martes, 6 de octubre de 2015

Seis paseos por los bosques narrativos. Umberto Eco.


Quienes conozcan algunos de los últimos escritos teóricos de Umberto Eco —Los límites de la interpretación (Barcelona, Editorial Lumen, 1992) e Interpretación y sobreinterpretación (Gran Bretaña, Cambrigde University Press, 1995)— notarán que esta nueva publicación suya continúa, hasta cierto punto, algunas de las líneas trazadas en ellos, prosiguiendo con las investigaciones sobre las relaciones entre autor, lector y texto. 

Seis paseos por los bosques narrativos recoge las `Norton Lectures`, impartidas por el autor en la Universidad de Harvard en 1992-1993. Umberto Eco inicia su primer `paseo` refiriéndose a otro autor, invitado en 1985 a pronunciar estas conferencias, a quien citará repetidas veces a lo largo del texto. Se trata de Italo Calvino quien, lamentablemente, nunca llegó a leer, ni a concluir, este trabajo puesto que falleció una semana antes de su viaje dejando incompleta la serie de sus Seis propuestas para el próximo milenio [1]: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad y, la que parece que hubiera sido la sexta, consistencia. 

Eco va entrando progresivamente en una especie de disección de pactos, reglas, marcas, colaboraciones entre autor y lector o más bien diríamos entre autor y lectores puesto que se encarga de dejar bien clara la diferencia existente entre el lector modelo y el lector empírico o entre un lector de primer nivel y un lector de segundo nivel: 

... el lector modelo de primer nivel desea saber cómo acaba la historia. El lector modelo de segundo nivel se pregunta en qué tipo de lector le pide esa narración que se convierta y quiere descubrir cómo procede el autor modelo que lo está instruyendo paso a paso. Para saber cómo acaba la historia basta, por lo general, leer una sóla vez. Para reconocer al autor modelo es preciso leer muchas veces, y algunas historias hay que leerlas una e infinitas veces. Sólo cuando los lectores empíricos hayan descubierto al autor modelo y hayan entendido (o incluso solamente empezado a comprender) lo que `Ello` quería de ellos, ellos se habrán convertido en el lector modelo ideal.

Fuente: Editorial Lumen.
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Quienes conozcan algunos de los últimos escritos teóricos de Umberto Eco —Los límites de la interpretación (Barcelona, Editorial Lumen, 1992) e Interpretación y sobreinterpretación (Gran Bretaña, Cambrigde University Press, 1995)— notarán que esta nueva publicación suya continúa, hasta cierto punto, algunas de las líneas trazadas en ellos, prosiguiendo con las investigaciones sobre las relaciones entre autor, lector y texto.

Seis paseos por los bosques narrativos recoge las "Norton Lectures", impartidas por el autor en la Universidad de Harvard en 1992-1993. Umberto Eco inicia su primer "paseo" refiriéndose a otro autor, invitado en 1985 a pronunciar estas conferencias, a quien citará repetidas veces a lo largo del texto. Se trata de Italo Calvino quien, lamentablemente, nunca llegó a leer, ni a concluir, este trabajo puesto que falleció una semana antes de su viaje dejando incompleta la serie de sus Seis propuestas para el próximo milenio [1]: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad y, la que parece que hubiera sido la sexta, consistencia.

Eco va entrando progresivamente en una especie de disección de pactos, reglas, marcas, colaboraciones entre autor y lector o más bien diríamos entre autor y lectores puesto que se encarga de dejar bien clara la diferencia existente entre el lector modelo y el lector empírico o entre un lector de primer nivel y un lector de segundo nivel:

... el lector modelo de primer nivel desea saber cómo acaba la historia. El lector modelo de segundo nivel se pregunta en qué tipo de lector le pide esa narración que se convierta y quiere descubrir cómo procede el autor modelo que lo está instruyendo paso a paso. Para saber cómo acaba la historia basta, por lo general, leer una sóla vez. Para reconocer al autor modelo es preciso leer muchas veces, y algunas historias hay que leerlas una e infinitas veces. Sólo cuando los lectores empíricos hayan descubierto al autor modelo y hayan entendido (o incluso solamente empezado a comprender) lo que "Ello" quería de ellos, ellos se habrán convertido en el lector modelo ideal.

Esta relación entre autor y lector pide cierta contribución por parte del segundo, nos pide que salgamos de una mera pasividad receptiva y colaboremos rellenando una serie de espacios que el texto deja vacíos debido a la imposibilidad de decirlo absolutamente todo sobre el universo creado, sobre los acontecimientos y los personajes.

También se nos pide que, al iniciar una lectura, aceptemos, de un modo tácito, lo que Coleridge denominaba pacto ficcional.

El lector tiene que saber que lo que se le cuenta es una historia imaginaria, sin por ello pensar que el autor está diciendo una mentira. Sencillamente, como ha dicho Searle, el autor finge que hace una afirmación verdadera. Nosotros aceptamos el pacto ficcional y fingimos que lo que nos cuenta ha acaecido de verdad.
Así pues, no sólo el autor le pide al lector modelo que colabore sobre la base de su competencia del mundo real, no sólo le provee de esa competencia cuando no la tiene, no sólo le pide que haga como si conociera cosas, sobre el mundo real, que el lector no conoce, sino que incluso lo induce a creer que debería hacer como si conociera cosas que, en cambio, en el mundo real no existen.
A lo largo del discurso, Eco nos va desvelando también ciertas formas que el autor tiene de dirigir nuestra lectura, ciertas estrategias textuales: analepsis (que "parece reparar un olvido del narrador"), prolepsis ("es una manifestación de impaciencia narrativa"), dilaciones, suspenses, alargamientos, juegan con nuestra capacidad de previsión, con nuestra identificación con los personajes, nos imponen un determinado tiempo de lectura.

El tiempo del discurso es el efecto de una estrategia textual en interacción con la respuesta del lector al que impone un tiempo de lectura.

El conocimiento de estos "artificios" nos permitirá detectarlos con una cierta facilidad, nos hará ser más conscientes de las intenciones del autor sin por ello estropearnos un ápice el placer de la lectura (como el propio Eco sostiene que le ocurre, por ejemplo, con Sylvie, de Gerard de Nerval, obra a la que ha dedicado años de análisis y que sigue atrapándole y descubriéndole aspectos nuevos en cada nueva lectura), nos hará aproximarnos cada vez más a ese lector modelo que cada autor propone en su texto.

Porque ser conscientes de cómo está construido un texto no debe en ningún caso impedir que admiremos el resultado, ni incluso que, una vez sumergidos en la narración, olvidemos todas estas estrategias textuales para disfrutar plenamente de la historia narrada. Podemos aplicar todo aquello que Eco nos explica al análisis de su propio discurso, pero esto no nos impedirá apreciar la sutileza con que están escogidos los ejemplos narrativos que ilustran cuanto dice, ni nos impedirá disfrutar de sus rasgos de humor y de ironía, ni sentir la contagiosa pasión con que lee determinadas obras.

Edysa Mondelo
Notas:
  1. Seis propuestas para el próximo milenio, Madrid, Siruela, 1989.

El URL de este documento es "http://www.ucm.es/OTROS/especulo/numero5/u_eco6.htm"

lunes, 5 de octubre de 2015

DOBLE INFLUENCIA DEL ESPÍRITU CIENTÍFICO SOBRE LA LITERATURA.


DOBLE INFLUENCIA DEL ESPÍRITU CIENTÍFICO SOBRE LA LITERATURA
(El escritor y sus fantasmas).
Ernesto Sabato.

El espíritu científico de los tiempos modernos ejerció una doble influencia sobre la ficción: con respecto a la objetividad y con respecto a la racionalidad.
En lo que a la racionalidad se refiere, se produjo el curioso fenómeno de la novela policial científica, a partir de ese aficionado a las ciencias físico-matemáticas que era Edgar Poe, y cierto tipo de fantasía poética de carácter leibniziano en Borges.
En ambos casos se trata de una ficción genuina, que de una manera o de otra satisface necesidades del espíritu humano. Pero en los dos mediante el sacrificio de los valores «meramente» humanos: los personajes acaban siendo títeres simbólicos que para ejecutar una trama perfecta deben perder sus contradictorios e irracionales atributos humanos. De manera que no sólo la novela a secas no pudo admitir el influjo racionalista sino que se convirtió en el bastión del irracionalismo que es inevitable a la condición del hombre. En el apogeo del nuevo mito recomendaba Boileau:
 Aimez donc la Raison. Que toujours vos écrits
empruntent d’elle seule leur lustre et leur prix.

Pero la creación literaria nunca obtuvo «d’elle seule» nada de profundo y valedero, pues no sólo la creación artística es siempre mágica sino que el drama y la novela trata de seres que, aunque se pretenden racionales, casi invariablemente son movidos por las (irracionales) pasiones. Cierto es que el creador construye su obra con todas las potencias de su ser, su razón y sus ideas entre ellas. Pero imaginar que la razón es capaz de producir la materia artística es tan descabellado como suponer que los martillos y zarandas no se limitan a purificar el oro sino que también lo producen. Quizá, tal vez, la razón ayude: pero casi siempre su ayuda es peligrosa y falaz. Y en cada ocasión en que el novelista está en dudas, es más seguro que alcance sus objetivos oyendo la ambigua voz de su inspiración que la nítida e inequívoca voz de la razón.

sábado, 3 de octubre de 2015

(El escritor y sus fantasmas). Ernesto Sabato.


(El escritor y sus fantasmas).
EL PROTOTIPO DE LA LITERATURA CIENTÍFICA
Nota: Ernesto Sabato,  escribe y nos expone su teoría acerca de la novela policíaca, un subgénero literario que el argentino no aceptaba como de importancia.  Una interpretación interesante que hoy en la actualidad ha tenido un segundo aire, especialmente en la Letras Centroamericanas de finales del siglo xx e inicios del siglo XXI. J. Méndez-Limbrick.

