jueves, 29 de octubre de 2015

CORNELL WOOLRICH (1903-1968). En el crepúsculo.


Publicados en diferentes revistas, recogidos en numerosas antologías y adaptados con frecuencia a la radio, a la televisión y al cine (Alfred Hitchcock y François Truffaut realizaron grandes películas inspiradas en sus argumentos), los relatos de CORNELL WOOLRICH (1903-1968) —firmados con diferentes seudónimos, siendo WILLIAM IRISH el más famoso— no sólo constituyen una original contribución a la renovación del género policíaco, sino que también son piezas ya clásicas de la literatura de suspense. Maestro en la creación de climas obsesivos basados en el lento despliegue de pruebas condenatorias, la vacilación entre la confianza y la duda, la carrera contra el tiempo y la indefensión ante el azar o el error, Woolrich refleja en sus relatos —ambientados en el marco histórico de la Gran Depresión estadounidense— los problemas de los hombres y mujeres de la sociedad moderna, atrapados por poderes que escapan a su control y dominados por la soledad y el miedo. EN EL CREPÚSCULO incluye cuatro narraciones («Un centavo por palabra», «El número de la suerte», «Un día demasiado bello para morir» y «La vida es extraña a veces»), una bibliografía y una lista de las adaptaciones de sus obras al cine, la radio y la televisión.


CUENTO.

 Un centavo por palabra[1]

  El encargado de la recepción recibió una llamada, a primera hora de la tarde; preguntaban si tendrían disponible una habitación «agradable y tranquila» para las seis. La llamada procedía evidentemente de una oficina, porque quien llamaba era una mujer joven que, según se vio, deseaba que la pretendida reserva se hiciera a nombre de un hombre; no especificó si se trataba de su jefe o de uno de los clientes de la firma. Al informarle de que había una habitación disponible, solicitó:
  —Entonces ¿hará el favor de reservarla a nombre del señor Edgar Danville Moody, para las seis de la tarde aproximadamente?
  Y dos veces más insistió en lo del silencio.
  —Pero tiene que ser una habitación tranquila. Asegúrese de que es silenciosa. No se le debe molestar mientras la ocupe.
  El recepcionista le aseguró con un toque de sequedad:
  —Este es un hotel totalmente tranquilo.
  —Muy bien —repuso ella encantada—. Porque no queremos que se le distraiga. Es importante que no se le moleste en absoluto.
  —Eso podemos prometérselo —dijo el recepcionista.
  —Gracias —repuso la joven con rapidez.
  —Gracias —contestó el recepcionista.
  El cliente en cuestión llegó bastante después de las seis, pero no tan tarde como para que se hubiera cancelado la reserva. Era joven; si en realidad no estuviera por debajo de los treinta años, por lo menos lo aparentaba. Había intentado camuflar su apariencia juvenil dejándose un frío bigote rubio sobre el labio superior. Fallaba totalmente en el efecto deseado. Parecía un bigote falso pintado en el rostro de un niño.
  Era un joven alto y esbelto. Su atuendo llamaba la atención; le faltaba poco para resultar teatralmente extravagante. O, según el gusto de quien le observara, traspasaba esa línea. Como la noche era fresca para el tiempo en que estaban, iba envuelto en un abrigo de tejido peludo de color arena, conocido genéricamente como pelo de camello, con un cinturón, ajustado como un látigo, en la cintura. Por otra parte, a pesar del frío, no llevaba sombrero.
  La corbata lucía un dibujo de rayas distintivo de algún regimiento, pero quizás fueran de regimientos equivocados, pertenecientes a ejércitos rivales. Llevaba una pipa apretada entre los dientes, pero con la cazoleta vacía y vuelta hacia abajo. Una ancha arandela de plata rodeaba la boquilla. Sus zapatos eran de varios colores, con contrafuertes en tono caoba y el resto casi amarillo. No tenían ni ojetes ni cordones; estaban hechos como mocasines, para meter el pie directamente; una lengüeta de cuero con flecos colgaba del borde exterior de cada empeine.
  Iba abundantemente cargado con diversas pertenencias, pero ninguna de ellas era una maleta normal para llevar ropa. Bajo un brazo sostenía un gran cuadrado plano, envuelto en papel de estraza, atado con cuerdas y que sugería un lienzo. En esa misma mano llevaba un gran paquete envuelto también en papel de estraza; en la otra una máquina de escribir portátil enfundada. De un bolsillo del abrigo sobresalía airosamente un largo objeto oblongo envuelto, también éste, en papel de estraza.
  Aunque iba solo y no era excesivamente ruidoso ni en sus movimientos ni en su hablar, su llegada produjo una sensación de agitación y alboroto, como si algo de enormes consecuencias, estuviera ocurriendo. Esto, por supuesto, podía deberse al carácter llamativo de su ropa. Cuando pasaran los años no sería de esa clase de hombres que se muestran reservados o pasan inadvertidos.
  Se desprendió de todo su cargamento, dejando una parte en el suelo y otra encima del mostrador, y preguntó:
  —¿Hay una habitación reservada para Edgar Danville Moody?
  —Sí, señor, desde luego —repuso el empleado amablemente.
  —Será muy tranquila, ¿verdad? —inquirió con interés.
  —No oirá ni caer un alfiler —prometió el empleado.
  El huésped firmó la ficha de registro con una rúbrica.
  —¿Va a quedarse mucho tiempo con nosotros, señor Moody? —preguntó el recepcionista.
  —Más vale que no sea mucho —fue la enigmática respuesta—, si no quiero verme en un lío.
  —Lleva al señor arriba, Joe —repuso hospitalario el empleado, llamando a un botones.
  Joe empezó a coger los objetos uno a uno.
  —¡Espera un minuto, a Gertie no! —se le ordenó de repente.
  José miró a su alrededor, primero a un lado, luego al otro. Allí no había nadie más.
  —¿Gertie? —preguntó desconcertado.
  El joven señor Moody cogió la máquina de escribir portátil y golpeó la tapa afectuosamente.
  —Esta es Gertie —le informó—. Soy supersticioso. Cuando trabajamos juntos no dejo que la lleve nadie, excepto yo.
  Entraron juntos en el ascensor; Moody llevaba a Gertie.
  Joe permaneció callado durante los dos primeros pisos, pero luego fue incapaz de seguir guardando silencio.
  —Es la primera vez que oigo que a una máquina de escribir se le llame Gertie —observó suavemente, apartando la vista de los mandos.
