jueves, 14 de enero de 2016

Coral Bracho. Poema: En esta oscura mezquita tibia.


EN ESTA OSCURA MEZQUITA TIBIA.

Sé de tu cuerpo: los arrecifes,
las desbandadas,
la luz inquieta y deseable (en tus muslos candentes la lluvia incita),
de su oleaje:
Sé tus umbrales como dejarme al borde de esta holgada, murmurante
mezquita tibia; como urdirme (tu olor suavísimo, oscuro) al calor de sus naves.
(tus huertos agrios, impenetrables). Sé de tus fuentes,
de sus ecos maduros y turbios la amplitud luminosa, fecunda;
de tu sueño espejeante, de sus patios:

Basta dejar a su fuego nocturno, a sus hiedras lascivas, a su jaspe inicial:
las columnas, los arcos;
a sus frondas (con un gesto leve, incisivo).
Basta desligarse en la sombra – olorosa y profunda – de sus talles despiertos,
de sus basas vidriadas y suaves:

Distendida, la luz se adentra, se impregna (como un perfume se adhiere
a los limos del mármol) a este hervor habitable; en tus muslos su avidez se derrama:
Basta sostener esta sed. En sus nichos, en sus salas humeantes y resinosas;
deslizar. Vino, cardumen, manto, semillero: este olor, (en tu vientre la luz cava un follaje espeso
que difiere las costas, que revierte en sus aguas). Recorrer
(con las plantas ungidas: pasos tibios, untuosos: las faldas rozan en la bruma
los pasajes colmados y palpitantes; los recintos:
Basta retornar, imprimir:
De tu huella: los relentes umbrosos, el zumo denso, visceral;  de tus ingles. Basta concentrar.

(En tus ojos el mar es un destello abrupto que retiene su cauce
- su lengua induce entre estos muros, entre estas puertas) en los pliegues, en los brotes abordables;

Entregada al aroma,
a los vapores azulados, cobrizos; el roce opaco de la piedra en su piel.

Agua que se adhiere, circunda, que transpira – sus bordes mojan irisados – que anuda
su olisqueante y espesa limpidez animal. Médanos, selva, luces; el mar acendra.
Incisión de arabescos bajo las palmas. Vidrios. Basta deslindarse. La red
de los altos vitrales crípticos. Lampadarios espumosos. Toca con el índice
el canto, los relieves, el barro ( en la madera los licores se enroscan, se densifican,
reptan por los racimos alveolados, exhudan);
el metal succionante de los vasos, el yeso, en el granito;
con los labios (lapsos frescos, esmaltados, entre la tibia, voluptuosa ebriedad):
los mosaicos, la hiel
de las incrustaciones.

La mezquita se extiende entre el desierto y el mar.

En los patios:
El fulgor cadencioso (rumores agrios) de los naranjos;
el sopor de los musgos, los arrayanes.

Desde el crepúsculo el viento crece, tiñe, se revuelve, se expande en la arena ardiente, cierne
entre las ebrias galerías, su humedad. Aceites hierven y modulan las sombras
en los espejos imantados. Brillo metálico en las paredes, bajo los ígneos dovelajes.

(Agua: hiedra que se extiende y refleja desde su lenta contención; ansia tersa, diluyente).

- Entornada a las voces.
a los soplos que cohabitan inciertos por los quicios - . Hunde en esta calma mullida,
en esta blanda emulsión de esencias, de tierra lúbrica; enreda, pierde entre estas algas;
secreta, hasta la extema, minuciosa concavidad , hasta las hégiras entramadas,
bajo este tinte, la noción litoral de tu piel. Celdas,
ramajes blancos. Bajo la cúpula acerada. Quemar (cepas, helechos, cardos
en los tapices; toda la noche inserta bajo este nítido crepitar) los perfumes. Agua
que trasuda en los cortes de las extensas celosías. (Pasos breves, voluptuosos). Peldaños;
azul cobáltico; respirar entre la hierba delicuescente, bajo esta losa; rastros secos, engastados. Estaño.
en las comisuras; sobre tus flancos: liquen y salitre en las yemas.
De entre tus dedos resinosos.

***
Esbozo biográfico
Coral Bracho, MÉXICO (1951). Escritora mexicana. Nació en la ciudad de México. Profesora de Lengua y Literatura en la Universidad Nacional Autónoma de México, ha trabajado en la elaboración de un diccionario del español hablado en su país y ha formado parte del consejo de redacción de la revista La Mesa Llena. Su poesía vincula el plano de la metáfora con la transfiguración erótica y para ello se sirve del tránsito y la mezcla de los reinos mineral, vegetal, animal y humano. El poeta Néstor Perlongher, en su antología Caribe transplatino, cita a Coral Bracho como uno de los ejemplos de poesía neobarroca latinoamericana. La escritora obtuvo en 1981 el premio de poesía de la Casa de la Cultura de Aguascalientes con el libro El ser que va a morir. Ha publicado también Peces de piel fugaz (1977), Tierra de entraña ardiente (1992, en colaboración con la pintora Irma Palacios) y Jardín del mar. Han sido editadas dos recopilaciones de sus poemas: Bajo el destello líquido y Huellas de luz. Ha traducido, entre otras obras, Rizoma, de Gilles Deleuze y Félix Guattari, y Apuntes angloafricanos, de Doris Lessing. En el año 2000 fue becaria de la Fundación John Simon Guggenheim; por Ese espacio, ese jardín obtuvo en 2003 el Premio Xavier Villaurrutia. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte. (Fuente: Fundación Metáfora).

miércoles, 13 de enero de 2016

E.T.A. HOFFMANN. Novela. Los elixires del Diablo.


E.T.A. HOFFMANN
Los elixires
del Diablo
Título original: Die Elixiere des Teufels (1815)
Traducción: José Rafael Hernández Arias