Para R. Caillois, la novela policial evoluciona desde la aventura con persecuciones y golpes hasta el rompecabezas matemático; y una vez en ese estadio, por asfixia, nuevamente el género evoluciona hacia la simple aventura. De Vidocq y Sue saldrían las primeras novelas del género, todavía en plena confusión de disfraces, emboscadas, hematomas y persecuciones por los tejados. Conan Doyle introduciría el método deductivo y de ese modo la narración evoluciona hacía el universo matemático. Finalmente, cuando la atmósfera se rarifica en exceso, hay una vuelta a la aventura en ficciones como El halcón mal tés.
Esta tesis es brillante pero tiene un pequeño defecto: es falsa.
Basta pensar que Edgar Poe es contemporáneo de Sue y que de él surge el relato matemático en toda su perfección. Lo cierto es que no hay la evolución que pretende Caillois sino una simultaneidad dialéctica de las dos tendencias; tendencias que corresponden básicamente a dos temperamentos opuestos: el contemplativo y el activo.
No me voy a referir en este ensayo a la historia del género policial ni a esa presunta evolución que señala Caillois. Mi propósito aquí es examinar la forma racionalista del género policial y mostrarla como el modelo que el espíritu científico logró en la literatura, a consecuencia de la presión general que su prestigio ejercía sobre todos los ámbitos del espíritu. En la literatura se manifestó de dos maneras: una, con respecto a la objetividad, que examino en otra parte; la segunda, con respecto a la racionalidad, que quiero examinar ahora.
Para Leibniz no existen en el Universo hechos brutos ni casualidades: todo tiene su raison d’être, y si muchas veces no la advertimos es porque nos parecemos a Dios, pero no lo bastante. De todos modos, el ideal del conocimiento para este filósofo consiste en ir reduciendo la caótica masa de verdades de hecho al orden divino de las verdades de razón. Los físicos que encajan el tumultuoso movimiento de una catarata en una fórmula matemática realizan en la tierra ese ideal; y el día en que los hombres puedan calcular un crimen o deducir un odio, Leibniz por fin descansará tranquilo. Mientras tanto, algunos escritores policiales tratan de calmarlo.
Edgar Poe, aficionado a las ciencias físico-matemáticas, inventó de un solo golpe y en toda su perfección el género policial científico. Procede así: mediante una hipótesis trata de volver coherente un conjunto enigmático de hechos: un guante ensangrentado, un cadáver, una impresión digital, un cigarrillo a medio fumar, una sonrisa; esa hipótesis debe explicar el crimen mediante los hechos restantes, del mismo modo como un astrofísico explica el estallido de una estrella considerando las presiones, temperaturas y masas. Este ejercido es estrictamente racional y aseado. Como corresponde a un temperamento platónico, el caballero Dupin no es propenso a andar por los tejados, ni a disfrazarse, ni a disparar el revólver: simplemente construye cadenas de silogismos. Su criminal podría —y en rigor debería— ser designado por un símbolo como 22 k-gamma.
En general, nadie toma este género en serio: ni el literato que lo fabrica (por algo suele usar seudónimo), ni el editor que lo industrializa, ni el lector que lo consume como quien come caramelos o se distrae jugando al golf.
En la novela corriente, el acento está colocado sobre la verdad, sobre el drama del hombre; en este tipo de narración está puesto sobre el juego, sobre el pasatiempo y el artificio. La investigación del enigma no tiene ni más ni menos jerarquía que un problema de ajedrez o una ingeniosa charada. Por eso no hay en ella drama auténtico, aunque se edifica siempre sobre lo más dramático de la vida, que es la muerte. Los personajes parecen disfrazados o actores que, en cuanto terminen con la tarea del día, irán juntos —criminales y detectives— a tomar una copa en el bar más cercano.
Muchos cultores de esta narrativa se resisten, sin embargo, a admitir su jerarquía subalterna, y entonces nos señalan la riqueza psicológica de tal novela o la excelente descripción de paisajes en tal otra.
Pero ninguna de esas instituciones académicas que vigilan la pureza del género tolera la inclusión de un elemento que al final no tenga su exacta justificación en el rompecabezas: destinado a confundir al lector, sería condenado como un deshonesto recurso. De este modo, ningún autor honorable incluirá un guante ensangrentado que no tenga que ver con el enigma. Pero en ese caso ¿con qué derecho incluir un hermoso paisaje? Es cierto que el guante es más grosero y no tiene siquiera el justificativo estético del paisaje. Pero lógicamente ambos constituyen elementos ajenos, y en definitiva es tan repudiable un paisaje gratuito, aunque sea hermoso, como un guante superfluo. ¿Estamos tratando, acaso, de descubrir un crimen o de extasiarnos ante la belleza universal? A menos que ese poniente tenga su raison d’être en el crimen, no hay razón alguna que permita tolerar semejante contingencia, y mucho menos si la descripción es hermosa, porque en ese caso es mucho más despistadora. En una narración de este género, todos y cada uno de los elementos que aparecen deben tener una rigurosa y determinista relación con el crimen que se investiga: desde la forma de una carpeta hasta un magnífico poniente. Como este grandioso programa es utópico, sin embargo, toda novela policial resulta en definitiva imperfecta.
De acuerdo. Pero al menos que sus entusiastas no nos vengan a invocar sus imperfecciones como prueba de su jerarquía.
El género policial, desde sus orígenes, buscó la originalidad y la sorpresa. Y una de las paradojas que inauguró fue la de prescindir de la policía. Quiero decir: la de reemplazar un cuerpo profesional atacado de idiotez perenne por brillantes aficionados que descubren los enigmas más intrincados entre dos partidas de bridge o dos estudios de arte chino. Así comenzaron a desfilar maîtres retirados, como Hermes Theocopullos; rentistas melómanos y einstenianos, como Philo Vance; caballeros geniales, como Sherlock Holmes. Que yo sepa, la reducción al absurdo de esta raza fue obtenida por el equipo Borges-Bioy Casares al inventar a don Isidro Parodi, aficionado que resuelve las charadas policiales en su celda de la penitenciaría nacional. Parodi resulta así la réplica exacta del matemático Leverrier, que enclaustrado en su gabinete, mediante razonamiento puro, descubre un nuevo planeta.
La raíz de esta inclinación acaso haya que buscarla en la esencia leibniziana del género. Habría sido inverosímil encomendar los complicados procesos lógicos a un cuerpo como el cuerpo policial, que si bien ha producido excelentes boxeadores no ha dado jamás un filósofo de cierto renombre. Nada impide, en cambio, que esos sagaces detectives se encuentren entre rentistas refinados o profesores de ciencias. Estos aficionados deben estar dotados de una genial lucidez, apta para distinguir la trama racional debajo del confuso caos de la realidad, las vérités de raison debajo de las vérités de fait. De modo que hasta don Isidro Parodi, con su matecito azul y su cucheta reglamentaria, resulta un modesto simulacro del Dios leibniziano: encerrado entre las cuatro paredes de su celda, realiza una discreta y suburbana versión de la characteristica universalis.
Pero el género nació de la doble necesidad de racionalizar y asombrar, lo que lo impulsa a una constante renovación de recetas. Y así como al comienzo el criminal era el individuo menos sospechoso y luego fue menester abandonar esta ingenua variante que no asombra más que una sola vez; del mismo modo terminó por inyectar una curiosa originalidad, haciendo que los crímenes los descubra la policía, como en el caso del comisario Maigret. Claro que ya no es el torpe funcionario de antes sino un policía que sólo es concebible después del género policial, después de este viaje de ida y vuelta por el reino de la logística.
Y aunque es probable que eso suceda porque la naturaleza imita al arte y porque también los policías leen novelas policiales y todos (criminales y detectives) terminan por comportarse como ordena la preceptiva; lo cierto es que al final de su excéntrico periplo la narración policial se acerca a la realidad, ya que al fin de cuentas nunca se ha visto que un verdadero crimen haya sido aclarado por un golfista o un crítico de arte: mal o bien —generalmente mal, generalmente no en forma racional como querría Poe, generalmente con una mezcla de razonamientos y tumefacciones que acercan más el género a la física que a la matemática pura, más a las ciencias reales que a las ciencias ideales— es siempre la policía la que descubre los crímenes.
No me parece mal que de vez en cuando también los narradores policiales reconozcan este moderado hecho.

