jueves, 23 de abril de 2015

Haruki Murakami. CRÓNICA DEL PÁJARO QUE DA CUERDA AL MUNDO.


Haruki Murakami (12 de enero de 1949 en Kioto, Japón). Escritor y traductor japonés. Autor de varios best-sellers y colecciones de cuentos.
Vivió la mayor parte de su juventud en Kiote. Su padre era hijo de un sacerdote budista. Su madre, hija de un comerciante de Osaka. Ambos enseñaban literatura japonesa.

Estudió literatura y teatro griegos en la Universidad de Waseda (Soudai), en donde conoció a su esposa, Yoko.
En 1986, con el enorme éxito de su novela Norwegian Wood, abandonó Japón para vivir en Europa y América, pero regresó a Japón en 1995 tras el terremoto de Kobe, donde pasó su infancia, y el ataque de gas sarín que la secta Aum Shinrikyo (`La Verdad Suprema`) perpetró en el metro de Tokio. Más tarde Murakami escribiría sobre ambos sucesos.

La ficción de Murakami, que a menudo es tachada de literatura pop por las autoridades literarias japonesas, es humorística y surreal, y al mismo tiempo refleja la soledad y el ansia de amor en un modo que conmueve a lectores tanto orientales como occidentales. Dibuja un mundo de oscilaciones permanentes, entre lo real y lo onírico, entre el gozo y la obscuridad, que ha seducido a Occidente. Cabe destacar la influencia de los autores que ha traducido, como Raymond Carver, F. Scott Fitzgerald o John Irving, a los que considera sus maestros.

Muchas novelas suyas tienen además temas y títulos referidos a una canción en particular, como Dance, Dance, Dance (de The Dells), Norwegian Wood (los Beatles), y South of the Border, West of the Sun (La primera parte es el título de una canción de Nat King Cole). Esta afición -la música- recorre toda su obra.

Aparte de escribir sus propios libros, Murakami, también se dedica a traducir autores estadounidenses al japonés como F. Scott Fitzgerald, Raymond Carver o John Irving.

Fuente:N.N. 
***

  Tooru Okada, un joven japonés que acaba de dejar voluntariamente su trabajo en un bufete de abogados, recibe un buen día la llamada anónima de una mujer. A partir de ese momento la vida de Tooru, que había transcurrido por los cauces de la más absoluta normalidad, empieza a sufrir una extraña transformación. Su mujer desaparece, comienzan a surgir personajes cada vez más extraños a su alrededor y lo real va degradándose hasta convertirse en algo fantasmagórico. La percepción del mundo se vuelve mágica, los sueños invaden la realidad y, poco a poco, Tooru Okada deberá resolver los conflictos que, sin sospecharlo siquiera, ha arrastrado a lo largo de toda su vida.
  Crónica del pájaro que da cuerda al mundo pinta una galería de personajes tan sorprendentes como profundamente auténticos. El mundo cotidiano del Japón moderno se nos aparece de pronto como algo extrañamente familiar.

  Haruki Murakami

  CRÓNICA DEL PÁJARO QUE DA CUERDA AL MUNDO


  Título Original: Nejimaki-dori kuronikuru
  Traductor: Lourdes Porta y Junichi Matsuura
  Autor: Murakami, Haruki
  ©2001, Tusquets
  Colección: Andanzas, 443
  ISBN: 9788483101711

  Primera parte

 La gazza ladra



  De junio a julio de 1984

  1



  El martes del pájaro-que-da-cuerda


  Sobre los cuatro dedos y los seis pechos


  Cuando sonó el teléfono, estaba en la cocina con una olla de espaguetis al fuego. Iba silbando la obertura de La gazza ladra, de Rossini, al compás de la radio, una emisión en FM. Una música idónea para cocer la pasta.
  Al oír el teléfono, tuve la tentación de ignorarlo. Los espaguetis ya estaban casi listos y, además, en aquel preciso instante, Claudio Abbado conducía la orquesta filarmónica de Londres hacia el clímax musical. Sin embargo, qué remedio, bajé el gas, fui a la sala de estar y colgué el auricular. Pensé que podía tratarse de algún conocido que me llamaba para hablarme de un trabajo.
  —Diez minutos, dame diez minutos —dijo sin preámbulos una mujer. Soy bastante bueno reconociendo las voces, y aquélla no la había oído nunca.
  —Perdone, ¿por quién pregunta? —dije educadamente.
  —Pues por ti. Con diez minutos tengo bastante, dame diez minutos. Y así podremos entendernos bien —contestó la mujer. Su voz era suave y profunda, indefinible.
  —¿Entendernos?
  —Sí, entendernos el uno al otro.
  Alargué el cuello a través de la puerta y atisbé dentro de la cocina. Un vapor blanco se alzaba de la olla de espaguetis y Abbado seguía dirigiendo La gazza ladra.
  —Lo siento, pero tengo una olla de espaguetis al fuego. ¿Puedes llamar más tarde?
  —¿Espaguetis? —dijo la mujer con perplejidad—. ¿Espaguetis a las diez y media de la mañana?
  —Eso no es de tu incumbencia. Como lo que quiero y a la hora que quiero —contesté un poco enojado.
  —Sí, claro. Tienes razón —dijo la mujer con voz seca, inexpresiva. Un pequeño cambio de humor le había hecho variar completamente el tono de la voz—: Muy bien, de acuerdo. Te llamaré más tarde.
  —Espera, un momento —dije de manera precipitada—. Si se trata de vender algo, por más que llames, será inútil. Estoy sin trabajo y no me sobra el dinero.
  —Ya lo sé. No te preocupes.
  —¿Que ya lo sabes? ¿Qué es lo que sabes?
  —Que estás sin trabajo. Eso ya lo sé. Y ahora vete con tus preciosos espaguetis.
  «Pero ¿tú de qué vas?», iba a decirle cuando colgó. Fue una manera de cortar muy brusca.
  Permanecí unos instantes con el auricular en la mano, completamente desconcertado, mirándolo, pero me acordé de los espaguetis y volví a la cocina. Apagué el fuego y vacié la olla en el colador. Por culpa de la llamada ya no estaban al dente, pero no era tan grave.
  ¿Entendernos? Mientras me comía los espaguetis, reflexioné. ¿Entendernos el uno al otro en diez minutos? No comprendía qué había querido decir la mujer. Quizá se tratara de alguna broma. O quizá fuera una nueva técnica dé ventas. En cualquier caso, no era algo que me importara.
  Pese a todo, tras volver al sofá de la sala de estar, mientras leía un libro prestado de la biblioteca lanzando miradas furtivas al teléfono, empezó a darme vueltas por la cabeza la frase que había dicho la mujer: «Podremos entendernos el uno al otro en diez minutos». En diez minutos, ¿cómo diablos se supone que podemos entendernos? Pensándolo bien, desde el principio la mujer había fijado claramente el tiempo en diez minutos. Y la mujer parecía convencida al limitar así el tiempo. Como si nueve minutos fueran demasiado cortos y once demasiado largos. Justo como los espaguetis al dente.
  Reflexionando sobre esto, se me quitaron las ganas de leer. Decidí que lo mejor sería planchar camisas. Siempre lo hago cuando me siento confuso. Es una vieja costumbre. Mi método se descompone en un total de doce pasos. Primero el cuello (anverso) —primer paso—, y termino por el puño de la manga izquierda —el duodécimo—. Plancho siguiendo estrictamente el orden establecido mientras cuento los pasos uno a uno. Si no lo hago así, no me sale bien.
  Planché tres camisas y, tras comprobar que no había arrugas, las colgué en una percha. Desenchufé la plancha y la guardé con la tabla en un armario empotrado. Tenía la cabeza bastante más despejada.
  Decidí beber un vaso de agua y, cuando me disponía a ir a la cocina, volvió a sonar el teléfono. Dudé unos instantes, pero acabé descolgando el auricular. Si era aquella mujer la que llamaba, con decirle que ahora estaba planchando y cortar era suficiente.
  Pero era Kumiko. El reloj marcaba las once y media.
  —¿Estás bien? —dijo ella.
  —Sí, muy bien —contesté yo.
  —¿Qué estabas haciendo?
  —Planchaba.
  —¿Te ha pasado algo? —En su voz había una ligera nota de tensión. Ella sabe muy bien que, cuando me siento confuso, plancho.
  —Nada. Simplemente he planchado unas camisas. No me pasa nada especial. —Me senté en la silla y me pasé a la mano izquierda el auricular que sostenía con la derecha.— ¿Qué pasa, quieres algo?
  —¿Sabes escribir poesía?
  —¿Poesía? —repetí asombrado. ¿Poesía? ¿Qué querría decir con poesía?
  —En la editorial de un conocido publican una revista literaria para chicas y están buscando a alguien que seleccione y corrija las poesías que envían las lectoras. Además, quieren que escriba cada mes una poesía corta para la portada. No pagan mal, tratándose de algo tan sencillo. Es un trabajillo de pocas horas, claro, pero si te fuera bien, quizá te podrían pasar otros trabajos de redacción...
  —¿Algo sencillo? —dije—. ¡Espera un momento! Lo que yo estoy buscando es un trabajo que tenga que ver con las leyes. ¿De dónde diablos has sacado la idea esa de hacerme corregir poesías?
  —Pero ¿no decías que escribías cuando ibas al instituto?
  —Sí, ¡pero en un periódico! ¡En el periódico del instituto! Que tal clase había ganado el campeonato de fútbol, que el profesor de física se había caído por las escaleras y que lo habían ingresado..., chorradas por el estilo. Artículos de este tipo. No poesía. Poesía no sé escribir.
  —Bueno, poesía, lo que es decir poesía... Las poesías que leen las niñas que van al instituto. No te digo que escribas poesías magníficas, de las que quedan para la historia de la literatura. Conque lo hagas a tu manera es suficiente. ¿Me entiendes, verdad?
  —Ni a mi manera ni nada. No tengo ni idea de escribir poesía. Ni he escrito nunca, ni pienso empezar a hacerlo ahora —rehusé categóricamente. Es que no tengo ni la más remota idea de cómo se escribe una poesía.
  —Vaya...—dijo mi esposa con pesar—. Pero ese trabajo que dices relacionado con las leyes es difícil de encontrar, ¿no?
  —Hago correr la voz. Seguro que me dicen algo en cualquier momento. Y, si no funciona, ya pensaré en otra cosa.
  —¿Ah, sí? Bueno, está bien. Como te parezca. Por cierto, ¿qué día es hoy?
  —Martes —dije tras pensármelo unos instantes.
  —Entonces, ¿irás al banco a pagar los recibos del teléfono y del gas?
  —Dentro de poco saldré a comprar la cena y, entonces, me pasaré por el banco.
  —¿Qué harás para cenar?
  —Aún no lo he decidido. Ya lo pensaré cuando haga la compra.
  —Por cierto —dijo en tono serio mi mujer—. He estado pensando sobre ello y quizá no sea necesario que te apresures en buscar trabajo.
  —¿Por qué? —pregunté asombrado de nuevo. Parecía que todas las mujeres del mundo habían decidido sorprenderme por teléfono aquel día—. El subsidio de desempleo se acabará un día de estos y yo no puedo estarme indefinidamente de brazos cruzados.
  —Pero a mí me han subido el sueldo, y mi otro trabajo marcha bien, tenemos algunos ahorros y, si no derrochamos, podemos ir tirando. ¿No te gustaría seguir así, en casa, haciendo las tareas domésticas? ¿No te va este tipo de vida?
  —Pues no lo sé —respondí con honestidad—. No lo sé.
  —Bueno, tómate tiempo para pensarlo —dijo mi mujer—. Oye, ¿ya ha vuelto el gato?
  El gato. Al oírlo me di cuenta de que no me había acordado de él en toda la mañana.
  —No, todavía no ha vuelto.
  —¿Te importaría mirar un poco por el barrio? Ya hace más de una semana que ha desaparecido.
  Solté un gruñido como toda respuesta y volví a pasarme el auricular a la mano izquierda.
  —Quizás esté en el jardín de la casa abandonada que hay al fondo del callejón. El jardín donde hay aquel pájaro de piedra. Lo he visto por allí algunas veces.
  —¿En el callejón? —dije—. ¿Cuándo has ido tú al callejón? Nunca me habías dicho nada...
  —Oye, lo siento, tengo que colgar. Tengo que volver al trabajo. Acuérdate del gato, ¿eh?
  Y colgó. De nuevo me quedé unos instantes mirando el auricular. «¿El callejón? ¿Por qué razón habría tenido que ir Kumiko al callejón?», pensé.
  Para entrar hay que saltar un muro de bloques de cemento. Hacer todo eso para entrar en aquel sitio no tiene ningún sentido. Fui a la cocina, bebí agua, y luego salí al cobertizo y miré el plato del gato: las sardinas secas estaban tal como yo las había dejado la noche antes y no faltaba ni una. Era evidente que el gato no había vuelto. De pie bajo el cobertizo, miré hacia nuestro pequeño jardín bañado por los rayos de un sol de principios de verano. No era un jardín cuya contemplación sosegara el espíritu. La tierra donde sólo tocaba el sol una pequeña parte del día se veía siempre húmeda y oscura y, aunque había plantas, sólo teníamos en un rincón dos o tres hortensias de aspecto poco imponente. Además, la hortensia es una flor que no me gusta demasiado. Desde una arboleda cercana llegaba el chirrido regular de un pájaro, un ric-ric, como si estuviera dándole cuerda a algún mecanismo. Nosotros hablábamos de él como del pájaro-que-da-cuerda. Fue Kumiko quien lo llamó así. No sé cuál es su auténtico nombre. Tampoco sé cómo es. Pero, se llame como se llame, sea como sea, el pájaro-que-da-cuerda viene cada día a la arboleda que hay cerca de casa y le da cuerda a nuestro apacible y pequeño mundo.
  «¡Uff! ¡Andando! ¡A por el gato!», pensé. Siempre me han gustado los gatos. Y éste me gusta en particular. Pero los gatos tienen su propio estilo de vida. No son estúpidos. Cuando uno desaparece, significa que le ha apetecido ir a cualquier parte. Y que ya volverá cuando tenga hambre y esté exhausto. En fin, tendré que ir a buscarlo para contentar a Kumiko. De todas formas, no tengo nada mejor que hacer.