 PRÓLOGO
Ernst Theodor Wilhelm Hoffmann (1776-1822), más conocido en el mundo literario como Ernst Theodor Amadeus (E.T.A), declinó el tan prusiano «Wilhelm» y lo sustituyó por el nombre de su idolatrado Mozart, como si quisiera conjurar con ese hocuspocus nominal a las escurridizas musas. Pero en vez de entrar en las páginas de oro de la música, como en un principio pretendía y toda la vida deseó con fervor, lo hizo en las de las letras, y como un extraño meteoro, pues su nombre se convirtió en sinónimo de fantasía, alucinación, pesadilla, en definitiva en el paradigma de lo siniestro y de lo numinoso. Sus obras analizan la cara oculta del ser humano, los aspectos más inquietantes de la existencia, y lo hacen con tal sutileza psicológica que desbordan cualquier explicación racional, aunque ésta exista, sea experimentable y apodíctica. La novela que aquí presentamos, Los elixires del diablo, constituye un ejemplo evidente de lo expuesto; al final siempre queda un desasosiego, una incertidumbre que pertenece necesariamente a la naturaleza humana, que, en cierto modo, la define. No en vano pertenece Hoffmann a una generación de escritores englobada en el término «romanticismo alemán», que supuso una reacción a las «luces» —que no sólo tienen la virtud de iluminar, sino también el defecto de deslumbrar—, una resistencia a la entronización de la Razón y al intento de aniquilar la excepción.
Pero antes de que presentemos la obra que nos ocupa sería conveniente que intentásemos brevemente dar respuesta a la pregunta de quién era Hoffmann, de quién era, como lo describe Rüdiger Safranski, aquel gnomo hipernervioso, hipersensible, hiperactivo y versátil hasta el asombro. Su nacimiento en Prusia oriental, en concreto en la ciudad comercial y portuaria de Königsberg, aporta poco para la configuración de un retrato psicológico, a no ser que profundicemos en el espíritu de aquella urbe burguesa, culta y de gran importancia histórica. Sólo mencionaremos a este respecto que otras dos figuras contemporáneas de Hoffmann nacieron y vivieron en Königsberg, una de ellas fue Immanuel Kant, cuya obra Hoffmann apreció y, en algunos aspectos, combatió, y la otra es la de Johann Georg Hamann, el Mago del Norte, el testigo del Cuerpo Místico, crítico de la Ilustración, escritor genial y críptico, desafío, como Kant, para todo traductor. El suelo, como vemos, era fértil, pero también la época. A la generación de Hoffmann pertenecen escritores como Schlegel, Novalis, Brentano o Tieck. En Alemania existía un sustrato, más espiritual que material, proclive a la vida literaria, probablemente como consecuencia del culto al genio, a la excepcionalidad. Hoffmann participaba de este espíritu, que le impulsaba a la obtención de fama y reconocimiento. Su sueño dorado fue dedicarse exclusivamente al arte, vivir del arte y para el arte, pero las circunstancias pesaron drásticamente e imposibilitaron su realización. No podemos olvidar, por consiguiente, que Hoffmann fue casi toda su vida un ser profundamente frustrado. A ello se añade una infancia problemática, con la ausencia del padre y el exceso de celo de una madre histérica. Perteneciente a una familia de juristas, logró concluir con escasa convicción, pero con aprovechamiento, la carrera de Derecho, y pudo ocupar puestos de jurista en varios tribunales de la Polonia prusiana, en concreto en Varsovia y Posen. Un golpe del destino, encarnado en las guerras napoleónicas, le privó de su plaza, e hizo que buscara fortuna en el mundo de la música, cubriendo una vacante de director musical en el teatro de la ciudad de Bamberg. Su vida, sin embargo, no lograba estabilizarse. El puesto que ocupaba le proporcionaba escasos ingresos, que tenía que complementar con clases particulares de piano. Además, no tardaron mucho tiempo en surgir dificultades, unas veces debido a las circunstancias, otras debido a su carácter y actitud, que terminaron por privarle del poco lucrativo salario. Hoffmann conoció la miseria, el hambre y la desesperación. Se movía en las fronteras de la demencia, plagado de pesadillas, visiones, fobias y extraños síntomas, quizá preludio de la cruel enfermedad que le llevó a la muerte. Su diario está lleno de referencias a sus apuros económicos, que le obligaron incluso, en alguna ocasión, a vender la ropa de abrigo. Las cartas en que pedía dinero a los amigos son legión. Tras ocupar un puesto como director musical de una compañía de teatro sita en Dresde y Leipzig, va a comenzar, sin embargo, una nueva etapa que le va a proporcionar la tan ansiada seguridad económica. Derrotado Napoleón, al que Hoffmann había negado el juramento de fidelidad, el Estado prusiano se recupera y admite de nuevo a Hoffmann en sus filas. El 1 de octubre de 1814 ingresa en el Tribunal de Berlín y el 1 de noviembre del mismo año forma parte de la Sala de lo criminal. Su carrera como juez fue extraordinaria. Hoffmann era un jurista excelente, y sus informes y dictámenes constituyen un modelo de argumentación jurídica. Su competencia profesional iba pareja, además, con la integridad de su conciencia, que se mostró diáfana en la decisión, inaudita en aquella época, de abrir un procedimiento judicial contra uno de los jefes de la policía real prusiana. Esta actitud fue admirada por Beethoven, que, haciendo un juego de palabras, irreproducible en español, con el apellido del juez poeta, exclamó: «Hoffmann — du bist kein Hof-mann», es decir, cambiando la entonación, «Hoffmann, no eres un cortesano». Junto a su actividad profesional, que le ocupaba las mañanas y llevaba a cabo con constancia y exactitud ejemplares, desplegaba una intensa actividad literaria. Podemos decir con Eugen Walter, autor de una tesis doctoral sobre el aspecto jurídico en la vida y en la obra de Hoffmann, que fue probablemente su retomada carrera de jurista la que le proporcionó una compensación correctora en su complicada y, en cierta manera, psicopática vida anímica. Pero Hoffmann necesitaba de otros elementos compensatorios que equilibrasen su compleja y alterada personalidad. Uno de ellos era el humor, que se manifestaba primordialmente en sus caricaturas, algunas realizadas incluso en el Tribunal, durante las vistas, pues Hoffmann era, por añadidura, un excelente dibujante. Esta faceta le creó serios problemas, sobre todo dentro de su gremio, pues a veces se dedicaba a poner en circulación dibujos y panfletos satíricos. El otro elemento compensatorio lo constituía, sin duda, el alcohol. Hoffmann era un bebedor empedernido, capaz de ingerir cantidades ingentes de vino sin que ello, para asombro de sus amigos, incidiera ni en su capacidad de trabajo ni en el ritmo vital de un burgués con responsabilidades profesionales de importancia. Lamentablemente, el final le alcanzó en un momento en el que empezaba a saborear el tan anhelado éxito literario. Hoffmann murió con tan sólo cuarenta y seis años de edad, víctima de una enfermedad cruel, que le dejó completamente paralizado. Su pasión por la literatura queda reflejada por los testigos que le visitaron en aquella época. A pesar del dolor, seguía escribiendo, y cuando no pudo escribir más, dictó hasta el último momento de su corta vida.
Ahora que poseemos una sucinta imagen de la personalidad de Hoffmann, nos será más fácil presentar su novela Los elixires del diablo y desentrañar los motivos que le indujeron a escribirla. Una anotación en su diario con fecha 4 de marzo de 1814, cuando Hoffmann contaba 38 años de edad, nos da la clave del origen. En ella podemos leer que la idea fundamental de la novela ya ha madurado en la mente de Hoffmann. En otras anotaciones de aquel periodo constatamos que, precisamente en aquellas fechas, Hoffmann pasaba por un mal momento: su miedo a un declive anímico y a volverse loco alcanza uno de los puntos más críticos. El 5 de marzo comienza a escribir la novela de un modo compulsivo y absorbente, finalizando el 23 de abril la primera parte, que aparecerá el 19 de septiembre de 1815 en Berlín. La segunda parte, que empezó a escribir en 1815, cuando ya estaba al servicio del Estado prusiano, se publicará con posterioridad, el 14 de mayo de 1816. Hoffmann encontró dificultades para escribir esta segunda parte, pues, según sus manifestaciones, había perdido la inspiración que facilitó el breve tiempo de gestación de la primera. ¿Por qué escribió Hoffmann esta novela? ¿Qué esperaba conseguir con ella? La razón que aduce es que Los elixires serían su «elixir vital», es decir, que le proporcionarían una remuneración que le sacaría de la miseria económica y cimentarían un prestigio literario que facilitaría la publicación de obras posteriores. La segunda razón hay que deducirla, y se puede resumir en que la novela, sobre todo la primera parte, sirvió a Hoffmann como terapia psicológica para salir de una crisis que amenazaba con hacerle sucumbir.
Los elixires del diablo pertenece al género folletinesco. La elección del género por Hoffmann no fue fruto de la improvisación, ya que su idea era escribir una novela que se vendiera, es decir, «popular». El folletín gozaba de espléndida salud, así que Hoffmann se esforzó por adaptar su narración al género. De este aspecto de su novela proviene una larga discusión en la que se enfrentan estudiosos que hacen valer sus prejuicios contra lo que se considera un «género inferior», negándole a la novela un lugar decente en la historia de la literatura, y aquellos especialistas que han elaborado complejas justificaciones para salvar la obra de Hoffmann de semejantes reproches. Si bien es cierto que la estructura, los motivos y el estilo pertenecen al folletín, no es menos cierto que la novela aglutina otros elementos, otros rasgos genéricos, que la dotan de una identidad propia, que hacen de ella una auténtica «rara avis» en el mundo de la literatura.
Los modelos literarios que influyeron en la novela han sido rastreados sin dificultad, algunos fueron mencionados por el propio Hoffmann. Entre ellos se encuentra la novela gótica, sobre todo la obra de M.G. Lewis El monje (1795), de gran éxito en Inglaterra; también las novelas cuyo tema principal es la conspiración y las sociedades secretas, que en aquel tiempo constituían un auténtico subgénero, y que Hoffmann había leído con pasión desde su niñez. Autores que representaban el espíritu romántico, como Schiller, en concreto su obra El visionario, Jean Paul Tieck, y representantes del género trágico como Adolf Müllner, Zacharias Werner o Franz Grillparzer, constituyen asimismo puntos de referencia de la novela. Pero, como hemos comentado, una de las virtudes y peculiaridades de la obra de Hoffmann es la diversidad de motivos y cómo éstos se van entrelazando hasta formar un todo complejo. Cada analista de Los Elixires ha creído descubrir su originalidad en un aspecto distinto, ya fuese en la vertiente psicológica y psiquiátrica, en el realismo de determinados pasajes, en la figura literaria del doble, en la teoría criminológica, en el papel del mal o en la importancia de la sexualidad. Sería, por consiguiente, conveniente que abordásemos brevemente los motivos principales que trenzan la novela.
LA TEORÍA CRIMINAL
Los elixires del diablo contiene muchos elementos del «Kriminalroman», de lo que hoy conocemos como novela policíaca. Su trama comprende, lógicamente, el crimen y la actividad necesaria para su esclarecimiento. Pero la obra de Hoffmann se basa en una teoría criminológica que actúa como telón de fondo y condiciona la acción de los personajes. Se trata de la estirpe criminal, de la transmisión hereditaria de la culpabilidad. Esta teoría, defendida todavía en el siglo XIX por penalistas, adaptaba el principio teológico del pecado hereditario al ámbito jurídico, como consecuencia de la identificación entre pecado y delito. El Derecho penal se subordinaba a la ley moral, y todo delito equivalía a una culpa en un sentido religioso y ético. Al adoptar esta teoría, Hoffmann inserta a su protagonista, el monje Medardo, en una existencia culpable simplemente por el hecho de haber nacido. Su destino queda determinado de antemano, aunque no sellado, ya que siempre queda un residuo de libertad que, con ayuda de la gracia divina, le permite luchar y alcanzar la salvación. Como Lombroso, que haciendo gala de un determinismo biológico radical creía poder prever la criminalidad interpretando determinados rasgos y peculiaridades físicas del ser humano, Hoffmann introduce en la trama un determinismo, pero esta vez metafísico, que obliga a Medardo a pecar y a delinquir. Pero al coincidir la culpa subjetiva y la culpa moral, el castigo no se puede reducir a cumplir una pena externa, por grave que ésta sea, sino que tiene que haber un componente personal de autocastigo que logre el restablecimiento del orden moral perturbado.
La novela nos muestra también los vastos conocimientos criminológicos de Hoffmann, adquiridos en el ejercicio de su profesión, y la sabia combinación con elementos psicológicos, que permite un amplio espectro de observaciones y deducciones sorprendentes, enriqueciendo, sin duda, el asunto de la obra. Un ejemplo de este hermanamiento entre literatura y criminología sería la relación entre la escisión de la conciencia y la problemática en torno a la existencia de la libertad volitiva, o la ardua cuestión de la culpabilidad y de la irresponsabilidad penal por «amentia». Esto nos permite hacer referencia a uno de los rasgos más alabados de la novela de Hoffmann, que ha sido los distintos niveles de lectura que admite, lo que también ha ayudado a mantenerla durante tantos años en el punto de mira de los especialistas.
LA PSICOPATÍA
Mucho se ha escrito acerca del interés romántico por la enfermedad, sobre todo por los desórdenes mentales. Novalis hablaba de la importancia de la enfermedad para el proceso de individualización. Hoffmann llevó su interés en este terreno hasta la obsesión. No sólo devoraba manuales psiquiátricos, sino que visitaba manicomios, como el célebre de Bamberg, para comprobar por sí mismo síntomas y terapias. Estaba al tanto de cualquier innovación científica, conocía perfectamente los trabajos y experimentos del médico Friedrich Albert Magnus, estudioso del magnetismo, así como las terapias mesmeristas e hipnóticas. De toda esta literatura utilizó para su novela el desdoblamiento de la personalidad, la experiencia de la pérdida del «yo», el sometimiento mental a una personalidad más fuerte, los fundamentos para una voluntad perturbada que coloca al poder como fin y no como medio. Uno de sus personajes, Eufemia, presa de esta demencia, emite juicios en los que se ha creído reconocer un cierto parentesco con el concepto posterior nietzscheano de la «voluntad de poder».
