por la derrota de la revolución comunera en 1521, en segunda por la derrota de la reforma católica en el Concilio de Trento de 1545-1563.
La América española debió aceptar lo que la modernidad europea juzgaría intolerable: el privilegio como norma, la Iglesia militante, el oropel insolente y el uso privado de los poderes y recursos públicos.
Tomó a España ochenta años ocupar su imperio americano y dos siglos establecer la economía colonial sobre tres columnas, nos dicen Barbara y Stanley Stein: los centros mineros de México y Perú; los centros agrícolas y ganaderos en la periferia de la minería; y el sistema comercial orientado a la exportación de metales a España para pagar las importaciones del resto de Europa.
La minería pagó los costos administrativos del Imperio pero también protagonizó el genocidio colonial, la muerte de la población que entre 1492 y 1550 descendió, en México y el Caribe, de 25 millones a un millón y en las regiones andinas, entre 1530 y 1750, de seis millones a medio millón. En medio de este desastre demográfico, la columna central del Imperio, la mina, potenció la catástrofe, la castigó y la prolongó mediante una forma de esclavismo, el trabajo forzado, la mita, acaso la forma más brutal de una colonización que primero destruyó la agricultura indígena y luego mandó a los desposeídos a los campos de concentración mineros porque no podían pagar sus deudas (Stanley y Barbara Stein, La herencia colonial de la América Latina).
3. La losa de los siglos


Valiente mundo nuevo: ¿qué podía quedar, después de esto, del sueño utópico del Nuevo Mundo regenerador de la corrupción europea, habitado por el Buen Salvaje, destinado a restaurar la Edad de Oro? Erasmo, Moro, Vitoria y Vives se van por la coladera oscura de una mina en Potosí o Guanajuato. La Edad de Oro resultó ser la hacienda, paradójico refugio del desposeído y del condenado a trabajos forzados en la mina. La historia de la América española parece escribirse con la ley jesuita del malmenorismo y comparativamente el hacendado se permite desempeñar este papel de protector, patriarca, juez y carcelero benévolo que exige y obtiene, paternalistamente, el trabajo y la lealtad del campesino que recibe del patriarca raciones, consolación religiosa y seguridad tristemente relativa. Su nombre es Pedro Páramo, don Mónico, José Gregorio Ardavín.
Debajo de esta losa de siglos aparecen los hombres y mujeres de Azuela: son las víctimas de todos los sueños y todas las pesadillas del Nuevo Mundo: ¿Hemos de sorprendernos de que, al salir de debajo de la piedra, parezcan a veces insectos, alacranes ciegos, deslumbrados por el sol, girando en redondo, perdido el sentido de la orientación por siglos y siglos de oscuridad y opresión bajo las rocas del poder azteca, ibérico y republicano? Emergen de esa oscuridad: no pueden ver con claridad el mundo, viajan, se mueven, emigran, combaten, se van a la revolución. Cumplen los requisitos de la épica original. Pero también, significativamente, los degradan y los frustran.
Pues Los de abajo es una crónica épica que pretende establecer la forma de los hechos, no de los mitos, porque éstos no nutren la textualidad inmediata de Los de abajo. Pero también es una crónica novelística que no sólo determina los hechos sino que los critica imaginativamente.
La descripción de los hechos generales es épica, sintética a veces:
Los federales tenían fortificados los cerros de El Grillo y La Bufa de Zacatecas. Decíase que era el último reducto de Huerta, y todo el mundo auguraba la caída de la plaza. Las familias salían con precipitación rumbo al Sur; los trenes iban colmados de gente; faltaban carruajes y carretones, y por los caminos reales, muchos, sobrecogidos de pánico, marchaban a pie y con sus equipajes a cuestas.
Y a veces yuxtapone la velocidad y la morosidad:
El caballo de Macías, cual si en vez de pezuñas hubiese tenido garras de águila, trepó sobre estos peñascos. «¡Arriba, arriba!», gritaron sus hombres, siguiendo tras él, como venados, sobre las rocas, hombres y bestias hechos uno. Sólo un muchacho perdió la pisada y rodó al abismo; los demás aparecieron en brevísimos instantes en la cumbre, derribando trincheras y acuchillando soldados. Demetrio lazaba las ametralladoras, tirando de ellas cual si fuesen toros bravos. Aquello no podía durar. La desigualdad numérica los habría aniquilado en menos tiempo del que gastaron en llegar allí. Pero nosotros nos aprovechamos del momentáneo desconcierto, y con rapidez vertiginosa nos echamos sobre las posiciones y los arrojamos de ellas con la mayor facilidad. ¡Ah, qué bonito soldado es su jefe!
Otras veces, el panorama es presentado curiosamente como primer plano:
De lo alto del cerro se veía un costado de La Bufa, con su crestón, como testa empenachada de altivo rey azteca. La vertiente, de seiscientos metros, estaba cubierta de muertos, con los cabellos enmarañados, manchadas las ropas de tierra y de sangre, y en aquel hacinamiento de cadáveres calientes, mujeres haraposas iban y venían como famélicos coyotes esculcando y despojando.
La caracterización, repetitiva, enunciativa y anunciadora de las calidades del héroe, también es épica: como Aquiles es el valiente y Ulises el prudente, Álvar Fáñez quien en buenhora ciñó espada y Don Quijote el Caballero de la Triste Figura, Pancho Villa aquí es el «Napoleón mexicano», «el águila azteca que ha clavado su pico de acero sobre la cabeza de la víbora Victoriano Huerta». Y Demetrio Macías será el héroe de Zacatecas.
Pero es aquí mismo, al nivel épico de la nominación, donde Azuela inicia su devaluación de la épica revolucionaria mexicana. ¿Merece Demetrio Macías su membrete, es héroe, venció a alguien en Zacatecas, o pasó la noche del asalto bebiendo y amaneció con una vieja prostituta con un balazo en el ombligo y dos reclutas con el cráneo agujereado? Esta duda novelística empieza por parecerse a otra épica, no la epopeya sin dudas de Héctor y Aquiles, de Roldán y del ciclo artúrico, sino la epopeya española del Cid Campeador: la única que se inicia con el héroe estafando a dos mercaderes, los judíos Raquel y Vidas, y culmina con una humillación maliciosa: las barbas arrancadas del conde García Ordóñez. No una hazaña bélica, sino un insulto personal, una venganza.
La rebelión de Demetrio Macías también se inicia con un incidente de barbas —las del cacique de Moyahua— y el más violento adlátere de Macías, el Güero Margarito, no deshoja florecillas del campo, sino precisamente su barba: «Soy muy corajudo, y cuando no tengo en quién descansar, me arranco los pelos hasta que me baja el coraje. ¡Palabra de honor, mi general; si no lo hiciera así, me moriría del puro berrinche!».
No es ésta la cólera de Aquiles, sino su contrapartida degradada, vacilante, hispanoamericana. Las estafas de Mío Cid son reproducidas por Hernán Cortés, quien confiesa haberse procurado, como «gentil corsario», los arreos necesarios para su expedición mexicana entre los vecinos de la costa cubana; y estallan vertiginosamente en esta Ilíada descalza, que es Los de abajo.
Épica manchada por una historia que está siendo actuada ante nuestros ojos —aunque Azuela la da por sabida, no sólo en el sentido de que los hechos son conocidos por el público, sino en el sentido de que lo sabido es repetitivo y es fatal—. Sin embargo, al contrario de la épica, Los de abajo carece de un lenguaje común para sus dos principales personajes. Los compañeros de Troya se entienden entre sí, como los paladines de Carlomagno y los sesenta caballeros del Cid. Pero Demetrio Macías y el Curro Luis Cervantes no: y en esto son personajes radicalmente novelísticos, pues el lenguaje de la novela es el de asombro ante un mundo que ya no se entiende, es la salida de Don Quijote a un mundo que no se parece a sí mismo, pero también es la incomprensión de los personajes que han perdido las analogías del discurso. Quijote y Sancho no se entienden, como no se entienden los miembros de la familia Shandy, o Heathcliff el gitano y la familia inglesa decente, los Lynton; o Emma Bovary y su marido, o Anna Karenina y el suyo.
¿Qué une al cabo a Macías y a Cervantes? La rapiña, el lenguaje común del despojo, como en la famosa escena en la que cada uno, fingiendo que duerme, ve al otro robar un cofre sabiendo que el otro lo mira, sellando así un pacto silencioso de ladrones. Se ha formado y confirmado el pacto de gobierno: la cleptocracia.
Los hechos son fatales: Valderrama perora:
—¡Juchipila, cuna de la revolución de 1910, tierra bendita, tierra regada con sangre de mártires, con sangre de soñadores… de los únicos buenos!
—Porque no tuvieron tiempo de ser malos —completa la frase brutalmente un oficial ex federal que va pasando.
Y los hechos son repetitivos:
«Las cosas se agarran sin pedirle licencia a nadie», dice la Pintada; si no, ¿para quién fue la revolución? «¿Pa’ los catrines? —pregunta—. Si ahora nosotros vamos a ser los meros catrines…».
«Mi jefe», le dice Cervantes a Macías, «después de algunos minutos de silencio y meditación».
«Si ahora nosotros vamos a ser los meros catrines», dice la Pintada.
4. La épica del desencanto


Extraña épica del desencanto, entre estas dos exclamaciones perfila Los de abajo su verdadero espectro histórico. La dialéctica interna de la obra de Mariano Azuela abunda en dos extremos verbales: la amargura engendrando la fatalidad y la fatalidad engendrando la amargura. El desencantado Solís cree que la protagonista de la revolución es «una raza irredenta» pero confiesa no poder separarse de ella porque «la revolución es el huracán». La psicología de «nuestra raza —continúa Solís— se condensa en dos palabras: ‘robar, matar…’» pero «qué hermosa es la revolución, aun en su misma barbarie». Y, famosamente, concluye: «¡Qué chasco, amigo mío, si los que venimos a ofrecer todo nuestro entusiasmo, nuestra misma vida por derribar a un miserable asesino, resultásemos ser los obreros de un enorme pedestal donde pudieran levantarse cien o doscientos mil monstruos de la misma especie!», pero «—¿Por qué pelean ya, Demetrio? […] —Mira esa piedra cómo ya no se para…».
Si Los de abajo se resignase a esta diversión entre dos extremos que se alimentan mutuamente, carecería de verdadera tensión narrativa; su unidad sería falsa porque la desilusión y la resignación son binomios que se agotan pronto y terminan por reflejarse, haciéndose muecas como un simio ante un espejo. La crítica, por razones obvias, se ha detenido demasiado en estos aspectos llamativos de la obra de Azuela, pasando por alto el núcleo de una tensión que otorga a los extremos su distancia activa en el discurso narrativo.
Azuela rehúsa una épica que se conforme con reflejar, mucho menos con justificar: es un novelista tratando un material épico para vulnerarlo, dañarlo, afectarlo con el acto que rompe la unidad simple. En cierto modo, Azuela cumple así el ciclo abierto por Bernal Díaz, levanta la piedra de la conquista y nos pide mirar a los seres aplastados por las pirámides y las iglesias, la mita y la hacienda, el cacicazgo local y la dictadura nacional. La piedra es esa piedra que ya no se para; la revolución huracanada y volcánica deja, bajo esta luz, de asociarse con la fatalidad para perfilarse como ese acto humano, novelístico, que quebranta la epicidad anterior, la que celebra todas nuestras hazañas históricas y, constantemente, nos amenaza con la norma adormecedora del autoelogio.
En consecuencia, lo que parecería a primera vista resignación o repetición en Azuela, es crítica; crítica del espectro histórico que se diseña sobre el conjunto de sus personajes.
Saint-Just, en medio de otro huracán revolucionario, se preguntaba cómo arrancar el poder a la ley de la inercia que constantemente lo conduce al aislamiento, a la represión y a la crueldad: «Todas las artes —dijo el joven revolucionario francés— han producido maravillas. El arte de gobernar sólo ha producido monstruos».
Saint-Just llega a esta conclusión pesimista una vez que ha distinguido el paso histórico de la revolución mientras se afirma contra sus adversarios, destruye la monarquía y se defiende de la invasión extranjera: éste es el orden épico de la revolución. Pero luego la revolución se vuelve contra sí misma y éste sería el orden trágico de la revolución. Trotski escribió que el arte socialista reviviría la tragedia. Lo dijo desde el punto de mira épico y previendo una tragedia ya no de la fatalidad o del individuo, sino de la clase en conflicto y, finalmente, de la colectividad. No sabía entonces que él sería uno de los protagonistas de la tragedia del socialismo, y que ésta ocurriría en la historia, no en la literatura.
Azuela conoce perfectamente los linderos de su experiencia literaria e histórica y su advertencia es sólo ésta: el orden épico de esta revolución, la mexicana, puede traducirse en una reproducción del despotismo anterior porque —y ésta es la riqueza verdadera de su obra de novelista— las matrices políticas, familiares, sexuales, intelectuales y morales del antiguo orden, el orden colonial y patrimonialista, no han sido transformadas en profundidad. El temblor de la escritura de Azuela es el de una premonición fantasmal: Demetrio Macías, ¿por qué no?, puede ser sólo una etapa más de ese destino enemigo, como lo llama Hegel. El microcosmos para reemplazar a don Mónico ya está allí, en la banda de Demetrio y sus secuaces, sus clientes, sus favoritos, el Güero Margarito, el Curro, Cervantes, Solís, la Pintada, la Codorniz, prontos a confundir y apropiarse los derechos públicos en función de sus apetitos privados y de servir el capricho del Jefe.
Mariano Azuela salva a Demetrio Macías del destino enemigo merced a una reiteración de la acción que, detrás de la apariencia fatalista, se asemeja al acto épico de Hegel. La épica es un distanciamiento del acto del hombre ante el acto divino. Pero Azuela, el novelista, permite que su visión trascienda, a su vez, la épica degradada y adquiera, al cabo, la resonancia del mito. Y éste es el mito del retorno al hogar.
Como Ulises, como el Cid, como Don Quijote, Demetrio Macías salió de su tierra, vio el mundo, lo reconoció y lo desconoció, fue reconocido y desconocido por él. Ahora regresa al lar, de acuerdo con las leyes del mito:
Demetrio, paso a paso, iba al campamento.
Pensaba en su yunta: dos bueyes prietos, nuevecitos, de dos años de trabajo apenas, en sus dos fanegas de labor bien abonadas. La fisonomía de su joven esposa se reprodujo fielmente en su memoria: aquellas líneas dulces y de infinita mansedumbre para el marido, de indomables energías y altivez para el extraño. Pero cuando pretendió reconstruir la imagen de su hijo, fueron vanos todos sus esfuerzos: lo había olvidado.
Llegó al campamento. Tendidos entre los surcos, dormían los soldados, y revueltos con ellos, los caballos echados, caída la cabeza y cerrados los ojos.
—Están muy estragadas las remudas, compadre Anastasio; es bueno que nos quedemos a descansar un día siquiera.
—¡Ay, compadre Demetrio…! ¡Qué ganas ya de la sierra! Si viera…, ¿a que no me lo cree…? pero naditita que me jallo por acá… ¡Una tristeza y una murria…! ¡Quién sabe qué le hará a uno falta…!
—¿Cuántas horas se hacen de aquí a Limón?
—No es cosa de horas: son tres jornadas muy bien hechas, compadre Demetrio.
Antes de la madrugada salieron rumbo a Tepatitlán. Diseminados por el camino real y por los barbechos, sus siluetas ondulaban vagamente al paso monótono y acompasado de las caballerías, esfumándose en el tono perla de la luna en menguante, que bañaba todo el valle.
Se oía lejanísimo ladrar de perros.
—Hoy a mediodía llegamos a Tepatitlán, mañana a Cuquío, y luego…, a la sierra —dijo Demetrio.
Pero Ítaca es una ruina: la historia la mató también:
Igual a los otros pueblos que venían recorriendo desde Tepic, pasando por Jalisco, Aguascalientes y Zacatecas, Juchipila era una ruina. La huella negra de los incendios se veía en las casas destechadas, en los pretiles ardidos. Casas cerradas; y una que otra tienda que permanecía abierta era como por sarcasmo, para mostrar sus desnudos armazones, que recordaban los blancos esqueletos de los caballos diseminados por todos los caminos. La mueca pavorosa del hambre estaba ya en las caras terrosas de la gente, en la llama luminosa de sus ojos que, cuando se detenían sobre un soldado, quemaban con el fuego de la maldición.
La historia revolucionaria despoja a la épica de su sostén mítico: Los de abajo es un viaje del origen al origen, pero sin mito. Y la novela, en seguida, despoja a la historia revolucionaria de su sostén épico.
Ésta es nuestra deuda profunda con Mariano Azuela. Gracias a él se han podido escribir novelas modernas en México porque él impidió que la historia revolucionaria, a pesar de sus enormes esfuerzos en ese sentido, se nos impusiera totalmente como celebración épica. El hogar que abandonamos fue destruido y nos falta construir uno nuevo. No es cierto que esté terminado, dice desde entonces, desde 1916, Azuela; es posible que estos ladrillos sean distintos de aquéllos, pero no lo es este látigo del otro. No nos engañemos, nos dice Azuela el novelista, aun al precio de la amargura. Es preferible estar triste que estar tonto.
La crítica y el humor salvan, al cabo, a las revoluciones de los excesos del autoritarismo solemne. Azuela nos dio las armas de la crítica. La revolución misma, las del humor. Lo tiene, inherente, una revolución cuyo himno celebra a una cucaracha marihuana.
5. Martín Luis Guzmán: Un fósforo en la noche