  A principios de abril dejé el trabajo en el bufete de abogados donde había estado empleado desde que empecé a trabajar. No es que no me gustara el trabajo. No había ninguna razón especial para dejarlo. No es que fuera precisamente un trabajo emocionante, pero el sueldo no era malo y, además, el ambiente de la oficina era amigable.
  Mi función en el bufete era, para decirlo en dos palabras, la de recadero especializado. Y trabajaba mucho. Quizá no esté bien que hable así de mí mismo, pero, en lo que se refería a la ejecución de trabajos prácticos, yo era muy bueno. Era de comprensión rápida, expeditivo, no me quejaba, mi forma de pensar era realista. Cuando anuncié que dejaba el trabajo, el anciano doctor —el padre de «Padre e Hijo, Abogados», propietarios del bufete— llegó a decirme que podrían intentar subirme un poco el sueldo.
  De todos modos, me fui. No es que tuviera algún deseo especial o la perspectiva de hacer algo concreto tras dejar el trabajo. No me apetecía lo más mínimo volver a encerrarme en casa para preparar las oposiciones al cuerpo de justicia y, además, lo principal: en aquellos momentos ya no quería ser abogado. Sólo que no tenía ninguna intención de seguir indefinidamente en aquella oficina haciendo indefinidamente el mismo trabajo, y sabía que si no lo dejaba entonces, ya no lo dejaría jamás. Si permanecía allí mucho tiempo acabaría mis días, sucediéndose monótonos uno tras otro, en aquel lugar. Y es que, ante todo, yo ya había cumplido los treinta.
  Durante la cena abordé el tema:
  —Tengo ganas de dejar el trabajo.
  —¡Ah! —dijo Kumiko.
  No entendí muy bien qué significaba aquel «¡Ah!», pero ella no añadió nada más y enmudeció durante unos instantes.
  Al ver que también yo permanecía en silencio, dijo:
  —Si quieres dejarlo, déjalo —y añadió—: Se trata de tu vida y debes hacer lo que tú quieras.
  —Y una vez dicho esto, se enfrascó en la tarea de ir quitándole las espinas al pescado con los palillos y dejándolas en el borde del plato.
  El sueldo que cobraba mi mujer por su trabajo en la redacción de una revista especializada en dietética y alimentación natural no estaba nada mal. Se encargaba, además, de las ilustraciones de la revista de un amigo, redactor de la publicación; un trabajo sencillo que éste le ofrecía a menudo (Ella había estudiado diseño en la escuela y su sueño era ser ilustradora free-lance.). Esos otros ingresos tampoco eran despreciables. Yo, por mi parte, al dejar el trabajo recibiría durante un tiempo el subsidio de desempleo. Y si me quedaba en casa y hacía las tareas domésticas, podríamos ahorrarnos gastos superfluos como comer fuera o la lavandería, con lo que nuestra situación económica no tenía por qué cambiar con respecto a la época en que yo aportaba mi sueldo.
  Y, así, dejé el trabajo.

  Sonó el teléfono cuando, ya de vuelta de la compra, estaba metiendo la comida en el frigorífico. El timbre del teléfono me pareció inusitadamente impaciente. Dejé el paquete de toofu medio abierto sobre la mesa de la cocina, fui a la sala de estar y cogí el auricular.
  —Ya debes de haber terminado tus espaguetis, supongo —dijo la mujer.
  —Pues, sí. Ya los he terminado. Pero ahora tengo que ir a buscar el gato.
  —Diez minutos, podrás esperarte, ¿no? Para ir a buscar el gato. El caso de los espaguetis era totalmente distinto.
  No sé por qué motivo, pero no pude colgarle el teléfono. En la voz de aquella mujer había algo que me llamaba la atención: —Muy bien, pero sólo diez minutos.
  —Así podremos entendernos el uno al otro —dijo la mujer en voz baja. Y creí percibir cómo, al otro lado del hilo, la mujer se arrellanaba cómodamente en su asiento y cruzaba las piernas.
  —Ya veremos —dije—. ¿Qué es lo que podremos entender en diez minutos?
  —Diez minutos pueden ser más largos de lo que crees.
  —¿Es verdad que me conoces? —le pregunté.
  —Nos hemos visto cientos de veces.
  —¿Cuándo? ¿Dónde?
  —En algún momento, en algún lugar —contestó la mujer—. Pero si tengo que explicarte, una a una, todas esas cosas, los diez minutos no bastarán. Lo único que importa es este momento, ¿no te parece?
  —Por lo menos dame alguna prueba. Dame una prueba de que me conoces.
  —¿Como qué?
  —Como mi edad, por ejemplo.
  —Treinta años —respondió ella al instante—. Treinta años y dos meses. ¿Te basta con esto?
  Enmudecí. Era evidente que me conocía. Pero por mucho que rebuscara en mi memoria, no lograba recordar su voz.
  —Ahora te toca a ti adivinar cosas sobre mí —dijo en tono provocativo—. Por la voz, imagínate cómo soy. Cuántos años tengo, dónde estoy, cuál es mi aspecto, ese tipo de cosas.
  —No lo sé —dije.
  —¡Vamos! ¡Inténtalo!
  Miré el reloj. Sólo habían transcurrido un minuto y cinco segundos.
  —No lo sé —repetí.
  —Entonces te lo voy a decir —dijo la mujer—. Estoy en la cama. Acabo de ducharme y no llevo nada.
  —¡Vamos!
  «Era de esperar», pensé. «Una llamada erótica.»
  —¿Prefieres quizá que me ponga ropa interior? ¿O medias? ¿Qué es lo que más te excita?
  —Me da igual. Ponte lo que quieras. Si quieres ponerte algo, te lo pones. Y si prefieres estar desnuda, quédate así. Mira, me sabe mal, pero no tengo ningún interés en hablar de eso por teléfono. Además tengo cosas que hacer y...
  —Sólo diez minutos. Dedicarme diez minutos no creo que sea una pérdida de tiempo irreparable en tu vida, ¿no? En fin, responde a mi pregunta. ¿Te gusto más desnuda? ¿O prefieres que me ponga algo? Tengo de todo, ¿sabes? Lencería negra de encaje...
  —Ya está bien así —dije.
  —Me prefieres así, ¿verdad?
  —Sí, así está bien —dije. Habían pasado cuatro minutos.
  —Mi vello púbico todavía está húmedo, ¿sabes? —dijo la mujer—. No me lo he secado bien con la toalla. Por eso todavía está húmedo. Húmedo y cálido. Y suave. Tan negro y suave. Acarícialo.
  —Oye, lo siento, pero...
  —Y debajo, está cálido, cálido. Igual que mantequilla caliente derretida. Así de cálido. En serio. ¿Sabes en qué postura me he puesto? Tengo la rodilla derecha levantada y la pierna izquierda separada hacia un lado. Como las agujas del reloj señalando las diez y cinco.
  Por su tono de voz comprendí que no mentía. Que verdaderamente tenía las piernas abiertas formando el ángulo de las diez y cinco y que su sexo estaba cálido y húmedo.
  —Acaríciame los labios. Despacio. Ábrelos. Así, despacio. Acarícialos con las yemas de los dedos. Sí, así, muy despacio. Y ahora toca con la otra mano mi pecho izquierdo. Acarícialo suavemente, desde abajo, pellizca suavemente los pezones. Otra vez, otra vez, otra vez... Hasta que me corra.
  Colgué el teléfono sin decir nada. Me tendí en el sofá y, mirando el reloj, exhalé un profundo suspiro. Había hablado con aquella mujer unos cinco o seis minutos.
  Diez minutos más tarde volvió a sonar el teléfono, pero esta vez no respondí. Sonó quince veces y luego se cortó. Cuando cesó, un silencio frío y profundo cayó a mí alrededor.