Los conocimientos psiquiátricos de Hoffmann se reflejan en su lenguaje, en el realismo con que describe las crisis psicopáticas. Hay que tener presente que el mismo Hoffmann padecía de ataques de angustia, de fobias diversas y de la idea obsesiva de que iba a perder la razón. Su interés por este tipo de conocimientos médicos brota, pues, esencialmente, de un desequilibrio anímico que queda conjurado a través de la escritura. Quizá su fobia con más trascendencia literaria fuese la del doble, a la que nos referiremos a continuación.
EL DOBLE
Hoffmann era asaltado frecuentemente por la obsesión de que un doble le perseguía. Esta experiencia fue convertida con éxito en un motivo literario que disfrutó de una amplia difusión. Dostoyevski fue uno de los clásicos que, inspirado por Hoffmann y consciente de la gran capacidad del motivo para desencadenar situaciones angustiosas y problemas existenciales, cultivarían con posterioridad el mismo tema. O. Rank explicaba esta neurosis como una defensa ante la dispersión del «yo», que, a través del doble, intenta desmentir radicalmente su declive. Constituiría, en cierta manera, un intento desesperado de autoafirmación de la personalidad. Freud, que dedicó un opúsculo a la obra de Hoffmann en el que lo calificaba de maestro sin parangón de lo inquietante, explicaba el fenómeno del doble como un regreso a fases anteriores en el desarrollo de la percepción del «yo», una regresión a épocas de la existencia en las que el «yo» todavía no había delimitado por completo su esfera particular respecto al mundo exterior y a los demás. Sea cual sea la explicación psicológica, el tema del doble es uno de los hilos que tejen el argumento de la novela, y la dotan de esa atmósfera tan especial que despierta indefectiblemente la conciencia de la fragilidad de la propia identidad.
Aunque el motivo del doble alcanzó su cénit en el siglo XIX, no podemos hablar, como ha destacado Aglaja Hildenbrock, de una invención contemporánea. La figura del doble aparece ya en las sagas germánicas. También encontramos versiones de la misma en la mitología griega, como el «agathos daimon», o en la romana, como el «genius». Incluso el concepto egipcio «Ka» engloba en cierta manera el motivo del doble. Pero en todos estos casos asistimos a una interpretación positiva de la idea, ya que la función del sosia era antiguamente protectora y no amenazante. Un extraño proceso tuvo que desarrollarse para que el doble se convirtiera a través de los siglos en una imagen espectral y dañina. Heinrich Heine explicaba este proceso con la teoría de que los dioses, después de la caída de la religión que los sustentaba y daba sentido, sólo podían sobrevivir convirtiéndose en demonios.
EL MAL
El esquema fundamental de Los elixires se puede reducir a la eterna lucha entre el bien y el mal. El mismo Hoffmann puso de manifiesto este aspecto toral al explicar el argumento de la novela a su editor Kunz: «Se trata, ni más ni menos, que de mostrar claramente, a través de la vida tortuosa y extraña de un hombre en el que ya desde su nacimiento rivalizan los poderes demoníacos y celestiales, los misteriosos lazos que unen al espíritu humano con todos los principios superiores ocultos en la naturaleza, y que se manifiestan como relámpagos en los momentos más inesperados...». Poderes demoníacos o espectros diabólicos constituyen fuerzas que pueden ejercer su perversa y corruptora influencia en el Hombre, sobre todo a través de los sueños. Hoffmann participaba de las creencias populares alemanas, ofreciendo a alguna de ellas un soberbio marco literario a través de sus cuentos. Pero estas fuerzas del mal, tenebrosas y astutas, obran con método, aparecen repentinamente en los instantes más luminosos de la vida y se apoderan del personaje, hacen de él un instrumento carente de voluntad propia, que, a partir del instante en que ha sido contactado, se ve condenado a formar parte de un plan siniestro. Una de las peculiaridades de la obra de Hoffmann es que el demonio no aparece en carne y hueso, sino que figuras humanas incorporan el principio del mal y se mueven y actúan abandonadas a la fatalidad. Este es el caso del monje Medardo, cuya alma se convierte en campo de batalla entre dos principios hostiles. En este sentido, la novela de Hoffmann contiene elementos analíticos, es decir el personaje principal analiza a lo largo de sus vicisitudes las fuerzas oscuras que influyen en su vida hasta que logra, primero reconocerlas, y luego dominarlas.
Entre las técnicas narrativas más efectivas de Hoffmann se encuentra asimismo su capacidad de situar al lector, que queda involucrado en la trama, en la perspectiva del personaje diabólico. Hoffmann permite mirar a través del prisma del mal, intensificando de este modo la atmósfera siniestra.
EL CATOLICISMO
El romanticismo alemán se va a caracterizar por un resurgir de la confesión católica. Muchos escritores románticos se convertirán al catolicismo considerando a la Iglesia católica como un refugio contra el espíritu racionalista. Este fenómeno recibirá posteriormente el nombre de «catolicismo romántico», que también tendrá una variante político-teológica, el denominado «romanticismo político». Hoffmann, sin llegar a la conversión, se vio influido poderosamente por el espíritu católico, sobre todo tras la visita a monasterios y conventos en Bamberg, ciudad bávara de fuerte raigambre católica. Basándose en estas experiencias, algunas de ellas de fuerte contenido emocional, Hoffmann escenifica Los elixires en un marco católico, recreándose en la descripción de ceremonias y ritos, extendiéndose a menudo acerca de los dogmas y doctrinas. Su aproximación, como la del romanticismo en general, se mantiene primordialmente, sin embargo, en un plano estético y no religioso. El mundo católico ofrecía una paleta más amplia de elementos y motivos literarios que el austero protestantismo, y otorgaba, en definitiva, un mayor margen de acción a una narrativa fantástica, amante de lo misterioso. En cierta manera se produce una secularización, ya que el escritor romántico busca motivos religiosos que correspondan a experiencias extraordinarias individuales, por ejemplo el culto al milagro es trasunto de la creencia en la excepción. Se produce el trasvase de un contenido profano a otro religioso y no viceversa.
EL SEXO
Rüdiger Safranski cree descubrir en el papel de la sexualidad lo más original en la novela de Hoffmann, que, sin este aspecto, se convertiría en una historia estereotipada. Según Safranski, el lema que preside la obra sería: «Cómo debe ser destruida la sexualidad, antes de que ella misma se torne destructiva» o «la sexualidad es el destino». En la novela de Hoffmann la sexualidad constituye efectivamente un elemento destructivo y perturbador del que se sirven los poderes oscuros para causar un desorden moral y, así, cumplir sus planes ocultos. El deseo físico aparece muchas veces, no obstante, subordinado a la voluntad de poder, es decir se torna en cauce, para determinados personajes, de su desmesurado y sacrílego afán de dominio. Aunque el motivo mantiene su importancia, siempre actúa más como complemento y vehículo que como entidad autónoma y autosuficiente. Freud creyó descubrir en la obra de Hoffmann, precisamente por este tratamiento negativo de la sexualidad, un «complejo de castración». Hoffmann se ha convertido, sin duda alguna, en una mina para psicoanalistas de toda condición.
La novela Los elixires del diablo gozó, poco después de su publicación, de una favorable acogida. Fue alabada por Heinrich Heine y, posteriormente, por Friedrich Hebbel. En Inglaterra alcanzó un gran éxito y recibió críticas muy positivas, algunas entusiastas. No obstante, Hoffmann pasó con rapidez al olvido en Alemania. Fue en Francia, paradójicamente, donde comenzó a crecer su fama, y se le llegó a considerar como el máximo representante de la literatura alemana de la época junto a Goethe. A principios del siglo XX, impulsada por el movimiento expresionista y la fascinación por los fenómenos ocultos y paranormales, su obra resurge con fuerza en toda Europa. Este impulso no se ha extinguido. Monografías y estudios especializados investigan en la actualidad los aspectos más variados de la obra y vida de Hoffmann, creando una amplia bibliografía secundaria. Hoffmann se ha consolidado como uno de los más grandes y complejos escritores de la época romántica.
NOTA EN TORNO AL ESTILO DE HOFFMANN
Aunque muchas de las características estilísticas de Hoffmann son compartidas por otros escritores del romanticismo alemán, nos encontramos ante ciertas peculiaridades que bien pudieran proceder, como el mismo Hoffmann aseguraba, de su lugar de origen, la Prusia oriental. La prosa de Hoffmann supone un continuo divagar, una lenta incursión en los acontecimientos, en claro contraste con las prosas románicas, que tienden hacia la claridad y la concisión. Hans Dahmen ha comparado acertadamente el estilo de Hoffmann con una luz crepuscular nórdica, propia de la fantasía germánica, en contraste con la luz meridional de las lenguas románicas. Las oraciones son desmesuradamente largas, hay construcciones reiterativas y las oraciones subordinadas —que no merecen tal nombre, pues continúan el proceso mental y aportan datos esenciales para la comprensión del texto— se van hilando hasta que prácticamente pierden su conexión con el origen. Esta técnica narrativa posee, sin embargo, una virtud: facilita la creación de una atmósfera determinada y envuelve al lector de tal manera en la trama que le cuesta abandonar la lectura. Aunque obliga a un esfuerzo de atención adicional, viene compensada por una experiencia literaria más intensa.
Otra de las características de la prosa de Hoffmann es su impresionismo. Su forma de escribir era más impulsiva que racional. Cuántas veces tuvo que preguntar a los editores acerca de argumentos anteriores para no caer en contradicciones y, sin embargo, sus obras, también Los elixires, muestran incoherencias y discordancias, fruto de la falta de sistema. Cuando Hoffmann enfermaba, algo bastante corriente, dictaba durante horas sin parar y, prácticamente, sin corregir. Este defecto quedaba compensado por el realismo de sus observaciones, que, en cierto modo, cubrían con un velo de la ignorancia los posibles errores de concordancia.
La traducción que aquí ofrecemos al público lector intenta conservar, tanto como lo permite el español, algo del estilo de Hoffmann. Sus oraciones largas y complejas, los párrafos extensos, cierto ritmo reiterativo —por otro lado tan propio del género folletinesco—, no representan un mero capricho, sino una táctica del autor que, a pesar de las dificultades que entraña, merece atención por parte del traductor, sin caer, por supuesto, en una despreocupación por la fluidez y comprensibilidad de la lectura en español.
José Rafael Hernández Arias.
***
LOS ELIXIRES DEL DIABLO
PAPELES POSTUMOS DEL HERMANO MEDARDO,
UN CAPUCHINO
PRÓLOGO DEL EDITOR
Gustoso te guiaría, benévolo lector, hasta aquel oscuro plátano bajo el que, por vez primera, leí la extraña historia del hermano Medardo. Entonces te sentarías a mi lado en el mismo banco de piedra, que queda medio oculto entre matas fragantes y flores multicolores; dirigirías, como yo, tu mirada nostálgica hacia las montañas azules, que se escalonan, formando maravillosas configuraciones, tras el soleado valle que se extiende ante nosotros, al final de la alameda. Al volverte descubrirías, a una distancia escasa de veinte pasos, un edificio gótico, cuyo portal se halla profusamente adornado con estatuas.
A través de las oscuras ramas de los plátanos te contemplan las imágenes de los santos con ojos claros y vívidos: son pinturas al fresco que resplandecen en los amplios muros. Un sol rojo incandescente permanece sobre las montañas, el viento del atardecer comienza a soplar, todo adquiere vida y movimiento. Voces extraordinarias surgen, susurrantes y rumorosas, entre los árboles y la maleza, dando la impresión, debido a sus tonos ascendentes, de tornarse en cánticos y música de órgano, así al menos resuena desde la lejanía. Hombres de semblante serio, ataviados con hábitos de pliegues holgados, pasean silenciosos por la arboleda del jardín con la mirada piadosa dirigida hacia lo alto. ¿Han cobrado vida las imágenes de santos y bajado de sus elevados pedestales? El misterioso escalofrío de las prodigiosas tradiciones y leyendas, que allí están representadas, te llena de estremecimiento. Todo parece como si ocurriera realmente ante tus ojos y creerías en ello de buen grado. En este estado de ánimo leerías la historia de Medardo y quizá estarías dispuesto a tomar las visiones del monje por algo más que el juego anárquico de una imaginación exaltada.
Acabas de ver, benévolo lector, imágenes de santos, un monasterio y monjes, sólo me queda añadir que te he guiado por el espléndido jardín del monasterio de los capuchinos de B .
Hace tiempo, cuando permanecí unos días en este monasterio, su venerable prior me mostró los papeles póstumos del hermano Medardo, que se conservaban en el archivo como una auténtica rareza. Sólo con esfuerzo pude superar los reparos del prior para que me hiciera partícipe del contenido de los mismos. En realidad, el anciano opinaba que estos papeles deberían haber sido quemados. No sin cierto temor, en el caso de que compartieras la opinión del prior, pongo en tus manos, benévolo lector, los papeles mencionados en forma de libro. Si te decides, sin embargo, a acompañar fielmente a Medardo a través de tenebrosos claustros y oscuras celdas, a través del más multiforme de los mundos y también a soportar a su lado lo horrible, pavoroso, extravagante y burlesco de su existencia, entonces quizá te deleites con las variadas imágenes que te ofrezca la cámara oscura. También puede ocurrir, que lo que aparece sin forma, en cuanto lo aprecies con mirada penetrante, se te muestre pronto nítido y rotundo. En este caso reconocerás el brote oculto que un destino oscuro concibió y que, transformado en planta exuberante, se multiplica sin cesar a través de miles de vástagos, hasta que una flor, trocada en fruto, absorbe toda la savia vital y termina matando al mismo brote que le dio la vida.
Después de haber leído atentamente hasta el final los papeles del capuchino Medardo —lo cual me resultó bastante difícil, ya que el bendito había escrito con una letra monacal pequeña y prácticamente ilegible—, me pareció como si aquello que llamamos comúnmente sueño e imaginación fuera el conocimiento simbólico del hilo secreto que se extiende a través de nuestra vida, trenzándola y otorgando cohesión a todas sus fases. Se debe considerar perdido, sin embargo, al poseedor de este conocimiento que cree haber cobrado la fuerza suficiente como para romper violentamente el hilo y habérselas, cara a cara, con el poder oscuro que nos domina.
Es posible, benévolo lector, que compartas mi opinión, y así lo desearía de todo corazón por motivos justificados.

