sábado, 3 de octubre de 2015

(El escritor y sus fantasmas). Ernesto Sabato.


(El escritor y sus fantasmas).
EL PROTOTIPO DE LA LITERATURA CIENTÍFICA
Nota: Ernesto Sabato,  escribe y nos expone su teoría acerca de la novela policíaca, un subgénero literario que el argentino no aceptaba como de importancia.  Una interpretación interesante que hoy en la actualidad ha tenido un segundo aire, especialmente en la Letras Centroamericanas de finales del siglo xx e inicios del siglo XXI. J. Méndez-Limbrick.

Para R. Caillois, la novela policial evoluciona desde la aventura con persecuciones y golpes hasta el rompecabezas matemático; y una vez en ese estadio, por asfixia, nuevamente el género evoluciona hacia la simple aventura. De Vidocq y Sue saldrían las primeras novelas del género, todavía en plena confusión de disfraces, emboscadas, hematomas y persecuciones por los tejados. Conan Doyle introduciría el método deductivo y de ese modo la narración evoluciona hacía el universo matemático. Finalmente, cuando la atmósfera se rarifica en exceso, hay una vuelta a la aventura en ficciones como El halcón mal tés.
Esta tesis es brillante pero tiene un pequeño defecto: es falsa.
Basta pensar que Edgar Poe es contemporáneo de Sue y que de él surge el relato matemático en toda su perfección. Lo cierto es que no hay la evolución que pretende Caillois sino una simultaneidad dialéctica de las dos tendencias; tendencias que corresponden básicamente a dos temperamentos opuestos: el contemplativo y el activo.
No me voy a referir en este ensayo a la historia del género policial ni a esa presunta evolución que señala Caillois. Mi propósito aquí es examinar la forma racionalista del género policial y mostrarla como el modelo que el espíritu científico logró en la literatura, a consecuencia de la presión general que su prestigio ejercía sobre todos los ámbitos del espíritu. En la literatura se manifestó de dos maneras: una, con respecto a la objetividad, que examino en otra parte; la segunda, con respecto a la racionalidad, que quiero examinar ahora.
Para Leibniz no existen en el Universo hechos brutos ni casualidades: todo tiene su raison d’être, y si muchas veces no la advertimos es porque nos parecemos a Dios, pero no lo bastante. De todos modos, el ideal del conocimiento para este filósofo consiste en ir reduciendo la caótica masa de verdades de hecho al orden divino de las verdades de razón. Los físicos que encajan el tumultuoso movimiento de una catarata en una fórmula matemática realizan en la tierra ese ideal; y el día en que los hombres puedan calcular un crimen o deducir un odio, Leibniz por fin descansará tranquilo. Mientras tanto, algunos escritores policiales tratan de calmarlo.
Edgar Poe, aficionado a las ciencias físico-matemáticas, inventó de un solo golpe y en toda su perfección el género policial científico. Procede así: mediante una hipótesis trata de volver coherente un conjunto enigmático de hechos: un guante ensangrentado, un cadáver, una impresión digital, un cigarrillo a medio fumar, una sonrisa; esa hipótesis debe explicar el crimen mediante los hechos restantes, del mismo modo como un astrofísico explica el estallido de una estrella considerando las presiones, temperaturas y masas. Este ejercido es estrictamente racional y aseado. Como corresponde a un temperamento platónico, el caballero Dupin no es propenso a andar por los tejados, ni a disfrazarse, ni a disparar el revólver: simplemente construye cadenas de silogismos. Su criminal podría —y en rigor debería— ser designado por un símbolo como 22 k-gamma.
En general, nadie toma este género en serio: ni el literato que lo fabrica (por algo suele usar seudónimo), ni el editor que lo industrializa, ni el lector que lo consume como quien come caramelos o se distrae jugando al golf.
En la novela corriente, el acento está colocado sobre la verdad, sobre el drama del hombre; en este tipo de narración está puesto sobre el juego, sobre el pasatiempo y el artificio. La investigación del enigma no tiene ni más ni menos jerarquía que un problema de ajedrez o una ingeniosa charada. Por eso no hay en ella drama auténtico, aunque se edifica siempre sobre lo más dramático de la vida, que es la muerte. Los personajes parecen disfrazados o actores que, en cuanto terminen con la tarea del día, irán juntos —criminales y detectives— a tomar una copa en el bar más cercano.
Muchos cultores de esta narrativa se resisten, sin embargo, a admitir su jerarquía subalterna, y entonces nos señalan la riqueza psicológica de tal novela o la excelente descripción de paisajes en tal otra.