  Un poco antes de las dos me encaramé al muro de bloques de cemento y salté al callejón. Aunque lo llamemos así, no es propiamente un callejón. En realidad no existe palabra alguna para denominarlo. En sentido estricto, no es ni siquiera un camino. Un camino es un lugar de paso, con entrada y salida, que te conduce a un lugar determinado. Pero aquel callejón no tenía vía de acceso, hecho que lo convertía, en ambos extremos, en un callejón sin salida. Y tampoco se le podía llamar así. Un callejón sin salida tiene, como mínimo, una entrada. El caso era que los vecinos lo llamaban «callejón» como podían haberlo llamado de otro modo. Medía unos trescientos metros y se abría paso entre los patios traseros de dos hileras de casas. Tendría poco más de un metro de anchura y, como se abrían cercas acá y allá y se habían ido acumulando los trastos, muchos trechos había que pasarlos de costado.
  Según parece —me lo contó mi tío materno, que me alquilaba la casa por un precio irrisorio—, antaño sí había existido una entrada y una salida, y el callejón cumplía la función de camino vecinal que unía una calle con otra. Sin embargo, durante la época de la rápida expansión económica, se construyeron hileras de casas en aquel descampado y el callejón, constreñido más y más, fue estrechándose considerablemente. Además, como a los vecinos no les gustaba que la gente pasara por debajo de sus tejados o por delante de sus patios traseros, fueron cerrando las vías de acceso al callejón. Al principio se trataba simplemente de amables setos que preservaban las casas de las miradas ajenas, pero un vecino amplió su jardín y bloqueó por completo una de las entradas con un muro de cemento. Como respuesta, se cerró la otra entrada con una alambrada de espino de modo que ni un perro pudiera pasar. Dado que los vecinos, en principio, apenas pasaban por allí, nadie se quejó de que hubieran bloqueado ambas entradas e incluso se pensó que era una buena manera de prevenir la delincuencia. Por eso el camino se ha convertido ahora en una especie de canal abandonado, sin otra función que la de ser tierra de nadie que separe una casa de otra. En el suelo crecen frondosos los hierbajos y las arañas extienden sus telas pegajosas sobre ellos.
  No podía adivinar con qué objetivo había ido mi mujer tantas veces a un lugar así. Yo mismo no había pisado el callejón más que un par de veces y, por añadidura, Kumiko odiaba las arañas. «¡Qué le vamos a hacer!», pensé. «Si Kumiko me dice que vaya al callejón a buscar el gato, yo voy y lo busco.» Además, malo por malo, era comparativamente mejor dar vueltas por la calle que quedarse en casa esperando a que sonara el teléfono.
  La luz nítida del sol de principios de verano dibujaba un moteado en la superficie del camino con las sombras de las ramas que sobresalían sobre mi cabeza. Como no había viento, las sombras parecían manchas indelebles fijadas eternamente en el suelo. No penetraba ningún sonido hasta aquel lugar y parecía, incluso, que se oía respirar la hierba bañada por los rayos del sol. En el cielo flotaban algunas nubes pequeñas, tan nítidas y precisas que se asemejaban al fondo de un grabado en cobre medieval. Todo lo que aparecía ante mis ojos era tan maravillosamente nítido, que sentía mi propio cuerpo como un ente vago, desdibujado. Y hacía un calor espantoso. Llevaba una camiseta, unos pantalones delgados de algodón y unas zapatillas de tenis, pero tras andar tanto rato bajo el sol del verano, una fina película de sudor empezó a extenderse por mis axilas y los huecos del tórax. Como aquella misma mañana había sacado la camiseta y los pantalones de la caja donde guardaba la ropa de verano, un fuerte olor a naftalina me llegaba a la nariz. Entre las casas de la vecindad, se distinguían las antiguas y las que se habían construido recientemente. Las casas nuevas eran, por lo general, pequeñas, con un jardín también pequeño. Los tendederos se extendían hasta el callejón y a veces debía avanzar escurriéndome entre hileras de toallas, camisas y sábanas. Desde la puerta llegaba nítidamente el sonido de una televisión o del agua de la cisterna de un inodoro, y en el aire flotaba el olor a curry de las comidas.
  En las casas antiguas, por el contrario, apenas se apreciaba algún signo de vida. En el seto, a modo de biombo, se distribuían con habilidad diferentes tipos de arbustos y por los intersticios podían verse amplios jardines bien cuidados.
  En el rincón de un patio trasero había un solitario árbol de Navidad, seco y de color marrón. En otro jardín se amontonaban juguetes infantiles, revelación de infancias ya pasadas de varias personas. Un triciclo, un juego de aros, una espada de plástico, una pelota de goma, una tortuga de juguete, un pequeño bate de béisbol...
  Había un jardín donde habían instalado una canasta de baloncesto, otro con unas preciosas sillas de jardín alrededor de una mesa de cerámica. Aquellas sillas blancas llevaban aparentemente meses (quizás años) sin usarse y estaban cubiertas de tierra. Encima de la mesa, arrastrados y adheridos por la lluvia, unos pétalos de magnolia de color carmesí.
  En otra casa, a través de una puerta corredera con el marco de aluminio, podía verse de una sola mirada toda la sala de estar. Había un tresillo de cuero, un televisor de grandes dimensiones, un aparador (y encima una pecera con peces tropicales y dos trofeos) y una lámpara de pie de diseño. Parecía el decorado de una telenovela. También había un jardín con una caseta enorme para un perro grande, pero el perro no se veía por ningún lado y la puerta estaba abierta de par en par. La tela metálica de la puerta estaba abombada, como si alguien llevara meses descargando todo su peso contra ella desde el interior.
  La casa abandonada de la que hablaba Kumiko se encontraba un poco más allá de la casa de la perrera. Comprendí al primer golpe de vista que la casa estaba deshabitada. Y que no llevaba vacía precisamente unos dos o tres meses. Era una casa de dos plantas bastante moderna, pero los cerrojos de las contraventanas, cerradas a cal y canto, estaban oxidados y sobre la barandilla de las ventanas del primer piso se extendía una pátina de herrumbre rojiza. En el pequeño jardín se erguía una estatua de piedra de un pájaro con las alas extendidas. La estatua se apoyaba sobre un pedestal que de alto alcanzaba el pecho de una persona, a su alrededor crecían frondosos los hierbajos, y las puntas de los tallos de vara de oro que eran especialmente altos llegaban a tocar los pies del pájaro. Éste —aunque no sé qué tipo de pájaro debía de ser— aparecía con las alas desplegadas como si, de un momento a otro, fuera a levantar el vuelo en aquel jardín inhóspito. Aparte de aquella estatua no había otro adorno en el jardín. Frente a la casa se amontonaban algunas sillas de plástico de aspecto anticuado y, a su lado, una azalea mostraba sus flores de un brillante color rojo extrañamente irreal. Y hierbajos.
  Me apoyé contra la verja que me llegaba hasta el pecho y contemplé el jardín unos instantes. Era en efecto el tipo de jardín que gusta a los gatos, pero no se veía ninguno por ninguna parte. Encima del tejado, una paloma posada en la antena de televisión proyectaba su arrullo monótono sobre aquella escena. La sombra del pájaro de piedra caía sobre los hierbajos que crecían exuberantes a su alrededor.
  Saqué un caramelo de limón del bolsillo, lo desenvolví y me lo metí en la boca. Había aprovechado la ocasión de dejar el trabajo como pretexto para dejar de fumar y, desde entonces, a cambio, no podía vivir sin tener a mano un caramelo de limón. «Eres un caramelo-adicto», me decía mi mujer. «Se te van a llenar los dientes de caries.» Pero yo no podía dejar de chupar caramelos de limón. Mientras contemplaba el jardín, la paloma siguió posada en la antena arrullando en un idéntico tono regular, como un oficinista que fuera estampando un número en cada una de las hojas de un talonario. No sé cuánto tiempo estuve apoyado contra la verja. Recuerdo haber tirado el caramelo al suelo a medio chupar, cuando ya había dejado todo su dulzor en mi boca. Dirigí de nuevo la mirada hacia el lugar donde se proyectaba la sombra del pájaro de piedra. Y entonces me pareció oír una voz a mis espaldas que me llamaba.
  Al volverme vi a una jovencita de pie en el patio trasero de la casa de enfrente. Era baja de estatura e iba peinada con una coleta. Llevaba gafas de sol oscuras con la montura de color caramelo y vestía una camisa sin mangas de color azul celeste. Pese a no haber terminado aún la estación de las lluvias, sus delgados brazos desnudos mostraban un bronceado uniforme y bonito. Tenía una mano metida en el bolsillo de los pantalones cortos y la otra apoyada sobre el portillo de bambú que le llegaba hasta la cintura, manteniendo de este modo un precario equilibrio. Entre ella y yo había una distancia de aproximadamente un metro.
  —¡Uf! ¡Qué calor! —exclamó la chica.
  —Sí, desde luego —dije yo.
  Tras este breve intercambio de palabras, ella siguió en la misma posición, mirándome. Luego sacó un paquete de Hope cortos de un bolsillo de sus pantaloncitos, cogió un cigarrillo y se lo puso entre los labios. Su boca era pequeña y el labio superior estaba algo fruncido hacia arriba. Encendió una cerilla de cartón con mano experta y prendió fuego al cigarrillo. Al inclinar la cabeza hacia un lado, apareció con nitidez una oreja bellamente cincelada, suave, como acabada de hacer. Siguiendo el esbelto contorno, brillaba un fino vello.
  La chica tiró la cerilla al suelo, exhaló el humo frunciendo los labios y levantó la mirada hacia mí como si recordara de repente mi presencia. Los cristales de las gafas eran oscuros y, además, reflejaban la luz del sol, por lo que no podía ver sus ojos.
  —¿Vives por aquí? —me preguntó.
  —Sí —respondí e hice ademán de señalar hacia donde estaba mi casa, pero ya no sabía con certeza dónde me hallaba, después de haber doblado tantas esquinas y haber reseguido ángulos tan extraños. Por lo tanto, disimulé señalando hacia el primer lugar que me vino en gana.
  —Estoy buscando a mi gato —dije a modo de excusa mientras me frotaba la palma de la mano sudada en el pantalón—. Hace una semana que no ha vuelto por casa y me han dicho que lo han visto por aquí.
  —¿Cómo es?
  —Es un macho grande. Con manchas marrones. Y tiene la punta de la cola un poco doblada.
  —¿Cómo se llama?
  —Noboru —respondí—. Noboru Wataya.
  —Es un nombre muy majestuoso para un gato, ¿no?
  —Es el nombre de mi cuñado. Se parecen mucho y se lo pusimos en broma.
  —¿En qué se parecen?
  —No sé, tienen un algo. El modo de andar, la mirada somnolienta...
  La chica sonrió por primera vez. Al cambiar de expresión, me pareció mucho más joven de lo que había supuesto en un principio. Debía de tener unos quince o dieciséis años. Su labio superior apuntaba hacia arriba formando un ángulo extraño. Tuve la sensación de oír una voz que decía: «Acaríciame». Era la voz de la mujer del teléfono. Me enjugué el sudor de la frente con el dorso de la mano.
  —¿Un gato a rayas de color marrón, con la punta del rabo doblada? —repitió la chica a modo de confirmación—. ¿Lleva un collar o algo?
  —Lleva uno de esos antipulgas de color negro —dije yo.
  Ella se quedó pensando unos diez o quince segundos, mientras seguía con la mano apoyada en la puerta de madera. Luego tiró lo que quedaba del cigarrillo al suelo y lo pisó con la sandalia.
  —Es posible que haya visto ese gato —dijo ella—. De eso de la cola doblada no estoy segura, pero vi un gatazo a rayas de color marrón y creo que llevaba collar.
  —¿Cuándo lo has visto?
  —¡Uff! ¿Cuándo debía de ser? Pues quizás haga unos tres o cuatro días. El jardín de casa se ha convertido en lugar de paso para todos los gatos del vecindario, y hay muchos gatos que vienen y van. Todos vienen de casa de los Takitani, cruzan por nuestro jardín y entran en el de los Miyawaki.
  Ella señaló hacia la casa deshabitada de enfrente. Allí, el pájaro de piedra permanecía con las alas extendidas, los tallos de vara de oro aún recibían los rayos del sol de principios de verano y, posada en la antena, la paloma seguía desgranando su arrullo monótono.
  —Oye, ¿por qué no esperas en el jardín de casa? Al fin y al cabo, todos los gatos pasan por aquí y van hacia la casa de enfrente... Además, si andas merodeando por aquí, a lo mejor te toman por un ladrón y avisan a la policía. No sería la primera vez. —Dudé—. ¡Va! Estoy sola en casa y así podremos esperar a que pase el gato mientras tomamos el sol en el jardín. Tengo muy buena vista. Te seré muy útil.
  Miré el reloj de pulsera. Eran las dos y treinta y seis minutos. Todo lo que tenía que hacer antes de que anocheciera era recoger la colada y preparar la cena.
  Abrí el portillo, pasé adentro y caminé por encima del césped siguiendo a la chica. Entonces me di cuenta de que arrastraba ligeramente la pierna derecha. Dio unos pasos, se detuvo y se volvió hacia mí.
  —Iba montada en el asiento trasero de una motocicleta y salí volando —dijo como si no tuviera importancia—. Me pasó hace poco.
  En el lugar donde acababa el césped, había un gran roble y, debajo, dos tumbonas de lona. Del respaldo de una de ellas colgaba una toalla grande de color azul y sobre la otra había mezclados desordenadamente un paquete de Hope cortos por empezar, un cenicero, un encendedor, un radiocasete grande y unas revistas. Por el altavoz del radiocasete fluía rock duro a bajo volumen. Ella depositó en el césped todas las cosas tiradas encima de la tumbona para que pudiera sentarme y paró el radiocasete. Al sentarme, vi que entre los árboles se veía la casa deshabitada. También se distinguían la estatua del pájaro de piedra, las varas de oro y la verja. Probablemente, poco antes, ella me había estado observando desde su asiento en aquel lugar.
  Era un jardín muy amplio. El césped se extendía formando una suave pendiente y había hileras de árboles plantados aquí y allá. A la izquierda de las tumbonas había un gran estanque reforzado con hormigón, que llevaba vacío mucho tiempo a juzgar por el tono verde pálido que había adquirido el fondo expuesto a la luz del sol. Detrás de los árboles que quedaban a mi espalda se veía el edificio principal, una vieja casa de estilo occidental de aspecto más bien pequeño y modesto. Sólo el jardín era grande y estaba bastante bien cuidado.
  —Debe de costar mucho cuidar un jardín tan grande, ¿no? —pregunté mirando a mi alrededor.
  —Pues, no sé —respondió ella.
  —Es que, cuando era estudiante, trabajé de «corta-césped» en una empresa.
  —¿Ah, sí? —dijo ella sin interés.
  —¿Estás siempre sola? —pregunté.
  —Sí, siempre. Durante el día siempre estoy sola. Por la mañana y a última hora de la tarde viene una criada, pero el resto del día estoy sola. Oye, ¿quieres tomar algún refresco? También tengo cerveza.
  —No, gracias.
  —¿En serio? No hagas cumplidos.
  Negué con un movimiento de cabeza.
  —¿Y tú no vas a la escuela?
  —¿Y tú no vas al trabajo?
  —No tengo trabajo.
  —¿Estás en paro?
  —Más o menos. He dejado el trabajo hace poco.
  —¿De qué trabajabas?
  —De recadero de un abogado —dije—. Iba al ayuntamiento o a las oficinas del gobierno a recoger documentos, arreglaba papeles, comprobaba los procedimientos legales, hacía los trámites para el juzgado, ese tipo de cosas.
  —Pero lo dejaste.
  —Sí.
  —¿Tu mujer trabaja?
  —Sí —dije.
  La paloma que había estado arrullando en el tejado de la casa de enfrente había desaparecido. Cuando me di cuenta, sentí que me envolvía un silencio profundo.
  —Los gatos siempre pasan por aquí —dijo señalando al otro lado del césped—. ¿Ves el incinerador que hay detrás del seto de la casa de los Takitani? Vienen de allí, cruzan el césped, pasan por debajo del portillo y entran en el jardín de enfrente. Siempre hacen el mismo recorrido.
  Se puso las gafas de sol sobre la frente, lanzó una mirada a su alrededor entornando los ojos, volvió a ponerse las gafas de sol y exhaló una bocanada de humo. Al quitarse las gafas, pude ver un corte de un par de centímetros junto a su ojo izquierdo. Un corte muy profundo, de los que dejan cicatriz de por vida. A lo mejor llevaba las gafas oscuras para ocultar aquella herida. Su rostro no era especialmente bello, pero tenía algo que atraía. Quizá sus ojos vivos o la peculiar forma de sus labios.
  —¿Has oído hablar de los Miyawaki?
  —No —dije.
  —Son los que vivían en la casa abandonada. Muy buena gente. Tenían dos hijas, las dos iban a colegios privados para señoritas muy conocidos. El marido era dueño de dos o tres restaurantes familiares.
  —¿Por qué se marcharon?
  Ella frunció los labios indicando que no lo sabía.
  —Quizá tuvieran deudas. Se fueron de repente, como si huyeran. Hace ya un año de eso. Los hierbajos inundaron todo el jardín, se llenó de gatos que se meten por todas partes... Mi madre siempre se está quejando.
  —¿Tantos gatos hay?
  Con el cigarrillo entre los labios, la chica miró hacia el cielo.
  —Hay todo tipo de gatos. Uno sin pelo, otro tuerto..., perdió un ojo y en su lugar tiene un amasijo de carne. Es terrible, ¿no te parece?
  Asentí con un movimiento de cabeza.
  —Tengo una pariente con seis dedos en la mano. Una chica algo mayor que yo. Al lado del meñique tiene pegado un dedo pequeñito que parece el de un bebé. Siempre lo lleva doblado de manera tan hábil que a simple vista no se ve. Es una chica muy guapa.
  —Ah, ya.
  —¿Crees que eso se hereda? No sé... como una cosa de familia.
  Le dije que no sabía mucho de genética.
  Ella permaneció en silencio unos instantes. Yo miraba fijamente hacia el camino de los gatos chupando un caramelo. Aún no había aparecido ningún gato.
  —Oye, ¿de verdad no quieres tomar nada? Yo voy a beber una Coca-Cola —dijo la chica.
  Le respondí que no quería tomar nada.
  Se levantó de la tumbona y, cuando desapareció renqueando ligeramente detrás de la hilera de árboles, yo cogí la revista que estaba tirada por el suelo y la hojeé. Al contrario de mis expectativas, se trataba de una revista mensual masculina. En el heliograbado de la página central había una mujer con unas bragas finas que transparentaban su sexo y el vello púbico, estaba sentada en un taburete, en una postura poco natural, con las piernas bien abiertas. Devolví la revista a su sitio, crucé los brazos sobre el pecho y dirigí de nuevo la mirada hacia el camino de los gatos.

