miércoles, 23 de marzo de 2016

Carlos Fuentes. La gran novela latinoamericana. Quinta entrega.


5. Rómulo Gallegos. La naturaleza impersonal
(En la gráfica Carlos Fuentes con su esposa Silvia Lemus).

1. En El Aleph, Borges reproduce los espacios del mundo, para reducirlos a uno que los contenga a todos; en El jardín de senderos que se bifurcan multiplica los tiempos del mundo, pero al cabo sólo puede darles cabida en La biblioteca de Babel, una biblioteca que es infinita si se cifra en un libro que es el compendio de todos los demás. Funes lo recuerda todo pero Pierre Menard debe reescribir un solo libro, Don Quijote de la Mancha, a fin de que nosotros, los hispanoamericanos, contemos con dos historias universales. Vale decir: con una historia interna y otra externa.
Borges es uno de los autores de la historia interna. Rómulo Gallegos el de una historia externa que, al ser releída, nos proporciona la sensación de estar ante un verdadero repertorio de los temas que muchos de nuestros narradores habrán de retomar, refinar, potenciar y a veces, por fortuna y por desgracia, arruinar.
El tema central de Rómulo Gallegos es la violencia histórica y las respuestas a esta violencia impune: civilización o barbarie. Respuesta que puede ser individual, pero que se enfrenta a las realidades políticas de la América Hispánica.
No obstante, el sostén primario de las novelas de Gallegos es la naturaleza; una naturaleza primaria también, silenciosa primero, impersonal.
Voy a ocuparme de una sola novela de Gallegos, Canaima, porque me ofrece, en primer término, el mejor ejemplo de esta concepción de la naturaleza anterior a todo, sin tiempo, sin espacio, sin nombres. «Inmensas regiones misteriosas donde aún no ha penetrado el hombre», nos advierte Gallegos en el capítulo primero, «Guayana de los aventureros»; una naturaleza autónoma, que avanza sola como el Orinoco: «El gran río avanza solo». De principio a fin, a pesar de las apariencias, a pesar de las miradas diferentes, «acostumbrados los ojos a la actitud recelosa ante los verdes abismos callados», la naturaleza de Canaima mantendrá su virginidad impersonal, será siempre, desesperadamente la selva fascinante de cuyo influjo ya más no se libraría Marcos Vargas. El mundo abismal donde reposaban las claves milenarias. La selva anti-humana… un templo de millones de columnas… océano de la selva tupida bajo el ala del viento que pasa sin penetrar en ella… cementerios de pueblos desaparecidos donde son ahora bosques desiertos.
La vida, si existió aquí, es apenas un recuerdo: será, si llega a existir, apenas un recuerdo cuando desaparezca fatalmente. Será siempre, en resumen, lo que Gallegos llama «el alba de una civilización frustrada».
El reino de la naturaleza americana es para el autor venezolano el de la frustración o retrato de la historia: «Mundo retratado, mundo inconcluso, Venezuela del descubrimiento y la colonización inconclusas».
Y a pesar de, o quizás gracias a ello, es «tierra de promisión»: el espacio, el río, la selva, engendran un tiempo aunque sólo sea el tiempo propio de la naturaleza:
«Un paisaje inquietante, sobre el cual reinara todavía el primaveral espanto de la primera mañana del mundo.»
2. Podemos contrastar y reunir el tema de la naturaleza en Gonzalo Fernández de Oviedo en el siglo XVI y en Rómulo Gallegos en el siglo XX. Es uno de los múltiples encuentros directos entre las crónicas de fundación y la novelística contemporánea a los que me vengo refiriendo. Oviedo, siguiendo la interpretación de Gerbi en La disputa del Nuevo Mundo, es tanto cristiano como renacentista en su tratamiento de la naturaleza americana. Cristiano porque se muestra pesimista ante la historia, renacentista porque se muestra optimista hacia la naturaleza. Por lo tanto, si el mundo de los hombres es absurdo o pecaminoso, la naturaleza es la razón misma de Dios, y Oviedo puede exaltar la grandeza de las tierras nuevas porque son tierras sin historia: es decir, tierras sin tiempo, utopías intemporales.
Canaima es una novela que, cuatro siglos después de Oviedo, nos demuestra cómo fue humanizada esa naturaleza que certificó su salud en la intemporalidad, en la contradicción de querer ser pura Utopía del espacio, cosa material y filológicamente imposible: Utopía es el lugar que no es, U-Topos. Pero también es el tiempo que sí puede ser. El conflicto es fértil para comprender, con suerte, que sólo podemos crearnos a contrapelo de nuestras ilusiones fundadoras.
