jueves, 23 de abril de 2015

Haruki Murakami. CRÓNICA DEL PÁJARO QUE DA CUERDA AL MUNDO.


Haruki Murakami (12 de enero de 1949 en Kioto, Japón). Escritor y traductor japonés. Autor de varios best-sellers y colecciones de cuentos.
Vivió la mayor parte de su juventud en Kiote. Su padre era hijo de un sacerdote budista. Su madre, hija de un comerciante de Osaka. Ambos enseñaban literatura japonesa.

Estudió literatura y teatro griegos en la Universidad de Waseda (Soudai), en donde conoció a su esposa, Yoko.
En 1986, con el enorme éxito de su novela Norwegian Wood, abandonó Japón para vivir en Europa y América, pero regresó a Japón en 1995 tras el terremoto de Kobe, donde pasó su infancia, y el ataque de gas sarín que la secta Aum Shinrikyo (`La Verdad Suprema`) perpetró en el metro de Tokio. Más tarde Murakami escribiría sobre ambos sucesos.

La ficción de Murakami, que a menudo es tachada de literatura pop por las autoridades literarias japonesas, es humorística y surreal, y al mismo tiempo refleja la soledad y el ansia de amor en un modo que conmueve a lectores tanto orientales como occidentales. Dibuja un mundo de oscilaciones permanentes, entre lo real y lo onírico, entre el gozo y la obscuridad, que ha seducido a Occidente. Cabe destacar la influencia de los autores que ha traducido, como Raymond Carver, F. Scott Fitzgerald o John Irving, a los que considera sus maestros.

Muchas novelas suyas tienen además temas y títulos referidos a una canción en particular, como Dance, Dance, Dance (de The Dells), Norwegian Wood (los Beatles), y South of the Border, West of the Sun (La primera parte es el título de una canción de Nat King Cole). Esta afición -la música- recorre toda su obra.

Aparte de escribir sus propios libros, Murakami, también se dedica a traducir autores estadounidenses al japonés como F. Scott Fitzgerald, Raymond Carver o John Irving.

Fuente:N.N. 
***

  Tooru Okada, un joven japonés que acaba de dejar voluntariamente su trabajo en un bufete de abogados, recibe un buen día la llamada anónima de una mujer. A partir de ese momento la vida de Tooru, que había transcurrido por los cauces de la más absoluta normalidad, empieza a sufrir una extraña transformación. Su mujer desaparece, comienzan a surgir personajes cada vez más extraños a su alrededor y lo real va degradándose hasta convertirse en algo fantasmagórico. La percepción del mundo se vuelve mágica, los sueños invaden la realidad y, poco a poco, Tooru Okada deberá resolver los conflictos que, sin sospecharlo siquiera, ha arrastrado a lo largo de toda su vida.
  Crónica del pájaro que da cuerda al mundo pinta una galería de personajes tan sorprendentes como profundamente auténticos. El mundo cotidiano del Japón moderno se nos aparece de pronto como algo extrañamente familiar.

  Haruki Murakami

  CRÓNICA DEL PÁJARO QUE DA CUERDA AL MUNDO


  Título Original: Nejimaki-dori kuronikuru
  Traductor: Lourdes Porta y Junichi Matsuura
  Autor: Murakami, Haruki
  ©2001, Tusquets
  Colección: Andanzas, 443
  ISBN: 9788483101711