El protagonista de Los de debajo, Demetrio Macías, es un hombre invisible, uno de tantos seres anónimos que hicieron la revolución y murieron en la revolución. El protagonista de La sombra del caudillo es otro hombre invisible, el jefe máximo para el que se hizo la revolución y que de ella vive.
Decimos en México que un día la revolución se bajó del caballo y se subió al Cadillac. La novela de Guzmán retrata a una sociedad política intermedia entre el caballo y el Cadillac. Ha terminado lo que se llamó «la fase armada» de la revolución: la lucha contra la dictadura de Victoriano Huerta y luego la guerra entre facciones revolucionarias: Carranza contra Zapata y Villa, Obregón contra Carranza, de la Huerta contra Obregón. La consolidación del régimen Obregón-Calles a partir de 1921 no excluyó las revueltas de militares ambiciosos o insatisfechos (Francisco Serrano, Pablo González, Arnulfo R. Gómez).
Con un pie en el estribo y el otro en el acelerador, el caudillo de Guzmán siempre está, como lo indica el título, en la sombra. Su poder se manifiesta en los personajes que actúan, también ambiguamente, a su sombra. A favor o en contra. El caudillo manipula, frustra, despliega trampas, fomenta rivalidades, obligando, al cabo, a la oposición a manifestarse públicamente —tan públicamente como el caudillo se manifiesta, cual titiritero, en la sombra—. Y, a la luz del día, ofrecerse como blanco para la muerte. Fuera de la sombra, no hay salud, dice implícitamente el caudillo. A la luz del sol, hay un paredón y un pelotón de fusilamiento. O peor: hay la cacería vil de los opositores, como si fuesen animales.
Guzmán retrata a un poder político aún inseguro que se mueve del cambio a la permanencia, de «la bola» a «la institución». Calles no toleró la oposición y mandó matar a sus enemigos. Pero también absorbió a la oposición creando un partido de partidos que sumara facciones a favor de un poder único, presidencial, centralista: el Partido Nacional Revolucionario (PNR) y al cabo, y eternamente, el Partido Revolucionario Institucional, que gobernaría durante siete décadas.
En La sombra del caudillo esta transición inicial vive su bautizo como un baño de sangre, violencia y traición, virtudes contrastadas por la prosa límpida de Guzmán. Éste, junto con Alfonso Reyes, había escrito crítica de cine en Madrid con el seudónimo de «Fósforo» y a sus libros —El águila y la serpiente, La sombra del caudillo, ambos de 1928— les otorga un castellano límpido. Como si la opacidad de los temas requiriese la luminosidad de la prosa.
Hay en esto, qué duda cabe, una voluntad estética y una percepción visual muy notables que, sin embargo, en su perfección misma, le dan a las obras una dimensión académica. La diáfana prosa de Guzmán corona las turbias historias que cuenta. No hay más. No hay contradicción de forma y fondo, porque éste, oscuro, sólo se podría escribir así, luminosamente. La contradicción aparente es superada por la voluntad de estilo. Guzmán aspira a conciliar, clásicamente, el fondo y la forma. Escribe —y muy bien— para una suerte de eternidad lingüística.
Hacía falta voltear el guante, explorar formas nuevas para temas viejos y temas nuevos para formas viejas, trascender la historia para re-encontrar la historia con armas inéditas de la imaginación y el lenguaje.
Había que encontrar la forma universal del tema nacional. Había que dar cuenta de la sociedad más allá de lo que la sociedad es, a lo que la sociedad imagina y cómo imaginamos la sociedad.
6. Agustín Yáñez y el porvenir del pasado


Al filo del agua (1947) de Agustín Yáñez señala el fin de la llamada «novela de la revolución» narrando, sin paradoja, el inicio de la revolución. Yáñez rompe los estilos habituales del realismo (Azuela, Guzmán, Muñoz) introduciendo, en primer lugar, un coro despojado de adornos verbales. El autor lo llama «acto preparatorio» y su voz es la de un coro cuya primera, célebre declaración es: «Pueblo de mujeres enlutadas» para seguir —siempre el coro— con «pueblo sin fiestas», «pueblo seco, sin árboles ni huertos», «pueblo de sol, reseco…».
Novela coral de arranque, Al filo del agua somete su propia continuidad a la norma introductoria del coro que, no hay que olvidarlo, era una liturgia que precedía y representaba la acción trágica. Ésta sería tan variada y disímil como se quisiera de la voz coral, pero, sin ésta, no tendría lugar la acción misma.
Esto es importante para entender tanto la novedad como la importancia de Al filo del agua, pues antes de Yáñez la novela mexicana (que era la novela de Azuela y Guzmán) había narrado los hechos de modo directo y continuo, como lo exigió la norma realista. Yáñez presenta no un «nuevo» realismo, sino una ruptura de lo real en la que el tema de la novela presiente el hecho histórico pero lo somete a lo mismo que lo precede: la ignorancia de lo que vendrá. Yáñez logra así una novedad en nuestra literatura. Nos revela el secreto de lo desconocido.
El gran coro con que se inicia Al filo del agua —el acto preparatorio— parecería un momento de quietud al borde de la tempestad. Quietud engañosa. La estática del coro contiene cuanto ha de sucederla: la acción, que deja de ser sucesión temporal para convertirse, por arte del coro, en simultaneidad de tiempos. El arte de Yáñez consistiría en decirnos lo que la historia comprueba —1909 a 1910: la revolución se prepara y se inicia— de una manera que la historia desconoce. Como, en efecto, sucede: la historia no tiene bola de cristal que adivine el futuro; la historia no tiene más espejo que el pasado; pero el pasado que evoca una novela se desconoce como tal porque es puro presente narrativo.
El coro de Al filo del agua, así, es falsamente estático. Contiene la acción por venir, sólo que «la acción» en esta obra no sólo ocurre afuera sino adentro de las personas. Afuera, hay un pueblo «que puso Dios en sus manos», murmura el cura don Dionisio. Los rituales se suceden previsibles y vacíos. Las vidas se suceden: pecado, perdón, dolor, muerte, de acuerdo a calendarios que prohíben la fiesta y son pura mortificación.
Yáñez apela a las técnicas narrativas modernas para introducirse en las mentes afligidas y mudas del «pueblo de mujeres enlutadas». El monólogo interior sirve aquí un doble propósito. Rompe el silencio de un pueblo fatal y da voz a un pueblo mudo. El deseo, la culpa, el miedo, el silencio van adquiriendo una extraña sonoridad, pasan del monólogo interno en rebelión contra el silencio, rompen las supersticiones como el perro que con sus aullidos parte los rezos, niega la obediencia de siglos, mira a los que se van y sienten que escapar del «pueblo de mujeres enlutadas» es posible, llegan los trabajadores del norte, se va y regresa Victoria, «alborotadora de prójimos», el país se mueve, la quietud se rompe, al cabo llegan los revolucionarios y sólo queda en el pueblo el campanero Gabriel —nombre de arcángel—, quien ha celebrado fechas y emociones, amores mudos y ese eterno secreto de lo desconocido.
Gabriel también se va. Don Dionisio el cura ha quedado exhausto. La religión sin fiesta ha sido vencida por la fiesta de la revolución.
Agustín Yáñez ha vencido la linealidad de la historia con la diversidad de las voces de la literatura.
7. Juan Rulfo. Final e inicio


