lunes, 30 de marzo de 2015

Malcolm Lowry.Bajo el volcán. Novela.


Malcolm Lowry
(Birkenhead, 1909-Ripe, 1957) Escritor británico. Abandonó sus estudios en Cambridge para ser marinero, experiencia que relata en su primera novela, Ultramarina (1934). Residió en EE UU, México y Canadá. Progresivamente alcoholizado, transformó sus obsesiones en materia de una brillante obra literaria, influida por Melville y por Joyce (Bajo el volcán, 1947; Lunar cáustico, 1963; Oscuro como la tumba donde yace mi amigo, 1968); son notables también sus poemas y su epistolario.
http://www.biografiasyvidas.com/biografia/l/lowry.htm
***
El Día de Muertos de 1938 es una jornada aciaga para el ex cónsul británico en México, Geoffrey Firmin, un hombre alcohólico, arruinado por los fantasmas de su mente y de su pasado y cuyos oscuros sentimientos de culpabilidad alimentan una soterrada voluntad de autodestrucción. Incapaz de reaccionar al regreso de su ex mujer, Yvonne, el cónsul deja que ella se acerque de nuevo a su hermanastro Hugh, trotamundos implicado en actividades políticas. Y durante las veinticuatro horas en que transcurre la novela, en un México que simboliza al tiempo el paraíso y el infierno terrenales, se suceden alejamientos, malentendidos y encuentros conflictivos, y hasta violentos, con personajes de toda índole. Un funesto augurio un indio moribundo al borde de un camino da la primera señal de alarma. Mientras Geoffrey, cada vez más ensimismado, naufraga lentamente en sus delirios etílicos ante los ojos de Yvonne y Hugh, éstos asisten impotentes a los estragos de su trágica caída.
Fuente: N.N.

Fragmento. Bajo el volcán. Novela.


¡De cuantas maravillas / pueblan el mundo, la mayor, el hombre! / Él en alas del noto entre la bruma / cruza la blanca mar, sin que le asombre / la hinchada ola de rugiente espuma. / Y a la Tierra también, la anciana diosa, / incansable, inmortal, ha domeñado / con sus ágiles mulas, yunta airosa, / que año tras año le hincan el arado.
Él a las aves, cabecitas hueras, / a los monstruos del ponto y a las fieras, / ingenioso y sagaz, las redes tiende, / y nada de sus mallas se defiende. / Para rendir al animal que ronda / libre los campos, con primor se amaña, / y bajo el yugo domador sujeta / al resistente toro de montaña, / al potro hirsuto de cerviz inquieta.
El lenguaje adquirió, y el pensamiento / que corre más que el viento, / y el temple vario en que el vivir estriba / del hombre en la ciudad. Con hábil treta / los flechazos del hielo astuto esquiva / y el chubasco importuno / que no dejan parar a cielo raso. / Su avance no detiene azar alguno, / y no hay dolencia que le salga al paso / que a soslayar no acierte. / De sólo un mal no escapa: de la muerte.

SÓFOCLES, Antígona


Now I blessed the condition of the dog and toad, yea, gladly would I have been in the condition of the dog or horse, for I knew they had no soul to perish under the everlasting weight of Hell or Sin, as mine was like to do. Nay, and though I saw this, felt this, and was broken to pieces with it, yet that wich added to my sorrow was, that I could not find with all my soul that I did desire deliverance.

JOHN BUNYAN, Grace Abounding for the Chief of Sinners


Wer immer strebend sich bemüht, den kónnen wir erlösen.