  Primera parte

 La gazza ladra



  De junio a julio de 1984

  1



  El martes del pájaro-que-da-cuerda


  Sobre los cuatro dedos y los seis pechos


  Cuando sonó el teléfono, estaba en la cocina con una olla de espaguetis al fuego. Iba silbando la obertura de La gazza ladra, de Rossini, al compás de la radio, una emisión en FM. Una música idónea para cocer la pasta.
  Al oír el teléfono, tuve la tentación de ignorarlo. Los espaguetis ya estaban casi listos y, además, en aquel preciso instante, Claudio Abbado conducía la orquesta filarmónica de Londres hacia el clímax musical. Sin embargo, qué remedio, bajé el gas, fui a la sala de estar y colgué el auricular. Pensé que podía tratarse de algún conocido que me llamaba para hablarme de un trabajo.
  —Diez minutos, dame diez minutos —dijo sin preámbulos una mujer. Soy bastante bueno reconociendo las voces, y aquélla no la había oído nunca.
  —Perdone, ¿por quién pregunta? —dije educadamente.
  —Pues por ti. Con diez minutos tengo bastante, dame diez minutos. Y así podremos entendernos bien —contestó la mujer. Su voz era suave y profunda, indefinible.
  —¿Entendernos?
  —Sí, entendernos el uno al otro.
  Alargué el cuello a través de la puerta y atisbé dentro de la cocina. Un vapor blanco se alzaba de la olla de espaguetis y Abbado seguía dirigiendo La gazza ladra.
  —Lo siento, pero tengo una olla de espaguetis al fuego. ¿Puedes llamar más tarde?
  —¿Espaguetis? —dijo la mujer con perplejidad—. ¿Espaguetis a las diez y media de la mañana?
  —Eso no es de tu incumbencia. Como lo que quiero y a la hora que quiero —contesté un poco enojado.
  —Sí, claro. Tienes razón —dijo la mujer con voz seca, inexpresiva. Un pequeño cambio de humor le había hecho variar completamente el tono de la voz—: Muy bien, de acuerdo. Te llamaré más tarde.
  —Espera, un momento —dije de manera precipitada—. Si se trata de vender algo, por más que llames, será inútil. Estoy sin trabajo y no me sobra el dinero.
  —Ya lo sé. No te preocupes.
  —¿Que ya lo sabes? ¿Qué es lo que sabes?
  —Que estás sin trabajo. Eso ya lo sé. Y ahora vete con tus preciosos espaguetis.
  «Pero ¿tú de qué vas?», iba a decirle cuando colgó. Fue una manera de cortar muy brusca.
  Permanecí unos instantes con el auricular en la mano, completamente desconcertado, mirándolo, pero me acordé de los espaguetis y volví a la cocina. Apagué el fuego y vacié la olla en el colador. Por culpa de la llamada ya no estaban al dente, pero no era tan grave.
  ¿Entendernos? Mientras me comía los espaguetis, reflexioné. ¿Entendernos el uno al otro en diez minutos? No comprendía qué había querido decir la mujer. Quizá se tratara de alguna broma. O quizá fuera una nueva técnica dé ventas. En cualquier caso, no era algo que me importara.
  Pese a todo, tras volver al sofá de la sala de estar, mientras leía un libro prestado de la biblioteca lanzando miradas furtivas al teléfono, empezó a darme vueltas por la cabeza la frase que había dicho la mujer: «Podremos entendernos el uno al otro en diez minutos». En diez minutos, ¿cómo diablos se supone que podemos entendernos? Pensándolo bien, desde el principio la mujer había fijado claramente el tiempo en diez minutos. Y la mujer parecía convencida al limitar así el tiempo. Como si nueve minutos fueran demasiado cortos y once demasiado largos. Justo como los espaguetis al dente.
  Reflexionando sobre esto, se me quitaron las ganas de leer. Decidí que lo mejor sería planchar camisas. Siempre lo hago cuando me siento confuso. Es una vieja costumbre. Mi método se descompone en un total de doce pasos. Primero el cuello (anverso) —primer paso—, y termino por el puño de la manga izquierda —el duodécimo—. Plancho siguiendo estrictamente el orden establecido mientras cuento los pasos uno a uno. Si no lo hago así, no me sale bien.
  Planché tres camisas y, tras comprobar que no había arrugas, las colgué en una percha. Desenchufé la plancha y la guardé con la tabla en un armario empotrado. Tenía la cabeza bastante más despejada.
  Decidí beber un vaso de agua y, cuando me disponía a ir a la cocina, volvió a sonar el teléfono. Dudé unos instantes, pero acabé descolgando el auricular. Si era aquella mujer la que llamaba, con decirle que ahora estaba planchando y cortar era suficiente.
  Pero era Kumiko. El reloj marcaba las once y media.
  —¿Estás bien? —dijo ella.
  —Sí, muy bien —contesté yo.
  —¿Qué estabas haciendo?
  —Planchaba.
  —¿Te ha pasado algo? —En su voz había una ligera nota de tensión. Ella sabe muy bien que, cuando me siento confuso, plancho.
  —Nada. Simplemente he planchado unas camisas. No me pasa nada especial. —Me senté en la silla y me pasé a la mano izquierda el auricular que sostenía con la derecha.— ¿Qué pasa, quieres algo?
  —¿Sabes escribir poesía?
  —¿Poesía? —repetí asombrado. ¿Poesía? ¿Qué querría decir con poesía?
  —En la editorial de un conocido publican una revista literaria para chicas y están buscando a alguien que seleccione y corrija las poesías que envían las lectoras. Además, quieren que escriba cada mes una poesía corta para la portada. No pagan mal, tratándose de algo tan sencillo. Es un trabajillo de pocas horas, claro, pero si te fuera bien, quizá te podrían pasar otros trabajos de redacción...
  —¿Algo sencillo? —dije—. ¡Espera un momento! Lo que yo estoy buscando es un trabajo que tenga que ver con las leyes. ¿De dónde diablos has sacado la idea esa de hacerme corregir poesías?
  —Pero ¿no decías que escribías cuando ibas al instituto?
  —Sí, ¡pero en un periódico! ¡En el periódico del instituto! Que tal clase había ganado el campeonato de fútbol, que el profesor de física se había caído por las escaleras y que lo habían ingresado..., chorradas por el estilo. Artículos de este tipo. No poesía. Poesía no sé escribir.
  —Bueno, poesía, lo que es decir poesía... Las poesías que leen las niñas que van al instituto. No te digo que escribas poesías magníficas, de las que quedan para la historia de la literatura. Conque lo hagas a tu manera es suficiente. ¿Me entiendes, verdad?
  —Ni a mi manera ni nada. No tengo ni idea de escribir poesía. Ni he escrito nunca, ni pienso empezar a hacerlo ahora —rehusé categóricamente. Es que no tengo ni la más remota idea de cómo se escribe una poesía.
  —Vaya...—dijo mi esposa con pesar—. Pero ese trabajo que dices relacionado con las leyes es difícil de encontrar, ¿no?
  —Hago correr la voz. Seguro que me dicen algo en cualquier momento. Y, si no funciona, ya pensaré en otra cosa.
  —¿Ah, sí? Bueno, está bien. Como te parezca. Por cierto, ¿qué día es hoy?
  —Martes —dije tras pensármelo unos instantes.
  —Entonces, ¿irás al banco a pagar los recibos del teléfono y del gas?
  —Dentro de poco saldré a comprar la cena y, entonces, me pasaré por el banco.
  —¿Qué harás para cenar?
  —Aún no lo he decidido. Ya lo pensaré cuando haga la compra.
  —Por cierto —dijo en tono serio mi mujer—. He estado pensando sobre ello y quizá no sea necesario que te apresures en buscar trabajo.
  —¿Por qué? —pregunté asombrado de nuevo. Parecía que todas las mujeres del mundo habían decidido sorprenderme por teléfono aquel día—. El subsidio de desempleo se acabará un día de estos y yo no puedo estarme indefinidamente de brazos cruzados.
  —Pero a mí me han subido el sueldo, y mi otro trabajo marcha bien, tenemos algunos ahorros y, si no derrochamos, podemos ir tirando. ¿No te gustaría seguir así, en casa, haciendo las tareas domésticas? ¿No te va este tipo de vida?
  —Pues no lo sé —respondí con honestidad—. No lo sé.
  —Bueno, tómate tiempo para pensarlo —dijo mi mujer—. Oye, ¿ya ha vuelto el gato?
  El gato. Al oírlo me di cuenta de que no me había acordado de él en toda la mañana.
  —No, todavía no ha vuelto.
  —¿Te importaría mirar un poco por el barrio? Ya hace más de una semana que ha desaparecido.
  Solté un gruñido como toda respuesta y volví a pasarme el auricular a la mano izquierda.
  —Quizás esté en el jardín de la casa abandonada que hay al fondo del callejón. El jardín donde hay aquel pájaro de piedra. Lo he visto por allí algunas veces.
  —¿En el callejón? —dije—. ¿Cuándo has ido tú al callejón? Nunca me habías dicho nada...
  —Oye, lo siento, tengo que colgar. Tengo que volver al trabajo. Acuérdate del gato, ¿eh?
  Y colgó. De nuevo me quedé unos instantes mirando el auricular. «¿El callejón? ¿Por qué razón habría tenido que ir Kumiko al callejón?», pensé.
  Para entrar hay que saltar un muro de bloques de cemento. Hacer todo eso para entrar en aquel sitio no tiene ningún sentido. Fui a la cocina, bebí agua, y luego salí al cobertizo y miré el plato del gato: las sardinas secas estaban tal como yo las había dejado la noche antes y no faltaba ni una. Era evidente que el gato no había vuelto. De pie bajo el cobertizo, miré hacia nuestro pequeño jardín bañado por los rayos de un sol de principios de verano. No era un jardín cuya contemplación sosegara el espíritu. La tierra donde sólo tocaba el sol una pequeña parte del día se veía siempre húmeda y oscura y, aunque había plantas, sólo teníamos en un rincón dos o tres hortensias de aspecto poco imponente. Además, la hortensia es una flor que no me gusta demasiado. Desde una arboleda cercana llegaba el chirrido regular de un pájaro, un ric-ric, como si estuviera dándole cuerda a algún mecanismo. Nosotros hablábamos de él como del pájaro-que-da-cuerda. Fue Kumiko quien lo llamó así. No sé cuál es su auténtico nombre. Tampoco sé cómo es. Pero, se llame como se llame, sea como sea, el pájaro-que-da-cuerda viene cada día a la arboleda que hay cerca de casa y le da cuerda a nuestro apacible y pequeño mundo.
  «¡Uff! ¡Andando! ¡A por el gato!», pensé. Siempre me han gustado los gatos. Y éste me gusta en particular. Pero los gatos tienen su propio estilo de vida. No son estúpidos. Cuando uno desaparece, significa que le ha apetecido ir a cualquier parte. Y que ya volverá cuando tenga hambre y esté exhausto. En fin, tendré que ir a buscarlo para contentar a Kumiko. De todas formas, no tengo nada mejor que hacer.