  Pasó mucho tiempo antes de que la chica volviera con un vaso de Coca-Cola en la mano. Era una tarde muy calurosa. Sentado en la tumbona, inmóvil bajo los rayos del sol, tenía la cabeza embotada y se me habían ido quitando las ganas de pensar.
  —Oye, si supieras que la chica que quieres tiene seis dedos, ¿qué harías? —preguntó reanudando de este modo la conversación.
  —La vendería a un circo —dije yo.
  —¿En serio?
  —¡Es broma, mujer! —dije riendo—. Probablemente no me importaría.
  —¿Ni que hubiera la posibilidad de que lo heredaran vuestros hijos?
  Me quedé pensando unos instantes.
  —Creo que no me importaría. Tampoco es tan grave tener un dedo de más.
  —¿Y si tuviera cuatro pechos?
  Volví a quedarme pensativo.
  —No lo sé —dije al fin.
  ¿Cuatro pechos? Aquella historia parecía interminable, así que decidí cambiar de tema.
  —¿Cuántos años tienes?
  —Dieciséis —respondió la chica—. Acabo de cumplir los dieciséis. Estoy en primero de secundaria.
  —Entonces, ¿cómo es que no vas a la escuela?
  —Si ando mucho rato, aún me duele la pierna. Y también tengo una herida junto al ojo. Es una escuela muy severa y, si saben que me he hecho daño al caerme de una moto, me las cargaré... Así que estoy de baja por enfermedad. Tampoco pasaría nada si faltara un año a clase. No tengo ninguna prisa por pasar a segundo.
  —Claro —dije.
  —Pero, oye, lo que hablábamos antes... Has dicho que no te importaría casarte con una chica que tuviera seis dedos, pero que te parecería horrible que tuviera cuatro pechos.
  —Yo no he dicho que me pareciera horrible. He dicho que no sabía qué haría.
  —¿Y por qué no lo sabes?
  —Porque no me lo puedo imaginar.
  —¿Pero sí puedes imaginártela con seis dedos?
  —De aquella manera.
  —¿Y dónde está la diferencia? Entre seis dedos y cuatro pechos...
  Intenté reflexionar sobre ello, pero no se me ocurrió ninguna buena explicación.
  —Oye, ¿pregunto demasiado?
  —¿Te dicen eso?
  —A veces.
  Dirigí de nuevo la mirada hacia el camino de los gatos. «¿Qué diablos estoy haciendo aquí?», pensé. «¿Acaso ha aparecido algún gato en todo este tiempo?» Con los brazos cruzados sobre el pecho, cerré los ojos durante veinte o treinta segundos. Si me mantenía con los ojos cerrados, inmóvil, podía sentir cómo flotaba el sudor sobre las diferentes partes de mi cuerpo. La luz del sol poseía una extraña pesadez que vertía en mi interior. La chica agitó el vaso y el hielo sonó como si fuera una esquila.
  —Si quieres, puedes dormir. Cuando aparezca algún gato, ya te despertaré —dijo en voz baja.
  Con los ojos cerrados, asentí en silencio.
  No se movía ni una hoja. No se oía nada. Aparentemente, la paloma había desaparecido. Pensé en la mujer del teléfono. ¿La conocía en realidad? Ni su voz ni su manera de hablar me eran familiares. Sin embargo, la mujer parecía conocerme bien. Igual que en una escena de un cuadro de De Chirico, la sombra alargada de la mujer se extendía hacia mí cruzando la calle. Y, sin embargo, su existencia permanecía en un lugar remoto, alejado de los dominios de mi conciencia. El timbre del teléfono seguiría sonando de forma indefinida junto a mi oído.
  —Oye, ¿estás durmiendo? —preguntó la chica en voz extremadamente baja.
  —No, no duermo.
  —¿Puedo acercarme más? Me es más cómodo hablar en voz baja.
  —Sí, claro —dije, todavía con los ojos cerrados.
  Ella corrió la tumbona hacia un lado y la pegó a la mía. La madera entrechocó con un chasquido.
  «¡Qué extraño!», pensé. «Su voz suena del todo diferente si la escucho con los ojos abiertos o con los ojos cerrados.»
  —¿Puedo hablar un poco? —preguntó la chica—. Hablaré muy bajito y no hace falta que respondas. Y puedes dormirte mientras, si quieres.
  —De acuerdo —dije.
  —Cuando alguien se muere, es fascinante.
  Hablaba con la boca pegada a mi oído y sus palabras me iban penetrando suavemente, impregnadas de un aliento húmedo y cálido.
  —¿Por qué? —pregunté.
  Me puso un dedo sobre los labios como si estampara un sello.
  —No hagas preguntas —dijo—. Y no abras los ojos, ¿de acuerdo?
  Asentí con el mismo tono de voz.
  Separó el dedo de mis labios y lo puso sobre mi muñeca.
  —Me gustaría tener un bisturí y hacerle una disección. No al cadáver. Sino a la muerte misma. Pienso que la esencia de la muerte debe de estar en alguna parte. Es algo fofo, blando, como un soft-ball, con los nervios insensibilizados. Me gustaría sacar eso de dentro de una persona muerta y abrirlo. Siempre lo pienso. Cómo debe de ser su interior. Quizá dentro sea duro como la pasta de dientes que se ha secado en el tubo. ¿No te parece? Vale, de acuerdo, no respondas. De fuera parece blandurrienta, pero cuanto más te acercas a su interior, más dura se vuelve. Por eso, primero quiero cortar la piel, abrirlo y sacar la parte blanda de dentro, ir sacándola con un bisturí y una espátula. Entonces, conforme fuera llegando al interior, la parte blanda se iría endureciendo más y más, hasta que al final llegaría al corazón. Es pequeño, durísimo, como una bola de cojinete. ¿No crees? —La chica tosió suavemente dos o tres veces—. Últimamente, no se me quita de la cabeza. Debe de ser porque no hago nada en todo el día. Si no tienes nada que hacer, los pensamientos te van llevando cada vez más lejos. Te llevan tan lejos, que llega un punto en que ya no puedes seguirlos. —Apartó el dedo de encima de mi muñeca, cogió el vaso y se bebió la Coca-Cola que quedaba. Por el sonido del hielo, comprendí que había vaciado el vaso—. No te preocupes por lo del gato. Cuando aparezca Noboru Wataya te avisaré. Tú mantén los ojos cerrados. Seguro que Noboru Wataya va ahora andando por aquí. Seguro que aparecerá de un momento a otro. Noboru Wataya está andando a través de la hierba, pasa por debajo de la puerta y se acerca cada vez más, deteniéndose de vez en cuando, oliendo las flores... Imagínatelo.
  Pero lo único que lograba evocar era la imagen terriblemente borrosa de un gato, similar a una fotografía hecha a contraluz. La luz del sol al penetrar a través de mis párpados difuminaba de una manera inestable la oscuridad del interior y, por mucho que me esforzara, no podía dibujar con precisión la figura de un gato. La imagen del gato que lograba evocar era deforme y antinatural, como una mala caricatura. Algunos puntos característicos sí se parecían, pero le faltaban las partes esenciales. Ni siquiera lograba recordar su modo de andar.
  La chica volvió a poner el dedo sobre mi muñeca y dibujó en ella una extraña figura de contornos imprecisos. Entonces, como respuesta, una oscuridad distinta a la que había experimentado hasta aquel momento empezó a meterse en mi conciencia. «Debo de estar a punto de dormirme», pensé. No quería dormirme, pero no pude evitarlo. Sobre la tumbona, sentía mi cuerpo tan pesado como el cadáver de otra persona.
  Dentro de esta oscuridad, imaginé solamente las cuatro patas de Noboru Wataya. Eran cuatro patas silenciosas de color marrón, cada una con un bulto blando, como de goma, adherido bajo la planta. Las patas hollaban el suelo en algún lugar sin emitir sonido alguno.
  ¿Dónde?
  «Diez minutos bastarán», había dicho la mujer del teléfono. «No, no es cierto», pensé yo. «A veces diez minutos no son diez minutos.» Se pueden alargar y acortar. Eso lo sé yo muy bien.

  Cuando me desperté, estaba solo. No había nadie en la tumbona pegada a la mía. La toalla, el tabaco y las revistas permanecían allí, pero el vaso de Coca-Cola y el radiocasete habían desaparecido.
  El sol empezaba a descender por el oeste y las sombras de las ramas del roble se extendían hasta mis rodillas. Las agujas de mi reloj de pulsera señalaban las cuatro y cuarto. Sin levantarme de la tumbona, incorporé la parte superior del cuerpo y miré a mi alrededor. El amplio césped, el estanque seco, el seto, la estatua del pájaro, la vara de oro, la antena de televisión. No se veía ningún gato. Tampoco a la chica.
  Sentado en la tumbona, dirigí los ojos al camino de los gatos y esperé a que ella volviera. Diez minutos después, el gato y la chica seguían sin aparecer. A mi alrededor todo permanecía inmóvil. Daba la sensación de que habían pasado muchísimos años mientras yo dormía.
  Me levanté y miré hacia el edificio. Pero allí no había ningún signo de vida. Sólo el cristal de la ventana reflejando, cegadora, la luz del ocaso. Resignado, crucé el césped, salí al callejón y volví a casa. No había logrado encontrar el gato, pero al menos lo había intentado.

