martes, 12 de enero de 2016

Paul Féval. Novela: La ciudad vampiro.


Paul Henri Corentin Féval, escritor francés, nacido en Rennes el 29 de septiembre de 1816 y fallecido en París el 8 de marzo de 1887, especialista en la novela de folletines en su tiempo, llegó a competir en popularidad con los grandes folletinistas de su época como Alejandro Dumas y Eugène Sue.
Paul Féval nace y se educa en la Región de Bretaña, lo cual influirá en su obra literaria posterior, si bien no es un recopilador de cuentos tradicionales, si es influido por los cuentos y leyendas tradicionales del folclore de su región natal, en donde, además, localizará muchas de sus narraciones. En su juventud estudio leyes, pero pronto dejó de interesarle el derecho y se marchó a París en 1836. Allí comienza a publicar sus folletines, y en 1841 aparece su primera novela `El club de las focas`, editada por entrega en la revista Revue de Paris. Al año siguiente, publicó `Rollan Pie de hierro` y, en 1843, otras dos novelas: `Los caballeros del firmamento` y `El Lobo Blanco`. `El Lobo Blanco`, cuyo nombre se refiere a la identidad secreta de un héroe albino, es uno de los primeros héroes que recurre al cambio de identidad para hacer justicia, convirtiéndose en un auténtico precursor de `El Zorro` de Johnston McCulley y de otros superhéroes venideros.
En 1844, publica los `Misterios de Londres`. Esta novela se convierte en el primer gran éxito de Féval, que lo sitúa para sus contemporáneos a la altura de Sue y de Alejandro Dumas padre. La novela, protagonizada por el irlandés Fergus O`Breane en busca de venganza, recuerda en ciertos aspectos al `Conde de Montecristo` que publicará Dumas al año siguiente.
Tras este éxito, Féval busca dejar la literatura popular para buscar el reconocimiento por parte de un público más culto. Así, en 1853 una obra satírica `Le tueur de Tigres`, pero que no consigue el reconocimiento que esperaba, por lo que vuelve al folletín con `La Loba`, una secuela de `El Lobo Blanco` antes mencionado, y en 1856 `Los hombres de hierro`.
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PRÓLOGO
DECONSTRUCTING UDOLFO

La Ciudad Vampiro podría haber sido escrita ayer. De hecho, me cuesta creer que no haya sido así. Cuando el cine y la literatura de terror han llegado ya a un grado tal de extenuación que la única manera de mantenerlos con vida es la metafísica pop de films como la saga de Scream, creada por Wes Graven, esta pequeña novela de Paul Féval parece haber sido escrita siguiendo la misma línea de acción: la deconstrucción cómplice del género, básicamente autoparódica pero a la vez perfectamente eficaz en cuanto a su capacidad para evocar lo fantástico, lo terrorífico y lo asustante, estableciendo un juego netamente postmoderno entre el lector y la obra, en el que la eficacia de todo depende de que el primero esté al tanto de todos los guiños de la segunda, perfectamente familiarizado con los tópicos y los arquetipos del género terrorífico. Resumiendo: La Ciudad Vampiro es una lúcida y delirante parodia de la novela gótica, irresistiblemente divertida, que hará las delicias de los lectores familiarizados con el universo de la literatura clásica de terror.
Pero, sobre todo y más que eso, La Ciudad Vampiro es un ejemplo de esa indomable modernidad que hace su aparición galopante sin que nadie pueda explicarse el cómo o el por qué. Hay modas, hay moderneces, hay modernismos y hay, también, una peculiar sensibilidad netamente moderna, que existía antes incluso del discurso de la modernidad, y que permanece desafiante fuera del tiempo, como riéndose de quienes, desde la invención de las vanguardias, juegan a las moderneces sin llegar nunca a ser modernos. Modernos son, por ejemplo, los dibujos de Aubrey Beardsley, mientras los lienzos más revolucionarios de un Tapies o un Gordillo, por ejemplo, envejecen a velocidad de vértigo. Moderno es el poema medieval Sir Gawain y el Caballero Verde, mientras las novelas de elfos, dragones y mazmorras de los últimos años se convierten en viejos amasijos de papel sin interés alguno. Modernos son Lewis Carroll y sus libros de Alicia, mientras Manolito Gafotas huele ya a coyuntura del momento (¡y qué momento!) por los cuatro costados. Y terriblemente moderna es La Ciudad Vampiro de Paul Féval, a pesar de haber sido publicada hacia 1873.