  A principios de abril dejé el trabajo en el bufete de abogados donde había estado empleado desde que empecé a trabajar. No es que no me gustara el trabajo. No había ninguna razón especial para dejarlo. No es que fuera precisamente un trabajo emocionante, pero el sueldo no era malo y, además, el ambiente de la oficina era amigable.
  Mi función en el bufete era, para decirlo en dos palabras, la de recadero especializado. Y trabajaba mucho. Quizá no esté bien que hable así de mí mismo, pero, en lo que se refería a la ejecución de trabajos prácticos, yo era muy bueno. Era de comprensión rápida, expeditivo, no me quejaba, mi forma de pensar era realista. Cuando anuncié que dejaba el trabajo, el anciano doctor —el padre de «Padre e Hijo, Abogados», propietarios del bufete— llegó a decirme que podrían intentar subirme un poco el sueldo.
  De todos modos, me fui. No es que tuviera algún deseo especial o la perspectiva de hacer algo concreto tras dejar el trabajo. No me apetecía lo más mínimo volver a encerrarme en casa para preparar las oposiciones al cuerpo de justicia y, además, lo principal: en aquellos momentos ya no quería ser abogado. Sólo que no tenía ninguna intención de seguir indefinidamente en aquella oficina haciendo indefinidamente el mismo trabajo, y sabía que si no lo dejaba entonces, ya no lo dejaría jamás. Si permanecía allí mucho tiempo acabaría mis días, sucediéndose monótonos uno tras otro, en aquel lugar. Y es que, ante todo, yo ya había cumplido los treinta.
  Durante la cena abordé el tema:
  —Tengo ganas de dejar el trabajo.
  —¡Ah! —dijo Kumiko.
  No entendí muy bien qué significaba aquel «¡Ah!», pero ella no añadió nada más y enmudeció durante unos instantes.
  Al ver que también yo permanecía en silencio, dijo:
  —Si quieres dejarlo, déjalo —y añadió—: Se trata de tu vida y debes hacer lo que tú quieras.
  —Y una vez dicho esto, se enfrascó en la tarea de ir quitándole las espinas al pescado con los palillos y dejándolas en el borde del plato.
  El sueldo que cobraba mi mujer por su trabajo en la redacción de una revista especializada en dietética y alimentación natural no estaba nada mal. Se encargaba, además, de las ilustraciones de la revista de un amigo, redactor de la publicación; un trabajo sencillo que éste le ofrecía a menudo (Ella había estudiado diseño en la escuela y su sueño era ser ilustradora free-lance.). Esos otros ingresos tampoco eran despreciables. Yo, por mi parte, al dejar el trabajo recibiría durante un tiempo el subsidio de desempleo. Y si me quedaba en casa y hacía las tareas domésticas, podríamos ahorrarnos gastos superfluos como comer fuera o la lavandería, con lo que nuestra situación económica no tenía por qué cambiar con respecto a la época en que yo aportaba mi sueldo.
  Y, así, dejé el trabajo.