  —Ya he gastado seis —proclamó Moody con orgullo—. Gertie es la séptima —dio un golpecito cariñoso a la tapa—. Las bautizo por orden alfabético. La primera fue Alicia.
  Joe se sentía profundamente interesado.
  —¿Cómo ha podido gastar seis como ésta? Hace años que el señor Elliot tiene la misma en su despacho, desde que yo vine a trabajar aquí, y todavía no ha acabado con ella.
  —¿Quién es? —preguntó Moody.
  —El contable del hotel.
  —¡Ah-h-h! —repuso Moody con marcado desprecio—. No me extraña. El sólo escribe números. Yo soy escritor.
  Joe estaba totalmente hipnotizado. Aquel joven le había agradado desde el primer momento, pero ahora se sentía fascinado.
  —Caramba, ¿es usted escritor? —dijo casi sin aliento—. Eso es lo que siempre he querido ser yo.
  Moody estaba demasiado interesado en su propia condición de escritor para reconocer el deseo del otro de serlo también.
  —¿Firma con su propio nombre? —insinuó Joe incapaz de apartar los ojos del nuevo huésped.
  —Desde luego que sí.
  Amplió más la respuesta.
  —Dan Moody. ¿Me has leído alguna vez?
  Joe era de natural demasiado ingenuo para mentir de manera verosímil. Se rascó la parte posterior de la cabeza.
  —Déjeme ver —dijo—. Estoy intentando pensar.
  El rostro de Moody se alargó casi en una expresión de enfado. Sin embargo, un momento después se había despejado de nuevo.
  —De todos modos, supongo que no tienes mucho tiempo para leer en un trabajo como éste —explicó para satisfacción de ambos.
  —No, no lo tengo, pero desde luego me gustaría leer algo suyo —repuso Joe con fervor—. Especialmente ahora que le conozco.
  Empujó la palanca y el ascensor comenzó a bajar. Tan absorto había estado, que habían subido tres pisos de más.
  Joe le condujo a la habitación 923 y se desprendió de su carga. Luego se entretuvo por allí, incapaz de alejarse. Aquello no tenía nada que ver con el retraso en recibir la propina; por una vez, y con absoluta sinceridad, Joe se había olvidado de que existiera semejante cosa.
  Moody se quitó su abrigo parecido a una tienda y lo tiró sobre una silla con un movimiento ondulante por encima de la cabeza, como una persona que está a punto de sumergirse en el baño. Luego empezó a rasgar los papeles de estraza produciendo explosivos sonidos por toda la habitación.
  Del cuadrado plano salió una plancha de cartón igualmente plana y cuadrada, en blanco por la cara posterior y protegida por papeles de seda en el frente. Moody los fue quitando hasta dejar al descubierto una sorprendente composición al óleo en vividos colores. Sus componentes principales eran una joven de generoso busto, con un destrozado vestido de color lavanda, que huía desesperadamente de un perseguidor cuyo rostro mostraba una expresión que prometía adicionales destrozos.
  Joe abrió los ojos de par en par y permaneció así. Se aproximó un poco más y siguió paralizado. Moody colocó la plancha de cartón en el suelo, apoyada en una silla.
  —¿Lo ha hecho usted? —susurró Joe lleno de respeto.
  —No, el dibujante. Es la portada del mes que viene. Tengo que escribir un relato que esté de acuerdo con ella.
  —Yo creía que lo hacían al revés —repuso Joe desconcertado—. Que primero escribían el relato y luego lo «ilustriaban».
  —Ese es el procedimiento habitual —dijo Moody con labia de profesional—. Todos los meses escogen el relato principal y lo llevan a la portada. Esta vez tuvieron un pequeño problema. El tipo que iba a escribir la historia no llegó a tiempo, se puso enfermo o algo así. Por tanto el artista tuvo que empezar, sin esperarle. Ahora ya no queda tiempo, así que tengo que inventar a toda prisa una historia que encaje con la portada.
  —¡Vaya! —exclamó Joe—. Va a resultar difícil ¿no?
  —Una vez que se empieza, sale sola. Lo que cuesta es empezar.
  Del paquete más abultado habían salido, en el ínterin, dos bloques de considerable tamaño envueltos en papel azul oscuro. Abrió uno para extraer una resma de cuartillas blancas para el original; el otro para extraer una resma de hojas de papel de copia.
  —Voy a utilizar esta mesa de aquí —decidió, y colocó un montón en una de las esquinas de ella y un segundo montón en la esquina opuesta. Entre los dos puso a Gertie, la máquina de escribir, en una especie de lugar de honor.
  Del mismo paquete habían salido un par de zapatillas flexibles, aplastadas punta contra talón y talón contra punta. Las dejó caer bajo la mesa.
  —No puedo escribir con los zapatos puestos —explicó a su nuevo discípulo—. Ni con el cuello de la camisa abrochado —añadió mientras se lo abría y lanzaba la corbata sobre una silla.
  Del delgado paquete oblongo que llevaba ladeado en el bolsillo, el último de los objetos envueltos, salió un cartón de cigarrillos. La pipa, reservada evidentemente para las horas de ocio, la desechó inmediatamente.
  —¿Hay un cenicero por aquí? —inquirió, como un comandante que supervisara un posible campo de acción.
  Joe se precipitó hacia diversos rincones de la habitación.
  —No, han debido de llevárselo los últimos que han estado aquí —dijo—. Espere un minuto, voy por…
  —No importa, usaré esto en su lugar —decidió Moody, acercando una papelera de metal—. De todos modos, con la cantidad de ceniza que produzco cuando trabajo, un cenicero no sería capaz de contenerla toda.
  El teléfono dio un timbrazo corto, como un interrogante quejumbroso. Moody lo cogió y luego se lo pasó a Joe.
  —El hombre de abajo quiere saber qué te retiene, por qué no bajas.
  Joe dio un respingo y luego descendió al cotidiano nivel de su trabajo desde las elevadas alturas de la creación artística en las que había estado flotando. Incapaz de darle la espalda, empezó a retroceder de espaldas hacia la puerta.
  —¿Hay algo más que…? —preguntó tristemente.
  Moody le entregó un arrugado billete.
  —Tráeme un… vamos a ver, este es un relato de portada… más vale que me traigas una docena justa de botellas de cerveza. Me relaja cuando estoy trabajando. Tráemela rubia, no negra.
  —Enseguida, señor Moody —repuso Joe vehementemente, alejándose a toda velocidad.