GOETHE



 I


Dos cadenas montañosas atraviesan la República, aproximadamente de norte a sur, formando entre sí valles y planicies. Ante uno de estos valles, dominado por dos volcanes, se extiende a dos mil metros sobre el nivel del mar, la ciudad de Quauhnáhuac. Queda situada bastante al sur del Trópico de Cáncer; para ser exactos, en el paralelo diecinueve, casi a la misma latitud en que se encuentran, al oeste, en el Pacífico, las islas de Revillagigedo o, mucho más hacia el oeste, el extremo más meridional de Hawai y, hacia el este, el puerto de Tzucox en el litoral atlántico de Yucatán, cerca de la frontera de Honduras Británica o, mucho más hacia el este, en la India, la ciudad de Yuggernaut, en la Bahía de Bengala.
Los muros de la ciudad, construida en una colina, son altos; las calles y veredas, tortuosas y accidentadas; los caminos, sinuosos. Una carretera amplia y hermosa, de estilo norteamericano, entra por el norte y se pierde en estrechas callejuelas para convertirse, al salir, en un sendero de cabras. Quauhnáhuac tiene dieciocho iglesias y cincuenta y siete cantinas. También se enorgullece de su campo de golf, de multitud de espléndidos hoteles y de no menos de cuatrocientas albercas, públicas y particulares, colmadas por la lluvia que incesantemente se precipita de las montañas.
En las afueras de la ciudad, cerca de la estación del ferrocarril, se yergue, en una colina ligeramente más alta, el Hotel Casino de la Selva. Está situado bastante lejos de la carretera principal y lo rodean jardines y terrazas que, en cualquier dirección, dominan un amplio panorama. Aunque palaciego, lo invade cierta atmósfera de desolado esplendor. Porque ya no es un casino. Ni siquiera se pueden apostar a una partida de dados las bebidas que se consumen en el bar. Lo rondan fantasmas de jugadores arruinados. Nadie parece nadar jamás en su espléndida piscina olímpica. Vacíos y funestos están los trampolines. Los frontones, desiertos, invadidos de hierba. Sólo dos campos de tenis se mantienen en buen estado durante la temporada.
Hacia la hora del crepúsculo del Día de Muertos, en noviembre de 1939, dos hombres, vestidos de franela blanca, estaban sentados bebiendo anís en la terraza principal del Casino. Habían jugado primero al tenis, luego al billar, y las raquetas envueltas en fundas impermeables y cautivas en sus prensas —la del doctor, triangular, la del otro, cuadrangular— descansaban frente a ellos en el parapeto. Mientras se acercaban las procesiones que descendían serpeando por la colina detrás del hotel, llegaban hasta ambos los sonidos plañideros de sus cánticos; volviéronse para ver a los dolientes, a los que sólo pudieron distinguir poco después, cuando las melancólicas luces de sus velas comenzaron a girar entre los lejanos haces de los maizales. El doctor Arturo Díaz Vigil acercó la botella de Anís del Mono a M. Jacques Laruelle, que ahora se asomaba, absorto, por encima del parapeto.
Abajo, ligeramente a la derecha, en el gigantesco atardecer encarnado cuyo reflejo sangraba en las piscinas desiertas esparcidas por doquier como otros tantos espejismos, extendíanse la paz y la dulzura de la ciudad. Desde donde estaban sentados, ésta parecía bastante apacible. Sólo escuchando atentamente, como ahora lo hacía M. Laruelle, podía percibirse un sonido confuso y remoto —claro y, sin embargo, inseparable del minúsculo murmullo, del sonsonete de los dolientes— como de un cántico que se elevaba para luego caer, y un pisoteo regular —los estallidos y gritos de la fiesta que había durado todo el día.
M. Laruelle se sirvió otro anís. Estaba bebiendo anís porque le recordaba el ajenjo. Un intenso rubor teñía su rostro y su mano colocada sobre la botella, en cuya etiqueta un demonio encarnado blandía ante sus ojos un tridente, temblaba un poco al asirla.
—Quise persuadirle de que se marchara para se déalcoholiser —dijo el doctor Vigil. Titubeó al emplear la expresión francesa, y prosiguió en su mal inglés—. Pero yo mismo me sentía tan enfermo aquel día, después del baile, que sufría física, realmente. Eso es pésimo porque nosotros los médicos debemos comportarnos como apóstoles. Recuerde que aquel día también usted y yo jugamos al tenis. Pues bien, después busqué al Cónsul en su jardín y le mandé un muchacho para ver si venía unos minutos a tocar a mi puerta; se lo agradecería; si no, que me escribiera una nota si la bebida no lo había matado ya.
M. Laruelle sonrió.
—Pero se han marchado —prosiguió el otro—. Y sí, pensé preguntarle a usted también aquel día si lo habían buscado en casa del Cónsul.
—Estaba en mi casa cuando usted telefoneó, Arturo.
—¡Oh!, ya lo sé, pero pescamos una horrible borrachera esa noche anterior, nos pusimos tan 'perfectamente borrachos'*, que me pareció a mí que el Cónsul se sentía tan mal como yo —el doctor Vigil meneó la cabeza— La enfermedad no se halla sólo en el cuerpo, sino en aquella parte a la que solía llamarse alma, ¡pobre de su amigo! ¡Gastar su dinero en la tierra en esas tragedias continuas!
M. Laruelle terminó su copa. Levantóse y se dirigió al parapeto; apoyando las manos sobre las raquetas, miró hacia abajo, en torno suyo: contempló los abandonados frontones de jai-alai con las paredes cubiertas de hierba, vio las mesas de tenis, muertas, y la fuente, bastante cercana al centro de la avenida del hotel, en donde un campesino había detenido su caballo para darle de beber. Dos americanos, un joven y una chica, iniciaban un tardío partido de ping-pong en la galería del anexo inferior. Cuanto había ocurrido hacía hoy exactamente un año parecía pertenecer ya a una era distinta. Se hubiera podido creer que los horrores del presente lo habían engullido como una gota de agua. Pero no había sido así. Aunque la tragedia estaba transformándose en algo irreal y sin significado, parecía que aún era permitido recordar los días en que la vida personal tenía algún valor y no era una simple errata en algún comunicado. Encendió un cigarrillo. Lejos, a su izquierda, en el nordeste, más allá del valle y de los contrafuertes en forma de terraza de la Sierra Madre Oriental, ambos volcanes, Popocatépetl e Iztaccíhuatl, se erguían majestuosos y nítidos, contra el fondo del crepúsculo. Más cerca, tal vez a unos quince kilómetros, a menor altura que el valle principal, distinguió el pueblo de Tomalín, anidado tras la selva, desde la cual ascendía un tenue velo de humo ilícito: alguien quemaba leña para hacer carbón. Ante sí, del otro lado de la carretera principal, se extendían campos y boscajes entre los cuales serpeaban un río y el camino de Alcapancingo. La atalaya de una prisión se elevaba sobre un bosque entre el río y la carretera que se perdía más adelante, allá donde las colinas purpúreas de un paraíso a lo Doré desaparecían en la distancia. En la ciudad, las luces del único cine de Quauhnáhuac, que construido en una colina se destacaba notablemente, se encendieron de pronto; vacilaron un momento y volvieron a prenderse.
—'No se puede vivir sin amar' —dijo M. Laruelle—. Como ese 'estúpido' lo escribió en mi casa.
—Vamos, 'amigo', despreocúpese —dijo el Dr. Vigil, a su espalda.
—Pero, '¡hombre!' ¡Yvonne volvió! Eso es lo que nunca podré entender. ¡Volvió a su lado! —M. Laruelle regresó a la mesa, en donde se sirvió y bebió un vaso de agua mineral de Tehuacán. Dijo:
—'Salud y pesetas'.
—'Y tiempo para gastarlas' —replicó, absorto, su amigo... M. Laruelle contempló al doctor que, recostado en su silla de playa, bostezaba; observó su rostro, su rostro de mexicano imposiblemente apuesto, moreno e imperturbable, los ojos oscuros de mirada bondadosa, inocentes, como los de aquellos niños oaxaqueños, bellos y ansiosos, que viven en Tehuantepec (sitio ideal en el que las mujeres hacen el trabajo mientras los hombres se bañan todo el día) y las manos pequeñas y finas y sus delicadas muñecas en las que resultaba casi sorprendente ver que despuntaba un vello negro y áspero.
—Dejé de preocuparme hace mucho, Arturo —dijo en inglés, quitándose el cigarrillo de los labios con sus dedos nerviosos y finos, en los cuales tenía conciencia de llevar demasiados anillos—. Lo que encuentro más... —M. Laruelle se percató de que su cigarrillo estaba apagado y se sirvió otro anís.
—'Con permiso' —el doctor Vigil le acercó un encendedor que ardió con tal rapidez, que le pareció como si ya hubiera estado prendido en el bolsillo de donde lo sacó; tal fue la coincidencia entre ademán e ignición. Ofreció la llama a M. Laruelle—. ¿No fue usted nunca aquí a la iglesia de los desheredados —preguntó de súbito—, donde está la Virgen de aquellos que no tienen a nadie?
M. Laruelle negó con la cabeza.
—Ninguno va allí. Sólo los que no tienen a nadie —dijo el doctor pausadamente. Se guardó el encendedor en el bolsillo y miró su reloj, enderezando la muñeca con ágil movimiento—. Allons-nous-en —añadió— 'vamonos' —y se rió perezosamente con una serie de cabeceos que parecían inclinar su cuerpo hacia adelante, hasta que la cabeza descansó entre sus manos. Después se levantó y fue a situarse junto a M. Laruelle en el parapeto, aspirando profundamente—. ¡Ah! Ésta es la hora que me encanta, con el sol que se oculta, cuando todo hombre se pone a cantar y todos los perros a «ladronear».
M. Laruelle se rió. Mientras conversaban, el cielo, hacia el sur, se había cubierto de furor y tempestad; ya los dolientes habían desaparecido de la colina. Adormercidos en la altura, los zopilotes flotaban en el aire sobre sus cabezas.
—Entonces, a las ocho y media; tal vez vaya a pasar un rato en el 'cine'.
—Bueno. Lo veré entonces esta noche en el sitio convenido. Recuerde: sigo sin creer que se vaya mañana —tendió la mano y M. Laruelle, que le guardaba afecto, la estrechó vigorosamente—. Trate de venir en la noche; si no, entienda, por favor, que siempre tendré interés por su salud.
—'Hasta la vista'.
—'Hasta la vista'.
Solo, junto a la carretera por la que hacía cuatro años llegó desde Los Ángeles, hasta el último kilómetro de aquel viaje largo, insensato y hermoso, también M. Laruelle resistíase a creer que se marcharía. La idea del mañana le pareció casi insoportable. Se detuvo indeciso sobre la ruta que seguiría para llegar a casa, cuando el autobús Tomalín-Zócalo, pequeño y repleto, pasó traqueteando a su lado hacia la falda de la colina, rumbo a la barranca, antes de iniciar el ascenso a Quauhnáhuac. Esta noche le repugnaba seguir el mismo camino. Atravesó la calle, con rumbo a la estación. Aunque no iba a marcharse por ferrocarril, ante la idea de la partida, de su inminencia, nuevamente le invadió una abrumadora tristeza y, evitando puerilmente las agujas, siguió por los rieles. Los rayos del sol poniente rebotaban en los tanques de petróleo que se hallaban en el pasto del andén. La estación dormitaba. Las vías estaban desiertas; las señales, levantadas. Poco de cuanto en ella había daba idea de que alguna vez allí llegara un tren, por no decir que de allí saliera.

viernes, 27 de marzo de 2015

Apostillas literarias. Breves ideas sobre la Novela Negra y el Laberinto del Verdugo.

(Foto: en el orden usual, los escritores: Guillermo Fernández, Daniel Quirós, J.Méndez-Limbrick y Carlos Cortés).

Apostillas literarias. Breves ideas sobre la Novela Negra y el Laberinto del Verdugo.
La refundición de la actual novela negra.
Ideas expuestas en la Feria Internacional del Libro. Antigua Aduana. Año: 2014.

Siempre he sido un escéptico a los cánones.  Porque al final: ¿qué es un canon?  Un canon  es – a mi entender – un modelo de características perfectas en el Arte.
Los cánones literarios occidentales se remontan a la época greco-latina y así seguiría el Arte en general durante muchos siglos, mirando a estas dos grandes culturas como modelos.

Sin embargo, hoy por hoy existen zonas grises, zonas en las que el Arte en general – en este caso la Literatura y sus diferentes géneros -  no se pueden clasificar con facilidad. En este caso preciso: la novela negra, la novela policial o gótica.
Quizá los que mejor han entendido este tema o problemática son los académicos Dra Nadina Olmedo y el Dr Osvaldo Di Paolo.

Di Paolo doctor en Literatura y profesor de la Universidad de Austin Peay conjuntamente con la doctora Olmedo, han elaborado toda una teoría sobre la refundición de los géneros literarios (novela negra, gótica y policial) en lo que han llamado muy acertadamente: novela negrótica.

Dice el citado profesor:
“En La novela policial (1968), P. Boileau y T. Narcejac puntualizan la relación entre la novela criminal y de terror, ya que en varias ocasiones ambas utilizan un componente básico —el miedo-delito— como eje de sus sucesos. Para ambos críticos “el miedo provoca la investigación y la investigación hace desaparecer el miedo”. Claro que sus conclusiones son pertinentes a la mitad del siglo XX, en la cual la novela policial clásica predomina en el mercado editorial. En la actualidad, la paulatina transformación de la novela detectivesca clásica en novela negra no siempre incorpora una investigación que valide de manera exclusiva esta aserción.  A su vez, si bien en La novela criminal (1991), Valles Calatrava señala que “hay hechos delictivos en Drácula de Bram Stoker o el Frankenstein de Mary Shelley por ejemplo, o elementos terroríficos en Los crímenes de la calle Morgue, pero tales componentes figuran como un elemento temático no excesivamente relevante, como un aditamento”; hoy en día es posible afirmar que existen textos en los que el miedo y el delito operan como cimientos narrativos constantes, productos de la evolución de la novela negra y de la gótica.