  Sonó el teléfono cuando, ya de vuelta de la compra, estaba metiendo la comida en el frigorífico. El timbre del teléfono me pareció inusitadamente impaciente. Dejé el paquete de toofu medio abierto sobre la mesa de la cocina, fui a la sala de estar y cogí el auricular.
  —Ya debes de haber terminado tus espaguetis, supongo —dijo la mujer.
  —Pues, sí. Ya los he terminado. Pero ahora tengo que ir a buscar el gato.
  —Diez minutos, podrás esperarte, ¿no? Para ir a buscar el gato. El caso de los espaguetis era totalmente distinto.
  No sé por qué motivo, pero no pude colgarle el teléfono. En la voz de aquella mujer había algo que me llamaba la atención: —Muy bien, pero sólo diez minutos.
  —Así podremos entendernos el uno al otro —dijo la mujer en voz baja. Y creí percibir cómo, al otro lado del hilo, la mujer se arrellanaba cómodamente en su asiento y cruzaba las piernas.
  —Ya veremos —dije—. ¿Qué es lo que podremos entender en diez minutos?
  —Diez minutos pueden ser más largos de lo que crees.
  —¿Es verdad que me conoces? —le pregunté.
  —Nos hemos visto cientos de veces.
  —¿Cuándo? ¿Dónde?
  —En algún momento, en algún lugar —contestó la mujer—. Pero si tengo que explicarte, una a una, todas esas cosas, los diez minutos no bastarán. Lo único que importa es este momento, ¿no te parece?
  —Por lo menos dame alguna prueba. Dame una prueba de que me conoces.
  —¿Como qué?
  —Como mi edad, por ejemplo.
  —Treinta años —respondió ella al instante—. Treinta años y dos meses. ¿Te basta con esto?
  Enmudecí. Era evidente que me conocía. Pero por mucho que rebuscara en mi memoria, no lograba recordar su voz.
  —Ahora te toca a ti adivinar cosas sobre mí —dijo en tono provocativo—. Por la voz, imagínate cómo soy. Cuántos años tengo, dónde estoy, cuál es mi aspecto, ese tipo de cosas.
  —No lo sé —dije.
  —¡Vamos! ¡Inténtalo!
  Miré el reloj. Sólo habían transcurrido un minuto y cinco segundos.
  —No lo sé —repetí.
  —Entonces te lo voy a decir —dijo la mujer—. Estoy en la cama. Acabo de ducharme y no llevo nada.
  —¡Vamos!
  «Era de esperar», pensé. «Una llamada erótica.»
  —¿Prefieres quizá que me ponga ropa interior? ¿O medias? ¿Qué es lo que más te excita?
  —Me da igual. Ponte lo que quieras. Si quieres ponerte algo, te lo pones. Y si prefieres estar desnuda, quédate así. Mira, me sabe mal, pero no tengo ningún interés en hablar de eso por teléfono. Además tengo cosas que hacer y...
  —Sólo diez minutos. Dedicarme diez minutos no creo que sea una pérdida de tiempo irreparable en tu vida, ¿no? En fin, responde a mi pregunta. ¿Te gusto más desnuda? ¿O prefieres que me ponga algo? Tengo de todo, ¿sabes? Lencería negra de encaje...
  —Ya está bien así —dije.
  —Me prefieres así, ¿verdad?
  —Sí, así está bien —dije. Habían pasado cuatro minutos.
  —Mi vello púbico todavía está húmedo, ¿sabes? —dijo la mujer—. No me lo he secado bien con la toalla. Por eso todavía está húmedo. Húmedo y cálido. Y suave. Tan negro y suave. Acarícialo.
  —Oye, lo siento, pero...
  —Y debajo, está cálido, cálido. Igual que mantequilla caliente derretida. Así de cálido. En serio. ¿Sabes en qué postura me he puesto? Tengo la rodilla derecha levantada y la pierna izquierda separada hacia un lado. Como las agujas del reloj señalando las diez y cinco.
  Por su tono de voz comprendí que no mentía. Que verdaderamente tenía las piernas abiertas formando el ángulo de las diez y cinco y que su sexo estaba cálido y húmedo.
  —Acaríciame los labios. Despacio. Ábrelos. Así, despacio. Acarícialos con las yemas de los dedos. Sí, así, muy despacio. Y ahora toca con la otra mano mi pecho izquierdo. Acarícialo suavemente, desde abajo, pellizca suavemente los pezones. Otra vez, otra vez, otra vez... Hasta que me corra.
  Colgué el teléfono sin decir nada. Me tendí en el sofá y, mirando el reloj, exhalé un profundo suspiro. Había hablado con aquella mujer unos cinco o seis minutos.
  Diez minutos más tarde volvió a sonar el teléfono, pero esta vez no respondí. Sonó quince veces y luego se cortó. Cuando cesó, un silencio frío y profundo cayó a mí alrededor.