Sólo si percibimos la modernidad como un fenómeno sensible peculiar, capaz de aparecer como si de una nave espacial se tratara, atravesando agujeros de gusano en cualquier tiempo o lugar, sin importarle nada, podremos cerrar por un instante nuestra boca, abierta desde casi la primera página de la novela, y aceptar que La Ciudad Vampiro fue escrita en la segunda mitad del siglo XIX y no es, por tanto, ni la obra de un escritor de steampunk de los años 90, como James P. Blaylock o Tim Powers, ni la de un gamberro experimentador de la época de la Nueva Cosa, como Harían Ellison, Thomas M. Disch, Philip K. Dick o Michael Moorcock... Ni, por otro lado, una de esas locuras tan características de las primeras y auténticas vanguardias, uno de esos extravagantes y siempre frescos experimentos literarios de Alfred Jarry, Apollinaire o, ¿por qué no?, Ramón Gómez de la Serna. No. La Ciudad Vampiro fue escrita por Paul Féval, el creador del caballero de Lagardere, espadachín y justiciero tan famoso en Francia como el propio D'Artagnan, un escritor de folletines populares, en la línea de Eugenio Sue, Ponson du Terrail, Michel Zévaco o el propio Dumas. Aparentemente, pues, lo más alejado posible de la experimentación literaria, el riesgo formal o la búsqueda de nuevas posibilidades expresivas para la novela, gótica o no.
Paul Henri Corentin Féval nació en Rennes en 1817. Tras varios años dedicado al ejercicio de la banca y de la abogacía, decidió, cuando apenas contaba veinticuatro años, echarse a la bohemia y convertirse en escritor de folletines. Después de unos cuantos tanteos que correrían diversa suerte, en 1844 la publicación de Los misterios de Londres, firmada con el pintoresco seudónimo de Sir Francis Trollop, como para subrayar la verosimilitud de la británica intriga de la obra, alcanzó un éxito notorio, que le consagró ya decididamente al cultivo del género. En 1858 publicaría El jorobado de Lagardere, que varios años después, convertida en obra teatral por el propio Féval en colaboración con Victoriano Sardou, se convertiría en algo así como su fuente fija de ingresos, alcanzando una popularidad sólo superada por los mosqueteros surgidos de la pluma de Alejandro Dumas padre. Compitiendo duramente con sus contemporáneos, Féval, como buen folletinista, no dejó apenas género sin tratar, mezclando elementos propios de la novela de terror, la intriga criminal y política, la capa y espada y la novela histórica. Sustituyó a Ponson du Terrail durante una temporada al frente de las aventuras de Rocambole; algunos aventuran que fue también «negro» en el taller de Dumas, antes de llegar a tener, al calor del éxito, su propio taller y su propio ejército de «negros». Desafió a Eugenio Sue no sólo dando réplica anglófila a Los misterios de París de éste, sino también cuando en 1876, después de haberse convertido al catolicismo, dio réplica al anticlericalismo de su colega con la publicación de ¡Jesuitas!, una historia novelada de la Compañía de Jesús, en la que intentó —en vano, todo hay que decirlo— limpiar literariamente el nombre de la orden religiosa que hacía las veces de Spectra (la asociación criminal para el chantaje, el terrorismo, la extorsión y el crimen de las películas de James Bond) en la obra más famosa de Sue, además de en otras novelas de Dumas y de buena parte de los autores de folletín de la época. Muerto en París en 1887, para la mayor parte de los aficionados a la novela de aventuras Féval es, ante todo, el creador del caballero Enrique de Lagardere, maestro del disfraz, justiciero impenitente, experto espadachín poseedor de una estocada secreta y mortal. Para quienes nos deleitamos con la literatura de lo extraño, la novela de horror y el horror de la novela, es el autor de La Ciudad Vampiro, quizá la primera novela de terror postmoderna.