Gallegos entiende esto de inmediato cuando nos habla en su primer capítulo de la naturaleza diferente de las miradas que miran a la naturaleza. La naturaleza es un punto de vista, y el hombre no sólo ve sino que se ve distinto cuando sólo mira o dependiendo de cómo mira a la naturaleza: Marcos Vargas, como espectáculo; Gabriel Ureña, como espectador.
¿Qué historia nos está contando Rómulo Gallegos en Canaima? ¿Cómo se humaniza una naturaleza que es inhumana de arranque y terminará por serlo otra vez, como en La vorágine: «Se los tragó la selva»? ¿Qué intermedio terrible es éste de los hombres y mujeres sobre la tierra, en la naturaleza? ¿Cómo adquiere ésta, así sea intermediariamente, una historia y pasa del espacio al tiempo, aunque termine por perder el tiempo?
Tierra mítica. El autor nos habla de «los viejos mitos del mundo renaciendo en América». Tierra utópica, porque es tierra de «promisión». Pero tierra histórica porque la Utopía no se ha cumplido y no se ha cumplido porque ha sido violada por el crimen, por la violencia impune. De allí el carácter inacabado de la historia. De allí este texto: Canaima.
La violencia histórica rebana a la mitad las páginas de la novela y se instala, sangrante, en el centro mismo del texto. El corazón histórico de Canaima es una fecha, una noche en que «los machetes alumbraron el Vichada»: la noche del crimen de Cholo Parima, el asesino del hermano de Marcos Vargas, cuando las aguas se tiñeron de sangre, aumentando con la violencia humana el caudal de la violencia natural de un río que Gallegos nos describe como naciendo del sacrificio: «Una inmensa tierra se exprime para que sea grande el Orinoco».
Gallegos toca en este nivel el problema clásico del origen de la civilización: ¿cómo contestar al desafío de la naturaleza, ser con ella pero distinto a ella?
De la respuesta que demos a esta pregunta dependerá la posición que otorguemos a los seres humanos en la naturaleza misma, sin la cual ningún individuo y ningún grupo humano pueden subsistir. Cuando el hombre, con arrogancia, se llama a sí mismo «el amo de la Creación», está dándole un tinte religioso a un hecho histórico: el hombre, amo de la naturaleza. ¿Dentro de ella? Hölderlin nos advierte que seremos devorados por ella. ¿Afuera de ella? Freud nos advierte que nos sentiremos exiliados, expulsados, huérfanos. ¿Afuera, pero empeñados en reconciliarnos con ella? Adorno considera que tal empresa es imposible. Hemos dañado demasiado a la naturaleza y al hacerlo nos hemos dañado demasiado a nosotros mismos. Pero, acaso, si reconocemos este doble daño, logremos un punto de vista relativo ante la naturaleza. Socialmente, dice Adorno, no podemos dejar de explotar a la naturaleza. Intelectualmente, no le permitimos que hable, le negamos su punto de vista porque tememos que anule el nuestro. La pérdida de la diferencia entre la naturaleza y el hombre sería, como la pérdida de la diferencia entre el objeto y el sujeto, no una liberación, sino una catástrofe. Autorizaría un absolutismo totalitario a fin de imponer la reconciliación como bien supremo. Adorno ve claramente los peligros de un modelo de reconciliación forzada y desconfía de los impulsos románticos que quisieran recuperar la unidad. Tiene razón: la unidad no es el ser. Y ser indiferenciado no es ser uno. No tenemos más camino, quizás, que hacer un valor de la diferencia, lo heterogéneo; lo que Max Weber llama el politeísmo de valores.
La novela iberoamericana de principios del siglo XX, en la que el dato natural es casi constante, confronta primero la naturaleza en el extremo devorador, como exclama Rivera en La vorágine: «Se los tragó la selva». Es decir: ocurrió la catástrofe temida por Hölderlin. En Lezama Lima, encontraremos la creación de la contranaturaleza, cuyo artificio autosuficiente, barroco, es como el de ese jardín metálico inventado por el personaje de un momento teatral de Goethe: nuevamente, se trata de probar que somos los amos de la Creación. Podemos crear una naturaleza artificial. Lezama, claro está, propicia un movimiento barroco que despoja a la fijeza estatuaria de su perfección artificial y la somete al movimiento primero, a la encarnación en seguida, alejándola de la perfección inmóvil. Lezama, que es nuestro gran novelista católico, pero también un poeta pagano, neoplatónico, ubica así el problema de la relación hombre-naturaleza entre dos ideales: la aproximación a Dios, que es la no-naturaleza, y la entrega al hombre, que es la pasión erótica, como parte de la naturaleza, pero distinta de ella, ni devorada, ni exiliada. Julio Cortázar, en fin, dirá mejor que nadie que, entre la naturaleza devoradora y la historia exiliadora, no tenemos otra respuesta que el arte: específicamente el arte de narrar.