  Un poco antes de las dos me encaramé al muro de bloques de cemento y salté al callejón. Aunque lo llamemos así, no es propiamente un callejón. En realidad no existe palabra alguna para denominarlo. En sentido estricto, no es ni siquiera un camino. Un camino es un lugar de paso, con entrada y salida, que te conduce a un lugar determinado. Pero aquel callejón no tenía vía de acceso, hecho que lo convertía, en ambos extremos, en un callejón sin salida. Y tampoco se le podía llamar así. Un callejón sin salida tiene, como mínimo, una entrada. El caso era que los vecinos lo llamaban «callejón» como podían haberlo llamado de otro modo. Medía unos trescientos metros y se abría paso entre los patios traseros de dos hileras de casas. Tendría poco más de un metro de anchura y, como se abrían cercas acá y allá y se habían ido acumulando los trastos, muchos trechos había que pasarlos de costado.
  Según parece —me lo contó mi tío materno, que me alquilaba la casa por un precio irrisorio—, antaño sí había existido una entrada y una salida, y el callejón cumplía la función de camino vecinal que unía una calle con otra. Sin embargo, durante la época de la rápida expansión económica, se construyeron hileras de casas en aquel descampado y el callejón, constreñido más y más, fue estrechándose considerablemente. Además, como a los vecinos no les gustaba que la gente pasara por debajo de sus tejados o por delante de sus patios traseros, fueron cerrando las vías de acceso al callejón. Al principio se trataba simplemente de amables setos que preservaban las casas de las miradas ajenas, pero un vecino amplió su jardín y bloqueó por completo una de las entradas con un muro de cemento. Como respuesta, se cerró la otra entrada con una alambrada de espino de modo que ni un perro pudiera pasar. Dado que los vecinos, en principio, apenas pasaban por allí, nadie se quejó de que hubieran bloqueado ambas entradas e incluso se pensó que era una buena manera de prevenir la delincuencia. Por eso el camino se ha convertido ahora en una especie de canal abandonado, sin otra función que la de ser tierra de nadie que separe una casa de otra. En el suelo crecen frondosos los hierbajos y las arañas extienden sus telas pegajosas sobre ellos.
  No podía adivinar con qué objetivo había ido mi mujer tantas veces a un lugar así. Yo mismo no había pisado el callejón más que un par de veces y, por añadidura, Kumiko odiaba las arañas. «¡Qué le vamos a hacer!», pensé. «Si Kumiko me dice que vaya al callejón a buscar el gato, yo voy y lo busco.» Además, malo por malo, era comparativamente mejor dar vueltas por la calle que quedarse en casa esperando a que sonara el teléfono.
  La luz nítida del sol de principios de verano dibujaba un moteado en la superficie del camino con las sombras de las ramas que sobresalían sobre mi cabeza. Como no había viento, las sombras parecían manchas indelebles fijadas eternamente en el suelo. No penetraba ningún sonido hasta aquel lugar y parecía, incluso, que se oía respirar la hierba bañada por los rayos del sol. En el cielo flotaban algunas nubes pequeñas, tan nítidas y precisas que se asemejaban al fondo de un grabado en cobre medieval. Todo lo que aparecía ante mis ojos era tan maravillosamente nítido, que sentía mi propio cuerpo como un ente vago, desdibujado. Y hacía un calor espantoso. Llevaba una camiseta, unos pantalones delgados de algodón y unas zapatillas de tenis, pero tras andar tanto rato bajo el sol del verano, una fina película de sudor empezó a extenderse por mis axilas y los huecos del tórax. Como aquella misma mañana había sacado la camiseta y los pantalones de la caja donde guardaba la ropa de verano, un fuerte olor a naftalina me llegaba a la nariz. Entre las casas de la vecindad, se distinguían las antiguas y las que se habían construido recientemente. Las casas nuevas eran, por lo general, pequeñas, con un jardín también pequeño. Los tendederos se extendían hasta el callejón y a veces debía avanzar escurriéndome entre hileras de toallas, camisas y sábanas. Desde la puerta llegaba nítidamente el sonido de una televisión o del agua de la cisterna de un inodoro, y en el aire flotaba el olor a curry de las comidas.
  En las casas antiguas, por el contrario, apenas se apreciaba algún signo de vida. En el seto, a modo de biombo, se distribuían con habilidad diferentes tipos de arbustos y por los intersticios podían verse amplios jardines bien cuidados.
  En el rincón de un patio trasero había un solitario árbol de Navidad, seco y de color marrón. En otro jardín se amontonaban juguetes infantiles, revelación de infancias ya pasadas de varias personas. Un triciclo, un juego de aros, una espada de plástico, una pelota de goma, una tortuga de juguete, un pequeño bate de béisbol...
  Había un jardín donde habían instalado una canasta de baloncesto, otro con unas preciosas sillas de jardín alrededor de una mesa de cerámica. Aquellas sillas blancas llevaban aparentemente meses (quizás años) sin usarse y estaban cubiertas de tierra. Encima de la mesa, arrastrados y adheridos por la lluvia, unos pétalos de magnolia de color carmesí.
  En otra casa, a través de una puerta corredera con el marco de aluminio, podía verse de una sola mirada toda la sala de estar. Había un tresillo de cuero, un televisor de grandes dimensiones, un aparador (y encima una pecera con peces tropicales y dos trofeos) y una lámpara de pie de diseño. Parecía el decorado de una telenovela. También había un jardín con una caseta enorme para un perro grande, pero el perro no se veía por ningún lado y la puerta estaba abierta de par en par. La tela metálica de la puerta estaba abombada, como si alguien llevara meses descargando todo su peso contra ella desde el interior.
  La casa abandonada de la que hablaba Kumiko se encontraba un poco más allá de la casa de la perrera. Comprendí al primer golpe de vista que la casa estaba deshabitada. Y que no llevaba vacía precisamente unos dos o tres meses. Era una casa de dos plantas bastante moderna, pero los cerrojos de las contraventanas, cerradas a cal y canto, estaban oxidados y sobre la barandilla de las ventanas del primer piso se extendía una pátina de herrumbre rojiza. En el pequeño jardín se erguía una estatua de piedra de un pájaro con las alas extendidas. La estatua se apoyaba sobre un pedestal que de alto alcanzaba el pecho de una persona, a su alrededor crecían frondosos los hierbajos, y las puntas de los tallos de vara de oro que eran especialmente altos llegaban a tocar los pies del pájaro. Éste —aunque no sé qué tipo de pájaro debía de ser— aparecía con las alas desplegadas como si, de un momento a otro, fuera a levantar el vuelo en aquel jardín inhóspito. Aparte de aquella estatua no había otro adorno en el jardín. Frente a la casa se amontonaban algunas sillas de plástico de aspecto anticuado y, a su lado, una azalea mostraba sus flores de un brillante color rojo extrañamente irreal. Y hierbajos.
  Me apoyé contra la verja que me llegaba hasta el pecho y contemplé el jardín unos instantes. Era en efecto el tipo de jardín que gusta a los gatos, pero no se veía ninguno por ninguna parte. Encima del tejado, una paloma posada en la antena de televisión proyectaba su arrullo monótono sobre aquella escena. La sombra del pájaro de piedra caía sobre los hierbajos que crecían exuberantes a su alrededor.
  Saqué un caramelo de limón del bolsillo, lo desenvolví y me lo metí en la boca. Había aprovechado la ocasión de dejar el trabajo como pretexto para dejar de fumar y, desde entonces, a cambio, no podía vivir sin tener a mano un caramelo de limón. «Eres un caramelo-adicto», me decía mi mujer. «Se te van a llenar los dientes de caries.» Pero yo no podía dejar de chupar caramelos de limón. Mientras contemplaba el jardín, la paloma siguió posada en la antena arrullando en un idéntico tono regular, como un oficinista que fuera estampando un número en cada una de las hojas de un talonario. No sé cuánto tiempo estuve apoyado contra la verja. Recuerdo haber tirado el caramelo al suelo a medio chupar, cuando ya había dejado todo su dulzor en mi boca. Dirigí de nuevo la mirada hacia el lugar donde se proyectaba la sombra del pájaro de piedra. Y entonces me pareció oír una voz a mis espaldas que me llamaba.
  Al volverme vi a una jovencita de pie en el patio trasero de la casa de enfrente. Era baja de estatura e iba peinada con una coleta. Llevaba gafas de sol oscuras con la montura de color caramelo y vestía una camisa sin mangas de color azul celeste. Pese a no haber terminado aún la estación de las lluvias, sus delgados brazos desnudos mostraban un bronceado uniforme y bonito. Tenía una mano metida en el bolsillo de los pantalones cortos y la otra apoyada sobre el portillo de bambú que le llegaba hasta la cintura, manteniendo de este modo un precario equilibrio. Entre ella y yo había una distancia de aproximadamente un metro.
  —¡Uf! ¡Qué calor! —exclamó la chica.
  —Sí, desde luego —dije yo.