  Mientras el botones estuvo fuera, Moody efectuó sus penúltimos preparativos: se sentó para quitarse los zapatos y ponerse las zapatillas, acercó y ajustó el foco de una lámpara de pie con pantalla y colocó la horrible obra de arte contra el zócalo de la pared de enfrente de modo que pudiera verla directamente frente a él, justo por encima del borde de la mesa.
  Luego se dirigió al teléfono y pidió un número sin tener que buscarlo.
  Una joven contestó.
  —Peerless, buenas tardes.
  —El señor Tartell, por favor —dijo.
  Otra joven repuso:
  —Oficina del señor Tartell.
  —Hola, Cora. Soy Dan Moody. Ya estoy aquí, instalado. ¿Se ha ido ya a casa el señor Tartell?
  —Se marchó hace media hora —repuso ella—. Me dejó el número de su casa y me dijo que te lo diera; quiere que le llames si encuentras alguna dificultad o tienes algún problema. Pero no más tarde de las once… en East Orange se van pronto a la cama.
  —No tendré ningún problema —dijo con gran seguridad en sí mismo—. ¿Cuánto tiempo llevo en esto?
  —Pero este es un relato de portada. Está muy preocupado. Tiene que ir a la imprenta mañana a las nueve… no podemos hacerles esperar más.
  —Lo lograré, lo lograré —repuso—. Estaré esperándole ante su mesa a las ocho y media en punto.
  —¡Ah, tengo buenas noticias para ti! No sólo te va a pagar por esta historia la tarifa de Bill Hammond, dos centavos por palabra, sino que me encargó que te dijera que, si haces un buen trabajo, él hará que recibas esa bonificación adicional, aparte del número de palabras, a que aludiste cuando te llamó hoy la primera vez.
  —¡Magnífico! —exclamó agradecido.
  En la voz de la joven apareció una nota de preocupación maternal.
  —Ahora ponte a trabajar y demuéstrale lo que puedes hacer. De verdad que tiene una buena opinión de ti, Dan. No debería decírtelo. Y procura tenerlo aquí antes de que él venga por la mañana. No me gusta verle tan preocupado. Cuando se preocupa yo me siento tan desgraciada como él. Buena suerte.
  Y colgó.
  Joe volvió con la cerveza; seis botellas repartidas en dos bolsas de papel.
  —Ponlas en el suelo junto a la mesa, donde no tenga más que agacharme —le ordenó Moody.
  —Me han echado una tremenda regañina abajo, pero no me importa, valía la pena. Aquí tiene un abrebotellas que me han dado los de la tienda.
  —Esto viene a cubrir aproximadamente lo que te he dado —calculó Moody, rebuscando en su bolsillo—. Toma…
  —No —protestó Joe, sincero, con un gesto de disuasión—. No quiero aceptar ninguna propina suya, señor Moody. Usted es diferente de las otras personas que han venido aquí. Usted es escritor y yo siempre he querido serlo. Pero si pudiera leer alguna historia suya… —añadió con ansiedad.
  Moody rebuscó rápidamente entre los restos de papel de estraza y sacó una revista que había quedado sepultada allí.
  —Aquí… aquí está la del mes pasado —dijo—. Me la iba a llevar a casa, pero puedo conseguir otra en el despacho.
  Se titulaba ¡Relatos sobrecogedores!, con signos de admiración y todo. Joe se frotó reverente las puntas de los dedos en el uniforme antes de tocarla, como si temiera mancharla.
  Moody la abrió y se la ofreció de ese modo.
  —Aquí estoy, aquí —dijo—. La segunda historia. El mes que viene será la historia principal, abriré la revista por haber escrito el relato de portada. —Retrocedió a sus humildes comienzos durante un momento de complacencia—. Cuando empecé solía aparecer al final de la revista. Ya sabe, donde están los anuncios de culturismo.
  —«Matando el tiempo», por Dan Moody —leyó Joe en voz baja, como quien recita una letanía.
  —Siempre le cambian a uno los títulos, no sé por qué —se lamentó Moody de mal humor—. El que yo le había dado a ésta era «De boca de las pistolas». ¿No crees que era mejor?
  —¿Querría…? —Joe manoseaba torpemente un lápiz, sin atreverse a ofrecerlo.
  Moody cogió el lápiz de los dedos de Joe y escribió en el margen, junto al título del relato: «Te deseo mucha suerte, Joe —Dan Moody». Joe mientras tanto sujetaba la revista por abajo con las palmas de las manos, como un acólito que hiciera una ofrenda en algún altar.
  —La conservaré siempre —exclamó Joe—. En donde usted escribió voy a pegar encima papel transparente, para que no se borre.
  —Te lo habría escrito con tinta —repuso Moody con benevolencia—, pero el papel barato no la admite; la chupa como un secante.
  El teléfono lanzó otro de sus irritantes y reducidos balidos.
  Joe dio un respingo lleno de culpabilidad y retrocedió apresuradamente hacia la puerta.
  —Tengo que volver a mi trabajo o se armará un escándalo allá abajo. —Medio cerró la puerta y luego volvió a abrirla para añadir—: Si quiere usted algo, señor Moody, no tiene más que llamarme. Dejaré lo que esté haciendo y subiré corriendo.
  —Gracias, así lo haré Joe —respondió Moody con la sonrisa cálida y satisfecha de la persona cuyo ego ha sido espolvoreado con polvos de talco y acariciado con algodón en rama.
  —Y mucha suerte con ese relato. ¡Cuente con mi aplauso!
  —Gracias otra vez, Joe.
  Joe cerró la puerta con deferencia, sujetando el picaporte hasta el final de modo que hiciera el menor ruido posible y no perturbara el místico proceso creador que estaba a punto de comenzar allí dentro.
  Sin embargo, antes de que se iniciara, Moody fue al teléfono y pidió un número correspondiente a la cercana Long Island. Contestó una voz de soprano que sonaba como la de una colegiala.
  —Soy yo, cielo —dijo Moody.
  La voz ya había parecido jadeante así que no pudo ponerse peor; lo que sí hizo fue seguir igual de jadeante.
  —¿Qué pasó? ¡De prisa, dímelo! ¿Te encargaron el relato de portada?
  —¡Sí, lo conseguí! En este momento estoy en la habitación del hotel y ellos corren con todos los gastos. Y escucha esto: me pagan tarifa doble por palabra, dos centavos…
  Un chillido de pura alegría fue la respuesta.
  —Espera un minuto, no me has dejado terminar. Si les gusta el trabajo me pagarán incluso una bonificación adicional. ¿Qué dices a eso?