Surgida de «la hegemonía de un lenguaje único y unitario» —el de la Contrarreforma española— que durante tres siglos obstaculizó la importación, redacción, impresión o circulación de novelas, nuestra primera ficción nacional coincide con el triunfo de las revoluciones de independencia: es El Periquillo Sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi, en 1816, quien inaugura la novela hispanoamericana en la ciudad y en las contradicciones de la ciudad. Pero en 1816 aún no estábamos preparados para ahondar en el descubrimiento conflictivo de Lizardi y su héroe Pedro Sarmiento, ni indio ni español, sino mestizo; ni católico dogmático ni liberal romántico, sino ambos.
Debimos pasar por mucho romanticismo, mucho realismo, mucho naturalismo, mucho psicologismo, antes de que Pedro Sarmiento le diera la mano a Pedro Páramo.
Pero la novela mexicana es sólo un capítulo de la empresa mayor de la literatura de lengua española, a la que pertenecemos todos, nosotros y ustedes, y ésta es una literatura nacida de los mitos de las culturas indígenas, de las epopeyas de la conquista y de las utopías del Renacimiento. Todos juntos surgimos de esta tierra común —esta terra nostra—, nos nutrimos de ella, la olvidamos, la redescubrimos y la soltamos a volar con la fuerza de un lenguaje recobrado, que primero fue el de nuestros grandes poetas relámpago, Rubén Darío y Pablo Neruda, Leopoldo Lugones y Luis Palés Matos, César Vallejo y Gabriela Mistral. Gracias a ellos, los novelistas tuvimos un lenguaje con el cual trabajar en la tarea inacabada de la contraconquista de la América española.
Esta contraconquista pasa por un capítulo de identidad nacional representado perfectamente por la novela de la revolución mexicana: la crónica de Martín Luis Guzmán, la vasta comedia de Mariano Azuela —una historia que va desde Andrés Pérez maderista hasta El camarada Pantoja, pasando por la famosísima Los de abajo—, los dramáticos anecdotarios villistas de Rafael F. Muñoz, los aguafuertes cristeros de Guadalupe de Anda, la renovación formal del género por Agustín Yáñez, nos permiten a los mexicanos descubrirnos a nosotros mismos. No hay conocimiento de sí sin crítica de sí.
Juan Rulfo asume toda esta tradición, la desnuda, despoja al cacto de espinas y nos las clava como un rosario en el pecho, toma la cruz más alta de la montaña y nos revela que es un árbol muerto de cuyas ramas cuelgan, sin embargo, los frutos, sombríos y dorados, de la palabra.
En este mismo libro hablo de Bernal Díaz como nuestro primer novelista: el autor de una épica vacilante, incierta de su materia, de sus afectos y de la memoria que es el instrumento único con el que cuentan tanto Bernal como Proust.
Juan Rulfo es un novelista final no sólo en el sentido de que, en Pedro Páramo, concluye, consagrándolos y asimilándolos, varios géneros tradicionales de la literatura mexicana: la novela del campo, la novela de la revolución, abriendo en vez una modernidad narrativa de la cual Rulfo es, a la vez, agonista y protagonista.
Imaginar América, contar el Nuevo Mundo, no sólo como extensión sino como historia. Decir que el mundo no ha terminado porque es no sólo un espacio limitado, sino un tiempo sin límite. La creación de esta cronotopía —tiempo y espacio— americana ha sido lo propio de la narrativa en lengua española de nuestro hemisferio. La transformación del espacio en tiempo: transformación de la selva de La vorágine en la historia de Los pasos perdidos y la fundación de Cien años de soledad. Tiempo del espacio que los contiene a todos en El Aleph y espacio del tiempo urbano en Rayuela. Naturaleza virgen de Rómulo Gallegos, libro y biblioteca reflejados de Jorge Luis Borges, ciudad aural e intransitable de Luis Rafael Sánchez. Para Juan Rulfo la cronotopía americana, el encuentro de tiempo y espacio, no es río ni selva ni ciudad ni espejo: es una tumba. Y allí, desde la muerte, Juan Rulfo activa, regenera y hace contemporáneas las categorías de nuestra fundación americana: la epopeya y el mito.
Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo, se presenta ritualmente con un elemento clásico del mito: la búsqueda del padre. Juan Preciado, el hijo de Pedro Páramo, llega a Comala: como Telémaco, busca a Ulises. Un arriero llamado Abundio lo conduce. Es Caronte, y el Estigio que ambos cruzan es un río de polvo. Abundio se revela como hijo de Pedro Páramo y abandona a Juan Preciado en la boca del infierno de Comala. Juan Preciado asume el mito de Orfeo: va a contar y va a cantar mientras desciende al infierno, pero a condición de no mirar hacia atrás. Lo guía la voz de su madre, Doloritas, la Penélope humillada del Ulises de barro, Pedro Páramo. Pero esa voz se vuelve cada vez más tenue: Orfeo no puede mirar hacia atrás y, esta vez, desconoce a Eurídice. No son ellas esta sucesión de mujeres que suplantan a la madre y que más bien parecen Virgilios con faldas: Eduviges, Damiana, Dorotea la Cuarraca con su molote arrullado, diciendo que es su hijo.
Son ellas quienes introducen a Juan Preciado en el pasado de Pedro Páramo: un pasado contiguo, adyacente, como el imaginado por Coleridge: no atrás, sino al lado, detrás de esa puerta, al abrir esa ventana. Así, al lado de Juan reunido con Eduviges en un cuartucho de Comala está el niño Pedro Páramo en el escusado, recordando a una tal Susana. No sabemos que está muerto; podemos suponer que sueña de niño a la mujer que amará de grande.
Eduviges está con el joven Juan al lado de la historia del joven Pedro: le revela que iba a ser su madre y oye el caballo de otro hijo de Pedro Páramo, Miguel, que se acerca a contarnos su propia muerte. Pero al lado de esta historia, de esta muerte, está presente otra: la muerte del padre de Pedro Páramo.
Eduviges le ha preguntado a Juan en la página 27:
—¿Has oído alguna vez el quejido de un muerto? […]
—No, doña Eduviges.
—Más te vale [contesta la vieja].
Este diálogo es retomado en la página 36:
—Más te vale, hijo. Más te vale.
Pero entre los dos diálogos de Eduviges, que son el mismo diálogo en el mismo instante, palabras idénticas a sí mismas y a su momento, palabras espejo, ha muerto el padre de Pedro Páramo, ha muerto Miguel el hijo de Pedro Páramo, el padre Rentería se ha negado a bendecir el cadáver de Miguel, el fantasma de Miguel ha visitado a su amante Ana la sobrina del señor cura y éste sufre remordimientos de conciencia que le impiden dormir. Hay más: la propia mujer que habla, Eduviges Dyada, en el acto de hablar y mientras todo esto ocurre contiguamente, se revela como un ánima en pena, y Juan Preciado es recogido por su nueva madre sustituta, la nana Damiana Cisneros.
Tenemos así dos órdenes primeros de la estructura literaria en Pedro Páramo: una realidad dada y el movimiento de esa realidad. Los segmentos dados de la realidad son cualesquiera de los que he mencionado: Rentería se niega a enterrar a Miguel, el niño Pedro sueña con Susana encerrado en el baño, muere el padre de Pedro, Juan Preciado llega a Comala, Eduviges desaparece y la sustituye Damiana.
Pero esos segmentos sólo tienen realidad en el movimiento narrativo, en el roce con lo que les sigue o precede, en la yuxtaposición del tiempo de cada segmento con los tiempos de los demás segmentos. Cuando el tiempo de unas palabras —más te vale, hijo, más te vale— retorna nueve páginas después de ser pronunciadas, entendemos que esas palabras no están separadas por el tiempo, sino que son instantáneas y sólo instantáneas; no ha ocurrido nada entre la página 27 y la página 36. O más bien: cuanto ha ocurrido ha ocurrido simultáneamente. Es decir: ha ocurrido en el eterno presente del mito.
Cuando en mi lectura sucesiva entendí que los tiempos de Pedro Páramo son tiempos simultáneos comencé a acumular y a yuxtaponer, retroactivamente, esta contigüidad de los instantes que iba conociendo. Pues Rulfo nos invita a entrar a varios tiempos que, si al cabo se resuelven en el mito, en su origen narrativo se resisten a la mitificación. Como en el Tristram Shandy de Sterne, o en los Cuatro cuartetos de Eliot —para abarcar una gama más amplia—, la sucesión temporal, épica, que por lo menos desde Lessing se le atribuye a la literatura, es correspondida, al cabo, por una presencia simultánea, no sucesiva, en el espacio mental, que es en este caso un espacio mítico.
La historia de Pedro Páramo que le cuentan a Juan sus madres sucesivas es una historia política y psicológica «realista», lineal. Pedro Páramo es la versión jalisciense del tirano patrimonial cuyo retrato es evocado en las novelas de Valle-Inclán, Gallegos y Asturias: el minicésar que manipula todas las fuerzas políticas pero al mismo tiempo debe hacerles concesiones; una especie de Príncipe agrario.
Descendiente de los conquistadores de la Nueva Galicia, émulo feroz de Nuño de Guzmán, Pedro Páramo acumula todas las grandes lecciones de Maquiavelo, salvo una. Como el florentino, el jalisciense sabe que un príncipe sabio debe alimentar algunas animosidades contra él mismo, a fin de aumentar su grandeza cuando las venza; sabe que es mucho más seguro ser temido que ser amado. En los divertidos segmentos en los que Rulfo narra los tratos de Pedro Páramo con las fuerzas revolucionarias, el cacique de Comala procede como lo recomendó Maquiavelo y como lo hizo Cortés: une a los enemigos menos poderosos de tu enemigo poderoso; luego arruínalos a todos; luego usurpa el lugar de todos, amigos y enemigos, y no lo sueltes más. Maquiavelo, Cortés, Pedro Páramo: no está de más poseer una virtud verbal y también una mente capaz de cambiar rápidamente. Pedro Páramo, el conquistador, el príncipe: comete las crueldades de un solo golpe; distribuye los beneficios uno por uno.
Y sin embargo, este héroe del maquiavelismo patrimonial del Nuevo Mundo, señor de horca y cuchillo, amo de vidas y haciendas, dueño de una voluntad que impera sobre la fortuna de los demás y apropia para su patrimonio privado todo cuanto pertenece al patrimonio público, este profeta armado del capricho y la crueldad impunes, rodeado de sus bandas de mayordomos ensangrentados, no aprendió la otra lección de Maquiavelo, y ésta es que no basta imponer la voluntad. Hay que evitar los vaivenes de la Fortuna, pues el príncipe que depende de ella será arruinado por ella.
Pedro Páramo no es Cortés, no es el Príncipe maquiavélico porque, finalmente, es un personaje de novela. Tiene una falla secreta, un resquicio por donde las recetas del poder se desangran inútilmente. La Fortuna de Pedro Páramo es una mujer, Susana San Juan, con la que soñó de niño, encerrado en el baño, con la que voló cometas y se bañó en el río, cuando era niño.
¿Cuál es el papel de Susana San Juan? Su primera función, si retornamos de la frase retomada de Eduviges Dyada a la razón de esta técnica, y si la acoplamos al tremendo aguafuerte político y sociológico del cacique rural que Rulfo acaba por ofrecernos, es la de ser soñada por un niño y la de abrir, en ese niño que va a ser el tirano Páramo, una ventana anímica que acabará por destruirlo. Si al final de la novela Pedro Páramo se desmorona como si fuera un montón de piedras, es porque la fisura de su alma fue abierta por el sueño infantil de Susana: a través del sueño, Pedro fue arrancado a su historia política, maquiavélica, patrimonial, desde antes de vivirla, desde antes de serla. Sin embargo, ingresó desde niño al mito, a la simultaneidad de tiempos que rige el mundo de su novela. Ese tiempo simultáneo será su derrota porque, para ser el cacique total, Pedro Páramo no podía admitir heridas en su tiempo lineal, sucesivo, lógico: el tiempo futurizable del poder épico.
Abierta esta ventana del alma por Susana San Juan, Pedro Páramo es arrancado de su historia puramente «histórica», política, maquiavélica, en el momento mismo en que la está viviendo. La pasión por Susana San Juan coloca a Pedro en el margen de una realidad mítica que no niega la realidad histórica, sino que le otorga relieve y color, tonos de contraste —Rulfo a veces se parece a los maestros del blanco y negro, Goya y Orozco— que, de hecho, nos permiten entender mejor la verdad histórica.
Giambattista Vico, quien primero ubicó el origen de la sociedad en el lenguaje y el origen del lenguaje en la elaboración mítica, vio en los mitos la «universalidad imaginativa» de los orígenes de la humanidad: la imaginación de los pueblos ab-originales.
La voz de Rulfo llega a esta raíz. Es, a la vez, silencio y lenguaje; y, para no sacrificar en ningún momento sus dos componentes, es, sobre todo, rumor. Claude Lévi-Strauss, en su Antropología estructural, nos dice que la función de los mitos consiste en incorporar y exhibir las oposiciones presentes en la estructura de la sociedad en la cual nace el mito. El mito es la manera en que una sociedad entiende e ignora su propia estructura; revela una presencia, pero también una carencia. Ello se debe a que el mito asimila los acontecimientos culturales y sociales. El hecho biológico de dar a luz se convierte, míticamente, en un hecho social. El juego entre realidad sexual y teatralidad erótica de Doloritas Preciado, Eduviges Dyada, Damiana Cisneros y Dorotea la Cuarraca en torno al «hijo» narrador, Juan Preciado, es parte de esta circulación entre biología y sociedad que opera el mito-puente.
Hay más: Lévi-Strauss indica que en cada mito se refleja no sólo su propia poética (es decir, la manera en que el mito es contado en un momento o una sociedad determinados) sino que también da cabida a todas las variantes no dichas, de las cuales esta particular versión es sólo una variante más. Vladimir Propp, en la Morfología del cuento, distingue una veintena de funciones propias del cuento de hadas ruso. El orden de las mismas puede variar, pero no se encuentra un cuento que no incluya, en una forma u otra, una combinación de varias de estas funciones. ¿Hay mitos nuevos, nacidos de circunstancias nuevas? Harry Levin recuerda que Emerson pidió una mitología industrial de Manchester, y Dickens se la dio; Trotski pidió un arte revolucionario que reflejase todas las contradicciones del sistema social revolucionario, pero Stalin se lo negó. La audiencia actual de telenovelas y novelas «divertidas» o light ignora que está leyendo combinaciones de mitos antiquísimos. Sin embargo, sólo la crítica del subdesarrollo sigue manteniendo el mito romántico de la originalidad, precisamente porque nuestras sociedades aún no rebasan las promesas sentimentales de las clases medias del siglo pasado. Todo gran escritor, todo gran crítico, todo gran lector, sabe que no hay libros huérfanos: no hay textos que no desciendan de otros textos.
El mito explica esta realidad genealógica y mimética de la literatura: no hay, como explica Lévi-Strauss, una sola versión del mito, de la cual todas las demás serían copias o distorsiones. Cada versión de la verdad le pertenece al mito. Es decir, cada versión del mito es parte del mito y éste es su poder. El mismo mito —Edipo, pongo por caso— puede ser contado anónimamente, o por Sócrates, Shakespeare, Racine, Hölderlin, Freud, Cocteau, Pasolini, y mil sueños y cuentos de hadas. Las variaciones reflejan el poder del mito. Traten ustedes de contar más de una vez, en cambio, una novela de Sidney Sheldon o de Jackie Collins.
Al contener todos estos aspectos de sí, el mito establece también múltiples relaciones con el lenguaje invisible o no dicho de una sociedad. El mito, en este sentido, es la expresión del lenguaje potencial de la sociedad en la cual se manifiesta.
Esto es igualmente cierto en la antigüedad mediterránea y en la antigüedad mesoamericana, puesto que el mito y el lenguaje son respuestas al terror primario ante la inminencia de la catástrofe natural. Primero hablamos para contar un mito que nos permite comprender el mundo, y el mito requiere un lenguaje para manifestarse. Mito y lenguaje aparecen al mismo tiempo, y los mitos, escribe Vico, son el ingreso a la vasta imaginación de los primeros hombres. El lenguaje del mito nos permite conocer las voces mentales de los primeros hombres: dioses, familia, héroes, autoridad, sacrificios, leyes, conquista, valentía, fama, tierra, amor, vida y muerte: éstos son los temas primarios del mito, y los dioses son los primeros actores del mito.
El hombre recuerda las historias de los dioses y las comunica, antes de morir, a sus hijos, a su familia.
Pero el hombre abandona su hogar, viaja a Troya, obliga a los dioses a acompañarle, lucha, convierte el mito en épica y en la lucha épica —que es la lucha histórica— descubre su fisura personal, su falla heroica: de ser héroe épico, pasa a ser héroe trágico. Regresa al hogar, comunica la tragedia a la ciudad, y la ciudad, en la catarsis, se une al dolor del héroe caído y restablece, en la simpatía, los valores de la comunidad.
Éste es el círculo de fuego de la antigüedad mediterránea —mito, épica y tragedia— que el cristianismo primero y la secularidad moderna, en seguida, excluyen, porque ambos creen en la redención en el futuro, en la vida eterna o en la utopía secular, en la ciudad de dios o en la ciudad del hombre.
La novela occidental no regresa a la tragedia: se apoya en la épica precedente, degradándola y parodiándola (Don Quijote) pero vive una intensa nostalgia del mito que es el origen de la materia con la cual se hace literatura: el lenguaje.
Pedro Páramo no es una excepción a esta regla: la confirma con brillo incomparable, cuenta la historia épica del protagonista, pero esta historia es vulnerada por la historia mítica del lenguaje.
Negar el mito sería negar el lenguaje y para mí éste es el drama de la novela de Rulfo. En el origen del mito está el lenguaje y en el origen del lenguaje está el mito: ambos son una respuesta al silencio aterrador del mundo anterior al hombre: el universo mudo al cual viaja el narrador de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier, deteniéndose al borde del abismo.
Por todo esto, es significativo que en el centro mismo de Pedro Páramo escuchemos el vasto silencio de una tormenta que se aproxima —y que este silencio sea roto por el mugido del ganado.
Fulgor Sedano, el brazo armado del cacique, da órdenes a los vaqueros de aventar el ganado de Enmedio más allá de lo que fue Estagua, y de correr el de Estagua para los cerros del Vilmayo. «Y apriétenle —termina—, ¡que se nos vienen encima las aguas!».
Apenas sale el último hombre a los campos lluviosos, entra a todo galope Miguel Páramo, el hijo consentido del cacique, se apea del caballo casi en las narices de Fulgor y deja que el caballo busque solo su pesebre.
«—¿De dónde vienes a estas horas, muchacho?» —le pregunta Sedano.
«—Vengo de ordeñar» —contesta Miguel, y en seguida en la cocina, mientras le prepara sus huevos, le contesta a Damiana que llega «De por ahí, de visitar madres». Y pide que se le dé de comer igual que a él a una mujer que «allí está afuerita», con un molote en su rebozo que arrulla «diciendo que es su crío. Parece ser que le sucedió alguna desgracia allá en sus tiempos; pero, como nunca habla, nadie sabe lo que le pasó. Vive de limosna».
El silencio es roto por las voces que no entendemos, las voces mudas del ganado mugiente, de la vaca ordeñada, de la mujer parturienta, del niño que nace, del molote inánime que arrulla en su rebozo una mendiga.
Este silencio es el de la etimología misma de la palabra «mito»: mu, nos dice Erich Kahler, raíz del mito, es la imitación del sonido elemental, res, trueno, mugido, musitar, murmurar, murmullo, mutismo. De la misma raíz proviene el verbo griego muein, cerrar, cerrar los ojos, de donde derivan misterio y mística.
Novela misteriosa, mística, musitante, murmurante, mugiente y muda, Pedro Páramo concentra así todas las sonoridades muertas del mito. Mito y Muerte: ésas son las dos emes que coronan todas las demás antes de que las corone el nombre mismo de México: novela mexicana esencial, insuperada e insuperable, Pedro Páramo se resume en el espectro de nuestro país: un murmullo de polvo desde el otro lado del río de la muerte.
La novela, como es sabido, se llamó originalmente Los murmullos, y Juan Preciado, al violar radicalmente las normas de su propia presentación narrativa para ingresar al mundo de los muertos de Comala, dice:
—Me mataron los murmullos.
Lo mató el silencio. Lo mató el misterio. Lo mató la muerte. Lo mató el mito de la muerte. Juan Preciado ingresa a Comala y al hacerlo ingresa al mito encarnando el proceso lingüístico descrito por Kahler y que consiste en dar a una palabra el significado opuesto: como el mutus latín, mudo, se transforma en el mot francés, palabra, la onomatopeya mu, el sonido inarticulado, el mugido, se convierte en mythos, la definición misma de la palabra.
Pedro Páramo es una novela extraordinaria, entre otras cosas, porque se genera a sí misma, como novela mítica, de la misma manera que el mito se genera verbalmente: del mutismo de la nada a la identificación con la palabra, de mu a mythos y dentro del proceso colectivo que es indispensable a la gestación mítica, que nunca es un desarrollo individual. El acto, explica Hegel, es la épica. Pedro Páramo, el personaje, es un carácter de epopeya.
Pero su novela, la que lleva su nombre, es un mito que despoja al personaje de su carácter épico.
Cuando Juan Preciado es vencido por los murmullos, la narración deja de hablar en primera persona y asume una tercera persona colectiva: de allí en adelante, es el nosotros el que habla, el que reclama el mythos de la obra.
En la Antigüedad el mito nutre a la épica y a la tragedia. Es decir: las precede en el tiempo. Pero también en el lenguaje, puesto que el mito ilustra históricamente el paso del silencio —mutus— a la palabra —mythos.
La precedencia del mito en el tiempo, así como su naturaleza colectiva, son explicadas por Carl Gustav Jung cuando nos dice, en Los arquetipos del inconsciente colectivo, que los mitos son revelaciones originales de la psique preconsciente, declaraciones involuntarias acerca de eventos psíquicos inconscientes. Los mitos, añade Jung, poseen un significado vital. No sólo la representan: son la vida psíquica de la tribu, la cual inmediatamente cae hecha pedazos o decae cuando pierde su herencia mitológica, como un hombre que ha perdido su alma.
Recuerdo dos narraciones modernas que de manera ejemplar asumen esta actitud colectiva en virtud de la cual el mito no es inventado, sino vivido por todos: el cuento de William Faulkner «Una rosa para Emilia» y la novela de Juan Rulfo Pedro Páramo. En estos dos relatos, el mito es la encarnación colectiva del tiempo, herencia de todos que debe ser mantenida, patéticamente, por todos, pues como lo escribió Vico, nosotros hicimos la historia, nosotros creamos el tiempo, y si ello es así, si la historia es obra de nuestra voluntad y no del capricho de los dioses o del curso de la naturaleza, entonces es nuestra obligación mantener la historia: mantener la memoria del tiempo. Es parte del deber de la vida: es mantenernos a nosotros mismos.
Pedro Páramo también contiene su antes feliz: la Comala descrita por la voz ausente de Doloritas, el murmullo de la madre: «Un pueblo que huele a miel derramada».
Pero este pueblo frondoso que guarda nuestros recuerdos como una alcancía sólo puede ser recobrado en el recuerdo; es el «Edén subvertido» de López Velarde, creación histórica de la memoria pero también mito creado por el recuerdo.
Pero ¿quién puede recordar en Comala, quién puede crear la historia o el mito a partir de la memoria? ¿Quién tiene, en otras palabras, derecho al lenguaje en Comala? ¿Quién lo posee, quién no? Steven Boldy, el crítico inglés y catedrático del Emmanuel College, Cambridge, responde en un brillante estudio sobre Pedro Páramo: el dueño del lenguaje es el padre; los desposeídos del lenguaje son los demás, los que carecen de la autoridad paterna.
Este pueblo frondoso ha sido destruido por un hombre que niega la responsabilidad colectiva y vive en el mundo aislado del poder físico individual, de la fuerza material y de las estrategias maquiavélicas que se necesitan para sujetar a la gente y asemejarla a las cosas.
¿Cómo ocurre esto? ¿Por qué llega Juan Preciado a este pueblo muerto en busca de su padre?
Ésta es la historia detrás de la épica:
Pedro Páramo ama a una mujer que no pertenece a la esfera épica. Susana San Juan pertenece al mundo mítico de la locura, la infancia, el erotismo y la muerte. ¿Cómo poseer a esta mujer? ¿Cómo llegar a ella?
Pedro Páramo está acostumbrado a poseer todo lo que desea. Forma parte de un mundo donde el dueño de la esfera verbal es dueño de todos los que hablan, como el emperador Moctezuma, que llevaba el título de Tlatoani, el Señor de la Gran Voz, el monopolista del lenguaje.
Un personaje de «Talpa», el cuento de Rulfo, tiene que gritar mientras reza, «nomás» para saber que está rezando y, acaso, para creer que Dios o el Tlatoani lo escuchan.
Pedro Páramo es el padre que domina la novela de Rulfo, es su Tlatoani.
Michel Foucault ha escrito que el padre es el elemento fundamental de la simbolización en la vida de cada individuo. Y su función —la más poderosa de todas las funciones— es pronunciar la ley y unir la ley al lenguaje.
La oración esencial, por supuesto, se invoca «en el nombre del padre», y lo que el padre hace, en nuestro nombre y el suyo, es separarnos de nuestra madre para que el incesto no ocurra. Esto lo hace al nombrarnos: nos da su nombre y, por derivación, su ser, nos recuerda Boldy.
Nombrar y existir, para el padre, son la misma cosa, y en Pedro Páramo el poder del cacique se expresa en estos términos cuando Pedro le dice a Fulgor: «La ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros». La aplicación de esta ley exige la negación de los demás: los de más, los que sobran, los que no-son Pedro Páramo: «Esa gente no existe».
Pero él —el Padre, el Señor— existe sólo en la medida en que ellos le temen, y al temerlo, lo reconocen, lo odian, pero lo necesitan para tener un nombre, una ley y una voz. Comala, ahora, ha muerto porque el Padre decidió cruzarse de brazos y dejar que el pueblo se muriera de hambre. «Y así lo hizo.»
Su pretexto es que Comala convirtió en una feria la muerte de Susana San Juan. La verdad es otra: Pedro Páramo no pudo poseer a la mujer que amó porque no pudo transformarla en objeto de su propia esfera verbal. Pedro Páramo condena a muerte a Comala porque la condena al silencio —la condena al origen, antes del lenguaje—, pero Comala, Susana y finalmente Juan Preciado, saben algo que Pedro Páramo ignora: la muerte está en el origen, se empieza con la muerte, la vida es hija de la muerte, y el lenguaje proviene del silencio.
Pedro Páramo cree que condena a muerte a un pueblo porque la muerte para él está en el futuro, la muerte es obra de la mano de Pedro Páramo, igual que el silencio. Para todos los demás —para ese coro de viejas nanas y señoritas abandonadas, brujas y limosneras, y sus pupilos fantasmales, los hijos de Pedro Páramo, Miguel y Abundio, y Juan Preciado al cabo— lo primero que debemos recordar es la muerte: nuestro origen, y el silencio: Mu, mito y mugido, primera palabra nacida del vacío y del terror de la muerte y del silencio. Para todos ellos, la muerte está en el origen, se empieza con la muerte, y acaso es esto lo que une, al cabo, al hijo de Pedro Páramo y a la amada de Pedro Páramo, a Juan Preciado y a Susana San Juan: los murmullos, el lenguaje incipiente, nacidos del silencio y de la muerte.
El problema de Pedro Páramo es cómo acercarse a Susana. Cómo acercarse a Pedro Páramo es el problema de sus hijos, incluyendo a Juan Preciado, y éste también es un problema de la esfera verbal.
¿Qué cosa puede acercarnos al padre? El lenguaje mismo que el padre quiso darnos primero y quitarnos en seguida: el lenguaje que es el poder del padre, pero su impotencia cuando lo pierde.
Rulfo opta por algo mejor que una venganza contra el padre: lo suma a un esfuerzo para mantener el lenguaje mediante el mito, y el mito de Rulfo es el mito de la muerte a través de la búsqueda del padre y del lenguaje.
Pedro Páramo es en cierto modo una telemaquia, la saga de la búsqueda y reunión con el padre, pero como el padre está muerto —lo asesinó uno de sus hijos, Abundio el arriero—, buscar al padre y reunirse con él es buscar a la muerte y reunirse con ella. Esta novela es la historia de la entrada de Juan Preciado al reino de la muerte, no porque encontró la suya, sino porque la muerte lo encontró a él, lo hizo parte de su educación, le enseñó a hablar e identificó muerte y voces o, más bien, la muerte como un ansia de palabra, la palabra como eso que Xavier Villaurrutia llamó, certeramente, la nostalgia de la muerte.
Juan Preciado dice que los murmullos lo mataron: es decir, las palabras del silencio. «Mi cabeza venía llena de ruidos y de voces. De voces, sí. Y aquí, donde el aire era escaso, se oían mejor. Se quedaban dentro de uno, pesadas.»
Es la muerte la realidad que con mayor gravedad y temblor y ternura exige el lenguaje como prueba de su existencia.
Los mitos siempre se han contado junto a las tumbas: Rulfo va más lejos: va dentro de las tumbas, lado a lado, diálogo de los muertos:
—Siento como si alguien caminara sobre nosotros.
—Ya déjate de miedos. […] Haz por pensar en cosas agradables porque vamos a estar mucho tiempo enterrados.
La tierra de los muertos es el reino de Juan Rulfo y en él este autor crea y encuentra su arquetipo narrativo, un arquetipo íntimamente ligado a la dualidad padre / madre, silencio / voz.
Para Jung, el arquetipo es el contenido del inconsciente colectivo, y se manifiesta en dos movimientos: a partir de la madre, la matriz que le da forma; y a través del padre, el portador del arquetipo, su mitóforos. Desde esta ventana podemos ver la novela de Rulfo como una visita a la tierra de la muerte que se sirve del conducto mítico supremo, el regreso al útero, a la madre que es recipiente del mito, fecundada por el mito: Doloritas y las madres sustitutas, Eduviges, Damiana, Dorotea.
¿Hacia qué cosa nos conducen todas ellas junto con Juan Preciado? Hacia el portador del mito, el padre de la tribu, el ancestro maldito, Pedro Páramo, el fundador del Nuevo Mundo, el violador de las madres, el padre de todititos los hijos de la chingada. Sólo que este padre se niega a portar el mito. Y al hacerlo, traiciona a su prole, no puede hacerse cargo de «las palabras de la tribu».
El mito, indica Jung en sus Símbolos de transformación, es lo que es creído siempre, en todas partes y por todos. Por lo tanto, el hombre que cree que puede vivir sin el mito, o fuera de él, es una excepción. Es como un ser sin raíces, que carece de vínculo con el pasado, con la vida ancestral que sigue viviendo dentro de él, e incluso con la sociedad humana contemporánea.
Como Pedro Páramo en sus últimos años, viejo e inmóvil en un equipal junto a la puerta grande de la Media Luna, esperando a Susana San Juan como Heathcliff esperó a Catherine Earnshaw en las Cumbres borrascosas, pero separado radicalmente de ella porque Susana pertenece al mundo mítico de la locura, la infancia, el erotismo y la muerte y Pedro pertenece al mundo histórico del poder, la conquista física de las cosas, la estrategia maquiavélica para subyugar a las personas y asemejarlas a las cosas.
Este hombre fuera del mito, añade Jung, no vive en una casa como los demás hombres, sino que vive una vida propia, hundido en una manía subjetiva de su propia hechura, que él considera como una verdad recién descubierta. La verdad recién descubierta de Pedro Páramo es la muerte, su deseo de reunirse con Susana. «No tarda ya. No tarda. Ésta es mi muerte. Voy para allá. Ya voy.»
Muere una vez que ha dejado a Comala morirse, porque Comala convirtió en una feria la muerte de Susana San Juan:
—Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre.
Y así lo hizo.
Al condenar a muerte a Comala y sentarse en un equipal a esperar la suya, Pedro Páramo aparece como ese hombre sin mito del cual habla Jung: por más que la haya sufrido y por más que la haya dado, es un recién venido al reino de la muerte, que es parte de la realidad de la psique.
El poder del padre está dañado porque no cree en el mito —no cree en el lenguaje— y cuando los descubre, es en el sueño de una mujer que no compartirá su sueño —es decir, su mito— con él.
Susana San Juan, en cambio, es protagonista de varios mitos entrecruzados: el del incesto con su padre Bartolomé, y el de la pareja idílica con su amante Florencio. Pero, al cabo, es portadora de uno que los resume todos: el del eterno presente de la muerte. Bartolomé, el otro padre, para poseer a su hija, mata a Florencio.
Privada de su amante, Susana decide privarse de su padre. Pedro Páramo se encarga de Bartolomé San Juan, lo asesina para recuperar a Susana, la niña amada, treinta años después, pero al hacerlo la pierde, porque la pérdida del padre significa, para Susana, precisamente lo que la presencia del padre significa para el pueblo: ley: protección: lenguaje.
Al perder a su padre, Susana pierde ley, protección y lenguaje: se hunde en el silencio, se vuelve loca, sólo participa de su propio monólogo verbal cerrado. Niega al padre. En seguida niega al padre religioso, el padre Rentería. En seguida niega a Dios Padre. ¿Cómo puede Susana San Juan, entonces, reconocer jamás al usurpador de la autoridad paterna, Pedro Páramo, si ha dejado de reconocer a Dios, fuente de la autoridad patriarcal?
Ésta es la realidad que Pedro Páramo no puede penetrar ni poseer y ni siquiera puede ser reconocido por Susana porque jamás puede entrar a su universo verbal, un mundo de silencio impenetrable para el poder de Pedro sobre la palabra: «¿Pero cuál era el mundo de Susana San Juan? Ésa fue una de las cosas que Pedro Páramo nunca llegó a saber». Por una vez, el patriarca todopoderoso, el padre, el conquistador, es excluido. De manera que se cruza de brazos y deja que Comala se muera: Susana San Juan se le escapa, hasta en la muerte, a través de la misma muerte.
Enterrada en vida, habitante de un mundo que rechina, prisionera de «una sepultura de sábanas», Susana no hace ningún distingo entre lo que Pedro Páramo llamaría vida y lo que llamaría muerte: si ella tiene «la boca llena de tierra» es, al mismo tiempo, porque «tengo la boca llena de ti, de tu boca, Florencio».
Susana San Juan ama a un muerto: una muerta ama a un muerto. Y es ésta la puerta por donde Susana escapa al dominio de Pedro Páramo. Pues si el cacique tiene dominios, ella tiene demonios. Loco amor, lo llamaría Breton; loco amor de Pedro Páramo hacia Susana San Juan y loco amor de Susana San Juan hacia ese nombre de la muerte que es Florencio. Pero no loco amor de Susana y Pedro.
Por su clima y temperamento, Pedro Páramo es una novela que se parece a otra: Cumbres borrascosas de Emily Brontë. Es interesante compararlas porque ha habido una pugna necia en torno a la novela de Rulfo, una dicotomía que insiste en juzgarla sólo bajo la especie poética o sólo bajo la especie política, sin entender que la tensión de la novela está entre ambos polos, el mito y la épica, y entre dos duraciones: la duración de la pasión y la duración del interés.
Esto también es cierto de la obra de Emily Brontë, donde Heathcliff y Cathy pertenecen, simultáneamente y en tensión, a la duración pasional de la recuperación del paraíso erótico de la infancia y a la duración interesada de su posición social y su posesión monetaria. Georges Bataille ve en Cumbres borrascosas la historia de la ruptura de una unidad poética y en seguida la de una rebelión de los expulsados del reino original, de los malditos poseídos por el deseo de recrear el paraíso. En cambio, el crítico marxista Arnold Kettle ve en la obra la historia de una trasgresión revolucionaria de los valores morales de la burguesía mediante el empleo de las armas de la burguesía. Heathcliff humilla y arruina a los Lynton manipulando el dinero y la propiedad, los bienes raíces y las dotes matrimoniales.
Ambos tienen razón respecto a Brontë y la tendrían respecto a Rulfo. No son estas novelas reducibles. La diferencia entre ambas es más intensa y secreta. Heathcliff y Cathy están unidos por una pasión que se reconoce destinada a la muerte. La sombría grandeza de Heathcliff está en que sabe que por más que degrade a la familia de Cathy y manipule y corrompa monetariamente a sus antiguos amos, el tiempo de la infancia compartida con Cathy —esa maravillosa instantaneidad— no regresará; Cathy también lo sabe y por ello, porque ella es Heathcliff, se adelanta a la única semejanza posible con la tierra perdida del instante: la tierra de la muerte. Cathy muere para decirle a Heathcliff: éste es nuestro hogar verdadero; reúnete aquí conmigo.
Susana San Juan hace sola este viaje y por ello su destino es más terrible que el de Catherine Earnshaw. No comparte con Pedro Páramo ni la infancia ni el erotismo ni la pasión ni el interés. Pedro Páramo ama a una mujer radicalmente separada de él, a un fantasma que, como Cathy con respecto a Heathcliff en Cumbres borrascosas, le precede a la tumba pero sólo porque Susana ya estaba muerta y Pedro no lo sabía. Y sin embargo, Pedro la amó, Pedro la soñó y porque la soñó y la amó es un ser vulnerable, frágil, digno a su vez de amor, y no el cacique malvado, el villano de película mexicana, que pudo haber sido. Pedro le debe a Susana su herida; Susana le invita a reconocerse en la muerte.
La muerte, dice Bataille de Cumbres borrascosas, es el origen disfrazado. Puesto que el regreso al tiempo instantáneo de la infancia es imposible, el loco amor sólo puede consumarse en el tiempo eterno e inmóvil de la muerte: un instante sin fin. El fin absoluto contiene en su abrazo todas las posibilidades del pasado, del presente y del futuro. La infancia y la muerte son los signos del instante. Y siendo instantáneos, sólo ellos pueden renunciar al cálculo del interés.
En la muerte, retrospectivamente, sucede la totalidad de Pedro Páramo. De allí la estructura paralela y contigua de las historias: cada una de ellas es como una tumba; más bien: es una tumba, crujiente, mojada y vecina de todas las demás. Aquí, completada su educación en la tierra, su educación para la muerte y el terror, acaso Juan Preciado alargue la mano y encuentre, él sí, ahora sí, su propia pasión, su propio amor, su propio reconocimiento. Acaso Juan Preciado, en el cementerio de Comala, acostado junto a ella, con ella, conozca y ame a Susana San Juan y sea amado por ella, como su padre quiso y no pudo. Y quizás por eso Juan Preciado se convierte en fantasma: para conocer y amar a Susana San Juan en la tumba. Para penetrar en la muerte a la mujer que el padre no pudo poseer. Para vivir el erotismo como una afirmación de la vida hasta la muerte.
Leer a Juan Rulfo es como recordar nuestra propia muerte. Gracias al novelista, hemos estado presentes en nuestra muerte, que así pasa a formar parte de nuestra memoria. Estamos entonces mejor preparados para entender que no existe la dualidad vida y muerte, o la opción vida o muerte, sino que la muerte es parte de la vida: todo es vida.
Al situar a la muerte en la vida, en el presente y, simultáneamente, en el origen, Rulfo contribuye poderosamente a crear una novela hispanoamericana moderna, es decir, abierta, inconclusa, que rehúsa un acabamiento —un acabado técnico, inclusive— que la prive de su resquicio, su hoyo, su Eros y su Tánatos.
Literalmente, cada palabra debería ser final. Pero ésta es sólo su apariencia: de hecho, nunca hay última palabra, porque la novela existe gracias a una pluralidad de verdades: la verdad de la novela es siempre relativa. Su hogar, escribe Mijail Bajtin, es la conciencia individual, que por definición es parcial. Su gloria, recuerda Milan Kundera, es la de ser el paraíso transitorio en el que todos y cada uno tenemos el derecho de hablar y ser escuchados.
La novela es el instrumento del diálogo en este sentido profundo: no sólo el diálogo entre personajes, como lo entendió el realismo social y psicológico, sino el diálogo entre géneros, entre fuerzas sociales, entre lenguajes y entre tiempos históricos contiguos o alejados, como lo entendieron y entienden los generadores de la novela, Cervantes, Sterne y Diderot ayer, y Joyce, Kafka, Woolf, Broch y Faulkner en nuestro tiempo. Y Juan Rulfo.
Fuente: Editorial Alfaguara, año 2011.

