domingo, 1 de noviembre de 2015

Maurice Leblanc. Novela: La aguja hueca.


Maurice Leblanc
(Francia, 1864-1941)
Escritor francés nacido en Rouen. Hijo de un constructor naval. Estudia Derecho y trabaja en la empresa familiar. Más tarde se dio a conocer en París con novelas analíticas, que le valieron la estima y la protección de Guy de Maupassant. Leblanc alcanzó la fama por su personaje de Arsenio Lupin, que apareció por primera vez en una publicación mensual llamada Je sais tout entre 1905 y 1907, con el título de Arsenio Lupín, gentleman y ladrón. Desde entonces, se dedicó casí exclusivamente a las aventuras de su héroe, en innumerables novelas y recopilaciones de historias cortas.

***
CAPÍTULO DOS
ISIDORO BEAUTRELET, ALUMNO DE RETÓRICA

He aquí un extracto de la información publicada por el Grand Journal:

NOTICIAS DE LA NOCHE
Secuestro del doctor Delattre.
Un golpe de una audacia loca.

«En el momento de entrar en prensa nuestro periódico, recibimos una noticia cuya autenticidad no nos atrevemos a garantizar, a tal extremo nos parece inverosímil.
»Anoche, el doctor Delattre, el célebre cirujano, asistía con su esposa y su hija a la representación de Hernani en la Comedia Francesa. Al comienzo del tercer acto, es decir, a eso de las diez, se abrió la puerta de su palco; un señor, a quien acompañaban otros dos, se inclinó hacia el doctor y le dijo en voz lo bastante alta para que la señora Delattre lo oyera:
»—Doctor, vengo a cumplir una misión de las más penosas y le agradecería mucho que usted me facilitara la tarea.
»—¿Quién es usted, señor?
»—Soy el señor Thézard, comisario de Policía, y tengo órdenes de llevarle a usted ante el señor Dudouis, en la Prefectura.
»—Pero ¿cómo...?
»—Ni una palabra, doctor, se lo suplico, ni un gesto... Hay un lamentable error y es por lo que debemos actuar en silencio y no llamar la atención de nadie. Antes que termine la función ya estará usted de regreso aquí, no me cabe la menor duda.
»E1 doctor se levantó y siguió al comisario. Pero al terminar la función no había regresado.
»Muy inquieta, la señora Delattre acudió a la Comisaría de Policía. Allí encontró al verdadero señor Thézard, y se enteró, con grave espanto, de que el individuo que había llevado detenido a su marido no era más que un impostor.
»Las primeras investigaciones han revelado que el doctor había subido a un automóvil y que éste se había alejado en dirección a la Concorde.
»En nuestra segunda edición tendremos a nuestros lectores al corriente de esa increíble aventura.»

Pero, por increíble que fuese, la aventura era verídica. Por lo demás, el desenlace no iba a hacerse esperar, y el Grand Journal, al propio tiempo que la confirmaba en su edición del mediodía, anunciaba en breves palabras el golpe de teatro con que terminaba, el fin de la historia y el comienzo de las suposiciones. Decía el periódico:

«Esta mañana, a las nueve, el doctor Delattre ha sido llevado ante la puerta del número 78 de la calle Duret por un automóvil que inmediatamente se alejó. El número 78 de la calle Duret no es otro que la propia clínica del doctor Delattre, clínica a la cual aquél llega todas las mañanas a esa misma hora.
«Cuando nos presentamos allí, el doctor, que estaba en conferencia con el jefe de Seguridad, tuvo, sin embargo, la amabilidad de recibirnos. Respondiendo a nuestras preguntas manifestó:
»—Todo lo que puedo decirles es que fui tratado con las mayores consideraciones. Mis tres acompañantes son personas de una refinada educación, espirituales y buenos conversadores, cosa que no era para desdeñar, dado lo largo que fue el viaje.
»—¿Cuánto tiempo duró?
»—Unas cuatro horas.
»—¿Y el objeto de ese viaje?
»—Fui llevado a la cabecera de un enfermo cuyo estado precisaba de una intervención quirúrgica inmediata.
»—¿Y esa operación salió bien?
»—Sí, pero las consecuencias son de temer. Aquí, yo respondería del paciente. Pero allí..., en las condiciones en que se encuentra...
»—¿Son malas esas condiciones?
»—Detestables... Una habitación de una posada... y la absoluta imposibilidad, por así decirlo, de recibir cuidados.
»—Entonces, ¿qué podría salvarle?
»—Un milagro..., y además, su constitución física, de un vigor excepcional.
»—¿Y no puede usted decir nada más sobre ese extraño cliente?
»—No puedo. Primero, lo he jurado, y segundo recibí la suma de cincuenta mil francos a beneficio de mi clínica popular. Si no guardo silencio, esa suma me será retirada.
»—¡Vamos! ¿Cree usted?
»—Palabra que sí lo creo. Todas aquellas personas me parecieron extraordinariamente serias.
«Tales son las declaraciones que nos ha hecho el doctor.
»Y hemos sabido también, por otra parte, que el jefe de Seguridad todavía no ha logrado obtener de él informes más precisos sobre la operación que practicó al paciente a quien trató, y sobre las regiones que el automóvil recorrió. Resulta, pues, difícil llegar a saber la verdad.»

Esa verdad que el redactor de la entrevista se confesaba impotente para descubrir, los espíritus clarividentes la adivinaron con sólo establecer una relación entre el secuestro del doctor y los hechos ocurridos la víspera en el castillo de Ambrumésy, que todos los periódicos relataron ese mismo día con los más mínimos detalles. Había, evidentemente, entre esa desaparición de un ladrón herido y el secuestro del doctor una coincidencia que era preciso tener en cuenta.
La investigación, por lo demás, demostró lo acertado de la hipótesis. Siguiendo la pista del seudochofer que había huido en bicicleta, se comprobó que había logrado llegar al bosque de Arques, situado a unos quince kilómetros, que desde allí, después de haber arrojado la bicicleta a un foso, se había dirigido a la aldea de Saint-Nicolás y que había enviado un telegrama concebido en los siguientes términos:

«A. L N., Oficina 45, París.
«Situación desesperada. Operación urgente. Enviad celebridad por nacional catorce.»

La prueba era irrefutable. Avisados los cómplices de París, éstos se apresuraron a adoptar sus medidas. A las diez de la noche enviaban a la celebridad solicitada por la carretera nacional catorce, que bordea el bosque de Arques y llega a Dieppe. Durante ese tiempo, a favor del incendio provocado por ella misma, la banda de ladrones rescataba a su jefe y le transportaba a una posada, donde se realizó la operación inmediatamente después de la llegada del doctor, a eso de las dos de la madrugada.
Sobre esto no había duda alguna. En Pontoise, en Gournay, en Forges, el inspector jefe Ganimard, enviado especialmente desde París, con el inspector Folenfant, comprobó el paso de un automóvil en el curso de la noche anterior... Y lo mismo en la carretera de Dieppe a Ambrumésy. Si bien la pista del automóvil se perdía a una media legua del castillo, cuando menos se observaban numerosos vestigios de su paso entre la pequeña puerta del parque y las ruinas del claustro. Además, Ganimard hizo observar que la cerradura de la puerta había sido violentada.
Por tanto, todo quedaba explicado. Faltaba por determinar la posada de que el médico había hablado. Tarea fácil para un Ganimard, husmeador, paciente y perro viejo en la Policía. El número de posadas es limitado, y ésta, dado el estado del herido, no podía encontrarse sino en las inmediaciones de Ambrumésy. Ganimard y el brigadier se pusieron en campaña. Visitaron y registraron todo cuanto podía pasar por ser una posada. Pero, contra todo lo que esperaban, el moribundo se obstinó en mantenerse invisible para ellos.
Ganimard ponía el mayor empeño. Regresó al castillo para dormir allí la noche del sábado, con la intención de realizar su investigación personal el domingo. Mas el domingo por la mañana se enteró de que una ronda de gendarmes había visto esa misma noche una silueta que se deslizaba por el camino hondo en el exterior de los muros. ¿Era un cómplice que venía a recoger informaciones? ¿Debería suponerse que el jefe de la banda no había salido del claustro o de las inmediaciones de éste?
Por la noche, Ganimard dirigió abiertamente la escuadra de gendarmes por el lado de la granja y se situó él mismo, así como Folenfant, fuera de los muros, cerca de la puerta.
Un poco antes de medianoche, un individuo salió del bosque, se escurrió entre ellos, cruzó el umbral de la puerta y penetró en el parque. Durante tres horas le vieron errar por entre las ruinas, agacharse, escalar los viejos pilares, quedándose a veces inmóvil durante largos minutos. Luego se acercó a la puerta y de nuevo pasó por entre los dos inspectores.
Ganimard le echó la mano al cuello, mientras Folenfat le sujetaba por el cuerpo. No ofreció resistencia y con la mayor docilidad del mundo se dejó esposar y conducir al castillo. Pero cuando quisieron interrogarle, les contestó que no tenía ninguna cuenta pendiente con ellos y que esperaría a la llegada del juez de instrucción.
Entonces le amarraron sólidamente al pie de una cama en una de las habitaciones contiguas que ellos ocupaban.
El lunes por la mañana, a las nueve, una vez llegado el señor Filleul, Ganimard le anunció la captura que había realizado. Hicieron bajar al prisionero. Era Isidoro Beautrelet.
—¡El señor Isidoro Beautrelet! —exclamó el señor Filleul con aire de sentirse encantado y tendiéndole las manos al recién llegado—. ¡Qué magnífica sorpresa! ¡Nuestro excelente detective aficionado aquí... y a nuestra disposición!... ¡Ésta es una gran suerte! Señor inspector, permítame que le presente al señor Beautrelet, alumno de retórica del Instituto Janson.
Ganimard parecía un tanto desconcertado. Isidoro lo saludó en voz muy baja, como a un colega cuyo valor se aprecia, y luego, volviéndose hacia el señor Filleul, dijo:
—¿Parece, señor juez de instrucción, que ha recibido usted buenos informes sobre mí?
—Muy buenos. En primer lugar, usted estaba, en efecto, en Veules-les-Roses en el momento en que la señorita de Saint-Verán creyó haberlo visto en el camino hondo. Nosotros averiguaremos, no lo dudo, la identidad de su sosias. En segundo lugar, usted es efectivamente Isidoro Beautrelet, alumno de retórica, y hasta un excelente alumno, de conducta ejemplar. Como el padre de usted vive en provincias, usted sale una vez por mes a casa del corresponsal de aquél, señor Bernod, quien no oculta sus elogios hacia usted.
—De modo que...
—De modo que está usted libre.
—¿Absolutamente libre?
—Absolutamente. ¡Ah!, sin embargo, pongo una pequeñísima condición. Usted comprende que yo no puedo poner en libertad a un señor que administra narcóticos, que se evade por las ventanas y al que luego detienen en flagrante delito de vagabundeo dentro de propiedades privadas, sin que a cambio de esta libertad yo obtenga una compensación.
—Yo espero lo que usted diga.
—Pues bien: nosotros vamos a reanudar nuestra interrumpida conversación, y usted va a decirme adonde ha llegado en sus investigaciones... En dos días que lleva gozando de libertad, usted debe de haber llegado muy lejos en ellas.
Ganimard se disponía a marcharse con un afectado desdén hacia aquella escena, pero el juez le dijo:
—No, no, señor inspector, su lugar está aquí... Yo le aseguro que al señor Isidoro Beautrelet vale la pena que se le escuche. Según mis informes, el señor Beautrelet se ha creado en el instituto Janson-de-Sailly una fama de observador al cual nada puede pasarle inadvertido, y, según me han dicho, sus condiscípulos le consideran como el emulo de usted, como el rival de Herlock Sholmes.
—¡De veras! —exclamó Ganimard con ironía.
—Exactamente. Uno de esos condiscípulos me ha escrito diciendo:
«Si Beautrelet declara que sabe, es preciso creerlo, y lo que él diga no dude que será la expresión exacta de la verdad.»
Isidoro escuchaba, sonriendo, y dijo:
—Señor juez, usted es cruel. Usted se burla de unos pobres colegiales que se divierten como pueden. Por lo demás, tiene usted razón, y yo no le proporcionare más motivos para motarse de mí.
—Lo que ocurre es que usted no sabe nada, señor Beautrelet.
—Confieso, en efecto, muy humildemente, que no sé nada. Porque no llamo «saber algo» al descubrimiento de tres o cuatro puntos más precisos que, por lo demás, no han podido, estoy seguro, escapar a la observación de usted.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, el objeto del robo.
—¡Ah!; decididamente, ¿conoce usted el objeto del robo?
—Como también lo sabe usted, no lo dudo. Es, incluso, lo primero que yo he estudiado, pues esa tarea me parecía la más fácil.
—¿Era verdaderamente la mas fácil?
—¡Dios mío! Sí. Se trata, cuando más, de formular un razonamiento.
—¿Y nada más?
—Nada más.
—¿Y cual es ese razonamiento?
—Helo aquí, despojado de todo comentario. Por una parte, ha habido robo, puesto que esas dos señoritas están de acuerdo en que ellas vieron realmente a dos hombres que huían llevándose objetos.
—Si, ha habido robo.
—Y, por otra parte, nada ha desaparecido, puesto que el señor De Gesvres lo afirma así, y él se encuentra en mejor posición que nadie para saberlo.
—No, no ha desaparecido nada.
—De esas dos comprobaciones resulta inevitablemente esta consecuencia: que desde el momento en que ha habido robo y que nada ha desaparecido, es que el objeto llevado ha sido sustituido por otro objeto idéntico. Me apresuro a señalar que es posible que este razonamiento no quede confirmado por los hechos. Pero yo pretendo que es el primero que debe planteársenos y que no hay derecho a desecharlo sino después de un examen riguroso.
—En electo..., en efecto... —murmuró el juez de instrucción, visiblemente interesado.
—Mas —continuó Isidoro— ¿qué había en ese salón que pudiera atraer la codicia de los ladrones? Dos cosas. Primero, los tapices. Puede que no sea eso. Un tapiz antiguo no se imita, y la superchería de la sustitución hubiera saltado a la vista. Quedan los cuatro cuadros de Rubens.
—¿Qué dice usted?
—Yo digo que los cuatro Rubens colgados a ese muro son falsos.
—¡Imposible!
—Son falsos, a priori y fatalmente.
—Le repito a usted que eso es imposible.
—Hará muy pronto un año, señor juez de instrucción, un joven que se hacía llamar Charpenais vino al castillo de Ambrumésy y pidió permiso para copiar los cuadros de Rubens. Ese permiso le fue concedido por el señor De Gesvres. Cada día, durante cinco meses, de la mañana a la noche, Charpenais trabajaba en este salón. Son las copias que él hizo, marcos y telas, los que han tomado el lugar de los cuatro grandes cuadros originales, legados al señor De Gesvres por su tío, el marqués de Bobadilla.
—Presente usted pruebas.
—Yo no tengo pruebas que presentar. Un cuadro es falso porque es falso, y yo estimo que ni siquiera hay necesidad de examinar ésos.
El señor Filleul y Ganimard se miraron sin disimular su sorpresa. El inspector ya no pensaba ahora en retirarse. Por fin, el juez de instrucción murmuró:
—Necesitaría conocer la opinión del señor De Gesvres.
Ganimard aprobó esta idea, y dieron orden de rogarle al conde que viniera al salón.
Era una verdadera victoria lograda por el joven retórico. Obligar a dos hombres del oficio, a dos profesionales como el señor Filleul y Ganimard a tomar en cuenta sus hipótesis, constituía un homenaje del que cualquier otro se hubiera enorgullecido. Pero Beautrelet parecía insensible a esas pequeñas satisfacciones del amor propio y, siempre sonriente, sin la menor ironía, esperaba. Entró el señor De Gesvres.
—Señor conde —le dijo el juez de instrucción—, la continuación de nuestras investigaciones nos pone cara a cara con una eventualidad completamente imprevista y que nosotros sometemos a usted con toda clase de reservas... Pudiera ocurrir..., digo yo..., pudiera ser..., que los ladrones, al penetrar aquí, hayan tenido por objeto el robar sus cuatro Rubens o, cuando menos, sustituirlos por cuatro copias..., copias que habría ejecutado hace un año un pintor de nombre Charpenais. ¿Quiere usted examinar esos cuadros y decirnos si usted los considera como auténticos?
El conde pareció dominar un gesto de contrariedad, observó a Beautrelet, luego al señor Filleul!, y respondió, sin siquiera tomarse la pena de acercarse a los cuadros:
—Yo esperaba, señor juez de instrucción, que la verdad permaneciera ignorada. Pero ya que ocurre de otro modo, no dudo en declarar: esos cuatro cuadros son falsos.
—¿Entonces ya lo sabía usted?
—Desde el primer momento.
—¿Y por qué no lo decía usted?
—El poseedor de un objeto nunca tiene prisa por decir que ese objeto no es... o que ha dejado de ser auténtico.
—Sin embargo, era el único medio de volver a recuperarlos.
—Había otro mejor.
—¿Cuál?
—El de no desentrañar el secreto, el no espantar a mis ladrones y proponerles el comprarles unos cuadros con los cuales deben encontrarse un tanto embarazados.
—¿Y cómo comunicarse con ellos?
El conde no respondió. Fue Isidoro quien dio la respuesta:
—Por medio de una nota publicada en los periódicos. Una pequeña nota publicada en el Journal y en el Matin, así concebida: «Estoy dispuesto a comprar los cuadros.»
El conde aprobó con un movimiento de cabeza. Una vez más, el joven daba lecciones a sus mayores.
El señor Filleul siguió muy bien el juego, y dijo:
—Decididamente, querido señor, comienzo a creer que sus camaradas no están completamente equivocados. ¡Diablos, qué magnífico golpe de vista tiene usted! ¡Qué intuición! Si esto continúa, el señor Ganimard y yo ya no tendremos nada que hacer.
—¡Oh!, todo eso no era en absoluto complicado.
—¿Quiere usted decir que el resto lo es mucho más? Yo recuerdo, en efecto, que en ocasión de nuestro primer encuentro, usted tenía el aspecto de saber mucho más. Veamos: por lo que yo puedo recordar, usted afirmaba que el nombre del asesino le era conocido.
—En efecto.
—¿Quién ha matado, entonces, a Juan Daval? ¿Ese hombre está aún vivo? ¿Dónde se oculta?
—Hay un equívoco entre nosotros, señor juez, o, mejor dicho, entre usted y la realidad de los hechos, y esto desde un principio. El asesino y el fugitivo son dos personas distintas.
—¿Qué dice usted? —exclamó el señor Filleul—. El hombre a quien el señor De Gesvres vio en el gabinete y contra el cual luchó..., el hombre a quien esas señoritas vieron en el salón y contra el cual disparó la señorita De Saint-Véran..., el hombre que cayó en el parque y que nosotros buscamos..., ¿ese hombre no es el que ha matado a Juan Daval?
—No.
—¿Ha descubierto usted las huellas de un tercer cómplice que habría desaparecido antes de la llegada de esas señoritas?
—No.
—Entonces, no comprendo nada... ¿Quién es, por tanto, el asesino de Juan Daval?
—Juan Daval ha sido asesinado por...
Beautrelet se interrumpió, quedo pensativo unos instantes, y luego prosiguió:
—Pero, antes de nada, es preciso que yo le muestre el camino que he seguido para llegar a la certidumbre, y las propias razones del crimen... sin lo cual mi acusación le parecería monstruosa... Y no lo es..., no, no lo es... Hay un detalle que no fue observado y que, sin embargo, tiene la mayor importancia: y es que Juan Daval, en el momento en que fue atacado, venía vestido con todas sus ropas, calzado con sus zapatos de marcha; en suma, vestido como lo estaba en pleno día. Pero el crimen fue cometido a las cuatro de la madrugada.
—Ya observé esa cosa extraña —dijo el juez—. El señor De Gesvres me respondió que Daval pasaba una parte de las noches trabajando.
—Los criados dicen lo contrario: que se acostaba regularmente muy temprano. Pero admitamos que se encontraba levantado: ¿por qué deshizo su cama de manera de hacer creer que estaba acostado? Y si estaba acostado, ¿por qué al escuchar ruidos se tomó el trabajo de vestirse de pies a cabeza, en lugar de vestirse de cualquier modo? Yo visité su cuarto el primer día, mientras ustedes almorzaban: sus pantuflas estaban al pie de la cama. ¿Qué le impidió ponérselas, más bien que calzarse las pesadas botas con herrajes?
—Hasta aquí no veo...
—Hasta aquí, en efecto, usted no puede ver sino anomalías. Sin embargo, a mí me han parecido mucho más sospechosas cuando supe que el pintor Charpenais (el copista de los Rubens) había sido presentado al conde por el propio Daval.
—¿Y entonces?
—Entonces, de ahí a concluir que Juan Daval y Charpenais eran cómplices, no hay más que un paso. Ese paso ya lo había dado yo en ocasión de nuestra conversación.
—Demasiado deprisa, me parece.
—En efecto, hacía falta una prueba material. Mas yo había descubierto en la habitación de Daval, sobre una de las hojas del cartapacio encima del cual escribía, esta dirección que, por lo demás, se encuentra todavía allí, y calcada en el secante a la inversa: Señor A. L N., oficina cuarenta y cinco, París. Al día siguiente se descubrió que el telegrama enviado desde Saint-Nicolás por el seudo chofer llevaba esta misma dirección A. L. N., oficina cuarenta y cinco. La prueba material existía. Juan Daval se comunicaba por escrito con la banda que había organizado el robo de los cuadros.
El señor Filleul no opuso ninguna objeción. Dijo:
—Sea. La complicidad queda demostrada. ¿Y cuáles son sus conclusiones?
—Primero, ésta: que no fue en modo alguno el fugitivo quien mató a Juan Daval, puesto que Daval era su cómplice.
—¿Entonces?
—Señor juez de instrucción, recuerde usted la primera frase que pronunció el señor De Gesvres cuando se despertó de su desvanecimiento. La frase, según la repitió la señorita De Gesvres, figura en el proceso verbal: «Yo no estoy herido. ¿Y Daval?..., ¿está vivo?..., ¿y el cuchillo?» Y le pido a usted que la relacione con aquella parte de su relato, igualmente consignada en el proceso verbal, en que el señor De Gesvres relata la agresión: «El hombre saltó sobre mi y me dio un puñetazo en la sien.» ¿Cómo podía el señor De Gesvres, que estaba desvanecido, saben al volver en sí, que Daval había sido herido con un cuchillo?
Beautrelet no esperó respuesta a su pregunta. Se hubiera dicho que se apresuraba a hacerla para sí mismo, a fin de cortar de inmediato todo comentario. Seguidamente prosiguió:
—Por consiguiente, fue Juan Daval quien condujo a los tres ladrones hasta el salón. Mientras él se encontraba con aquel que ellos llaman su jefe, oyeron ruido en el gabinete. Daval abrió la puerta. Reconociendo al señor De Gesvres, se precipitó contra él armado de un cuchillo. El señor De Gesvres logró arrancarle el cuchillo, le golpeó con él, y a su vez él cayó derribado por un puñetazo de aquel individuo a quien las dos jóvenes verían unos minutos después.
De nuevo el señor Filleul y el inspector se miraron. Ganimard agachó la cabeza con aire desconcertado. El juez dijo:
—Señor conde, ¿debo creer que esta versión es exacta?...
—El señor De Gesvres no respondió:
—Veamos, señor conde, su silencio nos permitiría suponer...
Con voz clara y firme, el señor De Gesvres manifestó:
—Esa versión es exacta en todos sus puntos.
El juez se sobresaltó, y dijo:
—Entonces no comprendo el porqué usted indujo a la Justicia al error. ¿Para qué disimular un acto que usted tenía el derecho de cometer al actuar en legítima defensa?
—Desde hace veinte años —replicó el señor De Gesvres—, Daval trabajaba a mi lado. Yo tenía confianza en él. Si me ha traicionado a consecuencia de no sé qué tentaciones, yo no quería, cuando menos, en recuerdo del pasado, que su traición fuese conocida.
—Sea, pero usted debía...
—No estoy de acuerdo con usted, señor juez de instrucción. Desde el momento en que ningún inocente se hallaba acusado por ese crimen, mi derecho absoluto consistía en no acusar a aquel que era a la vez culpable y víctima. Ya está muerto. Y yo estimo que la muerte ha sido castigo suficiente.
—Pero ahora, señor conde, que la verdad ya fue dada a conocer, usted puede hablar.
—Sí. Aquí están dos paquetes de cartas escritas por él a sus cómplices. Yo las encontré en su cartera de documentos unos minutos después de su muerte.
De ese modo, todo quedaba aclarado. El drama salía de las sombras y poco a poco iba apareciendo bajo su verdadera luz.
—Prosigamos —dijo el señor Filleul, después que el conde se hubo retirado.
—En verdad —manifestó alegremente Beautrelet—, ya se me está acabando lo que tenía que decir.
—Pero ¿y el fugitivo, el herido?
—En cuanto a eso, señor juez de instrucción, usted sabe tanto como yo... Usted ha seguido sus pasos sobre la hierba del claustro..., usted sabe...
—Sí, yo sé...; pero después le rescataron, y lo que yo quisiera obtener son indicaciones sobre esa posada.
Isidoro Beautrelet rompió a reír.
—¡La posada! Esa posada no existe. Es un truco para despistar a la Justicia..., un truco ingenioso, puesto que ha tenido éxito.
—No obstante, el doctor Delattre afirma...
—Justamente —exclamó Beautrelet con tono de convicción—. Es precisamente porque el doctor lo afirma, que no hay que creerla ¿Cómo es que el doctor Delattre no ha querido dar, respecto a toda su aventura, mas que los detalles más vagos..., no ha querido decir nada que pueda comprometer la seguridad de su cliente?... Y de pronto llama la atención sobre una posada. Pero esté usted seguro de que, si pronunció la palabra posada, es porque así le fue impuesto. Tenga usted la seguridad de que la historia que nos ha contado le fue dictada bajo pena de terribles represalias contra él. El doctor tiene una esposa y una hija. Y las quiere demasiado para desobedecer a unas personas cuyo poder formidable él experimentó. Y es por ello que él les suministró a ustedes la más exacta de las indicaciones.
—Tan exacta que no hay modo de encontrar la posada.
—Tan exacta que ustedes no cesan de buscarla, en contra de toda verosimilitud, y que los ojos de ustedes se desviaron del único lugar donde ese hombre pueda encontrarse... ese lugar misterioso que no ha abandonado, que no ha podido abandonar desde el instante en que, herido por la señorita De Saint-Verán, consiguió deslizarse hasta el mismo como una bestia dentro de su madriguera.
—Pero ¿dónde, maldita sea?...
—En las ruinas de la vieja abadía.
—Pero ¡si ya no existen verdaderamente ruinas! ¡Apenas si quedan unos trozos de muro! ¡Unas cuantas columnas!
—Allí es donde se ha encerrado, señor juez de instrucción —exclamó Beautrelet con energía—. Es allí donde tienen ustedes que concentrar sus esfuerzos en la busca. Es allí, y no en otra parte, donde encontrarán ustedes a Arsenio Lupin.
—¡Arsenio Lupin! —exclamo el señor Filleul, saltando sobre sus pies.
Se produjo un silencio un tanto solemne en el cual parecieron prolongarse las sílabas del nombre famoso. Arsenio Lupin, el gran aventurero, el rey de los ladrones..., ¿era posible que fuese él el adversario vencido, pero, no obstante, invisible, contra el cual estaba empeñada aquella lucha en vano desde hacía varios días? Pero Arsenio Lupin, cogido en la trampa, detenido por un juez de instrucción, constituía para éste el ascenso inmediato, la fortuna, la gloria.
Ganimard no se había movido. Isidoro le dijo:
—Usted está de acuerdo conmigo, ¿verdad, señor inspector?
—¡Pardiez, claro que lo estoy!
—¿Usted tampoco, no es así, ha dudado jamás de que él fue el organizador de este asunto?
—No lo dudé ni un segundo. Lleva la firma de el. Un golpe dado por Lupin difiere de otro golpe como de un rostro a otro rostro. Basta con abrir los ojos.
—Usted cree..., usted cree... —repetía el señor Filleul.
—Que si lo creo... —exclamo el joven—. Observe usted solamente este pequeño hecho: ¿bajo qué iniciales se comunicaban esas gentes entre sí? A. L. N., es decir, la primera letra del nombre de Arsenio y la última de nombre Lupin.
—¡Ah —exclamó Ganimard—. Nada se le escapa a usted. Usted es un tipo duro, y el viejo Ganimard le rinde honores.
Beautrelet enrojeció de satisfacción y estrechó la mano que te tendía el inspector. Los tres se habían acercado al balcón y sus miradas se tendían sobre el campo comprendido por las ruinas. El señor Filleul murmuró:
—Entonces él tiene que estar allí.
—Él está allí —dijo Beautrelet con sorda voz—. Está allí desde el mismo instante en que cayó herido. Lógica y prácticamente, no podía escapar sin ser visto por la señorita De Saint-Véran y sus dos criados.
—¿Qué prueba tiene usted de ello?
—La prueba nos la han dado sus propios cómplices. Aquella misma mañana, uno de ellos se disfrazaba de chofer y le conducía a usted aquí...
—Para recoger la gorra que era un elemento de identificación...
—Sea, pero también, y sobre todo, para visitar estos lugares, darse cuenta y ver por sí mismo qué es lo que le había ocurrido al jefe.
—¿Y se dio cuenta?
—Me lo supongo, puesto que conocía el escondrijo. Y supongo también que el estado desesperado de su jefe le fue revelado, pues bajo los efectos de su inquietud cometió la imprudencia de escribir estas palabras de amenaza: Ay de la señorita si ha matado al patrón.
—Pero sus amigos quizá le hayan rescatado después.
—¿Cuándo? Los hombres de usted no se han apartado de las ruinas. Y además, ¿adonde podían transportarle? Cuando más, a unos centenares de metros de distancia, porque no se puede hacer viajar a un moribundo..., y entonces ustedes le hubieran encontrado. No, yo les digo que él está allí. Sus amigos jamás le hubieran arrancado al más seguro de los refugios. Fue allí donde sus amigos llevaron al doctor, mientras los gendarmes acudían a apagar el incendio como unos niños.
—Pero entonces, ¿cómo vive? Para vivir hacen falta alimentos..., agua...
—Sobre eso nada puedo decir..., no digo nada..., pero él está allí, se lo juro a ustedes. Está allí, porque no puede no estar. Estoy seguro, como si le viera, como si le tocara. Está allí.
Con el dedo apuntando hacia las ruinas dibujaba en el aire un pequeño círculo que disminuía poco a poco hasta no ser ya más que un punto. Y ese punto los dos acompañantes lo buscaban tenazmente, ambos inclinados sobre el espacio y emocionados por la misma fe que animaba a Beautrelet y temblorosos por la ardiente convicción que aquél les había impuesto. Sí, Arsenio Lupin estaba allí. Tanto en teoría como en la realidad estaba allí y ni uno ni otro podían ya dudarlo.
Y había algo trágico y de impresionante en saber que, en algún refugio tenebroso, yacía sobre el propio suelo, sin socorro, febril, agotado, el célebre aventurero.
—¿Y si muriese? —dijo el señor Filleul en voz baja.
—Si muere —respondió Beautrelet—, una vez que sus cómplices tengan la certidumbre de ello, vele usted por la seguridad de la señorita De Saint-Véran, señor juez, pues la venganza será terrible.
Unos minutos más tarde, y a pesar de los ruegos del señor Filleul, a quien hubiera agradado conservar para sí este prestigioso auxiliar, Beautrelet, cuyas vacaciones terminaban ese mismo día, tomaba de nuevo el camino de Dieppe, llegaba a París a las cinco de la tarde y a las ocho penetraba, al mismo tiempo que sus condiscípulos, por la puerta del instituto.
Ganimard, después de haber realizado una exploración tan minuciosa como inútil de las ruinas de Ambrumésy, regresó en el tren rápido de la noche. Al llegar a su casa encontró una carta continental que decía:

«Señor inspector jefe: Disponiendo de algún tiempo al final de la jornada pude reunir ciertos informes complementarios que no dejarán de interesarle a usted.
«Desde hace un año, Arsenio Lupin vive en París bajo el nombre de Esteban de Vaudreix. Es un nombre que usted ha podido leer a menudo en las crónicas de sociedad y en los ecos deportivos. Gran viajero, él está largo tiempo ausente, ausencia que según él dice dedica a la caza de tigres de Bengala o de zorros azules en Siberia. Hace creer que se ocupa de sus negocios, sin que pueda precisar de qué clase de negocios se trata.
»Su domicilio actual es: 36, calle Marbeuf. (Le ruego que observe que la calle Marbeuf está próxima a la oficina postal número 45.) Desde el jueves 23 de abril, víspera de la agresión de Ambrumésy, no hay noticia alguna del paradero de Estaban de Vaudreix.
«Reciba, señor inspector jefe, con toda mi gratitud por la benevolencia que usted me ha testimoniado, la seguridad de mis mejores sentimientos.
Isidoro Beautrele.
»Posdata.— Especialmente, no crea que me haya costado mucho trabajo el obtener esas informaciones. La misma mañana del crimen, cuando el señor Filleul realizaba sus investigaciones ante algunos privilegiados, yo tuve la feliz inspiración de examinar la gorra del fugitivo, antes de que el seudo chofer fuera allí a cambiarla. Me bastó con el nombre del sombrerero, como usted comprenderá, para encontrar el hilo que me llevó a conocer el nombre del comprador y su domicilio.»

Al día siguiente, Ganimard se presentó en el número 36 de la calle Marbeuf. Una vez que tomó informes en la portería, ordenó que le abrieran la vivienda de la derecha, de la planta baja, donde no descubrió nada más que cenizas en la chimenea. Cuatro días antes, dos amigos habían venido al piso a quemar todos los papeles comprometedores. Pero, en el momento de salir, Ganimard se encontró con el cartero, portador de una carta para el señor de Vaudreix. Estaba sellada en Norteamérica y contenía estas líneas escritas en inglés:

«Señor: Le confirmo la respuesta que ya he dado a su agente. Desde el momento que tenga usted en su poder los cuatro cuadros del señor de Gesvres, envíemelos por el medio convenido. Unirá usted a ello el resto, si logra conseguirlo, cosa que yo dudo mucho.
»Un asunto imprevisto me obliga a partir y, por consiguiente, llegaré al mismo tiempo que esta carta. Me encontrará usted en el Grand-Hotel.
Harlington.»

Ese mismo día, Ganimard, provisto de una orden de detención, llevó a la prisión central al señor Harlington, ciudadano norteamericano, acusado de encubrimiento y complicidad en el robo.
Así, pues, en el espacio de veinticuatro horas, gracias a las indicaciones, verdaderamente inesperadas, de un muchacho de diecisiete años, todos los nudos de la intriga se desanudaban. En veinticuatro horas aquello que resultaba inexplicable se hacía sencillo y claro. En veinticuatro horas, el plan de los cómplices para salvar a su jefe estaba desbaratado, no había ya duda sobre la captura de Arsenio Lupin, herido, moribundo; su banda estaba desorganizada, se sabía ya su residencia en París, así como la máscara con la que se cubría y, por primera vez, se atravesaba de parte a parte, antes de que pudieran conseguir su completa ejecución, uno de sus golpes más hábiles y más largamente estudiados.
Entre el público brotó como un inmenso clamor de asombro, de admiración y de curiosidad. Ya el periodista de Rouen, en un artículo muy logrado, había relatado el primer interrogatorio del joven retórico, poniendo en primer plano su gracia, su encanto ingenuo y su tranquila firmeza. Las indiscreciones a que Ganimard y el señor Filleul se entregaron a pesar suyo, arrastrados por un impulso más fuerte que su orgullo profesional, iluminaron al público sobre el papel de Beautrelet en el curso de los últimos acontecimientos. Él solo lo había hecho todo. Y a él solo correspondía todo el mérito de la victoria.
Surgió el apasionamiento. De la noche a la mañana, Isidoro Beautrelet se convirtió en un héroe, y la multitud, súbitamente apasionada, exigió sobre su nuevo favorito los más amplios detalles. Los reporteros estaban allí. Se precipitaron al asalto del intituto Janson-de-Sailly, acecharon a los alumnos externos al salir de las clases y recogieron cuantos informes pudieron de todo lo que de cerca o de lejos concernía al llamado Beautrelet; y así se supo la fama de que gozaba entre sus compañeros aquel que ellos llamaban el rival de Herlock Sholmes. Por razonamiento, por lógica y sin más datos que aquellos que él mismo leía en los periódicos, en diversas ocasiones había anunciado la solución de asuntos complicados que la propia justicia aclararía solamente mucho tiempo después que él.
Pero lo más curioso fue el opúsculo que apareció en circulación entre los alumnos del instituto, firmado por él, impreso en máquina de escribir y con una tirada de diez ejemplares. Llevaba como título: «Arsenio Lupin, sus métodos, en qué es clásico y en qué es original.»
Era un estudio profundo de cada una de las aventuras de Lupin, en el que los procedimientos del ilustre ladrón eran presentados con extraordinario relieve, en el que se mostraba el mecanismo de sus maneras de proceder, su táctica tan especial, sus cartas a los periódicos, sus amenazas, el anuncio de sus robos y, en suma, el conjunto de artimañas que él empleaba para cocinar a la víctima elegida y ponerla en un estado de espíritu tal, que casi se ofrecía por sí misma al golpe preparado contra ella y que todo se efectuaba, por así decirlo, con su propio consentimiento.
El opúsculo era tan exacto como crítica, tan penetrante, tan vivido y de una ironía a la par tan ingenua y tan cruel, que inmediatamente los amantes de la risa se pusieron de su parte, la simpatía de las multitudes se volvió sin transición de Lupin hacia Isidoro Beautrelet, y en la lucha que se entablaba entre ellos se proclamó por adelantado la victoria del joven retórico.
En todo caso, en cuanto a esa victoria, el señor Filleul, lo mismo que el ministerio fiscal de París, parecían celosos de otorgarle toda oportunidad. Por una parte, en efecto, no se lograba establecer la identidad del señor Harlington ni presentar una prueba decisiva de que estuviera afiliado a la banda de Lupin. Cómplice o no, él se callaba obstinadamente. Y lo que es más, después de haber examinado su escritura, ya nadie se atrevía a afirmar que fuese él el autor de la carta interceptada. Lo único que era posible afirmar es que un señor llamado Harlington, provisto de un saco de viaje y de una cartera llena de billetes de banco, había ido a alojarse en el Grand-Hotel.
Por otra parte, en Dieppe, el señor Filleul descansaba sobre las posiciones que Beautrelet le había conquistado. No daba un solo paso adelante. En torno al individuo a quien la señorita de Saint-Véran había tomado por Beautrelet, la víspera del crimen, reinaba el mismo misterio. Y las mismas tinieblas imperaban sobre todo cuanto se relacionaba con el robo de los cuatro Rubens. ¿Que se había hecho de esos cuadros? Y el automóvil que se los había llevado durante la noche, ¿qué camino había seguido?
En Luneray, en Yerville, en Yvetot, habían sido recogidas pruebas de su paso, así como en Caudebec-en-Caux, donde había tenido que cruzar el Sena al amanecer en la barca de vapor. Pero cuando se llevó más a fondo la investigación se comprobó que ese automóvil era un coche abierto y que hubiera sido imposible cargar en él cuatro grandes cuadros sin que los empleados de la barca se hubieran dado cuenta de ello. Muy probablemente se trataba del mismo automóvil, pero, no obstante, continuaba planteándose esta pregunta: ¿qué se había hecho de los cuatro Rubens?
Y  todos esos problemas el señor Filleul los dejaba sin respuesta. Cada día, sus subordinados registraban el cuadrilátero de las ruinas. Y casi todos los días él venía a dirigir las exploraciones. Pero entre eso y descubrir el escondrijo donde Lupin agonizaba —si hasta ese extremo era exacta la opinión de Beautrelet— mediaba un abismo que el excelente magistrado no parecía dispuesto a tranquear.
Igualmente era natural que la gente se volviera hacia Isidoro Beautrelet, puesto que él solo había logrado penetrar las tinieblas que, aparte él, se formaban de nuevo más intensas y más impenetrables. ¿Por qué no ponía él mayor empeño en ese asunto? Considerando el punto hasta donde él lo había llevado, le bastaría un solo esfuerzo para conseguir el éxito.
Tal pregunta le fue planteada por un redactor del Grand Journal, que consiguió introducirse en el instituto Janson bajo el falso nombre de Bernod, corresponsal del padre de Beautrelet. A lo que Isidoro respondió muy sagazmente:
—Querido señor: hay algo más que Lupin en este mundo, hay algo más que historias de ladrones y detectives, pues hay también esta realidad que se llama bachillerato. Pues bien: yo me presento a exámenes en julio. Y estamos en mayo. Y no quiero fracasar. ¿Qué diría mi padre?
—Pero ¿y qué diría también si usted le entregara a la justicia a Arsenio Lupin?
—¡Bah! Hay tiempo para todo. En las próximas vacaciones...
—¿Las de Pentecostés?
—Sí. Me marcharé el sábado seis de junio por la mañana.
—Y por la noche Lupin será detenido.
—¿Me concedería usted hasta el domingo? —preguntó Beautrelet, riendo.
Esa confianza inexplicable expresada por el periodista, nacida todavía ayer, pero ya tan grande, todo el mundo la experimentaba en relación al joven, aun cuando en la realidad los acontecimientos no la justificaran más que hasta cierto punto. No importaba. Se creía en él. Para el nada parecía difícil. Se esperaba de él lo que hubiera podido esperarse, cuando más, de algún fenómeno de clarividencia e intuición, de experiencia y de habilidad. ¡El 6 de junio! Esta techa era señalada en todos los periódicos. El 6 de junio, Isidoro Beautrelet tomaría el rápido de Dieppe y esa misma noche sería detenido Arsenio Lupin.
Y  llego el 6 de junio. Media docena de periodistas acechaban a Isidoro en la estación de Saint-Lazare. Dos de ellos querían acompañarlo en su viaje. Pero él les suplicó que no lo hicieran.
Por tanto, se marchó solo. Su departamento estaba vacío. Bastante cansado por una serie de noches consagradas al trabajo, no tardó en dormirse con pesado sueño. Y en sueños tuvo la impresión de que el tren se detenía en diversas estaciones y que subían y bajaban personas. Al despertarse a la vista de Rouen estaba todavía solo. Pero sobre el respaldo del asiento de enfrente había una amplia hoja de papel sujeta con un alfiler al paño gris de que estaba tapizado el asiento, y en la cual se fijaron sus ojos. Contenía estas palabras:

«Cada cual a sus negocios. Ocúpese usted de los suyos. Si no, tanto peor para usted.»

«Magnífico —se dijo él, Frotándose las manos—. Van mal las cosas en el campo enemigo. Esta amenaza es tan estúpida como la del seudo chofer. ¡Qué estilo! Bien se ve que no es Lupin el que maneja la pluma.»
El tren penetraba bajo el túnel que precede a la vieja ciudad normanda. En la estación, Isidoro dio dos o tres vueltas por el andén para estirar las piernas. Se disponía a volver a su departamento cuando se le escapó un grito. Al pasar cerca de la librería del andén había leído distraídamente en la primera página de una edición especial del Journal de Rouen estas breves líneas cuyo espantoso significado en seguida percibió.

«Última hora. —Nos telefonean de Dieppe que esta noche unos malhechores penetraron en el castillo de Ambrumésy, ataron y amordazaron a la señorita De Gesvres y secuestraron a la señorita De Saint-Véran. Se descubrieron huellas de sangre a quinientos metros del castillo, y muy cerca de allí fue encontrada una manteleta de mujer igualmente manchada de sangre. Hay motivos para temer que la desventurada joven haya sido asesinada.»

Hasta llegar a Dieppe, Isidoro Beautrelet permaneció inmóvil. Inclinado, apoyados los codos sobre las rodillas y las manos pegadas al rostro, reflexionaba. En Dieppe alquiló un automóvil. En el umbral de Ambrumésy encontró al juez de instrucción, que le confirmó la horrible noticia.
—¿Y usted no sabe nada más? —preguntó Beautrelet.
—Nada. Yo acabo de llegar.
En ese mismo momento, el brigadier de la gendarmería se aproximó al señor Filleul y le entregó un pedazo de papel, todo arrugado, desgarrado, amarillento, que acababa de recoger no lejos del lugar donde había sido descubierta la manteleta. El señor Filleul lo examinó y luego se lo tendió a Isidoro Beautrelet, diciéndole:
—He aquí algo que nos ayudará muy poco en nuestras investigaciones.
Isidoro revolvió repetidamente entre sus manos el pedazo de papel. Cubierto de cifras, de puntos y de signos, contenía exactamente el diseño que presentamos aquí:

 CAPÍTULO TRES
EL CADÁVER

Hacia las seis de la tarde, terminadas sus labores, el señor Filleul, en compañía de su secretario, señor Brédoux, esperaba el coche que debía llevarlos de regreso a Dieppe. Parecía agitado, nervioso. Por dos veces preguntó:
—¿No ha visto usted a Beautrelet?
—En verdad, no, señor juez.
—¿En dónde diablos puede encontrarse? No ha sido visto en todo el día.
De pronto tuvo una idea, entregó su cartera de documentos a Brédoux, dio la vuelta corriendo en torno al castillo y se dirigió hacia las ruinas.
Cerca de la cascada grande, echado boca abajo sobre el suelo tapizado de largas agujas de pino, con uno de los brazos doblado debajo de la cabeza, Isidoro parecía adormecido.
—¿Qué se ha hecho de usted, joven? ¿Dormía usted?
—No duermo. Reflexiono.
—Se trata, en efecto, de reflexionar. Primero hay que ver. Es preciso estudiar los hechos, buscar los indicios.
—Sí, ya lo sé... Es el método usual..., el bueno, sin duda. Pero yo tengo otro..., yo reflexiono ante todo y trato antes que nada de encontrar la idea general del asunto, si se me permite expresarme así. Luego me imagino una hipótesis razonable, lógica, de acuerdo con esa idea general. Y es solamente después cuando examino si los hechos pueden adaptarse a mi hipótesis.
—Es un método extraño y muy complicado.
—Un método seguro, señor Filleul, en tanto que el de usted no lo es.
—No diga; los hechos son los hechos.
—Con unos adversarios cualesquiera, sí. Pero a poco que el enemigo tenga un poco de astucia, los hechos son aquellos que él ha escogido. Esos famosos indicios a base de los cuales usted edifica su investigación, él estuvo en libertad de disponerlos a su capricho. Y usted ve entonces, cuando se trata de un hombre como Lupin, adonde eso puede conducirlo a usted, a qué errores. El propio Herlock Sholmes cayó en la trampa.
—Arsenio Lupin ha muerto.
—Sea. Pero su banda continúa y los alumnos de tal maestro son ellos también maestros.
El señor Filleul tomó a Isidoro del brazo y llevándolo consigo dijo:
—Palabras, joven, palabras. He aquí lo que es más importante. Escuche bien. Ganimard, que ha tenido que permanecer en París en estos momentos, no vendrá hasta dentro de unos días. Por otra parte, el conde de Gesvres le ha telegrafiado a Herlock Sholmes, el cual le ha prometido su ayuda para la próxima semana. Joven, ¿no cree usted que habría algo de glorioso en decirles a esas dos celebridades el día de su llegada: «Lo lamentamos mucho, queridos señores, pero no pudimos continuar esperando. La tarea se ha acabado»?
Era imposible confesar la propia impotencia con mayor ingenio de lo que lo hacia el bueno del señor Filleul. Beautrelet contuvo una sonrisa y afectando que se dejaba engañar respondió:
—Le contestaré a usted, señor juez de instrucción, que si yo no asistí hace poco a su investigación, fue con la esperanza de que usted tendría a bien comunicarme los resultados. Veamos, ¿qué sabe usted?
—Pues bien: helo aquí. Ayer noche, a las once, los tres gendarmes que el brigadier Quevillon había dejado de centinelas en el castillo recibieron de dicho brigadier un recado llamándolos a toda prisa a Ouville, donde se encuentra su brigada. Y cuando llegaron...
—Comprobaron que habían sido burlados, que la orden era falsa y que lo único que les quedaba era regresar a Ambrumésy.
—Es lo que hicieron, bajo el mando del brigadier. Pero su ausencia había durado hora y media, y durante ese tiempo fue cometido el crimen.
—¿En qué condiciones?
—En las condiciones más sencillas. Una escala tomada de los edificios de la granja fue adosada contra el segundo piso del castillo. Cortaron un cristal y abrieron una ventana. Dos hombres provistos de una linterna penetraron en la habitación de la señorita De Gesvres y la amordazaron antes de que tuviera tiempo de pedir socorro. Luego, una vez que la ataron con cuerdas, abrieron despacio la puerta de la habitación donde dormía la señorita De Saint-Véran. La señorita De Gesvres oyó un gemido ahogado y luego el ruido de una persona que se debate. Un minuto más tarde percibió que los dos hombres transportaban a su prima igualmente atada y amordazada. Pasaron ante ella y se fueron por la ventana. Agotada y aterrorizada, la señorita De Gesvres se desvaneció.
—Pero ¿y los perros? ¿El señor De Gesvres no había comprado dos molosos?
—Fueron encontrados muertos, envenenados.
—Pero ¿por quién? Nadie podía acercárseles.
—Misterio. El caso es que los dos hombres atravesaron sin tropiezos las ruinas y salieron por la famosa puerta pequeña. Cruzaron el soto contorneando las antiguas canteras... Y sólo se detuvieron a quinientos metros del castillo, al pie del árbol llamado la Encina Grande..., y allí pusieron su proyecto en ejecución.
—Si habían venido con la intención de matar a la señorita De Saint-Véran, ¿por qué no la mataron ya en su habitación?
—No lo sé. Quizá el incidente que los decidió a ello no se produjo sino a su salida del castillo. Quizá la joven había conseguido desprenderse de sus ataduras. Así, para mí, la manteleta recogida había servido para amarrarle las manos. En todo caso, fue al pie de la Encina Grande donde descargaron su golpe. Las pruebas que yo he recogido son irrefutables...
—Pero ¿y el cadáver?
—El cadáver no ha sido encontrado, lo que, por lo demás, no debería sorprendernos en todo caso. La pista seguida me ha llevado, en efecto, hasta la iglesia de Varengeville, en el antiguo cementerio suspendido en la cumbre del acantilado. Allí está el precipicio..., un abismo de más de cien metros. Y abajo las rocas, el mar. En un día o dos, una marea más fuerte se llevará el cadáver.
—Todo eso resulta muy sencillo.
—Sí, todo eso es muy sencillo y no me turba. Lupin está muerto. Y sus cómplices lo han sabido, y para vengarse, conforme lo habían escrito, han asesinado a la señorita De Saint-Véran. Esos son hechos que no necesitan siquiera comprobación. Pero ¿y Lupin?
—¿Lupin?
—Sí. ¿Qué se ha hecho de él? Muy probablemente sus cómplices rescataron el cadáver al propio tiempo que secuestraron a la joven. Pero ¿qué prueba tenemos nosotros de ese rescate? Ninguna. Ni más ni menos que de su estancia en las ruinas. Ni más ni menos que de que viva o esté muerto. Y en eso consiste todo el misterio, mi querido Beautrelet. El asesinato de la señorita Raimunda no es un desenlace. Por el contrario, es una nueva complicación. ¿Qué es lo que ha ocurrido desde hace dos meses en el castillo de Ambrumésy? Si no logramos descifrar este enigma, vendrán otros que nos harán salir los colores en la cara.
—¿Qué día van a venir esos otros?
—El miércoles..., quizá el martes...
Beautrelet pareció hacer un cálculo, y luego manifestó:
—Señor juez de instrucción, hoy estamos a sábado. Yo tengo que volver al instituto el lunes por la noche. Pues bien: el lunes por la mañana, si usted quiere estar aquí a las diez, yo trataré de revelarle la clave del enigma.
—¿Verdaderamente, señor Beautrelet..., lo cree usted así? ¿Está usted seguro?
—Cuando menos, así lo espero.
—Y ahora, ¿adonde va usted?
—Voy a ver si los hechos quieren acomodarse a la idea general que yo comienzo a discernir.
—¿Y si no se acomodan?
—Pues bien, señor juez de instrucción: serán ellos los que estén equivocados —dijo Beautrelet riendo—, y entonces buscaré otros que sean más dóciles. Hasta el lunes, ¿no es eso?
—Hasta el lunes.
Unos minutos más tarde, el señor Filleul rodaba camino de Dieppe, mientras Isidoro, provisto de una bicicleta que le había prestado el conde de Gesvres, rodaba por la carretera de Yerville y de Caudebec-en-Caux.
Había un punto respecto al cual el joven quería formarse ante todo una opinión clara, por cuanto ese punto le parecía justamente el punto débil del enemigo. No se escamotean unos objetos de las dimensiones de los cuatro Rubens. Era preciso, pues, que estuvieran en alguna parte. Si por el momento resultaba imposible encontrarlos, ¿acaso no sería posible descubrir el camino por el cual habían desaparecido?
La hipótesis de Beautrelet era ésta: el automóvil se había llevado efectivamente los cuatro cuadros, pero antes de llegar a Caudebec los había descargado transbordándolos a otro automóvil que había atravesado el Sena más hacia arriba o más hacia abajo de Caudebec. Más hacia abajo, la primera barca que había era la de Quillebeuf, paso muy frecuentado y por tanto peligroso. Más hacia arriba estaba la barca de Mailleraie, importante burgo aislado y carente de toda comunicación.
Hacia la medianoche Isidoro había recorrido las dieciocho leguas que lo separaban de Mailleraie y llamaba a la puerta de una posada situada a la orilla del río. Durmió allí y por la mañana interrogó a los tripulantes de la barca. Éstos consultaron el libro de a bordo, en el que registraban los pasajeros. No había pasado ningún automóvil el jueves 23 de abril.
—¿Y un coche de caballos? —insinuó Beautrelet—. ¿Una carreta? ¿Un furgón?
—Tampoco.
Toda la mañana estuvo Isidoro haciéndose preguntas. Ya iba a marcharse a Quillebeuf, cuando el mozo de la posada donde había dormido le dijo:
—Esa mañana llegué temprano y vi efectivamente una carreta, pero no pasó el río.
—¿Cómo?
—No. La descargaron sobre una especie de barca plana, una chalana, como le dicen, que estaba amarrada al muelle.
—Y esa carreta ¿de dónde venía?
—¡Oh! Yo la reconocí perfectamente. Era la del señor Vatinel, el carretero.
—¿Y dónde vive?
—En el caserío de Louvetot.
Beautrelet estudió su plano de estado mayor. El caserío se hallaba situado en el cruce de la carretera de Yvetot a Caudebec con otra pequeña carretera tortuosa que llegaba a través de los bosques hasta Mailleraie.
No fue sino a las seis de la tarde cuando Isidoro logró descubrir en una taberna al carretero Vatinel, uno de esos viejos normandos, ladinos, que se mantienen siempre en guardia, que desconfían de los extraños, pero que, en cambio, no saben resistirse a la atracción de una moneda de oro y a la influencia de unas copas de licor.
—Sí, señor; esa mañana los individuos del automóvil me habían dado cita a las cinco en la encrucijada. Me entregaron cuatro grandes aparatos así de altos. Hubo uno de ellos que me acompañó. Y llevamos esas cosas hasta la chalana.
—Usted habla de ellos como si los conociera de antes.
—Ya lo creo que los conocía. Era la sexta vez que yo trabajaba para ellos.
Isidoro se estremeció.
—¿Dice usted que era la sexta vez?... ¿Y desde cuándo?
—¡Pues desde todos los días antes de eso, pardiez! Pero entonces eran otros aparatos..., grandes bloques de piedra..., o bien más pequeños y bastante largos, que ellos habían envuelto y que transportaban con un cuidado como si fueran cosas sagradas. iAh! No había que tocar aquellas cosas... Pero ¿qué le pasa a usted? Está usted muy pálido.
—No es nada..., es el calor...
Beautrelet salió titubeante. La alegría, lo imprevisto del descubrimiento, lo habían aturdido.
Se volvió tranquilamente por su camino y durmió esa noche en la aldea de Varengeville. Al día siguiente por la mañana pasó una hora en la Alcaldía con el maestro del lugar y luego regresó al castillo. Allí encontró una carta esperándole, recomendada «a los buenos cuidados del señor conde de Gesvres».
La carta contenía estas líneas:

«Segunda advertencia. Cállate. Si no...»
«Vamos —se dijo—. Va a ser preciso adoptar algunas precauciones para mi seguridad personal. Si no, como ellos dicen...»