  Tras este breve intercambio de palabras, ella siguió en la misma posición, mirándome. Luego sacó un paquete de Hope cortos de un bolsillo de sus pantaloncitos, cogió un cigarrillo y se lo puso entre los labios. Su boca era pequeña y el labio superior estaba algo fruncido hacia arriba. Encendió una cerilla de cartón con mano experta y prendió fuego al cigarrillo. Al inclinar la cabeza hacia un lado, apareció con nitidez una oreja bellamente cincelada, suave, como acabada de hacer. Siguiendo el esbelto contorno, brillaba un fino vello.
  La chica tiró la cerilla al suelo, exhaló el humo frunciendo los labios y levantó la mirada hacia mí como si recordara de repente mi presencia. Los cristales de las gafas eran oscuros y, además, reflejaban la luz del sol, por lo que no podía ver sus ojos.
  —¿Vives por aquí? —me preguntó.
  —Sí —respondí e hice ademán de señalar hacia donde estaba mi casa, pero ya no sabía con certeza dónde me hallaba, después de haber doblado tantas esquinas y haber reseguido ángulos tan extraños. Por lo tanto, disimulé señalando hacia el primer lugar que me vino en gana.
  —Estoy buscando a mi gato —dije a modo de excusa mientras me frotaba la palma de la mano sudada en el pantalón—. Hace una semana que no ha vuelto por casa y me han dicho que lo han visto por aquí.
  —¿Cómo es?
  —Es un macho grande. Con manchas marrones. Y tiene la punta de la cola un poco doblada.
  —¿Cómo se llama?
  —Noboru —respondí—. Noboru Wataya.
  —Es un nombre muy majestuoso para un gato, ¿no?
  —Es el nombre de mi cuñado. Se parecen mucho y se lo pusimos en broma.
  —¿En qué se parecen?
  —No sé, tienen un algo. El modo de andar, la mirada somnolienta...
  La chica sonrió por primera vez. Al cambiar de expresión, me pareció mucho más joven de lo que había supuesto en un principio. Debía de tener unos quince o dieciséis años. Su labio superior apuntaba hacia arriba formando un ángulo extraño. Tuve la sensación de oír una voz que decía: «Acaríciame». Era la voz de la mujer del teléfono. Me enjugué el sudor de la frente con el dorso de la mano.
  —¿Un gato a rayas de color marrón, con la punta del rabo doblada? —repitió la chica a modo de confirmación—. ¿Lleva un collar o algo?
  —Lleva uno de esos antipulgas de color negro —dije yo.
  Ella se quedó pensando unos diez o quince segundos, mientras seguía con la mano apoyada en la puerta de madera. Luego tiró lo que quedaba del cigarrillo al suelo y lo pisó con la sandalia.
  —Es posible que haya visto ese gato —dijo ella—. De eso de la cola doblada no estoy segura, pero vi un gatazo a rayas de color marrón y creo que llevaba collar.
  —¿Cuándo lo has visto?
  —¡Uff! ¿Cuándo debía de ser? Pues quizás haga unos tres o cuatro días. El jardín de casa se ha convertido en lugar de paso para todos los gatos del vecindario, y hay muchos gatos que vienen y van. Todos vienen de casa de los Takitani, cruzan por nuestro jardín y entran en el de los Miyawaki.
  Ella señaló hacia la casa deshabitada de enfrente. Allí, el pájaro de piedra permanecía con las alas extendidas, los tallos de vara de oro aún recibían los rayos del sol de principios de verano y, posada en la antena, la paloma seguía desgranando su arrullo monótono.
  —Oye, ¿por qué no esperas en el jardín de casa? Al fin y al cabo, todos los gatos pasan por aquí y van hacia la casa de enfrente... Además, si andas merodeando por aquí, a lo mejor te toman por un ladrón y avisan a la policía. No sería la primera vez. —Dudé—. ¡Va! Estoy sola en casa y así podremos esperar a que pase el gato mientras tomamos el sol en el jardín. Tengo muy buena vista. Te seré muy útil.
  Miré el reloj de pulsera. Eran las dos y treinta y seis minutos. Todo lo que tenía que hacer antes de que anocheciera era recoger la colada y preparar la cena.
  Abrí el portillo, pasé adentro y caminé por encima del césped siguiendo a la chica. Entonces me di cuenta de que arrastraba ligeramente la pierna derecha. Dio unos pasos, se detuvo y se volvió hacia mí.
  —Iba montada en el asiento trasero de una motocicleta y salí volando —dijo como si no tuviera importancia—. Me pasó hace poco.
  En el lugar donde acababa el césped, había un gran roble y, debajo, dos tumbonas de lona. Del respaldo de una de ellas colgaba una toalla grande de color azul y sobre la otra había mezclados desordenadamente un paquete de Hope cortos por empezar, un cenicero, un encendedor, un radiocasete grande y unas revistas. Por el altavoz del radiocasete fluía rock duro a bajo volumen. Ella depositó en el césped todas las cosas tiradas encima de la tumbona para que pudiera sentarme y paró el radiocasete. Al sentarme, vi que entre los árboles se veía la casa deshabitada. También se distinguían la estatua del pájaro de piedra, las varas de oro y la verja. Probablemente, poco antes, ella me había estado observando desde su asiento en aquel lugar.
  Era un jardín muy amplio. El césped se extendía formando una suave pendiente y había hileras de árboles plantados aquí y allá. A la izquierda de las tumbonas había un gran estanque reforzado con hormigón, que llevaba vacío mucho tiempo a juzgar por el tono verde pálido que había adquirido el fondo expuesto a la luz del sol. Detrás de los árboles que quedaban a mi espalda se veía el edificio principal, una vieja casa de estilo occidental de aspecto más bien pequeño y modesto. Sólo el jardín era grande y estaba bastante bien cuidado.
  —Debe de costar mucho cuidar un jardín tan grande, ¿no? —pregunté mirando a mi alrededor.
  —Pues, no sé —respondió ella.
  —Es que, cuando era estudiante, trabajé de «corta-césped» en una empresa.
  —¿Ah, sí? —dijo ella sin interés.
  —¿Estás siempre sola? —pregunté.
  —Sí, siempre. Durante el día siempre estoy sola. Por la mañana y a última hora de la tarde viene una criada, pero el resto del día estoy sola. Oye, ¿quieres tomar algún refresco? También tengo cerveza.
  —No, gracias.
  —¿En serio? No hagas cumplidos.
  Negué con un movimiento de cabeza.
  —¿Y tú no vas a la escuela?
  —¿Y tú no vas al trabajo?
  —No tengo trabajo.
  —¿Estás en paro?
  —Más o menos. He dejado el trabajo hace poco.
  —¿De qué trabajabas?
  —De recadero de un abogado —dije—. Iba al ayuntamiento o a las oficinas del gobierno a recoger documentos, arreglaba papeles, comprobaba los procedimientos legales, hacía los trámites para el juzgado, ese tipo de cosas.
  —Pero lo dejaste.
  —Sí.
  —¿Tu mujer trabaja?
  —Sí —dije.
  La paloma que había estado arrullando en el tejado de la casa de enfrente había desaparecido. Cuando me di cuenta, sentí que me envolvía un silencio profundo.
  —Los gatos siempre pasan por aquí —dijo señalando al otro lado del césped—. ¿Ves el incinerador que hay detrás del seto de la casa de los Takitani? Vienen de allí, cruzan el césped, pasan por debajo del portillo y entran en el jardín de enfrente. Siempre hacen el mismo recorrido.
  Se puso las gafas de sol sobre la frente, lanzó una mirada a su alrededor entornando los ojos, volvió a ponerse las gafas de sol y exhaló una bocanada de humo. Al quitarse las gafas, pude ver un corte de un par de centímetros junto a su ojo izquierdo. Un corte muy profundo, de los que dejan cicatriz de por vida. A lo mejor llevaba las gafas oscuras para ocultar aquella herida. Su rostro no era especialmente bello, pero tenía algo que atraía. Quizá sus ojos vivos o la peculiar forma de sus labios.
  —¿Has oído hablar de los Miyawaki?
  —No —dije.
  —Son los que vivían en la casa abandonada. Muy buena gente. Tenían dos hijas, las dos iban a colegios privados para señoritas muy conocidos. El marido era dueño de dos o tres restaurantes familiares.
  —¿Por qué se marcharon?
  Ella frunció los labios indicando que no lo sabía.
  —Quizá tuvieran deudas. Se fueron de repente, como si huyeran. Hace ya un año de eso. Los hierbajos inundaron todo el jardín, se llenó de gatos que se meten por todas partes... Mi madre siempre se está quejando.
  —¿Tantos gatos hay?
  Con el cigarrillo entre los labios, la chica miró hacia el cielo.
  —Hay todo tipo de gatos. Uno sin pelo, otro tuerto..., perdió un ojo y en su lugar tiene un amasijo de carne. Es terrible, ¿no te parece?
  Asentí con un movimiento de cabeza.
  —Tengo una pariente con seis dedos en la mano. Una chica algo mayor que yo. Al lado del meñique tiene pegado un dedo pequeñito que parece el de un bebé. Siempre lo lleva doblado de manera tan hábil que a simple vista no se ve. Es una chica muy guapa.
  —Ah, ya.
  —¿Crees que eso se hereda? No sé... como una cosa de familia.
  Le dije que no sabía mucho de genética.
  Ella permaneció en silencio unos instantes. Yo miraba fijamente hacia el camino de los gatos chupando un caramelo. Aún no había aparecido ningún gato.
  —Oye, ¿de verdad no quieres tomar nada? Yo voy a beber una Coca-Cola —dijo la chica.
  Le respondí que no quería tomar nada.
  Se levantó de la tumbona y, cuando desapareció renqueando ligeramente detrás de la hilera de árboles, yo cogí la revista que estaba tirada por el suelo y la hojeé. Al contrario de mis expectativas, se trataba de una revista mensual masculina. En el heliograbado de la página central había una mujer con unas bragas finas que transparentaban su sexo y el vello púbico, estaba sentada en un taburete, en una postura poco natural, con las piernas bien abiertas. Devolví la revista a su sitio, crucé los brazos sobre el pecho y dirigí de nuevo la mirada hacia el camino de los gatos.