  Los grititos se multiplicaron; esta vez fueron una serie, en vez de uno solo.
  Cuando se calmaron, la oyó decir casi sin aliento:
  —¡Estoy tan orgullosa de ti!
  —¿Está el niño despierto todavía?
  —Sí. Sabía que te gustaría darle las buenas noches, así que le tengo levantado. Espera un minuto, voy a traerlo.
  La voz se alejó, luego regresó otra vez. Sin embargo, parecía tan sola como antes.
  —Dile algo a papi. Papi está aquí. Quiere oírte decirle algo.
  Silencio.
  —Hola, hijito. ¿Cómo está mi pequeño? —le engatusó Moody.
  Más silencio.
  —Papi va a hacer un trabajo muy importante —dijo la voz de soprano casi cantando—. ¿No vas a desearle buena suerte?
  Se produjo una pausa cargada de suspense; luego un asustado cloqueo como el de un pollito de corral:
  —¡Suete!
  Los grititos de placer se produjeron esta vez a ambos extremos de la línea, y en dos tonos, soprano y tenor.
  —¡Me ha deseado suerte! Es un buen presagio. ¡Ahora no tiene más remedio que salirme una historia estupenda!
  La voz de soprano estaba demasiado ocupada en distribuir asfixiantes besos sobre lo que parecía ser una superficie lo bastante grande como para no poder contestar.
  —Bueno —dijo él—, más vale que me ponga a trabajar. Estaré en casa antes del mediodía… cogeré el tren de las diez cuarenta y cinco después de entregar el trabajo en el despacho de Tartell.
  La conversación se hizo jadeante, confusa y tripartita.
  —Haz un trabajo de primera / ¡Va a ser un éxito! / ¡Recuerda que el niño y yo estamos contigo! / ¡Piensa en mí! / Y tú en nosotros también. / ¡Muá, muá! / ¡Muá, muá, muá!
  ¡Clic!
  Colgó sonriendo y suspiró profundamente para expresar su completa satisfacción con su situación familiar. Luego se dio media vuelta, se enjabonó las manos rápidamente y se remangó las mangas de la camisa.
  Los preparativos habían terminado; el proceso creativo estaba a punto de empezar. El proceso creativo, esa mística fuerza de la vida, ese lujo del que han surgido la Venus de Milo, la Mona Lisa, la Fantasía Impromptu, los tapices de Bayeux, Romeo y Julieta, las vidrieras de la catedral de Chartres, el «Paraíso Perdido»… y un relato de crímenes de Dan Moody. El proceso es el mismo en todos los casos; que los resultados sean un tanto desiguales no invalida la similitud básica de origen.
  Se sentó delante de Gertie y, al observar que el óvalo de luz procedente de la lámpara caía sobre la máquina despreciando el polícromo rectángulo de cartón, inclinado, en relativa sombra, contra la pared, ajustó la pantalla de modo que el foco luminoso quedara dirigido casi directamente al dibujo, dejando ahora a la máquina en la sombra. En realidad no necesitaba luz sobre la máquina de escribir. Jamás miraba las teclas cuando escribía, ni la hoja de papel puesta en la máquina. Era un experto mecanógrafo y si en el turbulento proceso del tecleo pulsaba a veces una letra equivocada, en la oficina se preocupaban de corregirlo; Tartell tenía correctores especiales para eso. Aquello no era tarea de Moody… él era el creador; no podía preocuparse con detalles insignificantes tales como unos pocos errores mecanográficos.
  Por la misma razón nunca releía lo que había escrito; no podía permitírselo dado que le pagaban un centavo por palabra (su tarifa habitual) y dada la urgencia con la que trabajaba. Además, sabía por experiencia que siempre salía mejor la primera vez; si uno volvía a releerlo y lo retocaba, lo único que conseguía era estropearlo.
  Cogió una hoja de papel blanco de la parte superior del montón y la insertó suavemente en el rodillo —para él era un movimiento automático. Normalmente hacía un sandwich de hojas —una blanca encima, una hoja de papel carbón en el medio y una amarilla abajo— por si el relato se extraviaba en el correo o se perdía en el despacho de la revista antes de que el cajero le hubiera entregado el cheque correspondiente. Pero en este caso resultaba totalmente innecesario; iba a entregar personalmente el trabajo en el despacho de Tartell; era un encargo urgente e iba a pasar a la imprenta inmediatamente. Perdería varios minutos en la redacción del manuscrito si se entretenía en hacer «sandwiches», y, además, las hojas de copia amarillas costaban cuarenta y cinco centavos la resma en Goldsmith’s (cincuenta y cinco en los demás sitios). En aquel tipo de trabajo había que vigilar los costes.
  Encendió un cigarrillo, el primero de los muchos que inevitablemente vendrían después. Aquello acompañaba siempre a la producción de todas sus obras: el cigarrillo-para-empezar. Espiró un remolino de humo azul, estiró un poco el cuello, y contempló con fijeza el original de la portada que tenía delante, apoyado contra la pared. Y ahora la primera línea. Aquella era siempre la frase clave de todos sus relatos. Hasta que no la tenía no podía entrar en el tema; pero cuando la conseguía el relato empezaba a desarrollarse por sí solo… Después de eso resultaba fácil, coser y cantar. Era como arrancar el extremo de la gasa de un enorme vendaje entrecruzado.
  La primera línea, la primera línea…
  Se quedó mirando fijamente, casi hipnotizado.
  Lo mejor era empezar con la chica, que destacaba mucho en la portada, y presentar al protagonista más tarde. Vamos a ver, llevaba un traje de noche violeta…
  La joven del traje de noche violeta apareció corriendo aterrorizada por la calle. Tras ella…
  Sus manos quedaron suspendidas en el aire avaramente y luego volvieron a retirarse. No, un momento, ella no podía llevar un traje de noche por la calle, ni violeta ni de ningún otro color. Bueno, tendría que ponérselo más avanzado el relato, eso era todo. En una novela corta de veinte mil palabras habría tiempo más que suficiente para que se pusiera un traje de noche. Con una sola línea bastaría, más adelante.
  Se fue a casa, se cambió de vestido y volvió otra vez.
  Vamos a probar de nuevo…
  La bella pelirroja bajó corriendo la calle, mirando hacia atrás aterrorizada. Tras ella…
  Se atascó otra vez. Sí, pero ¿quién la perseguía y qué había hecho para que ellos la persiguieran? Ese era el problema.
  He empezado demasiado pronto, decidió. Más vale que me remonte a cuando ella hace algo que provoca que alguien la persiga. Después puedo introducir la persecución.