Especialmente en tiempos contemporáneos, estos dos géneros se fusionan homogéneamente para dar origen a la “novela negrótica”, la cual se vale de los elementos inherentes a cada uno—detective, criminal, crimen (en la vertiente negra) y castillos, vampiros, fantasmas, laberintos (en la corriente gótica). Al mismo tiempo, estas dos tendencias bien demarcadas comparten recursos comunes—suspenso, nociones del bien y del mal, asesinos, terror, violencia, peligro, víctimas y victimarios, personajes supernaturales, marginalidad, venganzas, espacios en ruinas y decadentes e identidades dobles— y, en un mismo texto, resaltan su convergencia posmoderna para vociferar los terrores de la sociedad contemporánea. En otras palabras, esta disolución genérica entre el gótico y la novela negra vuelve a coagularse en un negrótico posmoderno. Esta mutación (1) resalta las áreas subterráneas que yacen detrás de las experiencias cotidianas y que preocupan al individuo y al seno social en su conjunto, (2) cuestiona los miedos, creencias y prejuicios que repercuten en la sociedad y (3) presenta una estética sombría producto de la intranquila experiencia colectiva. Para escudriñar estas aseveraciones, este ensayo explora la metamorfosis del vampiro-asesino contemporáneo en El laberinto del verdugo (2009) de Jorge Méndez Limbrick y resaltar la problemática actual de la sociedad costarricense”.
Spanish American Studies
Session:
Metamorfosis: bestias, vampiros y posthumanidad. Universidad de Kentucky, USA.

Más, estos conceptos – de zonas grises y penumbrosas -  no son totalmente de principios del siglo XXI  porque, el genio de la literatura polaca Wietkiewicz, en la primerísima mitad del siglo XX, poseyó conceptos interesantísimos acerca de la novela como género, dice:

“ Por esa misma razón, una novela puede ser cualquier cosa, independientemente de las leyes de la composición, empezando por una aventura psicológica...” No transcribo literalmente el fragmento en mención puesto que,  es demasiado extenso.
Lo importante de la anterior afirmación del escritor polaco es que afirma sin tapujos que en una novela existen y siempre existirán zonas grises en donde lo clasificación es imposible.

Pienso entonces que, lo importante de un texto narrativo no es su clasificación per se,  sino si está bien o mal escrito, y si entretiene  al lector, lo demás sobra.
Sin embargo, retomando la idea de los académicos Olmedo y Di Paolo, en efecto hoy en día se puede percibir una refundición de géneros y en especial en la novela negra y lo que han definido como novela negrótica.

Veamos:
1. En la Novela Negra siempre los  ambientes son oscuros, tenebrosos, no así en la Novela Policíaca. En el Laberinto del Verdugo se da siempre un clima oscuro, incluso la mayoría de las narraciones la acción transcurre en la noche. Es un mundo nocturno.
2. En la Novela Negra  la solución del misterio no es lo importante, sino lo que se desarrolla, lo que se cuenta. En el Laberinto del Verdugo, en efecto, lo importante no es la solución de los crímenes.
3. En ambas corrientes (novela negra y policial)  la violencia está presente. Sin embargo,  pienso que en la Novela Negra, la violencia es una violencia larvada a diferencia de la policial. Este último es un rasgo típico de El laberinto del verdugo: la violencia es una violencia oculta, poco descriptiva.
4. Una zona que se difumina en ambos géneros son los personajes que por lo general son personajes derrotados, de los bajos fondos. En el Laberinto del verdugo, la mayoría de los personajes, chapotean en los bajos fondos.
5. En la Novela Negra es más importante ahondar en la psique humana no así en la novela policíaca que lo importante es resolver el crimen. En El laberinto del verdugo, se hace un extenso cuadro psicológico de Henry de Quincey. Los crímenes se dejan de lado, son un pretexto para contar otras historias, una historia de un San José oculto entre otras.
6. En la Novela Negra se retratan las debilidades humanas. En El laberinto del verdugo, se hace un estudio del por qué de los asesinatos y las flaquezas humanas, principalmente las de don Julián Casasola Brown. Además, existe un amplio análisis de lo ético y lo moral.

Hoy por hoy – vuelvo a repetir- el Arte en general deja a un lado los conceptos clásicos del canon y se refunde o se funde con otros géneros algo impensable varias décadas atrás.

Trilce: escisión del yo en seno del hogar Santiago Vizcaíno Armijos.


ENSAYO
Trilce: escisión del yo en seno del hogar

Trilce: escisión del yo en seno del hogar
Santiago Vizcaíno Armijos

Hay un lugar que yo me sé
en este mundo, nada menos,
adonde nunca llegaremos.
César Vallejo

Ya se ha dicho de Trilce (Lima, 1922) que “es el libro más radical de la poesía escrita en lengua castellana”(1), o que es el libro “aquel donde su poética de vanguardia alcanza cabal realización, aquel que constituye la matriz generadora de lo mejor de su obra”(2). O también que “Trilce es un libro extremo, revolucionario por su exploración de un lenguaje auténtico (…)”.(3) El mismo “indio” Mariátegui apreció la poesía de Vallejo como “una experiencia filosófica” donde se “condensa la actitud espiritual de una raza, de un pueblo”.(4) Y así se podría seguir citando el súmmum crítico que ha atendido a la poética de Trilce. El acervo bibliográfico al que podemos acceder es, pues, inmenso y abruma a aquel que se inicia en el estudio crítico de su obra con el ingenuo afán de plantear una novedad.

Abundan asimismo los estudios estilísticos exhaustivos del lenguaje de renovación expresiva que desarrolla Vallejo en Trilce y con el cual rompe con la tradición inmediatamente anterior: el modernismo. Por ello se lo ha situado, además, como figura totémica de la vanguardia latinoamericana. Hay quienes, por supuesto, discrepan con esta aseveración, y ven en Trilce más bien la figura de la escisión de un orden que va más allá de las tendencias que empezaban a surgir —creacionismo, ultraísmo— o que se encontraban en auge —surrealismo—. Sea lo que fuere, Vallejo surge como una grieta, como una fisura que hay que atender en toda su complejidad, porque dicha renovación estética se lleva a cabo en extrema conjunción con una idea del mundo que lo margina y lo eleva por sobre sus contemporáneos.

Entre Los heraldos negros (1917) y Trilce parece haber una gran distancia que se asienta sobre la base de una necesidad intimista, de autenticidad personal que lo liga con volver al origen, a lo autóctono, que Mariátegui entiende como un “americanismo genuino y esencial” (1995: 205), y que Yurkievich manifiesta dentro de una “posición de desamparo, limítrofe del riesgo” (1997: 151). Estas dos interpretaciones, sin embargo, no se excluyen, sino que muestran una necesidad de autenticidad que solo puede situarlo, tratando él mismo de recuperar el espacio de lo propio, al margen del canon literario de su tiempo. No hay un salto entre Los heraldos negros y Trilce, sino una intensificación de las experiencias anteriores. Aun cuando en el primer poemario ya existe la presencia de muchos elementos trilcianos, en su segunda publicación, además de la experimentación lingüística, aumenta el grado de intensidad poética. Con Trilce se hace completo el divorcio de Vallejo con el modernismo. Las temáticas se vuelven más originales: “(…) los episodios de la infancia se diluyen y pierden su carácter anecdótico; los personajes familiares se universalizan saliendo del mero recuerdo histórico y del sentimentalismo más banal. Se descarnan pues los temas, se abstractizan las nociones, se esencializan los sentimientos”.(5)

Es significativo, desde luego, el largo silencio crítico que sucedió a la publicación de Trilce. Y también el silencio poético que se impone (1922-1937) frente a la incomprensión de sus contemporáneos. Es una labor titánica, desde luego, realizar un estudio prolijo de las diversas miradas críticas que han aparecido después de su muerte (1938), que sería más bien un trabajo monográfico que ya lo han emprendido, entre otros, Giovanni M. Zilio, Marco Martos y Elsa Villanueva(6), y Rafael Gutiérrez Girardot.(7) Una labor minuciosa, abarcadora, que opera desde el nivel estilístico hasta el desmenuzamiento interpretativo de cada poema de un libro fragmentario, hermético, irreverente como Trilce. Sin embargo, coincidimos con Julio Ortega cuando afirma que el poema hermético, por su propia condición, permite de mejor manera el libre ejercicio hermenéutico.