Fuente:
E.T.A. HOFFMANN
Los elixires
del Diablo
Título original: Die Elixiere des Teufels (1815)
Traducción: José Rafael Hernández Arias

martes, 12 de enero de 2016

Paul Féval. Novela: La ciudad vampiro.


Paul Henri Corentin Féval, escritor francés, nacido en Rennes el 29 de septiembre de 1816 y fallecido en París el 8 de marzo de 1887, especialista en la novela de folletines en su tiempo, llegó a competir en popularidad con los grandes folletinistas de su época como Alejandro Dumas y Eugène Sue.
Paul Féval nace y se educa en la Región de Bretaña, lo cual influirá en su obra literaria posterior, si bien no es un recopilador de cuentos tradicionales, si es influido por los cuentos y leyendas tradicionales del folclore de su región natal, en donde, además, localizará muchas de sus narraciones. En su juventud estudio leyes, pero pronto dejó de interesarle el derecho y se marchó a París en 1836. Allí comienza a publicar sus folletines, y en 1841 aparece su primera novela `El club de las focas`, editada por entrega en la revista Revue de Paris. Al año siguiente, publicó `Rollan Pie de hierro` y, en 1843, otras dos novelas: `Los caballeros del firmamento` y `El Lobo Blanco`. `El Lobo Blanco`, cuyo nombre se refiere a la identidad secreta de un héroe albino, es uno de los primeros héroes que recurre al cambio de identidad para hacer justicia, convirtiéndose en un auténtico precursor de `El Zorro` de Johnston McCulley y de otros superhéroes venideros.
En 1844, publica los `Misterios de Londres`. Esta novela se convierte en el primer gran éxito de Féval, que lo sitúa para sus contemporáneos a la altura de Sue y de Alejandro Dumas padre. La novela, protagonizada por el irlandés Fergus O`Breane en busca de venganza, recuerda en ciertos aspectos al `Conde de Montecristo` que publicará Dumas al año siguiente.
Tras este éxito, Féval busca dejar la literatura popular para buscar el reconocimiento por parte de un público más culto. Así, en 1853 una obra satírica `Le tueur de Tigres`, pero que no consigue el reconocimiento que esperaba, por lo que vuelve al folletín con `La Loba`, una secuela de `El Lobo Blanco` antes mencionado, y en 1856 `Los hombres de hierro`.
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PRÓLOGO
DECONSTRUCTING UDOLFO

La Ciudad Vampiro podría haber sido escrita ayer. De hecho, me cuesta creer que no haya sido así. Cuando el cine y la literatura de terror han llegado ya a un grado tal de extenuación que la única manera de mantenerlos con vida es la metafísica pop de films como la saga de Scream, creada por Wes Graven, esta pequeña novela de Paul Féval parece haber sido escrita siguiendo la misma línea de acción: la deconstrucción cómplice del género, básicamente autoparódica pero a la vez perfectamente eficaz en cuanto a su capacidad para evocar lo fantástico, lo terrorífico y lo asustante, estableciendo un juego netamente postmoderno entre el lector y la obra, en el que la eficacia de todo depende de que el primero esté al tanto de todos los guiños de la segunda, perfectamente familiarizado con los tópicos y los arquetipos del género terrorífico. Resumiendo: La Ciudad Vampiro es una lúcida y delirante parodia de la novela gótica, irresistiblemente divertida, que hará las delicias de los lectores familiarizados con el universo de la literatura clásica de terror.
Pero, sobre todo y más que eso, La Ciudad Vampiro es un ejemplo de esa indomable modernidad que hace su aparición galopante sin que nadie pueda explicarse el cómo o el por qué. Hay modas, hay moderneces, hay modernismos y hay, también, una peculiar sensibilidad netamente moderna, que existía antes incluso del discurso de la modernidad, y que permanece desafiante fuera del tiempo, como riéndose de quienes, desde la invención de las vanguardias, juegan a las moderneces sin llegar nunca a ser modernos. Modernos son, por ejemplo, los dibujos de Aubrey Beardsley, mientras los lienzos más revolucionarios de un Tapies o un Gordillo, por ejemplo, envejecen a velocidad de vértigo. Moderno es el poema medieval Sir Gawain y el Caballero Verde, mientras las novelas de elfos, dragones y mazmorras de los últimos años se convierten en viejos amasijos de papel sin interés alguno. Modernos son Lewis Carroll y sus libros de Alicia, mientras Manolito Gafotas huele ya a coyuntura del momento (¡y qué momento!) por los cuatro costados. Y terriblemente moderna es La Ciudad Vampiro de Paul Féval, a pesar de haber sido publicada hacia 1873.
Sólo si percibimos la modernidad como un fenómeno sensible peculiar, capaz de aparecer como si de una nave espacial se tratara, atravesando agujeros de gusano en cualquier tiempo o lugar, sin importarle nada, podremos cerrar por un instante nuestra boca, abierta desde casi la primera página de la novela, y aceptar que La Ciudad Vampiro fue escrita en la segunda mitad del siglo XIX y no es, por tanto, ni la obra de un escritor de steampunk de los años 90, como James P. Blaylock o Tim Powers, ni la de un gamberro experimentador de la época de la Nueva Cosa, como Harían Ellison, Thomas M. Disch, Philip K. Dick o Michael Moorcock... Ni, por otro lado, una de esas locuras tan características de las primeras y auténticas vanguardias, uno de esos extravagantes y siempre frescos experimentos literarios de Alfred Jarry, Apollinaire o, ¿por qué no?, Ramón Gómez de la Serna. No. La Ciudad Vampiro fue escrita por Paul Féval, el creador del caballero de Lagardere, espadachín y justiciero tan famoso en Francia como el propio D'Artagnan, un escritor de folletines populares, en la línea de Eugenio Sue, Ponson du Terrail, Michel Zévaco o el propio Dumas. Aparentemente, pues, lo más alejado posible de la experimentación literaria, el riesgo formal o la búsqueda de nuevas posibilidades expresivas para la novela, gótica o no.
Paul Henri Corentin Féval nació en Rennes en 1817. Tras varios años dedicado al ejercicio de la banca y de la abogacía, decidió, cuando apenas contaba veinticuatro años, echarse a la bohemia y convertirse en escritor de folletines. Después de unos cuantos tanteos que correrían diversa suerte, en 1844 la publicación de Los misterios de Londres, firmada con el pintoresco seudónimo de Sir Francis Trollop, como para subrayar la verosimilitud de la británica intriga de la obra, alcanzó un éxito notorio, que le consagró ya decididamente al cultivo del género. En 1858 publicaría El jorobado de Lagardere, que varios años después, convertida en obra teatral por el propio Féval en colaboración con Victoriano Sardou, se convertiría en algo así como su fuente fija de ingresos, alcanzando una popularidad sólo superada por los mosqueteros surgidos de la pluma de Alejandro Dumas padre. Compitiendo duramente con sus contemporáneos, Féval, como buen folletinista, no dejó apenas género sin tratar, mezclando elementos propios de la novela de terror, la intriga criminal y política, la capa y espada y la novela histórica. Sustituyó a Ponson du Terrail durante una temporada al frente de las aventuras de Rocambole; algunos aventuran que fue también «negro» en el taller de Dumas, antes de llegar a tener, al calor del éxito, su propio taller y su propio ejército de «negros». Desafió a Eugenio Sue no sólo dando réplica anglófila a Los misterios de París de éste, sino también cuando en 1876, después de haberse convertido al catolicismo, dio réplica al anticlericalismo de su colega con la publicación de ¡Jesuitas!, una historia novelada de la Compañía de Jesús, en la que intentó —en vano, todo hay que decirlo— limpiar literariamente el nombre de la orden religiosa que hacía las veces de Spectra (la asociación criminal para el chantaje, el terrorismo, la extorsión y el crimen de las películas de James Bond) en la obra más famosa de Sue, además de en otras novelas de Dumas y de buena parte de los autores de folletín de la época. Muerto en París en 1887, para la mayor parte de los aficionados a la novela de aventuras Féval es, ante todo, el creador del caballero Enrique de Lagardere, maestro del disfraz, justiciero impenitente, experto espadachín poseedor de una estocada secreta y mortal. Para quienes nos deleitamos con la literatura de lo extraño, la novela de horror y el horror de la novela, es el autor de La Ciudad Vampiro, quizá la primera novela de terror postmoderna.
Ya es hora de que digamos por qué. No basta, ni mucho menos, que se trate de una parodia de la novela gótica. Ya desde la más tierna infancia del género, cuando El monje, Vathek, Melmoth el Errabundo y, sobre todo, las obras de Ann Radcliffe, estaban entre los primeros puestos de las más vendidas (pueden consultarse tanto las listas de las ferias del libro inglesas del siglo XVIII, como las listas alternativas de los libreros de la época), surgieron réplicas irónicas y salaces como La mansión de las pesadillas, de Thomas Love Peacock y, sobre todo, La abadía de Northanger, de miss antinovela gótica, Jane Austen. Pero, al menos en ambos casos, se trataba sobre todo de sátiras amables, que advertían, a la manera cervantina pero sin la exuberancia quijotesca, de los peligros que entrañaba para las jovencitas sin seso dejarse arrastrar por las fantasías románticas y tenebrosas de los novelones góticos. Nada más lejos del espíritu delirante y surrealista avant la lettre de La Ciudad Vampiro. De principio, tenemos una absolutamente sangrienta y afilada sátira del orgullo británico, con su inclinación al autobombo y al menosprecio imperial del resto de la humanidad. A lo largo de todas las páginas de su novela, Féval no deja de poner en evidencia el "chauvinismo" inglés exagerando (quizá no demasiado) su egocentrismo con frases del talante de «Lo cierto es que cuanto más se piensa, más se alegra uno de ser inglés», puestas en boca de la narradora (inglesa) o de sus personajes (también ingleses). Pero, sobre todo, tenemos a la protagonista, Ella, como se la llama a menudo en el texto, ni más ni menos que la mismísima... Ann Radcliffe. En efecto, es la autora de Los misterios de Udolfo y de tantos otros novelones góticos, el personaje central de una aventura en la que, con implacable ingenio y mala idea, se parodian todos los lugares comunes de su obra, todos los efectos y defectos de un estilo narrativo tan característico como el suyo. Y lo verdaderamente sorprendente es que la técnica empleada para ello es tan provocadora y moderna que resulta las más de las veces antes cinematográfica que literaria. En un momento antológico, cuando Ella abandona su hogar, en mitad de la noche y en vísperas de su boda, para arrostrar los peligros de un viaje a lo desconocido en compañía de su criado, exclama, en directa imitación de su estilo habitual: «—¡Adiós, mi querido hogar! ¡Dulce refugio de mi adolescencia, adiós! Campos verdes, montañas orgullosas, bosques misteriosos llenos de sombras, ¿volveré a veros alguna vez?» A lo que su acompañante replica escéptico: «—En lugar de hablar sola, señorita, podríais decirme qué es lo que vamos a hacer en Stafford tan pronto». Personalmente, no puedo dejar de pensar en esos momentos geniales en los que Woody Alien o los protagonistas de las mejores comedias de John Hughes se vuelven y hablan directamente a cámara, destruyendo, como hace aquí el criado, la continuidad estructural de la obra de ficción, para infiltrar al espectador de manera cómplice y oblicua. Una de las características que hacen de La Ciudad Vampiro una obra innegablemente moderna es que, parodiando un estilo incluso ya algo pasado de moda en su época, los referentes que surgen en la cabeza del aficionado al fantástico son cinematográficos y contemporáneos, tanto o más que históricos y literarios. Si es cierto que Féval se burla hasta la saciedad de los tópicos argumentales y estilísticos de la autora de El confesionario de los penitentes negros, que Angus Ross define así: «Sus personajes son de cartón, y el diálogo, artificial, pero al mantener tensas la curiosidad y el temor del lector, consigue articular sus tenebrosos paisajes, hasta que al final su racionalismo le obliga a una "explicación" desilusionante de los horrores», no menos cierto es que resulta imposible no recordar El jovencito Frankenstein de Mel Brooks ante un momento como aquél en el que, al pronunciar en voz alta el nombre del vampiro, el señor Goëtzi, «El caballo se encabritó y Grey–Jack se apresuró a santiguarse. (...)—Ya veis lo que ocurre sólo con pronunciar su nombre...»
El humor negro, el absurdo, hasta un grado tan exacerbado que hace pensar en los cuentos de Apollinaire pero también en los delirios de bande dessiné propios del cine de Fierre Jeunet y Marc Caro, destruye con premeditación y alevosía una trama gótica que va siendo deconstruida punto por punto, atomizada, puesta en evidencia en todas y cada una de sus partes componentes, desde la técnica epistolar tan querida por el género, de la Radcliffe al Dracula de Stoker, a las explicaciones racionalistas y pseudocientíficas aludidas en la crítica de Ross, que son llevadas aquí hasta el más ridículo de los extremos. Pero lo más sorprendente es que, aparte de la pura parodia, del humor cómplice y casi visionario en su uso de procedimientos que tienen, vistos hoy, más de cine o de teatro que de novela, lo más sorprendente, insisto, es que La Ciudad Vampiro funciona como alucinada narración fantástica, como novela de horrores grotescos y estrambóticos, como pesadilla surreal y gozosamente absurda. Ahí está, por ejemplo, el propio señor Goëtzi, un vampiro que pareciera más bien un pequeñoburgués materializado desde un lienzo de René Magritte, y cuyas víctimas no es que se transformen en vampiros a la manera clásica, sino que en un extraño tour de forcé imaginativo, se convierten en partes asimilables del propio Goëtzi, extensiones de su yo, que conservan algunas características de su ser original, ya muerto por el vampiro, pero que a la vez adquieren aspectos y cualidades imposibles, propios de una enloquecida troupe circense del más allá. Así, en cierto momento, el señor Goëtzi puede desdoblarse para, literalmente, hacerse compañía cuando se siente solo, y en otros hacer aparecer a varias de sus encarnaciones y/o víctimas, desgajándolas de su propio cuerpo, y adoptando los más variopintos aspectos: «El grupo lo formaba un hombre obeso que sólo tenía el reborde del rostro, es decir, cabello y barba. Un loro gigantesco se agarraba con las patas a su hombro; a su derecha había un niño de expresión diabólica, apoyado sobre un aro; y a su izquierda había un monstruoso perro de color carne, con una cara casi humana, y que permanecía completamente rígido sobre sus cuatro patas separadas (...) Finalmente, al lado del mostrador, se veía una mujer gorda y calva, que dormía con agudos ronquidos...» Y todos y cada uno de estos estrafalarios seres, incluyendo al perro y al loro, son vampiros, víctimas a su vez del vampiro Goëtzi, quien les transforma en partes de su ser, en criaturas diferentes, animalizadas o incluso transexualizadas, dirigidas por su voluntad implacable y sobrenatural. Particularmente escalofriante es la carpa circense, teatro ambulante de auténticos vampiros, plagiado sin duda por Anne Rice y por Neil Jordan para su granguiñolesco espectáculo teatral de Entrevista con el vampiro, en el que puede verse como «EL AUTÉNTICO VAMPIRO DE PETERWARDEIN DEVORARÁ A UNA JOVEN VIRGEN Y BEBERÁ VARIAS COPAS DE SANGRE COMO SIEMPRE, AL SON DE LA MÚSICA DE LOS GUARDIAS ECUESTRES». Estamos, qué duda cabe, en el universo del fantastique, que se ríe con sorna y malicia surrealista del fantasy y el gothic anglosajón, con sus pretensiones de lógica y coherencia argumental, que Féval, como si estuviera poseído por una singular furia dadaista, machaca con el martillo pilón de su ingenio y su fantasía más desbocada. La Ciudad Vampiro pertenece al mismo mundo que las aventuras de Harry Dickson, en las que Jean Ray enfrentaba al arquetipo del detective británico con horrores absurdos y crímenes imposibles de resolver por lógica o deducción, ya que los culpables resultaban ser siempre criaturas sobrenaturales, monstruos paganos y científicos locos, criaturas del bestiario de nuestro subconsciente, que hubieran indignado a Sherlock Holmes y hasta al propio Nick Carter. Tanto Féval como Jean Ray (y como en general la escuela francesa y francobelga del fantástico) se deleitan en deconstruir y, finalmente, pervertir, invertir con cierto placer sadiano, las rígidas leyes que, en la forma como en el fondo, dominan el campo de la literatura fantástica anglosajona. Como podría decir el Divino Marqués, en darles por el c...
Y finalmente, la propia Ciudad Vampiro. Culminación onírica del viaje no sólo de los protagonistas sino también del lector, el trazado y las calles de esta imposible ciudad están tan fuera del espacio y del tiempo como la propia modernidad de la novela de Féval. Tanto podrían pertenecer a un grabado o dibujo de Alfred Kubin como a un lienzo hierático y suntuoso de Delvaux o Clovis Trouille. Naturalmente, también alienta en su descripción el espíritu de artistas a los que Féval podía y debía conocer muy bien, como El Bosco, Bresdin o Gustave Doré. Pero la barahúnda de criaturas vampíricas multiformes que acosan a los protagonistas, en una escena digna de cualquier zombie movie moderna, está de hecho tan emparentada con las grotescas deformidades de los monstruos de Goya, Fuseli o Blake, como con las hordas de vampiros de Abierto hasta el amanecer. Ciudad de Oz, mundo perdido de reminiscencias lovecraftianas... por adelantado, la Ciudad Vampiro es una eclosión de la imaginación que, una vez más y definitivamente, eleva la novela de Féval muy por encima de sus aparentes límites espaciotemporales, para ofrecernos un paisaje ultraterreno que pertenece ya, por derecho propio, a lo mejor de la literatura y el arte fantástico de todos los tiempos.
Mientras los vampiros de última hornada prosiguen su aburrido decaer como tristes superhéroes existenciales. Mientras el género es a duras penas rescatado de su declive por un retorno gozoso al humor y el espíritu juvenil, propiciado, precisamente, por esa serie de Scream a la que aludía al principio de estas páginas, y que junto a joyas psicotrónicas y juguetonas para (espíritus) quinceañeros calientes, como Jóvenes y brujas o Un hombre lobo americano en París, está haciendo resurgir el cine de horror de sus propias cenizas, la lectura de La Ciudad Vampiro es más que una obligación para estudiosos, más que un compromiso para obsesos y completistas del vampirismo estético y literario (que también lo es)... Es, sobre todo, un ejercicio de humildad, que nos muestra que el espíritu moderno e irreverente es tan indomable, imprevisible e irreductible como los propios vampiros, y que un autor menor, un escritor de folletines olvidado, puede, vaya uno a saber cómo o por qué, convertirse en el catalizador de una verdadera obra maestra, visionaria, extrema y vanguardista, cuyo poder de seducción está por encima de cualquier consideración histórica o literaria, y que, para colmo, si tenemos en cuenta que el folletín es a su vez un derivado en cierta medida de la novela gótica, se convierte también en autoparodia y autocrítica de la obra del propio Féval, no exenta por lo tanto de un alegre y despiadado masoquismo literario.
La Ciudad Vampiro sigue en pie, y yo, como el doctor Magnus y el joven pintor esclavonio que aparecen en sus páginas, «personajes de poca importancia que se habían despistado y cuyo destino es fácil de imaginar», desaparezco entre sus avenidas y bulevares, de vuelta a mi tumba (de la que seguramente muchos piensan que jamás debería haber salido), para reunirme con el señor Goëtzi, mi verdadero dueño y señor, que me reclama ya para volver a entrar en su carne, haciéndome uno con él y penetrándome de los misterios de la transubstanciación vampírica. Mientras, el lector, mucho más dichoso, debe empezar, si no lo ha hecho ya harto de estas consideraciones fatuas y pedantes, la lectura de esta verdadera joya de la literatura fantástica, recuperada precisamente ahora, cuando probablemente más falta hacía.
Jesús Palacios.
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Fuente:
UNA PERIPECIA GÓTICA DE ANN RADCLIFFE
Traducción:
JACOBO RODRÍGUEZ
Prólogo:
JESÚS PALACIOS
VALDEMAR
1998