Ya es hora de que digamos por qué. No basta, ni mucho menos, que se trate de una parodia de la novela gótica. Ya desde la más tierna infancia del género, cuando El monje, Vathek, Melmoth el Errabundo y, sobre todo, las obras de Ann Radcliffe, estaban entre los primeros puestos de las más vendidas (pueden consultarse tanto las listas de las ferias del libro inglesas del siglo XVIII, como las listas alternativas de los libreros de la época), surgieron réplicas irónicas y salaces como La mansión de las pesadillas, de Thomas Love Peacock y, sobre todo, La abadía de Northanger, de miss antinovela gótica, Jane Austen. Pero, al menos en ambos casos, se trataba sobre todo de sátiras amables, que advertían, a la manera cervantina pero sin la exuberancia quijotesca, de los peligros que entrañaba para las jovencitas sin seso dejarse arrastrar por las fantasías románticas y tenebrosas de los novelones góticos. Nada más lejos del espíritu delirante y surrealista avant la lettre de La Ciudad Vampiro. De principio, tenemos una absolutamente sangrienta y afilada sátira del orgullo británico, con su inclinación al autobombo y al menosprecio imperial del resto de la humanidad. A lo largo de todas las páginas de su novela, Féval no deja de poner en evidencia el "chauvinismo" inglés exagerando (quizá no demasiado) su egocentrismo con frases del talante de «Lo cierto es que cuanto más se piensa, más se alegra uno de ser inglés», puestas en boca de la narradora (inglesa) o de sus personajes (también ingleses). Pero, sobre todo, tenemos a la protagonista, Ella, como se la llama a menudo en el texto, ni más ni menos que la mismísima... Ann Radcliffe. En efecto, es la autora de Los misterios de Udolfo y de tantos otros novelones góticos, el personaje central de una aventura en la que, con implacable ingenio y mala idea, se parodian todos los lugares comunes de su obra, todos los efectos y defectos de un estilo narrativo tan característico como el suyo. Y lo verdaderamente sorprendente es que la técnica empleada para ello es tan provocadora y moderna que resulta las más de las veces antes cinematográfica que literaria. En un momento antológico, cuando Ella abandona su hogar, en mitad de la noche y en vísperas de su boda, para arrostrar los peligros de un viaje a lo desconocido en compañía de su criado, exclama, en directa imitación de su estilo habitual: «—¡Adiós, mi querido hogar! ¡Dulce refugio de mi adolescencia, adiós! Campos verdes, montañas orgullosas, bosques misteriosos llenos de sombras, ¿volveré a veros alguna vez?» A lo que su acompañante replica escéptico: «—En lugar de hablar sola, señorita, podríais decirme qué es lo que vamos a hacer en Stafford tan pronto». Personalmente, no puedo dejar de pensar en esos momentos geniales en los que Woody Alien o los protagonistas de las mejores comedias de John Hughes se vuelven y hablan directamente a cámara, destruyendo, como hace aquí el criado, la continuidad estructural de la obra de ficción, para infiltrar al espectador de manera cómplice y oblicua. Una de las características que hacen de La Ciudad Vampiro una obra innegablemente moderna es que, parodiando un estilo incluso ya algo pasado de moda en su época, los referentes que surgen en la cabeza del aficionado al fantástico son cinematográficos y contemporáneos, tanto o más que históricos y literarios. Si es cierto que Féval se burla hasta la saciedad de los tópicos argumentales y estilísticos de la autora de El confesionario de los penitentes negros, que Angus Ross define así: «Sus personajes son de cartón, y el diálogo, artificial, pero al mantener tensas la curiosidad y el temor del lector, consigue articular sus tenebrosos paisajes, hasta que al final su racionalismo le obliga a una "explicación" desilusionante de los horrores», no menos cierto es que resulta imposible no recordar El jovencito Frankenstein de Mel Brooks ante un momento como aquél en el que, al pronunciar en voz alta el nombre del vampiro, el señor Goëtzi, «El caballo se encabritó y Grey–Jack se apresuró a santiguarse. (...)—Ya veis lo que ocurre sólo con pronunciar su nombre...»