viernes, 2 de octubre de 2015

El signo de los tres. Eco Umberto y Thomas A. Sebeok


PREFACIO
Los compiladores convienen en que el presente libro no
ha sido ≪programado≫, es decir, no es resultado de regla y
caso, o sea, de una deduccion. Peirce nos enseno que no es
cierto en absoluto que todo acontecimiento este ≪determinado
por causas conforme a una ley≫, ya que, por ejemplo, ≪si
un hombre y su antipoda estornudan al mismo tiempo, esto
es simplemente lo que llamamos coincidencia≫ (1.406). Veamos
la singular sucesion de acontecimientos que enumeramos
a continuacion.
1. En 1978, Sebeok dijo casualmente a Eco que el y Jean
Umiker-Sebeok estaban estudiando el ≪metodo≫ de Sherlock
Holmes a la luz de la logica de Peirce. Eco, por su parte, manifesto
que estaba preparando una conferencia (que pronuncio
mas tarde, en noviembre de aquel mismo ano, durante el
II Coloquio Internacional de Poetica, organizado por el Departamento
de Filologia Francesa y Romanica de la Universidad
de Columbia) en la que comparaba el uso de la metodologia
abductiva en Zadig de Voltaire con el de Holmes. Dado
que tanto Eco como Sebeok eran ya incurables adictos a Peirce,
esta aparente coincidencia no era de extranar.
2. Sebeok senalo entonces que conocia un ensayo, mas
o menos sobre el mismo tema, publicado unos anos antes por
Marcello Truzzi, sociologo y declarado entusiasta de Holmes,
quien no era un especialista en semiotica. Era obvio que Truzzi,
que citaba sobre todo a Popper y no a Peirce, se interesaba
por el problema de la abduccion o, en todo caso, por los metodos
hipotetico-deductivos.
3. Unas semanas despues, Sebeok descubrio que el eminente
logico finlandes Jaakko Hintikka habia escrito dos ensayos
(entonces ineditos) sobre Sherlock Holmes y la logica
moderna. Hintikka no hacia ninguna referencia explicita a
la abduccion de Peirce, pero la cuestion era la misma.
9
4. En ese mismo periodo, Eco leyo un trabajo, publicado
en 1979, de uno de sus colegas de la Universidad de Bolonia,
el historiador Cario Ginzburg, que habia anunciado su aparicion
mas de un ano antes. En ese trabajo se describia el empleo
de modelos conjeturales desde Hipocrates y Tucidides
hasta los criticos de arte del siglo diecinueve. Su autor citaba,
sin embargo, en sus reveladoras notas a pie de pagina, Zadig,
Peirce e incluso Sebeok. Huelga decir que Sherlock Holmes
era uno de los protagonistas principales de ese erudito
estudio, junto a Freud y Morelli.
5. A continuacion, Sebeok y Umiker-Sebeok publicaron
una primera version de su estudio —despues de que el primero
lo diera a conocer en una conferencia, en octubre de
1978, en la Universidad de Brown, en el marco de un encuentro
dedicado a ≪La metodologia en semiotica≫— en el que
se confrontaba Peirce con Holmes, y Eco publicaba su conferencia
sobre Zadig. El propio Eco organizaba, en 1979, en
la Universidad de Bolonia, un seminario de seis meses sobre
Peirce y la novela policiaca. Casi al mismo tiempo, Sebeok
—sin saber nada de la actividad docente paralela de Eco—
ofrecia un curso titulado ≪Semiotic Approaches to James
Bond and Sherlock Holmes≫, como parte del programa de
literatura comparada de la Universidad de Indiana (utilizo,
sin embargo, el ensayo que Eco habia publicado, en 1965, sobre
las estructuras narrativas en Ian Fleming). Una de las consecuencias
mas tangibles del seminario de Eco fue el articulo
escrito por dos de sus colaboradores, Bonfantini y Proni, incluido
ahora en el presente libro; y uno de los resultados del
curso de Sebeok fue su analisis —realizado en colaboracion
con uno de los estudiantes del curso, Harriet Margolis— de
la semiotica de las ventanas en Sherlock Holmes (publicado
por primera vez en 1982, en un numero de Poetics Today).
Mientras sucedia todo esto, Eco proseguia sus investigaciones
en la historia de la semiotica, durante las cuales dio con
la teoria aristotelica de la definicion; el trabajo que Eco publica
en este libro es resultado de esa linea de investigacion.
6. Entretanto, Sebeok y Eco decidieron reunir estos trabajos
en un volumen, proyecto al que acepto unirse, con entusiasmo,
la Indiana University Press. Durante uno de sus cursos
de otono en la Universidad de Yale, Eco entrego el mate10
rial manuscrito a Nancy Harrowitz, quien, aquel mismo
trimestre, escribio un ensayo sobre Peirce y Poe, en el cual
el metodo de Holmes, siguiendo una sugerencia del articulo
de Sebeok, se convirtio en un termino de referencia obligado.
7. Surgio otro hecho sorprendente cuando Eco descubrio
que Gian Paolo Caprettini, de la Universidad de Torino, habia
dirigido, durante dos anos, un seminario sobre Peirce y
Holmes. Caprettini es un conocido estudioso de Peirce, pero
esa era la primera vez que Eco hablaba con el sobre Holmes.
La coincidencia no debia desperdiciarse y, en consecuencia,
tambien Caprettini fue invitado a colaborar en el presente volumen.
Tenemos la impresion de que, si hubieramos seguido rebuscando,
hubieramos encontrado mas contribuciones similares.
(!Quizas el espiritu de la historia formulado en el Zeitgeist
de nuestra epoca no es un mero fantasma hegeliano!)
Tuvimos, sin embargo, que dar por terminada la busqueda,
sobre todo, por falta de tiempo. Muy a pesar nuestro, tuvimos,
ademas, que excluir material interesante acerca del ≪metodo
≫ de Holmes porque no tenia en cuenta la logica de la
abduccion (cf. la bibliografia del presente libro y, a nivel mas
general, la incomparable World Bibliography o f Sherlock Holmes
and Dr. Watson, de Ronald Burt de Waal, 1974). La literatura
menor acerca de Sherlock Holmes consta de un abrumador
repertorio de titulos, por lo que preferimos concentrarnos
en un numero relativamente pequeno de contribuciones
recientes, que abordan directamente la historia de la
metodologia abductiva.
Durante nuestras pesquisas, nos dimos cuenta de que todos
los modernos estudiosos de la logica del descubrimiento
cientifico han dedicado unas lineas, si mas no, a Holmes. Saul
Kripke, por ejemplo, escribio, el 29 de diciembre de 1980, una
carta a Sebeok en que, entre otras cosas, decia: ≪Tengo ineditas
un par de disertaciones y una serie completa de conferencias
(mis clases sobre John Locke en Oxford) acerca del ≪Fictional
discourse in empty names≫, en las que Holmes podria
ocupar un lugar todavia mas importante≫ que en las referencias
que de el hizo el propio Kripke en sus ≪Semantical Considerations
on Modal Logic≫ o en las Addenda a su Naming
and Necessity. Numerosos trabajos siguen todavia fundados
11
en la idea de que el metodo de Holmes se encuentra a medio
camino entre la deduccion y la induccion. La idea de hipotesis
o abduccion aparece mencionada, cuando lo es, solo de
pasada.
Como es natural, no todos los trabajos publicados en el
presente libro llegan a las mismas conclusiones. El proposito
de los compiladores no es discutir las divergencias de enfoque,
sino dejar al lector la libertad de valorarlas y utilizarlas
de acuerdo con su propio interes.
En cuanto al titulo del libro, nuestra intencion fue darle
dos sentidos. Es obvia la referencia al largo relato de Doyle,
≪The Sign of the Four≫, o ≪The Sign of Four≫, que aparecio
primeramente en la revista Lippincott’s y mas tarde, en 1819,
en forma de libro. Ademas, sentimos una compulsion dominante
de remitir al lector al baile de desenfrenadas triplicidades
del juego de las tres cartas de que habla Sebeok en su introduccion.
En la actualidad, la logica del descubrimiento cientifico
—expresion en la que, por supuesto, se reconocera una estrecha
vinculacion con Karl R. Popper— se ha convertido en
un tema candente y de interes capital para la teoria del conocimiento,
desarrollada no solo por el propio Popper, sino tambien
por su colega, el ya fallecido Imre Lakatos, y por su antiguo
discipulo, convertido despues en uno de sus criticos mas
feroces, Paul K. Feyerabend, entre muchos otros. La controvertida
imagen popperiana de la ciencia, como campo de
≪conjeturas y refutaciones≫ —Popper, entre otras ideas, sostiene
que la induccion es mitica, la busqueda de la certeza
cientifica imposible y todo el conocimiento eternamente
falible—, fue anticipada en sustancia por Peirce, a quien Popper
considera, dicho sea de paso, como ≪uno de los mas grandes
filosofos de todos los tiempos≫, aunque la falsacion, como
una tecnica mas de la logica, no fuera en absoluto desconocida
ni siquiera en la Edad Media. Los criticos de Popper,
como T. S. Kuhn y Anthony O’Hear, estan en desacuerdo con
el acerca de algunos de estos puntos fundamentales. Estamos
convencidos de que el enfoque semiotico de la abduccion puede
arrojar nueva luz sobre un debate tan venerable y continuado.
Esperamos que la presente coleccion de trabajos no
solo tenga interes para las huestes de fans de Sherlock Hol-
12
mes, sino que sea leida, tambien, tanto por los partidarios
fervientes de los Analíticos primeros (sobre el silogismo), como
por los de los Analíticos segundos (que tratan de las condiciones
del conocimiento cientifico). Como es natural, esperamos
tambien llamar la atencion de algunos de los que forman
el grupo, cada vez mas numeroso, de los habitués de Peirce,
entre los que nosotros dos figuramos. Creemos que, aunque
de manera modesta, este libro puede ser tambien importante
para la epistemologia y la filosofia de la ciencia.

U m b e r t o E c o
Universidad de Bolonia
T h o m a s A . S e b e o k
Universidad de Indiana

jueves, 1 de octubre de 2015

CHANSON DE ROLAND.


CHANSON DE ROLAND
El Cantar de Roldán (La Chanson de Roland, en francés) es un poema épico de varios cientos de versos, escrito a finales del siglo XI en francés antiguo, atribuido a un monje normando, Turoldo, cuyo nombre aparece en el último y enigmático verso: «Ci falt la geste que Turoldus declinet». Sin embargo, no queda claro el significado del verbo «declinar» en este verso: puede querer decir ‘entonar’, ‘componer’ o quizás ‘transcribir’, ‘copiar’. Es quizá el cantar de gesta más antiguo escrito en lengua romance en Europa. El texto del llamado Manuscrito de Oxford escrito en anglo-normando (de alrededor de 1170) consta de 4.002 versos decasílabos, distribuidos en 291 estrofas de desigual longitud llamadas tiradas.
http://www.alquiblaweb.com/2012/10/21/los-cantares-de-gesta-poema-del-mio-cid-y-chanson-de-roland/

Nota: siempre este Canto me emocionó. Una imagen que llevo en la memoria: Roldán herido de muerte con su bella espada Durandarte que no logra quebrar para que no caiga en manos de sus enemigos...J.Méndez-Limbrick.

CLXXII 

Hiere Roldán las gradas de sardónice. Gime el acero, mas no se astilla ni se mella. Al ver el conde que no puede quebrarla, comienza a lamentarse para sí: 

-¡Ah, Durandarte, qué bella eres, qué clara y brillante! ¡Cómo luces y centelleas al sol! Hallábase Carlos en los valles de Moriana cuando le ordenó Dios por intermedio de un ángel que te donase a uno de sus condes capitanes: entonces te ciñó a mi lado, el rey grande y gentil. Por ti conquisté el Anjeo y la Bretaña, por ti me apoderé del Poitou y del Maine. Gracias a ti lo hice dueño de la franca Normandía, de Provenza y Aquitania, de Lombardía y de toda la Romana. Por ti vencí en Baviera, conquisté Flandes y Borgoña, y la Apulia toda; y también Constantinopla, de la que recibió pleitesía, y Sajonia, donde es amo y señor. Por ti domeñé Escocia e Inglaterra, su cámara, según él decía. Por ti gané cuantas comarcas posee Carlos, el de la barba blanca. Por esta espada siento dolor y lástima. ¡Antes morir que dejársela a los infieles! ¡Dios, Padre nuestro, no permitáis que Francia sufra tal menoscabo.

ALAIN ROBBE-GRILLET LA CASA DE CITAS. Literatura de Rescate.


Alain Robbe-Grillet (Brest, 18 de agosto de 1922 - Caen, 18 de febrero de 2008) fue un novelista y guionista francés. Su literatura, puramente objetiva, en la que el autor no interviene con comentario alguno sobre los personajes o la situación, es fiel reflejo del `nouveau roman` o antinovela de la década de 1950, un movimiento liderado por Robbe-Grillet. Sus teorías se esbozan en `Por una nueva novela` (1963), donde el autor concibe el mundo como si el narrador fuera un cineasta que se limita a captar imágenes. En sus obras, aparecen a menudo situaciones surrealistas e inconsistentes que nunca son explicadas. 

Entre sus novelas cabe destacar `Las gomas` (1953), `El mirón` (1955), `En el laberinto` (1959), `Instantáneas` (1962), `La casa de citas` (1965), `Topología de una ciudad fantasma` (1976), `El espejo que vuelve` (1984) y `Le reprise` (2001). Robbe-Grillet escribió también el guión para la película de Alain Resnais, `El año pasado en Marienbad` (1961) y dirigió varias películas entre las que destaca `La inmortal` (1963). 

Alain Robbe-Grillet fue elegido miembro de la Academia Francesa de la Lengua el 25 de marzo de 2004 pero renunció a tomar posesión del cargo al considerar la ceremonia como obsoleta. Falleció a los 85 años de edad, el 18 de febrero de 2008, a causa de una crisis cardíaca. 

Estaba casado desde 1957 con la escritora Catherine Robbe-Grillet, también conocida bajo el seudónimo de Jeanne de Berg.
Enrico Pugliatti.

ALAIN ROBBE-GRILLET
LA CASA DE CITAS
TÍTULO DE LA EDICIÓN ORIGINAL: LA MAISON DE RENDEZ-VOUS
TRADUCCIÓN: JOSEP ESCUÉ
EDITORIAL ANAGRAMA, S.A.

 El autor quiere hacer constar que esta novela no puede considerarse en modo alguno un documento sobre la vida en la colonia inglesa de Hong Kong. Todo parecido, de decorado o situaciones, con aquella sería mero resultado del azar, objetivo o no.

Si algún lector, acostumbrado a las escalas en Extremo Oriente, pensara que los lugares aquí descritos no concuerdan con la realidad, el autor, que ha pasado allí la mayor parte de su vida, le aconsejaría que volviera y se fijara más: las cosas cambian rápidamente en aquellos climas.