  Pasó mucho tiempo antes de que la chica volviera con un vaso de Coca-Cola en la mano. Era una tarde muy calurosa. Sentado en la tumbona, inmóvil bajo los rayos del sol, tenía la cabeza embotada y se me habían ido quitando las ganas de pensar.
  —Oye, si supieras que la chica que quieres tiene seis dedos, ¿qué harías? —preguntó reanudando de este modo la conversación.
  —La vendería a un circo —dije yo.
  —¿En serio?
  —¡Es broma, mujer! —dije riendo—. Probablemente no me importaría.
  —¿Ni que hubiera la posibilidad de que lo heredaran vuestros hijos?
  Me quedé pensando unos instantes.
  —Creo que no me importaría. Tampoco es tan grave tener un dedo de más.
  —¿Y si tuviera cuatro pechos?
  Volví a quedarme pensativo.
  —No lo sé —dije al fin.
  ¿Cuatro pechos? Aquella historia parecía interminable, así que decidí cambiar de tema.
  —¿Cuántos años tienes?
  —Dieciséis —respondió la chica—. Acabo de cumplir los dieciséis. Estoy en primero de secundaria.
  —Entonces, ¿cómo es que no vas a la escuela?
  —Si ando mucho rato, aún me duele la pierna. Y también tengo una herida junto al ojo. Es una escuela muy severa y, si saben que me he hecho daño al caerme de una moto, me las cargaré... Así que estoy de baja por enfermedad. Tampoco pasaría nada si faltara un año a clase. No tengo ninguna prisa por pasar a segundo.
  —Claro —dije.
  —Pero, oye, lo que hablábamos antes... Has dicho que no te importaría casarte con una chica que tuviera seis dedos, pero que te parecería horrible que tuviera cuatro pechos.
  —Yo no he dicho que me pareciera horrible. He dicho que no sabía qué haría.
  —¿Y por qué no lo sabes?
  —Porque no me lo puedo imaginar.
  —¿Pero sí puedes imaginártela con seis dedos?
  —De aquella manera.
  —¿Y dónde está la diferencia? Entre seis dedos y cuatro pechos...
  Intenté reflexionar sobre ello, pero no se me ocurrió ninguna buena explicación.
  —Oye, ¿pregunto demasiado?
  —¿Te dicen eso?
  —A veces.
  Dirigí de nuevo la mirada hacia el camino de los gatos. «¿Qué diablos estoy haciendo aquí?», pensé. «¿Acaso ha aparecido algún gato en todo este tiempo?» Con los brazos cruzados sobre el pecho, cerré los ojos durante veinte o treinta segundos. Si me mantenía con los ojos cerrados, inmóvil, podía sentir cómo flotaba el sudor sobre las diferentes partes de mi cuerpo. La luz del sol poseía una extraña pesadez que vertía en mi interior. La chica agitó el vaso y el hielo sonó como si fuera una esquila.
  —Si quieres, puedes dormir. Cuando aparezca algún gato, ya te despertaré —dijo en voz baja.
  Con los ojos cerrados, asentí en silencio.
  No se movía ni una hoja. No se oía nada. Aparentemente, la paloma había desaparecido. Pensé en la mujer del teléfono. ¿La conocía en realidad? Ni su voz ni su manera de hablar me eran familiares. Sin embargo, la mujer parecía conocerme bien. Igual que en una escena de un cuadro de De Chirico, la sombra alargada de la mujer se extendía hacia mí cruzando la calle. Y, sin embargo, su existencia permanecía en un lugar remoto, alejado de los dominios de mi conciencia. El timbre del teléfono seguiría sonando de forma indefinida junto a mi oído.
  —Oye, ¿estás durmiendo? —preguntó la chica en voz extremadamente baja.
  —No, no duermo.
  —¿Puedo acercarme más? Me es más cómodo hablar en voz baja.
  —Sí, claro —dije, todavía con los ojos cerrados.
  Ella corrió la tumbona hacia un lado y la pegó a la mía. La madera entrechocó con un chasquido.
  «¡Qué extraño!», pensé. «Su voz suena del todo diferente si la escucho con los ojos abiertos o con los ojos cerrados.»
  —¿Puedo hablar un poco? —preguntó la chica—. Hablaré muy bajito y no hace falta que respondas. Y puedes dormirte mientras, si quieres.
  —De acuerdo —dije.
  —Cuando alguien se muere, es fascinante.
  Hablaba con la boca pegada a mi oído y sus palabras me iban penetrando suavemente, impregnadas de un aliento húmedo y cálido.
  —¿Por qué? —pregunté.
  Me puso un dedo sobre los labios como si estampara un sello.
  —No hagas preguntas —dijo—. Y no abras los ojos, ¿de acuerdo?
  Asentí con el mismo tono de voz.
  Separó el dedo de mis labios y lo puso sobre mi muñeca.
  —Me gustaría tener un bisturí y hacerle una disección. No al cadáver. Sino a la muerte misma. Pienso que la esencia de la muerte debe de estar en alguna parte. Es algo fofo, blando, como un soft-ball, con los nervios insensibilizados. Me gustaría sacar eso de dentro de una persona muerta y abrirlo. Siempre lo pienso. Cómo debe de ser su interior. Quizá dentro sea duro como la pasta de dientes que se ha secado en el tubo. ¿No te parece? Vale, de acuerdo, no respondas. De fuera parece blandurrienta, pero cuanto más te acercas a su interior, más dura se vuelve. Por eso, primero quiero cortar la piel, abrirlo y sacar la parte blanda de dentro, ir sacándola con un bisturí y una espátula. Entonces, conforme fuera llegando al interior, la parte blanda se iría endureciendo más y más, hasta que al final llegaría al corazón. Es pequeño, durísimo, como una bola de cojinete. ¿No crees? —La chica tosió suavemente dos o tres veces—. Últimamente, no se me quita de la cabeza. Debe de ser porque no hago nada en todo el día. Si no tienes nada que hacer, los pensamientos te van llevando cada vez más lejos. Te llevan tan lejos, que llega un punto en que ya no puedes seguirlos. —Apartó el dedo de encima de mi muñeca, cogió el vaso y se bebió la Coca-Cola que quedaba. Por el sonido del hielo, comprendí que había vaciado el vaso—. No te preocupes por lo del gato. Cuando aparezca Noboru Wataya te avisaré. Tú mantén los ojos cerrados. Seguro que Noboru Wataya va ahora andando por aquí. Seguro que aparecerá de un momento a otro. Noboru Wataya está andando a través de la hierba, pasa por debajo de la puerta y se acerca cada vez más, deteniéndose de vez en cuando, oliendo las flores... Imagínatelo.
  Pero lo único que lograba evocar era la imagen terriblemente borrosa de un gato, similar a una fotografía hecha a contraluz. La luz del sol al penetrar a través de mis párpados difuminaba de una manera inestable la oscuridad del interior y, por mucho que me esforzara, no podía dibujar con precisión la figura de un gato. La imagen del gato que lograba evocar era deforme y antinatural, como una mala caricatura. Algunos puntos característicos sí se parecían, pero le faltaban las partes esenciales. Ni siquiera lograba recordar su modo de andar.
  La chica volvió a poner el dedo sobre mi muñeca y dibujó en ella una extraña figura de contornos imprecisos. Entonces, como respuesta, una oscuridad distinta a la que había experimentado hasta aquel momento empezó a meterse en mi conciencia. «Debo de estar a punto de dormirme», pensé. No quería dormirme, pero no pude evitarlo. Sobre la tumbona, sentía mi cuerpo tan pesado como el cadáver de otra persona.
  Dentro de esta oscuridad, imaginé solamente las cuatro patas de Noboru Wataya. Eran cuatro patas silenciosas de color marrón, cada una con un bulto blando, como de goma, adherido bajo la planta. Las patas hollaban el suelo en algún lugar sin emitir sonido alguno.
  ¿Dónde?
  «Diez minutos bastarán», había dicho la mujer del teléfono. «No, no es cierto», pensé yo. «A veces diez minutos no son diez minutos.» Se pueden alargar y acortar. Eso lo sé yo muy bien.