  Al llegar a casa, entré la colada y preparé una cena sencilla. A las cinco y media el teléfono sonó doce veces, pero no cogí el auricular. Cuando dejaba de sonar, la reverberación del timbre flotaba como el polvo en la penumbra del crepúsculo dentro de la habitación. El reloj golpeaba diligentemente con las duras puntas de sus dedos una tabla transparente sostenida en el espacio.
  «¿Por qué no escribo un poema sobre el pájaro-que-da-cuerda?», pensé. Pero, por más que me esforcé, no se me ocurría el primer verso.
  Tampoco creía que a las estudiantes de secundaria pudiera gustarles un poema sobre el pájaro-que-da-cuerda.

miércoles, 22 de abril de 2015

Raymond Chandler. Algunas anotaciones sobre sus relatos.


Recopilación de relatos de Raymond Chandler. Chandler acostumbraba a «canibalizar» (utilizando una expresión suya) a menudo sus propios relatos integrándolos en obras mayores. Inicialmente Marlowe aparece en pocas ocasiones como el detective pero posteriormente, en ediciones sucesivas, Marlowe sustituye al protagonista.
Esta edición contiene los siguientes relatos, en orden cronológico:
Los chantajistas no disparan (1933)
El confidente (1934) (*)
Asesino bajo la lluvia (1935)
Tristezas de Bay City (1938)
Estaré esperando (1939)
Un par de escritores (1951)
El lápiz (1959) (*).
(*) Estos dos relatos están incluidos en Todo Marlowe

  Raymond Chandler
 Relatos

 Blackmailers don’t shoot Raymond Chandler, 1933

Traducción: José Luis López Muñoz

Finger man Raymond Chandler, 1934

Traducción: José Luis López Muñoz

Killer in the rain Raymond Chandler, 1935

Traducción: Juan Ramón Ibeas Delgado

Bay City Blues Raymond Chandler, 1938

Traducción: Horacio González Trejo

I’ll be waiting Raymond Chandler, 1939

Traducción: Horacio González Trejo

A couple of writers Raymond Chandler, 1951

Traducción: José Ferrer Aleu

The pencil Raymond Chandler, 1959

Traducción: José Luis López Muñoz

Editor digital: Samarcanda

ePub base r1.2




  Relatos de Raymond Chandler


«Blackmailers Don’t Shoot». Black Mask, diciembre 1933; Mallory.
«Smart-Aleck Kill». Black Mask, July 1934; originalmente Mallory, cambiado a John Dalmas en Simple Art of Murder.
«Finger Man». Black Mask, octubre 1934; originalmente sin nombre, cambiado a Marlowe en Simple Art of Murder.
«Killer in the Rain». Black Mask, enero 1935; sin nombre.
«Nevada Gas». Black Mask, junio 1935; Johnny DeRuse.
«Spanish Blood». Black Mask, noviembre 1935; Sam Delaguerra.
«Guns at Cyrano’s». Black Mask, enero 1936; originalmente Ted Malvern, cambiado a Ted Carmody en Simple Art of Murder.
«The Man Who Liked Dogs». Black Mask, marzo 1936; Ted Carmody; canibalizado en Farewell My Lovely.
«Noon Street Nemesis». Detective Fiction Weekly, mayo 1936; Pete Agstich; título cambiado por «Pick Up on Noon Street» al publicarse en Simple Art of Murder.
«Goldfish». Black Mask, junio 1936; originalmente Ted Carmody, cambiado a Marlowe en Simple Art of Murder.
«The Curtain». Black Mask, september 1936; Ted Carmody; canibalizado en The Big Sleep y la introducción de The Long Goodbye.
«Try the Girl». Black Mask, enero 1937; Ted Carmody; canibalizado en Farewell, My Lovely.
«Mandarin’s Jade». Dime Detective, 1937; John Dalmas; canibalizado en Farewell, My Lovely.
«Red Wind». Dime Detective, enero 1938; originalmente John Dalmas, cambiado a Marlowe en Simple Art of Murder.
«The King in Yellow». Dime Detective, marzo 1938; Steve Grayce.
«Bay City Blues». Dime Detective, junio 1938; John Dalmas, canibalizado en The Lady in the Lake.
«The Lady in the Lake». Dime Detective, enero 1939; John Dalmas, canibalizado en The Lady in the Lake.
«Pearls Are a Nuisance». Dime Detective, abril 1939; Walter Gage.
«Trouble is My Business». Dime Detective, agosto 1939; originalmente John Dalmas, cambiado a Marlowe en Simple Art of Murder.
«I’ll Be Waiting». Saturday Evening Post, octubre 14, 1939; Tony Reseck.
«No Crime in the Mountains». Detective Story, septiembre 1941; John Evans, canibalizado en The Lady in the Lake.
«Marlowe Takes on the Syndicate». London Daily Mail, abril 6-10, 1959; publicación póstuma; primero en USA como «The Wrong Pigeon» in Manhunt, febrero 1960; también apareció como «The Pencil», Argosy, septiembre 1965; y como «Philip Marlowe’s Last Case», Ellery Queen’s Mystery Magazine, enero 1962.

(Fragmento).
  Los chantajistas no disparan


Título original: Blackmailers Don’t Shoot
Año de publicación: diciembre de 1933

  1


El hombre del traje verde azulado —que no era verde azulado bajo las luces del Club Bolívar— era alto y tenía ojos algo separados, la nariz estrecha y una mandíbula prominente. Tenía también una boca bastante sensual. Su cabello era negro y ondulado, con algunas hebras grises casi imperceptibles. El traje se adaptaba a su cuerpo como si tuviera un alma propia y no sólo un pasado dudoso. El hombre se llamaba Mallory.
Sostenía un cigarrillo entre los dedos fuertes y precisos de la mano. Puso la otra sobre el blanco mantel y dijo:
—Las cartas le costarían diez grandes, señorita Farr. No es demasiado.
Miró muy brevemente a la chica que tenía delante; luego miró por encima de las mesas vacías hacia el espacio en forma de corazón donde los bailarines se movían bajo las luces policromas intermitentes. Los clientes se distribuían en la pista de baile aprovechando tanto el reducido espacio que los camareros tenían que balancearse como acróbatas entre las mesas. Pero cerca de donde se hallaba Mallory había sólo cuatro personas.
Una mujer morena y esbelta tomaba whisky frente a un hombre cuyo cuello grueso y enrojecido brillaba de humedad. La mujer miraba fijamente su vaso con apatía y manoseaba un gran frasco de plata que tenía en la falda. Un poco más allá, dos hombres ceñudos y aburridos fumaban cigarros sin hablar entre sí.
Mallory observó con seriedad:
—Diez grandes es un buen precio, señorita Farr.
Rhonda Farr era muy hermosa. Vestía un conjunto negro, exceptuando el cuello de suave piel blanca de su abrigo de noche. Exceptuando también una peluca blanca cuya misión era disfrazarla y que le daba un aspecto muy aniñado. Sus ojos eran azules y tenía la clase de cutis con que suelen soñar los viejos calaveras.
Rhonda replicó en tono desagradable, sin levantar la cabeza:
—Esto es ridículo.
—¿Por qué ridículo? —inquirió Mallory, algo sorprendido y bastante molesto.
Rhonda Farr levantó la cabeza y le dirigió una mirada dura como el mármol. A continuación sacó un cigarrillo de la caja de plata que había abierto sobre la mesa y lo introdujo en una larga y fina boquilla, también negra. Prosiguió:
—Las cartas de amor de una actriz de cine no valen tanto. El público ha dejado de ser esas dulces ancianitas con bombachas de encaje.
Una luz brillaba despreciativa en sus ojos. Mallory le dedicó una mirada penetrante…
—Pero ha venido muy de prisa aquí a hablar de ellas con un perfecto desconocido —observó.
Ella movió en el aire la boquilla y dijo:
—Debí estar loca.
Mallory sonrió con los ojos, sin mover los labios.
—No señorita Farr. Tenía usted un estupendo motivo. ¿Quiere que le diga cuál?
Rhonda Farr lo miró con furia. Luego desvió los ojos y casi pareció olvidarlo. Levantó una mano, la que sostenía la boquilla, y la miró, haciendo una pose. Era una mano muy bella, sin anillos. Las manos bellas son tan raras como un jacarandá en flor en una ciudad donde las caras bonitas son tan comunes como las medias corridas.
Volvió la cabeza, echó una mirada a la mujer de ojos apáticos y dejó vagar sus ojos por las mesas que rodeaban la pista de baile. La orquesta seguía tocando música almibarada y monótona.
—Odio estos antros —comentó con voz fina—. Dan la impresión de existir sólo por la noche, como los profanadores de tumbas. La gente es viciosa sin gracia, pecadora sin ironía. —Posó la mano sobre el mantel blanco—. Ah, sí, las cartas. ¿Qué las hace tan peligrosas, chantajista?
Mallory se echó a reír. Tenía una risa sonora, con un matiz duro e irritante.
—Lo hace usted muy bien —aprobó—. Tal vez las cartas no sean gran cosa. Sólo una sarta de tonterías eróticas. Las memorias de una colegiala que ha sido seducida y es incapaz de cerrar la boca.
—Eso es desagradable —murmuró Rhonda Farr con voz glacial.
—Es el hombre al que van dirigidas lo que las hace importantes —aclaró fríamente Mallory—. Un estafador, un jugador, un oportunista. Y todo lo que eso implica. Un tipo con quien usted no podría ser vista sin perder su lugar en la sociedad.
—Ya no hablo con él, chantajista. Hace años que no hablo con él. Landrey era un buen muchacho cuando lo conocí. La mayoría de nosotros tiene algo en su pasado que prefiere no recordar. En mi caso, pertenece realmente al pasado.
—Con que sí, ¿eh? Y ahora cuénteme una historia de hadas —replicó Mallory con repentino desdén—. Acaba usted de pedir que la ayude a recuperar las cartas.
Rhonda hizo un movimiento espasmódico con la cabeza. Su rostro pareció desintegrarse, convertirse en un grupo de facciones privadas de todo control. Sus ojos parecieron el preludio de un grito… sólo por un segundo.
Casi instantáneamente recobró el dominio de sí misma. Ahora sus ojos parecían casi tan grises como los de él. Dejó la boquilla negra sobre la mesa con una lentitud exagerada y entrelazó los dedos. Los nudillos estaban blancos.
—¿Tan bien conoce usted a Landrey? —preguntó con amargura.
—Quizás es que voy de un lado a otro, averiguo cosas… ¿Cerramos el trato o seguimos insultándonos mutuamente?
—¿Dónde consiguió las cartas? —La voz de Rhonda era todavía áspera y amargada.
Mallory se encogió de hombros.
—En mi negocio no se revelan las fuentes.
—Tengo una razón para preguntárselo. Otras personas han intentado venderme esas malditas cartas. Por eso estoy aquí. Sentía curiosidad. Pero supongo que es usted uno más de los que intentan asustarme y hacerme temblar aumentando el precio.
—No, yo trabajo por mi cuenta —repuso Mallory.
Ella asintió. Su voz era apenas un susurro.
—Eso me consuela. Quizás algún superdotado pensó en hacer una edición privada de mis cartas. Pues no voy a pagar. No hay trato, chantajista. Me importa un bledo si una noche oscura sale usted del anonimato con sus asquerosas cartas.
Mallory arrugó la nariz y bizqueó con aire de gran concentración.
—Muy bien expresado, señorita Farr. Pero no nos lleva a ninguna parte.
Ella replicó pausadamente:
—Ni hace falta. Puedo expresarlo mejor. Si se me hubiera ocurrido traer mi pequeño revólver con empuñadura de nácar, podría decirlo con balas y, además, impunemente. Pero no estoy buscando esa clase de publicidad.
Mallory levantó dos delgados dedos y los examinó críticamente. Parecía divertido, casi satisfecho. Rhonda Farr se llevó la mano a la peluca blanca, la mantuvo allí un momento y la dejó caer.
Un hombre que estaba sentado a una mesa no lejos de ellos, se levantó en seguida y se acercó con rapidez, caminando con pasos ligeros y ágiles y haciendo oscilar un sombrero negro contra el muslo. Lucía un elegante smoking.
Mientras se aproximaba, Rhonda Farr dijo:
—No habrá pensado que iba a venir aquí sola, ¿verdad? No voy sola a un club nocturno.
Mallory rió entre dientes.
—No debe hacerlo nunca, muñeca —dijo secamente.
El hombre llegó a la mesa. Era bajo, bien proporcionado y moreno. Llevaba un pequeño bigote, brillante como el satén, y tenía la clara palidez que los latinos valoran más que los rubíes.
Con un gesto suave y algo teatral, se apoyó en la mesa y tomó de la cigarrera de plata uno de los cigarrillos de Rhonda, que encendió con un gesto ceremonioso.
Rhonda Farr se tapó la boca con la mano y bostezó.
—Es Erno, mi guardaespaldas —presentó—. Cuida de mí. Qué bien, ¿verdad?
Se levantó con lentitud y Erno la ayudó a ponerse el abrigo, tras lo cual abrió sus labios en triste sonrisa, miró a Mallory y dijo:
—Hola, muñeco.
Sus ojos eran oscuros, casi opacos y había en ellos un ardiente destello.
Rhonda Farr se envolvió en el abrigo, inclinó ligeramente la cabeza, esbozó una sonrisa breve y sarcástica con sus delicados labios y se alejó entre las mesas. Iba con la cabeza alta y el rostro tenso y circunspecto, como una reina en apuros. No temeraria, sino reacia a demostrar su miedo. Fue una gran actuación.
Los dos hombres aburridos le dirigieron una mirada de interés. La mujer morena se concentraba, con aire melancólico en la tarea de mezclar una bebida que habría derribado a un caballo. El hombre del cuello sudoroso parecía haberse dormido.
Rhonda Farr subió los cinco escalones tapizados de rojo que conducían a la entrada, pasó frente a un obsequioso maìtre, pasó entre cortinajes dorados y desapareció.
Mallory la vio desaparecer y miró a Erno.
—Está bien, patán, ¿de qué se trata?
Había hablado en tono insultante, con una sonrisa glacial. Erno se puso rígido; su mano izquierda, enguantada, se movió con tal brusquedad que cayó algo de ceniza del cigarrillo que sostenía.
—¿Está bromeando, muñeco? —preguntó enseguida.
—¿Sobre qué, patán?
En las pálidas mejillas de Erno aparecieron unas manchas rojas. Sus ojos se convirtieron en hendiduras negras. Movió un poco la mano derecha, sin guante, y curvó los dedos, haciendo brillar las pequeñas uñas rosadas.
—En cuanto a esas cartas, muñeco, ¡olvídese! Se acabó, muñeco, se acabó.
Mallory lo miró con cínico y exagerado interés, se pasó la mano por el cabello negro y ondulado y dijo lentamente:
—Quizá no sepa a qué te refieres, pequeño.
Erno se echó a reír. Un sonido metálico, un sonido forzado y mortífero. Mallory conocía esa clase de risa: en algunos círculos era el preludio de una ráfaga de disparos. Vigiló la mano derecha de Erno y habló en tono cortante:
—Lárgate, patán. Podrían entrarme ganas de afeitarte a bofetadas esa pelusa que tienes sobre el labio.
El rostro de Erno se contorsionó. Las manchas rojas de sus mejillas se intensificaron. Levantó la mano que sostenía el cigarrillo y lo hizo saltar de repente a la cara de Mallory. Éste ladeó un poco la cabeza y el cilindro blanco pasó sobre su hombro.
No había expresión en su rostro delgado y frío. Con voz distante y vaga, como si proviniera de otra persona, profirió en tono amenazador:
—Cuidado, patán. La gente muere por cosas como ésa.
Erno soltó la misma risa forzada y metálica.
—Los chantajistas no disparan, muñeco —gruñó—. ¿O sí?
—¡Largo, italiano asqueroso!
Estas palabras, el tono burlón y frío, provocaron la furia de Erno, cuya mano derecha se movió como una serpiente. Un revólver salió con ella desde una pistolera de hombro. Mallory se inclinó un poco hacia delante, con las manos aferradas al borde de la mesa. Las comisuras de sus labios, esbozaron una tenue sonrisa. Se oyó un agudo grito procedente de la mujer morena. Las mejillas de Erno palidecieron. Con voz desfigurada por la ira, murmuró:
—Está bien, muñeco. Saldremos afuera. En marcha imbé…
Uno de los hombres aburridos, tres mesas más allá, hizo un movimiento repentino, sin importancia. Fue muy breve, pero aun así llamó la atención de Erno, cuya mirada centelleó. Entonces la mesa se levantó contra su estómago y lo tiró al suelo.
Era una mesa ligera y Mallory era un peso pesado. Se produjo un complicado sonido; tintinearon algunos platos y algunos objetos de plata. Erno yacía en el suelo con la mesa sobre sus muslos. La pistola fue a parar a medio metro de su mano abierta. Su rostro estaba convulso.
Por un instante fue como si la escena estuviese congelada y no fuera a cambiar jamás. Entonces la mujer morena volvió a gritar, esta vez con más fuerza. Todo se transformó en un remolino. Por todas partes había personas levantándose. Dos camareros alzaron los brazos al aire y empezaron a declamar en violento napolitano. Un ayudante sudoroso acudió a toda velocidad, más asustado de maìtre que de una muerte repentina. Un hombre rechoncho de cabello pajizo corrió escaleras abajo agitando un montón de menús.
Erno liberó sus piernas, se puso de rodillas y agarró su revólver. Giró sobre sí mismo, escupiendo maldiciones. Mallory solo, indiferente en el centro de la confusión, se inclinó y propinó un derechazo sobre la mejilla endeble de Erno.
Los ojos de éste se nublaron. El guardaespaldas se desplomó como un saco de papas medio vacío.
Mallory lo observó cuidadosamente durante un par de segundos. Luego recogió su cigarrera de suelo; aún quedaban en ella dos cigarrillos, se puso uno entre los labios y la guardó: Sacó unos billetes del bolsillo del pantalón, dobló uno a lo largo y se lo pasó al camarero.
Se dirigió sin prisa hacia los cinco escalones tapizados de rojo que conducían a la entrada.
El hombre del cuello grueso abrió un ojo vidrioso y precavido. La mujer borracha se puso de pie tambaleándose para ceder a una inspiración: recogió un puñado de cubos de hielo con sus manos enjoyadas y los lanzó contra el estómago de Erno con bastante puntería.