Pero Canaima de Gallegos, al responder a esta pregunta, la presenta, simplemente, como la historia de un hombre, Marcos Vargas, y su lucha por ser uno con la naturaleza sin ser devorado por ella.
El tema de la naturaleza en Gallegos se presenta de manera muy directa. Canaima es la historia de un hombre, Marcos Vargas, sorprendido entre la naturaleza y sí mismo, primero; y entre ser uno con la naturaleza sin ser devorado por ella, en seguida. Gallegos encarna vigorosamente el dilema pero lo simplifica a la vez que lo rebasa. Lo simplifica, reduciéndolo a una dicotomía entre barbarie y civilización, maldad o bondad, virtud o pecado, de la naturaleza o del hombre. Lo rebasa, al cabo, creando verbalmente un espacio hermético y autosuficiente, permitiéndonos escuchar el silencio magnífico y aterrador de una naturaleza supremamente indiferente al hombre y dándole a Marcos Vargas, en cambio, un texto solamente, esta novela, encarnación fugitiva y duradera del verbo posible, realidad única en la que Vargas puede ser uno con la naturaleza sin ser devorado por ella: su libro, como El extranjero es el libro de Meursault.
Pero para llegar a esta conclusión, Gallegos debe pasar por el debate de nuestra modernidad y sus avatares progresistas. La historia es el primer camino de la humanización de la naturaleza. Primero la historia fue utopía —espacio— violado por la «violencia impune» que transformó la edad de oro en edad de hierro. Pero si la naturaleza inhumana pudo pasar a la edad de oro, a la utopía del hombre, puede también pasar de la edad de hierro a la edad civilizada, la edad de las leyes y el progreso. La barbarie —violencia impune, edad de hierro— sólo puede superarse a través de la autoridad de la ley.
La historia de Canaima sucede en un mundo bárbaro dominado por tiranuelos: los Ardavines, llamados a la manera seudoépica los Tigres del Guarari, acompañados de su banda de compinches, «guaruras» y parientes: Apolonio, el Sute Cúpira, Cholo Parima: el ejército caciquil y patrimonialista que ha usurpado las funciones de la ley y la política en la América española.
Las fuerzas de la civilización se oponen ineficazmente a ellos. Las encarnan los comerciantes honestos como el padre de Marcos Vargas, los ganaderos decentes como Manuel Ladera, los jóvenes intelectuales como el telegrafista Gabriel Ureña. Y el propio Marcos Vargas cuando llega a trabajar con Ladera. Estamos en presencia de lo que, en México, con grandes esperanzas, Molina Enríquez llamó «las amplias clases medias», protagonistas del extremo positivo de la disyuntiva civilización-barbarie. Son las fuerzas de una nueva edad de oro —la promesa de una ciudad más justa, más civilizada— opuestas a la edad de hierro —la realidad de una ciudad injusta y bárbara, bañada en sangre.
3. La barbarie: estamos en el mundo de los caciques, los jefes políticos rurales que son la versión en miniatura de los tiranos nacionales que gobiernan en nombre de la ley a fin de violar mejor la ley e imponer su capricho personal en una confusión permanente de las funciones públicas y privadas.
No es otra la definición del patrimonialismo que Max Weber estudia en Economía y sociedad bajo el rubro de «Las formas de dominación tradicional» y que constituye, en verdad, la tradición del gobierno y ejercicio del poder más prolongado de la América española, según la interpretación de los historiadores norteamericanos Richard Morse y Bradford Burns. Como esta tradición ha persistido desde los tiempos de los imperios indígenas más organizados, durante los tres siglos de la colonización ibérica y republicana, a través de todas las formas de dominación, la de los déspotas ilustrados como el Doctor Francia y Guzmán Blanco, la de los verdugos como Pinochet y las juntas argentinas, pero también en las formas institucionales y progresistas del autoritarismo modernizante, cuyo ejemplo más acabado y equilibrado hasta hace poco era el régimen del PRI en México, vale la pena tener en cuenta que, literariamente, ésta es la tierra común del Señor Presidente de Asturias y el Tirano Banderas de Valle-Inclán, el Primer Magistrado de Carpentier y el Patriarca de García Márquez, el Pedro Páramo de Rulfo y los Ardavines de Gallegos, el Supremo de Roa Bastos, el minúsculo don Mónico de Mariano Azuela y el Trujillo Benefactor de Vargas Llosa.
El cuadro administrativo del poder patrimonial, explica Weber, no está integrado por funcionarios sino por sirvientes del jefe que no sienten ninguna obligación objetiva hacia el puesto que ocupan, sino fidelidad personal hacia el jefe. No obediencia hacia el estatuto legal, sino hacia la persona del jefe, cuyas órdenes, por más caprichosas y arbitrarias que sean, son legítimas.