Tatiana Bubnova establece a la memoria como función de la poesía; la vivencia poética concebida como fenómeno de la experiencia personal que se eleva al rango de lo universalmente significativo. En Trilce, en efecto, la experiencia personal condensa la memoria colectiva de la humanidad. Hay, entonces, una actitud ética frente al mundo: “una postura personalizada que pretende alcanzar la ‘realidad’ para afectarla, herirla, cambiarla”.(8) Vallejo es consciente de la necesidad de trastocar los sublimes ideales del romanticismo y el modernismo, aunque todavía pervivan en él sus formas lingüísticas (ritmo, métrica): “Se pavonea con el despliegue transcultural, transhistórico y transgeográfico, con la vistosa mixtura de ingredientes, con la bohemia, la astenia y la neurastenia, con las angustias crepusculares” (Yurkievich, 1997: 147). La experiencia personal, entonces, se corresponde con la búsqueda de formas expresivas que se acomoden al dolor que siente frente al mundo; por ello Trilce es un texto fracturado que muestra la contradicción entre la exaltación romántica del yo y la destitución del sujeto moderno del puesto central de la creación.

En el acto de memoria que ejecuta la poética de Trilce es imposible la “ilusión monarca”, como dice Jean Franco. Vallejo realiza una tarea desmitificadora del ideal armónico de la tradición modernista. De ahí que la fractura frente a lo propio, aunque nazca como ideal de lo auténtico, sea en esencia el rasgo que determina el sentimiento lírico del yo. Dice Guillermo Sucre que “la obra no hace sino expresar una realidad previamente dada, y no que constituye una (otra) realidad”.(9) En efecto, Vallejo recrea el universo en un plano verbal que atraviesa la historia. No solo es en ese sentido el retorno al origen, a lo indígena, como ha dicho Mariátegui, ni tampoco la novedad lingüística —el uso de neologismos, coloquialismos o la ruptura de la lógica sintáctica— lo que legitima la transgresión de la obra de Vallejo, es la falta de impostura, una autenticidad que no necesita de razones extrapoéticas para justificarse, “un lenguaje que crea su propia presencia” (Sucre, 1975: 48).

Sobre la base de estos dos postulados teóricos: por un lado, la condensación poética —a partir de una experiencia personal— de una memoria colectiva, universal, y, por otro, que la poesía no surge como representación de nada ni de nadie, sino que es metáfora del mundo, acto intuitivo de liberación, reivindicamos la experiencia crítica que vemos manifiesta en Trilce, y optamos por una labor interpretativa sobre la base de un texto que por sus condiciones intrínsecas anuncia y enuncia su propia noción de lo objetivo. La ambivalencia de las formas lingüísticas —en el plano morfológico y semántico— que opera al interior de la obra, permite una mayor apertura hacia la exégesis desde la descontrucción de ese orden fragmentario donde cada ejercicio hermenéutico resulta un volver a empezar.

Vallejo se inscribe así en la poesía de la modernidad, poesía crítica del lenguaje mismo donde se pone en cuestión lo que se crea. Así, frente a la evocación de lo familiar del pasado infantil que podría resultar espacio de consolación, el poeta opone la gran desolación que le ha significado el enfrentamiento con el mundo. Dice Sucre: “La crítica del lenguaje, pues, podría resolverse en esta reconciliación: el presente puro de la poesía regenerando la actualidad degradada de la historia” (1975: 57). La poesía de Vallejo duda constantemente del lenguaje que crea, lo pone en entredicho, y por ello funda un enunciado verbal que desequilibra las estructuras lógicas sintácticas. La tarea es, entonces, como plantea Paul Ricoeur: “Cruzar el umbral más allá del cual el lenguaje se sostiene como discurso”.(10) Hay una autonomía semántica del texto que es necesaria advertir y que nos abre a múltiples lecturas.

En Trilce, hay por un lado una evocación ideal del espacio familiar provinciano —una actitud que ya se venía desarrollando en Los heraldos negros—, y, por otro, ese mismo seno se transfigura en espacio de orfandad, de desolación. La idealización de ese pasado infantil, donde la relación con la madre es fundamental, no sirve al yo lírico para contrarrestar la sensación de abandono que ha experimentado al alejarse de él. Este sentimiento paradójico escinde al yo poemático, lo triza. Por ello queremos atender y centrarnos en un punto que ya más o menos hemos delineado líneas arriba: el tema del retorno al hogar.

El tema del hogar es tratado de manera directa en siete de los textos que componen el poemario: III, XXIII, XXVIII, XLVII, LII, LXI y LXV. Dicho leitmotiv “se caracteriza por tener un tono evocativo de la infancia, la familia y está más vinculado a la porción más personal de Los heraldos negros. Temáticamente significa una prolongación, un puente con la estética del primer libro” (Martos y Villanueva, 1989, p. 27). Sin embargo, consideramos que tanto en el poema III como en el número XXVIII es más evidente que la evocación del hogar intensifica la sensación de orfandad y, por tanto, la fragmentación del sujeto. En estas composiciones, la evocación se nutre de la calidez del hogar, pero también manifiesta su distancia; la memoria despierta la orfandad. Es decir que operan dos niveles temporales que marcan la fractura: el tiempo de lo evocado y el tiempo de la evocación. Además, la figura simbólica de la madre no recrea, como podría suponerse, la necesidad psicológica de retorno al espacio de protección infantil, sino que acrecienta la atmósfera dolorosa en su ausencia. De allí que las primeras líneas del poema III digan:


Las personas mayores
¿a qué hora volverán?
Da la seis el ciego Santiago,
y ya está muy oscuro.

Madre dijo que no demoraría.(11)

La soledad inerme del yo se agudiza desde el primer momento. Sin preámbulo, el poema desnuda la condición existencial de abandono: las personas mayores, símbolo del orden que rige el seno del hogar, se han ido. El tiempo de la infancia se reivindica como espacio primordial en oposición al orden. Quien da las seis es el campanero ciego Santiago, metáfora de Cronos, que impera en el Caos universal anterior al orden definitivo del universo impuesto por Zeus. Santiago, además, figura de la oscuridad sincrética con la del afuera —“y ya está muy oscuro”—, se impone en relación con la ciudad provinciana a la que se alude a lo largo de Trilce. Así, el escenario de la infancia se conjuga con la visión de un universo prístino —el reino de Cronos— donde el orden que se ha impuesto en el mundo moderno está todavía ausente. Retorno al origen, sí, pero para mostrar un yo cuya orfandad es resultado de un orden confuso donde la gran figura, la madre, tampoco aparece. Porque el poeta no ha escogido “mi madre”, sino Madre, lo que universaliza el sentido de orfandad del sujeto poemático.

Pero no es solo el yo lírico el que sufre la soledad del hogar:

Aguedita, Nativa, Miguel,
cuidado con ir por ahí, por donde
acaban de pasar gangueando sus memorias
dobladoras penas,
hacia el silencioso corral, y por donde
las gallinas que se están acostando todavía,
se han espantado tanto.

Estos tres personajes —que se relacionan directamente con los nombres de los hermanos mayores en orden ascendente de Vallejo—(12) forman parte del marco familiar que rodea al sujeto poemático para acrecentar la idea de un universo pueril atravesado por la ausencia de la madre. Las formas lingüísticas coloquiales como el uso del diminutivo o el apócope de Natividad están imbricadas también con la cosmovisión de un mundo donde las formas lingüísticas no pueden ser más que las del habla. Así, Vallejo se rebela contra el uso de las formas “cultas” que la poesía de la tradición precedente ha impuesto. Y, en ese sentido, no imposta, sino que las inserta en el tejido poético para evocar lo propio de ese espacio de revelación.

Es el yo, además, el que asume una suerte de paternidad frente a los otros huérfanos: “cuidado con ir por ahí”. Y es ese ahí que veda el sujeto, donde han ido sus congéneres “ganguenado —llorando, gimiendo— sus memorias penas” (metáfora del dolor que provoca la memoria que doblega y produce el “gangueo”), el lugar omnímodo del desabrigo. En este párrafo se condensa, pues, el universo familiar campesino; la visión del corral manifiesta la cercanía de los hombres del campo con los animales domésticos. En ello se ve reflejada una cotidianidad que se contrapone con el universo de la ciudad y, en suma, con el orden de la modernidad y la oposición que escinde al sujeto moderno en esa dialéctica de civilización y barbarie.

El monólogo trilciano agudiza las sensaciones de soledad mediante el uso del vocativo y de las formas lexicales coloquiales:

Ya no tengamos pena. Vamos viendo
los barcos ¡el mío es más bonito de todos!
con los cuales jugamos todo el santo día,
sin pelearnos, como debe de ser:
han quedado en el pozo de agua, listos,
fletados de dulces para mañana.

La esperanza está en el mañana, donde se reanudará la norma de lo cotidiano, la libertad propia de los infantes que se solazan en el juego. El ahora produce “pena” y, por ello, debe ser contrarrestado con la promesa del restablecimiento del orden al retorno de los mayores. “Vamos viendo”, “¡el mío es más bonito de todos”, “todo el santo día” y “como debe de ser”, construcciones del habla familiar e infantil, alternadas, se conjugan con otro nivel de reflexión lejano que corresponde al escenario de la evocación desde el que el yo reestablece la memoria de los días pueriles. Los giros caseros, coloquiales, denotan una referencia concreta por medio de la reproducción de lo que podemos reconocer en labios de la madre o de los pequeños, mientras la reflexión del yo que evoca es más compleja, sobre todo al final del poema:

Aguardemos así, obedientes y sin más
remedio, la vuelta, el desagravio
de los mayores siempre delanteros
dejándonos en casa a los pequeños,
como si también nosotros
no pudiésemos partir.