martes, 21 de abril de 2015

Rafael Chirbes. Novela: "Crematorio".


Rafael Chirbes.
Escritor y crítico literario español nacido en Tabernes de Valldigna, Valencia, el 27 de junio de 1949. Estudió Historia Moderna y Contemporánea en Madrid, pasando después a Marruecos (en donde fue profesor de español), París, Barcelona, A Coruña o Extremadura, regresando en 2000 a Valencia. Fue crítico literario durante un tiempo, centrándose después en los relatos de viajes y las reseñas gastronómicas (por ejemplo en la prestigiosa revista especializada Sobremesa)

Su primera novela, Mimoun (1988), fue finalista del Premio Herralde y su obra La larga marcha (1996) fue galardonada con el premio alemán SWR-Bestenliste. Con esta novela inició una trilogía sobre la sociedad española que abarca desde la posguerra hasta la transición, que se completa con La caída de Madrid (2000) y Los viejos amigos (2003). Con Crematorio (2007), un retrato de la especulación inmobiliaria, recibió el Premio Nacional de la Crítica, además de muchos otros reconocimientos tanto de la crítica especializada como del público.
***
Rubén, su hermano, es un constructor poderosísimo de Levante, que ha hecho su fortuna arrasando urbanísticamente el pueblo natal de ambos, Misent. Mónica, la joven mujer de éste, entre músicas de moda, clínicas estéticas y contradicciones internas. Silvia, la hija de Rubén, más apegada al hermano fallecido que a su propio padre y encerrada en un matrimonio con Juan Mullor, crítico literario y catedrático, que prepara la biografía de un escritor en sus últimos días, fracasado, Federico Brouard, amigo de la infancia de Matías y Rubén Bertomeu. También entran en el fresco Collado, que hizo el trabajo sucio en los primeros años de la empresa de Rubén, y ahora fracasado y alcoholizado, obsesionado por una prostituta rumana protegida por el jefe de un clan mafioso ruso que opera en la zona.
Fuente:N.N.

lunes, 20 de abril de 2015

Sir Arthur Conan Doyle. Estudios del natural.