(Fragmento de novela).
La carne femenina sin duda ha ocupado siempre un lugar muy destacado en mis sueños. Incluso estando despierto, su imagen no deja de asaltarme. A una joven con traje de verano que muestra su nuca curvada —está abrochándose la sandalia—, con la cabellera medio echada hacia adelante descubriendo la piel frágil y el vello rubio, la veo yo al instante dispuesta a alguna complacencia, de inmediato excesiva. La estrecha falda ceñida, abierta hasta los muslos, de las elegantes de Hong Kong se desgarra de golpe bajo una mano violenta, que desnuda bruscamente la cadera redondeada, firme, tersa, brillante, y la suave curva hasta la cintura. El látigo de cuero, en el escaparate de un talabartero parisién, los pechos expuestos de los maniquíes de cera, el cartel de un espectáculo, un anuncio de ligas o de un perfume, dos labios húmedos y abiertos, un brazalete de hierro, un collar de perro, disponen en torno a mí su insistente y provocativo decorado. Una simple cama con dosel, un cordel, la punta encendida de un puro, me acompañan durante horas, al albur de los viajes, durante días. En los parques organizo fiestas. Para los templos dispongo ceremonias, ordeno sacrificios. Los palacios árabes o mongoles me llenan los oídos de gritos y suspiros. En las paredes de las iglesias de Bizancio, los mármoles aserrados con simetría bilateral dibujan ante mis ojos sexos femeninos ampliamente abiertos, distendidos. Un par de argollas empotradas en la piedra, en lo más profundo de una antigua cárcel romana, bastan para que se me aparezca la bella esclava encadenada, sometida a largos suplicios, en el silencio, la soledad y el ocio.
A menudo me paro a contemplar a alguna joven que baila en una fiesta. Me gusta que lleve desnudos los hombros y, cuando se vuelve, el inicio de los pechos. Su carne lisa reluce con un brillo suave bajo la luz de las arañas. Ejecuta con encantadora concentración uno de esos pasos complicados en los que la chica se separa de su pareja, alta silueta negra, en segundo plano, que se limita a esbozar apenas los movimientos ante ella, atenta, cuyos ojos bajos parecen acechar la menor señal que hace la mano del hombre, para obedecerle en el acto mientras sigue observando las leyes minuciosas del ceremonial, y luego, tras una orden casi imperceptible, girando de nuevo en una ágil media vuelta, descubre de nuevo sus hombros y su nuca.
Ahora se ha apartado un poco, para abrochar la hebilla de su fino zapato, de delgadas tiras doradas que sujetan con varias cruces el pie descalzo. Sentada al borde de un sofá, permanece inclinada, la cabellera medio echada hacia adelante descubriendo aún más la piel frágil de rubio vello. Pero se acercan dos personajes y pronto ocultan la escena, una alta silueta de smoking negro, a la que un hombre gordo y colorado habla de sus viajes.
Todo el mundo conoce Hong Kong, su bahía, sus juncos, sus sampanes, los rascacielos de Kowloon y el traje ceñido de falda estrecha, abierta lateralmente hasta el muslo, que visten las eurasiáticas, altas muchachas elásticas, moldeadas por sus vestidos de seda negra con corto cuello blanco y sin mangas, estrictamente cortados a ras de axilas y de cuello. La delgada tela brillante se apoya directamente en la piel, marcando las formas del vientre, el pecho, las caderas, y plisándose en el talle en un haz de diminutos surcos, cuando la paseante, que se ha detenido ante un escaparate, vuelve la cabeza y el busto hacia la luna, en la que, inmóvil, el pie izquierdo apoyado en el suelo con sólo la punta de un zapato de tacón muy alto, pronto a reanudar la marcha en mitad del paso interrumpido, la mano derecha tendida hacia adelante, algo separada del cuerpo, y el codo medio doblado, contempla un instante a la joven de cera vestida con idéntico traje de seda blanca, o su propio reflejo en el cristal, o la correa de cuero trenzado que sostiene el maniquí con la mano izquierda, el brazo desnudo separado del cuerpo y el codo medio doblado para contener a un gran perro negro de pelo brillante que avanza delante de ella.
El animal ha sido disecado con mucho arte. Y, si no fuera por su inmovilidad total, su rigidez demasiado acentuada, sus ojos de cristal demasiado brillantes sin duda, y demasiado fijos, el interior de su boca entreabierta tal vez demasiado rosado, sus dientes demasiado blancos, se diría que va a concluir el movimiento interrumpido: avanzar la pata que ha quedado tendida hacia atrás, levantar las dos orejas simétricamente, abrir más las mandíbulas para descubrir por entero los colmillos, en una actitud amenazadora, como si lo inquietara algo que ve en la calle o pusiera en peligro a su dueña.
El pie derecho de ésta, que se adelanta casi hasta la altura de la pata trasera del perro, sólo se apoya en el suelo con la punta de un zapato de tacón muy alto, cuya piel dorada cubre únicamente con un triángulo minúsculo la punta de los dedos, mientras unas finas tiras sujetan con tres cruces el empeine y ciñen el tobillo sobre una media muy fina, apenas visible aunque de color oscuro, probablemente negra.
Un poco más arriba, la seda blanca de la falda está abierta lateralmente, dejando adivinar la corva y el muslo. Por encima, gracias a una discreta cremallera, casi invisible, el traje debe de abrirse de golpe hasta la axila, sobre la carne desnuda. El cuerpo elástico se mueve a derecha e izquierda para intentar liberarse de las delgadas ataduras de cuero que aprisionan los tobillos y las muñecas; pero, naturalmente, en vano. Los movimientos que la postura permite son además de escasa amplitud; torso y miembros obedecen a unas reglas tan estrictas, tan exigentes, que la joven parece ahora enteramente inmóvil, llevando el compás sólo con una imperceptible ondulación de la cintura. Y de pronto, a una orden muda de su pareja, da una media vuelta ágil, quedándose otra vez inmóvil en el acto, o más bien meciéndose con una ondulación tan lenta, tan reducida, que sólo se mueve la delgada tela en el vientre y los pechos.

Fuentes:
TÍTULO DE LA EDICIÓN ORIGINAL: LA MAISON DE RENDEZ-VOUS
TRADUCCIÓN: JOSEP ESCUÉ
EDITORIAL ANAGRAMA, S.A.
ISBN: 84—339—3189—X

martes, 29 de septiembre de 2015

George Orwell. MIGUEL MARTÍNEZ-LAGE.


  NOTA EDITORIAL

La presente edición recoge una selección de textos de George Orwell escritos entre 1936 y 1949. Los contenidos se han ordenado según la fecha de publicación, excepto cuando se indica lo contrario. Para las traducciones se ha seguido la edición en cuatro volúmenes de sus ensayos, escritos periodísticos y cartas realizada por Sonia Orwell e Ian Angus en 1968 (The Collected Essays, Journalism and Letters of George Orwell, cuatro volúmenes, Nueva York, Hartcourt, Brace & Co.).


