domingo, 27 de marzo de 2016

Catulle Mendès.


Catulle Mendès (Burdeos, 1841 - Saint-Germain-en-Laye, 1909) fue un escritor francés del parnasianismo, movimiento cuya génesis relató en `Leyenda del parnaso contemporáneo` (1884). Fundó la `Revue Fantaisiste` (1859) y es autor de poemarios (`Filomela`, 1864, `Héspero`, 1869), de obras de teatro (`Medea`, 1898, `Scarron`, 1905), de novelas y relatos (`Vida y muerte de un clown`, 1879, `Monstruos parisinos`, 1882) y de libretos de óperas.

Monstruos parisinos recrea, con una sugerente y refinada prosa, los esplendores y miserias de la vida galante en los estertores del París decimonónico. Un mundo elegante y crepuscular en el que se entrecruzan las vidas de artistas, escritores, actrices, críticos y aristócratas que han hecho de la perversidad, el placer y el fingimiento un refinado arte. Como escribió Maurice Barrès: «una especie de Comedia humana decadente que refleja, en miniatura, la sociedad contemporánea en su declive». Mediante la distancia de la ironía, entre el horror y la fascinación, Catulle Mendès sigue los pasos de estas criaturas mundanas y sensuales, perfilando una atractiva galería de retratos conectados entre sí. Pero su caracterización deja entrever un secreto deleite, como si tampoco él pudiera sustraerse al magnetismo de las desmesuradas pasiones que terminan por arrastrar a sus personajes al abismo.

***

Catulle Mendès
Monstruos parisinos
Ardicia
(Fragmento). Novela.
PRIMERA
SERIE
La señorita Laïs

París acaba de conocer con estupor la aventura de esa inteligente y hermosa muchacha de alta alcurnia que de repente, como en un estallido, se ha convertido en puta. Ni periodo de transición ni de adaptación. La caída ha sido súbita, directa; un salto del balcón a la calle. El viaje que en coche la condujo desde el untuoso palacete familiar de la calle de la Universidad al coqueto lupanar del bulevar de Corucelles, alquilada por una intermediaria, ha sido el más corto posible. Hace una semana nadie se hubiese atrevido a desearla; bruscamente se ha entregado a todos. Los más audaces no habrían tenido siquiera la osadía de rozar con un soplido la punta de su pequeño dedo enguantado; ahora ustedes podrán, esta noche, durante la cena, — si les apetece y ella les gusta — conocer el sabor del champán en sus labios.
El pasado invierno tuve el honor de ser presentado a su familia; todavía veo el amplio salón un poco oscuro, con las paredes adornadas de antiguas tapicerías, el techo de madera de nogal negro, y ante la alta chimenea, una gran anciana, flaca, de cabellos canosos, que se encontraba sentada con el busto recto y las manos juntas sobre las rodillas, saludando con una muy lenta inclinación de cabeza.
Quedé impresionado de un modo muy particular por esa caída en el arroyo; la curiosidad me impelió a tratar de averiguar la causa.
En su recibidor, estrecho, cálido, acogedor, donde el pesado aire tenía el olor de un aliento demasiado perfumado y casi una tibieza de piel, las incandescentes brasas de la chimenea iluminaban las sedas amarillentas de las paredes y los sofás. Como un vestido demasiado gastado por el uso se veían el dorado de las sillas y los cien abalorios de los candelabros y del lustre, de modo que cuando entré, tintinearon con el pequeño ruido claro de un sombrero chino de cristal. Entre las dos ventanas, de las cuales una no tenía cortinas, pues los tapiceros están llenos de desconfianza ya que enseguida se acaba aprendiendo el camino del monte de piedad, se extendía un mullido diván, con un dosel blanco de terciopelo, con la lasciva pereza de una cama donde se duerme durante el día.
Como me detuviese, entristecido, ella se acercó a mí, un poco desasida entre los encajes de una bata gastada y ajustando con una mano su moño de donde pendían unos bucles; muy blanca y sonrosada, fresca de juventud y de colorete, oliendo a carne y almizcle, más que bella, ¡espléndida! Y, ardientemente, sin ser interrogada, incluso antes de que yo hubiese dicho una palabra, comenzó a hablar con un tono triunfal en la voz y en la mirada.
«¡Soy yo, sin duda! Usted ha querido verme, pues mire. ¿He cambiado? seguro que sí. ¿Se acuerda usted de la damita que le ofrecía una taza de té bajando la mirada? Son más bonitos mis ojos ahora cuando los elevo. Y puede usted besarme si el corazón se lo pide. He aquí en lo que me he convertido, lo que me he hecho. ¿Por qué? Se lo voy a explicar. Mostrarle todo lo que pienso, desnudar mi espíritu. Ya comienzo a acostumbrarme, ¡venga!
Es posible que haya mujeres que hayan nacido decentes, pero yo no soy una de ellas. Uno de mis antepasados se casó con la amante de un rey que había estado en la casa Fillon; lo mío ya viene de atrás. Llevar bajo un vestido un corsé que aplasta el pecho, tener pantalones de algodón que llegan hasta los tobillos, adornarse el pelo con cintas, hablar en voz baja, aguantar la respiración para enrojecer mejor, diciendo: «sí, señor» o «no, señora» es lo que he hecho durante diez años, pero nunca he podido acostumbrarme a ello. Me retiraba a mi habitación, luego, con la puerta cerrada, bailaba casi sin ropa, riendo, gritando, alborotando todos mis cabellos. Y pronto supe lo que quería gracias a los libros que se leen por la noche y que abren los ojos. Entonces me dije: «¡Adelante!» ¿Resistir? ¿para qué? puesto que ya me sentía vencida por adelantado. Si hubiese permanecido con mi familia habría caído una noche cualquiera en los brazos del primero que hubiese subido la escalera; si me hubiese casado habría engañado a mi marido, a mi amante, a mis amantes. De falta en falta, de vergüenza en vergüenza, ¿a dónde hubiese llegado? al lugar en el que ahora estoy. Y ese lento descenso, escalón por escalón, tan infame como la brusca caída, habría sido además hipócrita y cobarde, y no me hubiese producido más que imperfectas delicias siempre perturbadas por la necesidad de la astucia y la mentira, por la preocupación de mi reputación, por el temor de una palabra indiscreta, por el espanto de ser sorprendida o estar bajo sospecha. Lo que debía ser finalmente, mejor valía serlo de inmediato, violentamente, —¡la audacia es una especie de excusa!— el devenir en plena juventud, en plena belleza, y no vieja y cansada; el futuro antes de que mi deseo se hubiese aletargado en amargas o incompletas satisfacciones, —sentarme a la mesa con todo mi apetito. ¡Eso es por lo que he precipitado mi destino, por lo que me he prostituido siendo virgen! Ahora, estando perdida del todo, siendo una de esas criaturas que se entregan o se venden, que llenas de una inalterable alegría, arruinan familias, deshonran razas, secan los corazones y matan las almas, me solazo en la constatación de mi suerte, en la satisfacción de mi instinto, en toda la expansión de mis fuerzas, como el músico o el poeta, cuya vocación durante mucho tiempo reprimida, se expande y disfruta de su obra realizada.»

Fuente:
Autor: Mendes, Catulle
©1882, Ardicia
ISBN: 9788494123504
Generado con: QualityEbook v0.75

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