A su nivel parroquial, es don Mónico echándole encima la Federación a Demetrio Macías en Los de abajo, porque el campesino no se sometió a la ley patrimonial y le escupió las barbas al cacique.
La burocracia patrimonialista, advierte Weber, está integrada por el linaje del jefe, sus parientes, sus favoritos, sus clientes: los Ardavines, el jefe Apolonio, el Sute Cúpira, en Gallegos; en Rulfo: Fulgor Sedano. Ocupan y desalojan el lugar reservado a la competencia profesional, la jerarquía racional, las normas objetivas del funcionamiento público y los ascensos y nombramientos regulados.
Rodeado por clientes, parientes y favoritos, el jefe patrimonial también requiere un ejército patrimonial, compuesto de mercenarios, «guaruras», guardaespaldas, «halcones», guardias blancas, la «triple A» argentina.
Para el jefe y su grupo, la dominación patrimonial tiene por objeto tratar todos los derechos públicos, económicos y políticos, como derechos privados: es decir, como probabilidades que pueden y deben ser apropiadas para beneficio del jefe y su grupo gobernante.
Las consecuencias económicas, indica Weber, son una desastrosa ausencia de racionalidad. Puesto que no existe un cuadro administrativo formal, la economía no se basa en factores previsibles. El capricho del grupo gobernante crea un margen de discreción demasiado grande, demasiado abierto al soborno, el favoritismo y la compraventa de situaciones.
Esta «forma tradicional de dominación» afecta todos los niveles del ejercicio del poder en la América Latina. Pero la distancia entre cada uno de estos niveles es inmensa y la función que el cacique se reserva es la de ser el «poder moderador» entre los distantes poderes nacionales y los seres demasiado próximos a la interpretación caciquil del poder.
La «monarquía indiana» de España en América se caracterizó por una distancia, no sólo física, sino política, entre la metrópoli y la colonia y, dentro de la colonia, entre sus estamentos. La Nueva Inglaterra se fundó sobre el autogobierno local y jamás dejó de practicarlo; de allí la transición casi natural a la república en el siglo XVIII. La «monarquía indiana», en cambio, se fundó sobre una pugna persistente entre el lejano poder real y el cercano poder señorial. Madrid nunca admitió los privilegios señoriales reclamados por las novedosas «aristocracias» de las nuevas Españas porque iban a contrapelo de la restauración centralista, autoritaria y ecuménica de los Habsburgo en la vieja España. De asambleas, ayuntamientos o cortes americanas dice desde un principio, desdeñosamente, Carlos V: «Su provecho es poco y daña mucho».
Distancia entre el poder real centralista y el poder señorial local; pero enorme distancia, también, entre la república de los criollos y la república de los indios, para no hablar de la república marginada y encarcelada: la de los esclavos indios y negros. Desde la era colonial, la América española vive la contradicción entre una autoridad central de derecho, obstruyendo el desarrollo de las múltiples autoridades locales de hecho. El resultado fue la deformación de ambas, el empequeñecimiento de la autoridad ausente y el engrandecimiento de la autoridad presente modelada sobre aquélla. «El cacique establece el orden allí donde no llega la ley del centro», me dijo imperiosamente un connotado político mexicano la única vez que lo traté.
El orden caciquil reproduce el sistema imperial de delegaciones y ausencias autoritarias a escala regional o aldeana. José Francisco Ardavín comete los crímenes, pero se los ordena su hermano Miguel, quien se reserva el papel del padre protector de sus propias víctimas y así apacigua la cólera. El cacique oculto, asimilado a la naturaleza, al horizonte, al llano venezolano, es un «hombre que se pierde de vista».
Gallegos clama contra la calamidad de los caciques políticos, que son «la plaga de esta tierra» y que quieren para sí todas las empresas productivas. Nicaragua fue la hacienda de Somoza y Santo Domingo la hacienda de Trujillo. La cadena del poder se basa en una cadena de corrupción: Apolonio el caciquillo menor le roba impunemente su yegua al ranchero Manuelote; los Ardavines, caciques mayores, se la roban a Apolonio. Nadie chista. La palabra muere. La injusticia y la barbarie son generales:
Mujerucas de carnes lacias y color amarillento, asomándose a las puertas al paso de los viajeros; chicos desnudos con vientres deformes y canillas esqueléticas cubiertas de pústulas, que se las chupan las moscas; viejos amojamados, apenas vestidos con sucios mandiles de coleta. Seres embrutecidos y enfermos en cuyos rostros parecía haberse momificado una expresión de ansiedad. Guayana, el hambre junto al oro.