LITEROMANÍA. Jorge Luis Borges. “Evaristo Carriego”. Ensayos. 1930. Página: 122.


LITEROMANÍA. Jorge Luis Borges.
“Evaristo Carriego”. Ensayos. 1930.
Página: 122.

LAS MISAS HEREJES
Antes de considerar este libro, conviene repetir que todo escritor empieza por un concepto ingenuamente físico de lo que es arte. Un libro, para él, no es una expresión o una concatenación de expresiones, sino literalmente un volumen, un prisma de seis caras rectangulares hecho de finas láminas de papel que deben presentar una carátula, una falsa carátula, un epígrafe en bastardilla, un prefacio en una cursiva mayor, nueve o diez partes con una versal al principio, un índice de materias, un ex libris con un relojito de arena y con un resuelto latín, una concisa fe de erratas, unas hojas en blanco, un colofón interlineado y un pie de imprenta: objetos que es sabido constituyen el arte de escribir. Algunos estilistas (generalmente los del inimitable pasado) ofrecen además un prólogo del editor, un retrato dudoso, una firma autógrafa, un texto con variantes, un espeso aparato crítico, unas lecciones propuestas por el editor, una lista de autoridades y unas lagunas, pero se entiende que eso no es para todos.. . Esa confusión de papel de Holanda con estilo, de Shakespeare con Jacobo Peuser, es indolentemente común, y perdura (apenas adecentada) entre los retóricos, para cuyas informales almas acústicas una poesía es un mostradero de acentos, rimas, elisiones, diptongaciones y otra fauna fonética. Escribo esas miserias características de todo primer libro, para destacar las inusuales virtudes de este que considero.  Irrisorio sin embargo sería negar que las Misas herejes es un libro de aprendizaje. No entiendo definir así la inhabilidad, sino estas dos costumbres: el deleitarse casi físicamente con determinadas palabras —por lo común, de resplandor y de autoridad— y la simple y ambiciosa determinación de definir por enésima vez los hechos eternos. No hay versificador incipiente que no acometa una definición de la noche, de la tempestad, del apetito carnal, de la luna: hechos que no requieren definición porque ya poseen nombre, vale decir, una representación compartida. Carriego incide en esas dos prácticas.

lunes, 11 de enero de 2016

LITEROMANÍA. Jorge Luis Borges. “Evaristo Carriego”. Ensayos. 1930. (Fragmento).