Así, “obedientes y sin más remedio”, resignados, los niños esperan el regreso como desagravio. ¿Pero cuál es el agravio? No es solo el haberlos dejado solos, abandonados, sino también la subestimación que ejerce el poder del adulto sobre el niño: “como si también nosotros / no pudiésemos partir”. Los “mayores siempre delanteros” afirma esa condición arquetípica desde la ironía: el adverbio más el adjetivo ejecutan una hipérbole que modifica significativamente el sentido de la prosodia. “Siempre delanteros”, siempre más allá de nosotros, adelante, desestimando la capacidad infantil, privándolos del mundo del afuera. Este topos arcádico que sugiere el poema está atravesado por estas construcciones duales: “mayores y menores, padres e hijos, irse y quedarse, atemporalidad del juego y temporalidad marcada por las campanas del ‘ciego Santiago’ (como si el tiempo se encarnase en este ‘santo’ de la oscuridad)” (Ortega, 1991, p. 55). Sin embargo, es el ambiente de oscuridad el que puebla tanto el interior como el exterior del sujeto poemático:

Aguedita, Nativa, Miguel?
Llamo, busco al tanteo en la oscuridad.
No me vayan a haber dejado solo,
y el único recluso sea yo.

El monólogo del yo se interrumpe abruptamente al final del poema, se produce un giro al darse cuenta que el único solo es él. La pregunta por sus congéneres revela la angustia existencial que produce el abandono. A lo largo del texto, Vallejo se vale del vocativo para darnos la ilusión de una orfandad compartida. Ese dirigirse le permite delimitar el topos de la infancia hasta cierto punto feliz, solo interrumpida por la ausencia de la madre. Sin embargo, el vuelco final extrema dicha ausencia: llama, busca en la oscuridad y reclama lo que es obvio: “No me vayan a haber dejado solo / y el único recluso sea yo”.

El hecho de que este texto haya sido escrito posiblemente en la cárcel no parece ser determinante en la alusión final, porque la referencia directa, que bien podría marcar la fusión del sentimiento doloroso de la privación de la libertad en consonancia con el abandono de la infancia, no produce una transformación semántica en la cosmovisión que hemos advertido en el texto, más bien perturba la posibilidad de una interpretación menos biográfica. La sensación de orfandad que produce la partida de las personas mayores se metaforiza en el dolor del recluso, y no al revés. La fragmentación del sujeto se produce al evocar —desde un cronotopos lejano— un espacio que no logra aplacar el sentimiento de orfandad, más bien lo multiplica.

Por otro lado, en el poema XXVIII, sin duda uno de los más hermosos de las composiciones trilcianas por su intensidad lírica, la voz poética adopta un tono desgarrado que se manifiesta por la constatación del quebrantamiento del hogar propio:

He almorzado solo, y no he tenido
madre, ni súplica, ni sírvete, ni agua,
ni padre que, en el facundo ofertorio
de los choclos, pregunte para su tardanza
de imagen, por los broches mayores del sonido.(13)

Aumenta la tensión lírica frente a la nostalgia de un pasado ya abolido: el de la infancia. El yo poético establece la distancia entre el espacio ajeno donde almuerza, solo, y la evocación de la madre y el padre ahora ausentes. El almuerzo denota no solamente el desarraigo del sujeto que se ve obligado a satisfacerse en solitario, sino el rito del yantar al interior del reducto familiar a través del uso de las metáforas. Así, en la imagen “el facundo ofertorio de los choclos”, ha fundido tres vocablos que condensan el almuerzo familiar en una suerte de celebración eucarística, religiosa. El “ofertorio” —“parte de la misa, en la cual, antes de consagrar, el sacerdote ofrece a Dios la hostia y el vino del cáliz”(14)— recibe el epíteto de facundo —“fácil y desenvuelto en el hablar”(15)—, es decir, caracteriza al nombre con un calificativo de otro orden y, en ese sentido, antropomorfiza el rito cristiano, lo asienta sobre el ambiente íntimo familiar, porque, además, es “ofertorio de los choclos”.

Por un lado, Vallejo introduce un universo de suma sencillez, el del almuerzo, pero el tratamiento del lenguaje complejiza el sentido al juntar múltiples variantes lingüísticas del mismo campo semántico con otros: “Porque el poeta no escoge sus palabras de un diccionario, sino del contexto de la vida en el cual las palabras se sedimentan y se impregnan de valoraciones”.(16) Por ello también, la metáfora “broches mayores del sonido” parece aludir a los hermanos mayores, joyas mayores del bullicio característico del yantar; con lo que el poeta completa el cuadro evocativo de lo que al yo le ha sido negado: “(…) y no he tenido / madre, ni súplica, ni sírvete, ni agua, (…)”.

Sin embargo, ese yo es obsesivo, vuelve sobre el sentimiento de dolor subjetivo al evocar la ausencia fatal de la madre:

Cómo iba yo a almorzar. Cómo me iba a servir
de tales platos distantes esas cosas,
cuando habráse quebrado el propio hogar,
cuando no asoma ni madre a los labios.
Cómo iba yo a almorzar nonada.

El sentimiento de orfandad es claro, y se relaciona directamente con el contenido afectivo del poema III, porque la ausencia de la madre acrecienta la soledad que angustia al sujeto poemático. En el primer caso, por el abandono infantil en el seno del hogar y, en el otro, por la muerte de la progenitora. La marginalidad del almuerzo solitario en casa ajena provoca revivir el quebrantamiento de lo propio, inexistente a esta nueva temporalidad. Doble ausencia, entonces: la de la casa ajena y la del topos familiar del yo. El ser se fragmenta, pues, y se niega la posibilidad de satisfacer el hambre: “Cómo iba a almorzar nonada”.

Vallejo opone la carencia de la circunstancia íntima del yo, que ha perdido lo propio, a la realidad familiar del ambiente ajeno: “A la mesa de un buen amigo he almorzado (…)”. La evocación de ese espacio le causa dolor al enfrentarse a su desasimiento. Aun cuando el pretérito perfecto del primer verso del primer párrafo parece corresponderse con el primero del tercero, pertenecen, en el plano de la memoria, a momentos distintos. El pasado de los dos párrafos iniciales es pura evocación del hogar propio, figura de orfandad, que se puebla al evocar el almuerzo en casa del amigo, a partir del párrafo tercero, donde, por oposición, el yo lírico acrecienta su realidad desarraigada. El espacio familiar del amigo le es completamente ajeno: “con su padre recién llegado del mundo, / con sus canas tías que hablan / en tordillo retinte de porcelana, / bisbiseando por todos sus viudos alvéolos; y con cubiertos francos de alegres tiroriros, porque estánse en su casa. Así, qué gracia!”

El padre del “buen amigo” conoce el mundo, ha viajado, es decir, simboliza la figura patriarcal del orden burgués. Por otro lado, la imagen de las tías es en extremo particular, porque sincretiza, otra vez, términos de campos semánticos distintos para calificarlas de forma irónica: Así: “La imagen está hecha de una típica transposición sincrética: ‘con sus canas tías que hablan / en tordillo retinte de porcelana’ sugiere, en efecto, que las tías trasiegan utensilios de porcelana blanca y negra pero también que ellas mismas son como pajarillos algo pintorescos” (Ortega, 1991, p. 152). O también, dicen Martos y Villanueva: “La solidaridad del amigo, cuya familia rodea al poeta (el padre que regresa del trabajo, las canosas y desdentadas tías y hasta el franco sonido de los cubiertos), no logra atemperar la soledad de Vallejo para quien esa felicidad ajena se trastoca en dolor al constatar una vez más su definitivo desarraigo” (1989, p. 170).

En efecto, el yo poético reafirma la actitud pintoresca de la familia burguesa, citadina, pero para acentuar la antítesis con su realidad, a la vez provinciana y anodina: “porque estánse en su casa. Así, qué gracia! / Y me han dolido los cuchillos / de esta mesa en todo el paladar”. El rasgo irónico intensifica una suerte de resentimiento frente al mundo que le ha tocado en suerte; y el uso de la sinestesia degradada o indirecta “doler los cuchillos de esta mesa” desplaza el sentido físico de los cuchillos hacia otro dominio emocional que se hiperboliza: “en todo el paladar”.

El universo ajeno, sin bien no le es hosco, no suple aquel que se evoca, donde la madre es figura señera:

El yantar de estas mesas así, en que se prueba
amor ajeno en vez del propio amor,
torna tierra el bocado que no brinda la
MADRE,
hace golpe la dura deglusión17; el dulce,
hiel; aceite funéreo, el café.