Hay ocasiones en que la realidad es más turbia que la ficción o, en otras palabras, en que la naturaleza imita al arte; esta obra es un buen ejemplo: en ella se recogen crónicas, escritas por el inmortal creador de Sherlock Holmes de sonados crímenes que sucedieron en su época; ni que decir tiene que algunos resultan tan espeluznantes como los de sus mejores novelas, y que en algún caso, en el que el autor murió protestando su inocencia, hubiera sido necesaria la participación del legendario detective para su total esclarecimiento.
Pero, además, Estudios del natural desvela, mejor y de forma más amena que cualquier ensayo, las opiniones de Conan Doyle sobre las motivaciones criminales, la justicia… y también el papel de su país en su apogeo imperial (como muestra su jugoso e irónico trabajo «El duelo en Francia»). Sorprendentemente para quienes han visto a Doyle como un campeón de la lógica deductiva es la reflexión y la defensa de lo paranormal que realiza en «Nueva luz sobre viejos crímenes», nueva luz sobre una mentalidad tan compleja como apasionante.
Crónica del crimen, pues, de una época: Estudios del natural es, de la mano de uno de sus más prestigiados cultivadores, testimonio y amenísima lectura. Y un sorprendente descubrimiento.
Fuente:N.N.
***
Hace muchos años, tuve un sueño, uno de esos típicos sueños infantiles llenos de acontecimientos maravillosos. Cuando me desperté, el sueño se había desvanecido, como una de esas hadas de alas de plata que se le aparecen a uno junto a algún susurrante arroyo en las montañas. Durante las horas que siguieron al despertar, las últimas imágenes del sueño continuaron bailándome febrilmente por la cabeza, y en vano intenté recomponer el sueño entero a fin de revivir ese breve instante de éxtasis juvenil.
Se dice que perdemos mucho tiempo soñando; pero ¿quién de entre nosotros no tiene esa inclinación? Dudo que haya alguien tan poco romántico que no le dedique siquiera unos breves momentos conscientes cada día a elevarse por encima del mundo que le rodea, refugiándose en un ensueño deliberado. Y aunque no lo queramos, los sueños tienen una extraña habilidad para invadir nuestras vidas. Nos conducen hasta el mismísimo umbral de tierras a la vez cercanas y remotas. Recorremos vastas distancias de tiempo y espacio en un veloz segundo, y podemos regresar a voluntad si no nos gusta lo que soñamos. Los sueños nos permiten alcanzar con la mayor facilidad todas aquellas cosas a las que en la vida real no podemos aspirar siquiera. Soñando, superamos las hazañas de los gigantes que pueblan nuestros libros de cuentos.
A su manera, cada persona es como Salathiel, el Judío Errante, del que se cuenta que ha vivido en todas las épocas y seguirá viviendo en el porvenir, contemplando cómo se despliegan los siglos. ¡Ojalá fuéramos como él!
Los escritores son los mayores soñadores de todos: sus sueños aparecen en esos momentos en los que bajan la guardia, dejándose llevar por la inspiración, y componen con pluma y tinta esas frases que tanto amarán las generaciones venideras. Pero sólo veneramos los libros cuyos personajes y acontecimientos están directamente asociados a nuestros propios sueños. En este terreno no admitimos nada que nos suene a falso.
Los escritores son los únicos soñadores que comparten sus sueños con otros. Uno de los grandes fabricantes de sueños fue sir Arthur Conan Doyle, el magistral narrador de la época victoriana. Cuando leemos sus libros, la narración cobra vida, e instantáneamente, se nos aparece su autor. Es como si nos estuviera contando él mismo sus historias, en lugar de leerlas en una página impresa. Sus relatos sobre la flor de la caballería, sobre espadachines más atractivos de lo que un artista puede imaginar, se encuentran en sus obras históricas: Sir Nigel, The White Company, Uncle Bernac, Adventures y Exploits of Brigadier Gerard, así como en novelas de fantasía (The Land of Mist, The Lost World, The Poison Belt) y numerosos volúmenes de relatos cortos. También debemos recordar sus narraciones situadas en las siniestras noches de la ciudad de Londres. ¡Cuántas veces hemos seguido la sombra del hombre de la capa escocesa y el gorro de cazador, ya fuera en una animada persecución río Támesis abajo, o en un veloz simón! Sí, estoy hablando de Sherlock Holmes, quizás el mayor sueño de Conan Doyle; las sociedades que honran, hoy en día, a este detective ficticio, atestiguan lo vivo que está ese sueño.
El señor Holmes nunca llevó un gorro de cazador —sir Arthur nos da su palabra sobre este punto—, ni fumó esa pipa que vemos en las películas y en las ilustraciones tardías, ese curioso objeto curvado que hemos terminado por asociar con él. Ambos accesorios le fueron añadidos por William Gillette en su encarnación teatral del personaje. Cuando preguntaron a Gillette por qué, en el escenario, fumaba una pipa curva, replicó que se sostenía con más firmeza en su boca, lo que le permitía recitar su parte con mayor facilidad. Quizás ésos eran los toques que necesitaba Holmes para tener más «vida», ¿no les parece? Holmes es el símbolo de la fe de Conan Doyle en la justicia, y nunca, cuando recordamos a aquél, olvidamos ésta.
¿Qué es lo que pone punto final a nuestros sueños? De acuerdo con el eminente erudito Vincent Starrett, la causa está en los «Enviados de Porlock». Escribe el señor Starrett:
La mayoría de la gente ¡es tan amable! ¡Tienen tan buenas intenciones!… Quizá lo peor de toda la conspiración es su completa carencia de malicia. Si sus propósitos fueran malvados, podríamos poner fin a sus actividades con cualquier objeto que tuviéramos a mano: un bastón, o un tiesto, o por qué no, una silla. Con demasiada frecuencia, sin embargo, el que interrumpe es alguien de quien realmente no nos lo esperábamos: alguien que tendría un escalofrío si le interrumpieran a él golpeando su puerta… ¿Dónde está ese Porlock que parece tener tantos habitantes? Es una región sin fronteras. Su historia es la extraordinaria historia del Tiempo… Quizá llega cargado de buena voluntad. Es el último y más formidable de toda la caravana. Sus asuntos no toleran demora alguna. Y nos detiene más de una hora.
La historia del Tiempo nos dice que invade la intimidad de los escritores de un modo más significativo, quizá, de lo que invade la nuestra. La historia del Tiempo es también el registro escrito de sus interrupciones…
Una de ellas es la que le ocurrió a Samuel Taylor Coleridge mientras estaba escribiendo la línea número 54 de Kublai Jan, un poema narrativo que había concebido enteramente en un sueño. Se despertó de la somnolencia que le había provocado el opio y comenzó a anotar la visión que había tenido, en un estado de trance similar a las inspiraciones de Edgar Allan Poe, que también tenía mucho en común con los sueños. En ese momento, una fatídica llamada a la puerta principal le obliga a levantarse. Cuando vuelve a su escritorio, el sueño se ha desvanecido. El fragmento que ha quedado no es sino uno de los muchos que atormentaron a Coleridge en su vida cargada de deudas.
Y estaba también Charles Dickens. Se encontró con su Enviado de Porlock cuando estaba poniendo una cuña a la mesa de roble manchada de tinta que le servía de escritorio. Murió sin llegar a terminar The Mystery of Edwin Drood. La historia de Drood sigue siendo misteriosa para los batallones, cada vez más diezmados, de eruditos literarios que durante más de un siglo han escrito penetrantes estudios sobre cómo se habría resuelto el misterio si Dickens hubiera vivido lo bastante para acabar su libro. El público le está agradecido, sin embargo, a Wilkie Collins, amigo y colaborador del difunto, por haber escrito la conclusión que permitió que se publicara la novela.
Mencionemos asimismo a F. Arbuthnot Wilson. Quizá le conocen ustedes mejor bajo el nombre de Grant Allen, popular novelista de la era victoriana, y creador del coronel Clay, el primer criminal ficticio. El Enviado de Porlock le visitó en su lecho de muerte en 1899, y su novela Hilda Wade permaneció inacabada. Conan Doyle vivía cerca de su domicilio, y en un rasgo, muy poco habitual, de amistad literaria, completó el libro, que apareció con carácter postumo en 1900.
El mismo Conan Doyle iba a recibir pronto una visita de ese Enviado de Porlock. Era a principios de 1901. Acababa de regresar de Suráfrica. Durante varios meses iba a acosarle la enfermedad. Empezó a escribir un relato cada mes para la revista Strand: la narración de un crimen verdadero, bajo el título genérico «Estudios del natural». Paladín de los derechos humanos e inflexible defensor de la justicia, Doyle estaba seriamente comprometido con el propósito de esos textos, que no se reducía a relatar los hechos y circunstancias de varios famosos crímenes de las décadas pasadas, sino que pretendía tratarlos como una serie de estudios de psicología criminal, de la que pueden extraerse más advertencias que de muchos sermones dominicales. Planeaba, de acuerdo con su contrato con sir George Newnes, el editor de Strand, por lo menos doce relatos. Pero no aparecieron más que tres: «El holocausto de Manor Place», «El noviazgo de George Vincent Parker» y «El discutible caso de la señora Emsley», en los números de marzo, abril y mayo de 1901.
Su Enviado de Porlock llegó a fines de marzo. Como su salud no mejoraba, dejó lo que estaba escribiendo y fue a reunirse con B. Fletcher Robinson, un amigo periodista, en un club campestre cerca de Cromer, en la costa del Mar del Norte. Allí descansó y jugó un poco al golf. Por las noches, junto al fuego del salón, Robinson relataba las leyendas de los demonios que supuestamente se escondían en las canteras de piedra de la región de Dartmoor, en el condado de Devonshire. El Enviado de Porlock que se apareció a Doyle lo hizo bajo la forma de un sabueso espectral, la maldición de la familia Baskerville, y una semana más tarde llegaron a la finca ancestral de los Robinson en Dartmoor. Así fue como Doyle empezó a escribir la más impresionante de las novelas góticas de detectives, El perro de Baskerville. Y nunca reemprendió los «Estudios del natural».
Nada, sin embargo, podemos reprochar a este Enviado de Porlock. Lo que nos quitó con una mano nos lo devolvió con la otra. Quizás es un ejemplo de la ironía del destino, que equilibra la eterna iniciativa de la vida.
Peter RUBER
***

domingo, 19 de abril de 2015

Juan Goytisolo, persona grata. Por: Carlos Fuentes. (La gran novela latinoamericana).


Juan Goytisolo, persona grata. Por: Carlos Fuentes.
(La gran novela latinoamericana).