LITEROMANÍA. Jorge Luis Borges.
“Evaristo Carriego”. Ensayos. 1930.
(Fragmento).
Hacia el Maldonado raleaba el malevaje nativo y lo sustituía el calabrés, gente con quien nadie quería meterse, por la peligrosa buena memoria de su rencor, por sus puñaladas traicioneras a largo plazo. Ahí se entristecía Palermo, pues las vías de hierro del Pacífico bordeaban el arroyo, descargando esa peculiar tristeza de las cosas esclavizadas y grandes, de las barreras altas como pértigo de carreta en descanso, de los derechos terraplenes y andenes. Una frontera de humo trabajador, una frontera de vagones brutos en movimientos, cerraba ese costado; atrás, crecía o se emperraba el arroyo. Lo están encarcelando ahora: ese casi infinito flanco de soledad que se acavernaba hace poco, a la vuelta de la truquera confitería de La Paloma, será reemplazado por una calle tilinga, de tejas anglizantes. Del Maldonado no quedará sino nuestro recuerdo, alto y solo, y el mejor sainete argentino y los dos tangos que se llaman así —uno primitivo, actualidad que no se preocupa, mero plano del baile, ocasión de jugarse entero en los cortes; otro, un dolorido tango-canción, al estilo boquense— y algún clisé apocado que no facilitará lo esencial, la impresión de espacio, y una equivocada otra vida en la imaginación de quienes no lo vivieron. Pensándolo, no creo que el Maldonado fuera distinto de otras localidades muy pobres, pero la idea de su chusma, desaforándose en rotos burdeles, a la sombra de la inundación y del fin, mandaba en la imaginación popular. Así, en el hábil sainete que mencioné, el arroyo no es un socorrido telón de fondo: es una presencia, mucho más importante que el pardo Nava y que la china Dominga y que el Títere. (El puente Alsina, con su todavía no cicatrizado ayer cuchillero y su memoria de la patriada grande del ochenta, lo ha deshancado en la mitología de Buenos Aires. En lo que se refiere a la realidad, es de fácil observación que los barrios más pobres suelen ser los más apocados y que florece en ellos una despavorida decencia.) Del lado del arroyo zarpaban las tormentas altas de tierra que toldaban el día, y el malón de aire del pampero que golpeaba todas las puertas que miraban al sur y dejaban en el zaguán una flor de cardo, y la arrasadora nube de langostas que trataba de espantar a gritos la gente, y la soledad y la lluvia. A polvo tenía gusto esa orilla. Hacia el agua zaina del río, hacia el bosque, se hacía duro el barrio. La primera edificación de esa punta fueron los mataderos del Norte, que abarcaron unas dieciocho manzanas entre las venideras calles Anchorena, Las Heras, Austria y Beruti, y ahora sin más reliquia verbal que el nombre la Tablada, que le escuché decir a un carrero, insipiente de su antigua justificación. He inducido al lector a la imaginación de ese dilatado recinto de muchas cuadras, y aunque los corrales desaparecieron el setenta, la figura es típica del lugar, atravesado siempre de fincas —el cementerio, el hospital Rivadavia, la cárcel, el mercado, el corralón municipal, el presente lavadero de lanas, la cervecería, la quinta de Hale— con pobrerío de golpeados destinos alrededor. Esa quinta era por dos razones mentada: por los perales que la chiquilinada del barrio saqueaba en clandestinos malones y por el aparecido que visitaba el costado de la calle Agüero, reclinada  Destruirlas era cosa de herejes, porque llevaban la señal de la cruz:
marca de su emisión y repartición especiales de parte del Señor.
en el brazo de un farol la cabeza imposible. Porque a los verdaderos peligros de un compadraje cuchillero y soberbio, había que sumar los fantásticos de una mitología forajida; la viuda y el estrafalario chancho de lata, sórdidos como el bajo, fueron las más temidas criaturas de esa religión de barrial. Antes había sido una quema ese norte: es natural que gravitaran en su aire basuras de almas. Quedan esquinas pobres que si no se vienen abajo es porque están apuntalándolas todavía los compadritos muertos. Bajando por la calle de Chavango (después Las Heras) el último boliche del camino era La Primera Luz, nombre que, a pesar de aludir a sus madrugadores hábitos, deja una impresión —justa— de ciegas calles atascadas sin nadie, y al fin, a las cansadas vueltas, una humana luz de almacén. Entre los fondos del cementerio colorado del Norte y los de la Penitenciaría, se iba incorporando del polvo un suburbio chato y despedazado, sin revocar:^ su notoria denominación, la Tierra del Fuego. Escombros del principio, esquinas de agresión o de soledad, hombres furtivos que se llaman silbando y que se dispersan de golpe en la noche lateral de los callejones, nombraban su carácter. El barrio era una esquina final. Un malevaje de a caballo, un malevaje de chambergo mitrero sobre los ojos y de apaisanada bombacha, sostenía por inercia o por impulsión una guerra de duelos individuales con la policía. La hoja del peleador orillero, sin ser tan larga —era lujo de valientes usarla corta— era de mejor temple que el machete adquirido por el Estado, vale decir con predilección del costo más alto y el material más ruin. La dirigía un brazo más ganoso de atropellar, mejor conocedor de los rumbos instantáneos del entrevero. Por la sola virtud de la rima, ha sobrevivido a un desgaste de cuarenta años un rato de ese empuje: Hágase a un ,lao, se lo ruego, que soy de la Tierra'el Juego.
No sólo de peleas; esa frontera era de guitarras también.

“Evaristo Carriego”. Ensayos. 1930.


Elizabeth Kostova Novela: LA HISTORIADORA.


Elizabeth Kostova (Johnson) nació en New London, Connecticut (Estados Unidos) en 1964, hija de Eleanor y David Johnson. Estudió inglés en la Universidad de Yale y se instruyó en escritura creativa en la Universidad de Michigan. Desde niña se dedicó con pasión a escribir relatos y poesía.

Elizabeth Kostova visitó Europa del Este siendo una niña y en un viaje a Bulgaria en 1989 conoció a su marido, Gyorgi Kostov (de donde tomó el apellido Kostova), con el que tiene tres hijos.

Su primera novela es La historiadora (resultado de diez años de investigación), libro de aventura, intriga y misterio asentado en la Europa del Este y en la figura histórica de Vlad Tepes el Empalador, personaje que inspiró el cónde Drácula de Bram Stoker.

El libro se convirtió en un best-seller poco después de su aparición y ha sido ya traducido a 21 idiomas.


LA HISTORIADORA


Para mi padre,
que fue el primero en contarme
algunas de estas historias

Nota para el lector
Jamás abrigué la intención de confiar al papel el relato que sigue. No obstante,    cierto acontecimiento reciente me ha impulsado a repasar los episodios más perturbadores de mi vida, así como de las vidas de varias de las personas a las que más he querido. Éste es el relato de cómo yo, a mis dieciséis años, fui en busca de mi padre y su pasado, y de cómo él fue en busca de su adorado mentor y de la historia de su mentor, y de cómo todos nos encontramos en uno de los senderos más oscuros de la historia. Es el relato de quiénes sobrevivieron a esa búsqueda y de quiénes no, y por qué. Como historiadora, he aprendido que, en realidad, nadie que investiga en la historia sobrevive a ella. Y no sólo es la investigación en sí lo que nos pone en peligro. A veces, la propia historia nos atrapa con su garra sombría.
Durante los treinta y seis años transcurridos desde que esos acontecimientos salieron a la luz, mi vida ha sido relativamente tranquila. He dedicado mi tiempo a la investigación y a viajes carentes de incidentes, a mis estudiantes y amigos, a escribir libros de una naturaleza histórica y casi siempre impersonal, y a los asuntos de la universidad en que he acabado refugiándome. Al revisar el pasado, he tenido la suerte de poder acceder a la mayoría de documentos personales en cuestión, pues han estado en mi posesión durante muchos años.
Cuando lo he considerado oportuno, los he hilvanado para darle continuidad a la narración, que en ocasiones he tenido que complementar con mis propios recuerdos. Si bien he presentado los primeros relatos de mi padre tal como me los contó en voz alta, también he recurrido con bastante frecuencia a sus cartas, algunas de las cuales repetían muchos de sus relatos orales.
Además de reproducir estos documentos casi en su integridad, he explorado todas las posibilidades que brindan los recuerdos y la investigación, y en ocasiones he vuelto a visitar determinados lugares con el fin de arrojar luz sobre las lagunas de mi memoria. Uno de los mayores placeres de esta empresa han sido las entrevistas (en algunos casos, la correspondencia) que he mantenido con los pocos estudiosos supervivientes que intervinieron en los acontecimientos aquí descritos. Sus recuerdos me han proporcionado un complemento de incalculable valor para mis otras fuentes. Mi texto también se ha beneficiado de las consultas realizadas a eruditos más jóvenes de diversos campos.
Existe una fuente final a la que he recurrido cuando era necesario: la imaginación. He procedido con cautela, elaborando para el lector sólo lo que ahora considero muy probable que haya sido así, y sólo cuando una especulación bien fundada podía situar estos documentos en su contexto apropiado. Cuando he sido incapaz de explicar acontecimientos o motivaciones, los he dejado sin explicar, por respeto a su realidad oculta. He investigado en profundidad la historia más alejada en el tiempo dentro de este relato, como haría con cualquier texto académico. Los someros vistazos al conflicto territorial y religioso entre un Oriente islámico y un Occidente judeocristiano serán penosamente familiares al lector contemporáneo.
Sería difícil para mí dar las gracias de manera adecuada a los que me han ayudado en este proyecto, pero me gustaría nombrar a algunos. Mi profunda gratitud a las siguientes personas, entre muchas otras: el doctor Radu Georgescu, del Museo Arqueológico de la Universidad de Bucarest; la doctora Ivanka Lazarova, de la Academia de Ciencias búlgara; el doctor Petar Stoichev, de la Universidad de Michigan; el incansable personal de la Biblioteca del Museo Británico; los bibliotecarios del Museo y Biblioteca de Literatura Rutherford de Filadelfia; el padre Vasil, del monasterio de Zographou del monte Azos, y el doctor Turgut Bora, de la Universidad de Estambul.
Mi mayor esperanza al dar a conocer este relato es que pueda aparecer al menos un lector que entienda lo que es: un cri de coeur. A ti, lector perceptivo, dedico mi historia.


Oxford, Inglaterra
15 de enero de 2008


(Fragmento de novela).
Primera Parte

La lectura de estos documentos dejará de manifiesto cómo fueron ordenados. Se han eliminado todos los elementos carentes de importancia, con el fin de que una historia que se halla casi en discrepancia con las creencias actuales pueda erigirse como un simple dato. No existe la menor descripción de acontecimientos pretéritos que haya dejado espacio a un error de la memoria, porque todos los documentos elegidos son rigurosamente contemporáneos, expresados desde el punto de vista y los conocimientos de quienes los redactaron.

