Dominique Urvoy
Averroes
Las ambiciones
de un intelectual musulmán
El libro de bolsillo
Historia
Alianza Editorial
T ítulo orig ina l; Averroes,
T r a d u c t o r : Delfina Serrano Ruano
Diseño de cubierta; Alianza Editorial
Ilustración: Averroes. Capilla de los españoles (detalle). Iglesia de Santa
María Nóvella. Florencia (Italia),
Fotografía: ORONOZ .
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autorización.
© Flammarlon, 1998
© De la traducción; Delfina Serrano Ruano, 1998
© Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1998
Calle Juan Ignacio Lucade Tena, 15;
2S027 Madrid; teléfono 91 393 88 88
ISBN: 84-206-3522-7 ■
Depósito legal: M. 45.744-1998
Impreso en Closas-Orcoyen S. L.
Pol. Ind. Igarsa. Paracuellos de Jarama, (Madrid)
Printed in Spain
Uxori dilectissimae
Para la mayor parte de los personajes y términos específicos se dan
referencias en el texto. Sin embargo, algunos de ellos remiten a un
panorama demasiado amplio como para poder darles en la narración
el desarrollo que merecen; por ello, han sido objeto de una
nota en el glosario situado al final del libro.
Prefacio
Una figura mítica y desconocida
Pocos autores han visto su personalidad tan ignorada en beneficio
de sus escritos como Averroes. Sin duda, el papel de
comentador de los autores griegos, que él desempeñó con
convicción, ha influido en este sentido. En el mundo árabe,
los escasos escritores antiguos que le citan como pensador
sólo le conocían -con una excepción mu y notable' - bajo ese
aspecto. En el mundo occidental, por el contrario, su renombre
como filósofo es tal, que se creó el neologismo «averrofstas
» para designar no solamente a aquellos que reconocen
seguirle, sino también a los autores que se contentan con servirse
de él. En este último caso, sin embargo, la consecuencia
no ha sido distinta: ia de que el personaje haya sido relegado
a un pasado indeterminado.
En efecto, durante mucho tiempo, Averroes y Aristóteles
fueron clasificados con la misma etiqueta de «antiguos», sin
tener en cuenta ni los dieciséis siglos que separan el siglo iv
a. C. del xii d. C-, ni la gran diferencia existente entre la civilización
de la Grecia antigua y la de la España musulmana
{llamada ai-Andalus en árabe). Por otra parte, tal confusión
no ha desaparecido totalmente. La imagen de un Averroes
«redescubridor de Aristóteles» que cultivan periodistas y cineastas
da la impresión de una brusca compresión del tiempo,
donde las distancias cronológicas y culturales quedan
como encerradas entre paréntesis por esta exhumación
de un texto olvidado. Ahora bien, eso no tiene sentido,
pues Aristóteles era ya muy conocido por los árabes en el
siglo viii y se había convertido rápidamente en «el primer
maestro» de una escuela que, bajo la denominación de fabafa,
no hacía más que retomar, arabizándolo, el nombre griego
de philosophia. Averroes no «redescubrió» a Aristóteles,
sino que lo enfocó de forma completamente diferente a
como lo habían hecho sus predecesores.
Es, por tanto, el espíritu particular con que nuestro autor
andalusí consideró a los pensadores griegos lo que debe llamar
la atención; lo que nos remite a sus opciones intelectuales,
a sus motivaciones ideológicas y a lo que, en el contexto
de su tiempo, pudo influir sobre ellas.