domingo, 27 de marzo de 2016

Catulle Mendès.


Catulle Mendès (Burdeos, 1841 - Saint-Germain-en-Laye, 1909) fue un escritor francés del parnasianismo, movimiento cuya génesis relató en `Leyenda del parnaso contemporáneo` (1884). Fundó la `Revue Fantaisiste` (1859) y es autor de poemarios (`Filomela`, 1864, `Héspero`, 1869), de obras de teatro (`Medea`, 1898, `Scarron`, 1905), de novelas y relatos (`Vida y muerte de un clown`, 1879, `Monstruos parisinos`, 1882) y de libretos de óperas.

Monstruos parisinos recrea, con una sugerente y refinada prosa, los esplendores y miserias de la vida galante en los estertores del París decimonónico. Un mundo elegante y crepuscular en el que se entrecruzan las vidas de artistas, escritores, actrices, críticos y aristócratas que han hecho de la perversidad, el placer y el fingimiento un refinado arte. Como escribió Maurice Barrès: «una especie de Comedia humana decadente que refleja, en miniatura, la sociedad contemporánea en su declive». Mediante la distancia de la ironía, entre el horror y la fascinación, Catulle Mendès sigue los pasos de estas criaturas mundanas y sensuales, perfilando una atractiva galería de retratos conectados entre sí. Pero su caracterización deja entrever un secreto deleite, como si tampoco él pudiera sustraerse al magnetismo de las desmesuradas pasiones que terminan por arrastrar a sus personajes al abismo.

***

Catulle Mendès
Monstruos parisinos
Ardicia
(Fragmento). Novela.
PRIMERA
SERIE
La señorita Laïs

París acaba de conocer con estupor la aventura de esa inteligente y hermosa muchacha de alta alcurnia que de repente, como en un estallido, se ha convertido en puta. Ni periodo de transición ni de adaptación. La caída ha sido súbita, directa; un salto del balcón a la calle. El viaje que en coche la condujo desde el untuoso palacete familiar de la calle de la Universidad al coqueto lupanar del bulevar de Corucelles, alquilada por una intermediaria, ha sido el más corto posible. Hace una semana nadie se hubiese atrevido a desearla; bruscamente se ha entregado a todos. Los más audaces no habrían tenido siquiera la osadía de rozar con un soplido la punta de su pequeño dedo enguantado; ahora ustedes podrán, esta noche, durante la cena, — si les apetece y ella les gusta — conocer el sabor del champán en sus labios.
El pasado invierno tuve el honor de ser presentado a su familia; todavía veo el amplio salón un poco oscuro, con las paredes adornadas de antiguas tapicerías, el techo de madera de nogal negro, y ante la alta chimenea, una gran anciana, flaca, de cabellos canosos, que se encontraba sentada con el busto recto y las manos juntas sobre las rodillas, saludando con una muy lenta inclinación de cabeza.
Quedé impresionado de un modo muy particular por esa caída en el arroyo; la curiosidad me impelió a tratar de averiguar la causa.
En su recibidor, estrecho, cálido, acogedor, donde el pesado aire tenía el olor de un aliento demasiado perfumado y casi una tibieza de piel, las incandescentes brasas de la chimenea iluminaban las sedas amarillentas de las paredes y los sofás. Como un vestido demasiado gastado por el uso se veían el dorado de las sillas y los cien abalorios de los candelabros y del lustre, de modo que cuando entré, tintinearon con el pequeño ruido claro de un sombrero chino de cristal. Entre las dos ventanas, de las cuales una no tenía cortinas, pues los tapiceros están llenos de desconfianza ya que enseguida se acaba aprendiendo el camino del monte de piedad, se extendía un mullido diván, con un dosel blanco de terciopelo, con la lasciva pereza de una cama donde se duerme durante el día.
Como me detuviese, entristecido, ella se acercó a mí, un poco desasida entre los encajes de una bata gastada y ajustando con una mano su moño de donde pendían unos bucles; muy blanca y sonrosada, fresca de juventud y de colorete, oliendo a carne y almizcle, más que bella, ¡espléndida! Y, ardientemente, sin ser interrogada, incluso antes de que yo hubiese dicho una palabra, comenzó a hablar con un tono triunfal en la voz y en la mirada.
«¡Soy yo, sin duda! Usted ha querido verme, pues mire. ¿He cambiado? seguro que sí. ¿Se acuerda usted de la damita que le ofrecía una taza de té bajando la mirada? Son más bonitos mis ojos ahora cuando los elevo. Y puede usted besarme si el corazón se lo pide. He aquí en lo que me he convertido, lo que me he hecho. ¿Por qué? Se lo voy a explicar. Mostrarle todo lo que pienso, desnudar mi espíritu. Ya comienzo a acostumbrarme, ¡venga!
Es posible que haya mujeres que hayan nacido decentes, pero yo no soy una de ellas. Uno de mis antepasados se casó con la amante de un rey que había estado en la casa Fillon; lo mío ya viene de atrás. Llevar bajo un vestido un corsé que aplasta el pecho, tener pantalones de algodón que llegan hasta los tobillos, adornarse el pelo con cintas, hablar en voz baja, aguantar la respiración para enrojecer mejor, diciendo: «sí, señor» o «no, señora» es lo que he hecho durante diez años, pero nunca he podido acostumbrarme a ello. Me retiraba a mi habitación, luego, con la puerta cerrada, bailaba casi sin ropa, riendo, gritando, alborotando todos mis cabellos. Y pronto supe lo que quería gracias a los libros que se leen por la noche y que abren los ojos. Entonces me dije: «¡Adelante!» ¿Resistir? ¿para qué? puesto que ya me sentía vencida por adelantado. Si hubiese permanecido con mi familia habría caído una noche cualquiera en los brazos del primero que hubiese subido la escalera; si me hubiese casado habría engañado a mi marido, a mi amante, a mis amantes. De falta en falta, de vergüenza en vergüenza, ¿a dónde hubiese llegado? al lugar en el que ahora estoy. Y ese lento descenso, escalón por escalón, tan infame como la brusca caída, habría sido además hipócrita y cobarde, y no me hubiese producido más que imperfectas delicias siempre perturbadas por la necesidad de la astucia y la mentira, por la preocupación de mi reputación, por el temor de una palabra indiscreta, por el espanto de ser sorprendida o estar bajo sospecha. Lo que debía ser finalmente, mejor valía serlo de inmediato, violentamente, —¡la audacia es una especie de excusa!— el devenir en plena juventud, en plena belleza, y no vieja y cansada; el futuro antes de que mi deseo se hubiese aletargado en amargas o incompletas satisfacciones, —sentarme a la mesa con todo mi apetito. ¡Eso es por lo que he precipitado mi destino, por lo que me he prostituido siendo virgen! Ahora, estando perdida del todo, siendo una de esas criaturas que se entregan o se venden, que llenas de una inalterable alegría, arruinan familias, deshonran razas, secan los corazones y matan las almas, me solazo en la constatación de mi suerte, en la satisfacción de mi instinto, en toda la expansión de mis fuerzas, como el músico o el poeta, cuya vocación durante mucho tiempo reprimida, se expande y disfruta de su obra realizada.»

Fuente:
Autor: Mendes, Catulle
©1882, Ardicia
ISBN: 9788494123504
Generado con: QualityEbook v0.75

viernes, 25 de marzo de 2016

John Dann MacDonald


John Dann MacDonald,(24 de julio de 1916 - 28 de diciembre de 1986), escritor americano conocido por su serie de novelas detectivescas que tenían como protagonista a Travis McGee. MacDonald fue nombrado gran maestro de Mystery Writers of America en 1972 y ganó el American Book Award en 1980. Nacido en Sharon, Pennsylvania, MacDonald frecuentó la Wharton School of Finance en la universidad Pennsylvania.

El detective Travis McGee vive en el Busted Flush, un yate que ganó en una partida de póquer y que tiene amarrado en Lauderdale, Florida. No quiere ni oír hablar de tarjetas de crédito, planes de jubilación, partidos políticos, hipotecas ni televisión. Solo trabaja cuando no tiene dinero y lo que pide a cambio de su ayuda es sencillo: recuperará lo que te han quitado siempre y cuando pueda quedarse con la mitad.
Aunque McGee no va mal de dinero, es incapaz de negarle su ayuda a Cathy, una dulce chica que ha sido maltratada por su exnovio, el taimado Junior Allen. Lo que Travis no imagina es a cuántas mujeres ha hecho trizas antes. Su última víctima, Lois Atkinson, casi no puede levantarse de la cama cuando Travis la encuentra. Dar caza a Junior Allen no será una tarea fácil. Ni limpia.
Considerado unánimemente como uno de los escritores norteamericanos de novela negra más importantes del pasado siglo, John D. MacDonald alcanzó el éxito con la serie de novelas protagonizadas por Travis McGee, un caballero andante moderno, que se convertiría en su creación más atemporal. Adiós en azul es la primera de esas novelas.
Fuente: Editorial Cruz y Raya.

jueves, 24 de marzo de 2016

Jorge Luis Borges. Historia Universal de la Infamia.LA VIUDA CHING, PIRATA.


LA VIUDA CHING, PIRATA
(En la gráfica: Borges y su madre Leonor Rita Acevedo Suárez de Borges)
La palabra corsarias corre el albur de despertar un recuerdo que
es vagamente incómodo: el dé una ya descolorida zarzuela, Con
sus. teorías de evidentes mucamas, que hacían dé piratas coreográficas
en mares de notable cartón. Sin embargo, ha habido corsa1
rías:' mujeres hábiles en la maniobra marinera, ert él gbbierno de
tripulaciones bestiales y en la persecución y saqueo dé naves de
alto bordo. Una de ellas fue Mary Read, que declaró una vez
que la profesión de pirata no era para cualquiera, y que, para
ejercerla con dignidad, era preciso ser un hombre de coraje, come
ella. En los charros principios de su carrera, cuando no era aún
capitana, uno de sus amantes fue injuriado por el matón de a
bordo. Mary lo retó a dueloi y se batió Con él a dos maños, según
la antigua usanza de las islas del Mar Caribe: el profundo y
precario pistolórí en la mano izquierda, el sable fiel en la derecha.
El pistolón falló, pera la espada se portó como buena.. . Hacia
1720 la arriesgada carrera de Mary Read fue interrumpida por
una horca española, en Santiago de la Vega (Jamáica)i
Otra pirata de esos mares fue Anne Bonney, que era una irlandesa
resplandeciente, de senos altos y de pelo fogoso, que más de
una vez arriesgó su cuerpo en el abordaje de naves. Fue compañera
de- armas de Mary Read, y finalmente de horca. Su amante,
el capitán John Rackam, tuvo también su nudo corredizo en esa
función. Anne, despectiva, dio con esa áspera variante de la
reconvención de Aixa a Boabdil: "Si te hubieras batido como un
hombre, no te ahorcarían como a un perro."
Otra, más venturosa y longeva, fue una pirata que operó en las
aguas del Asia, desde el Mar Amarillo hasta los ríos de la frontera
del Annam. Hablo de la aguerrida viuda de Ching.
LOS AÑOS DE APRENDIZAJE
Hacia 1797, los accionistas de las muchas escuadras piráticas
de ese mar fundaron un consorcio y nombraron almirante a un
tal Ching, hombre justiciero y probado. Éste fue tan severo y
ejemplar en el saqueo de las tostas, que los habitantes despavoridos
imploraron con dádivas y lágrimas el socorro imperial. Su
lastimosa petición no fue desoída: recibieron la orden de poner
fuego a sus aldeas, de olvidar sus quehaceres de pesquería, de
HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA 307
emigrar tierra adentro y aprender una ciencia desconocida llamada
agricultura. Así lo hicieron, y los frustrados invasores no
hallaron sino costas desiertas. Tuvieron que entregarse, por consiguiente,
al asalto ele naves: depredación aun más nociva que la
anterior, pues molestaba seriamente al comercio. El gobierno imperial
no vaciló, y ordenó a los antiguos pescadores el abandono
del aradb y la yunta y la restauración de remos y redes. Éstos se
amotinaron, fieles al antiguo temor, y las autoridades resolvieron
otra conducta: nombrar al almirante Ching, jefe de los Establos
Imperiales. Éste iba a aceptar el soborno. Los accionistas lo supieron
a tiempo, y su virtuosa indignación se manifestó en un plato
de orugas envenenadas, cocidas con arroz. La golosina fue fatal:
el antiguo almirante y jefe novel de los Establos Imperiales entregó
su alma a las divinidades del mar. La viuda, transfigurada
por la doble traición, congregó a los piratas, les reveló el enredado
caso y los instó a rehusar la clemencia falaz del Emperador
y el ingrato servicio de los accionistas de afición envenenadora.
Les propuso el abordaje por cuenta propia y la votación de un
nuevo almirante. La elegida fue ella. Era una mujer sarmentosa,
de ojos dormidos y sonrisa cariada. El pelo renegrido y aceitado
tenía más resplandor que los ojos.
A sus tranquilas órdenes, las naves se lanzaron al peligro y al
alto mar.
EL COMANDO
Trece años de metódica aventura se sucedieron. Seis escuadrillas
integraban la armada, bajo banderas de diverso color: la roja,
la amarilla, la verde, la negra, la morada y la de la serpiente, que
era de la nave capitana. Los jefes se llamaban Pájaro y Piedra,
Castigo de Agua ele la Mañana, joya de la Tripulación, Ola con
Muchos Peces y Sol Alto. El reglamento, redactado por la viuda
Ching en persona, es de inia inapelable severidad, y su estilo
justo y lacónico prescinde de las desfallecidas flores retóricas que
prestan una majestad más bien irrisoria a la manera china oficial,
de la que ofreceremos después algunos alarmantes ejemplos. Copio,
algunos artículos:
"Todos los bienes trasbordados de naves enemigas pasarán a
un depósito y serán allí registrados. Una quinta parte de lo apor:
tado por cada pirata le será entregada después; el resto quedará
en el depósito. La violación de esta ordenanza, es la muerte.
"La pena del pirata ii'ic hubiere abandonado su puesto sin
308 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
permiso especial, será la perforación pública de sus orejas. La
reincidencia en esta falta es la muerte.
"El comercio con las mujeres arrebatadas en las aldeas queda
prohibido sobre cubierta; deberá limitarse a la bodega y nunca
sin el permiso del sobrecargo. La violación de esta ordenanza es
la muerte."
Informes suministrados por prisioneros aseguran que el rancho
de estos piratas consistía principalmente en galleta, en obesas
ratas cebadas y arroz cocido, y que, en los días de combate, solían
mezclar pólvora con su alcohol. Naipes y dados fraudulentos, la
copa y el rectángulo del "fantan", la visionaria pipa del opio y la
lamparita, distraían las horas. Dos espadas de empleo simultáneo
eran las armas preferidas. Antes del abordaje, se rociaban los pómulos
y el cuerpo con una infusión de ajo; seguro talismán contra
las ofensas de las bocas de fuego.
La tripulación viajaba con sus mujeres, pero el capitán con
su harem, que era de cinco o seis, y que solían renovar las
victorias.
HABLA KIA-KING, EL JOVEN EMPERADOR
A mediados de 1809 se promulgó un edicto imperial, del que
traslado la primera parte y la última. Muchos criticaron su estilo:
"Hombres desventurados y dañinos, hombres que pisan el pan,
hombres que desatienden el clamor de los cobradores de impuestos
y de los huérfanos, hombres en cuya ropa interior están figurados
el fénix y el dragón, hombres que niegan la verdad de los
libros impresos, hombres que dejan que sus lágrimas corran mirando
el Norte, molestan la ventura de nuestros ríos y la antigua
confianza de nuestros mares. En barcos averiados y deleznables
afrontan noche y día la tempestad. Su objeto no es benévolo: no
son ni fueron nunca los verdaderos amigos del navegante. Lejos
de prestarle ayuda, lo acometen con ferocísimo impulso y lo
convidan a la ruina, a la mutilación o a la muerte. Violan asi
las leyes naturales del Universo, de suerte que los ríos se desbordan,
las riberas se anegan, los hijos se vuelven contra los padres
y los principios de humedad y sequía son alterados. ..
"...Por consiguiente te encomiendo el castigo, Almirante Kvo-
Lang. No pongas en olvido que la clemencia es un atributo imperial
y que sería presunción en un súbito intentar asumirla. Sé
cruel, sé justo, sé obedecido, sé victorioso."
HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA 309
La referencia incidental a las embarcaciones averiadas era,
naturalmente, falsa. Su fin era levantar el coraje de la expedición
de Kvo-lang. Noventa días después, las fuerzas de la viuda Ching
se enfrentaron con las del Imperio Central. Casi mil naves combatieron
de sol a sol. Un coro mixto de campanas, de tambores, de
cañonazos, de imprecaciones, de gongs y de profecías, acompañó
la acción. Las fuerzas del Imperio fueron deshechas. Ni el prohibido
perdón ni la recomendada crueldad tuvieron ocasión de ejercerse.
Kvo-Lang observó un rito que nuestros generales derrotados
optan por omitir: el suicidio.
LAS RIBERAS DESPAVORIDAS
Entonces los seiscientos juncos de guerra y los cuarenta mil
piratas victoriosos de la Viuda soberbia remontaron las bocas del
Si-Kiang, multiplicando incendios y fiestas espantosas y huérfanos
a babor y estribor. Hubo aldeas enteras arrasadas. En una
sola de ellas, la cifra de-los prisioneros pasó de mil. Ciento veinte
mujeres que solicitaron el confuso amlparo de los juncales y
arrozales vecinos, fueron denunciadas por el incontenible llanto
de un niño y vendidas luego en Macao. Aunque lejanas, las miserables
lágrimas y lutos de esa depredación llegaron a noticias de
Kia-King, el Hijo del Cielo. Ciertos historiadores pretenden que
le dolieron menos que el desastre de su expedición punitiva. Lo
cierto es que organizó una segunda, terrible en estandartes, en marineros,
en soldados, en pertrechos de guerra, en provisiones, en
augures y astrólogos. El comando recayó esta vez en Ting-Kvei.
Esa pesada muchedumbre de naves remontó el delta del Si-Kiang
y cerró el paso de la escuadra pirática. La Viuda se aprestó para
la batalla. La sabía difícil, muy difícil, casi desesperada; noches
y meses de saqueo y de ocio habían aflojado a sus hombres. La
batalla nunca empezaba. Sin apuro el sol se levantaba y se ponía
sobre las cañas trémulas. Los hombres y las armas velaban. Los
mediodías eran más poderosos, las siestas infinitas.
EL DRAGÓN Y LA ZORRA
Sin embargo, altas bandadas perezosas de livianos dragones
surgían cada atardecer de las naves de la escuadra imperial y
se posaban con delicadeza en el agua y en las cubiertas enemigas.
Eran aéreas construcciones de papel y de caña, a modo de come-.
tas, y su plateada o roja superficie repetía idénticos caracteres.
La Viuda examinó con ansiedad esos; regulares meteoros y leyó
?)!(! JORGE Xt'IS BORGES—OBRAS COMPLETAS
en ellos la lenta y confusa fábula de un dragón, que siempre
había protegido a una zorra, a pesar de sus largas ingratitudes y
constantes delitos. Se adelgazó la luna en el cieloi y las figuras de
papel y d e (aña traían cada tarde la misma historia, con casi
imperceptibles variantes. La Viuda se afligía y pensaba. Cuando
la luna se llenó en el cielo y en el agua rojiza, la historia pareció
tocar a su iin. Nadie podía predecir si un ilimitado perdón o si
un ilimitado castigo se abatirían sobre la zorra, pero el inevitable
l'in> se acercaba. La .Viuda comprendió. Arrojó sus dos espadas al
río, se arrodilló en un bote y ordenó que la condujeran hasta la
nave del comando imperial.
Era el atardecer: el cielo estaba lleno de dragones, esta vez
amarillos. La Viuda murmuraba una frase: "La zorra busca el
ala del dragón", dijo al subir a bordo.
LA APOTEOSIS.
Los cronistas refieren que. la zorra obtuvo su perdón y dedicó
su lenta vejez al contrabando de opio. Dejó de ser la Viuda;
asumió un nombre cuya traducción española es Brillo de la Verdadera.
Instrucción.
Desde aquel día (escribe un historiador.) los. barcos recuperaron
la paz. Los cuatro mares y los ríos innumerables fueron ssgitros
y felices caminos, . ,
Los labradores pudieron vender las espadas y "comprar bueyes
para el arado de sus campos. Hicieron sacrificios, ofrecieron plegarias
en las cumbres de las montañas y se regocijaron durante
el día cantando atrás de biombos.
Fuente: OBRAS COMPLETAS. Editorial EMECE Editores. Año 1972. Buenos Aires, Argentina.