Pero ninguna de esas instituciones académicas que vigilan la pureza del género tolera la inclusión de un elemento que al final no tenga su exacta justificación en el rompecabezas: destinado a confundir al lector, sería condenado como un deshonesto recurso. De este modo, ningún autor honorable incluirá un guante ensangrentado que no tenga que ver con el enigma. Pero en ese caso ¿con qué derecho incluir un hermoso paisaje? Es cierto que el guante es más grosero y no tiene siquiera el justificativo estético del paisaje. Pero lógicamente ambos constituyen elementos ajenos, y en definitiva es tan repudiable un paisaje gratuito, aunque sea hermoso, como un guante superfluo. ¿Estamos tratando, acaso, de descubrir un crimen o de extasiarnos ante la belleza universal? A menos que ese poniente tenga su raison d’être en el crimen, no hay razón alguna que permita tolerar semejante contingencia, y mucho menos si la descripción es hermosa, porque en ese caso es mucho más despistadora. En una narración de este género, todos y cada uno de los elementos que aparecen deben tener una rigurosa y determinista relación con el crimen que se investiga: desde la forma de una carpeta hasta un magnífico poniente. Como este grandioso programa es utópico, sin embargo, toda novela policial resulta en definitiva imperfecta.
De acuerdo. Pero al menos que sus entusiastas no nos vengan a invocar sus imperfecciones como prueba de su jerarquía.
El género policial, desde sus orígenes, buscó la originalidad y la sorpresa. Y una de las paradojas que inauguró fue la de prescindir de la policía. Quiero decir: la de reemplazar un cuerpo profesional atacado de idiotez perenne por brillantes aficionados que descubren los enigmas más intrincados entre dos partidas de bridge o dos estudios de arte chino. Así comenzaron a desfilar maîtres retirados, como Hermes Theocopullos; rentistas melómanos y einstenianos, como Philo Vance; caballeros geniales, como Sherlock Holmes. Que yo sepa, la reducción al absurdo de esta raza fue obtenida por el equipo Borges-Bioy Casares al inventar a don Isidro Parodi, aficionado que resuelve las charadas policiales en su celda de la penitenciaría nacional. Parodi resulta así la réplica exacta del matemático Leverrier, que enclaustrado en su gabinete, mediante razonamiento puro, descubre un nuevo planeta.
La raíz de esta inclinación acaso haya que buscarla en la esencia leibniziana del género. Habría sido inverosímil encomendar los complicados procesos lógicos a un cuerpo como el cuerpo policial, que si bien ha producido excelentes boxeadores no ha dado jamás un filósofo de cierto renombre. Nada impide, en cambio, que esos sagaces detectives se encuentren entre rentistas refinados o profesores de ciencias. Estos aficionados deben estar dotados de una genial lucidez, apta para distinguir la trama racional debajo del confuso caos de la realidad, las vérités de raison debajo de las vérités de fait. De modo que hasta don Isidro Parodi, con su matecito azul y su cucheta reglamentaria, resulta un modesto simulacro del Dios leibniziano: encerrado entre las cuatro paredes de su celda, realiza una discreta y suburbana versión de la characteristica universalis.
Pero el género nació de la doble necesidad de racionalizar y asombrar, lo que lo impulsa a una constante renovación de recetas. Y así como al comienzo el criminal era el individuo menos sospechoso y luego fue menester abandonar esta ingenua variante que no asombra más que una sola vez; del mismo modo terminó por inyectar una curiosa originalidad, haciendo que los crímenes los descubra la policía, como en el caso del comisario Maigret. Claro que ya no es el torpe funcionario de antes sino un policía que sólo es concebible después del género policial, después de este viaje de ida y vuelta por el reino de la logística.
Y aunque es probable que eso suceda porque la naturaleza imita al arte y porque también los policías leen novelas policiales y todos (criminales y detectives) terminan por comportarse como ordena la preceptiva; lo cierto es que al final de su excéntrico periplo la narración policial se acerca a la realidad, ya que al fin de cuentas nunca se ha visto que un verdadero crimen haya sido aclarado por un golfista o un crítico de arte: mal o bien —generalmente mal, generalmente no en forma racional como querría Poe, generalmente con una mezcla de razonamientos y tumefacciones que acercan más el género a la física que a la matemática pura, más a las ciencias reales que a las ciencias ideales— es siempre la policía la que descubre los crímenes.
No me parece mal que de vez en cuando también los narradores policiales reconozcan este moderado hecho.

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