Pero no es solamente contra el espíritu antihistórico de la
Edad Media y de ios inicios de la Época Moderna contra lo
que hay que reaccionar. El siglo xix, que situó la disciplina
de la Historia en el centro de sus preocupaciones, no se encuentra
por ello exento de errores graves. En esa época, en
efecto, al mismo tiempo que se reemplazó el término «averroísta
» por otro neologismo, el de «averroismo», que supone
la existencia de una unidad de perspectiva entre todos los
considerados averroístas -lo cual se halla lejos de estar probado-
se confinó a nuestro autor árabe en un debate, presentado
como un combate, entre filosofía y religión. En la
primera versión de su tesis, Averroes et Vaverroisme, publicada
en 1852, Ernest Renán, sin conocer más que las obras
aristotélicas de Averroes, basó su análisis en un corpits limitado,
constituido por textos tradicionalmente estudiados en
Occidente. Por esto, el «averroismo», movimiento propio de
tas universidades europeas de la Baja Edad Media y del Renacimiento,
constituyó, más que su epónimo -el pensador
árabe-, el objeto de su interés y Renán se vio tentado de proyectar
sobre la civilización de este último los juicios que formuló
sobre la historia intelectual de Occidente.
Poco después, el arabista alemán Müller publicó los textos
teológicos personales de Averroes, y otro semitista,
Munk, aportó las indicaciones históricas que permitieron
proyectar nueva luz sobre los escritos de Averroes. En la segunda
versión de su libro Renán mencionó esos trabajos,
pero no modificó en nada sus conclusiones iniciales.
Más tarde, se llevó a cabo un enorme trabajo de publicación
de textos en lengua original -en la medida de lo posible-
o al menos en traducciones fiables, y de trabajos con
perspectiva histórica, pese a lo cual la figura de Averroes
sigue siendo objeto de discusiones y reivindicaciones partidistas.
Aún hoy en día, subsisten defensores del Averroescomentador
que se lamentan de que se haya concedido demasiada
importancia a los textos teológicos de este autor, e
islamólogos que sólo examinan estos uhimos y que se preguntan
cándidamente si «Averroes era verdaderamente musulmán
», por no hablar de las múltiples afiliaciones que tienen
lugar en el seno de tal o cual clan ideológico dei islam
contemporáneo.
De la biografía como empresa arquitectónica
«La biografía es como un andamiaje levantado para la construcción
de un monumento. Una vez culminado éste, se retira
el andamiaje y solamente queda lo que es interesante; a
saber, la obra», decía Geoiges Dumézil- Más que un andamiaje
destinado a ser suprimido, ¿no se sitúa la biografía entre
los parámetros que el arquitecto debe tener en cuenta:
objetivo del encargo, consistencia de los materiales disponibles,
resistencia del suelo, capacidad del propio arquitecto,
etc.? Tenerlos en cuenta no suple la contemplación del edificio,
sino que permite comprender la naturaleza y la organización
del mismo.
Es a la biografía intelectual a la que han sido consagradas
las páginas que siguen. La vida misma de Averroes sólo se
conoce por fragmentos, y lo que se sabe no resulta en modo
alguno pintoresco. Por otra parte, sería ilusorio creer que un
autor musulmán ha de ser necesariamente «exótico». Las
peripecias de su vida no fueron en absoluto novelescas ni invitan
a la evasión soñadora. Las referencias sobre las que llamaremos
la atención se hal Ian desprovistas de todo carácter
romántico. No puede hablarse de Averroes como Washington
Irving o Chateaubriand hablaron de las últimas dinastías
de la Granada islámica.
En nuestro caso, hemos pretendido enriquecer las escasas
indicaciones de los biógrafos y de los cronistas con todos los
complementos exteriores de los que disponíamos: la descripción
de la época, de las vicisitudes políticas y de las tensiones
ideológicas, de las características de los medios sociales,
profesionales o políticos en los que evolucionó nuestro
personaje; en fin, de los movimientos de ideas a los que se
adhirió o que, por el contrario, combatió. Para ello, de vez en
cuando tendremos necesariamente que retroceder en el
tiempo, pues en el islam el peso del pasado, y más exactamente
de los orígenes, es mucho mayor que en Occidente.
Por todas estas razones he elegido denominar a Averroes
un intelectual musulmán. Por supuesto, el término «intelectual
» es una noción occidental, forjada recientemente, ya
que su acepción sociológica aparece con el affaire D rey fus.