Eran las nueve. Se paseó entre las ruinas y luego se tendió cerca de la arcada y cerró los ojos.
—Muy bien, joven. ¿Está usted satisfecho de su campaña?
Era el señor Filleul, que llegaba a la hora fijada.
—Encantado, señor juez de instrucción.
—¿Lo cual quiere decir...?
—Lo cual quiere decir que estoy dispuesto a cumplir mi promesa, a pesar de esta carta, que no me entusiasma nada.
Le mostró la carta al señor Filleul.
—¡Bah! ¡Tonterías! —exclamó el juez—. Espero que esto no le impedirá a usted...
—¿El decirle lo que yo sé? No, señor juez de instrucción. Yo hice una promesa y la cumpliré. Antes de diez minutos sabremos... una parte de la verdad.
—¿Una parte?
—Sí; porque conforme a lo que yo pienso, el escondrijo de Lupin no constituye todo el problema. Y después ya veremos.
—Señor Beautrelet, nada me sorprende por parte de usted. Pero ¿cómo ha podido descubrir usted...?
—¡Oh! En forma muy natural. En la carta del señor Harlington al señor Esteban de Vaudreix, o más bien a Lupin, hay...
—¿La carta interceptada?
—Sí. Hay una frase que siempre me ha intrigado. Es ésta: «Al enviar los cuadros unirá usted a ello el resto, si logra conseguirlo, cosa que yo dudo mucho.»
—En efecto, recuerdo eso.
—¿Qué era ese resto? ¿Un objeto de arte, una curiosidad? El castillo no ofrecía nada de precioso, salvo los Rubens y los tapices. Entonces ¿qué era? Y, por otra parte, ¿podía admitirse que una persona como Lupin, de una habilidad tan prodigiosa, no hubiera podido lograr unir al envío ese resto que le habían, evidentemente, propuesto? Empresa difícil, es probable, excepcional, sea; pero posible, y, por tanto, segura, puesto que Lupin lo quería así.
—No obstante, ha fracasado: nada desapareció.
—Sí, los Rubens..., pero...
—Los Rubens y otra cosa..., alguna cosa que han sustituido por otra idéntica, igual que hicieron con los Rubens; alguna cosa más extraordinaria, más rara y más preciosa que los propios Rubens.
—Pero, en fin, ¿qué? Me intriga usted.
Caminando entre las ruinas, los dos hombres se habían dirigido hacia la puerta pequeña y bordeaban la Capilla Divina.
Beautrelet se detuvo y dijo:
—¿Quiere usted saberlo, señor juez de instrucción?
—¿Que si lo quiero?
Beautrelet tenía un bastón en la mano; un bastón grueso y nudoso. Bruscamente, con el bastón, hizo saltar en pedazos una de las estatuillas que ornaban el portal de la capilla.
—Pero ¿está usted loco? —exclamó Filleul fuera de sí, precipitándose hacia los pedazos de la estatuilla—. Usted está loco. Este antiguo santo era admirable...
—¡Admirable! —replicó Isidoro haciendo un molinete que echó abajo la estatuilla de una virgen.
El señor Filleul se arrojó sobre el joven y lo sujetó en un cuerpo a cuerpo.
—Joven, yo no le dejaré a usted cometer...
Todavía tiró también un rey mago, y después el pesebre de Navidad...
—Si hace usted un movimiento más, disparo.
Era el conde de Gesvres, que se había presentado armado de su revólver.
Beautrelet rompió a reír...
—Tire usted, señor conde..., tire como en un tiro al blanco en la feria... Mire... esta figura que lleva su cabeza en las manos...
Un San Juan Bautista saltó a su vez en pedazos.
—¡Ah! —exclamó el conde, esgrimiendo su revólver—, ¡Qué profanación! Unas obras maestras como éstas...
—Unas joyas falsas, señor conde.
—¿Cómo? ¿Qué dice usted? —gritó el señor Filleul al propio tiempo que desarmaba al conde.
—Unas joyas falsas..., puro cartón piedra.
—¡Ah! ¿Cómo es posible?...
—Cosas infladas, vacías, nada.
El conde se agachó y recogió uno de los pedazos de una estatuilla.
—Mire usted bien, señor conde..., yeso..., yeso patinado, enmohecido, enverdecido como si fuera piedra antigua..., pero sólo yeso, moldes de yeso..., eso es todo lo que queda de esas puras obras maestras... Ahí está lo que hicieron en pocos días..., ahí está lo que el señor Charpenais, el copista de Rubens, preparó hace un año.
El joven agarró del brazo al señor Filleul y le dijo:
—¿Qué opina usted, señor juez de instrucción? ¿Es hermoso? ¿Es enorme? ¿Gigantesco? ¡La capilla ha sido robada! ¡Toda una capilla gótica robada piedra por piedra! ¡Todo un pueblo de estatuillas desvalijado y sustituido por figurillas de estuco! ¡Uno de los más magníficos ejemplares de una época de arte incomparable, confiscado! ¡En suma, la Capilla Divina robada! ¿Acaso no se trata de algo formidable? ¡Ah, señor juez de instrucción, qué genial es este hombre!
—Se exalta usted, señor Beautrelet.
—Uno no se exalta nunca demasiado cuando se trata de semejantes individuos. Todo lo que sobrepasa lo mediano merece ser admirado. Y eso destaca por encima de todo. En este robo hay una riqueza de concepción, una fuerza, una potencia, una habilidad que me dan escalofríos.
—Es una pena que se haya muerto —dijo con sorna el señor Filleul—. De no haber ocurrido así hubiera acabado robando las torres de Notre-Dame de París.
Isidoro se encogió de hombros, y replicó;
—No se ría usted, señor. Incluso muerto, esto desconcierta.
—Yo no digo que no..., señor Beautrelet, y confieso que no es sin cierta emoción que me dispongo a contemplarlo..., en el caso de que sus camaradas no hayan hecho desaparecer el cadáver.
—Y admitiendo, sobre todo —observó el conde de Gesvres—, que fue efectivamente a él a quien hirió mi pobre sobrina.
—Fue efectivamente a él, señor conde —afirmó Beautrelet—. Fue él, sin duda alguna, quien cayó en las ruinas víctima del proyectil disparado por la señorita de Saint-Véran; fue él al que vieron levantarse de nuevo y que cayó una vez, y que se arrastró hacia la arcada grande para levantarse una última vez..., y eso por un milagro sobre el cual les daré a ustedes la explicación dentro de un rato..., y conseguir llegar a ese refugio de piedra que habría de ser su tumba.
Y con su bastón, el joven golpeó el piso de la capilla.
—¿Cómo? ¿Qué? —exclamó el señor Filleul, estupefacto—. ¿Su tumba?... ¿Cree usted que este escondrijo impenetrable...?
—Sí, se encuentra aquí..., allí... —repitió el joven.
—Pero si nosotros lo registramos...
—Lo registraron mal.
—Aquí no hay escondrijo —protestó el señor De Gesvres—. Yo conozco la capilla.
—Sí, señor conde, hay uno. Vaya usted a la Alcaldía de Varengeville, donde tienen guardados todos los documentos que se encontraban en la antigua parroquia de Ambrumésy, y se enterará usted, por esos documentos, fechados en el siglo dieciocho, que bajo la capilla existía una cripta. Esa cripta se remonta, sin duda, a los tiempos de la capilla romana, sobre cuyo sitio fue construida ésta.
—Pero ¿cómo podía saber Lupin ese detalle? —preguntó el señor Filleul.
—De una manera muy simple: por los trabajos que tuvo que ejecutar para robar la capilla.
—Veamos, veamos, señor Beautrelet, usted exagera... Él no ha robado toda la capilla. Mire, ninguna de esas piedras de asiento ha sido tocada.
—Evidentemente, él no ha imitado ni se ha llevado más que lo que tenía un valor artístico: las piedras talladas, las esculturas, las estatuillas, todo el tesoro de pequeñas columnas y de ojivas cinceladas. No se preocupó de la propia base del edificio. Los cimientos quedaron.
—Por consiguiente, señor Beautrelet, Lupin no ha podido penetrar hasta la cripta.
En ese momento, el señor De Gesvres, que había llamado a uno de sus criados, regresaba con la llave de la capilla. Abrió la puerta. Los tres hombres entraron.
Después de unos momentos de examen, Beautrelet prosiguió:
—Las losas del suelo, como es lógico, fueron respetadas. Pero es fácil darse cuenta de que el altar mayor no es más que una imitación. Y, generalmente, la escalera que baja a las criptas se abre delante del altar mayor y pasa por debajo de él.
—¿Esa es su conclusión?
—Mi conclusión es que trabajando allí, Lupin ha encontrado la cripta.
Con ayuda de un pico que el conde mandó a buscar, Beautrelet comenzó a trabajar en el altar. Los pedazos de yeso saltaban a derecha e izquierda.
—¡Caray! —murmuró el señor Filleul—. Tengo ansias de saber...
—Y yo también —dijo Beautrelet, cuyo rostro estaba pálido de angustia.
Golpeó con más rapidez. Y de pronto, su pico, que hasta entonces no había encontrado resistencia alguna, chocó con una materia más dura y rebotó. Se escuchó como un ruido de derrumbamiento y lo que quedaba del altar se hundió en el vacío a consecuencia del desprendimiento del bloque de piedra que el pico había golpeado. Beautrelet se asomó al agujero. Encendió una cerilla y la paseó por el vacío. Luego dijo:
—La escalera comienza más adelante de lo que yo creía, casi bajo las losas de la entrada. Veo desde aquí los últimos peldaños.
—¿Y es profunda?
—Tres o cuatro metros... Los peldaños son muy altos... y faltan algunos.
—No es verosímil —dijo el señor Filleul— que durante la corta ausencia de los tres gendarmes, cuando estaban secuestrando a la señorita de Saint-Véran, los cómplices hayan tenido tiempo de extraer el cadáver de esta cueva... Y, además, ¿para qué habían de hacerlo? No; para mí, él está aquí.
Un criado les trajo una escala, que Beautrelet introdujo dentro de la excavación y que colocó a tientas entre los escombros caídos. Luego sujetó fuertemente los dos extremos. —¿Quiere usted bajar, señor Filleul?
El juez de instrucción, provisto de una vela, se aventuró a bajar. El conde de Gesvres lo siguió. A su vez Beautrelet puso el pie sobre el primer peldaño. Había dieciocho, que él contó maquinalmente mientras sus ojos examinaban la cripta a la luz de la vela, cuya llama luchaba contra las espesas tinieblas. Pero abajo, un fuerte hedor, un hedor inmundo, lo detuvo. Era uno de esos hedores de podredumbre cuyo recuerdo más tarde nos obsesiona. ¡Oh! ¡Aquel olor! Su corazón parecía ir a sufrir un vuelco...
Y de pronto una mano temblorosa lo agarró por el hombro.
—Bien. ¿Qué ocurre?
—Beautrelet... —balbució el señor Filleul, No podía hablar, acongojado por el espanto.
—Vamos, señor juez de instrucción, sobrepóngase usted...
—Beautrelet..., él está ahí...
—¿Cómo?
—Sí..., había algo bajo la piedra grande que se desprendió del altar... Yo empujé la piedra... ¡Oh!, no lo olvidaré jamás...
—¿Dónde está?
—De ese lado... ¿Siente usted ese olor?... Y además..., mire... Había tomado la vela y proyectó su luz sobre una forma tendida en el suelo.
—¡Oh! —exclamó Beautrelet con horror.
Los tres hombres se inclinaron ávidamente. Medio desnudo, el cadáver estaba tendido, presentando un aspecto flaco y aterrador. La carne, verdusca, con tonos de cera blanda, aparecía a trechos entre los vestidos desgarrados. Pero lo más horroroso, lo que le había arrancado al joven un grito de terror, era la cabeza..., la cabeza, que acababa de aplastar el bloque de piedra...; la cabeza informe, masa repugnante en la que ya nada podía distinguirse... Y cuando los ojos de los tres hombres se fueron acostumbrando a la oscuridad vieron que toda aquella carne se hallaba llena de gusanos abominablemente... En cuatro zancadas, Beautrelet volvió a subir por la escala y huyó al exterior, al aire libre. El señor Filleul lo encontró de nuevo acostado en la tierra, boca abajo y con las manos pegadas al rostro. Le dijo:
—Mis felicitaciones, Beautrelet. Además del descubrimiento del escondrijo hay otros dos puntos en los que pude comprobar la exactitud de sus afirmaciones. En primer lugar, el hombre contra el cual disparó la señorita de Saint-Véran era realmente Arsenio Lupin, conforme usted dijo desde un principio. E igualmente era bajo el nombre de Esteban de Vaudreix, que vivía en París. Las ropas del cadáver están marcadas con las iniciales E. V. Me parece, ¿no es así?, que la prueba es suficiente...
Isidoro no se movía.
—El señor conde ha ido a buscar al doctor Jouet, que hará las comprobaciones de costumbre. Para mí, la muerte ocurrió hace ocho días, cuando menos. El estado de descomposición del cadáver... Pero usted no parece estarme escuchando.
—Sí, sí.
—Lo que yo digo está apoyado por razones perentorias. Así, por ejemplo...
El señor Filleul continuó su demostración, sin obtener, por lo demás, señales manifiestas de atención. Pero el regreso del señor De Gesvres interrumpió su monólogo.
El conde traía dos cartas. Una anunciaba la llegada de Herlock Sholmes para el día siguiente.
—Maravilloso —exclamó el señor Filleul, muy alegre—. El inspector Ganimard llegará igualmente mañana. Será delicioso.
—Y esta otra carta es para usted, señor juez de instrucción —dijo el conde.
—La cosa va de mejor en mejor —manifestó el señor Filleul después de haber leído la misiva—. Esos señores, decididamente, ya no van a tener gran cosa que hacer... Beautrelet, me avisan de Dieppe que unos pescadores han encontrado esta mañana sobre las rocas el cadáver de una mujer joven.
Beautrelet experimentó un sobresalto y exclamó:
—¿Qué dice usted? El cadáver...
—De una mujer joven... Un cadáver horriblemente mutilado, dicen en detalle, y cuya identidad sería imposible establecer, como no sea porque en el brazo derecho ostenta una pequeña pulsera de oro, muy delgada, que se ha incrustado en la piel tumefacta. Y la señorita Saint-Véran llevaba en el brazo derecho una pulsera de oro. Se trata, por consiguiente, de su desgraciada sobrina, señor conde, que el mar habrá arrastrado hasta allí. ¿Qué cree usted, Beautrelet?
—Nada, nada..., o, más bien, sí... Todo se eslabona, como usted ve, y no falta nada a su argumentación. Todos los hechos, uno a uno, hasta los más contradictorios, hasta los más desconcertantes, vienen a apoyar la hipótesis que yo imaginé desde el primer momento.
—No comprendo muy bien...
—No tardará usted en comprender. Recuerde que yo le he prometido la verdad completa.
—Pero a mí me parece...
—Un poco de paciencia. Hasta aquí, usted no ha tenido motivos de queja contra mí. Hace buen tiempo. Paséese usted, almuerce en el castillo, fume su pipa. Yo estaré de regreso hacia las cuatro o las cinco de la tarde. En lo que respecta al instituto..., tanto peor; tomaré el tren de medianoche.
Habían llegado a los extremos comunales detrás del castillo. Beautrelet saltó sobre su bicicleta y se alejó.
En Dieppe se detuvo en las oficinas del periódico La Vigié, donde pidió que le enseñaran los números de la última quincena. Luego salió hacia el burgo de Envermeu, situado a dos kilómetros. En Envermeu habló con el alcalde, el cura y el guarda de campo. Sonaron las tres en el reloj de la iglesia del burgo. Su investigación había terminado.
Regresó cantando de alegría. Sus piernas pedaleaban con un ritmo igual y vigoroso, apoyándose alternativamente sobre los dos pedales, y su pecho se abría en toda su capacidad al aire vivo que soplaba del mar. Y a veces el joven se distraía lanzando al cielo clamores de triunfo, pensando en el objetivo que perseguía y en sus afortunados esfuerzos.
Ambrumésy apareció a la vista. Se dejó llevar a toda velocidad por la pendiente que conduce al castillo. Los árboles que bordean el camino en cuádruple alineación secular parecían correr a su encuentro y desvanecerse luego inmediatamente detrás de él. Y de pronto lanzó un grito. En una visión súbita vio tendida una cuerda de un árbol a otro a lo ancho de la carretera.
Al chocar contra la cuerda, la bicicleta se detuvo de repente y el joven fue lanzado hacia adelante con inusitada violencia. Sintió la impresión de que sólo una casualidad afortunada pudo impedir que fuese a caer contra un montón de piedras, donde lógicamente se hubiera roto la cabeza.
Permaneció aturdido durante unos segundos. Luego, lleno de contusiones y con las rodillas desolladas, examinó aquellos lugares. A la derecha se extendía un pequeño bosque, por donde, sin duda alguna, había huido el agresor. Beautrelet soltó la cuerda. En el árbol de la derecha en torno al cual la cuerda estaba atada había un pequeño papel sujeto con un cordel. Lo desplegó y leyó:

«Tercero y último aviso.»

Llegado al castillo, hizo algunas preguntas a los criados y luego fue a reunirse con el juez de instrucción en una estancia de la planta baja, en el último extremo del ala derecha, donde el señor Filleul tenía costumbre de permanecer en el curso de sus investigaciones. El señor Filleul estaba escribiendo, con su secretario sentado frente a él. A una señal, el secretario salió de la habitación, y el juez exclamó:
—Pero ¿qué le pasa a usted, señor Beautrelet? Tiene usted las manos sangrando.
—No es nada, no es nada —respondió el joven—. Una sencilla caída provocada por esta cuerda que tendieron delante de mi bicicleta. Únicamente le agradecería que observe que tal cuerda proviene del castillo. No hace más de veinte minutos que aún estaba sirviendo para secar ropa colgada en ella cerca del lavadero.
—¿Es posible?
—Señor, es aquí mismo donde se me vigila por alguien que se encuentra en el propio corazón de este lugar, que me ve, que me oye y que, minuto a minuto, asiste a mis actos y conoce mis intenciones.
—¿Cree usted?
—Estoy seguro. A usted le corresponde descubrirlo, y no le costará mucho trabajo. En cuanto a mí, quiero terminar esto y darle las explicaciones prometidas. He procedido con mayor rapidez de lo que nuestros adversarios podían suponerse, y estoy persuadido de que, por su parte, van a proceder en forma vigorosa. El círculo va cerrándose en torno a mí. El peligro se aproxima, tengo el presentimiento de ello.
—Veamos, veamos, Beautrelet...
—Bueno, ya veremos lo que pasa. De momento, procedamos rápidamente. Y, ante todo, una pregunta sobre un punto que quiero dejar de lado en seguida. ¿No le ha hablado usted a nadie de ese documento que el brigadier recogió y que le entregó a usted en mi presencia?
—Mi palabra que no..., a nadie. Pero ¿acaso le concede usted algún valor?
—Un gran valor. Es una idea que tengo, una idea que, por lo demás, lo confieso, no descansa sobre ninguna prueba..., puesto que hasta aquí yo no he conseguido en absoluto descifrar ese documento. Así, pues, le hablo a usted de él... para no volver a tocar más ese punto.
Beautrelet apoyó su mano sobre la del señor Filleul, y en voz baja le dijo:
—Cállese usted..., nos están escuchando... desde fuera.
Se oyó ruido de pasos sobre la arena. Beautrelet corrió a la ventana y se asomó al exterior.
—Ya no hay nadie..., pero la platabanda está pisoteada... Se obtendrán fácilmente las huellas.
Cerró la ventana y fue a sentarse de nuevo.
—Ya ve usted, el enemigo ni siquiera toma ya precauciones... ya no dispone de tiempo para ello..., él también siente que la hora apremia... Apresurémonos, pues, y hablemos, puesto que precisamente ellos no quieren que yo hable.
Colocó sobre la mesa el documento y lo dejó desplegado. Luego dijo:
—Ante todo, una observación. Sobre este papel, aparte los puntos, no hay más que cifras. Y en las tres primeras líneas y en la quinta, las únicas de las cuales vamos a ocuparnos, pues la cuarta parece de una naturaleza completamente diferente, no hay ninguna de esas cifras que sea más elevada que cinco. Tenemos, pues, muchas probabilidades de que cada una de esas cifras represente una de las cinco vocales en el orden alfabético. Escribamos el resultado.
Y en una hoja aparte escribió:

Luego prosiguió:
—Como usted ve, esto no arroja gran cosa. La clave es a la vez muy fácil, puesto que se han conformado con sustituir las vocales por cifras y las consonantes por puntos, y muy difícil, si no imposible, puesto que no pudieron darse mayor trabajo para complicar el problema.
—En efecto, es de hecho suficientemente oscuro.
—Tratemos de aclararlo. La segunda línea está dividida en dos partes, y la segunda parte está representada de tal manera que es muy probable que forme una palabra. Si ahora tratamos de reemplazar los puntos intermedios por consonantes, llegamos a la conclusión, después de un tanteo, que las únicas consonantes que pueden servir lógicamente de apoyo a las vocales no pueden también lógicamente producir más que una palabra: demoiselles (señoritas).
—¿Entonces se trataría de la señorita De Gesvres y de la señorita De Saint-Vérant?
—Con toda certidumbre.
—¿Y usted no ve nada más que eso?
—Sí. Observo además una solución de continuidad en medio de la línea, y si realizo el mismo trabajo sobre el comienzo de la línea veo inmediatamente que entre los dos diptongos ai y ui la única consonante que puede reemplazar el punto es una g y que cuando he formado el comienzo de esa palabra aigui, es natural e indispensable que yo llegue con los puntos siguientes y la e final a la palabra aiguille (aguja).
—En efecto... Se impone esa palabra.
—En fin, para la última palabra tengo tres vocales y tres consonantes. Tanteo todavía, pruebo todas las letras unas después de otras, y, partiendo de ese principio de que las dos primeras letras son consonantes, compruebo que hay cuatro palabras que pueden adaptarse; esas palabras son: fieuve, preuve, pleure y creuse (río, prueba, llora y hueca). Elimino las tres primeras palabras como carentes de cualquier relación posible con la palabra aguja y me quedo con la palabra creuse.
—Lo que forma aguja hueca. Admito que su solución puede ser exacta. Pero ¿qué adelantamos con ello?
—Nada —respondió Beautrelet con tono pensativo—. Nada por el momento... Más adelante ya veremos... Yo tengo la idea de que muchas cosas figuran comprendidas en la agrupación enigmática de esas dos palabras aguja hueca. Lo que me preocupa es, sobre todo, la materia del documento, el papel de que se han servido... ¿Se fabrica todavía esta clase de pergamino un poco granulado? Y además este color de marfil... Y estos pliegues..., la usura de estos cuatro pliegues... Y, en fin, vea usted estas marcas de lacre rojo por detrás...
En ese momento Beautrelet fue interrumpido. Era el secretario Brédoux, que abría la puerta y que anunciaba la llegada súbita del fiscal general.
El señor Filleul se levantó.
—¿El señor fiscal general está abajo?
—No, señor juez de instrucción. El señor fiscal general no se ha apeado de su coche. Está de paso solamente y ruega a usted que haga el favor de ir a verlo junto a la puerta. No tiene que decirle más que unas palabras.
—Qué cosa extraña —murmuró el señor Filleul—. En fin, vamos a ver. Beautrelet, perdóneme, voy y vuelvo en seguida.
Salió. Se oyeron sus pasos que se alejaban. Entonces el secretario cerró la puerta, dio la vuelta a la llave y la metió en su bolsillo.
—Bueno..., ¿qué...? —exclamó Beautrelet, completamente sorprendido—. ¿Qué hace usted?
—¿No estaremos mejor así para hablar? —respondió Brédoux.
Beautrelet saltó hacia otra puerta que daba a la habitación contigua. Había comprendido. El cómplice era Brédoux, el propio secretario del Juzgado de Instrucción.
Brédoux dijo con ironía:
—No se lastime usted los dedos, mi joven amigo, tengo también la llave de esa puerta.
—Queda todavía la ventana —exclamó Beautrelet.
—Ya es demasiado tarde —dijo Brédoux, que se situó delante de la ventana empuñando un revólver.
Estaban cortadas todas las retiradas. No había solución, como no fuese defenderse contra el enemigo que se desenmascaraba con una audacia tan brutal. Isidoro, que experimentaba una sensación de angustia desconocida, se cruzó de brazos.
—Bien —murmuró el secretario—, ahora seamos breves.
Sacó su reloj.
—El bueno del señor Filleul va a caminar hasta la puerta. En la puerta no hay nadie, bien entendido. Allí está tanto el fiscal como aquí en mi mano. Entonces regresará aquí. Eso nos concede unos cuatro minutos. Necesito uno para escaparme por esa ventana, escurrirme por la puerta pequeña de las ruinas y saltar sobre mi motocicleta, que me espera. Quedan, entonces, tres minutos. Eso es suficiente.
Era un sujeto extraño, contrahecho, que mantenía en equilibrio sobre sus piernas, muy largas y muy débiles, un busto enorme, redondo como el cuerpo de una araña y provisto de unos brazos inmensos. El rostro era huesudo y la frente pequeña y baja, indicadora de la obstinación un tanto limitada del personaje.
Beautrelet se tambaleaba sintiendo ablandársele las piernas. Tuvo que sentarse, y dijo:
—Hable. ¿Qué quiere usted?
—Ese documento. Hace tres días que lo ando buscando.
—No lo tengo.
—Mientes. Cuando entré te vi guardarlo de nuevo en tu cartera.
—¿Y después?
—¿Después? Te comprometerás a mantenerte muy prudente. Nos estás molestando. Déjanos tranquilos y ocúpate de tus asuntos. Ya se nos ha agotado la paciencia.
Se había adelantado empuñando siempre el revólver y apuntando hacia el joven, y hablaba sordamente, martilleando las sílabas con acento de increíble energía. Su mirada era dura y la sonrisa cruel.
Beautrelet temblaba. Era la primera vez que experimentaba la sensación del peligro. ¡Y qué peligro! Se sentía frente a un enemigo implacable, de una fuerza ciega e irresistible.
—¿Y después? —dijo el joven con voz ahogada.
—¿Después? Nada... Serás libre...
Hubo un silencio y Brédoux continuó:
—No queda más que un minuto. Tienes que decidirte. Vamos, hombrecito, no hagas tonterías... Nosotros somos los más fuertes, siempre y en todas partes... Pronto, el papel...
Isidoro no se movía, lívido, aterrado y, sin embargo, dueño de sí mismo y con el cerebro lúcido entre el desastre de sus nervios. A veinte centímetros de sus ojos se abría el pequeño agujero negro del cañón del revólver. El dedo replegado oprimía visiblemente el gatillo. Bastaba un pequeño esfuerzo más...
—El papel —repitió Brédoux—. Si no...
—Aquí está —dijo Beautrelet.
Sacó del bolsillo la cartera y se la tendió al secretario, que se apoderó de ella.
—Perfectamente. Hemos sido razonables. Decididamente, se puede hacer algo de ti..., eres un poco miedoso, pero tienes buen sentido. Le hablaré de ti a los camaradas. Y ahora me largo. Adiós.
Se guardó el revólver e hizo girar el pestillo de la ventana. En el pasillo se oyó ruido.
—Adiós —dijo de nuevo—. Ya es hora de irme.
Pero una idea le detuvo. Con un ademán comprobó el contenido de la cartera.
—¡Rayos y truenos!... —gritó el secretario—. El papel no está aquí... Me la has jugado.
Saltó dentro de la habitación. Sonaron dos disparos. Isidoro a su vez había sacado su revólver y disparado.
—Fallaste, hombrecito —aulló Brédoux—. Tu mano tiembla... tienes miedo.
Se entregaron a una lucha cuerpo a cuerpo y rodaron sobre el suelo. En la puerta sonaron golpes redoblados.
Isidoro perdió fuerzas inmediatamente, dominado por su adversario. Era el fin. Una mano se alzó por encima de él armada con un cuchillo y cayó. Un dolor violento le quemaba el hombro. Soltó su presa.
Tuvo la sensación de que hurgaban en el interior de su chaqueta y que arrebataban el documento. Luego, a través del velo caído de sus párpados, adivinó más que vio al hombre cruzando la ventana...
Los mismos periódicos que al día siguiente por la mañana relataban los últimos episodios ocurridos en el castillo de Ambrumésy, con las falsificaciones descubiertas en la capilla, el descubrimiento del cadáver de Arsenio Lupin y del cadáver de Raimunda, y finalmente, el atentado criminal contra Beautrelet a manos de Brédoux, secretario del juez de instrucción, anunciaban también las siguientes noticias:
La desaparición de Ganimard y el secuestro en pleno día, en el corazón de Londres, cuando iba a tomar el tren para Douvres, de Herlock Sholmes.
Así, pues, la banda de Lupin, por unos momentos desorganizada merced al extraordinario ingenio de un muchacho, tomaba de nuevo la ofensiva y al primer golpe, por doquier y en todos los puntos, quedaba victoriosa. Los dos grandes adversarios de Lupin, Sholmes y Ganimard, quedaban suprimidos. Beautrelet fuera de combate. Ya no había nadie más capaz de luchar contra tales enemigos.

Fuente:
Traducción: Lorenzo Garza
©Aguilar, 1961
© Claude Leblanc, París, 1982
© Ediciones Generales Anaya, S.A., Madrid, 1982
© 1984, por la presente edición, Orbis, SA.
Depósito Legal B-14232-1984
Printed in Spain
Digitalización y corrección por Antiguo.

sábado, 31 de octubre de 2015

JUAN MANUEL FORTE MONGE. MAQUIAVELO, EL ARTE DEL ESTADO.



ESTUDIO INTRODUCTORIO
por
JUAN MANUEL FORTE MONGE
MAQUIAVELO, EL ARTE DEL ESTADO
Existe una caracterización con la que se ha asociado repetidamente la obra de Maquiavelo, que se forjó ya mientras vivió, y que viene inmejorablemente expresada en palabras de (¡uicciardini, en las que definía a su amigo y protegido como un hombre que siempre fue «extravagante respecto de la opinión común, e inventor de cosas nuevas e insólitas». Emblema, el de la novedad, típicamente renacentista; no menos recurrente que la fascinación por lo insólito, por el descubrimiento. Divisa refrendada pr el propio Maquiavelo, que había hecho suya la voluntad de novedad en el arranque de su obra más importante: «he decidido recorrer un camino todavía no pisado por nadie». No es la asunción retórica de un topos renacentista; se trata de una elección consciente, meditada, que ya había sido tratada por él en su caracterización del principado y del príncipe nuevo, temas nucleares de El príncipe. Pero la novedad, el descubrimiento, el nuevo camino se asocian irremediablemente a riesgos sombríos: apartarse de los lugares comunes, de los caminos trillados, máxime en el pensamiento político del siglo xvi, tenía como correlato afrontar los peligros del viaje, sufrir la soledad. No debe extrañarnos, pues, si esta caracterización ha sido hábilmente consagrada en nuestro tiempo, continuando el propio juego ele imágenes de Maquiavelo: si el «príncipe nuevo» fue también para éste 1111 príncipe destinado a estar solo, no menos legítimo es evocar su propia soledad: soledad existencial y política (durante largos y desesperantes años), pero sobre todo soledad doctrinal: la de quien emprende un viaje sin compañeros, con escasos puntos de referencia y lleno de incógnitas.
La mirada nueva —«extravagante», dice (¡uicciardini—, esa capaz de vislumbrar al príncipe desde el pueblo y al pueblo desde el príncipe, se tuvo que fraguar a partir de un extrañamiento, un distanciamiento, no menos que una perdida. En efecto, son necesarias ideas nuevas, pues un
X I
X I I hlitudio introductorio
viejo mundo se está derrumbando: el apacible equilibrio italiano; la turbulenta y agotada tradición republicana y municipalista del centro norte de Italia. Recordemos aquí que las grandes obras de Maquiave-
lo se desarrollan, para usar su propia expresión,res perditas, esto es, cuando todo se ha perdido. En efecto, sólo a partir del derrumbe pudo afirmarse la voluntad de recorrer los motivos de la postración de Italia y las ruinas de Florencia. Italia y Florencia, pues, teatro de una civilización tan deslumbrante como decadente y precaria; tan sofisticada, como generadora de servidumbre. ¿Cómo extrañarnos entonces de que el poder y la grandeza de la Roma antigua ejerzan de contrafigura de la debilidad de ambas; la antigua virtud de la presente corrupción? Con todo, Maquiavelo no se queda en un juego de amargas ironías o nostálgicos sarcasmos. En el camino del infierno, cualquier atisbo de mejora, de orden digno, merece ser buscado y defendido con determinación. Además, la desesperación es terreno propicio para el cambio de la fortuna: la determinación en una acción casi irreflexiva pueden hacer las veces de una razón ora ya impotente. No sólo. Maquiavelo tiene un gusto por lo extraordinario. Su ingenio,
lo hemos dicho, bordea lo insólito, y de ahí que intente también una exploración de los orígenes, de los fundamentos mismos del orden político (del que depende a su vez cualquier otro orden) y de su decadencia. El florentino arriba así a sus orígenes de violencia, de destrucción, de falsificación; instancias éstas de las que el propio orden político no parece poder librarse nunca del todo y que siguen incrustadas en él, recordando su pecado original, e incluso ofreciéndosenos como remedio, como peligrosa tentación. Quizá sea esto último, es decir, los rendimientos más inquietantes de aquella decisión de explorar la génesis y destrucción del orden político (y no tanto lo que en sus escritos haya de ciencia o de doctrina), lo que explica que su obra se haya convertido en un clásico capaz de interpelar al lector contemporáneo con renovada insistencia.
Existe una caracterización con la que se ha asociado repetidamente la obra de Maquiavelo, que se forjó ya mientras vivió, y que viene inmejorablemente expresada en palabras de (¡uicciardini, en las que definía a su amigo y protegido como un hombre que siempre fue «extravagante respecto de la opinión común, e inventor de cosas nuevas e insólitas». Emblema, el de la novedad, típicamente renacentista; no menos recurrente que la fascinación por lo insólito, por el descubrimiento. Divisa refrendada pr el propio Maquiavelo, que había hecho suya la voluntad de novedad en el arranque de su obra más importante: «he decidido recorrer un camino todavía no pisado por nadie». No es la asunción retórica de un topos renacentista; se trata de una elección consciente, meditada, que ya había sido tratada por él en su caracterización del principado y del príncipe nuevo, temas nucleares de El príncipe. Pero la novedad, el descubrimiento, el nuevo camino se asocian irremediablemente a riesgos sombríos: apartarse de los lugares comunes, de los caminos trillados, máxime en el pensamiento político del siglo xvi, tenía como correlato afrontar los peligros del viaje, sufrir la soledad. No debe extrañarnos, pues, si esta caracterización ha sido hábilmente consagrada en nuestro tiempo, continuando el propio juego ele imágenes de Maquiavelo: si el «príncipe nuevo» fue también para éste 1111 príncipe destinado a estar solo, no menos legítimo es evocar su propia soledad: soledad existencial y política (durante largos y desesperantes años), pero sobre todo soledad doctrinal: la de quien emprende un viaje sin compañeros, con escasos puntos de referencia y lleno de incógnitas.
La mirada nueva —«extravagante», dice (¡uicciardini—, esa capaz de vislumbrar al príncipe desde el pueblo y al pueblo desde el príncipe, se tuvo que fraguar a partir de un extrañamiento, un distanciamiento, no menos que una perdida. En efecto, son necesarias ideas nuevas, pues un
X I
X I I hlitudio introductorio
viejo mundo se está derrumbando: el apacible equilibrio italiano; la turbulenta y agotada tradición republicana y municipalista del centro norte de Italia. Recordemos aquí que las grandes obras de Maquiave-
lo se desarrollan, para usar su propia expresión,res perditas, esto es, cuando todo se ha perdido. En efecto, sólo a partir del derrumbe pudo afirmarse la voluntad de recorrer los motivos de la postración de Italia y las ruinas de Florencia. Italia y Florencia, pues, teatro de una civilización tan deslumbrante como decadente y precaria; tan sofisticada, como generadora de servidumbre. ¿Cómo extrañarnos entonces de que el poder y la grandeza de la Roma antigua ejerzan de contrafigura de la debilidad de ambas; la antigua virtud de la presente corrupción? Con todo, Maquiavelo no se queda en un juego de amargas ironías o nostálgicos sarcasmos. En el camino del infierno, cualquier atisbo de mejora, de orden digno, merece ser buscado y defendido con determinación. Además, la desesperación es terreno propicio para el cambio de la fortuna: la determinación en una acción casi irreflexiva pueden hacer las veces de una razón ora ya impotente. No sólo. Maquiavelo tiene un gusto por lo extraordinario. Su ingenio,
lo hemos dicho, bordea lo insólito, y de ahí que intente también una exploración de los orígenes, de los fundamentos mismos del orden político (del que depende a su vez cualquier otro orden) y de su decadencia. El florentino arriba así a sus orígenes de violencia, de destrucción, de falsificación; instancias éstas de las que el propio orden político no parece poder librarse nunca del todo y que siguen incrustadas en él, recordando su pecado original, e incluso ofreciéndosenos como remedio, como peligrosa tentación. Quizá sea esto último, es decir, los rendimientos más inquietantes de aquella decisión de explorar la génesis y destrucción del orden político (y no tanto lo que en sus escritos haya de ciencia o de doctrina), lo que explica que su obra se haya convertido en un clásico capaz de interpelar al lector contemporáneo con renovada insistencia.