La barbarie y la injusticia son generales y se instituyen en sistema:
Se liquidaron las cuentas. Bajaron en silencio la cabeza y se rascaron las greñas piojosas los peones que no traían sino deudas; cobraron sus haberes los que habían sido más laboriosos y prudentes o más afortunados; de allí salieron a gastarlos en horas de parranda y al cabo todos regresaron a sus ranchos encogiendo los hombros y diciéndose que el año siguiente sacarían más goma, ganarían más dinero y no volverían a despilfarrarlo. Pero ya todos, de una manera o de otra, arrastraban la cadena del «avance», al extremo de la cual estaba trincada la garra del empresario.
La injusticia y la barbarie, sin embargo, también son individuales. El patrimonialismo es un nombre sociológicamente elegante para el capricho, y el capricho regala la muerte, una muerte gratuita y absurda como la de don Manuel Ladera a manos de Cholo Parima, que establece una cadena de muertes, ojo por ojo, diente por diente, hasta culminar con el simple manotazo sobre una mesa con el que Marcos Vargas, para vengar todas las muertes, cierra el círculo y destruye, de puro miedo, al cacique José Francisco Ardavín, revelándole su condición: estaba hecho de polvo; sólo que nadie lo había tocado. El cacique muere en la confrontación circular con su propio ser.
Pero Canaima, decálogo de la barbarie, también quisiera ser el texto de la civilización, el repertorio de las respuestas de la historia civilizada, inseparable para Gallegos del proceso de personalización creciente, de pérdida del anonimato del hombre en la naturaleza.
4. Civilización: Nombre y Voz; Memoria y Deseo. Para Gallegos, el primer paso para salir del anonimato es bautizar a la naturaleza misma, nombrarla. El autor está cumpliendo aquí una función primaria que prolonga la de los descubridores y anuncia la de los narradores conscientes del poder creador de los nombres. Con la misma urgencia, con el mismo poder de un Colón, un Vespucio o un Oviedo, he aquí a Gallegos bautizando:
¡Amanadoma, Yavita, Pimichín, el Casiquiare, el Atabapo, el Guainía!… Aquellos hombres no describían el paisaje, no revelaban el total misterio en que habían penetrado; se limitaban a mencionar los lugares donde les hubiesen ocurrido los episodios que referían, pero toda la selva fascinante y tremenda palpitaba ya en el valor sugestivo de aquellas palabras.
La primera cosa que Marcos Vargas averigua de los indios de la selva, en el siguiente capítulo, es que no dicen sus nombres por nada del mundo, porque «creen que entregan algo de su persona cuando dan su nombre verdadero».
En una especie de resonancia simétrica, esto será también lo último que sabremos de Marcos Vargas: ha perdido su nombre al ingresar al mundo de los indios.
La respuesta mínima a la barbarie es la nominación. El protocolo, la cortesía, el respeto a las formas, tiene también el propósito de exorcizar la violencia, como en el encuentro de Manuel Ladera y Marcos Vargas:
—Ya tuve el gusto de conocer a su padre.
—Pues aquí tiene al hijo.
—También he tenido el honor de conocer a misia Herminia, su santa madre de usted.
—Santa es poco, don Manuel. Pero ya usted me amarró con ese adjetivo para mi vieja.
—Un buen hijo es ya para mí la mitad de un amigo.
—No sé si tengo derecho, pues mi vieja hizo sacrificios por mi educación, de los cuales no sacó el fruto que esperaba.
—Permítame ser su amigo.
—Quien a buen árbol se arrima.
Todos estos circunloquios tienen por objeto aplazar el uso de la fuerza, anatematizar el capricho, optar por la civilización y permitir que fructifique su respuesta máxima: la salvación ideológica a través de la fidelidad a las ideas de la Ilustración, es decir, a la filosofía del progreso. Ésta es la parte más débil de Rómulo Gallegos, en la que juega el papel de D’Alembert del llano y distribuye buenos consejos para alcanzar la felicidad a través del progreso, como en estas palabras de Ureña a Marcos Vargas:
«Lee un poco, cultívate, civiliza esa fuerza bárbara que hay en ti, estudia los problemas de esta tierra y asume la actitud a la que estás obligado. Cuando la vida da facultades —y tú las posees, repito— da junto con ellas responsabilidades.»
Hasta aquí, Gallegos se hace eco del ideal ilustrado del siglo XVIII; pero en seguida, en el mismo parlamento del mismo personaje, el discurso da un giro iberoamericano sorprendente:
«Este pueblo todo lo espera de un hombre —del Hombre Macho se dice ahora— y tú —¿por qué no?— puedes ser ese Mesías.»