 PRÓLOGO
 LA LEY OCULTA

En 1998 se publicó en el Reino Unido la obra completa de George Orwell en veinte volúmenes. Para un escritor que murió a los cuarenta y siete años no es que sea una producción escasa; queda claro, además, que no sólo es el autor de Homenaje a Cataluña, Rebelión en la granja o 1984. Dicha edición no tuvo una gran tirada; a día de hoy es muy difícil -y carísimo- hacerse con una colección a la que no falte un solo tomo. La publicación corrió a cargo de Secker & Warburg, un sello de prestigio que entonces era (y hoy sigue siendo) parte de la mastodóntica Random House. El trabajo editorial primoroso y soberbio que se trenza en esos millares de páginas es fruto de los años de desvelo y examen escrupuloso que ha dedicado Peter Davison a compilar y esclarecer la obra del escritor británico más influyente de mediados del siglo XX. A los cincuenta años de su muerte ya era un clásico con todas las de la ley. Y diez años más tarde lo es más que nunca.
Orwell es sin ningún género de dudas un forjador de fábulas y mitos de validez universal. Se ha dicho también que fue el último puritano, un santo laico, «la conciencia invernal de una generación» (V. S. Pritchett). Igual que T. E. Lawrence, quiso ser un hombre de acción y revelar a la vez lo fraudulento de tal empresa. Tuvo que sufrir, aunque fuera un sufrimiento autoinducido: sufrió por la causa del ciudadano de a pie, al margen de fronteras y naciones, fuera cual fuera la ideología que lo tiranizaba. Y desconfió de toda muestra de acatamiento, de toda manifestación de corrección política, eufemismo infeccioso que detectó mucho antes de que fuese una realidad patente.
En «Por qué escribo», texto de 1946 que aquí se incluye, Orwell desgrana cuáles son las motivaciones de quien se pone a escribir y las clasifica en cuatro bloques: egoísmo puro y duro, entusiasmo estético, impulso histórico y propósito político. Son razones encontradas, claro está, que no se dan en la misma medida. En su caso, es evidente que prima la cuarta. Como él mismo señala:
La guerra de España y otros sucesos de 1936-1937 cambiaron mi escala de valores y me permitieron ver las cosas con mayor claridad. Cada renglón que he escrito en serio desde 1936 fue creado, directa o indirectamente, en contra del totalitarismo y a favor del socialismo democrático […] Me parece una rematada tontería, en una época como la nuestra, pensar siquiera que se puede evitar el escribir sobre tales asuntos […] Sólo es cuestión de elegir bando y posición. Cuanto más consciente es uno de su sesgo político, mayores posibilidades tiene de actuar políticamente sin sacrificar su estética ni su integridad intelectual.
No obstante, el grado de compromiso que adquiere lo lleva a formular esta postura de un modo que causa todavía honda impresión por la cordura demoledora de su actitud autocrítica, y es que añade: «No se puede escribir nada legible a menos que uno aspire a una anulación constante de la propia personalidad. La buena prosa es como el cristal de una ventana […] Al repasar mi obra, veo que de manera invariable, cuando he carecido de un objetivo político, he escrito libros exánimes, y me han traicionado en general los pasajes grandilocuentes, las frases sin sentido, los epítetos y los disparates». Llevó a tal extremo esta coherencia que repudió dos de sus cuatro primeras novelas precisamente por estas razones.
Orwell es un modelo que cualquier escritor debiera tener en mente por su ética y por su teoría estética, resumida en estas líneas y demostrada con pelos y señales en cada uno de sus textos. Los que se recogen en este volumen vienen a constituir, para entendernos, una selección de las caras B de una discografía esencial. Y cualquier buen melómano sabe que al dorso de los grandes éxitos es donde se encuentran auténticas joyas. En esa línea de tensión entre la ficción y la no ficción es donde se halla una clave esencial para entender a Orwell. A veces me pregunto qué habría sido de Orwell sin tuberculosis galopante, o si la estreptomicina hubiese llegado antes y hubiese funcionado mejor y su vida hubiera tenido una duración normal. Es una especulación sin sentido; el propio Orwell bromeó, poco antes de morir, cuando dijo que ningún escritor muere mientras no haya dicho todo lo que tiene que decir. A pesar de todo, me permito dudar de que en el campo cada vez más esquilmado y angosto de la novela hubiera dado sus mejores frutos. En cambio, tengo la certeza, y no soy el único, de que su trabajo de no ficción, ensayos y artículos y reportajes y documentales y polémicas y diagnósticos y crítica (literaria, social, política), habría llegado a ser un monumento literario de mayor envergadura de la que ya tiene, y de la que en este volumen queda cumplida muestra.
Fuera de Inglaterra, a Orwell se le conoce por sus dos grandes novelas y, como es lógico, por Homenaje a Cataluña. Su amigo Cyril Connolly a menudo apremió a Orwell para que abandonara el periodismo y el ensayismo de sesgo político, para que volviera a escribir novelas. Él mismo manifestó alguna vez esa aspiración: al menos, su viuda afirmó que su deseo era retirarse del mundanal ruido y escribir una novela decente al año. Yo no creo que le hubiera sido posible: Orwell, precisamente por defender al individuo contra el Estado y la represión, no podría haberse abstenido de lo colectivo, de su vocación irrenunciable de ciudadano activo en la polis. Connolly, que fue además editor de no pocos ensayos de Orwell (los publicados en Horizon, la revista que dirigía), y que es también el causante de que Orwell comenzara «Ay, qué alegrías aquellas», un texto autobiográfico señero y controvertido -ambos estudiaron juntos de adolescentes, y Connolly le propuso que pusiera por escrito sus recuerdos cuando él hizo lo propio en la tercera parte de Enemigos de la promesa (1938)-, pertenece al tipo de intelectual inglés que representa el divorcio de la sensibilidad política y literaria, que precisamente la vida y la obra de Orwell contradicen de plano, a conciencia. Es un divorcio contra el que Orwell clama a menudo, y está en la raíz del ataque contundente y efectivísimo que lanza contra W. H. Auden en «En el vientre de la ballena».
En este sentido, es notable, por ejemplo, la atención que Orwell presta a la cultura popular: sabe que es la más difundida, y por tanto la que más influye, y por tanto muy digna de atención. Su lectura -es de hecho lo que más destaca en este Orwell: su afición a la lectura y su perspicacia lectora- de los semanarios juveniles, de las novelas de quiosco o pulp fiction, si se quiere, da lugar a una serie de estudios pioneros dé sociología de la literatura, de análisis claros y directos de asuntos ante los que suele escurrir el bulto la crítica oficial.
«En el vientre de la ballena» es un ensayo en el que elogia el arte de Henry Miller, cuyo cinismo y postura apolítica le asqueaban de un modo que, en su eficacia y coherencia, debiera sentar una pauta a la hora de escribir sobre un autor tan prometedor, enemigo o no de lo que fuera. Igual procede al distinguir la excelencia artística de Eliot y Kipling, sin dejar de denunciar la deshumanización y el pesimismo desolador de sus planteamientos políticos. Hace falta estar hecho de una pasta muy especial para dar un premio a Pound y condenar sin paliativos la persona del gran poeta, a quien tacha -a él, no a sus poemas-, con razón demostrada, de antisemita, criminal de guerra y racista repugnante.
Es sabido que Auden encabezó un grupo de escritores comprometidos y que escribió, además de sus impresionantes «Sonetos de China», un poema titulado «España, 1937», que se publicó en forma de panfleto. Las ganancias por las ventas del mismo se destinaron a la Ayuda Médica a la República española. Es dudoso que el poema cambiase la visión que se pudiera tener sobre el conflicto español, o que desempeñase ningún papel en la decisión de que alguien se alistara en la lucha contra Franco, pero sí es indicativo de que la poesía puede hacer que sucedan algunas cosas. Sin embargo, a juicio de Orwell, cuando Auden decide meterse en harina, como tantos otros, se le va la mano en el entusiasmo, y lo hace con una pretensión exagerada. Para Orwell, la cordura y la sensibilidad quedan para el arte: la ira y la autenticidad, para la política. A raíz de la crítica que Orwell le hizo en este ensayo -que es un prodigio de recorrido intelectual: analiza el impacto causado por la publicación de Trópico de Cáncer y otras obras de Henry Miller, y parece que va a ser un aplauso de la renovación debida a este escritor norteamericano, cuando la intención real de Orwell es desmenuzar el panorama de la literatura de los años treinta y poner los puntos sobre todas las íes en el confuso terreno en que se entrecruzan literatura y política-, Auden no sólo se avino a modificar una de las estrofas del poema, sino que terminó por desautorizar la inclusión del mismo en sus Obras Completas. La conciencia gélida de su generación instiló en el poeta la certeza de que hay asuntos de tal calado que la más mínima frivolidad es un delito casi más grave que la comisión del asesinato al que se refiere. Si un texto como «En el vientre de la ballena» surtió entre otros ese efecto, Orwell vuelve a demostrar que lo escrito tiene incidencia en la realidad. En eso es igual que el poema de Auden, aunque la incidencia y refracción de ambos rayos de luz sean distintos en el cristal de lo palpable. Por consiguiente, si Orwell es todavía un modelo, es más necesario que nunca. La emulación no es fácil. De hecho, no siempre ha sido un modelo afortunado: hace falta ser un Orwell para salir con bien del envite. Hace falta haber leído lo que Orwell leyó y de la manera en que lo hizo: en algún sitio dice que tiene novecientos libros, pero parece haber leído ocho o nueve veces esa cifra. Hace falta haber vivido una serie de experiencias de primera mano y con los ojos bien abiertos, y hace falta no tener pelos en la lengua para decir las cosas alto y claro. En los textos de este volumen encontrará el lector al otro Orwell: al ensayista, al polemista militante, y aún detrás, al lector. No en vano un escritor aprende a escribir sobre todo leyendo… incluso a escritores que están en sus antípodas, caso de Kipling y Eliot, de Wilde, o de la cultura popular en muy variadas manifestaciones, como son las revistas juveniles y tebeos de la época.
Sobre «Ay, qué alegrías aquellas», un texto en el que Orwell rehace el camino recorrido -no es el único texto autobiográfico de Orwell: tenía una rara habilidad para referirse a su historia personal como ilustración de no pocas cuestiones en apariencia no relacionadas con su vida- y retorna a su infancia y adolescencia, creo que no está de más una última observación. No es una prefiguración de 1984. Éste es un error grave en el que ha caído buena parte de la crítica, empezando por quienes no quisieron que se publicase ni siquiera póstumamente, pues es sangrante con el sistema educativo británico. Pero es un texto terminado días antes de que comenzara la redacción de su última novela, y si se tiene en cuenta el parentesco ambiental y perceptivo (y la similitud de ciertos hábitos muy afines al síndrome de Estocolmo que cultivan a su pesar el niño en un internado y el hombre inmerso en una sociedad aberrantemente totalitaria), todo indica que entre esa sección transversal de sus recuerdos de infancia y la novela futurista existe una ligazón innegable. Tan opresivos eran aquellos internados asfixiantes como lo sería el tósigo constante del campo de concentración global en que se convierte la sociedad humana con el sistema totalitario contra el que Orwell, por medio de Winston Smith y de Julia, la chica del departamento de ficciones, y por medio de sus muy numerosos y magníficos ensayos, ha hecho tal vez más que nadie para precavernos, curándonos en salud.
Y es sin embargo Auden, honesto a la hora de desechar por deshonesto un poema suyo -«España, 1937», además de otro poema de ocasión, «1° de septiembre de 1939», por opinar que «estaban ambos infectados de una deshonestidad incurable»- cuando preparaba la edición de sus poesías completas, quien mejor nos da la pista para entender qué es lo que estaba haciendo Orwell cuando escribía. Auden tiene un poema que se titula «La ley oculta», y que no he encontrado traducido al castellano, de modo que lo voy a parafrasear, porque la traducción de poesía es un delito que debiera estar tipificado en el Código Penal (no lo digo yo: se lo he oído decir a Ángel Martín Municio, de la Real Academia de la Lengua Española). Viene que decir que «la ley oculta no niega / nuestras leyes de la probabilidad, / aunque toma el átomo y la estrella / y el ser humano tal cual son, / y no responde si mentimos. // Ésa es la única razón por la cual / ningún gobierno la puede codificar / y las definiciones legales trastocan / la ley oculta. // Con paciencia infinita no / nos detendrá si queremos morir: / si de ella huimos en un coche / si la olvidamos en un bar, / así somos castigados / por la ley oculta».
Nada hay tan engañoso como esos escritores soi-disant fieles que sólo se dedican a decir a los cuatro vientos lo que han visto. Orwell ha sabido contarnos lo que está en todo momento por debajo de lo que cualquiera ve, la ley oculta que rige lo que está aconteciendo, aunque el cuerpo y el espíritu y la sociedad misma hagan todo lo posible para que no lo percibamos.


septiembre de 2006
MIGUEL MARTÍNEZ-LAGE.
Fuente:
George Orwell
 El león y el unicornio y otros ensayos
Título original: The Collected Essays. Journalism and Letters of George OrwellGeorge Orwell, 1968Traducción: Miguel Martínez-LageDiseño de cubierta: akg-imagesEditor digital: German25ePub base r1.2

domingo, 27 de septiembre de 2015

Octavio Paz. La llama doble.


La llama doble es un ensayo enteramente unitario que, por su importancia en el conjunto de la obra Octavio Paz, resulta comparable a títulos tan decisivos como El arco y la lira o El laberinto de la soledad. Aun cuando la redacción material del libro se produjo entre marzo y abril de 1993, el propósito de escribirlo data por lo menos de 1965, y en aquella época el autor redactó los primeros apuntes de lo que deseaba que, «partiendo de la conexión íntima entre los tres dominios —el sexo, el erotismo y el amor—, fuese una exploración del sentimiento amoroso».
Resumiendo toda su trayectoria de vida, pensamiento y escritura, con una tensión expresiva inabatible y una lúcida y conmovida cercanía al núcleo más íntimo y esencial de la existencia humana, Octavio Paz examina, compendia, hace revivir y otorga pleno sentido, desde sus orígenes en la memoria histórica y mítica hasta la experiencia cotidiana más inmediata, a uno de los elementos fundamentales de la vida de hombres y mujeres: «El fuego original y primordial, la sexualidad, levanta la llama roja del erotismo y ésta, a su vez, sostiene y alza otra llama, azul y trémula: la del amor. Erotismo y amor: la llama doble de la vida».
Fuente: Editorial Seix Barral. Biblioteca breve.

sábado, 26 de septiembre de 2015

Joseph Conrad. Novela: Nostromo.


La novela se desarrolla en el puerto imaginario de Sulaco, cuya economía depende de la minería de plata. En ella, dibuja las características de la política interna e internacional en los países latinoamericanos de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, así como la intervención de Estados Unidos para asegurar sus intereses económicos. Las guerras civiles de las élites criollas, las intrigas y el supuestamente `incorruptible` líder popular, determinan finalmente la secesión de Sulaco que se declara independiente de Costaguana, en aras de asegurar la mina de plata de San Tomé a los estadounidenses y a sus asociados en la élite local.
Enrico Pugliatti.
***
NOTA por Joseph Conrad.
Nostromo  es la novela elaborada con mayores angustias entre las más extensas, que pertenecen al período siguiente a la publicación del volumen de narraciones cortas, intitulado Typhoon.
No quiero decir que llegara entonces a tener conciencia de algún cambio inminente en mi mentalidad o en mi opinión sobre las tareas de mi vida de escritor. Tal vez no ha habido nunca cambio alguno, a no ser en ese algo misterioso y raro que no tiene nada que ver con las teorías del arte; un cambio sutil en la naturaleza de la inspiración, fenómeno del que de ningún modo puede hacérseme responsable. Lo que, a pesar de eso, me puso en algún apuro es que, después de terminar el último relato del volumen Typhoon, me pareció, no sé cómo, haber agotado la materia y que en el mundo no quedaba ya nada de que escribir.
Este humor, extrañamente negativo y perturbador a la vez, se prolongó por algún tiempo; y después, como me ha ocurrido con muchas de mis novelas más largas, se me ofreció la primera sugestión para escribir Nostromo en la forma de una anécdota cogida al vuelo y enteramente desprovista de incidentes de importancia.
El hecho es que en 1875 ó 1876, siendo todavía muy joven, y hallándome en las Indias Occidentales, o más bien en el Golfo de México, pues mis contactos con tierra eran breves, pocos y pasajeros, oí la historia de cierto individuo al que se atribuía haber robado por sí solo toda una gabarra llena de plata en un punto del litoral de Tierra Firme, durante los trastornos de una revolución.
El caso presentaba a primera vista cierto carácter hazañoso. Pero no recogí pormenores, y, no inspirándome especial interés el crimen en cuanto crimen, no era probable que lo conservara en mi memoria. Y en efecto lo olvidé, hasta que, veintiséis o veintisiete años más tarde, acerté a dar con el mismo asunto en un mugriento volumen, cogido al azar a la entrada de una librería de viejo.
Era la biografía de un marinero americano, escrita por él mismo con la ayuda de un periodista. Durante sus viajes, el narrador y héroe de la historia había servido algunos meses a bordo de una goleta, cuyo patrón y dueño era el ladrón del relato oído en los primeros días de mi mocedad. De la identidad del personaje no me cabe la menor duda, porque difícilmente pueden darse dos hazañas de tan singular índole en la misma parte del mundo, y ambas relacionadas con una revolución sudamericana.
El autor de la fechoría había logrado con maña robar una gabarra cargada de barras de plata, abusando, según parece, de la confianza depositada en él por sus amos, que debieron de ser muy poco perspicaces para conocer el carácter de sus dependientes. En la historia del marinero se le describe como un pillo redomado, fullero, estúpidamente feroz, retraído, de ruin aspecto y enteramente indigno del ascendiente que la ocasión de perpetrar aquel robo le había procurado. Lo más curioso es que se jactaba de ello con el mayor descaro.
Solía decir:
—La gente se figura que he ganado una fortuna con esta mi goleta. Pero todo ello no vale nada, ni me importa un comino. De cuando en cuando hago una escapada muy tranquilamente y saco una barra de plata. Necesito enriquecerme poco a poco, ¿comprendes?
Hay además otro lado curioso sobre el modo de pensar del hombre. En cierta ocasión, durante un altercado, el marinero le dijo en son de amenaza:
—¿Y si se me antojara referir en tierra lo que usted me ha contado acerca de esa plata?
El cínico rufián se quedó tan fresco, y hasta se echó a reír.
—¡Ah, imbécil! —le respondió—. Si te atreves a decir eso de mí en tierra, recibirás una puñalada por la espalda. No hay en ese puerto hombre, ni mujer, ni muchacho, que no sea amigo mío. Y ¿quién podrá probar que la gabarra no se hundió? Yo no te he dicho dónde está escondida la plata; ¿no es así? Por consiguiente no sabes nada positivo. Supongamos que yo hubiera mentido. Y entonces ¿qué?
Al fin el marinero, disgustado de la sórdida ruindad de aquel ladrón impenitente, desertó de la goleta. El episodio entero ocupa unas tres páginas de su autobiografía. Nada hay que decir respecto a ésta; pero, al repasar su contenido, la curiosa confirmación de las pocas palabras, oídas casualmente en mi primera juventud, evocó los recuerdos de aquella época lejana, cuando todo era tan nuevo, tan sorprendente, tan romántico, tan interesante: retazos de costas extrañas a la luz de las estrellas, sombras de montañas en pleno sol, pasiones de los hombres en la oscuridad, charlas medio olvidadas, semblantes que se ponían tétricos. Quizá, quizá queda todavía en el mundo algo de que escribir.
Con todo, en un principio no descubrí nada de particular en la historia escueta. Un bribón roba una gran cantidad de cierta mercancía preciosa, así lo dice la gente. Podrá ser verdad o mentira, y sea como fuere, no tiene valor en sí mismo. Inventar un relato circunstancial del robo no me seducía, porque mis facultades y dotes de escritor no me llevan por ese camino; ni creo que el asunto valiera la pena. Sólo cuando vislumbré que el ladrón del tesoro no necesitaba ser precisamente un consumado canalla, cabiendo muy bien que poseyera grandes dotes de carácter y que hubiera intervenido como actor y víctima eventual en las tornadizas escenas de una revolución; entonces solamente fue cuando tuve la primera visión vaga de un país que había de convertirse en la provincia de Sulaco con su elevada y sombría Sierra y su brumoso Campo para servir de mudos testigos de acontecimientos ocasionados por las pasiones de hombres incapaces de distinguir claramente el bien del mal.