miércoles, 23 de marzo de 2016

Carlos Fuentes. La gran novela latinoamericana. Quinta entrega.


5. Rómulo Gallegos. La naturaleza impersonal
(En la gráfica Carlos Fuentes con su esposa Silvia Lemus).

1. En El Aleph, Borges reproduce los espacios del mundo, para reducirlos a uno que los contenga a todos; en El jardín de senderos que se bifurcan multiplica los tiempos del mundo, pero al cabo sólo puede darles cabida en La biblioteca de Babel, una biblioteca que es infinita si se cifra en un libro que es el compendio de todos los demás. Funes lo recuerda todo pero Pierre Menard debe reescribir un solo libro, Don Quijote de la Mancha, a fin de que nosotros, los hispanoamericanos, contemos con dos historias universales. Vale decir: con una historia interna y otra externa.
Borges es uno de los autores de la historia interna. Rómulo Gallegos el de una historia externa que, al ser releída, nos proporciona la sensación de estar ante un verdadero repertorio de los temas que muchos de nuestros narradores habrán de retomar, refinar, potenciar y a veces, por fortuna y por desgracia, arruinar.
El tema central de Rómulo Gallegos es la violencia histórica y las respuestas a esta violencia impune: civilización o barbarie. Respuesta que puede ser individual, pero que se enfrenta a las realidades políticas de la América Hispánica.
No obstante, el sostén primario de las novelas de Gallegos es la naturaleza; una naturaleza primaria también, silenciosa primero, impersonal.
Voy a ocuparme de una sola novela de Gallegos, Canaima, porque me ofrece, en primer término, el mejor ejemplo de esta concepción de la naturaleza anterior a todo, sin tiempo, sin espacio, sin nombres. «Inmensas regiones misteriosas donde aún no ha penetrado el hombre», nos advierte Gallegos en el capítulo primero, «Guayana de los aventureros»; una naturaleza autónoma, que avanza sola como el Orinoco: «El gran río avanza solo». De principio a fin, a pesar de las apariencias, a pesar de las miradas diferentes, «acostumbrados los ojos a la actitud recelosa ante los verdes abismos callados», la naturaleza de Canaima mantendrá su virginidad impersonal, será siempre, desesperadamente la selva fascinante de cuyo influjo ya más no se libraría Marcos Vargas. El mundo abismal donde reposaban las claves milenarias. La selva anti-humana… un templo de millones de columnas… océano de la selva tupida bajo el ala del viento que pasa sin penetrar en ella… cementerios de pueblos desaparecidos donde son ahora bosques desiertos.
La vida, si existió aquí, es apenas un recuerdo: será, si llega a existir, apenas un recuerdo cuando desaparezca fatalmente. Será siempre, en resumen, lo que Gallegos llama «el alba de una civilización frustrada».
El reino de la naturaleza americana es para el autor venezolano el de la frustración o retrato de la historia: «Mundo retratado, mundo inconcluso, Venezuela del descubrimiento y la colonización inconclusas».
Y a pesar de, o quizás gracias a ello, es «tierra de promisión»: el espacio, el río, la selva, engendran un tiempo aunque sólo sea el tiempo propio de la naturaleza:
«Un paisaje inquietante, sobre el cual reinara todavía el primaveral espanto de la primera mañana del mundo.»
2. Podemos contrastar y reunir el tema de la naturaleza en Gonzalo Fernández de Oviedo en el siglo XVI y en Rómulo Gallegos en el siglo XX. Es uno de los múltiples encuentros directos entre las crónicas de fundación y la novelística contemporánea a los que me vengo refiriendo. Oviedo, siguiendo la interpretación de Gerbi en La disputa del Nuevo Mundo, es tanto cristiano como renacentista en su tratamiento de la naturaleza americana. Cristiano porque se muestra pesimista ante la historia, renacentista porque se muestra optimista hacia la naturaleza. Por lo tanto, si el mundo de los hombres es absurdo o pecaminoso, la naturaleza es la razón misma de Dios, y Oviedo puede exaltar la grandeza de las tierras nuevas porque son tierras sin historia: es decir, tierras sin tiempo, utopías intemporales.
Canaima es una novela que, cuatro siglos después de Oviedo, nos demuestra cómo fue humanizada esa naturaleza que certificó su salud en la intemporalidad, en la contradicción de querer ser pura Utopía del espacio, cosa material y filológicamente imposible: Utopía es el lugar que no es, U-Topos. Pero también es el tiempo que sí puede ser. El conflicto es fértil para comprender, con suerte, que sólo podemos crearnos a contrapelo de nuestras ilusiones fundadoras.
Gallegos entiende esto de inmediato cuando nos habla en su primer capítulo de la naturaleza diferente de las miradas que miran a la naturaleza. La naturaleza es un punto de vista, y el hombre no sólo ve sino que se ve distinto cuando sólo mira o dependiendo de cómo mira a la naturaleza: Marcos Vargas, como espectáculo; Gabriel Ureña, como espectador.
¿Qué historia nos está contando Rómulo Gallegos en Canaima? ¿Cómo se humaniza una naturaleza que es inhumana de arranque y terminará por serlo otra vez, como en La vorágine: «Se los tragó la selva»? ¿Qué intermedio terrible es éste de los hombres y mujeres sobre la tierra, en la naturaleza? ¿Cómo adquiere ésta, así sea intermediariamente, una historia y pasa del espacio al tiempo, aunque termine por perder el tiempo?
Tierra mítica. El autor nos habla de «los viejos mitos del mundo renaciendo en América». Tierra utópica, porque es tierra de «promisión». Pero tierra histórica porque la Utopía no se ha cumplido y no se ha cumplido porque ha sido violada por el crimen, por la violencia impune. De allí el carácter inacabado de la historia. De allí este texto: Canaima.
La violencia histórica rebana a la mitad las páginas de la novela y se instala, sangrante, en el centro mismo del texto. El corazón histórico de Canaima es una fecha, una noche en que «los machetes alumbraron el Vichada»: la noche del crimen de Cholo Parima, el asesino del hermano de Marcos Vargas, cuando las aguas se tiñeron de sangre, aumentando con la violencia humana el caudal de la violencia natural de un río que Gallegos nos describe como naciendo del sacrificio: «Una inmensa tierra se exprime para que sea grande el Orinoco».
Gallegos toca en este nivel el problema clásico del origen de la civilización: ¿cómo contestar al desafío de la naturaleza, ser con ella pero distinto a ella?
De la respuesta que demos a esta pregunta dependerá la posición que otorguemos a los seres humanos en la naturaleza misma, sin la cual ningún individuo y ningún grupo humano pueden subsistir. Cuando el hombre, con arrogancia, se llama a sí mismo «el amo de la Creación», está dándole un tinte religioso a un hecho histórico: el hombre, amo de la naturaleza. ¿Dentro de ella? Hölderlin nos advierte que seremos devorados por ella. ¿Afuera de ella? Freud nos advierte que nos sentiremos exiliados, expulsados, huérfanos. ¿Afuera, pero empeñados en reconciliarnos con ella? Adorno considera que tal empresa es imposible. Hemos dañado demasiado a la naturaleza y al hacerlo nos hemos dañado demasiado a nosotros mismos. Pero, acaso, si reconocemos este doble daño, logremos un punto de vista relativo ante la naturaleza. Socialmente, dice Adorno, no podemos dejar de explotar a la naturaleza. Intelectualmente, no le permitimos que hable, le negamos su punto de vista porque tememos que anule el nuestro. La pérdida de la diferencia entre la naturaleza y el hombre sería, como la pérdida de la diferencia entre el objeto y el sujeto, no una liberación, sino una catástrofe. Autorizaría un absolutismo totalitario a fin de imponer la reconciliación como bien supremo. Adorno ve claramente los peligros de un modelo de reconciliación forzada y desconfía de los impulsos románticos que quisieran recuperar la unidad. Tiene razón: la unidad no es el ser. Y ser indiferenciado no es ser uno. No tenemos más camino, quizás, que hacer un valor de la diferencia, lo heterogéneo; lo que Max Weber llama el politeísmo de valores.
La novela iberoamericana de principios del siglo XX, en la que el dato natural es casi constante, confronta primero la naturaleza en el extremo devorador, como exclama Rivera en La vorágine: «Se los tragó la selva». Es decir: ocurrió la catástrofe temida por Hölderlin. En Lezama Lima, encontraremos la creación de la contranaturaleza, cuyo artificio autosuficiente, barroco, es como el de ese jardín metálico inventado por el personaje de un momento teatral de Goethe: nuevamente, se trata de probar que somos los amos de la Creación. Podemos crear una naturaleza artificial. Lezama, claro está, propicia un movimiento barroco que despoja a la fijeza estatuaria de su perfección artificial y la somete al movimiento primero, a la encarnación en seguida, alejándola de la perfección inmóvil. Lezama, que es nuestro gran novelista católico, pero también un poeta pagano, neoplatónico, ubica así el problema de la relación hombre-naturaleza entre dos ideales: la aproximación a Dios, que es la no-naturaleza, y la entrega al hombre, que es la pasión erótica, como parte de la naturaleza, pero distinta de ella, ni devorada, ni exiliada. Julio Cortázar, en fin, dirá mejor que nadie que, entre la naturaleza devoradora y la historia exiliadora, no tenemos otra respuesta que el arte: específicamente el arte de narrar.
Pero Canaima de Gallegos, al responder a esta pregunta, la presenta, simplemente, como la historia de un hombre, Marcos Vargas, y su lucha por ser uno con la naturaleza sin ser devorado por ella.
El tema de la naturaleza en Gallegos se presenta de manera muy directa. Canaima es la historia de un hombre, Marcos Vargas, sorprendido entre la naturaleza y sí mismo, primero; y entre ser uno con la naturaleza sin ser devorado por ella, en seguida. Gallegos encarna vigorosamente el dilema pero lo simplifica a la vez que lo rebasa. Lo simplifica, reduciéndolo a una dicotomía entre barbarie y civilización, maldad o bondad, virtud o pecado, de la naturaleza o del hombre. Lo rebasa, al cabo, creando verbalmente un espacio hermético y autosuficiente, permitiéndonos escuchar el silencio magnífico y aterrador de una naturaleza supremamente indiferente al hombre y dándole a Marcos Vargas, en cambio, un texto solamente, esta novela, encarnación fugitiva y duradera del verbo posible, realidad única en la que Vargas puede ser uno con la naturaleza sin ser devorado por ella: su libro, como El extranjero es el libro de Meursault.
Pero para llegar a esta conclusión, Gallegos debe pasar por el debate de nuestra modernidad y sus avatares progresistas. La historia es el primer camino de la humanización de la naturaleza. Primero la historia fue utopía —espacio— violado por la «violencia impune» que transformó la edad de oro en edad de hierro. Pero si la naturaleza inhumana pudo pasar a la edad de oro, a la utopía del hombre, puede también pasar de la edad de hierro a la edad civilizada, la edad de las leyes y el progreso. La barbarie —violencia impune, edad de hierro— sólo puede superarse a través de la autoridad de la ley.
La historia de Canaima sucede en un mundo bárbaro dominado por tiranuelos: los Ardavines, llamados a la manera seudoépica los Tigres del Guarari, acompañados de su banda de compinches, «guaruras» y parientes: Apolonio, el Sute Cúpira, Cholo Parima: el ejército caciquil y patrimonialista que ha usurpado las funciones de la ley y la política en la América española.
Las fuerzas de la civilización se oponen ineficazmente a ellos. Las encarnan los comerciantes honestos como el padre de Marcos Vargas, los ganaderos decentes como Manuel Ladera, los jóvenes intelectuales como el telegrafista Gabriel Ureña. Y el propio Marcos Vargas cuando llega a trabajar con Ladera. Estamos en presencia de lo que, en México, con grandes esperanzas, Molina Enríquez llamó «las amplias clases medias», protagonistas del extremo positivo de la disyuntiva civilización-barbarie. Son las fuerzas de una nueva edad de oro —la promesa de una ciudad más justa, más civilizada— opuestas a la edad de hierro —la realidad de una ciudad injusta y bárbara, bañada en sangre.
3. La barbarie: estamos en el mundo de los caciques, los jefes políticos rurales que son la versión en miniatura de los tiranos nacionales que gobiernan en nombre de la ley a fin de violar mejor la ley e imponer su capricho personal en una confusión permanente de las funciones públicas y privadas.
No es otra la definición del patrimonialismo que Max Weber estudia en Economía y sociedad bajo el rubro de «Las formas de dominación tradicional» y que constituye, en verdad, la tradición del gobierno y ejercicio del poder más prolongado de la América española, según la interpretación de los historiadores norteamericanos Richard Morse y Bradford Burns. Como esta tradición ha persistido desde los tiempos de los imperios indígenas más organizados, durante los tres siglos de la colonización ibérica y republicana, a través de todas las formas de dominación, la de los déspotas ilustrados como el Doctor Francia y Guzmán Blanco, la de los verdugos como Pinochet y las juntas argentinas, pero también en las formas institucionales y progresistas del autoritarismo modernizante, cuyo ejemplo más acabado y equilibrado hasta hace poco era el régimen del PRI en México, vale la pena tener en cuenta que, literariamente, ésta es la tierra común del Señor Presidente de Asturias y el Tirano Banderas de Valle-Inclán, el Primer Magistrado de Carpentier y el Patriarca de García Márquez, el Pedro Páramo de Rulfo y los Ardavines de Gallegos, el Supremo de Roa Bastos, el minúsculo don Mónico de Mariano Azuela y el Trujillo Benefactor de Vargas Llosa.
El cuadro administrativo del poder patrimonial, explica Weber, no está integrado por funcionarios sino por sirvientes del jefe que no sienten ninguna obligación objetiva hacia el puesto que ocupan, sino fidelidad personal hacia el jefe. No obediencia hacia el estatuto legal, sino hacia la persona del jefe, cuyas órdenes, por más caprichosas y arbitrarias que sean, son legítimas.
A su nivel parroquial, es don Mónico echándole encima la Federación a Demetrio Macías en Los de abajo, porque el campesino no se sometió a la ley patrimonial y le escupió las barbas al cacique.
La burocracia patrimonialista, advierte Weber, está integrada por el linaje del jefe, sus parientes, sus favoritos, sus clientes: los Ardavines, el jefe Apolonio, el Sute Cúpira, en Gallegos; en Rulfo: Fulgor Sedano. Ocupan y desalojan el lugar reservado a la competencia profesional, la jerarquía racional, las normas objetivas del funcionamiento público y los ascensos y nombramientos regulados.
Rodeado por clientes, parientes y favoritos, el jefe patrimonial también requiere un ejército patrimonial, compuesto de mercenarios, «guaruras», guardaespaldas, «halcones», guardias blancas, la «triple A» argentina.
Para el jefe y su grupo, la dominación patrimonial tiene por objeto tratar todos los derechos públicos, económicos y políticos, como derechos privados: es decir, como probabilidades que pueden y deben ser apropiadas para beneficio del jefe y su grupo gobernante.
Las consecuencias económicas, indica Weber, son una desastrosa ausencia de racionalidad. Puesto que no existe un cuadro administrativo formal, la economía no se basa en factores previsibles. El capricho del grupo gobernante crea un margen de discreción demasiado grande, demasiado abierto al soborno, el favoritismo y la compraventa de situaciones.
Esta «forma tradicional de dominación» afecta todos los niveles del ejercicio del poder en la América Latina. Pero la distancia entre cada uno de estos niveles es inmensa y la función que el cacique se reserva es la de ser el «poder moderador» entre los distantes poderes nacionales y los seres demasiado próximos a la interpretación caciquil del poder.
La «monarquía indiana» de España en América se caracterizó por una distancia, no sólo física, sino política, entre la metrópoli y la colonia y, dentro de la colonia, entre sus estamentos. La Nueva Inglaterra se fundó sobre el autogobierno local y jamás dejó de practicarlo; de allí la transición casi natural a la república en el siglo XVIII. La «monarquía indiana», en cambio, se fundó sobre una pugna persistente entre el lejano poder real y el cercano poder señorial. Madrid nunca admitió los privilegios señoriales reclamados por las novedosas «aristocracias» de las nuevas Españas porque iban a contrapelo de la restauración centralista, autoritaria y ecuménica de los Habsburgo en la vieja España. De asambleas, ayuntamientos o cortes americanas dice desde un principio, desdeñosamente, Carlos V: «Su provecho es poco y daña mucho».
Distancia entre el poder real centralista y el poder señorial local; pero enorme distancia, también, entre la república de los criollos y la república de los indios, para no hablar de la república marginada y encarcelada: la de los esclavos indios y negros. Desde la era colonial, la América española vive la contradicción entre una autoridad central de derecho, obstruyendo el desarrollo de las múltiples autoridades locales de hecho. El resultado fue la deformación de ambas, el empequeñecimiento de la autoridad ausente y el engrandecimiento de la autoridad presente modelada sobre aquélla. «El cacique establece el orden allí donde no llega la ley del centro», me dijo imperiosamente un connotado político mexicano la única vez que lo traté.
El orden caciquil reproduce el sistema imperial de delegaciones y ausencias autoritarias a escala regional o aldeana. José Francisco Ardavín comete los crímenes, pero se los ordena su hermano Miguel, quien se reserva el papel del padre protector de sus propias víctimas y así apacigua la cólera. El cacique oculto, asimilado a la naturaleza, al horizonte, al llano venezolano, es un «hombre que se pierde de vista».
Gallegos clama contra la calamidad de los caciques políticos, que son «la plaga de esta tierra» y que quieren para sí todas las empresas productivas. Nicaragua fue la hacienda de Somoza y Santo Domingo la hacienda de Trujillo. La cadena del poder se basa en una cadena de corrupción: Apolonio el caciquillo menor le roba impunemente su yegua al ranchero Manuelote; los Ardavines, caciques mayores, se la roban a Apolonio. Nadie chista. La palabra muere. La injusticia y la barbarie son generales:
Mujerucas de carnes lacias y color amarillento, asomándose a las puertas al paso de los viajeros; chicos desnudos con vientres deformes y canillas esqueléticas cubiertas de pústulas, que se las chupan las moscas; viejos amojamados, apenas vestidos con sucios mandiles de coleta. Seres embrutecidos y enfermos en cuyos rostros parecía haberse momificado una expresión de ansiedad. Guayana, el hambre junto al oro.