Bram Stoker,
Drácula, 1897
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En 1972 yo tenía dieciséis años. Mi padre decía que era joven para acompañarle en sus misiones diplomáticas. Prefería saber que estaba sentada atentamente en mi aula de la Escuela Internacional de Amsterdam. En aquel tiempo, su fundación tenía la sede en Amsterdam, y había sido mi hogar durante tanto tiempo que casi había olvidado nuestra vida anterior en Estados Unidos. Se me antoja peculiar ahora que fuera tan obediente en mi adolescencia, mientras el resto del mundo estaba experimentando con drogas y protestando contra la guerra imperialista en Vietnam, pero me habían criado en un mundo tan protegido que, en comparación, mi vida académica adulta parece positivamente aventurera. Para empezar, era huérfana de madre, y un doble sentido de responsabilidad impregnaba el amor que me deparaba mi padre, de manera que me protegía de una forma más abrumadora que en circunstancias normales. Mi madre había muerto cuando yo era pequeña, antes de que mi padre fundara el Centro por la Paz y la Democracia. Mi padre nunca hablaba de ella, y desviaba la cabeza en silencio cuando yo hacía preguntas. Desde muy pequeña comprendí que era un tema demasiado doloroso para él, y que no deseaba hablar de ello. A cambio, se ocupó de mí de manera ejemplar y me proporcionó toda una serie de institutrices y amas de llaves. El dinero no significaba nada para él en lo tocante a mi educación, aunque vivíamos al día con bastante sencillez.
La última de estas amas de llaves fue la señora Clay, que cuidaba de nuestra casa holandesa del siglo XVII situada en el Raamgracht, un canal que atravesaba el corazón de la ciudad vieja. La señora Clay me abría la puerta cada día cuando volvía del colegio, y era como un sustituto de mi padre cuando éste viajaba, lo cual sucedía con frecuencia. Era inglesa, mayor de lo que habría sido mi madre de estar viva, experta con el plumero y torpe con los adolescentes. A veces, en la mesa del comedor, cuando miraba su rostro de dientes largos y demasiado compasivo, yo experimentaba la sensación de que debía estar pensando en mi madre, y la odiaba por ello. Cuando mi padre se hallaba ausente, la hermosa casa se llenaba de ecos como si estuviera vacía. Nadie podía ayudarme con mi álgebra, nadie admiraba mi nuevo abrigo o pedía que me acercara para abrazarme, ni expresaba sorpresa por lo mucho que había crecido. Cuando mi padre regresaba de algún nombre del mapa de Europa colgado en la pared de nuestro comedor, olía a otros tiempos y lugares, especiado y cansado. Para las vacaciones íbamos a París o Roma, estudiaba con diligencia los lugares de interés turístico que mi padre pensaba que debía ver, pero anhelaba esos otros lugares en los que desaparecía, aquellos extraños lugares antiguos en los que yo nunca había estado. Durante sus ausencias, yo iba y venía de la escuela, dejaba caer mis libros con estrépito sobre la pulida mesa del vestíbulo. Ni la señora Clay ni mi padre me dejaban salir de noche, excepto a la ocasional película seleccionada con sumo cuidado, en compañía de amigas aprobadas con sumo cuidado, y ahora me doy cuenta con estupor de que nunca quebranté esas normas. De todos modos, prefería la soledad. Era el medio en el que me había criado, en el que nadaba con comodidad. Destacaba en mis estudios, pero no en mi vida social. Las chicas de mi edad me aterrorizaban, sobre todo las sofisticadas de nuestro círculo diplomático, que hablaban con apabullante seguridad y no paraban de fumar. Con ellas siempre pensaba que mi vestido era demasiado largo, o demasiado corto, o que tendría que haberme puesto algo muy diferente. Los chicos me desconcertaban, aunque soñaba vagamente con hombres. De hecho, era muy feliz sola en la biblioteca de mi padre, una estancia amplia y elegante situada en la primera planta de nuestra casa. Es probable que la biblioteca de mi padre fuera en otro tiempo una sala de estar, pero se sentaba en ella sólo para leer, y consideraba que una biblioteca grande era más importante que una sala de estar grande. Desde hacía mucho tiempo me había dado permiso para inspeccionar su colección. Durante sus ausencias, me pasaba horas haciendo los deberes en el escritorio de caoba, o examinando las estanterías que revestían cada pared. Comprendí más adelante que mi padre, o bien había medio olvidado lo que había en una de las estanterías superiores, o bien, lo más probable, daba por sentado que yo nunca podría acceder a ella. Llegó el día en que no sólo bajé una traducción del Kamasutra, sino también un volumen mucho más antiguo y un sobre con papeles amarillentos. Ni siquiera ahora sé lo que me impulsó a bajarlos, pero la imagen que había en el centro del libro, el olor a vejez que proyectaba y el descubrimiento de que los papeles eran cartas personales, todo ello llamó poderosamente mi atención. Sabía que no debía examinar los papeles privados de mi padre, ni de nadie, y también tenía miedo de que la señora Clay entrara de repente para sacar el polvo al inmaculado escritorio. Tal vez por eso no dejé de mirar hacia la puerta, pero no pude evitar leer el primer párrafo de la carta situada encima de las demás. La sostuve durante un par de minutos, cerca de los estantes.
Fuente: Editorial Ubriel.

domingo, 10 de enero de 2016

John Ajvide Lindqvist. Novela "Déjame entrar".


John Ajvide Lindqvist (nacido en 1968 en Blackeberg, Suecia) es un escritor sueco de novelas de terror. Creció en Blackeberg, un suburbio de la ciudad de Estocolmo, y su primera novela Låt den rätte komma in, una historia de vampiros publicada en el año 2004, disfrutó de gran éxito en Suecia.

Hanteringen av odöda fue publicada en el año 2005 y está relacionada con la aparición de zombis o `revividos` en la zona de Estocolmo. En el año 2006 publicó su tercer libro, Pappersväggar, una colección de historias cortas de terror.

En el año 2007, su historia Tindalos fue publicada por entregas en el periódico sueco Dagens Nyheter, que también ofreció un audiolibro gratuito en su página web, leído por el propio autor. Sus obras son publicadas en Suecia por la editorial Ordfront y han sido traducidas a muchas lenguas: inglés, alemán, italiano, noruego, danés, polaco, alemán, ruso y español (en el año 2008).

Antes de convertirse en un escritor, Lindqvist trabajó durante doce años como ilusionista y cómico. Cuando era adolescente, solía realizar espectáculos de magia en la calle para los turistas que visitaban Västerlånggatan en Estocolmo.

Aparte de novelas de terror también ha escrito el guión para la serie dramática de televisión Kommissionen, así como parte del guión de Reuter y Skoog. También fue el guionista de la adaptación cinematográfica de su novela Låt den rätte komma in. La productora Tre Vänner ha comprado los derechos de Hanteringen av odöda y actualmente está planeando realizar la adaptación cinematográfica. Para escribir esta novela se basó en su propia infancia, y en las obras, `Carmilla` de Sheridan Le Fanu y la película `The Crying Game` (El juego de las lágrimas).[1]

(Déjame entrar). Fragmento.
Oskar, un niño solitario y triste que vive en los suburbios de Estocolmo, tiene una curiosa afición: le gusta coleccionar recortes de prensa sobre asesinatos violentos. No tiene amigos y sus compañeros de clase se mofan de él y le maltratan. Una noche conoce a Eli, su nueva vecina, una misteriosa niña que nunca tiene frío, despide un olor extraño y suele ir acompañada de un hombre de aspecto siniestro. Oskar se siente fascinado por Eli y se hacen inseparables. Al mismo tiempo, una serie de crímenes y sucesos extraños hace sospechar a la policía local de la presencia de un asesino en serie.

Primera Parte
Dichoso aquel que tiene un amigo así



Los líos del amor os dan preocupación, ¡chicos!

Siw Malmkvist, Los líos del amor



I never wanted to kill.
 I am not naturally evil.
Such things I do Just to make myself
More attractive to you. Have I failed?


Morrissey, Last of the Famous International Playboys

Miércoles 21 de octubre de 1981
Gunnar Holmberg, comisario de policía de Vällingby, mostró una pequeña bolsa de plástico que contenía polvos blancos.
Tal vez heroína, pero nadie se atrevió a decir nada. No querían que sospechara que sabían de esas cosas, menos aún si tenían un hermano o algún colega del hermano metidos en ello. Chutándose caballo. Hasta las chicas se quedaron en silencio mientras el policía movía la bolsa.
—¿Creéis que es levadura?, ¿harina?
Un murmullo reprobador. No fuera a pensar el policía que los de 6o B eran idiotas. Evidentemente era imposible determinar qué había en la bolsa, pero puesto que la clase trataba de las drogas, uno podía sacar sus propias conclusiones. El policía se volvió hacia la maestra:
—¿Qué les enseñáis en la clase de tareas del hogar?
La maestra sonrió encogiéndose de hombros. Todos se echaron a reír; el poli parecía majo. Algunos chicos habían podido hasta coger su pistola antes de que empezara la clase. Sin cargar, claro, pero de todas formas.
A Oskar le brincaba el corazón en el pecho. Sabía la respuesta a esa pregunta. Sufría por no poder decir lo que sabía. Quería que el policía lo mirara. Que lo mirara y que le dijera algo después de que él hubiera dado la respuesta correcta. Era una tontería lo que iba a hacer, lo sabía, y, sin embargo, levantó la mano.
—¿Sí?
—Es heroína, ¿no?
—Lo es —contestó el policía mirando con amabilidad—. ¿Cómo lo has adivinado?
Todas las cabezas se volvieron hacia él, expectantes ante lo que iba a decir.
—Bueno, es que... leo mucho y eso. El policía asintió con la cabeza.
—Eso está bien. Leer —dijo moviendo la bolsita—. Así no queda tanto tiempo para otras cosas. ¿Cuánto creéis vosotros que puede valer esto?
Oskar no tenía ya nada que añadir. Había pasado su minuto de gloria. Incluso le pudo decir al policía que leía mucho. Era más de lo que había esperado.
Luego se perdió en ensoñaciones. Imaginaba cómo el policía, al terminar la clase, se acercaba a él, se sentaba a su lado y le preguntaba cosas. Entonces le iba a contar todo. Y el policía le iba a entender. Le acariciaría el pelo y diría que era un buen chico; le levantaría y, estrechándolo entre sus brazos, diría:
—Jodido chivato.
Jonny Forsberg le clavó el dedo en el costado. El hermano de Jonny iba con drogatas y Jonny sabía un montón de palabras que el resto de los chicos de la clase aprendían rápidamente. Casi seguro que Jonny sabía con exactitud cuánto valía aquella bolsa, pero no era un chivato. No hablaba con la pasma.
Tenían recreo y Oskar se quedó al lado de los percheros, indeciso. Jonny quería meterse con él. ¿Cuál sería la mejor manera de evitarlo? ¿Quedándose en el pasillo o saliendo fuera? Jonny y el resto de los chicos de la clase se lanzaron en tromba al patio.
Claro; el policía iba a permanecer con su coche en el patio de la escuela para que quienes estuvieran interesados se acercaran a mirar. Jonny no se atrevería a meterse con él mientras el policía se quedara allí.
Oskar bajó hasta las puertas del patio y miró a través de los cristales. Justamente, todos los de la clase se arremolinaban alrededor del coche de la policía. A Oskar le habría gustado estar allí también, pero desechó la idea. Alguien intentaría darle un rodillazo; otro, bajarle los calzoncillos hasta la raja del culo, con policía o sin ella.
Pero al menos tendría un respiro durante este recreo. Salió al patio y se escabulló hasta la parte de atrás, hasta los lavabos.
Una vez dentro aguzó el oído, carraspeó un poco. El sonido resonó entre las cabinas. Rápidamente se sacó de los calzoncillos su bola del pis, un trozo de esponja del tamaño de una mandarina que él mismo había cortado de un viejo colchón, con un agujero en el que metía el pito. Lo olió.
Pues sí, mierda, claro que se había orinado un poco. Enjuagó la bola bajo el grifo y la escurrió lo mejor que pudo.
Incontinencia. Se llamaba así. Lo había leído en un folleto que había cogido a hurtadillas en la farmacia. Algo que padecían sobre todo las viejas.
Y yo.
Se podían comprar productos que iban bien para eso, según decía el folleto, pero él no pensaba gastar su propina yendo a la farmacia a pasar vergüenza. Y de ninguna manera pensaba decírselo a mamá; su compasión le ponía enfermo.
Él tenía su bola del pis y funcionaba; siempre y cuando la cosa no fuera a peor.
Pasos fuera, voces. Con la bola apretada en la mano se metió en una de las cabinas y cerró la puerta al tiempo que se abría la de fuera. Se subió sin hacer ruido a la tapa del retrete acurrucándose de manera que no se le vieran los pies si alguien miraba por debajo. Intentó contener la respiración.
—¿Ceeeerdo?
Jonny, claro.
—Cerdo, ¿estás aquí?
Y Micke. Los dos peores. No, Tomas era más cabrón, pero no solía acompañarles cuando la cosa iba de dar golpes y arañazos. Demasiado listo para eso. Ahora le estaría haciendo la pelota al policía. Pero si descubrieran su bola del pis sería Tomas el que de verdad utilizaría eso para herirlo y humillarle durante mucho tiempo. Jonny y Micke le atizarían algún golpe y tan contentos. Así que de alguna manera había tenido suerte...
—¿Cerdo? Sabemos que estás aquí.
Tocaron su puerta, llamaron y golpearon. Oskar juntó los brazos alrededor de las rodillas y apretó los dientes para no gritar.
—¡Iros de aquí! ¡Dejadme en paz! ¡¿Es que no podéis dejarme en paz?!
Entonces, Jonny dijo con voz melosa:
—Cerdito, si no sales ahora tendremos que esperarte después de la escuela. ¿Es eso lo que quieres?
Permanecieron un momento en silencio. Oskar contuvo la respiración.
Se liaron a patadas y golpes con la puerta. Atronaba en la cabina y el cerrojo se doblaba hacia dentro. Debería abrir, salir antes de que se enfadaran más, pero no podía.
—¿Ceeerdo?
Había levantado la mano, demostrado que era alguien, que sabía algo. Aquello estaba prohibido. Para él. Se inventaban un montón de razones para humillarle: que estaba demasiado gordo, que era demasiado feo, demasiado asqueroso. Pero el verdadero problema era que él no existía para nada, y todo lo que les recordara su existencia era un crimen.
Probablemente no harían más que «bautizarle», meterle la cabeza en el retrete y tirar de la cadena. Con independencia de lo que se les ocurriera sentía siempre un gran alivio cuando ya había pasado. Entonces, ¿por qué no podía quitar el pestillo, que de todos modos iba a saltar en cualquier momento, y dejarles que se divirtieran?
Con la vista puesta en el pestillo vio cómo éste se iba doblando hasta que saltó de la armella, la puerta que se abrió de golpe contra la pared de la cabina, la sonrisa de triunfo en la cara de Micke Siskovs, lo sabía.
Porque el juego no era así.
Ni él había corrido el pestillo ni los otros habían saltado la pared de su cabina en tres segundos, porque ésas no eran las reglas del juego.
La euforia de los cazadores era de los otros; el terror de la víctima, suyo. Cuando le cogieran se acabaría la diversión, y la paliza propiamente dicha sería una obligación impuesta. Si se rendía demasiado pronto corría el riesgo de que pusieran toda su energía en el castigo en lugar de ponerla en la persecución. Lo que sería peor.
Jonny Forsberg asomó la cabeza.
—Levanta la tapa si vas a cagar... Vamos, chilla como un cerdo.
Oskar chilló como un cerdo. Estaba previsto. A veces, si lo hacía le perdonaban el castigo. Se esforzó al máximo temiendo que, si no, durante el castigo le obligaran a levantar las manos y descubrir su asqueroso secreto.
Arrugó la nariz como si fuera el hocico de un cerdo gruñendo y chillando, gruñendo y chillando. Jonny y Micke se reían.
—Joder, Cerdo. Venga, más.
Oskar siguió. Apretó los ojos y siguió. Cerró los puños con tanta fuerza que las uñas se le clavaron en las palmas de las manos y siguió. Gruño y chilló hasta que notó un sabor raro en la boca. Entonces paró. Abrió los ojos.
Se habían ido.
Se quedó allí, acurrucado encima de la tapa del retrete, mirando al suelo. Había una mancha roja en el azulejo que estaba debajo de él. Mientras miraba, cayó al suelo otra gota de sangre de su nariz. Cogió un trozo de papel higiénico y se tapó las fosas nasales.
Le pasaba a veces, cuando tenía miedo. Empezaba a sangrar por la nariz, sin más. Esto le había ayudado en algunas ocasiones justo cuando iban a pegarle; entonces lo dejaban, puesto que ya estaba sangrando.
Oskar Eriksson permanecía acurrucado con un trozo de papel en una mano y su bola del pis en la otra. Sangraba, se orinaba y hablaba demasiado. Tenía escapes en todos los agujeros. Pronto empezaría a cagarse también. El Cerdo.
Se levantó y salió de los lavabos. Dejó la mancha de sangre en el suelo. Para que alguien la viera y sospechara. Para que creyera que alguien había sido asesinado allí, puesto que alguien había sido asesinado allí. Por centésima vez.