  Cuando me desperté, estaba solo. No había nadie en la tumbona pegada a la mía. La toalla, el tabaco y las revistas permanecían allí, pero el vaso de Coca-Cola y el radiocasete habían desaparecido.
  El sol empezaba a descender por el oeste y las sombras de las ramas del roble se extendían hasta mis rodillas. Las agujas de mi reloj de pulsera señalaban las cuatro y cuarto. Sin levantarme de la tumbona, incorporé la parte superior del cuerpo y miré a mi alrededor. El amplio césped, el estanque seco, el seto, la estatua del pájaro, la vara de oro, la antena de televisión. No se veía ningún gato. Tampoco a la chica.
  Sentado en la tumbona, dirigí los ojos al camino de los gatos y esperé a que ella volviera. Diez minutos después, el gato y la chica seguían sin aparecer. A mi alrededor todo permanecía inmóvil. Daba la sensación de que habían pasado muchísimos años mientras yo dormía.
  Me levanté y miré hacia el edificio. Pero allí no había ningún signo de vida. Sólo el cristal de la ventana reflejando, cegadora, la luz del ocaso. Resignado, crucé el césped, salí al callejón y volví a casa. No había logrado encontrar el gato, pero al menos lo había intentado.

  Al llegar a casa, entré la colada y preparé una cena sencilla. A las cinco y media el teléfono sonó doce veces, pero no cogí el auricular. Cuando dejaba de sonar, la reverberación del timbre flotaba como el polvo en la penumbra del crepúsculo dentro de la habitación. El reloj golpeaba diligentemente con las duras puntas de sus dedos una tabla transparente sostenida en el espacio.
  «¿Por qué no escribo un poema sobre el pájaro-que-da-cuerda?», pensé. Pero, por más que me esforcé, no se me ocurría el primer verso.
  Tampoco creía que a las estudiantes de secundaria pudiera gustarles un poema sobre el pájaro-que-da-cuerda.

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