La perspectiva contrastante que ofrece el poema señala la capacidad de la poesía para afincar en lo específico situaciones cotidianas puestas en crisis. La MADRE, con mayúsculas, se instala como núcleo simbólico de lo familiar. Su ausencia, ya universalizada —no solo como experiencia específica del yo—, restablece la angustia de la orfandad, “hace golpe la dura deglusión”. Es decir que el lenguaje poético que produce la experiencia íntima trilciana siempre excede la confesión del drama de lo cotidiano. En ese sentido, no es solo intensa catarsis de un sentimiento de soledad, sino el resultado de un proceso de exploración lingüística que la rebasa. Por eso las transposiciones lingüísticas formales “el dulce, hiel; aceite funéreo, el café” exacerban la condición íntima del yo a la vez que la pueblan de sentidos múltiples; es por este mecanismo que decimos, junto con Guillermo Sucre, que la poesía crea y recrea su propio objeto.

Tanto en el poema III como en el XVIII, el párrafo condensa el dolor acuciante del sujeto poemático; la sensación de orfandad se percibe como desgarradura, como quiebre:

Cuando ya se ha quebrado el propio hogar,
y el sírvete materno no sale de la
tumba,
la cocina a oscuras, la miseria del amor.

Pero es además vuelta al origen: del poema y de la circunstancia vital. En los dos casos —III y XXVIII— el párrafo inicial y el final ejecutan un golpe semántico, muy claro, que desequilibra de entrada y se asienta al final sobre la base emotiva del dolor. Los poemas se van estructurando de manera compleja en el uso de sus formas lingüísticas a medida que avanzan, pero el espacio donde el yo lanza su grito de desamparo se establece al inicio y se refuerza al final.

Ya lo había dicho Vallejo en Contra el secreto profesional: “Levanto mi voz y acuso a mi generación de impotente para crear o realizar un espíritu propio, hecho de verdad, de vida, en fin, de sana y auténtica inspiración humana”. (18) Pues Trilce es resultado de esa búsqueda de autenticidad, de lo propio, cuyo componente fundamental es la intensidad con la que el poeta asume su propio dolor para universalizarlo. Esa necesidad que surge como rasgo íntimo permea el campo objetivo de la realidad para ejecutar una fisura, un quiebre que cambiaría la forma de concebir el acto poético en lo posterior. El entramado lírico de Trilce se inscribe así en la poética moderna, donde “las palabras producen una suerte de continuo formal del que emana poco a poco una densidad intelectual o sentimental imposible sin ellas; la palabra es entonces el tiempo denso de una gestación más espiritual, durante la cual el ‘pensamiento’ es preparado, instalado poco a poco en el azar de las palabras”.(19) Así, Vallejo funda de cierta manera la poética moderna hispanoamericana, desequilibra la estructura lingüística donde el orden de lo bello ocupaba el lugar central. Vallejo hace posible que lo fragmentario multiplique el sentido de lo propio, cuya virtud esencial es el quiebre, la fisura por donde se cuelan los sentidos y dinamitan el lenguaje.

NOTAS DE PIE

1. Julio Ortega, en César Vallejo, Trilce, Madrid, Cátedra, 1991, p. 9.
2. Saúl Yurkievich, Suma crítica, México, Fondo de Cultura Económica, 1997, p. 146.
3. Jean Franco. César Vallejo. La dialéctica de la poesía y el silencio, Buenos Aires, Sudamericana, 1984, p. 125.
4. José Carlos Mariátegui, 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, Caracas, Ayacucho, 1995, pp. 206-207.
5. Estilo y poesía en César Vallejo, Lima, Editorial Horizonte, 2002.
6. Las palabras de Trilce, Lima, Seglusa Editores, 1989.
7. César Vallejo y la muerte de Dios, Bogotá, Panamericana Editorial, 2002.
8. Tatiana Bubnova, Poesía como acto de memoria, en Esther Cohen y Ana María Martínez de la Escalera, coordinadoras, De memoria y escritura, México, UNAM, 2002, p. 131.
9. Guillermo Sucre, Poesía hispanoamericana y conciencia del lenguaje, en La máscara y la transparencia, Ensayos sobre Poesía Hispanoamericana, Caracas, Monte Ávila Editores, 1975, p. 36.
10. Paul Ricoeur, Teoría de la interpretación. Discurso y excedente de sentido, México, Siglo XXI, 2003, p. 13.
11. César Vallejo, Trilce, Madrid, Cátedra, 1991, p. 51-52.
12. No hay que olvidar que César Vallejo fue el menor de 11 hermanos que tuvieron Francisco de Paula Vallejo Benítez y María de los Santos Mendoza Gurrionero.
13. C. Vallejo, Trilce, p. 150.
14. DRAE, 2001, p. 1093.
15. DRAE, p. 699.
16. Valentín Voloshinov (M.M. Bajtin), La palabra en la vida y la palabra en la poesía. Hacia una poética de la sociología, en Hacia una filosofía del acto ético, Puerto Rico, Anthropos, 1997, p. 125.
17. Sic. En Trilce es constante la introducción deliberada o no de erratas ortográficas. En la edición de Cátedra, Julio Ortega aclara: “Para esta edición hemos utilizado como texto base la primera, corrigiendo las erratas más evidentes, y hemos tenido a la vista la segunda (Madrid, 1930). Todo parece indicar que Vallejo no corrigió las erratas de la primera edición cuando autorizó se hiciera la nueva impresión; solo algunas son enmendadas y varias nuevas se añaden por evidente descuido. Hay que deducir que así como el poeta no corrigió personalmente las pruebas de la edición príncipe, tampoco lo hizo con las de ésta” (1991, p. 27).
18. César Vallejo, Contra el secreto profesional, en Escritos en prosa, Buenos Aires, Losada, 1994, p. 73.
19. Roland Barthes, El grado cero de la escritura, México, Siglo XXI, 1989, p. 48
http://www.telegrafo.com.ec/cultura/carton-piedra/item/trilce-escision-del-yo-en-seno-del-hogar.html


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«Trilce» es uno de los libros más radicales de la poesía escrita en lengua castellana, surgido al comienzo del cambio estético que atraviesan las vanguardias de su tiempo. Dos características definen esencialmente a «Trilce»: «difícil», por su escritura hermética y por la tendencia del poema a borrar sus referentes, y «demandante», porque exige al lenguaje decirlo todo nuevo, como si nada estuviese dicho. Nuestra edición establece el texto fidedigno y más solvente, a la vez que hace la historia crítica y comentada de cada uno de los poemas.





Trilce
César Vallejo


I

Quién hace tánta bulla, y ni deja
testar las islas que van quedando.

Un poco más de consideración
en cuanto será tarde, temprano,
y se aquilatará mejor
el guano, la simple calabrina tesórea
que brinda sin querer,
en el insular corazón,
salobre alcatraz, a cada hialóidea
grupada.

Un poco más de consideración,
y el mantillo líquido, seis de la tarde
DE LOS MAS SOBERBIOS BEMOLES

Y la península parase
por la espalda, abozaleada, impertérrita
en la línea mortal del equilibrio.














II

Tiempo Tiempo.

Mediodía estancado entre relentes.
Bomba aburrida del cuartel achica
tiempo tiempo tiempo tiempo.

Era Era.

Gallos cancionan escarbando en vano.
Boca del claro día que conjuga
era era era era.

Mañana Mañana.

       El reposo caliente aún de ser.
Piensa el presente guárdame para
Mañana mañana Mañana mañana.

               Nombre Nombre.

¿Qué se llama cuanto heriza nos?
Se llama Lomismo que padece
nombre nombre nombre nombrE.


III

Las personas mayores
¿a qué hora volverán?
Da las seis el ciego Santiago,
y ya está muy oscuro.

Madre dijo que no demoraría.

Aguedita, Nativa, Miguel,
cuidado con ir por ahí, por donde
acaban de pasar gangueando sus memorias
dobladoras penas,
hacia el silencioso corral, y por donde
las gallinas que se están acostando todavía,
se han espantado tanto.
Mejor estemos aquí no más.
Madre dijo que no demoraría.

Ya no tengamos pena. Vamos viendo
los barcos ¡el mío es más bonito de todos!
con los cuales jugamos todo el santo día,
sin pelearnos, como debe ser:
han quedado en el pozo de agua, listos,
fletados de dulces para mañana.

Aguardemos así, obedientes y sin más
remedio, la vuelta, el desagravio
de los mayores siempre delanteros
dejándonos en casa a los pequeños,
como si también nosotros
no pudiésemos partir.

Aguedita, Nativa, Miguel?
Llamo, busco al tanteo en la oscuridad.
No me vayan a haber dejado solo,
 y el único recluso sea yo.

