lunes, 11 de enero de 2016

LITEROMANÍA. Jorge Luis Borges. “Evaristo Carriego”. Ensayos. 1930. (Fragmento).


LITEROMANÍA. Jorge Luis Borges.
“Evaristo Carriego”. Ensayos. 1930.
(Fragmento).
Hacia el Maldonado raleaba el malevaje nativo y lo sustituía el calabrés, gente con quien nadie quería meterse, por la peligrosa buena memoria de su rencor, por sus puñaladas traicioneras a largo plazo. Ahí se entristecía Palermo, pues las vías de hierro del Pacífico bordeaban el arroyo, descargando esa peculiar tristeza de las cosas esclavizadas y grandes, de las barreras altas como pértigo de carreta en descanso, de los derechos terraplenes y andenes. Una frontera de humo trabajador, una frontera de vagones brutos en movimientos, cerraba ese costado; atrás, crecía o se emperraba el arroyo. Lo están encarcelando ahora: ese casi infinito flanco de soledad que se acavernaba hace poco, a la vuelta de la truquera confitería de La Paloma, será reemplazado por una calle tilinga, de tejas anglizantes. Del Maldonado no quedará sino nuestro recuerdo, alto y solo, y el mejor sainete argentino y los dos tangos que se llaman así —uno primitivo, actualidad que no se preocupa, mero plano del baile, ocasión de jugarse entero en los cortes; otro, un dolorido tango-canción, al estilo boquense— y algún clisé apocado que no facilitará lo esencial, la impresión de espacio, y una equivocada otra vida en la imaginación de quienes no lo vivieron. Pensándolo, no creo que el Maldonado fuera distinto de otras localidades muy pobres, pero la idea de su chusma, desaforándose en rotos burdeles, a la sombra de la inundación y del fin, mandaba en la imaginación popular. Así, en el hábil sainete que mencioné, el arroyo no es un socorrido telón de fondo: es una presencia, mucho más importante que el pardo Nava y que la china Dominga y que el Títere. (El puente Alsina, con su todavía no cicatrizado ayer cuchillero y su memoria de la patriada grande del ochenta, lo ha deshancado en la mitología de Buenos Aires. En lo que se refiere a la realidad, es de fácil observación que los barrios más pobres suelen ser los más apocados y que florece en ellos una despavorida decencia.) Del lado del arroyo zarpaban las tormentas altas de tierra que toldaban el día, y el malón de aire del pampero que golpeaba todas las puertas que miraban al sur y dejaban en el zaguán una flor de cardo, y la arrasadora nube de langostas que trataba de espantar a gritos la gente, y la soledad y la lluvia. A polvo tenía gusto esa orilla. Hacia el agua zaina del río, hacia el bosque, se hacía duro el barrio. La primera edificación de esa punta fueron los mataderos del Norte, que abarcaron unas dieciocho manzanas entre las venideras calles Anchorena, Las Heras, Austria y Beruti, y ahora sin más reliquia verbal que el nombre la Tablada, que le escuché decir a un carrero, insipiente de su antigua justificación. He inducido al lector a la imaginación de ese dilatado recinto de muchas cuadras, y aunque los corrales desaparecieron el setenta, la figura es típica del lugar, atravesado siempre de fincas —el cementerio, el hospital Rivadavia, la cárcel, el mercado, el corralón municipal, el presente lavadero de lanas, la cervecería, la quinta de Hale— con pobrerío de golpeados destinos alrededor. Esa quinta era por dos razones mentada: por los perales que la chiquilinada del barrio saqueaba en clandestinos malones y por el aparecido que visitaba el costado de la calle Agüero, reclinada  Destruirlas era cosa de herejes, porque llevaban la señal de la cruz:
marca de su emisión y repartición especiales de parte del Señor.
en el brazo de un farol la cabeza imposible. Porque a los verdaderos peligros de un compadraje cuchillero y soberbio, había que sumar los fantásticos de una mitología forajida; la viuda y el estrafalario chancho de lata, sórdidos como el bajo, fueron las más temidas criaturas de esa religión de barrial. Antes había sido una quema ese norte: es natural que gravitaran en su aire basuras de almas. Quedan esquinas pobres que si no se vienen abajo es porque están apuntalándolas todavía los compadritos muertos. Bajando por la calle de Chavango (después Las Heras) el último boliche del camino era La Primera Luz, nombre que, a pesar de aludir a sus madrugadores hábitos, deja una impresión —justa— de ciegas calles atascadas sin nadie, y al fin, a las cansadas vueltas, una humana luz de almacén. Entre los fondos del cementerio colorado del Norte y los de la Penitenciaría, se iba incorporando del polvo un suburbio chato y despedazado, sin revocar:^ su notoria denominación, la Tierra del Fuego. Escombros del principio, esquinas de agresión o de soledad, hombres furtivos que se llaman silbando y que se dispersan de golpe en la noche lateral de los callejones, nombraban su carácter. El barrio era una esquina final. Un malevaje de a caballo, un malevaje de chambergo mitrero sobre los ojos y de apaisanada bombacha, sostenía por inercia o por impulsión una guerra de duelos individuales con la policía. La hoja del peleador orillero, sin ser tan larga —era lujo de valientes usarla corta— era de mejor temple que el machete adquirido por el Estado, vale decir con predilección del costo más alto y el material más ruin. La dirigía un brazo más ganoso de atropellar, mejor conocedor de los rumbos instantáneos del entrevero. Por la sola virtud de la rima, ha sobrevivido a un desgaste de cuarenta años un rato de ese empuje: Hágase a un ,lao, se lo ruego, que soy de la Tierra'el Juego.
No sólo de peleas; esa frontera era de guitarras también.

“Evaristo Carriego”. Ensayos. 1930.


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