La barbarie y la injusticia son generales y se instituyen en sistema:
Se liquidaron las cuentas. Bajaron en silencio la cabeza y se rascaron las greñas piojosas los peones que no traían sino deudas; cobraron sus haberes los que habían sido más laboriosos y prudentes o más afortunados; de allí salieron a gastarlos en horas de parranda y al cabo todos regresaron a sus ranchos encogiendo los hombros y diciéndose que el año siguiente sacarían más goma, ganarían más dinero y no volverían a despilfarrarlo. Pero ya todos, de una manera o de otra, arrastraban la cadena del «avance», al extremo de la cual estaba trincada la garra del empresario.
La injusticia y la barbarie, sin embargo, también son individuales. El patrimonialismo es un nombre sociológicamente elegante para el capricho, y el capricho regala la muerte, una muerte gratuita y absurda como la de don Manuel Ladera a manos de Cholo Parima, que establece una cadena de muertes, ojo por ojo, diente por diente, hasta culminar con el simple manotazo sobre una mesa con el que Marcos Vargas, para vengar todas las muertes, cierra el círculo y destruye, de puro miedo, al cacique José Francisco Ardavín, revelándole su condición: estaba hecho de polvo; sólo que nadie lo había tocado. El cacique muere en la confrontación circular con su propio ser.
Pero Canaima, decálogo de la barbarie, también quisiera ser el texto de la civilización, el repertorio de las respuestas de la historia civilizada, inseparable para Gallegos del proceso de personalización creciente, de pérdida del anonimato del hombre en la naturaleza.
4. Civilización: Nombre y Voz; Memoria y Deseo. Para Gallegos, el primer paso para salir del anonimato es bautizar a la naturaleza misma, nombrarla. El autor está cumpliendo aquí una función primaria que prolonga la de los descubridores y anuncia la de los narradores conscientes del poder creador de los nombres. Con la misma urgencia, con el mismo poder de un Colón, un Vespucio o un Oviedo, he aquí a Gallegos bautizando:
¡Amanadoma, Yavita, Pimichín, el Casiquiare, el Atabapo, el Guainía!… Aquellos hombres no describían el paisaje, no revelaban el total misterio en que habían penetrado; se limitaban a mencionar los lugares donde les hubiesen ocurrido los episodios que referían, pero toda la selva fascinante y tremenda palpitaba ya en el valor sugestivo de aquellas palabras.
La primera cosa que Marcos Vargas averigua de los indios de la selva, en el siguiente capítulo, es que no dicen sus nombres por nada del mundo, porque «creen que entregan algo de su persona cuando dan su nombre verdadero».
En una especie de resonancia simétrica, esto será también lo último que sabremos de Marcos Vargas: ha perdido su nombre al ingresar al mundo de los indios.
La respuesta mínima a la barbarie es la nominación. El protocolo, la cortesía, el respeto a las formas, tiene también el propósito de exorcizar la violencia, como en el encuentro de Manuel Ladera y Marcos Vargas:
—Ya tuve el gusto de conocer a su padre.
—Pues aquí tiene al hijo.
—También he tenido el honor de conocer a misia Herminia, su santa madre de usted.
—Santa es poco, don Manuel. Pero ya usted me amarró con ese adjetivo para mi vieja.
—Un buen hijo es ya para mí la mitad de un amigo.
—No sé si tengo derecho, pues mi vieja hizo sacrificios por mi educación, de los cuales no sacó el fruto que esperaba.
—Permítame ser su amigo.
—Quien a buen árbol se arrima.
Todos estos circunloquios tienen por objeto aplazar el uso de la fuerza, anatematizar el capricho, optar por la civilización y permitir que fructifique su respuesta máxima: la salvación ideológica a través de la fidelidad a las ideas de la Ilustración, es decir, a la filosofía del progreso. Ésta es la parte más débil de Rómulo Gallegos, en la que juega el papel de D’Alembert del llano y distribuye buenos consejos para alcanzar la felicidad a través del progreso, como en estas palabras de Ureña a Marcos Vargas:
«Lee un poco, cultívate, civiliza esa fuerza bárbara que hay en ti, estudia los problemas de esta tierra y asume la actitud a la que estás obligado. Cuando la vida da facultades —y tú las posees, repito— da junto con ellas responsabilidades.»
Hasta aquí, Gallegos se hace eco del ideal ilustrado del siglo XVIII; pero en seguida, en el mismo parlamento del mismo personaje, el discurso da un giro iberoamericano sorprendente:
«Este pueblo todo lo espera de un hombre —del Hombre Macho se dice ahora— y tú —¿por qué no?— puedes ser ese Mesías.»
Esta singular mezcla de la filosofía capitalista del self-made man y la filosofía autoritaria del hombre providencial revela un conocimiento de la psique de Marcos Vargas que se le escapa al progresista puro, don Manuel Ladera, quien hace el elogio del capital y el trabajo y condena la ilusión del oro y el caucho y el sistema esclavista del cual la ilusión se sirve:
«Lo que el peón encuentra en la montaña es la esclavitud, casi, por la deuda del avance, sin modo de zafarse ya del empresario, ni autoridad que contra él lo ampare… La esclavitud, que a veces le heredan los hijos con la deuda.»
Marcos Vargas no está de acuerdo con todo esto. Su respuesta es la del hidalgo español, la del hijo del conquistador Pizarro y no la del hijo del filósofo Rousseau:
«Era posible que desde un punto de vista práctico Ladera tuviese razón; pero la aventura del caucho y del oro tenía otro aspecto: el de la aventura misma, que era algo apasionante: el riesgo corrido, el temor superado. ¡Una fiera medida de hombría!»
Gallegos asume las consecuencias de su contradicción, que son las de nuestra tradición, y, quizás a pesar suyo, nos cuenta la historia de un hombre dotado de todas las posibilidades pero carente de fe en el progreso, que podría ser el Jefe, el Hombre Macho de un patrimonialismo ilustrado, el individuo más singularizado del grupo, y que sin embargo terminará perdido en la selva, aculturado con los indios, anónimo con la naturaleza. Singular destino el de Marcos Vargas, que en realidad no lo es porque el otro destino, individual, machista, que Ureña le diseña es un mito erzsatz, en contradicción con la naturaleza colectiva del mito auténtico. Marcos Vargas pregunta a cada instante —y uno recuerda a Jorge Negrete interpretando este papel en una película mexicana de los años cuarenta—: «¿Se es o no se es?». Lo asombroso de Canaima es que la pregunta bravucona del macho escondía la afirmación secreta del verdadero mito. Marcos Vargas ingresa al mundo mitológico de los indios y allí deja de ser el macho, el barrunto de jefe, el cacique ilustrado que Ureña soñó para él. Marcos Vargas es porque ya no es.
Es un personaje excéntrico, el conde Giaffano, quien expresa mejor en Canaima la respuesta individualizada a la barbarie. Giaffano es un expatriado italiano que ha ido a la selva venezolana a fin de «desintoxicarse de la inmundicia humana» y que, solo en la selva, cultiva la amistad, el amor y el misterio de sí: las cualidades estoicas, la «intimidad hermética» que para él es la única respuesta a la selva, la única «válvula de escape» de la naturaleza. Confesar esta intimidad, dice Giaffano, es perderla, y perderla es perder «la sensación integral de sí». Giaffano el europeo es lo que Ureña y Vargas nunca pueden ser: un individualista sin tentación de poder o exhibicionismo, un ser privado. Ureña y Vargas en sociedad son, para recordar al dramaturgo mexicano Rodolfo Usigli, gesticuladores.
Entre la crítica, la contradicción y la mera insuficiencia, ¿qué le queda a Rómulo Gallegos en su extraño y fascinante palimpsesto del ser y el estar iberoamericanos? Una paradoja suprema para quien tan agudamente ha precisado el papel enmascarado de la legalidad escrita. Esto es lo que queda. Otra vez la palabra escrita, detrás de las máscaras de la apariencia y el poder. El primer nivel de esta respuesta final de la civilización a la barbarie es la nominación de lugares, espacios y gentes que se les asimilan: ríos nombrados como suenan sus aguas, hombres nombrados como suenan sus actos: los Tigres del Guarari, el Cholo Parima, el Sute Cúpira, Juan Solito, Aymará, la india Arecuna.
Pero el segundo nivel es éste, inseparable del tercero: la dramatización de la fuerza de la palabra escrita. El cacique muerto, José Gregorio Ardavín, es casado en pleno rigor mortis por el jefe Apolonio con la india Rosa Arecuna. Consumado por escrito el matrimonio, Apolonio exclama: «¡Lo que pueden los papeles, Marcos Vargas!». ¿Dirían otra cosa los Zapata, los Jaramillo, todos nuestros rebeldes campesinos armados, más que con fusiles, con papeles, con títulos de propiedad?
¿Pero dirían otra cosa, también, los poderosos armados de leyes coloniales, constituciones republicanas y contratos transnacionales? El derecho escrito es un arma de dos filos y será Gabriel García Márquez, en El otoño del patriarca, quien con mayor lucidez pero con medios más implícitos, explore la doble vertiente de la letra: literatura y ley, palabra y poder. Pero en esta escena de Canaima, Gallegos plantea por primera vez el tema en nuestra novela y ello le sirve para llegar, velozmente, al meollo mismo de su trabajo literario, a la única solución posible, a este nivel del conflicto que él, y Sarmiento antes que él, quisieron resolver también en la acción política, pues ambos fueron presidentes de sus países, aunque más afortunado Sarmiento en Argentina que Gallegos en Venezuela.
El tercer nivel, en fin, de la respuesta de la civilización a la barbarie es nada menos que éste, el de Rómulo Gallegos escribiendo esta novela sobre la lucha entre Civilización y Barbarie y demostrando, al hacerlo, que no posee otra manera de trascender dramáticamente el conflicto. ¿Cómo lo resuelve, en efecto, al nivel de la escritura, más allá del didactismo y los sermones?
El derecho más elemental de la literatura es el de nombrar. Imaginar también significa nombrar. Y si la literatura crea al autor tanto como crea a los lectores, también nombra a los tres: es decir, también se nombra a sí misma. En el acto de nombrar se encuentra el corazón de esa ambigüedad que hace de la novela, en las palabras de Milan Kundera, «una de las grandes conquistas de la humanidad». Puede pensarse que este juego de nombrar personajes es anticuado, añade Kundera, pero quizás es el mejor juego que jamás fue inventado, una invitación permanente a salir de uno mismo (de nuestra propia verdad, de nuestra propia certidumbre) y entender al otro.
Cuando el dios de Pascal salió lentamente del lugar desde donde había dirigido el universo y su orden de valores —dice Kundera—, Don Quijote también salió de su casa y ya no fue capaz de comprender al mundo. Hasta entonces transparente, el mundo se convirtió en problema, y el hombre, con él, en problema también. A partir de ese momento, la novela acompaña al hombre en su aventura dentro de un mundo repentinamente relativizado.
La novela es un cruce de caminos del destino individual y el destino colectivo expresado en el lenguaje. La novela es una reintroducción del hombre en la historia y del sujeto en su destino; así, es un instrumento para la libertad. No hay novela sin historia; pero la novela, si nos introduce en la historia, también nos permite buscar una salida de la historia a fin de ver la cara de la historia y ser, así, verdaderamente históricos. Estar inmersos en la historia, perdidos en la historia sin posibilidad de una salida para entender la historia y hacerla mejor o simplemente distinta, es ser, simplemente, también, víctimas de la historia.
En su momento, Gallegos fue fiel a todas estas exigencias del arte narrativo. Sin él no se habrían escrito Cien años de soledad, La casa verde o Los pasos perdidos. Pero su valor no es sólo el de un precursor, un padre venerado primero, detestado después y finalmente comprendido. Digo que Gallegos fue siempre fiel al arte de la novela porque, como Don Quijote, como Mr. Pip, como Mitya Karamazov, como Anna Karenina, sus personajes salieron al mundo y no lo comprendieron, sufrieron la derrota de sus ilusiones pero ganaron la experiencia de una gran aventura: la de la verdad relativa.
El conflicto entre civilización y barbarie es resuelto literariamente por Gallegos mediante una asimilación de su personaje, Marcos Vargas, criatura de la palabra escrita, a una dialéctica, es decir, a un movimiento de germinación y contradicción relativas, que primero nos ofrece una visión de la Naturaleza, en seguida una visión de la Historia como su doble cara —Jano de la Utopía y del Poder— y entre ambas, partiendo su cráneo bifronte, coloca la corona de la verdadera visión humana, ni totalmente natural ni totalmente histórica, simplemente verbal e imaginativa. Entre la naturaleza devoradora y el exilio histórico, el arte de la novela crea un tiempo y un espacio humanos, relativos, vivibles y convivibles.
Rómulo Gallegos es un verdadero escritor: se derrota a sí mismo. Derrota su tesis creando los conflictos de Marcos Vargas entre las exigencias de la naturaleza y de la historia; y esos conflictos, inesperadamente, le otorgan otro perfil al personaje.
Marcos Vargas, el conquistador, el hidalgo, el macho, el mesías frustrado, adquiere primero una conciencia de la injusticia y éste es su factor racional: «Desde el Guarampín hasta el Río Negro todos estaban haciendo lo mismo, él entre los opresores contra los oprimidos, y ésta era la vida de la selva fascinante, tan hermosamente soñada».
En el curso de esta reflexión, Marcos Vargas se da cuenta de que conquistar una personalidad es disputársela a la naturaleza, a sabiendas de que se es parte de esa naturaleza. Como en el encuentro de Meursault con el sol árabe en El extranjero, como en el encuentro de Ismael con el mar colérico y bienhechor en Moby Dick, esta tensión es resuelta en Canaima mediante una extraordinaria epifanía.
Marcos Vargas está solo en la selva, en medio de una tormenta tropical, y es allí donde se descubre en la naturaleza, parte de ella, pero diferente a ella, amenazado mortalmente por ella, y sufriendo parejamente en ambas situaciones.
Su grito machista, ¿se es o no se es?, es devorado por la tormenta, que no lo oye pero que le arrebata sus palabras; se las lleva el viento, son el viento y lo nutren. De ese vendaval estremecedor (el momento descriptivo más alto de la obra de Gallegos) Marcos Vargas saldrá —o más bien, será descubierto— desnudo, empapado, tembloroso y abrazado a un mono araguato que se esconde, temblando y llorando también, entre sus brazos.
Marcos Vargas se va a vivir con los indios. Se casa con una mujer india, Aymará; tiene con ella un hijo mestizo, el nuevo Marcos Vargas, que a los diez años regresa a la «civilización».
La novia de Marcos, la bordona Aracelis Vellorini, se ha casado con un ingeniero inglés.
Ureña está casado con la hermosa Maigualida, la hija de Manuel Ladera, y es un comerciante respetado.
Él recibe en su casa al hijo de Marcos Vargas.
El ciclo se reinicia. La segunda oportunidad levanta cabeza. Pero las tensiones persisten, no se resuelven, no deben resolverse:
Las tensiones entre el Mito y la Ley, entre la Naturaleza y la Personalidad, entre Permanecer y Regresar, entre Civilización y Barbarie.
En medio de estos binomios, el hecho más llamativo de Canaima es el destino de los destinos. Ésta es una novela de destinos precipitados, cumplidos inmediatamente en los extremos de Ladera el probo y Parima el criminal —o de destinos, en contraste, eternamente postergados, estáticamente ubicados en contrapunto a la norma de la novela, que es la del destino veloz.
De tal suerte que la fortuna de Marcos Vargas se convierte en un símbolo así de la velocidad del destino al asumir los rostros de la muerte, la desaparición o el olvido, como de su postergación al asumir, contrariamente, la salvaje persistencia de la naturaleza y el poder. En ambos casos, el destino se asemeja a la historia en tanto fuerza inescapable y ciega, pero se asemeja a la naturaleza en tanto ausencia virginal, intocada.
Marcos Vargas alarga la mano para tocar un destino que no sea ni aplastantemente abrupto ni aplastantemente ausente: ingresa al mundo aborigen del mito, cuya postulación es la simultaneidad, el eterno presente.
Gracias a su corona mítica, Canaima logra, simultáneamente, reunir y disolver los mundos contradictorios de la naturaleza y el poder hispanoamericanos. Dentro y fuera de la historia, podemos ver el mundo terrible de los Ardavines y el Cholo Parima como nuestro mundo y saber, al mismo tiempo, que su violencia no es privativa de la América española, ya no, después de lo que hemos vivido en nuestro tiempo, ya no sólo nuestra.
Rómulo Gallegos, el escritor regionalista, entra a la historia de la violencia del siglo XX. Y esa violencia, lo diré a guisa de conclusión anticipada, es quizás el único pasaporte a la universalidad en las postrimerías de nuestro tiempo.
Rómulo Gallegos, novelista primario y novelista primordial de la América española, india y africana, nos ofrece una salida de la naturaleza, sin sacrificarla. Y un ingreso a la historia, sin convertirnos en sus víctimas.
Faulkner, por el camino de la excepción radical a la filosofía del progreso y del pragmatismo más exitosa del mundo moderno —la de Estados Unidos de América—, llegó al umbral de la tragedia: el reconocimiento del valor de la derrota y la hermandad con el fracaso, que es regla, y no excepción, de lo humano. Su experiencia literaria, siendo ejemplar, no suple, en cambio, nuestra experiencia iberoamericana y nuestro camino de hachazos ciegos para salir de la naturaleza primaria, impersonal, descrita por Gallegos.
Por esto es importante Gallegos. Sabemos que hay algo mejor y más importante, quizás, que su obra, que resulta raquítica, simplista y sentimental frente a la de un Faulkner. Pero esa misma obra es insustituible, tan insustituible como nuestro propio padre. Si hemos de llegar a la conciencia trágica que es la libertad más cierta que los seres humanos son capaces de encontrar y mantener, deberemos hacerlo a través de nuestro padre Gallegos y las miserias que con tanta verecundia latina —con tanta reverencia paternal— el novelista venezolano nos comunica. Padre nuestro que eres Gallegos. Por tu camino se llega al Paradiso, contradictorio, erótico y místico, pagano y cristiano, de Lezama Lima: nuestro propio umbral trágico tan lejos de la naturaleza impersonal de Gallegos, las «inmensas regiones misteriosas donde aún no ha penetrado el hombre».
 Fuente: Alfaguara. Año 2011.