                     IV

Rechinan dos carretas contra los martillos
hasta los lagrimales trifurcas,
cuando nunca las hicimos nada.
A aquella otra sí, desamada,
amarguradabajo túnel campero
por lo uno,y sobre duras áljidas
pruebas                   espiritivas.

Tendime en són de tercera parte,
mas la tarde -qué la bamos a hhazer-



se anilla en mi cabeza, furiosamente
a no querer dosificarse en madre. Son
los anillos.
Son los nupciales trópicos ya tascados.
El alejarse, mejor que todo,
rompe a Crisol.

Aquel no haber descolorado
por nada. Lado al lado al destino y llora
y llora. Toda la canción
cuadrada en tres silencios.

Calor. Ovario. Casi transparencia.
Hase llorado todo. Hase entero velado
en plena izquierda.

                      V

Grupo dicotiledón. Oberturan
desde él petreles, propensiones de trinidad,
finales que comienzan, ohs de ayes
creyérase avaloriados de heterogeneidad.
¡Grupo de los dos cotiledones!

A ver. Aquello sea sin ser más.
A ver. No trascienda hacia afuera,
y piense en són de no ser escuchado,
y crome y no sea visto.
Y no glise en el gran colapso.

La creada voz rebélase y no quiere
ser malla, ni amor.
Los novios sean novios en eternidad.
Pues no deis 1, que resonará al infinito.
Y no deis 0, que callará tanto,
hasta despertar y poner de pie al 1.

Ah grupo bicardiaco.


VI

El traje que vestí mañana
no lo ha lavado mi lavandera:
lo lavaba en sus venas otilinas,
en el chorro de su corazón, y hoy no he
de preguntarme si yo dejaba
el traje turbio de injusticia.

A hora que no hay quien vaya a las aguas,
en mis falsillas encañona
el lienzo para emplumar, y todas las cosas
del velador de tanto qué será de mí,
todas no están mías
a mi lado.
 
Quedaron de su propiedad,
fratesadas, selladas con su trigueña bondad.

Y si supiera si ha de volver;
y si supiera qué mañana entrará
a entregarme las ropas lavadas, mi aquella
lavandera del alma. Qué mañana entrará
satisfecha, capulí de obrería, dichosa
de probar que sí sabe, que sí puede
               ¡COMO NO VA A PODER!
Azular y planchar todos los caos.

VII

Rumbé sin novedad por la veteada calle
que yo me sé. Todo sin novedad,
de veras. Y fondeé hada cosas así,
y fui pasado.

Doblé la calle por la que raras
veces se pasa con bien, salida
heroica por la herida de aquella
esquina viva, nada a medias.

Son los grandotes,
el grito aquel, la claridad de careo,
la barreta sumersa en su función de
¡ya!

Cuando la calle está ojerosa de puertas,
y pregona desde descalzos atriles
trasmañanar las salvas en los dobles.

Ahora hormigas minuteras
se adentran dulzoradas, dormitadas, apenas
dispuestas, y se baldan,
quemadas pólvoras, altos de a 1921.

                    VIII

Mañana es otro día, alguna
vez hallarla para el hifalto poder,
entrada eternal.

Mañana algún día,
sería la tienda chapada
con un par de pericardios, pareja
de carnívoros en celo.

Bien puede afincar todo eso.
Pero un mañana sin mañana,
entre los aros de que enviudemos,
margen de espejo habrá
donde traspasaré mí propia frente
hasta perder el eco
y quedar con el frente hacia la espalda.

  IX            

Vusco volvvver de golpe el golpe.
Sus dos hojas anchas, su válvula.
que se abre en suculenta recepción
de multiplicando a multiplicador,
su condición excelente para el placer,
todo avia verdad.

Busco volver de golpe el golpe.
A su halago, enveto bolivarianas fragosidades
a treintidós cables y sus múltiples,
se arrequintan pelo por pelo
soberanos belfos, los dos tomos de la Obra,
y no vivo entonces ausencia,
                ni al tacto.

Fallo bolver de golpe el golpe.
No ensillaremos jamás el toroso Vaveo
de egoísmo y de aquel ludir mortal
de sábana,
desque la mujer esta
          ¡cuánto pesa de general!

Y hembra es el alma de la ausente.
Y hembra es el alma mía.


X

Prístina y última de infundada
ventura, acaba de morir
con alma y todo, octubre habitación y encinta.
De tres meses de ausente y diez de dulce.
Cómo el destino,
mitrado monodáctilo, ríe.

Cómo detrás desahucian juntas
de contrarios. Cómo siempre asoma el guarismo
bajo la línea de todo avatar.
Cómo escotan las ballenas a palomas.
Cómo a su vez éstas dejan el pico
cubicado en tercera ala.
Cómo arzonamos, cara a monótonas ancas.

Se remolca diez meses hacia la decena,
hacia otro más allá.
Dos quedan por lo menos todavía en pañales.
Y los tres meses de ausencia.
Y los nueve de gestación.

No hay ni una violencia.
El pariente incorporase,
y sentado empavona tranquilas misturas.

XI

He encontrado a una niña
en la calle, y me ha abrazado.
Equis, disertada, quien la halló y la halle,
no la va a recordar.

Esta niña es mi prima. Hoy, al tocarle
el talle, mis manos han entrado en su edad
como en par de mal rebocados sepulcros.
Y por la misma desolación marchóse,
delta al sol tenebroso,
trina entre los dos.

"Me he casado",
me dice. Cuando lo que hicimos de niños
en casa de la tía difunta.
                Se ha casado.
                Se ha casado.

Tardes años latitudinales,
qué verdaderas ganas nos ha dado de
jugar a los toros, a las yuntas,
pero todo de engaños, de candor, como fue.

XII

Escapo de una finta, peluza a peluza.
Un proyectil que no sé dónde irá a caer.
Incertidumbre. Tramonto. Cervical coyuntura.

Chasquido de moscón que muere
a mitad de su vuelo y cae a tierra.
¿Qué dice ahora Newton?
Pero, naturalmente, vosotros sois hijos.

Incertidumbre. Talones que no giran.
Carilla en nudo, fabrida
cinco espinas por un lado
y cinco por el otro: Chit! Ya sale.


XIII

Pienso en tu sexo.
Simplificado el corazón, pienso en tu sexo,
ante el hijar maduro del día.
Palpo el botón de dicha, está en sazón.
Y muere un sentimiento antiguo
degenerado en seso.

Pienso en tu sexo, surco más prolífico
y armonioso que el -vientre de la Sombra,
aunque la Muerte concibe y pare
de Dios mismo.
Oh Conciencia,
pienso, sí, en el bruto libre
que goza donde quiere, donde puede.

Oh, escándalo de miel de los crepúsculos.
Oh estruendo mudo.

¡Odumodneurtse!

  XIV
Cual mi explicación.

Esto me lacera de tempranía.

Esa manera de caminar por los trapecios.

Esos corajosos brutos como postizos.

Esa goma que pega el azogue al adentro.

Esas posaderas sentadas para arriba.

Ese no puede ser, sido.

Absurdo.

Demencia.

Pero he venido de Trujillo a Lima.

Pero gano un sueldo de cinco soles.

jueves, 26 de marzo de 2015

Borges. Diálogos. Juan José Saer y Jorge Luis Borges.


En la tarde del 15 de junio de 1968 se encontraron Juan José Saer y Jorge Luis Borges en Santa Fe. Esa noche, Borges hablaría sobre el Ulises de Joyce. Durante un par de horas conversaron ante un grabador. A veinte años de aquel diálogo —inédito hasta hoy— puede verse a Saer indagando en el pensamiento borgiano o a Borges comentando los problemas que Saer se planteaba en torno de la literatura. Ambos hablaron de sí mismos y del otro. Los años nos depararon otra repuesta: la obra del indagador.