  El cigarrillo se estaba acabando sin que hubiera alumbrado nada más que a sí mismo. Encendió otro.
  Vamos a ver. ¿Qué podía hacer una joven bella, inocente y buena para que resultara plausible que alguien la persiguiera? Porque tenía que ser buena… Tartell era muy exigente respecto a eso.
  «No quiero ninguna indeseable en mis relatos. Si tiene que meter alguna, procure matarla lo antes posible. Y en cualquier caso no deje que se acerque demasiado al protagonista. Aléjela de él. Si se enamora de ella, es que es un tonto. Y si no se enamora, resulta demasiado bobalicón. Manténgala en segundo plano… déjela tan sólo que abra la puerta vestida con un salto de cama cuando el gángster principal viene de visita. ¡Y cierre otra vez la puerta… rápidamente!»
  Se pasó la mano por el pelo con un movimiento como de masaje, la dejó caer sobre la mesa, aporreó el borde con ella dos veces como hace una persona que intenta abrir un cajón rebelde. Vamos a ver, vamos a ver… La chica podría descubrir algo que no debiera y entonces ellos descubren que ella lo ha descubierto y la persiguen para hacerla callar… ¡eso vale, ya está! Ahora, ¿cómo lo ha descubierto? Puede haber ido a un salón de belleza, y haber oído hablar en la cabina de al lado… No, los salones de belleza resultaban demasiado femeninos; Tartell no permitiría que apareciera uno de ellos en sus historias. Además, Moody no había estado jamás en ninguno; no sabría cómo describir el interior. La joven podía estar en una cabina telefónica y a través de la pared… No, había utilizado esa idea en el número del mes de julio… en La muerte deja caer una bala.
  En aquel punto resultaba indicado un poco de lubricante… algo que facilitara el girar de las ruedas, que suavizara los muelles. Cogió distraído el abrebotellas que le había dejado Joe, se agachó, alzó una botella y la abrió, todo con la misma mano, utilizando el borde de la mesa como palanca. Echó un poquito en el vaso y no hizo más que mojarse sobriamente los labios.
  Veamos. Podía recibir un paquete en su casa, que estaba destinado a otra persona, y…
  Tuvo la peculiar e instintiva sensación que se produce cuando alguien nos mira intensamente, con fijeza. Rechazó la idea sacudiendo ligeramente la cabeza. Quedó en suspenso durante un minuto o dos y luego la sensación volvió a embargarle lentamente.
  El hilo del relato se hizo un nudo irremediable justo cuando estaba a punto de meterlo por el ojo de aguja de la primera línea.
  Volvió la cabeza para disipar aquella sensación, mirando en la misma dirección desde donde parecía asaltarle. Y entonces la vio, Había una paloma totalmente inmóvil en el alféizar, justo fuera del cristal de la ventana. Tenía la cabeza erguida de forma inquisitiva, con el perfil vuelto hacia él, y le miraba con un solo ojo. Pero aquel ojo estaba casi inclinado sobre el cristal de tan atento que miraba. Se hallaba a menos de dos o tres centímetros del cristal.
  Cuando él miró a su vez, el ojo parpadeó solemnemente. Una vez nada más, sin dar ninguna otra muestra de vida.
  No hizo caso y volvió a su trabajo.
  Llaman a la puerta, la joven va a abrir y un hombre le entrega un paquete…
  Sus ojos se volvieron lentamente de forma incontrolable hacia el exterior, como si intentaran echar un vistazo sin que él se enterara. Los obligó a regresar, frunciendo las cejas con gesto de censura. Pero casi inmediatamente volvieron a emprender el mismo camino. Sólo saber que la paloma estaba allá fuera parecía atraer sus ojos de forma casi magnética.
  Volvió otra vez la cabeza hacia ella. Esta vez le hizo una mueca maligna.
  —Vete de ahí —esbozó con los labios—. Vete a otro sitio.
  Habló sin voz porque el cristal impedía que le oyera.
  La paloma parpadeó. Con más lentitud que la primera vez, si es que se puede medir el parpadeo de una paloma. La premeditación de aquel parpadeo parecía expresar desdén y desprecio.
  Siempre predispuesto a sentirse ofendido, él se enardeció inmediatamente. Lanzó violentamente el brazo hacia el animal, en un semicírculo completo, para librarse de él. Las plumas de sus alas se alzaron un poco y volvieron a plegarse, como si las hubiera acariciado una ligera brisa. Luego, con majestuosa pompa, se dio media vuelta, volvió el otro lado de la cabeza hacia el cristal y le miró con el otro ojo.
  Se levantó de la silla, furioso, y avanzó hacia la ventana y la alzó.
  —¡Te he dicho que te vayas de aquí! —exclamó amenazadoramente. Con el brazo dio un violento trallazo al aire por encima de la superficie del alféizar.
  El animal eludió el gesto con menos dificultad que un niño saltando a la comba. ¡Sólo que, en vez de volver a bajar cuando la comba pasó por debajo, permaneció arriba! Hizo un pequeño viaje en círculo moviendo apenas las alas y, tan pronto como él metió otra vez el brazo, bajó casi hasta el punto preciso donde había estado antes.
  Ambos repitieron una vez más el episodio, con idénticos resultados. La paloma gastaba mucha menos energía deslizándose a una altura segura que él braceando violentamente, y se dio cuenta que si seguían así, pronto se establecería una ley de rendimiento decreciente. Además, la segunda vez apuntó mal y se golpeó el dorso de la mano contra la piedra que bordeaba la ventana; tuvo que chuparse los nudillos y soplárselos para aliviar el dolor.
  Jamás había odiado tanto a un pájaro. En realidad, nunca había odiado a ninguno hasta entonces.
  Furioso, cerró de golpe la ventana. Entonces, como si comprendiera que contaba con el aviso previo de cualquier posible golpazo, la paloma empezó a contonearse de un lado a otro del alféizar, como un piquete, impidiéndole trabajar. Cada vez que él se daba la vuelta, ella le apuntaba con aquel ojo redondo.
  Cogió la papelera de metal y la sopesó en la mano para comprobar su solidez. Luego, la soltó con pena. La iba a necesitar durante el desarrollo de su narración; no podía tirar las colillas al suelo despreocupadamente; tendría que perder demasiado tiempo pisándolas para evitar que se iniciara un fuego. Y aunque la papelera echara al pájaro del alféizar, probablemente se caería fuera con él.