Cuando en 1969 publiqué La nueva novela hispanoamericana, incluí en el reparto de autores a Juan Goytisolo. No tardaron en lloverme los reproches: ¿qué hacía un «gachupín» entre nuestros castizos Cortázar, García Márquez, Carpentier y Vargas Llosa?
Pues hacía dos cosas: La primera, recordarnos que no éramos ni castizos ni mucho menos castos, sino fraternales y reconocibles —españoles e hispanoamericanos— en nuestra impureza: impureza del lenguaje, impureza de la sangre, impureza del destino.
En Señas de identidad y Reivindicación del conde don Julián, Goytisolo indicaba ya que España no era España sin las culturas judías y musulmanas que formaron lengua e historia en la corte de Alfonso el Sabio, en el Libro del Arcipreste y en La Celestina de Rojas.
La expulsión de las culturas hebrea y arábiga no sólo mutiló a España. Empobreció a sus colonias. Estableció una política de exclusión y aun de persecución del otro, del diferente. Y como bien plantea el gran filósofo español contemporáneo Emilio Lledó, el lamentable truco de lo peor de los nacionalismos es la invención del otro como malo y de inferior calidad, para no tener que percibir nuestra propia miseria…
La segunda cosa era (como diría el Arcipreste) devolvernos un lenguaje vivo, experimental por fuerza, incierto por virtud, que en España se oponía a la suma de complacencias de la era fascista: complacencia con el paisaje, con la nostalgia, con el folklore, con la insularidad, con el romanticismo populista y con la supuesta esencia española —hidalguía, honor, flama sagrada, realismo cazurro— celosamente reclamada por la tradición inerte.
Pero ¿no era este mismo nuestro problema, el de los escritores latinoamericanos largo tiempo sujetos a la tradición de la propiedad, el buen gusto y el medio tono, el servilismo realista, la humildad costumbrista, el rechazo de la supuesta barbarie indígena y negra, mestiza y, aun, hispánica para ser, cuanto antes, europeos, norteamericanos, civilizados, universales?
Nadie llega solo a las literaturas. En Hispanoamérica, la poesía moderna, de Lugones y Huidobro a Neruda y Vallejo, le abrió el camino tanto a nuestros progenitores en la novela, Alejo Carpentier, Jorge Luis Borges, Miguel Ángel Asturias, Felisberto Hernández, Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo, como, en España, Valle-Inclán, Prados, Guillén y Cernuda se la abrieron a Goytisolo, y, con él, a Valente, a Sánchez Ferlosio, a Luis Martín Santos, a Julián Ríos, comprobando, todos ellos, que no hay creación que no se sostenga en tradición, pero que la tradición, a su vez, precisa de una nueva creación para seguir viviendo. Todo un pasado se hace presente en las novelas de Goytisolo y en ese paso fecundo por Ibn-Zaydún de Córdoba, el Arcipreste y la Celestina. Cervantes y Góngora, Francisco Delicado y María de Zayas. Goytisolo nos recuerda a los escritores de lengua española de América que pertenecemos a un tronco común y que nuestras ramas, y a veces nuestras flores, pertenecen todas al mismo árbol de la literatura.
Árbol viejo, árbol fuerte. Pues a las exigencias de antaño —nuevo lenguaje, viejas culturas— se vino a añadir, en la actualidad, un desafío mayor. El reconocimiento del otro. El abrazo a él o ella que no son como tú y yo.
El extraordinario despliegue literario de Juan Goytisolo, tan enraizado en lo mejor de la cultura hispana e hispanoamericana, se abre aún más, en Paisajes después de la batalla, al encuentro con el otro, ese otro universal que es hoy el trabajador migratorio, la viva e incómoda acusación a un orden global que consagra la libertad de las cosas pero rehúsa la libertad de las personas; las mercancías se mueven sin trabas, los trabajadores son prohibidos, perseguidos, vejados, asesinados… Pero sin ellos, las grandes sociedades de consumo modernas no tendrían ni frutas, ni verduras, ni transportes, ni hospitales, ni restoranes, ni nanas, ni jardines. Tendrían, como lo ha advertido John Kenneth Galbraith respecto a la emigración mexicana a Estados Unidos, inflación, escasez de alimentos, servicios bajos y precios altísimos. El trabajador migratorio sirve al país que deja y al país que llega. Sólo el más soez y estúpido de los prejuicios puede considerarlos carga económica o contagio racial.
En Goytisolo, el encuentro con el otro ocurre gracias a la verbalidad narrada. Técnica y contenido se asocian en Paisajes después de la batalla porque el yo autoral, que es el yo personaje, se unen (se funden, se solidarizan) en el narrador, que es el autor-más-los-personajes. Goytisolo obtiene este resultado polifónico mediante el cruce de pronombres, el cruce de tiempos verbales y el cruce de culturas. El mestizaje de la forma se funde con el de la materia.
Para Goytisolo, mestizar es cervantizar y cervantizar es islamizar y judaizar. Es abrazar de nuevo lo expulsado y perseguido. Es encontrar de nuevo la vocación de la inclusión y trascender el maleficio de la exclusión.
El paisaje no carece de humor, África empieza en los bulevares de París y el héroe cómico urbano de Goytisolo detesta el olor de vinagre. ¿Por qué siempre le toca sentarse en un cine junto a alguien que huele a vinagre? ¿Por qué, si es hombre urbano moderno, no sabe cambiar una llanta de automóvil o cortar correctamente un bistec? ¿Por qué, si lee la revista ¡Hola!, no se ha enterado del romance secreto de Julio Iglesias y Margaret Thatcher?
La sonrisa se nos congela en los labios cuando Juan Goytisolo, escritor de gravedad y humor, pájaro veloz en alas del árabe Ibn Al Farid y el castellano Juan de la Cruz, cae tiroteado por los cazadores de la intolerancia sexual, racial, religiosa y política. Anteayer estuvo de vuelta en Sarajevo defendiendo la integridad de la vida multicultural contra la intolerancia y la limpieza étnica. Pero ayer nada más no pudo llegarse, en su propia España, a presentar con Sami Naïr su libro El peaje de la vida en la población andaluza de El Ejido, donde los inmigrantes magrebíes han conocido las más brutales agresiones, denunciadas por Goytisolo al grado que las autoridades del lugar lo han declarado «persona non grata». El premio Don Quijote otorgado en 2010 a Goytisolo reparó —un poco— la inexcusable exclusión de la que ha sido objeto en su patria.
Goytisolidario, Goytisolitario. ¿Qué cosa salva a Juan Goytisolo de la tragedia? Desde que lo conocí, allá por 1960, en el recinto nobilísimo de la editorial Gallimard en París, me subyugó y sorprendió la profundidad de su mirada, sus enormes y encapotados ojos que son azules pero se niegan a admitirlo: los cruzan demasiadas ráfagas de dolor, nostalgia, melancolía; nubarrones de sagrada cólera, pero también relámpagos de humor. Quizá eso, el humor, es lo que lo aparta de la desesperación. Por los ojos de Goytisolo, pantallas de nuestro tiempo, pasan la guerra de España, la madre muerta en un bombardeo, el sofoco franquista, los exilios y migraciones de los pueblos en harapos, las amenazas neofascistas y las desilusiones comunistas; pasa el medio siglo entero de nuestra vida moral, política, intelectual, para culminar en el sacrificio de Sarajevo, el verdadero fin del brevísimo siglo XX que, también, se inició, en 1914, en la capital martirizada de Bosnia-Herzegovina. Sobrevuelan estos hechos terribles las ilusiones generosas compartidas por Goytisolo y su generación. Al perderlas, sin embargo, Goytisolo no se volvió un renegado ni un reaccionario del signo contrario. Navegante incauto pero lúcido de la gran marea de nuestro tiempo —el trasiego de culturas, el movimiento de los pueblos, el contagio de las lenguas, la migración como santo y seña de cualquier nuevo o posible humanismo—, Goytisolo ya no celebra victorias: advierte peligros nuevos, recuerda problemas persistentes que ningún triunfalismo capitalista puede desvanecer. Dice Silvia, mi esposa: «Parece que siempre está a punto de irse». Yéndose, o llegando, Goytisolo trae en los ojos la suma de las injusticias irresueltas del mundo y no cede a los himnos de bando alguno. Es un habitante fugaz de los aeropuertos, pero sólo para ser un hombre radicado en su París de barrios migratorios, en su Barcelona de memorias irrenunciables, en su Marrakech de zocos fraternales. Es culpable, en todas partes, de leso optimismo. Pero en todas partes, también, es reo de esa forma del optimismo que es la risa irreverente, el humor corrosivo, el guante volteado, la pirámide puesta de cabeza. Huérfano errante de Quevedo, en Señas de identidad el protagonista usa los libros más castizos para aplastar cucarachas entre sus páginas.
Entenado del Arcipreste Juan Ruiz, en El conde don Julián el lobo feroz es un árabe bien armado para violar a la caperucita blanca, casta y castiza. Gemelo rebelde de San Juan de la Cruz, en Las virtudes del pájaro solitario pone a los textos árabes y cristianos, sagrados y profanos, a fornicar entre sí. Tierno y tenaz habitante del Sentier parisino al lado de su extraordinaria compañera, Monique Lange, traza unos Paisajes después de la batalla en los que África empieza ya no en los Pirineos españoles, sino en los bulevares parisinos. Pero hasta allí llegan los encabezados sensacionales, indeseables, la globalización informativa que nos revela el ya citado romance secreto de Julio Iglesias y Margaret Thatcher. ¿Nuestro único derecho a la inmortalidad será aparecer fotografiados en la revista ¡Hola!? Humor mestizo el de Goytisolo, humor de contactos y contagios, humor de la tradición y también de la creación, ambas contaminadas desde su origen nada casto, nada castizo. A la máscara universalmente risueña del robot alegre de la postmodernidad, Goytisolo opone, repone, superpone, la piel de las culturas y sus encendidos y variados colores. Como nadie, lo hace en español porque la nuestra es la lengua más impura, menos castiza, más mestiza, del mundo. Escribir en español es cervantizar, y cervantizar es islamizar y judaizar. Hoy, es también mexicanizar, chicanizar, cubanizar, puertoenriquecer, introducir el Chile, argentinizar: hablar en Plata. Éste es el equipaje secreto de Goytisolo, paradoja de la raíz trashumante, no en balde amigo muy cercano de Jean Genet, otro viajero sin equipaje cuyo féretro fue confundido con el de un obrero marroquí emigrado.
Juan Goytisolo rompió los cánones estrechos del realismo narrativo español. Su pregunta a partir de Reivindicación del conde don Julián y de Señas de identidad es la nuestra:
¿Le hace falta la literatura a un mundo externo, extrasubjetivo, que se sobra y basta a sí mismo en su facticidad objetiva?
O dicho de otra manera, ¿qué le da la literatura al mundo, qué añade la literatura para hacerse indispensable en el mundo?
Pues nada más y nada menos que la realidad que le faltaba al mundo. Porque si el mundo nos hace, también nosotros hacemos al mundo. Y una manera de hacer al mundo es crear una verbalización del entorno sin la cual la materia misma de la literatura —el lenguaje y la imaginación— puede sernos arrebatada, deformada, manipulada.
Quiero decir: siempre existieron los campos de Castilla. Pero el día que cabalgó por ellos, lanza en ristre, bacía de barbero en la cabeza, Don Quijote de la Mancha, España y el mundo ya no pudieron ser concebidos sin la imaginación y el lenguaje de Cervantes.
Entre todas las artes, la de la literatura es la más desafiante porque su materia es la más corriente de todas: el lenguaje, que es de todos o no es de nadie.
Convertir el cobre del lenguaje en el oro de la literatura requiere una comunión imaginativa. Es la imaginación lo que asegura la alquimia del verbo, y la imaginación no es otra cosa sino la mediación entre la sensación física y la percepción mental.
Juan Goytisolo habla de la madre de toda narración, la partera de la imaginación y el lenguaje, Scherezada, la mujer que salva la vida contando un cuento cada noche al misógino califa para aplazar el destino que, en ausencia del cuento, la condenaría a morir la siguiente mañana.
La escritura o la vida, titula Jorge Semprún su libro de memorias. Tal es el nombre de toda narrativa de los hijos de Scherezada: dar la vida por la escritura y la escritura a cambio de la vida. Pero con una condición: que la narración no concluya. Tal es el secreto de Scherezada y el de la literatura misma. Jamás dar por concluida la narración. Entregarle al lector la obligación y el privilegio de ser el siguiente narrador.
Scherezada. Las mil noches y una noche. La historia no ha terminado. Tal es, aparte de la belleza intrínseca del gran libro del mestizaje literario —obra indo-iránica, arábigo-abaside, arábigo-egipcia y al cabo arábigo-europea—, el mensaje contemporáneo de la novela de Scherezada. La historia no ha terminado.
Quienes nos dicen lo contrario —la teoría torcidamente interesada del fin de la historia— sólo quieren vendernos, nos recuerda la historiadora española Carmen Iglesias, otra historia. No la nuestra. La suya.
En la presentación del libro de Goytisolo Telón de boca, en Madrid, el filósofo Emilio Lledó aseveró que éste es un libro —podría extenderse a toda la obra de Goytisolo— que reivindica la libertad, la igualdad y el amor contra la guerra, contra el olvido, contra la ignorancia, contra la maldad, contra la mutilación y la muerte de los inocentes…
A estas palabras de Lledó hay que añadir las del propio Goytisolo en contra de otra teoría nefanda, el choque de civilizaciones de Samuel Huntington. Goytisolo habla por los trabajadores migratorios musulmanes en Europa como nosotros hablamos por los trabajadores migratorios mexicanos en Estados Unidos. No como la amenaza contra la pureza racial y la unidad nacional que insidiosamente sospecha Huntington, sino como sujetos —cito a Goytisolo— de «los mismos derechos de que disfrutan los ciudadanos europeos».
El inmigrante —árabe en Europa, mexicano en Norteamérica— no le quita nada a nadie: da más de lo que recibe. Da su trabajo. Y da su cultura a la única civilización humana posible: la del mestizaje que creó a la América indo-afro-europea y a la España celtíbera, fenicia, griega, romana, árabe y judía.
Éste es hoy el cuento inacabado de Scherezada, la fabuladora desvelada: es el cuento del encuentro y enriquecimiento mutuo de las culturas. Es el cuento de la inclusión y en contra de la exclusión. Es el cuento del derecho a imaginar contra la prisión de los dogmas disfrazados de verdades irrefutables.
Éste es hoy el cuento de Scherezada: la historia no ha terminado. La historia renacerá cada día con sus luces de tareas inacabadas, libertades por conquistar, culturas por preservar y vigorizar.

sábado, 18 de abril de 2015

EN 10 PUNTOS. EL ULISES DE JOYCE. J.Méndez-Limbrick.


EN 10 PUNTOS.
EL ULISES DE JOYCE.
J.Méndez-Limbrick.
"He terminado el Ulises y creo que es una obra fallida. Diarios. Virginia woolf".

1. El Ulises es una novela en donde se sacrifica la forma por el fondo. Estructurada en 18 capítulos, la novela hace referencia a las 24 horas de la vida de Leopold Bloom en Irlanda.
2. Es siempre la gran pregunta: ¿qué es más importante? ¿La experimentación, el juego de palabras, construir una gran catedral de tecnicismos o quizá una novela con mayor mesura, clásica en su forma pero que huela a lo visceral, que nos desgarre por dentro? Quizá el justo medio es lo ideal pero, en Ulises no observo ese justo medio entre forma y fondo.
3. El Ulises, no me sorprendió. Es una novela sin nada de especial que los editores la supieron inteligentemente mercadear. Su argumento es simple (las 24 horas de un ciudadano irlandés) quien realiza los quehaceres de cualquier persona en su vida monótona y anodina.
4. En la novela se recurre constantemente al monólogo interior y al fluir de conciencia que a mi parecer son conceptos muy parecidos pero, que no son lo mismo. Ahora, esta técnica por sí misma no dice nada, no porque utilice técnicas poco exploradas en aquel tiempo la hace per se una novela importante.
5. Le critico a la novela que no posee una trama principal, sino que son escenas que se suceden a lo largo de la novela y que, en muchas ocasiones no poseen conexión entre sí. El lector entonces, descubre tarde que no existe un hilo conductor o una gran narración principal.
6. La gran acción narrativa son entonces, estos pequeños acontecimientos que se suceden a lo largo de los 18 capítulos que consta la novela.
7. Los diálogos se dan pero a mi parecer son poco interesantes. Se hace mucha referencia acerca de la historia de Irlanda, a la Historia Universal, a la política, a la misma Literatura en especial a la literatura inglesa.
8. Existe una tendencia del abuso de giros idiomáticos, escenas groseras, vulgares con lenguaje soez y sexual que la hizo en aquel tiempo objeto de censura. Quizá, esto hizo que la novela obtuviera una gran popularidad por la misma censura en varios países.
9. El famoso monólogo interior – y que más parece “fluir de la conciencia” -  de Molly al final de la novela, me parece intrascendente, falto de tensión dramática, falto de hondura psicológica con un abuso gratuito y desmesurado del tema sexual.
10. La novela ha sido elogiada por la gran crítica. Yo soy de los pocos que se atreve a decir lo contrario. De seguro estoy equivocado. Sin embargo, cuando vuelco los ojos hacia otros autores como: Proust,  Balzac, Tolstoi, Dostoievsky, Kafka, Thomas Mann, el Ulises de Joyce me parece empequeñecido y flaco.
***
Miércoles, 6 de septiembre de 1922[...] He terminado el Ulises y creo que es una obra fallida. A mi juicio, no le falta talento, pero de baja estofa. El libro es difuso. Es enmarañado. Es pretencioso. Es de baja ralea, no sólo en el sentido evidente, sino también en la acepción literaria. Con ello quiero decir que un escritor de primera fila siente por la literatura un respeto tal que le impide servirse de trucos; de sorpresas; de hacer payasadas. Me recuerda constantemente a un colegial con tendencia al comportamiento brutal, rebosante de ingenio y capacidad, pero tan pendiente de sí mismo, tan egotista, que pierde la cabeza y se convierte en un ser extravagante, amanerado, vocinglero, torpón, y consigue que las personas amables le tengan lástima, y que las personas severas se irriten; y una tiene esperanzas de que todo lo anterior le pasará cuando crezca; pero como sea que Joyce tiene cuarenta años, no parece probable que así ocurra.
Diarios. Virginia Woolf.

Archivo del blog

POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

Páginas