Tales son en puridad los oscuros orígenes de la novela Nostromo. Desde ese momento, a lo que supongo, quedó decretado que había de existir. Sin embargo, aun entonces vacilé, instigado por las sugestiones del instinto de propia conservación, que me retraía de aventurarme en un viaje largo y penoso a un país lleno de intrigas y revoluciones. Pero no había remedio: tenía que hacerse.
La ejecución del proyecto me llevó la mejor parte de los años 1903 y 1904; no sin bastantes intervalos de renovadas vacilaciones, temiendo perderme en los panoramas cada vez más dilatados que se abrían ante mí, al paso que me adentraba más y más en el conocimiento de la región y sus moradores. A menudo también, cuando creía haber llegado a un punto de parada en la marcha de los enmarañados asuntos de la República, hacía la maleta (hablando en sentido figurado) y escapaba de Sulaco para mudar de aires y escribir algunas páginas de Mirror of the sea.
Mas en general, como he dicho antes, mi permanencia en el Continente de la América Latina, famosa por su hospitalidad, duró cerca de dos años. A mi regreso hallé (para decirlo en el estilo del capitán Gulliver) a toda mi familia sin novedad, a mi mujer muy contenta de ver pasado el enojoso trance, y a mi muchachito muy crecido durante mi ausencia.
La principal autoridad que he utilizado en la historia de Costaguana es, por supuesto, mi venerado amigo, el difunto don José Avellanos, representante acreditado de dicha república cerca de los gobiernos de Inglaterra y España, etc., en su imparcial y elocuente Historia de Cincuenta Años de Desgobierno. Esta obra no se ha publicado nunca —el lector llegará a saber la causa de ello— y en realidad soy yo la única persona del mundo que está enterada de su contenido. Me lo he asimilado en no pocas horas de seria meditación, y espero que mi esmerada fidelidad en exponer la verdad de los hechos ha de merecer confianza. Para mi justificación y para disipar recelos de los futuros lectores, me complazco en indicar que las escasas alusiones históricas no han sido traídas por los cabellos con intención de ostentar mi erudición, en ese punto única; antes bien se citan porque todas y cada una se hallan estrechamente relacionadas con la realidad de los tiempos, y o bien arrojan luz sobre la naturaleza de los sucesos corrientes, o bien ejercen una influencia directa sobre la suerte de las personas que salen en mi relato.
Por lo que a sus historias se refiere, ora pertenezcan aquéllas a la aristocracia o al pueblo, sean hombres o mujeres, latinos o anglosajones, bandidos o políticos, he procurado trazarlas con la serena imparcialidad que me han permitido el calor e ímpetu de mis propias emociones puestas en verdadero conflicto. Al fin y al cabo este libro es también la historia de los conflictos de esas personas. Al lector corresponde decidir el grado de interés que merecen sus actos y los secretos designios de sus corazones, revelados en las duras necesidades de la época. Confieso que para mí esa época lo fue de amistades firmes y hospitalidades que perduran en mi memoria. Cumpliendo un deber de gratitud, debo mencionar aquí a la señora de Gould, "la primera señora de Sulaco", a quien sin riesgo alguno podemos dejar recibiendo los secretos homenajes del doctor Monygham, y a Carlos Gould, el creador idealista de intereses materiales, a quien dejaremos también entregado a su mina, de cuya fascinación no hay escape posible en lo humano.
Acerca de Nostromo, el segundo de los dos personajes, parangonados en un aspecto racial y de clase, uno y otro cautivados por la plata de la Mina de Santo Tomé, me creo obligado a decir algo más.
No he vacilado en hacer que esa figura central fuera un italiano. En primer lugar el supuesto es perfectamente creíble, ya que los italianos hormigueaban a la sazón en la Provincia Occidental, como podrá comprobar todo el que consulte la historia de la América Latina en ese periodo; y en segundo lugar no había otro tipo que pudiera figurar mejor al lado de Giorgio Viola, el garibaldino, el idealista de las viejas revoluciones humanitarias. Por mi parte necesitaba en ese punto un hombre del pueblo, tan despojado como fuera posible de sus convencionalismos de clase y de todos los modos rutinarios de pensar. Y conste que con esto no intento herir de soslayo esos convencionalismos; las razones que a ello me han movido no han sido morales, sino artísticas. Si el mencionado personaje hubiera sido anglosajón, se habría inmiscuido en la política local. Pero Nostromo no aspira a ser un leader en la lucha entablada entre personalidades que se disputan el predominio; no quiere elevarse sobre la masa; está contento con sentirse un poder dentro del pueblo.
Nostromo es principalmente lo que es, porque su carácter me fue sugerido en mi temprana juventud por un marinero mediterráneo. Los que hayan leído ciertas páginas de otra obra mía comprenderán al punto lo que quise significar al decir que Domingo, el padrone del Tremolino, pudo haber sido un Nostromo en determinadas circunstancias. Como quiera que sea, Domingo llegó a comprender a su camarada más joven de una manera perfecta —aun en medio de sus desahogos despectivos. Él y yo estuvimos comprometidos juntos en una aventura un tanto absurda, pero esta circunstancia importa poco. Para el autor de estas líneas es una verdadera satisfacción el pensar que, en los primeros días de su juventud, hubiera en él, a pesar de todo, algo digno de merecer la fidelidad semi-acre de aquel hombre y su adhesión semi-irónica. Muchas expresiones de Nostromo las oí por vez primera en boca de Domingo. Con la mano sobre la caña del timón, y la mirada intrépida registrando el horizonte al amparo de su capucha monacal que le sombreaba el rostro, solía proferir el exordio habitual de su impecable crítica: Vous autres gentilhommes! en un tono cáustico, que resuena todavía en mis oídos. De igual modo que Nostromo: " ¡Ustedes, los hombres finos!" Parecidísimo a Nostromo. Pero Domingo el corso alimentaba cierto orgullo de prosapia, del que Nostromo estaba exento, porque el linaje del último se remonta a un origen mucho más antiguo todavía: es un hombre que lleva tras sí el peso de incontables generaciones, sin parentesco de que ufanarse... Como el pueblo.
En la firmeza con que se adhiere a la tierra, considerada por él como propia herencia, en su imprevisión y generosidad, en la ilimitada largueza con que prodiga sus donativos, en su vanidad viril, en la obscura conciencia de su grandeza y en la fiel adhesión, que tiene en sus impulsos algo de desesperante y desesperado, Nostromo es un hombre del pueblo, la propia fuerza de éste, exenta de envidia; fuerza que, desdeñado el dirigir, gobierna, sin embargo, desde dentro. Años después, cuando se le conoció en su edad provecta como el famoso capitán Fidanza, con arraigo en el país, ocupándose en sus múltiples negocios, seguido de miradas respetuosas en las modernizadas calles de Sulaco, visitando a la viuda del cargador, prestando su asistencia en el pabellón, escuchando en silencio inmóvil los discursos anarquistas en el mitin, el protector enigmático de la nueva agitación revolucionaria, el hombre poseedor de la absoluta confianza de sus jefes, el acaudalado camarada Fidanza que guarda en su pecho el conocimiento de su ruin moral, sigue siendo esencialmente un hombre del pueblo. En su mezcla de amor y desprecio de la vida y en la frenética convicción de haber sido traicionado, de morir víctima de una traición, sin saber apenas por qué ni por parte de quién, continúa siendo del pueblo, su gran hombre indiscutible —con una historia secreta que le es propia y peculiar.
Pláceme citar otra figura de estos agitados tiempos, y es Antonia Avellanos: la "bella Antonia". Si es o no una probable variante de la juventud femenina latino-americana, me abstengo de darlo por indiscutible. Para mí lo es. Aunque colocada siempre un poco en el fondo, junto a su padre (mi venerado amigo), espero, sin embargo, que tenga relieve bastante para hacer comprensible lo que voy a decir. Entre todas las personas que han presenciado conmigo el nacimiento de la República Occidental, ella es la única que ha conservado en mi memoria el aspecto de una vida continuada. Antonia, la aristócrata, y Nostromo, el hombre del pueblo, son los artífices de la nueva era, los verdaderos creadores del nuevo Estado: él por su hazaña legendaria y audaz; ella, como mujer, sencillamente por la fuerza de lo que es, el único ser capaz de inspirar una pasión sincera en el corazón de un frívolo.
Si hay algo que pudiera inducirme a visitar de nuevo a Sulaco (me desagradaría ver todos estos cambios) sería Antonia. Y la verdadera razón de ello —¿por qué no decirlo con franqueza?—, la verdadera razón es que la he modelado sobre mi primer amor. ¡Con qué secreta admiración, nosotros, una banda de talludos escolares, compañeros de sus dos hermanos, con qué sentimiento de propia inferioridad solíamos mirar a esta muchacha, recién salida del colegio, como la portaestandarte de una fe, a la que todos habíamos nacido, pero que ella sola sabía mantener en alto con esperanza inquebrantable! La verdadera Antonia tenía quizás más vehemencia y menor serenidad de ánimo que la de mi relato, pero en materia de patriotismo era una puritana intransigente, sin el más leve tinte de mundanidad en sus ideas. No fui yo el único enamorado de la joven, pero sí el que más a menudo tuvo que oír sus ásperas censuras por mis ligerezas —casi exactamente como el pobre Decoud—,o sufrir el choque de sus austeras y contundentes invectivas. No me comprendía bien del todo..., pero no importa. La tarde que entré, con aire de delincuente entre encogido y provocador, a despedirme por última vez, recibí una sacudida en la mano que hizo dar un salto a mi corazón, y vi una lágrima que me dejó sin aliento. Se ablandó al fin, como si de pronto hubiera comprendido (¡éramos tan niños todavía!) que me ausentaba para no volver, yéndome muy lejos... a un punto tan distante como Sulaco, que yacía desconocido, oculto a nuestros ojos en el oscuro fondo del Golfo Plácido.
He ahí por qué anhelo a veces volver a contemplar a la "bella Antonia" (¿o puede ser a la Otra?) cruzando por el sombrío recinto de la gran catedral, rezando una breve plegaria en la tumba del primer y último cardenal-arzobispo de Sulaco, permaneciendo absorta en filial devoción ante el monumento de don José Avellanos, y dirigiendo una mirada ansiosa, tierna, fiel, al medallón dedicado a la memoria de Martín Decoud, saliendo luego al espacio soleado de la plaza con su austero carruaje y cabeza blanqueada por los años y sinsabores; reliquia de un pasado desprovisto casi de interés para los hombres que aguardan con impaciencia el alborear de nuevas eras y el advenimiento de ulteriores revoluciones.
Pero todo esto no pasa de ser un sueño vanísimo; porque al fin he comprendido perfectamente bien que desde el momento en que exhaló su último aliento el magnífico capataz, el hombre del pueblo, libre al cabo de las inquietudes del amor y de la riqueza, yo no tenía nada ya que hacer en Sulaco.