Håkan Bengtsson, un hombre de cuarenta y cinco años con incipiente barriga, incipiente calva y dirección desconocida para la autoridad, iba en el metro mirando por la ventana, estudiando la que iba a ser su nueva casa.
La verdad es que esto era algo feo. Norrköping era más bonito. De todas formas, estas poblaciones del oeste no se parecían en nada a los suburbios de Estocolmo que él había visto por la televisión; Kista y Rinkeby y Hallonbergen. Esto era diferente.
—PRÓXIMA ESTACIÓN, RÅCKSTA.
Algo más acabado y más acogedor. Aunque ahí se veía un auténtico rascacielos. Alzó la vista para poder ver el último piso de la torre de oficinas de Vattenfall. No recordaba un edificio semejante en Norrköping. Aunque claro, nunca había estado en el centro.
Se tenía que bajar en la próxima estación, ¿no? Miró el mapa de la red del metro pegado encima de las puertas. Sí, la próxima.

Fuente: Editorial Espasa. Año: NN.

viernes, 8 de enero de 2016

Jorge Luis Borges. (De: "Fervor de Buenos Aires". Año: 1923). Amanecer.


LITEROMANÍA. (De: "Fervor de Buenos Aires". Año: 1923).
Poema: Amanecer.
(En la gráfica: Octavio Paz, Jorge Luis Borges y María Kodama).
Nota:
Hace diez años, Ezequiel de Olaso, escribía para La Nación de Buenos Aires: "La obra de Borges nació abrazada a la filosofía. Ya en su primer libro de versos aparece la joven flor platónica (Borges no sentía que la eternidad fuera atemporal sino más bien un adjetivo de la juventud) Sabemos de sobra que los escritos de Borges rondan e interrogan temas tradicionales de la filosofía: el tiempo, la identidad personal, las relaciones del lenguaje con el mundo. También nos consta que Borges no quería ser filósofo. Entonces, ¿qué hacer? Los profesores de literatura se han mostrado remisos a penetrar en un territorio desconocido. Los profesores de filosofía presintieron que podían exponerse a una sensacional tomadura de pelo [...] Y sin embargo las relaciones de la obra de Borges con la filosofía son un tema legítimo y cautivante que ha comenzado a ejercitar inteligencias sensibles y disciplinadas."

Fuente:
http://www.henciclopedia.org.uy/autores/Ciancio/Borges.htm

***
AMANECER.
En la honda noche universal
que apenas contradicen los faroles
una racha perdida
ha ofendido las calles taciturnas
como presentimiento tembloroso
del amanecer horrible que ronda
los arrabales desmantelados del mundo.
Curioso de la sombra
y acobardado por la amenaza del alba
reviví la tremenda conjetura
de Schopenhauer y de Berkeley
que declara que el mundo
es una actividad de la mente,
un sueño de las almas,
sin base ni propósito ni volumen.
Y ya que las ideas
no son eternas como el mármol
sino inmortales como un bosque o un río,
la doctrina anterior
asumió otra forma en el alba
y la superstición de esa hora
cuando la luz como una enredadera
va a implicar las paredes de la sombra,
doblegó mi razón
y trazó el capricho siguiente:
Si están ajenas de sustancia las cosas
y si esta numerosa Buenos Aires
no es más que un sueño
que erigen en compartida magia las almas,
hay un instante
en que peligra desaforadamente su ser
y es el instante estremecido del alba,
cuando son pocos los que sueñan el mundo
y sólo algunos trasnochadores conservan,
cenicienta y apenas bosquejada,
la imagen de las calles
que definirán después con los otros.
¡Hora en que el sueño pertinaz de la vida
corre peligro de quebranto,
hora en que le sería fácil a Dios
matar del todo Su obra!

Pero de nuevo el mundo se ha salvado.
La luz discurre inventando sucios colores
y con algún remordimiento
de mi complicidad en el resurgimiento del día
solicito mi casa,
atónita y glacial en la luz blanca,
mientras un pájaro detiene el silencio
y la noche gastada
se ha quedado en los ojos de los ciegos.
***

jueves, 7 de enero de 2016

Jorge Luis Borges. "Evaristo Carriego". Ensayos. Año: 1930.


LITEROMANÍA: lo fantástico y lo oculto en la obra de Jorge Luis Borges.

Prólogo
A: “Evaristo Carriego”. Ensayos. 1930.

Yo creí, durante años, haberme criado en un suburbio de Buenos
Aires, un suburbio de calles aventuradas y de ocasos visibles. Lo
cierto es que me crié en un jardín, detrás de una verja con lanzas,
y en una biblioteca de ilimitados libros ingleses. Palermo del
cuchillo y de la guitarra andaba (me aseguran) por las esquinas,
pero quienes poblaron mis mañanas y dieron agradable horror
a mis noches fueron el bucanero ciego de Stevenson, agonizando
bajo las patas de los caballos, y el traidor que abandonó a su
amigo en la luna, y el viajero del tiempo, que trajo del porvenir
una flor marchita, y el genio encarcelado durante siglos en el
cántaro salomónico, y el profeta velado del Jorasán, que detrás de
las piedras y de la seda ocultaba la lepra.
¿Qué había, mientras tanto, del otro lado de la verja con
lanzas? ¿Qué destinos vernáculos y violentos fueron cumpliéndose
a unos pasos de mí, en el turbio almacén o en el azaroso baldío'?
¿Cómo fue aquel Palermo o cómo hubiera sido hermoso que fuera?
A esas preguntas quiso contestar este libro, menos documental
que imaginativo.
J.L.B.

miércoles, 6 de enero de 2016

Literomanía. Borges. "Fervor de Buenos Aires". Prólogo.


LITEROMANÍA: lo fantástico y lo oculto en la obra de Jorge Luis Borges. Todo lo que me ha llamado la atención y que transcribí en mi cuaderno de notas ahora lo comparto con ustedes.
J. Méndez-Limbrick.
(En la gráfica: Victoria Ocampo y Borges).
Borges  y el prólogo de “Fervor de Buenos Aires”
Prólogo

No he reescrito el libro. He mitigado sus excesos barrocos, he limado asperezas, he tachado sensiblerías y vaguedades y, en el decurso de esta labor a veces grata y otras veces incómoda, he sentido que aquel muchacho que en 1923 lo escribió ya era esencialmente -¿qué significa esencialmente?- el señor que ahora se resigna o corrige. Somos el mismo; los dos descreemos del fracaso y del éxito, de las escuelas literarias y de sus dogmas; los dos somos devotos de Schopenhauer, de Stevenson y de Whitman. Para mí, Fervor de Buenos Aires prefigura todo lo que haría después. Por lo que dejaba entrever, por lo que prometía de algún modo, lo aprobaron generosamente Enrique Díez-Canedo y Alfonso Reyes. Como los de 1969, los jóvenes de 1923 eran tímidos. Temerosos de una íntima pobreza, trataban como ahora, de escamotearla bajo inocentes novedades ruidosas. Yo, por ejemplo, me propuse demasiados fines: remedar ciertas fealdades (que me gustaban) de Miguel de Unamuno, ser un escritor español del siglo diecisiete, ser Macedonio Fernández, descubrir las metáforas que Lugones ya había descubierto, cantar un Buenos Aires de casas bajas y, hacia el poniente o hacia el Sur, de quintas con verjas. En aquel tiempo, buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad.
J. L. B.
Buenos Aires, 18 de agosto de 1969.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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