El humor negro, el absurdo, hasta un grado tan exacerbado que hace pensar en los cuentos de Apollinaire pero también en los delirios de bande dessiné propios del cine de Fierre Jeunet y Marc Caro, destruye con premeditación y alevosía una trama gótica que va siendo deconstruida punto por punto, atomizada, puesta en evidencia en todas y cada una de sus partes componentes, desde la técnica epistolar tan querida por el género, de la Radcliffe al Dracula de Stoker, a las explicaciones racionalistas y pseudocientíficas aludidas en la crítica de Ross, que son llevadas aquí hasta el más ridículo de los extremos. Pero lo más sorprendente es que, aparte de la pura parodia, del humor cómplice y casi visionario en su uso de procedimientos que tienen, vistos hoy, más de cine o de teatro que de novela, lo más sorprendente, insisto, es que La Ciudad Vampiro funciona como alucinada narración fantástica, como novela de horrores grotescos y estrambóticos, como pesadilla surreal y gozosamente absurda. Ahí está, por ejemplo, el propio señor Goëtzi, un vampiro que pareciera más bien un pequeñoburgués materializado desde un lienzo de René Magritte, y cuyas víctimas no es que se transformen en vampiros a la manera clásica, sino que en un extraño tour de forcé imaginativo, se convierten en partes asimilables del propio Goëtzi, extensiones de su yo, que conservan algunas características de su ser original, ya muerto por el vampiro, pero que a la vez adquieren aspectos y cualidades imposibles, propios de una enloquecida troupe circense del más allá. Así, en cierto momento, el señor Goëtzi puede desdoblarse para, literalmente, hacerse compañía cuando se siente solo, y en otros hacer aparecer a varias de sus encarnaciones y/o víctimas, desgajándolas de su propio cuerpo, y adoptando los más variopintos aspectos: «El grupo lo formaba un hombre obeso que sólo tenía el reborde del rostro, es decir, cabello y barba. Un loro gigantesco se agarraba con las patas a su hombro; a su derecha había un niño de expresión diabólica, apoyado sobre un aro; y a su izquierda había un monstruoso perro de color carne, con una cara casi humana, y que permanecía completamente rígido sobre sus cuatro patas separadas (...) Finalmente, al lado del mostrador, se veía una mujer gorda y calva, que dormía con agudos ronquidos...» Y todos y cada uno de estos estrafalarios seres, incluyendo al perro y al loro, son vampiros, víctimas a su vez del vampiro Goëtzi, quien les transforma en partes de su ser, en criaturas diferentes, animalizadas o incluso transexualizadas, dirigidas por su voluntad implacable y sobrenatural. Particularmente escalofriante es la carpa circense, teatro ambulante de auténticos vampiros, plagiado sin duda por Anne Rice y por Neil Jordan para su granguiñolesco espectáculo teatral de Entrevista con el vampiro, en el que puede verse como «EL AUTÉNTICO VAMPIRO DE PETERWARDEIN DEVORARÁ A UNA JOVEN VIRGEN Y BEBERÁ VARIAS COPAS DE SANGRE COMO SIEMPRE, AL SON DE LA MÚSICA DE LOS GUARDIAS ECUESTRES». Estamos, qué duda cabe, en el universo del fantastique, que se ríe con sorna y malicia surrealista del fantasy y el gothic anglosajón, con sus pretensiones de lógica y coherencia argumental, que Féval, como si estuviera poseído por una singular furia dadaista, machaca con el martillo pilón de su ingenio y su fantasía más desbocada. La Ciudad Vampiro pertenece al mismo mundo que las aventuras de Harry Dickson, en las que Jean Ray enfrentaba al arquetipo del detective británico con horrores absurdos y crímenes imposibles de resolver por lógica o deducción, ya que los culpables resultaban ser siempre criaturas sobrenaturales, monstruos paganos y científicos locos, criaturas del bestiario de nuestro subconsciente, que hubieran indignado a Sherlock Holmes y hasta al propio Nick Carter. Tanto Féval como Jean Ray (y como en general la escuela francesa y francobelga del fantástico) se deleitan en deconstruir y, finalmente, pervertir, invertir con cierto placer sadiano, las rígidas leyes que, en la forma como en el fondo, dominan el campo de la literatura fantástica anglosajona. Como podría decir el Divino Marqués, en darles por el c...