  Cogió el teléfono y pidió hablar con el recepcionista, para poder desahogar su indignación con algún ser humano.
  —¿Tengo que tener palomas en el alféizar de la ventana? —gritó acusadoramente—. ¿Por qué no me dijo que iba a haber palomas en el alféizar?
  El empleado se quedó más que sorprendido; aquel ataque le dejó pasmado.
  —Yo… ah… ah… no había recibido nunca una queja así —logró balbucear finalmente.
  —¡Bueno, pues ya la ha recibido! —le informó Moody con firme desaprobación.
  —Sí, señor, pero… ¿qué es lo que está haciendo? —repuso atropelladamente el empleado—. ¿Hace ruido?
  —No hace falta que lo haga —se encolerizó Moody—. ¡Lo único que pasa es que no la quiero aquí!
  Se produjo una pausa momentánea durante la cual se podía conjeturar que el empleado estaba desconcertado, rascándose un lado de la barbilla o quizá la sien o la frente. Luego volvió a hablar, totalmente perplejo.
  —Lo lamento, señor… pero no comprendo qué quiere que haga yo. Usted está ahí arriba con ella, yo abajo. ¿No ha… no ha intentado espantarla?
  —¿Que si lo he intentado? —repuso Moody atragantándose exasperado—. ¡No he hecho otra cosa! ¡Se da una vuelta por aquí y luego vuelve otra vez al mismo sitio!
  —Bueno, lo único que puedo sugerir —dijo el empleado impotente—, es mandarle un botones con una fregona o una escoba, que se quede junto a la ventana y…
  —¡Yo no puedo trabajar con un botones aquí dentro, montando guardia con una fregona o una escoba al hombro! ¡Eso sería peor que la paloma!
  El empleado suspiró profundamente con inagotable paciencia.
  —Lo siento, señor, pero…
  Moody le cortó la palabra.
  —¡No sé qué puedo hacer! ¡No sé qué puedo hacer! —se burló ferozmente—. ¡Gracias! Ha sido una gran ayuda —continuó con pesado sarcasmo—. ¡No sé qué habría hecho sin usted! —y colgó.
  Se volvió a mirar al animal con una expresión resignada que pocas veces mostraban aquellos iris enérgicos y entusiastas.
  La paloma tenía el cuello estirado en un ángulo agudo, casi tocando el antepecho de piedra, pero seguía mirándole desde aquella perspectiva oblicua como si dijera: «¿Iba eso por mí? ¿Tenía algo que ver conmigo?»
  Se aproximó y levantó la ventana con brusquedad. No consiguió perturbarla en lo más mínimo.
  Dio media vuelta y volvió a su puesto de trabajo. Desde allí le habló fríamente a la paloma. En voz alta, pero con frialdad, con la condescendencia propia de las formas de vida superiores para con las inferiores.
  —Escucha: ¿Quieres entrar? ¿Es eso lo que te pasa? ¿Te mueres de ganas de entrar? ¿No estarás contenta hasta que entres? ¡Entonces, por amor de Dios, entra, acabemos de una vez y deja que vuelva a mi trabajo! Aquí hay un bonito sillón muy cómodo, un bonito sofá muy mullido, una bonita y ancha cama con un barrote donde posarte. La habitación entera es tuya. ¡Entra y diviértete!
  El pájaro levantó la cabeza y dejó de mirarle de aquel modo socarrón por debajo del ala. Estudió la invitación. Luego sus patitas bermellón, que parecían palillos, se doblaron y le dirigió un despectivo gesto con la cabeza, como diciendo: «¡Esto es para ti y tu habitación!»… y echó a volar inesperadamente, esta vez en una línea recta e inequívoca de despedida final.
  Los pies de Moody estallaron en tal explosión de cólera que la silla se volcó. Agarró la papelera, corrió hacia la ventana, y la lanzó violentamente… sin ninguna esperanza, por supuesto, de alcanzar a su presa ya desaparecida.
  —¡Maldito y sucio pichón! —se quejó con amargura—. ¡Vuelve aquí y te…! ¡Hacerme esto a mí cuando estoy a punto de cogerle el tranquillo! ¡Ojalá tropieces de cabeza con un cable de alta tensión! Espero que te encuentres con un halcón…
  Sin embargo su ira se calmó con la misma rapidez que unos polvos de Seidlitz pasados. Cerró la ventana sin violencia. Una risa apagada había empezado ya a sonar dentro de él mientras volvía a la silla y sonrió algo avergonzado al llegar a ella.
  —Mira que enfadarme con una paloma —murmuró censurándose a sí mismo—. Más vale que me vigile.
  Otro cigarrillo, dos buenos tragos de cerveza, y ahora, veamos… ¿por dónde iba? La primera línea. Levantó la vista hacia el techo.
  Extendió los dedos, que quedaron en suspenso y de pronto empezaron a golpetear por todo el oscuro teclado como pesadas gotas de lluvia.
  —¿Es para mi? —dijo la joven contemplando incrédula al hombre de ojos astutos que sostenía el paquete.
  —Usted es…
  Una mano hizo una pausa; luego dos de sus dedos chasquearon en busca de inspiración.
  —Tengo que ponerle un nombre —murmuró. Contempló sin resultado el techo durante un momento; luego miró hacia la ventana. La mano prosiguió su tarea.
  —Usted es Pearl Dove, ¿no?
  —Si, yo no esperaba nada.
  («No pongan demasiado diálogo —les advertía siempre Tartell—. Que se muevan, que hagan algo. El diálogo deja blancos muy grandes en las páginas y el lector no obtiene toda la lectura a que le da derecho su dinero»).
  Se lo entregó bruscamente, dio media vuelta y desapareció tan repentinamente como había aparecido.
  Dos «aparecido» en una línea… demasiados. Golpeó la tecla de la x nueve veces y desapareció tan repentinamente como había surgido. Ella intentó llamarle pero ya no se le veía. De algún lugar de la noche llegó hasta sus oídos el gemido producido al arrancar por un coche caro.
  Frunció el ceño, cerró los ojos brevemente y luego comenzó a teclear otra vez de un modo automático.
  Miró al paquete que le habían dejado.
  Nunca se preocupaba de releer lo que llevaba escrito… esas finuras remilgadas quedaban para los escritores editados en papel satinado y para los poetas. En relatos como el que él estaba escribiendo era casi imposible romper el hilo de la acción. Seguir avanzando, eso era lo único que importaba. Si había una laguna ocasional, los correctores de pruebas de Tartell la resolverían con un par de palabras.