viernes, 30 de octubre de 2015

Historia de la filosofía del Renacimiento a la Posmodernidad. Gilbert Hottois


La historia de esta obra es indisociable de la enseñanza consagrada
a «Las grandes corrientes de la filosofía hasta nuestros días»,
que imparto en la Universidad de Bruselas desde finales de los setenta
con destino a un amplio público interdisciplinario, la mayor
parte del cual no tiene la filosofía como asignatura básica Este libro
lleva la marca de su origen y de su vocación didáctica
He buscado ante todo la claridad de la exposición, para lo que
he explicado y explicitado sin miedo a las repeticiones Me he ceñido
a los puntos esenciales de las filosofías presentadas y, en la
medida de lo posible, he indicado las grandes articulaciones y he
descompuesto en sus elementos los principales argumentos y razonamientos
complejos Esa voluntad de clarificación, que sin duda el
especialista considerará a veces demasiado simpliñcadora, se expresa
también en la redacción y la diagramación La obra no es literaria
en absoluto, no se lee como una novela Está destinada al estudio
y a la consulta No se dirige al filósofo experimentado, ni al profano
en busca de información y de cultura filosófica que no esté
dispuesto a realizar el esfuerzo necesario para adquirirlas Esta pensada
para el principiante La densidad de los desarrollos se compensa
con una presentación analítica y aireada, a la que contribuyen
las líneas directrices y las palabras clave que encabezan cada capitulo,
así como las múltiples subdivisiones de los capítulos y las frecuentes
enumeraciones con guiones que estructuran las explicaciones
Me he extendido poco sobre los datos externos (biografía, contexto
socio-histórico), que he limitado a unas pocas indicaciones que
permitan situar al pensador, con el fin de concentrar la atención en
su pensamiento, en cuya presentación he evitado el recurso inútil a
una terminología técnica, incluso esotérica, que no ha dejado huella
histórica En cambio, he empleado con abundancia el vocabulario
filosófico general y propio de la cultura del «hombre de mundo» Es
11
el léxico de la abstracción conceptual, esencial para todo el que aspire
a asumir una posición lúcida y crítica en este complejo mundo
nuestro He huido de la paráfrasis —generalmente poco esclarecedora
para el profano— y he reducido las citas a una función ilustrativa,
a manera de llamativas imágenes ídiomáticas
La elección de las filosofías que se presentan responde a diversos
criterios En gran parte, es una elección clásica» Sin embargo,
de las figuras principales de la historia de la filosofía, he dado prioridad
a las típicas de una posición o fundadoras de una corriente filosófica
Con ello he pretendido dar claves e indicar pistas Necesariamente,
esta elección es tanto más subjetiva y arriesgada cuanto
más se avanza en el siglo xx, en particular en lo que concierne a las
últimas décadas Asumo su parcialidad, en el doble sentido de que
no es total ni es imparcial, debido sobre todo a los límites forzosos
que lleva asociada la primordial vocación didáctica de este libro
Dentro de estos límites, me he esforzado por preservar un cierto
equilibrio —imperfecto, sin duda— entre las áreas (francesa, alemana,
anglosajona), las corrientes (fenomenología, filosofía del lenguaje,
estructuralismo, posmodernismo, etc ) y los centros de interés
(ciencia, ética, política, naturaleza, sociedad, etc ) También he reservado
sitio para dos corrientes de pensamiento que, sin ser directamente
filosóficas, han ejercido una inmensa influencia en la filosofía
contemporánea el evolucionismo y el psicoanálisis
Sin embargo, esta presentación, interesada en mostrar la riqueza
y la diversidad de la filosofía contemporánea y su génesis histórica,
no es impersonal No lo es en la medida en que el propio
autor participa en las discusiones que jalonan su época, pues es
ante todo filósofo y sólo en segundo lugar, y en respuesta a exigencias
pedagógicas, historiador de la filosofía Esta raigambre en el debate
filosófico contemporáneo presenta por lo menos un aspecto
positivo en esta historia de la filosofía moderna y contemporánea
he dedicado una parte considerablemente extensa al estudio de la
filosofía del siglo xx y a los problemas que se discuten hoy en día,
en vísperas del tercer milenio He querido evitar al lector la decepción
que tan a menudo se experimenta ante las historias de la filosofía
que se detienen en 1900, con la muerte de Nietzsche, o que
sólo se arriesgan a timidísimas indicaciones acerca de algunas filosofías
y poblemas filosóficos del siglo xx que se supone respetables
Esa imagen de la filosofía contemporánea es falsa y deplorable, debido
a que produce una impresión de miseria, sobre todo cuando
se la compara con las ricas presentaciones de las ciencias y las tecnologías
del siglo xx Por tanto, es menester decirlo una y otra vez
la filosofía contemporánea es extremadamente viva y, ante todo,
12
muy solicitada por los practicantes de las tecnociencias que reflexionan
sobre sus respectivas prácticas en el seno de un mundo extraordinariamente
complejo y móvil, recorrido por violentas tensiones en
el camino a una posible integración planetaria Esta solicitación, a la
que el autor es sensible, constituye el hilo conductor, más o menos
visible, de esta obra
En términos más precisos, se trata de la convicción de que un
aspecto absolutamente determinante de la modernidad es el esfuerzo
de la ciencia experimental, que no ha dejado de modificar profundamente
nuestro mundo y nuestra forma de vida También, de la
convicción de que esta empresa moderna de «saber» es radicalmente
activa, operativa, práctica, técnica, y que se abre necesaria y fundamentalmente
a cuestiones éticas y políticas (la sociedad o la ciudad),
sin perder no obstante de vista la relación igualmente importante
(y operativa en tanto simbolización) con la naturaleza (terrestre)
y con el universo, considerado en su inmensidad espacial y
temporal Por último, se trata de la convicción de que los problemas
de estas últimas décadas y de las próximas conciernen a la articulación
entre la IDTC (Investigación y Desarrollo Técnico-Científico) de
origen occidental y la humanidad multicultural, históricamente vanada,
asociada de manera muy desigual a la dinámica técnico-científica
e incluso, en gran parte, ajena a ella En buena medida, las elecciones
y los comentarios que se leerán en esta historia de la filosofía
moderna y contemporánea se inspiran en estas convicciones y en
los interrogantes y las preocupaciones que suscitan y que también
son hipótesis de interpretación prospectiva
En resumen, esta obra comprende tres fases La primera es la
Introducción, rápida visión panorámica de la historia de la filosofía
occidental anterior al Renacimiento Esta introducción sólo tiene
función referencial, a fin de presentar y fijar ciertas nociones en primera
aproximación, a modo de apoyo didáctico al filósofo principiante
La segunda fase llega a los albores del siglo xx y es todavía
marcadamente clásica, esperada y sucinta La última fase, que ocupa
casi dos tercios del libro, es la más personal y también la más controvertible
Los reproches más legítimos de no haber hablado de tal
o cual pensador serán los que a ella se refieran Sin mucho esfuerzo
habría podido multiplicar los nombres propios y las breves evocaciones
en ciertas líneas filosóficas significativas, cuyos apellidos vendrían
a abultar el índice Pero me he resistido a esa tentación de
despliegue superficial de erudición, pues no hubiera aportado nada
al lector Por el contrario, sólo lo habría ahogado en una multitud
de referencias insustanciales y sin justificación Por tanto, hay nombres
importantes (o, en todo caso, tan importantes como otros efec-
13
tivamente mencionados) que en este libro brillan por su ausencia, lo
que no implica un juicio de valor por mi parte Se trata simplemente
de que ha habido que escoger, y esa elección, incluso en los límites
marcados por los criterios a los que se ha hecho alusión y el interés
rector, ha tenido algo de arbitrario, fruto del azar y de mis lecturas y
encuentros Sin embargo, una elección parcialmente distinta apenas
habría alterado en la práctica el espínu general de la empresa, sino
tan sólo afectado ciertos aspectos de su ilustración
En el capítulo de los agradecimientos, vaya ante todo mi gratitud
a los incontables estudiantes cuyas expectativas, a lo largo de
los años, han dado consistencia a esta historia y le han impreso un
perfil También estoy agradecido a mi editor, que me ha estimulado
con entusiasmo para que la transformara en libro Y también a los
lectores de la edición experimental de 1996, por sus observaciones
y consejos
Por último, agradezco a Mane-Geneviéve Pinsart, ayudante diligente
en el curso y que ha tenido a bien encargarse de una multitud
de investigaciones bibliográficas, en particular en lo que concierne a
las lecturas sugeridas, todas ellas agotadas en la edición francesa y
citadas al final de cada capítulo (o de partes de capítulo) según la
edición más reciente Estas listas, por supuesto, son meramente indicativas,
como puertas de entrada entre otras posibles*
Para completar su información general, el lector podra remitirse
a otras historias de la filosofía moderna y contemporánea, como
Y Belaval, (comp ), Historia de la filosofía, vols 2 y 3, Madrid, Siglo
XXI, E Bréhier, Historia de la filosofía, 2 vols , Madrid, Tecnos,
F Chátelet (comp ), Historia de la filosofía, vols 2-4, Madrid, Espasa-
Calpe, F Duque Pajuelo, Historia de la filosofía moderna la
era crítica, Madrid, Akal, 1998, B Magee, Los grandes filósofos, Madrid,
Cátedra, 1990, M Serres, Historia de las ciencias, Madrid, Cátedra,
H J Stong, Historia universal de la filosofía, Madrid, Tecnos,
1998 (2a ed)
* Para esta edición española se han mantenido las Lecturas sugeridas por el
autor ofreciendo la edición española cuando la hay, y se han añadido otras de con
sulta mas asequible para el lector español.
Fuente:
Historia de la filosofía
del Renacimiento
a la Posmodernidad
Colección Teorema
Serie mayor
Gilbert Hottois
Historia de la filosofía
del Renacimiento
a la Posmodernidad
Traducción de Marco Aurelio Galmarini
CÁTEDRA
TEOREMA
Título original de la obra
De la Renaissance a la Postmoderntté
Une htstoire de la phtlosophte moderne et contemporatne.

jueves, 29 de octubre de 2015

CORNELL WOOLRICH (1903-1968). En el crepúsculo.


Publicados en diferentes revistas, recogidos en numerosas antologías y adaptados con frecuencia a la radio, a la televisión y al cine (Alfred Hitchcock y François Truffaut realizaron grandes películas inspiradas en sus argumentos), los relatos de CORNELL WOOLRICH (1903-1968) —firmados con diferentes seudónimos, siendo WILLIAM IRISH el más famoso— no sólo constituyen una original contribución a la renovación del género policíaco, sino que también son piezas ya clásicas de la literatura de suspense. Maestro en la creación de climas obsesivos basados en el lento despliegue de pruebas condenatorias, la vacilación entre la confianza y la duda, la carrera contra el tiempo y la indefensión ante el azar o el error, Woolrich refleja en sus relatos —ambientados en el marco histórico de la Gran Depresión estadounidense— los problemas de los hombres y mujeres de la sociedad moderna, atrapados por poderes que escapan a su control y dominados por la soledad y el miedo. EN EL CREPÚSCULO incluye cuatro narraciones («Un centavo por palabra», «El número de la suerte», «Un día demasiado bello para morir» y «La vida es extraña a veces»), una bibliografía y una lista de las adaptaciones de sus obras al cine, la radio y la televisión.


CUENTO.

 Un centavo por palabra[1]