Y finalmente, la propia Ciudad Vampiro. Culminación onírica del viaje no sólo de los protagonistas sino también del lector, el trazado y las calles de esta imposible ciudad están tan fuera del espacio y del tiempo como la propia modernidad de la novela de Féval. Tanto podrían pertenecer a un grabado o dibujo de Alfred Kubin como a un lienzo hierático y suntuoso de Delvaux o Clovis Trouille. Naturalmente, también alienta en su descripción el espíritu de artistas a los que Féval podía y debía conocer muy bien, como El Bosco, Bresdin o Gustave Doré. Pero la barahúnda de criaturas vampíricas multiformes que acosan a los protagonistas, en una escena digna de cualquier zombie movie moderna, está de hecho tan emparentada con las grotescas deformidades de los monstruos de Goya, Fuseli o Blake, como con las hordas de vampiros de Abierto hasta el amanecer. Ciudad de Oz, mundo perdido de reminiscencias lovecraftianas... por adelantado, la Ciudad Vampiro es una eclosión de la imaginación que, una vez más y definitivamente, eleva la novela de Féval muy por encima de sus aparentes límites espaciotemporales, para ofrecernos un paisaje ultraterreno que pertenece ya, por derecho propio, a lo mejor de la literatura y el arte fantástico de todos los tiempos.
Mientras los vampiros de última hornada prosiguen su aburrido decaer como tristes superhéroes existenciales. Mientras el género es a duras penas rescatado de su declive por un retorno gozoso al humor y el espíritu juvenil, propiciado, precisamente, por esa serie de Scream a la que aludía al principio de estas páginas, y que junto a joyas psicotrónicas y juguetonas para (espíritus) quinceañeros calientes, como Jóvenes y brujas o Un hombre lobo americano en París, está haciendo resurgir el cine de horror de sus propias cenizas, la lectura de La Ciudad Vampiro es más que una obligación para estudiosos, más que un compromiso para obsesos y completistas del vampirismo estético y literario (que también lo es)... Es, sobre todo, un ejercicio de humildad, que nos muestra que el espíritu moderno e irreverente es tan indomable, imprevisible e irreductible como los propios vampiros, y que un autor menor, un escritor de folletines olvidado, puede, vaya uno a saber cómo o por qué, convertirse en el catalizador de una verdadera obra maestra, visionaria, extrema y vanguardista, cuyo poder de seducción está por encima de cualquier consideración histórica o literaria, y que, para colmo, si tenemos en cuenta que el folletín es a su vez un derivado en cierta medida de la novela gótica, se convierte también en autoparodia y autocrítica de la obra del propio Féval, no exenta por lo tanto de un alegre y despiadado masoquismo literario.
La Ciudad Vampiro sigue en pie, y yo, como el doctor Magnus y el joven pintor esclavonio que aparecen en sus páginas, «personajes de poca importancia que se habían despistado y cuyo destino es fácil de imaginar», desaparezco entre sus avenidas y bulevares, de vuelta a mi tumba (de la que seguramente muchos piensan que jamás debería haber salido), para reunirme con el señor Goëtzi, mi verdadero dueño y señor, que me reclama ya para volver a entrar en su carne, haciéndome uno con él y penetrándome de los misterios de la transubstanciación vampírica. Mientras, el lector, mucho más dichoso, debe empezar, si no lo ha hecho ya harto de estas consideraciones fatuas y pedantes, la lectura de esta verdadera joya de la literatura fantástica, recuperada precisamente ahora, cuando probablemente más falta hacía.
Jesús Palacios.
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Fuente:
UNA PERIPECIA GÓTICA DE ANN RADCLIFFE
Traducción:
JACOBO RODRÍGUEZ
Prólogo:
JESÚS PALACIOS
VALDEMAR
1998

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