  Se bebió la cerveza del vaso, lo volvió a llenar y miró soñador al techo. La ancha y vacía extensión del techo proporcionaba a sus personajes más espacio para moverse, tal como les conjuraba la visión de su mente.
  —Ella tiene un novio que está en la Sección de Homicidios —murmuró confidencialmente—. No es exactamente un novio, sino más bien una especie de protector fraternal («No les pongan novios —era la constante advertencia de Tartell—, sólo amigos. A lo mejor luego quieren matar a la chica y si ella es novia del protagonista no pueden hacerlo sin que él pierda prestigio ante los lectores»).
  —Ella le llama para decirle que ha recibido un misterioso paquete. Él le dice que no lo abra, que llegará en seguida…
  El resto era trabajo mecánico. Rápido y furioso. Las teclas se hundían y alzaban como una capa de hojas lanzadas al viento del otoño.
  La página salió disparada del rodillo por sí sola, y supo que había escrito la última línea que cabía en la hoja. La puso a un lado en el suelo sin mirarla siquiera y metió una nueva, todo en un solo movimiento rutinario y fluido. Después, con la misma tranquilidad casi inconsciente, se agachó para coger una nueva botella, la abrió, y escanció la cerveza hasta que apareció en el gollete un reborde de espuma color crema.
  Ahora estaban dedicados a la tarea de abrir el paquete. Prolongó la escena durante dos líneas más para darse tiempo de improvisar lo que iban a encontrar dentro, cosa que no había tenido oportunidad de hacer hasta entonces…
  Lo contempló. Luego entrecerró los ojos y asintió torvamente.
  —¿Qué opinas tú? —susurró ella, con la mano en la garganta.
  Entonces se encontró frente al problema. La improvisación tenía que producirse justamente entonces. Las teclas se deslizaron hasta una pausa desganada pero completa. Para entonces ya casi echaban humo, o quizá el que se veía procedía de su siempre presente cigarrillo, colocado sobre el borde de la mesa, cuyas volutas flotaban dando una gran vuelta alrededor de la máquina.
  Había siempre varias posibilidades que resultaban adecuadas como contenido de paquetes misteriosos. Píldoras de opio —pero eso significaba introducir un chino malvado, y la amenaza del dibujo de la portada no era china ni mucho menos…
  Se levantó bruscamente, apartó la silla de la mesa, y la corrió un poco hacia adelante, hasta colocarla directamente bajo la fantasmagórica escena del techo que se había detenido al mismo tiempo que las teclas —como se inmovilizan las figuras de una película en la pantalla cuando se estropea algo en el proyector.
  Se puso de pie sobre la silla, estiró el cuello y miró intensamente y con absoluta sinceridad. Estaba a solo medio metro de las formas imaginadas del techo. Su poquito de fetichismo, o idiosincrasia, le había dado resultado antes en ocasiones similares, y lo mismo ocurrió entonces. Podía ver el interior del paquete, podía ver…
  Se bajó otra vez con un ágil salto, colocó la silla en su sitio y se lanzó ávidamente a las teclas.
  ¡Diamantes sin tallar!
  —¿No son bonitos? —dijo ella, asiéndose la garganta que le latía.
  (Bueno, si había demasiados «asidos» los asalariados de Tartell quitarían uno o dos. Siempre resultaba difícil saber qué tenían que hacer con las manos los personajes femeninos. Agarrarse la garganta y sujetarse el corazón eran sus recursos favoritos. Los personajes masculinos siempre podían manosear una pistola o lanzar un puñetazo a alguien, pero no resultaba refinado que las mujeres hicieran eso en «¡Relatos sobrecogedores!»).
  —Bonitos pero robados —rezongó él.
  Los ojos de ella se dilataron.
  —¿Cómo lo sabes?
  —Son el lote de Espinoza; desaparecieron hace una semana —desenfundó la pistola—. Esto significa que alguien va a tener problemas.
  Era suficiente diálogo para unas cuantas páginas —tenía que meter algo de acción rápida y emocionante.
  Ya no hubo más atascos. La historia fluía como un torrente. El timbre del margen repiqueteaba casi con ritmo de staccato, el rodillo giraba con continuidad de émbolo y las páginas saltaban casi como goterones de masa en una plancha de hacer tortitas. El nivel de la cerveza no dejaba de subir en el vaso y, contradictoriamente, disminuían constantemente. Los cigarrillos exhalaban sus espíritus, sus largos y delgados espíritus grises, en aras de una buena causa; el índice de mortalidad era terrible.
  El curso de su pensamiento, la línea de la vida de la historia, lubricado por la cerveza pero no estorbado por ella en lo más mínimo, relampagueaba, chisporroteaba y avanzaba hacia delante como el relámpago en una neblina color topacio y los dedos relajados y las teclas hipando le seguían todo lo deprisa que podían. Sólo una vez más, justo antes del final, se produjo casi un tropiezo, pero no porque se detuvieran las ideas, sino más bien por un error de memoria…, por lo que él tomó equívocamente por una repetición. La línea:
  Asiéndose la garganta con las manos, Pearl corrió calle abajo con su traje de noche violeta surgió de las teclas y se produjo una pesada e inquietante interrupción.
  Un momento, eso lo puse al principio. No puede pasarse todo el tiempo corriendo por la calle con un traje de noche violeta; los lectores se hartarían. Además, ¿por qué se puso el traje de noche violeta? Hace un minuto el individuo le rasgó la blusa blanca poniendo al descubierto su trémulo hombro blanco.
  Se volvió a medias en la silla (y no con demasiada firmeza) para intentar la casi desesperada tarea de buscar entre la manta de hojas blancas que yacían a su alrededor, en el suelo, y entonces la memoria vino en su ayuda en el momento preciso.
  ¡Ahora recuerdo! Trasladé el principio a la mitad, y en su lugar empecé con lo del paquete ante la puerta. (Incluso a él le parecía que hacía mucho, mucho tiempo que el paquete había llegado a la puerta; hacía de ello semanas y semanas; en otra historia.) Esta es la primera vez que ha corrido calle abajo con el traje de noche color violeta; no lo había hecho antes. Muy bien, que siga corriendo.
  Sin embargo, con bastante lógica, para hacer que la protagonista se pusiera el vestido aquel, tachó de todos modos con equis toda la línea, y escribió como explicación:
  —Si no hubieras pensado con tanta rapidez, ese individuo me habría matado con toda seguridad. Esta noche te llevo a cenar; es una orden.
  —Iré corriendo a casa a cambiarme. Tengo un vestido nuevo y me muero por estrenarlo.