Pero por su «contenido combativo» tiene la ventaja de definir
no tanto una categoría existente cuanto un grupo que aspira
a hacerse reconocer. En un libro célebre, Jacques Le Goff
parecía pensar que la Edad Media latina había concedido ya
un estatuto social al intelectual. Si él escogió este término,
decía, «no era el resultado de una elección arbitraria. Entre
tantos nombres: sabios, doctos, clérigos, pensadores [la terminología
del mundo del pensamiento siempre ha sido
vaga], el término intelectual designa un medio de contornos
bien delimitados: el de los maestros de las escuelas. Se anunció
en la alta Edad Media, se desarrolló en las escuelas urbanas
del siglo xii y se extendió a partir del xin en las universidades,
englobando a aquellos que tienen el oficio de pensar y
de enseñar su pensamiento»2. Pero reconoció enseguida que
fue a posteriori cuando esta clase se distinguió y cuando los
que pertenecían a ella tuvieron dificultades para ponerse de
acuerdo en una denominación que fijara claramente su
orientación. De forma significativa, Le Goff se detiene en el
término elegido por el primer gran «averroísta», Siger de
Brabante, philosophus, que el historiador declaró preferir al
de «clérigo», generalmente admitido entonces, pero no obstante
«equivocado». ¿No es cierto que llegó a afirmar que
«fue en el medio averroísta de la Facultad de Artes [de París]
donde se elaboró el ideal más riguroso del intelectual?3»
Silos averroístas latinos, que constituyen la mejor ilustración
del intelectual, difícilmente son reconocidos como tales,
la dificultad se incrementa aún más si nos referimos al
entorno musulmán de Averroes. Incluso la lengua árabe
moderna no dispone de un vocablo para designar exactamente
al intelectual. En el mejor de los casos, se habla de la
clase cultivada (al-tabaqa al-mutaqqafa). Pero si se quiere
pasar del adjetivo al sustantivo se retoma la fórmula de la
lengua clásica: el letrado (adib). Ahora bien, tal expresión no
conviene a nuestro autor, que experimentó por ella la misma
aversión que Siger de Brabante por «clérigo». A menudo,
Averroes, para referirse colectivamente a la categoría de la
gente cultivada, de la que esperaba un esfuerzo filosófico,
empleó el término corriente de sabio (h u k am á sing.
hakím), que sería ei más próximo al philosophus de Siger.
Pero eso no le parecía suficientemente explícito y, según los
contextos, recurrió a otros vocablos.
La fórmula más próxima a «sabios» sería «gente de la
prueba» (ahí al-burhán). Sin embargo, sigue siendo ambigua
» pues puede designar tanto a los que son capaces de buscar
la prueba a través de la argumentación, a lo cual aspiraba
Averroes, como a los que pretenden disponer de la prueba absoluta,
establecida por el Corán (XII, 24) en la «manifestación
» de Dios, lo cual designaría entonces a sus enemigos
teológicos. Asimismo, buscó otras expresiones, pero fue
como salir de Málaga para entrar en Malagón; sólo en la
obra conocida como su manifiesto doctrinal, El discurso decisivo
sobre el acuerdo entre la religión y la filosofía, vemos
aparecer varios términos que tienen todos el inconveniente
de haberse cargado, a lo largo de la historia del islam, de un
sentido religioso, incluso místico, cuando no sectario: la
«gente de la verdad» (ahí al-haqq), «el que sabe» {al-carif), el
«gnóstico» (al-‘árifbi-Lláh)...*
Averroes cayó, por tanto, en la trampa del lenguaje y sus
convenciones. Sus esfuerzos por definir al grupo de personas
que, a la vez, saben de una cierta ciencia, de orden divino,
pero que proceden por argumentación, pecan de fórmula
ambigua y estereotipada, no satisfaciéndole ni a él ni a sus
interlocutores. De todas formas, tales esfuerzos fueron innegables
y, en la medida en que prepararon una aportación
cultural considerable para la modernidad, nos corresponde
tratar de sacarlos a la luz.
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