viernes, 25 de septiembre de 2015

Primo Levi. Cuentos Completos.



Novelista, ensayista y científico italiano (1919-1987), superviviente del campo de concentración nazi de Auschwitz-Birkenau. Levi nació en Turín el 31 de julio de 1919 y estudió química en la universidad de aquella ciudad entre 1939 y 1941. Se encontraba trabajando en el terreno de la investigación, en Milán, cuando la intervención alemana en el norte de Italia, ocurrida en el año 1943, le empujó a unirse a un grupo judío de la Resistencia. Fue detenido y deportado al campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, en el cual sobrevivió desempeñando trabajos de laboratorio para los nazis. Retomó su carrera como químico industrial en 1946 y, al jubilarse en 1974, pudo dedicarse con más intensidad a la literatura. Entre los muchos libros que Levi escribió a lo largo de su vida destacan Si esto es un hombre (1947), que contiene su visión particular de lo inhumano de Auschwitz, La tregua (1958), en el cual describe su largo viaje de retorno a Italia a través de Polonia y Rusia, después de ser liberado, El sistema periódico (1975), un grupo de narraciones cortas en las que utiliza los elementos químicos como metáforas para caracterizar a distintos tipos de personas, y Si no ahora, ¿cuándo? (1982), una obra en la que describe el grupo de la Resistencia al que perteneció, y mediante la cual intenta refutar la idea de la pasividad de los judíos frente al nazismo. Levi se suicidó el 11 de abril de 1987, arrojándose al vacío, por el hueco de la escalera de su casa.
Enrico Pugliatti.

 