  Y con eso lo solucionó todo.
  Diez minutos después (según el tiempo del relato, no el suyo), debido al desgraciado contratiempo de haber llegado al café que no era a la hora equivocada, aquella línea volvió a aparecer, esta vez legitimada, y la protagonista corría calle abajo, gritando, asiéndose la garganta, con su traje de noche violeta. (Antes del «con» se le olvidó poner un «vestida».) La frase incluso había ganado con la espera. Ahora iba gritando también, lo que no había hecho la primera vez.
  Finalmente, entre neblina bañada en cerveza, al cabo de una hora o quizás de dos, de una docena de cigarrillos o de paquete y medio, de dos botellas de cerveza o quizás de cuatro, salió del rodillo una página en la que acababa de escribir la palabra Fin y el relato quedó acabado.
  Lanzó un profundo suspiro, tan profundo como el de una aspiradora. Dejó caer la cabeza y la apoyó durante unos momentos contra el borde de la mesa. Luego se levantó tambaleándose de la silla y se dirigió con paso inseguro hacia la cama, pisoteando las desordenadas cuartillas caídas. Pero no tenía los zapatos puestos, así que no las estropeó mucho.
  No oyó el rechinar de los muelles cuando se tumbó. Sus oídos ya estaban dormidos…
  En algún momento de la mañana, muy a primera hora (exactamente igual que en casa), el niño de seis años de los vecinos empezó a correr con su velocípedo arriba y abajo ante el edificio dando incesantes timbrazos. Él se agitó y le dijo a su esposa entre dientes.
  —¿Por qué no le das un grito por la ventana y haces que el mocoso ese se quede frente a su casa con su maldito cacharro?
  Moody se agitó atormentadamente sobre un hombro y en aquel momento el niño, como siempre, se volvió definitivamente a su casa y se acabaron los timbrazos. Pero cuando Moody abrió sus ojos adormecidos, no estaba en su casa; se encontraba en la habitación de un hotel.
  —Tómese el tiempo que quiera —dijo una voz sarcástica—. Tengo todo el día.
  Moody volvió la cabeza, aturdido; Joe mantenía abierta la puerta de la habitación para permitir que Tartell, el director de la revista, le mirara fijamente desde el umbral. Tartell era bajo pero impresionante. Era muy mayor, según el concepto del tiempo que tenía Moody, tan viejo como un pino gigante de California; contaba unos cuarenta y cinco o cuarenta y ocho años. Y en aquel preciso momento Tartell no estaba de buen humor.
  —¡Los de la imprenta han llamado dos veces —gritó— preguntando si van a recibir hoy esa historia o no!
  El cuerpo de Moody dio un convulsivo respingo y sus tobillos frenaron contra el suelo.
  —Caramba, ¿tan tarde es…?
  —¡No, en absoluto! —chilló Tartell—. ¡La revista puede salir cuando queramos! ¡No se preocupe por algo tan insignificante! Si Cora no hubiera tenido la presencia de ánimo de llamar a mi casa antes de que yo saliera para la oficina, no habría pasado por aquí y habríamos estado esperando una hora más en el despacho. ¿Dónde está? Entréguemelo. Yo me lo llevaré.
  Moody señaló con desánimo al suelo que ofrecía un aspecto como si en él hubiera celebrado la noche anterior una reunión política con panfletos.
  —Muy sistemático —comentó Tartell con acritud. Avanzó hacia el centro de la habitación, doblándose en una especie de ángulo recto almohadillado y empezó a zigzaguear recogiendo papeles sin detenerse, como un guardia diligente y corto de vista que pinchara las hojas caídas en un parque.
  —Esto es lo más adecuado después de un copioso desayuno. ¡Lo mejor que podía hacer!
  Joe parecía apenado, pero por Moody, no por Tartell.
  —Yo le ayudaré, señor —se ofreció apaciguador, y empezó a su vez a agacharse una y otra vez.
  Tartell se paró de repente y, sin levantarse, pareció intentar leer las hojas del suelo sin moverse de su postura tan poco normal y mirando directamente desde arriba.
  —Están en blanco —dijo acusador—. ¿Dónde empieza esto?
  —Deles la vuelta —repuso Moody, cansado de tanto alboroto—. Deben de haber caído de cara.
  —Están así por los dos lados, señor Moody —balbuceó Joe.
  —¿Qué es lo que ha hecho? —preguntó Tartell encolerizado—. ¡Un momento…!
  Se incorporó del todo, se apartó, fue hacia Gertie y examinó de cerca la máquina destapada.
  Luego alzó ambos puños en el aire sujetando todavía manojos de páginas estériles y golpeó con ellos, con furia maníaca, los dos extremos de la mesa de escribir. Su voz incontrolada apagaba el ruido de los golpes.
  —¡Maldito y estúpido idiota! —bramó enloquecido, alzando la vista hacia el techo como buscando ayuda con la que apaciguar unas emociones que le impulsaban a atacar.
  —¡Ha estado tecleando el aire toda la noche! ¡Ha estado aporreando un papel en blanco! ¡Se olvidó de ponerle una cinta nueva a la máquina de escribir!
  Joe, mirando más allá de Tartell, dio un rápido paso hacia delante, con los brazos alzados para sujetar a alguien o algo.
  Tartell le detuvo con un gesto, obligándole a quedarse donde estaba.
  —No le sujete, deje que se caiga —ordenó, lleno de amargura—. Quizá un buen golpazo contra el suelo meta algo de sentido en esa estúpida cabeza, llena de talento…
  Los escritores de publicaciones baratas tenían que producir millones de palabras bajo una intensa presión para llenar las docenas de revistas de misterio con espeluznantes portadas que florecieron desde finales de los años veinte hasta finales de los cuarenta. The Pulp Jungle (Sherbourne Press, 1967), de Frank Gruber, es el mejor reportaje sobre cómo vivía y trabajaba esa fantástica tribu, pero la mejor ficción sobre el tema es «Un centavo por palabra», que es no sólo una gráfica y hábil (además de divertida) evocación del medio ambiente de los escritores de novelas baratas sino una bella muestra de la última etapa de Woolrich, en que una novela corta, sin valor alguno, se convierte en símbolo de cualquier posible logro humano, y su destino representa la frustración de todo logro.


Fuente:
Título original: Nightwebs (part IV)
Cornell Woolrich, 1971
Traducción: María Ángeles Aledo
Diseño de portada: Daniel Gil
Editor digital: Yorik
ePub base r1.0

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