Esta singular mezcla de la filosofía capitalista del self-made man y la filosofía autoritaria del hombre providencial revela un conocimiento de la psique de Marcos Vargas que se le escapa al progresista puro, don Manuel Ladera, quien hace el elogio del capital y el trabajo y condena la ilusión del oro y el caucho y el sistema esclavista del cual la ilusión se sirve:
«Lo que el peón encuentra en la montaña es la esclavitud, casi, por la deuda del avance, sin modo de zafarse ya del empresario, ni autoridad que contra él lo ampare… La esclavitud, que a veces le heredan los hijos con la deuda.»
Marcos Vargas no está de acuerdo con todo esto. Su respuesta es la del hidalgo español, la del hijo del conquistador Pizarro y no la del hijo del filósofo Rousseau:
«Era posible que desde un punto de vista práctico Ladera tuviese razón; pero la aventura del caucho y del oro tenía otro aspecto: el de la aventura misma, que era algo apasionante: el riesgo corrido, el temor superado. ¡Una fiera medida de hombría!»
Gallegos asume las consecuencias de su contradicción, que son las de nuestra tradición, y, quizás a pesar suyo, nos cuenta la historia de un hombre dotado de todas las posibilidades pero carente de fe en el progreso, que podría ser el Jefe, el Hombre Macho de un patrimonialismo ilustrado, el individuo más singularizado del grupo, y que sin embargo terminará perdido en la selva, aculturado con los indios, anónimo con la naturaleza. Singular destino el de Marcos Vargas, que en realidad no lo es porque el otro destino, individual, machista, que Ureña le diseña es un mito erzsatz, en contradicción con la naturaleza colectiva del mito auténtico. Marcos Vargas pregunta a cada instante —y uno recuerda a Jorge Negrete interpretando este papel en una película mexicana de los años cuarenta—: «¿Se es o no se es?». Lo asombroso de Canaima es que la pregunta bravucona del macho escondía la afirmación secreta del verdadero mito. Marcos Vargas ingresa al mundo mitológico de los indios y allí deja de ser el macho, el barrunto de jefe, el cacique ilustrado que Ureña soñó para él. Marcos Vargas es porque ya no es.
Es un personaje excéntrico, el conde Giaffano, quien expresa mejor en Canaima la respuesta individualizada a la barbarie. Giaffano es un expatriado italiano que ha ido a la selva venezolana a fin de «desintoxicarse de la inmundicia humana» y que, solo en la selva, cultiva la amistad, el amor y el misterio de sí: las cualidades estoicas, la «intimidad hermética» que para él es la única respuesta a la selva, la única «válvula de escape» de la naturaleza. Confesar esta intimidad, dice Giaffano, es perderla, y perderla es perder «la sensación integral de sí». Giaffano el europeo es lo que Ureña y Vargas nunca pueden ser: un individualista sin tentación de poder o exhibicionismo, un ser privado. Ureña y Vargas en sociedad son, para recordar al dramaturgo mexicano Rodolfo Usigli, gesticuladores.
Entre la crítica, la contradicción y la mera insuficiencia, ¿qué le queda a Rómulo Gallegos en su extraño y fascinante palimpsesto del ser y el estar iberoamericanos? Una paradoja suprema para quien tan agudamente ha precisado el papel enmascarado de la legalidad escrita. Esto es lo que queda. Otra vez la palabra escrita, detrás de las máscaras de la apariencia y el poder. El primer nivel de esta respuesta final de la civilización a la barbarie es la nominación de lugares, espacios y gentes que se les asimilan: ríos nombrados como suenan sus aguas, hombres nombrados como suenan sus actos: los Tigres del Guarari, el Cholo Parima, el Sute Cúpira, Juan Solito, Aymará, la india Arecuna.
Pero el segundo nivel es éste, inseparable del tercero: la dramatización de la fuerza de la palabra escrita. El cacique muerto, José Gregorio Ardavín, es casado en pleno rigor mortis por el jefe Apolonio con la india Rosa Arecuna. Consumado por escrito el matrimonio, Apolonio exclama: «¡Lo que pueden los papeles, Marcos Vargas!». ¿Dirían otra cosa los Zapata, los Jaramillo, todos nuestros rebeldes campesinos armados, más que con fusiles, con papeles, con títulos de propiedad?
¿Pero dirían otra cosa, también, los poderosos armados de leyes coloniales, constituciones republicanas y contratos transnacionales? El derecho escrito es un arma de dos filos y será Gabriel García Márquez, en El otoño del patriarca, quien con mayor lucidez pero con medios más implícitos, explore la doble vertiente de la letra: literatura y ley, palabra y poder. Pero en esta escena de Canaima, Gallegos plantea por primera vez el tema en nuestra novela y ello le sirve para llegar, velozmente, al meollo mismo de su trabajo literario, a la única solución posible, a este nivel del conflicto que él, y Sarmiento antes que él, quisieron resolver también en la acción política, pues ambos fueron presidentes de sus países, aunque más afortunado Sarmiento en Argentina que Gallegos en Venezuela.