martes, 22 de marzo de 2016

Ken Bruen.


KEN BRUEN Nació en 1951 en Galway, Irlanda. Antes de dedicarse a la literatura fue profesor de inglés en lugares tan diversos como África, Japón, el Sudeste asiático y Sudamérica. Ha escrito más de veinte novelas entre las que destacan la serie RyB, protagonizada por los policías Roberts y Brant –de la que EL GRAN ARRESTO es el primer título- y la serie de Jack Taylor, cuyos dos primeros títulos, Maderos y La matanza de los gitanos, han sido publicados en España por Tropismos con gran éxito de crítica. Ganador de los PREMIOS MACAVITY y SHAMUS, en España también ha recibido galardones, entre ellos, el PREMIO BRIGADA 21 y el PREMIO NOVELPOL.

También ganador del premio: El Gran premio de la literatura policíaca (en francés: Grand prix de littérature policière)? es un premio literario francés fundado en 1948 por el escritor y crítico literario de Maurice Bernard Endrèbe. Es el premio más prestigioso adscrito al género policíaco en Francia, y se concede anualmente a la mejor novela francesa y a la mejor novela policíaca internacional publicada durante el mismo año.

Los ganadores son determinados por un jurado de hasta diez miembros, que incluye también a escritores. Cada uno de los jueces preselecciona un conjunto de obras que se llevan a discusión, para posteriormente, plasmar una lista de votación que se presenta ante el jurado. Entre los autores consagrados de las últimas décadas que han sido acreedores del premio se encuentran Jean-Patrick Manchette, Didier Daeninckx, Mary Higgins Clark, Elizabeth George, Thomas Harris, Patricia Highsmith, Arnaldur Indriðason, P. D. James, Léo Malet y Manuel Vázquez Montalbán

Novela:
London BOULEVARD.
Mitchell ha pasado tres años en prisión por un delito que ni siquiera recuerda haber cometido. Al salir en libertad, su amigo Billy, que trabaja para un mafioso londinense, lo introducirá, sin que él lo quiera, en el ambiente de extorsión, drogas y violencia del sur de la ciudad. Intentando dar cierta normalidad a su vida, Mitchell comienza a trabajar en la mansión de Lillian Palmer, una actriz que es celosamente atendida por un extraño y misterioso mayordomo.
La vida de Mitchell se convierte así en un huracán que lo zarandea en un mundo cada vez más violento, hasta que, en el momento en el que la vida de su hermana es amenazada, se verá obligado a actuar, descubriendo que las cosas nunca han sido como él creía.

Una trepidante historia de supervivencia y venganza del premiado Ken Bruen, llevada al cine por el ganador de un Oscar William Monahan, con Colin Farrell y Keira Knightley como protagonistas.

Fuente: Wikipedia.
Editorial Palmes.

domingo, 20 de marzo de 2016

Jorge Luis Borges. Historia Universal de la Infamia. 1935. (El simulador de la infamia. La cicatriz).

(En la gráfica: Leonor Rita Acevedo Suárez de Borges y Jorge Luis).

EL SIMULADOR DE LA INFAMIA
La Torre de Takumi no Kami fue confiscada; sus capitanes
desbandados, su familia arruinada y oscurecida, su nombre vinculado
a la execración. Un rumor quiere que la idéntica noche
que se mató, cuarenta y siete de sus capitanes deliberaran en la
cumbre de un monte y planearan, con toda precisión, lo que
se produjo un año más tardé. Lo cierto es que debieron proceder
entre justificadas demoras y que alguno de sus concilios tuvo lugar,
no en la cumbre difícil de una montaña, sino en una capilla
en un bosque, mediocre pabellón de madera blanca, sin otro
adorno que la caja rectangular que contiene un espejo. Apetecían
la venganza, y la venganza debió parecerles inalcanzable.
Kira Kotsuké no Suké, el odiado maestro de ceremonias, había
fortificado su casa y una nube de arqueros y de esgrimistas custodiaba
su palanquín. Contaba con espías incorruptibles, puntuales
y secretos. A ninguno celaban y vigilaban como al presunto
capitán de los vengadores: Kuranosuké, el consejero. Éste lo advirtió
por azar y fundó su proyecto vindicatorio sobre ese dato.
Se mudó a Kioto, ciudad insuperada en todo el imperio por
el color de sus otoños. Se dejó arrebatar por los lupanares, por
las casas de juego y por las tabernas. A pesar de sus canas, se
codeó con rameras y con poetas, y hasta con gente peor. Una
vez lo expulsaron de una taberna y amaneció dormido en el
umbral, la cabeza revolcada en un vómito.
Un hombre de Satsuma lo conoció, y dijo con tristeza y con ira:
¿No es éste, por ventura, aquel consejero de Asano Takumi no
Kami, que lo ayudó a morir y que en vez de vengar a su señor se
322 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
entrega a los deleites y a la vergüenza? ¡Oh, tú indigno del nombre
de Samurai!
Le pisó la cara dormida y se la escupió. Cuando los espías denunciaron
esa pasividad, Kotsuké no Suké sintió un gran alivio.
Los hechos no pararon ahí. El consejero despidió a su mujer
y al menor de sus hijos, y compró una querida en un lupanar,
famosa infamia que alegró el corazón y relajó la temerosa prudencia
del enemigo. Éste acabó por despachar la mitad de sus
guardias.
Una de las noches atroces del invierno de 1703 los cuarenta y
siete capitanes se dieron cita en un desmantelado jardín de los
alrededores de Yedo, cerca de un puente y de la fábrica de barajas.
Iban con las banderas de su señor. Antes de emprender el asalto,
advirtieron a los vecinos que no se trataba de un atropello, sino
de una operación militar de estricta justicia.

LA CICATRIZ.
Dos bandas atacaron el palacio de Kira Kotsuké no Suké. El
consejero comandó la primera, que atacó la puerta del frente;
la segunda, su hijo mayor, que estaba por cumplir dieciséis
años y que murió esa noche. La historia sabe los diversos momentos
de esa pesadilla tan lúcida: el descenso arriesgado y pendular
por las escaleras de cuerda, el tambor del ataque, la precipitación
de los defensores, los arqueros apostados en la azotea,
el directo destino de las flechas hacia los órganos vitales del
hombre, las porcelanas; infamadas de sangre, la muerte ardiente
que después es glacial; los impudores y desórdenes de la muerte.
Nueve capitanes murieron; los defensores no eran menos valientes
y no se quisieron rendir. Poco después de media noche
toda resistencia cesó.
Kira Kotsuké no Suké, razón ignominiosa de esas lealtades,
no aparecía. Lo buscaron por todos los rincones de ese conmovido
palacio; y ya desesperaban de encontrarlo cuando el consejero
notó que las sábanas de su lecho estaban aún tibias. Volvieron
a buscar y descubrieron una estrecha ventana, disimulada
por un espejo de bronce. Abajo, desde un patiecito sombrío, los
miraba un nombre de blanco. Una espada temblorosa estaba en
su diestra. Cuando bajaron, el hombre se entregó sin pelear.
Le rayaba la frente una cicatriz: viejo dibujo del acero de Takumi
no Kami.
Entonces, los sangrientos capitanes se arrojaron a los pies del
aborrecido y le dijeron que eran los oficiales del señor de la
HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA .H2.H
Torre, de cuya perdición y cuyo fin él era culpable, y le rogaron
que se suicidara, como un samurai debe hacerlo.
En vano propusieron ese decoro a su ánimo servil. Era varón
inaccesible al honor; a la madrugada tuvieron que degollarlo.

Archivo del blog

POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

Páginas