  El encargado de la recepción recibió una llamada, a primera hora de la tarde; preguntaban si tendrían disponible una habitación «agradable y tranquila» para las seis. La llamada procedía evidentemente de una oficina, porque quien llamaba era una mujer joven que, según se vio, deseaba que la pretendida reserva se hiciera a nombre de un hombre; no especificó si se trataba de su jefe o de uno de los clientes de la firma. Al informarle de que había una habitación disponible, solicitó:
  —Entonces ¿hará el favor de reservarla a nombre del señor Edgar Danville Moody, para las seis de la tarde aproximadamente?
  Y dos veces más insistió en lo del silencio.
  —Pero tiene que ser una habitación tranquila. Asegúrese de que es silenciosa. No se le debe molestar mientras la ocupe.
  El recepcionista le aseguró con un toque de sequedad:
  —Este es un hotel totalmente tranquilo.
  —Muy bien —repuso ella encantada—. Porque no queremos que se le distraiga. Es importante que no se le moleste en absoluto.
  —Eso podemos prometérselo —dijo el recepcionista.
  —Gracias —repuso la joven con rapidez.
  —Gracias —contestó el recepcionista.
  El cliente en cuestión llegó bastante después de las seis, pero no tan tarde como para que se hubiera cancelado la reserva. Era joven; si en realidad no estuviera por debajo de los treinta años, por lo menos lo aparentaba. Había intentado camuflar su apariencia juvenil dejándose un frío bigote rubio sobre el labio superior. Fallaba totalmente en el efecto deseado. Parecía un bigote falso pintado en el rostro de un niño.
  Era un joven alto y esbelto. Su atuendo llamaba la atención; le faltaba poco para resultar teatralmente extravagante. O, según el gusto de quien le observara, traspasaba esa línea. Como la noche era fresca para el tiempo en que estaban, iba envuelto en un abrigo de tejido peludo de color arena, conocido genéricamente como pelo de camello, con un cinturón, ajustado como un látigo, en la cintura. Por otra parte, a pesar del frío, no llevaba sombrero.
  La corbata lucía un dibujo de rayas distintivo de algún regimiento, pero quizás fueran de regimientos equivocados, pertenecientes a ejércitos rivales. Llevaba una pipa apretada entre los dientes, pero con la cazoleta vacía y vuelta hacia abajo. Una ancha arandela de plata rodeaba la boquilla. Sus zapatos eran de varios colores, con contrafuertes en tono caoba y el resto casi amarillo. No tenían ni ojetes ni cordones; estaban hechos como mocasines, para meter el pie directamente; una lengüeta de cuero con flecos colgaba del borde exterior de cada empeine.
  Iba abundantemente cargado con diversas pertenencias, pero ninguna de ellas era una maleta normal para llevar ropa. Bajo un brazo sostenía un gran cuadrado plano, envuelto en papel de estraza, atado con cuerdas y que sugería un lienzo. En esa misma mano llevaba un gran paquete envuelto también en papel de estraza; en la otra una máquina de escribir portátil enfundada. De un bolsillo del abrigo sobresalía airosamente un largo objeto oblongo envuelto, también éste, en papel de estraza.
  Aunque iba solo y no era excesivamente ruidoso ni en sus movimientos ni en su hablar, su llegada produjo una sensación de agitación y alboroto, como si algo de enormes consecuencias, estuviera ocurriendo. Esto, por supuesto, podía deberse al carácter llamativo de su ropa. Cuando pasaran los años no sería de esa clase de hombres que se muestran reservados o pasan inadvertidos.
  Se desprendió de todo su cargamento, dejando una parte en el suelo y otra encima del mostrador, y preguntó:
  —¿Hay una habitación reservada para Edgar Danville Moody?
  —Sí, señor, desde luego —repuso el empleado amablemente.
  —Será muy tranquila, ¿verdad? —inquirió con interés.
  —No oirá ni caer un alfiler —prometió el empleado.
  El huésped firmó la ficha de registro con una rúbrica.
  —¿Va a quedarse mucho tiempo con nosotros, señor Moody? —preguntó el recepcionista.
  —Más vale que no sea mucho —fue la enigmática respuesta—, si no quiero verme en un lío.
  —Lleva al señor arriba, Joe —repuso hospitalario el empleado, llamando a un botones.
  Joe empezó a coger los objetos uno a uno.
  —¡Espera un minuto, a Gertie no! —se le ordenó de repente.
  José miró a su alrededor, primero a un lado, luego al otro. Allí no había nadie más.
  —¿Gertie? —preguntó desconcertado.
  El joven señor Moody cogió la máquina de escribir portátil y golpeó la tapa afectuosamente.
  —Esta es Gertie —le informó—. Soy supersticioso. Cuando trabajamos juntos no dejo que la lleve nadie, excepto yo.
  Entraron juntos en el ascensor; Moody llevaba a Gertie.
  Joe permaneció callado durante los dos primeros pisos, pero luego fue incapaz de seguir guardando silencio.
  —Es la primera vez que oigo que a una máquina de escribir se le llame Gertie —observó suavemente, apartando la vista de los mandos.
  —Ya he gastado seis —proclamó Moody con orgullo—. Gertie es la séptima —dio un golpecito cariñoso a la tapa—. Las bautizo por orden alfabético. La primera fue Alicia.
  Joe se sentía profundamente interesado.
  —¿Cómo ha podido gastar seis como ésta? Hace años que el señor Elliot tiene la misma en su despacho, desde que yo vine a trabajar aquí, y todavía no ha acabado con ella.
  —¿Quién es? —preguntó Moody.
  —El contable del hotel.
  —¡Ah-h-h! —repuso Moody con marcado desprecio—. No me extraña. El sólo escribe números. Yo soy escritor.
  Joe estaba totalmente hipnotizado. Aquel joven le había agradado desde el primer momento, pero ahora se sentía fascinado.
  —Caramba, ¿es usted escritor? —dijo casi sin aliento—. Eso es lo que siempre he querido ser yo.
  Moody estaba demasiado interesado en su propia condición de escritor para reconocer el deseo del otro de serlo también.
  —¿Firma con su propio nombre? —insinuó Joe incapaz de apartar los ojos del nuevo huésped.
  —Desde luego que sí.
  Amplió más la respuesta.
  —Dan Moody. ¿Me has leído alguna vez?
  Joe era de natural demasiado ingenuo para mentir de manera verosímil. Se rascó la parte posterior de la cabeza.
  —Déjeme ver —dijo—. Estoy intentando pensar.
  El rostro de Moody se alargó casi en una expresión de enfado. Sin embargo, un momento después se había despejado de nuevo.
  —De todos modos, supongo que no tienes mucho tiempo para leer en un trabajo como éste —explicó para satisfacción de ambos.
  —No, no lo tengo, pero desde luego me gustaría leer algo suyo —repuso Joe con fervor—. Especialmente ahora que le conozco.
  Empujó la palanca y el ascensor comenzó a bajar. Tan absorto había estado, que habían subido tres pisos de más.
  Joe le condujo a la habitación 923 y se desprendió de su carga. Luego se entretuvo por allí, incapaz de alejarse. Aquello no tenía nada que ver con el retraso en recibir la propina; por una vez, y con absoluta sinceridad, Joe se había olvidado de que existiera semejante cosa.
  Moody se quitó su abrigo parecido a una tienda y lo tiró sobre una silla con un movimiento ondulante por encima de la cabeza, como una persona que está a punto de sumergirse en el baño. Luego empezó a rasgar los papeles de estraza produciendo explosivos sonidos por toda la habitación.
  Del cuadrado plano salió una plancha de cartón igualmente plana y cuadrada, en blanco por la cara posterior y protegida por papeles de seda en el frente. Moody los fue quitando hasta dejar al descubierto una sorprendente composición al óleo en vividos colores. Sus componentes principales eran una joven de generoso busto, con un destrozado vestido de color lavanda, que huía desesperadamente de un perseguidor cuyo rostro mostraba una expresión que prometía adicionales destrozos.
  Joe abrió los ojos de par en par y permaneció así. Se aproximó un poco más y siguió paralizado. Moody colocó la plancha de cartón en el suelo, apoyada en una silla.
  —¿Lo ha hecho usted? —susurró Joe lleno de respeto.
  —No, el dibujante. Es la portada del mes que viene. Tengo que escribir un relato que esté de acuerdo con ella.
  —Yo creía que lo hacían al revés —repuso Joe desconcertado—. Que primero escribían el relato y luego lo «ilustriaban».
  —Ese es el procedimiento habitual —dijo Moody con labia de profesional—. Todos los meses escogen el relato principal y lo llevan a la portada. Esta vez tuvieron un pequeño problema. El tipo que iba a escribir la historia no llegó a tiempo, se puso enfermo o algo así. Por tanto el artista tuvo que empezar, sin esperarle. Ahora ya no queda tiempo, así que tengo que inventar a toda prisa una historia que encaje con la portada.
  —¡Vaya! —exclamó Joe—. Va a resultar difícil ¿no?
  —Una vez que se empieza, sale sola. Lo que cuesta es empezar.
  Del paquete más abultado habían salido, en el ínterin, dos bloques de considerable tamaño envueltos en papel azul oscuro. Abrió uno para extraer una resma de cuartillas blancas para el original; el otro para extraer una resma de hojas de papel de copia.
  —Voy a utilizar esta mesa de aquí —decidió, y colocó un montón en una de las esquinas de ella y un segundo montón en la esquina opuesta. Entre los dos puso a Gertie, la máquina de escribir, en una especie de lugar de honor.
  Del mismo paquete habían salido un par de zapatillas flexibles, aplastadas punta contra talón y talón contra punta. Las dejó caer bajo la mesa.
  —No puedo escribir con los zapatos puestos —explicó a su nuevo discípulo—. Ni con el cuello de la camisa abrochado —añadió mientras se lo abría y lanzaba la corbata sobre una silla.
  Del delgado paquete oblongo que llevaba ladeado en el bolsillo, el último de los objetos envueltos, salió un cartón de cigarrillos. La pipa, reservada evidentemente para las horas de ocio, la desechó inmediatamente.
  —¿Hay un cenicero por aquí? —inquirió, como un comandante que supervisara un posible campo de acción.
  Joe se precipitó hacia diversos rincones de la habitación.
  —No, han debido de llevárselo los últimos que han estado aquí —dijo—. Espere un minuto, voy por…
  —No importa, usaré esto en su lugar —decidió Moody, acercando una papelera de metal—. De todos modos, con la cantidad de ceniza que produzco cuando trabajo, un cenicero no sería capaz de contenerla toda.
  El teléfono dio un timbrazo corto, como un interrogante quejumbroso. Moody lo cogió y luego se lo pasó a Joe.
  —El hombre de abajo quiere saber qué te retiene, por qué no bajas.
  Joe dio un respingo y luego descendió al cotidiano nivel de su trabajo desde las elevadas alturas de la creación artística en las que había estado flotando. Incapaz de darle la espalda, empezó a retroceder de espaldas hacia la puerta.
  —¿Hay algo más que…? —preguntó tristemente.
  Moody le entregó un arrugado billete.
  —Tráeme un… vamos a ver, este es un relato de portada… más vale que me traigas una docena justa de botellas de cerveza. Me relaja cuando estoy trabajando. Tráemela rubia, no negra.
  —Enseguida, señor Moody —repuso Joe vehementemente, alejándose a toda velocidad.
  Mientras el botones estuvo fuera, Moody efectuó sus penúltimos preparativos: se sentó para quitarse los zapatos y ponerse las zapatillas, acercó y ajustó el foco de una lámpara de pie con pantalla y colocó la horrible obra de arte contra el zócalo de la pared de enfrente de modo que pudiera verla directamente frente a él, justo por encima del borde de la mesa.
  Luego se dirigió al teléfono y pidió un número sin tener que buscarlo.
  Una joven contestó.
  —Peerless, buenas tardes.
  —El señor Tartell, por favor —dijo.
  Otra joven repuso:
  —Oficina del señor Tartell.
  —Hola, Cora. Soy Dan Moody. Ya estoy aquí, instalado. ¿Se ha ido ya a casa el señor Tartell?
  —Se marchó hace media hora —repuso ella—. Me dejó el número de su casa y me dijo que te lo diera; quiere que le llames si encuentras alguna dificultad o tienes algún problema. Pero no más tarde de las once… en East Orange se van pronto a la cama.
  —No tendré ningún problema —dijo con gran seguridad en sí mismo—. ¿Cuánto tiempo llevo en esto?
  —Pero este es un relato de portada. Está muy preocupado. Tiene que ir a la imprenta mañana a las nueve… no podemos hacerles esperar más.
  —Lo lograré, lo lograré —repuso—. Estaré esperándole ante su mesa a las ocho y media en punto.
  —¡Ah, tengo buenas noticias para ti! No sólo te va a pagar por esta historia la tarifa de Bill Hammond, dos centavos por palabra, sino que me encargó que te dijera que, si haces un buen trabajo, él hará que recibas esa bonificación adicional, aparte del número de palabras, a que aludiste cuando te llamó hoy la primera vez.
  —¡Magnífico! —exclamó agradecido.
  En la voz de la joven apareció una nota de preocupación maternal.
  —Ahora ponte a trabajar y demuéstrale lo que puedes hacer. De verdad que tiene una buena opinión de ti, Dan. No debería decírtelo. Y procura tenerlo aquí antes de que él venga por la mañana. No me gusta verle tan preocupado. Cuando se preocupa yo me siento tan desgraciada como él. Buena suerte.
  Y colgó.
  Joe volvió con la cerveza; seis botellas repartidas en dos bolsas de papel.
  —Ponlas en el suelo junto a la mesa, donde no tenga más que agacharme —le ordenó Moody.
  —Me han echado una tremenda regañina abajo, pero no me importa, valía la pena. Aquí tiene un abrebotellas que me han dado los de la tienda.
  —Esto viene a cubrir aproximadamente lo que te he dado —calculó Moody, rebuscando en su bolsillo—. Toma…
  —No —protestó Joe, sincero, con un gesto de disuasión—. No quiero aceptar ninguna propina suya, señor Moody. Usted es diferente de las otras personas que han venido aquí. Usted es escritor y yo siempre he querido serlo. Pero si pudiera leer alguna historia suya… —añadió con ansiedad.
  Moody rebuscó rápidamente entre los restos de papel de estraza y sacó una revista que había quedado sepultada allí.
  —Aquí… aquí está la del mes pasado —dijo—. Me la iba a llevar a casa, pero puedo conseguir otra en el despacho.
  Se titulaba ¡Relatos sobrecogedores!, con signos de admiración y todo. Joe se frotó reverente las puntas de los dedos en el uniforme antes de tocarla, como si temiera mancharla.
  Moody la abrió y se la ofreció de ese modo.
  —Aquí estoy, aquí —dijo—. La segunda historia. El mes que viene será la historia principal, abriré la revista por haber escrito el relato de portada. —Retrocedió a sus humildes comienzos durante un momento de complacencia—. Cuando empecé solía aparecer al final de la revista. Ya sabe, donde están los anuncios de culturismo.
  —«Matando el tiempo», por Dan Moody —leyó Joe en voz baja, como quien recita una letanía.
  —Siempre le cambian a uno los títulos, no sé por qué —se lamentó Moody de mal humor—. El que yo le había dado a ésta era «De boca de las pistolas». ¿No crees que era mejor?
  —¿Querría…? —Joe manoseaba torpemente un lápiz, sin atreverse a ofrecerlo.
  Moody cogió el lápiz de los dedos de Joe y escribió en el margen, junto al título del relato: «Te deseo mucha suerte, Joe —Dan Moody». Joe mientras tanto sujetaba la revista por abajo con las palmas de las manos, como un acólito que hiciera una ofrenda en algún altar.
  —La conservaré siempre —exclamó Joe—. En donde usted escribió voy a pegar encima papel transparente, para que no se borre.
  —Te lo habría escrito con tinta —repuso Moody con benevolencia—, pero el papel barato no la admite; la chupa como un secante.
  El teléfono lanzó otro de sus irritantes y reducidos balidos.
  Joe dio un respingo lleno de culpabilidad y retrocedió apresuradamente hacia la puerta.
  —Tengo que volver a mi trabajo o se armará un escándalo allá abajo. —Medio cerró la puerta y luego volvió a abrirla para añadir—: Si quiere usted algo, señor Moody, no tiene más que llamarme. Dejaré lo que esté haciendo y subiré corriendo.
  —Gracias, así lo haré Joe —respondió Moody con la sonrisa cálida y satisfecha de la persona cuyo ego ha sido espolvoreado con polvos de talco y acariciado con algodón en rama.
  —Y mucha suerte con ese relato. ¡Cuente con mi aplauso!
  —Gracias otra vez, Joe.
  Joe cerró la puerta con deferencia, sujetando el picaporte hasta el final de modo que hiciera el menor ruido posible y no perturbara el místico proceso creador que estaba a punto de comenzar allí dentro.
  Sin embargo, antes de que se iniciara, Moody fue al teléfono y pidió un número correspondiente a la cercana Long Island. Contestó una voz de soprano que sonaba como la de una colegiala.
  —Soy yo, cielo —dijo Moody.
  La voz ya había parecido jadeante así que no pudo ponerse peor; lo que sí hizo fue seguir igual de jadeante.
  —¿Qué pasó? ¡De prisa, dímelo! ¿Te encargaron el relato de portada?
  —¡Sí, lo conseguí! En este momento estoy en la habitación del hotel y ellos corren con todos los gastos. Y escucha esto: me pagan tarifa doble por palabra, dos centavos…
  Un chillido de pura alegría fue la respuesta.
  —Espera un minuto, no me has dejado terminar. Si les gusta el trabajo me pagarán incluso una bonificación adicional. ¿Qué dices a eso?
  Los grititos se multiplicaron; esta vez fueron una serie, en vez de uno solo.
  Cuando se calmaron, la oyó decir casi sin aliento:
  —¡Estoy tan orgullosa de ti!
  —¿Está el niño despierto todavía?
  —Sí. Sabía que te gustaría darle las buenas noches, así que le tengo levantado. Espera un minuto, voy a traerlo.
  La voz se alejó, luego regresó otra vez. Sin embargo, parecía tan sola como antes.
  —Dile algo a papi. Papi está aquí. Quiere oírte decirle algo.
  Silencio.
  —Hola, hijito. ¿Cómo está mi pequeño? —le engatusó Moody.
  Más silencio.
  —Papi va a hacer un trabajo muy importante —dijo la voz de soprano casi cantando—. ¿No vas a desearle buena suerte?
  Se produjo una pausa cargada de suspense; luego un asustado cloqueo como el de un pollito de corral:
  —¡Suete!
  Los grititos de placer se produjeron esta vez a ambos extremos de la línea, y en dos tonos, soprano y tenor.
  —¡Me ha deseado suerte! Es un buen presagio. ¡Ahora no tiene más remedio que salirme una historia estupenda!
  La voz de soprano estaba demasiado ocupada en distribuir asfixiantes besos sobre lo que parecía ser una superficie lo bastante grande como para no poder contestar.
  —Bueno —dijo él—, más vale que me ponga a trabajar. Estaré en casa antes del mediodía… cogeré el tren de las diez cuarenta y cinco después de entregar el trabajo en el despacho de Tartell.
  La conversación se hizo jadeante, confusa y tripartita.
  —Haz un trabajo de primera / ¡Va a ser un éxito! / ¡Recuerda que el niño y yo estamos contigo! / ¡Piensa en mí! / Y tú en nosotros también. / ¡Muá, muá! / ¡Muá, muá, muá!
  ¡Clic!
  Colgó sonriendo y suspiró profundamente para expresar su completa satisfacción con su situación familiar. Luego se dio media vuelta, se enjabonó las manos rápidamente y se remangó las mangas de la camisa.
  Los preparativos habían terminado; el proceso creativo estaba a punto de empezar. El proceso creativo, esa mística fuerza de la vida, ese lujo del que han surgido la Venus de Milo, la Mona Lisa, la Fantasía Impromptu, los tapices de Bayeux, Romeo y Julieta, las vidrieras de la catedral de Chartres, el «Paraíso Perdido»… y un relato de crímenes de Dan Moody. El proceso es el mismo en todos los casos; que los resultados sean un tanto desiguales no invalida la similitud básica de origen.
  Se sentó delante de Gertie y, al observar que el óvalo de luz procedente de la lámpara caía sobre la máquina despreciando el polícromo rectángulo de cartón, inclinado, en relativa sombra, contra la pared, ajustó la pantalla de modo que el foco luminoso quedara dirigido casi directamente al dibujo, dejando ahora a la máquina en la sombra. En realidad no necesitaba luz sobre la máquina de escribir. Jamás miraba las teclas cuando escribía, ni la hoja de papel puesta en la máquina. Era un experto mecanógrafo y si en el turbulento proceso del tecleo pulsaba a veces una letra equivocada, en la oficina se preocupaban de corregirlo; Tartell tenía correctores especiales para eso. Aquello no era tarea de Moody… él era el creador; no podía preocuparse con detalles insignificantes tales como unos pocos errores mecanográficos.
  Por la misma razón nunca releía lo que había escrito; no podía permitírselo dado que le pagaban un centavo por palabra (su tarifa habitual) y dada la urgencia con la que trabajaba. Además, sabía por experiencia que siempre salía mejor la primera vez; si uno volvía a releerlo y lo retocaba, lo único que conseguía era estropearlo.
  Cogió una hoja de papel blanco de la parte superior del montón y la insertó suavemente en el rodillo —para él era un movimiento automático. Normalmente hacía un sandwich de hojas —una blanca encima, una hoja de papel carbón en el medio y una amarilla abajo— por si el relato se extraviaba en el correo o se perdía en el despacho de la revista antes de que el cajero le hubiera entregado el cheque correspondiente. Pero en este caso resultaba totalmente innecesario; iba a entregar personalmente el trabajo en el despacho de Tartell; era un encargo urgente e iba a pasar a la imprenta inmediatamente. Perdería varios minutos en la redacción del manuscrito si se entretenía en hacer «sandwiches», y, además, las hojas de copia amarillas costaban cuarenta y cinco centavos la resma en Goldsmith’s (cincuenta y cinco en los demás sitios). En aquel tipo de trabajo había que vigilar los costes.
  Encendió un cigarrillo, el primero de los muchos que inevitablemente vendrían después. Aquello acompañaba siempre a la producción de todas sus obras: el cigarrillo-para-empezar. Espiró un remolino de humo azul, estiró un poco el cuello, y contempló con fijeza el original de la portada que tenía delante, apoyado contra la pared. Y ahora la primera línea. Aquella era siempre la frase clave de todos sus relatos. Hasta que no la tenía no podía entrar en el tema; pero cuando la conseguía el relato empezaba a desarrollarse por sí solo… Después de eso resultaba fácil, coser y cantar. Era como arrancar el extremo de la gasa de un enorme vendaje entrecruzado.
  La primera línea, la primera línea…
  Se quedó mirando fijamente, casi hipnotizado.
  Lo mejor era empezar con la chica, que destacaba mucho en la portada, y presentar al protagonista más tarde. Vamos a ver, llevaba un traje de noche violeta…
  La joven del traje de noche violeta apareció corriendo aterrorizada por la calle. Tras ella…
  Sus manos quedaron suspendidas en el aire avaramente y luego volvieron a retirarse. No, un momento, ella no podía llevar un traje de noche por la calle, ni violeta ni de ningún otro color. Bueno, tendría que ponérselo más avanzado el relato, eso era todo. En una novela corta de veinte mil palabras habría tiempo más que suficiente para que se pusiera un traje de noche. Con una sola línea bastaría, más adelante.
  Se fue a casa, se cambió de vestido y volvió otra vez.
  Vamos a probar de nuevo…
  La bella pelirroja bajó corriendo la calle, mirando hacia atrás aterrorizada. Tras ella…
  Se atascó otra vez. Sí, pero ¿quién la perseguía y qué había hecho para que ellos la persiguieran? Ese era el problema.
  He empezado demasiado pronto, decidió. Más vale que me remonte a cuando ella hace algo que provoca que alguien la persiga. Después puedo introducir la persecución.
  El cigarrillo se estaba acabando sin que hubiera alumbrado nada más que a sí mismo. Encendió otro.
  Vamos a ver. ¿Qué podía hacer una joven bella, inocente y buena para que resultara plausible que alguien la persiguiera? Porque tenía que ser buena… Tartell era muy exigente respecto a eso.
  «No quiero ninguna indeseable en mis relatos. Si tiene que meter alguna, procure matarla lo antes posible. Y en cualquier caso no deje que se acerque demasiado al protagonista. Aléjela de él. Si se enamora de ella, es que es un tonto. Y si no se enamora, resulta demasiado bobalicón. Manténgala en segundo plano… déjela tan sólo que abra la puerta vestida con un salto de cama cuando el gángster principal viene de visita. ¡Y cierre otra vez la puerta… rápidamente!»