El tercer nivel, en fin, de la respuesta de la civilización a la barbarie es nada menos que éste, el de Rómulo Gallegos escribiendo esta novela sobre la lucha entre Civilización y Barbarie y demostrando, al hacerlo, que no posee otra manera de trascender dramáticamente el conflicto. ¿Cómo lo resuelve, en efecto, al nivel de la escritura, más allá del didactismo y los sermones?
El derecho más elemental de la literatura es el de nombrar. Imaginar también significa nombrar. Y si la literatura crea al autor tanto como crea a los lectores, también nombra a los tres: es decir, también se nombra a sí misma. En el acto de nombrar se encuentra el corazón de esa ambigüedad que hace de la novela, en las palabras de Milan Kundera, «una de las grandes conquistas de la humanidad». Puede pensarse que este juego de nombrar personajes es anticuado, añade Kundera, pero quizás es el mejor juego que jamás fue inventado, una invitación permanente a salir de uno mismo (de nuestra propia verdad, de nuestra propia certidumbre) y entender al otro.
Cuando el dios de Pascal salió lentamente del lugar desde donde había dirigido el universo y su orden de valores —dice Kundera—, Don Quijote también salió de su casa y ya no fue capaz de comprender al mundo. Hasta entonces transparente, el mundo se convirtió en problema, y el hombre, con él, en problema también. A partir de ese momento, la novela acompaña al hombre en su aventura dentro de un mundo repentinamente relativizado.
La novela es un cruce de caminos del destino individual y el destino colectivo expresado en el lenguaje. La novela es una reintroducción del hombre en la historia y del sujeto en su destino; así, es un instrumento para la libertad. No hay novela sin historia; pero la novela, si nos introduce en la historia, también nos permite buscar una salida de la historia a fin de ver la cara de la historia y ser, así, verdaderamente históricos. Estar inmersos en la historia, perdidos en la historia sin posibilidad de una salida para entender la historia y hacerla mejor o simplemente distinta, es ser, simplemente, también, víctimas de la historia.
En su momento, Gallegos fue fiel a todas estas exigencias del arte narrativo. Sin él no se habrían escrito Cien años de soledad, La casa verde o Los pasos perdidos. Pero su valor no es sólo el de un precursor, un padre venerado primero, detestado después y finalmente comprendido. Digo que Gallegos fue siempre fiel al arte de la novela porque, como Don Quijote, como Mr. Pip, como Mitya Karamazov, como Anna Karenina, sus personajes salieron al mundo y no lo comprendieron, sufrieron la derrota de sus ilusiones pero ganaron la experiencia de una gran aventura: la de la verdad relativa.
El conflicto entre civilización y barbarie es resuelto literariamente por Gallegos mediante una asimilación de su personaje, Marcos Vargas, criatura de la palabra escrita, a una dialéctica, es decir, a un movimiento de germinación y contradicción relativas, que primero nos ofrece una visión de la Naturaleza, en seguida una visión de la Historia como su doble cara —Jano de la Utopía y del Poder— y entre ambas, partiendo su cráneo bifronte, coloca la corona de la verdadera visión humana, ni totalmente natural ni totalmente histórica, simplemente verbal e imaginativa. Entre la naturaleza devoradora y el exilio histórico, el arte de la novela crea un tiempo y un espacio humanos, relativos, vivibles y convivibles.
Rómulo Gallegos es un verdadero escritor: se derrota a sí mismo. Derrota su tesis creando los conflictos de Marcos Vargas entre las exigencias de la naturaleza y de la historia; y esos conflictos, inesperadamente, le otorgan otro perfil al personaje.
Marcos Vargas, el conquistador, el hidalgo, el macho, el mesías frustrado, adquiere primero una conciencia de la injusticia y éste es su factor racional: «Desde el Guarampín hasta el Río Negro todos estaban haciendo lo mismo, él entre los opresores contra los oprimidos, y ésta era la vida de la selva fascinante, tan hermosamente soñada».
En el curso de esta reflexión, Marcos Vargas se da cuenta de que conquistar una personalidad es disputársela a la naturaleza, a sabiendas de que se es parte de esa naturaleza. Como en el encuentro de Meursault con el sol árabe en El extranjero, como en el encuentro de Ismael con el mar colérico y bienhechor en Moby Dick, esta tensión es resuelta en Canaima mediante una extraordinaria epifanía.