 EL CENTAURO Y LA PARODIA

  Marco Belpoliti


  Primo Levi es un escritor de cuentos. Su primer libro, Se questo è un uomo[1], publicado en 1947, está constituido por cuentos breves, contenidos dentro de un doble marco: temático (el testimonio) y narrativo (el inicio y el epílogo de sus vivencias en el campo de concentración). La historia no sigue un orden cronológico sino que se desarrolla a partir de lo que el mismo Levi definió posteriormente como «la intuición detallista», típica de los cuentos de ciencia ficción, es decir, la capacidad de generar la narración a partir de detalles, de particularidades, de puntos a cuyo alrededor las historias se condensan y se expanden. Esta es también su forma de pensar: en efecto, conviene no olvidar que Levi era químico y que sus esquemas mentales eran los de un técnico, de un droguero, como se definió en varias ocasiones, acostumbrado a resolver problemas concretos.
  Asimismo, La tregua[2], la historia de su viaje de regreso, está compuesta por una serie de cuadros sucesivos dispuestos en una secuencia temporal y espacial, y es, a su manera, un libro de cuentos. Si, por otro lado, se pasa revista a los cuentos publicados por Levi a lo largo de su vida, se cae en la cuenta de que nunca dejó de escribirlos, con la salvedad de alguna rara pausa, como por ejemplo la que va de 1980 a 1986, durante la que trabajó en una novela, Se non ora, quando?[3], y terminó un ensayo sobre el tema de la memoria, I sommersi e i salvati[4], su última obra publicada en vida. En aquel período regresó a la poesía, a la narración en verso. Incluso el último libro en el que trabajó Levi, Doppio legame, desgraciadamente inacabado, está formado por numerosos cuentos breves, cartas sobre la pequeña química cotidiana, dirigidas a una interlocutora.
  Sus primeros cuentos, un anticipo de Si esto es un hombre, aparecen en 1947 en un periódico comunista, L’amico del popolo. Luego sale a la luz un cuento sobre la Resistencia, La fine del Marinese [El fin de Marinese, en esta antología]; y, en 1948, Maria e il cerchio, que formará parte de Il sistema periodico[5] con un título distinto, Titanio. En 1950, también en un periódico, Levi publica Turno di notte, recogido con el título Zolfo [Azufre] en el mismo volumen editado veinticinco años más tarde. Levi no desecha nada, porque la actividad de escritor de cuentos es cartujana, minuciosa, artesanal. Gran parte de los textos reunidos en Storie naturali[6] (1966) habían salido publicados en los periódicos Il Mondo e Il Giorno. Lilít[7] (1981) también está constituido por cuentos aparecidos en revistas y periódicos, así como L’altrui mestiere (1985), un libro de ensayo que incluye varios capítulos con un desarrollo narrativo, lo cual delata una osmosis continua entre su escritura estrictamente narrativa y la de corte más ensayístico.
  De acuerdo con el testimonio de amigos y parientes, así como con sus declaraciones y entrevistas, Levi siempre escribió cuentos, probablemente incluso antes de ser deportado a Auschwitz, la experiencia que, como él mismo repitió en numerosas ocasiones, lo convirtió en escritor. Pero escritor ya lo era. Sus compañeros de universidad recuerdan que uno de los cuentos de El sistema periódico, Carbonio [Carbono], que cierra este libro de 1975, lo había concebido ya en sus años de juventud y contado oralmente, al menos de forma resumida. Muchos de sus cuentos nacieron así, de una práctica oral, a raíz de encuentros y tertulias con amigos.
  La mesa como lugar y ocasión para narrar una historia está presente en sus páginas, a partir de la imagen angustiante del sueño que figura en Si esto es un hombre. El regreso a casa, el relato de las monstruosidades del Lager, la mesa, la hermana que se levanta, la desesperación de no ser escuchado ni creído son recurrentes en la prosa narrativa de Levi, tanto en los relatos testimoniales como en los fantásticos. Así, el sueño —pesadilla o visión— parece ser la fuente de muchos de sus cuentos breves, como el propio Levi explicó a los estudiantes de Pesaro que le hicieron una entrevista colectiva.
  Fueron sus amigos quienes le aconsejaron poner por escrito sus historias del Lager, así como algunos de los cuentos concebidos a lo largo de los años y sobre los que hablaba de buena gana durante encuentros y paseos. Sin embargo, aunque sus historias tengan un origen oral, Levi es un narrador «escrito». Sus páginas, lo mismo que su discurso oral, están fuertemente determinadas por una estructura que nace de lo ya escrito. Al escucharlo en entrevistas radiofónicas o televisivas, sorprende su fluir rítmico, y no solo eso, ya que pronuncia frases que parecen muy elaboradas, con cada coma y cada punto en su sitio, en las que resuena el eco de su formación cultural, de su voracidad como lector.
  Pero ¿qué tipo de cuentos son los de Levi? Resulta difícil responder a esta pregunta, porque a lo largo de su trayectoria como narrador experimentó con muchos tipos de cuento, sin que le preocupase demasiado si pertenecían a este o aquel género: realista, fantástico, de ciencia ficción, de biología ficción, escena costumbrista, negro, relato jocoso, fábula, autobiográfico, memorialista…
  A decir verdad, sus cuentos se asemejan más a novelle que a verdaderos cuentos. Novella, en el sentido de noticia, de nueva, designa un tipo de narración breve centrada en un hecho real o imaginario. Las novelle pertenecen a la tradición literaria italiana, a sus orígenes, el Novellino, el Decamerón, y son anteriores al nacimiento del cuento como tal. Se caracterizan por su brevedad, por la unidad del hecho narrado, por el desenlace que explota a fondo el planteamiento, pero también por la moraleja, la enseñanza que enuncian. La intención del narrador de novelle es casi siempre hacer cambiar a sus oyentes o lectores: persigue la finalidad de docere y no solo la de delectare.
  Levi es un escritor moralista, y en ocasiones incluso pedagógico. Se podría decir que es un pedagogo de sí mismo, que escribe en primer lugar para sí y, por lo tanto, también para el lector. Leyéndolo, a menudo se tiene la sensación de que en él sus historias nacen de una necesidad de orden: solo contando los hechos de la vida estos pueden adquirir una «forma», un patrón, y revelar simultáneamente su verdad oculta, o solo olvidada, que el escritor tiene el deseo y al mismo tiempo el placer de comunicar a su público. Probablemente sea la combinación de este placer, a ratos infantil, y de esta alegría, igualmente espontánea, lo que hace que las novelle de Levi sean tan ligeras a la vez que tan profundas.
  Su modelo, probablemente inconsciente, es la novella italiana, que, nacida a finales de la Edad Media, se prolonga hasta los siglos XIX y XX y se caracteriza por ser susceptible de múltiples lecturas, de una pluralidad de interpretaciones: la novella acaricia un secreto sin revelarlo jamás. Otro aspecto que nos induce a pensar en Primo Levi como en un autor de novelle es su tendencia a perseguir la antología, a buscar siempre el formato libro, a inventar marcos para que contengan sus historias, como hace de modo admirable en El sistema periódico.
  Todas sus obras, con excepción de la novela Si ahora no, ¿cuándo?, son libros de cuentos que contienen microtextos dentro de un macrotexto, el marco que da sentido a todo el volumen. Unas veces es el título, siempre decisivo para Levi; otras es la propia estructura del cuento lo que transforma, como en el caso de La chiave a stella[8], un libro de cuentos con un único protagonista en una novela. En El sistema periódico el protagonista es el propio Levi, su familia, pero también su lengua. Este volumen de relatos familiares, que contiene en su interior dos cuentos fantásticos, se cierra no por casualidad con una fantasía, con una broma que tiene como protagonista una molécula.
  Levi es un narrador extraño. No encaja en ninguna categoría preestablecida. Durante mucho tiempo, la crítica ni siquiera lo consideró un verdadero narrador. Las razones de este error son varias. Era considerado el testigo por excelencia y, además, su modo de contar, sus poco comunes novelle, contradecían las taxonomías tradicionales: es un narrador híbrido, impuro, espurio, un verdadero centauro del cuento, mitad narrador realista mitad narrador fantástico. Levi utilizó la figura del centauro, protagonista de uno de sus cuentos más misteriosos, Quaestio de centauris, para hablar de lo que sentía como escisiones: mitad químico mitad escritor, mitad testigo mitad narrador, mitad judío mitad italiano.
  Como se darán cuenta los lectores de este volumen, que reúne todos sus cuentos, Primo Levi mezcla las historias reales con las aventuras de ficción. Se sirve de todos los géneros como lo hace el aprendiz de escritor que tiene a su disposición un nutrido abanico de ejemplos y no duda en tomar prestado lo que a cada momento le conviene para proseguir su narración. La fortuna de Primo Levi —a decir verdad, al principio bastante desafortunada— ha sido la de ser un narrador ajeno a la literatura, a la que llegó por instinto y por imitación, y en la que llevó a cabo su aprendizaje, antes y después del Lager, dentro de una tradición, la italiana, que se había quedado al margen del resto de Europa, donde se sucedía una rápida y tormentosa evolución de los géneros literarios, en particular de la novela.
  Los ejemplos en los que se inspira Levi y que influencian de algún modo su narración son la novela romántica del XIX, con su costumbrismo, la scapigliatura[9] y el verismo, que le llegan a través de las lecturas escolares pero también de la heteróclita biblioteca paterna. Y también los narradores de ideas y de experiencias, la literatura científica en su vertiente divulgativa, de la que Levi se proclamó un gran cultor, y que siguió cultivando toda su vida a través de la lectura de revistas como Scientific American. Al lado de estas lecturas científicas, que alimentan su imaginación, están los escritores de ciencia ficción, un género durante mucho tiempo considerado de serie B, la paraliteratura de la que era un apasionado lector y que en 1959 Carlo Fruttero y Sergio Solmi recogen en una antología publicada por Einaudi, Le meraviglie del possibile, que Levi lee con atención y que tiene en cuenta muchos años después para realizar su antología personal, que titula La ricerca delle radici[10].
  Como se ve, las raíces del arte de la novella y del cuento de Primo Levi se hunden en terrenos muy diferentes y alejados entre sí, y se entrelazan con otras cualidades que el lector ahora puede apreciar plenamente: el enciclopedismo, la ironía, la comicidad, el gusto por la paradoja, mezcladas con la destreza y la sutileza de un narrador que halla en la parodia su mayor logro. Precisamente la parodia tal vez sea la clave que nos permita comprender mejor qué tipo de narrador breve es Primo Levi.
  El origen de la parodia como género literario es remoto. Según algunos, deriva de la rapsodia, es decir, de la poesía, pero para invertir su sentido, de la seriedad a la comicidad. La parodia refrescaba los ánimos de los oyentes después de los versos de los rapsodas. Los estudiosos explican que la parodia se encuentra en el origen mismo de la prosa, como indica su étimo: «junto al canto», disolución de la palabra misma del canto.
  La parodia tiene una gran importancia en la historia de la literatura, constituye la compañera secreta de los géneros literarios, su continua inversión o, aún mejor, su continua desnivelación. Bajtin ha demostrado que el autor de referencia de Levi, Rabelais, es un maestro de la parodia; pero el escritor francés no es el único. También para Dante, otro autor fundamental para el escritor de Si esto es un hombre, la parodia, en particular la sacra, resulta decisiva. Como se ha dicho, «toda cita literal constituye en cierta medida una parodia». El mismo clasicismo de Levi, su remisión a los autores clásicos, de Horacio a Manzoni, pasando por César, Cátulo o Leopardi, tiene una raíz paródica. La parodia se aplica a las obras maestras. Como ha dicho Roland Barthes, «la parodia, que en cierta forma es una manifestación de la ironía, es siempre una parodia clásica».
  Buena parte de los escritores más interesantes de la segunda mitad del siglo XX italiano han cultivado la parodia, desde Gadda hasta Manganelli, pasando por Elsa Morante, Landolfi y Pasolini (G. Agamben). Parodiaban el clasicismo y más tarde su opuesto, el Modernismo, las vanguardias y las antivanguardias. La parodia tiene algo de ambiguo, de inasible, ya que al tiempo que divierte crea también un sutil malestar, afirma lo mismo que desmiente. Es probable que lo que en otros lugares —en los países anglosajones, por ejemplo— se considera posmoderno, en Italia tenga que llamarse literatura paródica. Por una serie de extrañas razones, Primo Levi, esta especie de fósil literario, pertenece de pleno a la literatura de la parodia; sus cuentos y sus novelle dialogan con los posmodernos italianos, no solo con Italo Calvino, sino también con su contrario, Giorgio Manganelli. ¿De qué modo?
  Los críticos más atentos comprendieron inmediatamente que en los cuentos de Levi, los más propiamente de ciencia ficción, entre sus «bromas» y las páginas dedicadas al Lager existía un estrecho parentesco. El propio Levi lo sabía. Ya en las primeras entrevistas advierte: «No, no son historias de ciencia ficción, si por ciencia ficción se entiende “futurismo”, la fantasía futurista barata. Estas historias son más posibles que muchas otras».
  Con ello, Levi no alude solo a los «inventos» que pueblan sus dos primeros libros de cuentos, Historias naturales y Vizio di forma[11] —la máquina que produce versos, la que realiza una forma de realidad virtual, la premonición de la red Internet, la clonación humana, que parece haber previsto antes de tiempo—, sino también a lo posible en la narración, por ejemplo en Angelica farfalla [Mariposa angelical] y Versamina, dos cuentos significativos sobre la manipulación del hombre. Nos habla del horror de lo posible, de lo posible que ha experimentado en el universo trastornado de Auschwitz, donde la racionalidad y la irracionalidad han intercambiado sus papeles y dado lugar a una realidad horrenda.
  Los cuentos de Levi, los de sus libros fantásticos, pero también los de El sistema periódico, aluden continuamente al campo de exterminio, explican lo que hay antes de esta posibilidad, y lo que viene después. Y lo hacen no recurriendo a la ficción, sino utilizando su opuesto, la parodia. Como se ha dicho, la parodia no pone en duda la realidad como hace la ficción. Al «como si» de la ficción, que en todo caso mantiene la realidad a distancia, la parodia opone el «esto es demasiado».
  Existe una parte de la literatura italiana, de Italo Calvino a Gianni Celati, que se opone a la ficción y prefiere el camino de la parodia. Se pueden leer de esta manera Las cosmicómicas de Calvino, así como los cuentos de biología ficción de Historias naturales y de Defecto de forma.
  Si la ficción define la esencia de la literatura, al menos de la occidental, la parodia permanece en el umbral de la literatura: no quiere ser literatura, aunque no deja de serlo. Primo Levi siempre se opuso a que se leyeran sus obras testimoniales, sobre todo Si esto es un hombre, como obras literarias: no es una novela, repetía. Pero al mismo tiempo quería ser un escritor, y sabía perfectamente que lo era. Durante bastante tiempo, para definirse usó una negación: escritor no-escritor. Y tenía razón: la parodia es la forma que adoptan sus cuentos. ¿Parodia de qué? En primer lugar, de la ficción novelesca, pero también de los distintos tipos de cuento y relato: Levi utiliza cualquier tipología narrativa porque no quiere fingir, sino dar cuenta de la realidad tal como la ha vivido y tal como la podríamos vivir cada uno de nosotros.
  La esencia de la parodia es una tensión dual, una división profunda. En términos biográficos podríamos explicarla así: el recién licenciado en Químicas Primo Levi, aspirante a escritor, autor de algunos cuentos, poemas, escenas costumbristas y relatos jocosos, es deportado a Auschwitz. Tras salir indemne, o casi, del anus mundi, no renuncia a ser escritor, no puede dejar de serlo ni siquiera después de Auschwitz. Pero es un escritor diferente, escindido. Ya no podrá ser un escritor de ficción, aunque sabe que no por ello dejará de ser escritor. Ahora tiene «algo» que contar. A partir de 1945 el problema del escritor Levi ya no es «qué» contar sino «cómo» hacerlo.
  Es por esta razón que se vio obligado, siendo un escritor de ascendente decimonónico, a convertirse en un escritor «experimental». Buscó cada vez la «forma» en la que verter su propia materia incandescente y la encontró ora en la novella, ora en lo fantástico, en el relato jocoso, en la autobiografía, en el pastiche, en el memorial, en la digresión lingüística y en el ensayo narrativo. Utilizó todos o casi todos los géneros a su disposición. Por eso, cada cuento o relato de Levi posee un carácter paródico, ya sea porque se trata de la parodia de un género, ya sea porque no quiere distanciarse de la realidad sino contarla con su «esto es demasiado». Podemos decir que la parodia es una solución de compromiso entre sus distintas identidades o polaridades: exdeportado y escritor, químico y escritor.
  Es, como él mismo dice de su amigo Alberto, su doble en Si esto es un hombre, un simbionte, alguien que «vive con»; es un escritor partido en dos o, como afirma en un momento dado en sus cuentos, un «ambígeno», alguien con dos naturalezas, como el centauro Traquis de los cuentos, mitad hombre mitad animal, o el Tiresias de La llave estrella, que es al mismo tiempo hombre y mujer. La división es la clave de lectura más adecuada para seguir el recorrido trazado por sus cuentos, en los que los animales juegan un papel relevante.
  En un ensayo sobre la parodia en la literatura italiana, Guglielmo Gorni y Silvia Longhi proponen a Baco como numen tutelar de la parodia medieval y se preguntan qué figura mítica se puede invocar para la práctica contemporánea. La encuentran en el personaje del libro de Alberto Savinio Hermaphrodito, concomitancia del doble y encarnación de la polivalencia. Hermafrodito aludiría a la «inseparabilidad congénita del parodiador y lo parodiado», a la mezcla de géneros, lenguas, poesía y prosa. Los cuentos de Primo Levi, si no incluso su obra entera, son un ejemplo todavía más evidente de esta mezcla: el Centauro es el numen tutelar de la parodia contemporánea.
  Todos los cuentos de Levi, incluso los más divertidos, ocurrentes, amables y ligeros terminan regresando ahí, a la naturaleza dual, al espacio que se extiende entre el sueño y la realidad, espacio que sus palabras habitan de un modo aparentemente sereno, inteligente, y siempre problemático. Levi es un escritor profundo que esconde su terrible profundidad en la superficie de las palabras.
  Textos citados

  Sobre la tipología del cuento de Levi se remite a M. Belpoliti, Animali e fantasmi, en P. Levi, L’ultimo Natale di guerra, Turín, Einaudi, 2000; sobre la figura de Levi narrador: Daniele Giglioli, Narratore, en el número monográfico de la revista Riga dedicado al escritor («Primo Levi», Riga, n.º 13, Marcos y Marcos, 1997). Sobre el tema de la parodia, véase el ensayo de Guglielmo Gorni y Silvia Longhi, «La parodia», en Letteratura italiana, Le questioni, vol. V, Turín, Einaudi, 1986. Recientemente, Giorgio Agamben ha retomado la cuestión de la parodia en un texto significativo, «Parodia», en Profanazioni, Roma, Nottetempo, 2005.

Primo Levi
 Cuentos completos
Título original: Tutti i racconti
Primo Levi, 2005
Traducción: Pilar Gómez Bedate
Editor: Marco Belpoliti
Editor digital: Titivillus
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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

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