  Se pasó la mano por el pelo con un movimiento como de masaje, la dejó caer sobre la mesa, aporreó el borde con ella dos veces como hace una persona que intenta abrir un cajón rebelde. Vamos a ver, vamos a ver… La chica podría descubrir algo que no debiera y entonces ellos descubren que ella lo ha descubierto y la persiguen para hacerla callar… ¡eso vale, ya está! Ahora, ¿cómo lo ha descubierto? Puede haber ido a un salón de belleza, y haber oído hablar en la cabina de al lado… No, los salones de belleza resultaban demasiado femeninos; Tartell no permitiría que apareciera uno de ellos en sus historias. Además, Moody no había estado jamás en ninguno; no sabría cómo describir el interior. La joven podía estar en una cabina telefónica y a través de la pared… No, había utilizado esa idea en el número del mes de julio… en La muerte deja caer una bala.
  En aquel punto resultaba indicado un poco de lubricante… algo que facilitara el girar de las ruedas, que suavizara los muelles. Cogió distraído el abrebotellas que le había dejado Joe, se agachó, alzó una botella y la abrió, todo con la misma mano, utilizando el borde de la mesa como palanca. Echó un poquito en el vaso y no hizo más que mojarse sobriamente los labios.
  Veamos. Podía recibir un paquete en su casa, que estaba destinado a otra persona, y…
  Tuvo la peculiar e instintiva sensación que se produce cuando alguien nos mira intensamente, con fijeza. Rechazó la idea sacudiendo ligeramente la cabeza. Quedó en suspenso durante un minuto o dos y luego la sensación volvió a embargarle lentamente.
  El hilo del relato se hizo un nudo irremediable justo cuando estaba a punto de meterlo por el ojo de aguja de la primera línea.
  Volvió la cabeza para disipar aquella sensación, mirando en la misma dirección desde donde parecía asaltarle. Y entonces la vio, Había una paloma totalmente inmóvil en el alféizar, justo fuera del cristal de la ventana. Tenía la cabeza erguida de forma inquisitiva, con el perfil vuelto hacia él, y le miraba con un solo ojo. Pero aquel ojo estaba casi inclinado sobre el cristal de tan atento que miraba. Se hallaba a menos de dos o tres centímetros del cristal.
  Cuando él miró a su vez, el ojo parpadeó solemnemente. Una vez nada más, sin dar ninguna otra muestra de vida.
  No hizo caso y volvió a su trabajo.
  Llaman a la puerta, la joven va a abrir y un hombre le entrega un paquete…
  Sus ojos se volvieron lentamente de forma incontrolable hacia el exterior, como si intentaran echar un vistazo sin que él se enterara. Los obligó a regresar, frunciendo las cejas con gesto de censura. Pero casi inmediatamente volvieron a emprender el mismo camino. Sólo saber que la paloma estaba allá fuera parecía atraer sus ojos de forma casi magnética.
  Volvió otra vez la cabeza hacia ella. Esta vez le hizo una mueca maligna.
  —Vete de ahí —esbozó con los labios—. Vete a otro sitio.
  Habló sin voz porque el cristal impedía que le oyera.
  La paloma parpadeó. Con más lentitud que la primera vez, si es que se puede medir el parpadeo de una paloma. La premeditación de aquel parpadeo parecía expresar desdén y desprecio.
  Siempre predispuesto a sentirse ofendido, él se enardeció inmediatamente. Lanzó violentamente el brazo hacia el animal, en un semicírculo completo, para librarse de él. Las plumas de sus alas se alzaron un poco y volvieron a plegarse, como si las hubiera acariciado una ligera brisa. Luego, con majestuosa pompa, se dio media vuelta, volvió el otro lado de la cabeza hacia el cristal y le miró con el otro ojo.
  Se levantó de la silla, furioso, y avanzó hacia la ventana y la alzó.
  —¡Te he dicho que te vayas de aquí! —exclamó amenazadoramente. Con el brazo dio un violento trallazo al aire por encima de la superficie del alféizar.
  El animal eludió el gesto con menos dificultad que un niño saltando a la comba. ¡Sólo que, en vez de volver a bajar cuando la comba pasó por debajo, permaneció arriba! Hizo un pequeño viaje en círculo moviendo apenas las alas y, tan pronto como él metió otra vez el brazo, bajó casi hasta el punto preciso donde había estado antes.
  Ambos repitieron una vez más el episodio, con idénticos resultados. La paloma gastaba mucha menos energía deslizándose a una altura segura que él braceando violentamente, y se dio cuenta que si seguían así, pronto se establecería una ley de rendimiento decreciente. Además, la segunda vez apuntó mal y se golpeó el dorso de la mano contra la piedra que bordeaba la ventana; tuvo que chuparse los nudillos y soplárselos para aliviar el dolor.
  Jamás había odiado tanto a un pájaro. En realidad, nunca había odiado a ninguno hasta entonces.
  Furioso, cerró de golpe la ventana. Entonces, como si comprendiera que contaba con el aviso previo de cualquier posible golpazo, la paloma empezó a contonearse de un lado a otro del alféizar, como un piquete, impidiéndole trabajar. Cada vez que él se daba la vuelta, ella le apuntaba con aquel ojo redondo.
  Cogió la papelera de metal y la sopesó en la mano para comprobar su solidez. Luego, la soltó con pena. La iba a necesitar durante el desarrollo de su narración; no podía tirar las colillas al suelo despreocupadamente; tendría que perder demasiado tiempo pisándolas para evitar que se iniciara un fuego. Y aunque la papelera echara al pájaro del alféizar, probablemente se caería fuera con él.
  Cogió el teléfono y pidió hablar con el recepcionista, para poder desahogar su indignación con algún ser humano.
  —¿Tengo que tener palomas en el alféizar de la ventana? —gritó acusadoramente—. ¿Por qué no me dijo que iba a haber palomas en el alféizar?
  El empleado se quedó más que sorprendido; aquel ataque le dejó pasmado.
  —Yo… ah… ah… no había recibido nunca una queja así —logró balbucear finalmente.
  —¡Bueno, pues ya la ha recibido! —le informó Moody con firme desaprobación.
  —Sí, señor, pero… ¿qué es lo que está haciendo? —repuso atropelladamente el empleado—. ¿Hace ruido?
  —No hace falta que lo haga —se encolerizó Moody—. ¡Lo único que pasa es que no la quiero aquí!
  Se produjo una pausa momentánea durante la cual se podía conjeturar que el empleado estaba desconcertado, rascándose un lado de la barbilla o quizá la sien o la frente. Luego volvió a hablar, totalmente perplejo.
  —Lo lamento, señor… pero no comprendo qué quiere que haga yo. Usted está ahí arriba con ella, yo abajo. ¿No ha… no ha intentado espantarla?
  —¿Que si lo he intentado? —repuso Moody atragantándose exasperado—. ¡No he hecho otra cosa! ¡Se da una vuelta por aquí y luego vuelve otra vez al mismo sitio!
  —Bueno, lo único que puedo sugerir —dijo el empleado impotente—, es mandarle un botones con una fregona o una escoba, que se quede junto a la ventana y…
  —¡Yo no puedo trabajar con un botones aquí dentro, montando guardia con una fregona o una escoba al hombro! ¡Eso sería peor que la paloma!
  El empleado suspiró profundamente con inagotable paciencia.
  —Lo siento, señor, pero…
  Moody le cortó la palabra.
  —¡No sé qué puedo hacer! ¡No sé qué puedo hacer! —se burló ferozmente—. ¡Gracias! Ha sido una gran ayuda —continuó con pesado sarcasmo—. ¡No sé qué habría hecho sin usted! —y colgó.
  Se volvió a mirar al animal con una expresión resignada que pocas veces mostraban aquellos iris enérgicos y entusiastas.
  La paloma tenía el cuello estirado en un ángulo agudo, casi tocando el antepecho de piedra, pero seguía mirándole desde aquella perspectiva oblicua como si dijera: «¿Iba eso por mí? ¿Tenía algo que ver conmigo?»
  Se aproximó y levantó la ventana con brusquedad. No consiguió perturbarla en lo más mínimo.
  Dio media vuelta y volvió a su puesto de trabajo. Desde allí le habló fríamente a la paloma. En voz alta, pero con frialdad, con la condescendencia propia de las formas de vida superiores para con las inferiores.
  —Escucha: ¿Quieres entrar? ¿Es eso lo que te pasa? ¿Te mueres de ganas de entrar? ¿No estarás contenta hasta que entres? ¡Entonces, por amor de Dios, entra, acabemos de una vez y deja que vuelva a mi trabajo! Aquí hay un bonito sillón muy cómodo, un bonito sofá muy mullido, una bonita y ancha cama con un barrote donde posarte. La habitación entera es tuya. ¡Entra y diviértete!
  El pájaro levantó la cabeza y dejó de mirarle de aquel modo socarrón por debajo del ala. Estudió la invitación. Luego sus patitas bermellón, que parecían palillos, se doblaron y le dirigió un despectivo gesto con la cabeza, como diciendo: «¡Esto es para ti y tu habitación!»… y echó a volar inesperadamente, esta vez en una línea recta e inequívoca de despedida final.
  Los pies de Moody estallaron en tal explosión de cólera que la silla se volcó. Agarró la papelera, corrió hacia la ventana, y la lanzó violentamente… sin ninguna esperanza, por supuesto, de alcanzar a su presa ya desaparecida.
  —¡Maldito y sucio pichón! —se quejó con amargura—. ¡Vuelve aquí y te…! ¡Hacerme esto a mí cuando estoy a punto de cogerle el tranquillo! ¡Ojalá tropieces de cabeza con un cable de alta tensión! Espero que te encuentres con un halcón…
  Sin embargo su ira se calmó con la misma rapidez que unos polvos de Seidlitz pasados. Cerró la ventana sin violencia. Una risa apagada había empezado ya a sonar dentro de él mientras volvía a la silla y sonrió algo avergonzado al llegar a ella.
  —Mira que enfadarme con una paloma —murmuró censurándose a sí mismo—. Más vale que me vigile.
  Otro cigarrillo, dos buenos tragos de cerveza, y ahora, veamos… ¿por dónde iba? La primera línea. Levantó la vista hacia el techo.
  Extendió los dedos, que quedaron en suspenso y de pronto empezaron a golpetear por todo el oscuro teclado como pesadas gotas de lluvia.
  —¿Es para mi? —dijo la joven contemplando incrédula al hombre de ojos astutos que sostenía el paquete.
  —Usted es…
  Una mano hizo una pausa; luego dos de sus dedos chasquearon en busca de inspiración.
  —Tengo que ponerle un nombre —murmuró. Contempló sin resultado el techo durante un momento; luego miró hacia la ventana. La mano prosiguió su tarea.
  —Usted es Pearl Dove, ¿no?
  —Si, yo no esperaba nada.
  («No pongan demasiado diálogo —les advertía siempre Tartell—. Que se muevan, que hagan algo. El diálogo deja blancos muy grandes en las páginas y el lector no obtiene toda la lectura a que le da derecho su dinero»).
  Se lo entregó bruscamente, dio media vuelta y desapareció tan repentinamente como había aparecido.
  Dos «aparecido» en una línea… demasiados. Golpeó la tecla de la x nueve veces y desapareció tan repentinamente como había surgido. Ella intentó llamarle pero ya no se le veía. De algún lugar de la noche llegó hasta sus oídos el gemido producido al arrancar por un coche caro.
  Frunció el ceño, cerró los ojos brevemente y luego comenzó a teclear otra vez de un modo automático.
  Miró al paquete que le habían dejado.
  Nunca se preocupaba de releer lo que llevaba escrito… esas finuras remilgadas quedaban para los escritores editados en papel satinado y para los poetas. En relatos como el que él estaba escribiendo era casi imposible romper el hilo de la acción. Seguir avanzando, eso era lo único que importaba. Si había una laguna ocasional, los correctores de pruebas de Tartell la resolverían con un par de palabras.
  Se bebió la cerveza del vaso, lo volvió a llenar y miró soñador al techo. La ancha y vacía extensión del techo proporcionaba a sus personajes más espacio para moverse, tal como les conjuraba la visión de su mente.
  —Ella tiene un novio que está en la Sección de Homicidios —murmuró confidencialmente—. No es exactamente un novio, sino más bien una especie de protector fraternal («No les pongan novios —era la constante advertencia de Tartell—, sólo amigos. A lo mejor luego quieren matar a la chica y si ella es novia del protagonista no pueden hacerlo sin que él pierda prestigio ante los lectores»).
  —Ella le llama para decirle que ha recibido un misterioso paquete. Él le dice que no lo abra, que llegará en seguida…
  El resto era trabajo mecánico. Rápido y furioso. Las teclas se hundían y alzaban como una capa de hojas lanzadas al viento del otoño.
  La página salió disparada del rodillo por sí sola, y supo que había escrito la última línea que cabía en la hoja. La puso a un lado en el suelo sin mirarla siquiera y metió una nueva, todo en un solo movimiento rutinario y fluido. Después, con la misma tranquilidad casi inconsciente, se agachó para coger una nueva botella, la abrió, y escanció la cerveza hasta que apareció en el gollete un reborde de espuma color crema.
  Ahora estaban dedicados a la tarea de abrir el paquete. Prolongó la escena durante dos líneas más para darse tiempo de improvisar lo que iban a encontrar dentro, cosa que no había tenido oportunidad de hacer hasta entonces…
  Lo contempló. Luego entrecerró los ojos y asintió torvamente.
  —¿Qué opinas tú? —susurró ella, con la mano en la garganta.
  Entonces se encontró frente al problema. La improvisación tenía que producirse justamente entonces. Las teclas se deslizaron hasta una pausa desganada pero completa. Para entonces ya casi echaban humo, o quizá el que se veía procedía de su siempre presente cigarrillo, colocado sobre el borde de la mesa, cuyas volutas flotaban dando una gran vuelta alrededor de la máquina.
  Había siempre varias posibilidades que resultaban adecuadas como contenido de paquetes misteriosos. Píldoras de opio —pero eso significaba introducir un chino malvado, y la amenaza del dibujo de la portada no era china ni mucho menos…
  Se levantó bruscamente, apartó la silla de la mesa, y la corrió un poco hacia adelante, hasta colocarla directamente bajo la fantasmagórica escena del techo que se había detenido al mismo tiempo que las teclas —como se inmovilizan las figuras de una película en la pantalla cuando se estropea algo en el proyector.
  Se puso de pie sobre la silla, estiró el cuello y miró intensamente y con absoluta sinceridad. Estaba a solo medio metro de las formas imaginadas del techo. Su poquito de fetichismo, o idiosincrasia, le había dado resultado antes en ocasiones similares, y lo mismo ocurrió entonces. Podía ver el interior del paquete, podía ver…
  Se bajó otra vez con un ágil salto, colocó la silla en su sitio y se lanzó ávidamente a las teclas.
  ¡Diamantes sin tallar!
  —¿No son bonitos? —dijo ella, asiéndose la garganta que le latía.
  (Bueno, si había demasiados «asidos» los asalariados de Tartell quitarían uno o dos. Siempre resultaba difícil saber qué tenían que hacer con las manos los personajes femeninos. Agarrarse la garganta y sujetarse el corazón eran sus recursos favoritos. Los personajes masculinos siempre podían manosear una pistola o lanzar un puñetazo a alguien, pero no resultaba refinado que las mujeres hicieran eso en «¡Relatos sobrecogedores!»).
  —Bonitos pero robados —rezongó él.
  Los ojos de ella se dilataron.
  —¿Cómo lo sabes?
  —Son el lote de Espinoza; desaparecieron hace una semana —desenfundó la pistola—. Esto significa que alguien va a tener problemas.
  Era suficiente diálogo para unas cuantas páginas —tenía que meter algo de acción rápida y emocionante.
  Ya no hubo más atascos. La historia fluía como un torrente. El timbre del margen repiqueteaba casi con ritmo de staccato, el rodillo giraba con continuidad de émbolo y las páginas saltaban casi como goterones de masa en una plancha de hacer tortitas. El nivel de la cerveza no dejaba de subir en el vaso y, contradictoriamente, disminuían constantemente. Los cigarrillos exhalaban sus espíritus, sus largos y delgados espíritus grises, en aras de una buena causa; el índice de mortalidad era terrible.
  El curso de su pensamiento, la línea de la vida de la historia, lubricado por la cerveza pero no estorbado por ella en lo más mínimo, relampagueaba, chisporroteaba y avanzaba hacia delante como el relámpago en una neblina color topacio y los dedos relajados y las teclas hipando le seguían todo lo deprisa que podían. Sólo una vez más, justo antes del final, se produjo casi un tropiezo, pero no porque se detuvieran las ideas, sino más bien por un error de memoria…, por lo que él tomó equívocamente por una repetición. La línea:
  Asiéndose la garganta con las manos, Pearl corrió calle abajo con su traje de noche violeta surgió de las teclas y se produjo una pesada e inquietante interrupción.
  Un momento, eso lo puse al principio. No puede pasarse todo el tiempo corriendo por la calle con un traje de noche violeta; los lectores se hartarían. Además, ¿por qué se puso el traje de noche violeta? Hace un minuto el individuo le rasgó la blusa blanca poniendo al descubierto su trémulo hombro blanco.
  Se volvió a medias en la silla (y no con demasiada firmeza) para intentar la casi desesperada tarea de buscar entre la manta de hojas blancas que yacían a su alrededor, en el suelo, y entonces la memoria vino en su ayuda en el momento preciso.
  ¡Ahora recuerdo! Trasladé el principio a la mitad, y en su lugar empecé con lo del paquete ante la puerta. (Incluso a él le parecía que hacía mucho, mucho tiempo que el paquete había llegado a la puerta; hacía de ello semanas y semanas; en otra historia.) Esta es la primera vez que ha corrido calle abajo con el traje de noche color violeta; no lo había hecho antes. Muy bien, que siga corriendo.
  Sin embargo, con bastante lógica, para hacer que la protagonista se pusiera el vestido aquel, tachó de todos modos con equis toda la línea, y escribió como explicación:
  —Si no hubieras pensado con tanta rapidez, ese individuo me habría matado con toda seguridad. Esta noche te llevo a cenar; es una orden.
  —Iré corriendo a casa a cambiarme. Tengo un vestido nuevo y me muero por estrenarlo.
  Y con eso lo solucionó todo.
  Diez minutos después (según el tiempo del relato, no el suyo), debido al desgraciado contratiempo de haber llegado al café que no era a la hora equivocada, aquella línea volvió a aparecer, esta vez legitimada, y la protagonista corría calle abajo, gritando, asiéndose la garganta, con su traje de noche violeta. (Antes del «con» se le olvidó poner un «vestida».) La frase incluso había ganado con la espera. Ahora iba gritando también, lo que no había hecho la primera vez.
  Finalmente, entre neblina bañada en cerveza, al cabo de una hora o quizás de dos, de una docena de cigarrillos o de paquete y medio, de dos botellas de cerveza o quizás de cuatro, salió del rodillo una página en la que acababa de escribir la palabra Fin y el relato quedó acabado.
  Lanzó un profundo suspiro, tan profundo como el de una aspiradora. Dejó caer la cabeza y la apoyó durante unos momentos contra el borde de la mesa. Luego se levantó tambaleándose de la silla y se dirigió con paso inseguro hacia la cama, pisoteando las desordenadas cuartillas caídas. Pero no tenía los zapatos puestos, así que no las estropeó mucho.
  No oyó el rechinar de los muelles cuando se tumbó. Sus oídos ya estaban dormidos…
  En algún momento de la mañana, muy a primera hora (exactamente igual que en casa), el niño de seis años de los vecinos empezó a correr con su velocípedo arriba y abajo ante el edificio dando incesantes timbrazos. Él se agitó y le dijo a su esposa entre dientes.
  —¿Por qué no le das un grito por la ventana y haces que el mocoso ese se quede frente a su casa con su maldito cacharro?
  Moody se agitó atormentadamente sobre un hombro y en aquel momento el niño, como siempre, se volvió definitivamente a su casa y se acabaron los timbrazos. Pero cuando Moody abrió sus ojos adormecidos, no estaba en su casa; se encontraba en la habitación de un hotel.
  —Tómese el tiempo que quiera —dijo una voz sarcástica—. Tengo todo el día.
  Moody volvió la cabeza, aturdido; Joe mantenía abierta la puerta de la habitación para permitir que Tartell, el director de la revista, le mirara fijamente desde el umbral. Tartell era bajo pero impresionante. Era muy mayor, según el concepto del tiempo que tenía Moody, tan viejo como un pino gigante de California; contaba unos cuarenta y cinco o cuarenta y ocho años. Y en aquel preciso momento Tartell no estaba de buen humor.
  —¡Los de la imprenta han llamado dos veces —gritó— preguntando si van a recibir hoy esa historia o no!
  El cuerpo de Moody dio un convulsivo respingo y sus tobillos frenaron contra el suelo.
  —Caramba, ¿tan tarde es…?
  —¡No, en absoluto! —chilló Tartell—. ¡La revista puede salir cuando queramos! ¡No se preocupe por algo tan insignificante! Si Cora no hubiera tenido la presencia de ánimo de llamar a mi casa antes de que yo saliera para la oficina, no habría pasado por aquí y habríamos estado esperando una hora más en el despacho. ¿Dónde está? Entréguemelo. Yo me lo llevaré.
  Moody señaló con desánimo al suelo que ofrecía un aspecto como si en él hubiera celebrado la noche anterior una reunión política con panfletos.
  —Muy sistemático —comentó Tartell con acritud. Avanzó hacia el centro de la habitación, doblándose en una especie de ángulo recto almohadillado y empezó a zigzaguear recogiendo papeles sin detenerse, como un guardia diligente y corto de vista que pinchara las hojas caídas en un parque.
  —Esto es lo más adecuado después de un copioso desayuno. ¡Lo mejor que podía hacer!
  Joe parecía apenado, pero por Moody, no por Tartell.
  —Yo le ayudaré, señor —se ofreció apaciguador, y empezó a su vez a agacharse una y otra vez.
  Tartell se paró de repente y, sin levantarse, pareció intentar leer las hojas del suelo sin moverse de su postura tan poco normal y mirando directamente desde arriba.
  —Están en blanco —dijo acusador—. ¿Dónde empieza esto?
  —Deles la vuelta —repuso Moody, cansado de tanto alboroto—. Deben de haber caído de cara.
  —Están así por los dos lados, señor Moody —balbuceó Joe.
  —¿Qué es lo que ha hecho? —preguntó Tartell encolerizado—. ¡Un momento…!
  Se incorporó del todo, se apartó, fue hacia Gertie y examinó de cerca la máquina destapada.
  Luego alzó ambos puños en el aire sujetando todavía manojos de páginas estériles y golpeó con ellos, con furia maníaca, los dos extremos de la mesa de escribir. Su voz incontrolada apagaba el ruido de los golpes.
  —¡Maldito y estúpido idiota! —bramó enloquecido, alzando la vista hacia el techo como buscando ayuda con la que apaciguar unas emociones que le impulsaban a atacar.
  —¡Ha estado tecleando el aire toda la noche! ¡Ha estado aporreando un papel en blanco! ¡Se olvidó de ponerle una cinta nueva a la máquina de escribir!
  Joe, mirando más allá de Tartell, dio un rápido paso hacia delante, con los brazos alzados para sujetar a alguien o algo.
  Tartell le detuvo con un gesto, obligándole a quedarse donde estaba.
  —No le sujete, deje que se caiga —ordenó, lleno de amargura—. Quizá un buen golpazo contra el suelo meta algo de sentido en esa estúpida cabeza, llena de talento…
  Los escritores de publicaciones baratas tenían que producir millones de palabras bajo una intensa presión para llenar las docenas de revistas de misterio con espeluznantes portadas que florecieron desde finales de los años veinte hasta finales de los cuarenta. The Pulp Jungle (Sherbourne Press, 1967), de Frank Gruber, es el mejor reportaje sobre cómo vivía y trabajaba esa fantástica tribu, pero la mejor ficción sobre el tema es «Un centavo por palabra», que es no sólo una gráfica y hábil (además de divertida) evocación del medio ambiente de los escritores de novelas baratas sino una bella muestra de la última etapa de Woolrich, en que una novela corta, sin valor alguno, se convierte en símbolo de cualquier posible logro humano, y su destino representa la frustración de todo logro.


Fuente:
Título original: Nightwebs (part IV)
Cornell Woolrich, 1971
Traducción: María Ángeles Aledo
Diseño de portada: Daniel Gil
Editor digital: Yorik
ePub base r1.0

Archivo del blog

POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

Páginas