Marcos Vargas está solo en la selva, en medio de una tormenta tropical, y es allí donde se descubre en la naturaleza, parte de ella, pero diferente a ella, amenazado mortalmente por ella, y sufriendo parejamente en ambas situaciones.
Su grito machista, ¿se es o no se es?, es devorado por la tormenta, que no lo oye pero que le arrebata sus palabras; se las lleva el viento, son el viento y lo nutren. De ese vendaval estremecedor (el momento descriptivo más alto de la obra de Gallegos) Marcos Vargas saldrá —o más bien, será descubierto— desnudo, empapado, tembloroso y abrazado a un mono araguato que se esconde, temblando y llorando también, entre sus brazos.
Marcos Vargas se va a vivir con los indios. Se casa con una mujer india, Aymará; tiene con ella un hijo mestizo, el nuevo Marcos Vargas, que a los diez años regresa a la «civilización».
La novia de Marcos, la bordona Aracelis Vellorini, se ha casado con un ingeniero inglés.
Ureña está casado con la hermosa Maigualida, la hija de Manuel Ladera, y es un comerciante respetado.
Él recibe en su casa al hijo de Marcos Vargas.
El ciclo se reinicia. La segunda oportunidad levanta cabeza. Pero las tensiones persisten, no se resuelven, no deben resolverse:
Las tensiones entre el Mito y la Ley, entre la Naturaleza y la Personalidad, entre Permanecer y Regresar, entre Civilización y Barbarie.
En medio de estos binomios, el hecho más llamativo de Canaima es el destino de los destinos. Ésta es una novela de destinos precipitados, cumplidos inmediatamente en los extremos de Ladera el probo y Parima el criminal —o de destinos, en contraste, eternamente postergados, estáticamente ubicados en contrapunto a la norma de la novela, que es la del destino veloz.
De tal suerte que la fortuna de Marcos Vargas se convierte en un símbolo así de la velocidad del destino al asumir los rostros de la muerte, la desaparición o el olvido, como de su postergación al asumir, contrariamente, la salvaje persistencia de la naturaleza y el poder. En ambos casos, el destino se asemeja a la historia en tanto fuerza inescapable y ciega, pero se asemeja a la naturaleza en tanto ausencia virginal, intocada.
Marcos Vargas alarga la mano para tocar un destino que no sea ni aplastantemente abrupto ni aplastantemente ausente: ingresa al mundo aborigen del mito, cuya postulación es la simultaneidad, el eterno presente.
Gracias a su corona mítica, Canaima logra, simultáneamente, reunir y disolver los mundos contradictorios de la naturaleza y el poder hispanoamericanos. Dentro y fuera de la historia, podemos ver el mundo terrible de los Ardavines y el Cholo Parima como nuestro mundo y saber, al mismo tiempo, que su violencia no es privativa de la América española, ya no, después de lo que hemos vivido en nuestro tiempo, ya no sólo nuestra.
Rómulo Gallegos, el escritor regionalista, entra a la historia de la violencia del siglo XX. Y esa violencia, lo diré a guisa de conclusión anticipada, es quizás el único pasaporte a la universalidad en las postrimerías de nuestro tiempo.
Rómulo Gallegos, novelista primario y novelista primordial de la América española, india y africana, nos ofrece una salida de la naturaleza, sin sacrificarla. Y un ingreso a la historia, sin convertirnos en sus víctimas.
Faulkner, por el camino de la excepción radical a la filosofía del progreso y del pragmatismo más exitosa del mundo moderno —la de Estados Unidos de América—, llegó al umbral de la tragedia: el reconocimiento del valor de la derrota y la hermandad con el fracaso, que es regla, y no excepción, de lo humano. Su experiencia literaria, siendo ejemplar, no suple, en cambio, nuestra experiencia iberoamericana y nuestro camino de hachazos ciegos para salir de la naturaleza primaria, impersonal, descrita por Gallegos.
Por esto es importante Gallegos. Sabemos que hay algo mejor y más importante, quizás, que su obra, que resulta raquítica, simplista y sentimental frente a la de un Faulkner. Pero esa misma obra es insustituible, tan insustituible como nuestro propio padre. Si hemos de llegar a la conciencia trágica que es la libertad más cierta que los seres humanos son capaces de encontrar y mantener, deberemos hacerlo a través de nuestro padre Gallegos y las miserias que con tanta verecundia latina —con tanta reverencia paternal— el novelista venezolano nos comunica. Padre nuestro que eres Gallegos. Por tu camino se llega al Paradiso, contradictorio, erótico y místico, pagano y cristiano, de Lezama Lima: nuestro propio umbral trágico tan lejos de la naturaleza impersonal de Gallegos, las «inmensas regiones misteriosas donde aún no ha penetrado el hombre».
 Fuente: Alfaguara. Año 2011.

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