—Yo he sido un devoto de Baudelaire. Podría citar indefinida y casi infinitamente Les fleurs du mal. Y luego me he apartado de él porque he sentido —quizá mi ascendencia protestante tenga algo que ver— que era un escritor que me hacía mal, que era un escritor muy preocupado de su destino personal, de su ventura o desventura personal. Y esa es la razón de que yo me aparte de la novela. Creo que los lectores de novelas tienden a identificarse con los protagonistas y finalmente se ven a sí mismos como héroes de novela. En una novela es muy importante que el héroe sea amado, que ame sin ser amado, que su amor sea correspondido... y quizá si suprimiéramos esas circunstancias, desaparecería buena parte de las buenas novelas del mundo. Y creo que para vivir —no diré con felicidad porque eso es bastante difícil— sino con cierta serenidad, conviene pensar lo menos posible en las circunstancias personales. Y en el caso de Baudelaire —como en el de Poe, su maestro— son escritores que realmente perjudican; en el sentido en que el lector tiende a parecerse a ellos, a verse como personaje patético. Y no creo que convenga verse como personaje patético. Lo que convendría en la vida —desde luego yo no lo he logrado del todo— es verse más bien... bueno, como decía Pitágoras, como un personaje lateral ¿no?, como un espectador. Y no creo que la lectura de Les fleurs du mal, de las poesías de Poe o, en general, los poetas y novelistas románticos, pueda ayudarnos en ese sentido. Creo en lo que decía Stevenson: un escritor gana poco, puede no ser célebre —generalmente no lo es— pero tiene el privilegio de influir en muchas personas. Y yo trato de influir de un modo que sea benéfico.
—¿Esto puede entroncar con aquellos primeros ensayos suyos acerca de la literatura de la felicidad? ¿Se acuerda del ensayo sobre Fray Luis de León?
—La verdad es que la literatura de la felicidad es muy rara.
—Exactamente esa es la tesis de aquellos ensayos.
—Tanto que una de las razones de mi admiración a Jorge Guillen es que él es un poeta de la felicidad. Cuando escribe, por ejemplo, "todo en el aire es pájaro"... Realmente, la felicidad se canta en el sentido de "todo tiempo pasado fue mejor". En cambio, una de las virtudes de Whalt Whitman es que se siente a veces una felicidad presente, aunque haya quizás una insistencia un poco sospechosa, se ve que él se impuso el deber de ser feliz. Pero creo que es mejor imponerse el deber de ser feliz, que imponerse el deber de ser desdichado o interesante ¿no?, y digno de lástima, porque me parece muy triste que le tengan lástima a uno ¿no?... aunque uno la merezca.
—Entonces, ese rechazo hacia Poe y Baudelaire podría ser...
—Dictado por un prejuicio, por un afán ético. Y posiblemente de origen protestante ¿no? Usted ha visto que en los países protestantes es muy importante la ética. Entre nosotros se entiende que alguien es o no un caballero, pero en general aquí no se discuten escrúpulos éticos. Desde ya, no creo que sean moralmente superiores en los Estados Unidos, pero creo que al mismo tiempo lo primero que alguien se pregunta sobre algo es si es éticamente justificable. Desde luego, esta pregunta puede llevar a un sofisma o a justificaciones interesadas, pero no importa, es lo primero que surge en una discusión cualquiera ¿no?
—Pero eso no tiene nada que ver con el valor estético de las obras. Usted cree que Baudelaire es un gran poeta y Poe un gran narrador...
—Desde luego. Aunque yo creo que para sentir la grandeza de Poe uno tiene que recordarlo. Es decir que uno tiene que verlo en conjunto. Que es un poco lo que ocurre con Lugones. Si uno piensa en toda su obra, es un gran escritor. Pero si uno lo considera página por página o —peor aún— línea por línea, uno encuentra muchas mediocridades. Pero quizá lo más importante en la obra de un escritor es la imagen final que él deja.
—¿Y de Dostoievsky, Borges? ¿Cuál es la imagen que usted tiene?
—Yo lo creí alguna vez el único. Y releí muchas veces Crimen y castigo y Los poseídos. Luego, en medio de mi entusiasmo, comprendí que me costaba mucho distinguir un personaje de otro. Que todos se parecían bastante a Dostoievsky y que eran personas que parecían gozar en la desventura ¿no?, y eso me desagrada. Entonces dejé de leerlo y no me sentí desmejorado por esa ausencia.
—¿Y no habrá allí, de su parte, una elección inconsciente acerca de lo que debe ser la tarea de un escritor en el momento en que escribe? Es decir que en este país...
—No. No. Yo creo que hay otra cosa, que no comprendí entonces y que comprendo ahora. Y es que de los diversos sabores de la literatura, el sabor que yo siento más profundamente es el sabor épico. Cuando pienso en el cinematógrafo, por ejemplo, instintivamente pienso en algún "western". Cuando pienso en la poesía, pienso en momentos épicos: ahora estoy estudiando la antigua poesía de los sajones. Lo que más me conmueve es lo épico. Hay una frase de Lugones —una frase que yo daría mucho por haberla escrito, pero la he leído, lo cual también es una virtud ¿no?—que dice un personaje de una novela bastante mediocre, La guerra gaucha, dice: "...y lloró de gloria". Yo siento eso muy profundamente. Cuando yo he llorado por un motivo estético ha sido no porque me refirieran una desventura, sino por estar ante una frase que significara coraje. Claro, puede influir también una ascendencia militar, el hecho de sentir nostalgia de esa vida que me ha sido prohibida, y eso quizá sea típico de los hombres de letras, el pensar que otro estilo de vida es superior al que les tocó en suerte; y posiblemente, ese sabor épico no lo sienten los héroes de la epopeya sino los escritores ¿no?
—Pero esa apoteosis del coraje que hay en sus obras —y usted lo dijo en otros momentos— ¿no es más bien un sentimiento estético? Quiero decir que detrás de la violencia y el coraje hay un caos humano y un dolor muy terribles...
—Si, creo que hay eso y que —además— lo épico está en el hecho de que un hombre, por una causa cualquiera —no importa si es justa o injusta porque a la larga todas las causas son justas o injustas— se olvide de su destino personal
—Borges hay un artículo suyo, El arte narrativo y la magia, en el cual...
—Lo recuerdo muy vagamente.
—Yo también en este momento, pero su tesis es que...
—Ah, sí. Ya sé. La tesis de ese artículo es que —de igual modo que la magia ejecuta actos que influyen en la realidad— así en el arte narrativo hay circunstancias más o menos imperceptibles que luego prefiguran lo que sucede después ¿no?
—Sí. Y hay una teoría acerca del nominalismo y el realismo.
—Yo no recuerdo eso. Usted recuerda mi obra mejor que yo.
—Creo que es uno de los artículos más interesantes que usted ha escrito, Borges, o por lo menos de los que a mí más me gustan.
—Yo recuerdo muy vagamente esa nota. Quería decir que lo que sucede en una obra narrativa tiene que estar preparado. Y entonces, esas circunstancias vendrían a ser como pequeñas operaciones mágicas ¿no? Creo que así era...
—¿Usted no recuerda que habla de una traducción de Chaucer sobre un asesinato, en la que se habla de clavar un cuchillo, y hace un análisis de un modo indirecto de expresión que Chaucer traduce de una manera más directa...?
—No. Ahora recuerdo. Yo digo que hay un momento en el que se pasó de la alegoría a la novela. Es decir, del realismo al nominalismo. Y que si quisiéramos fijar una fecha, deberíamos buscarla en aquel momento en el que Chaucer traduce esa línea que dice "con los hierros ocultos, las traiciones" como "el que sonríe con el cuchillo bajo la capa". Y que podríamos fijar ese momento ideal —desde luego— como el momento en que se pasa de la alegoría, en que lo real son las ficciones, a la novela, en que lo real es, por ejemplo, no el asesinato o el crimen, sino Raskolnikov.
—Claro. Yo quería empezar por ahí para referirme a la estructura de la novela, de la novela moderna sobre todo. Usted que es un gran traductor de Faulkner, que conoce tan a fondo el Ulises de Joyce, Proust y toda la narrativa moderna...
—Yo creo poder plagiar —o deber plagiar— a Shaw, cuando dijo de O'Neill que no había nada nuevo en él salvo sus novedades. Creo que en el caso de Faulkner —y quizás en el caso de Proust, aunque yo hablo con más respeto de él que de Faulkner, respetándolos a los dos— esos artificios acabarán por cansar. Creo que volveremos a: "En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme..". Y creo además que un joven escritor debiera empezar por la sencillez y no por la complejidad.
—¿No piensa que esto se parece un poco a aquello que decía Valéry, acerca de que Baudelaire decidió ser clásico porque debía oponerse a un romanticismo anterior? Es decir, que todas estas innovaciones son necesarias para que después aparezca un nuevo clasicismo en la novela, que hay una dialéctica atenta —valga la expresión— de la historia de la literatura...
—Bueno, pero llevando esto a una "reductio de absurdum", significaría que Faulkner, Virgina Woolf y Proust estarían sacrificándose para que haya escritores mejores... No, estoy bromeando, lo que usted quiere decir es que este proceso es necesario, que es un poco como una suerte de flujo y reflujo y que no podemos sustraernos a él y que —desde luego— pueden ejercerse con mayor o menor felicidad. Por ejemplo, Virginia Woolf en Orlando lo hizo muy bien y en otros libros lo hizo con menor felicidad. Y en cuanto a Faulkner, creo que llegó a perderse en sus propios laberintos. Hay una novela suya en la que—para mayor mortificación del lector— hay dos personajes con el mismo nombre, por ejemplo...
—En Luz de agosto .
—Bueno, yo no recuerdo porque no penetré muy profundamente en ese laberinto ya que me desagradó ¿no?
—Uno de los personajes se llama Lucas Banch y el otro Byron Burch. Y hay con ellos una confusión. Pero tiene que ver con la trama de la novela.
—Una vez me propusieron hacer un film con mi cuento La muerte y la brújula. Y ahí, misteriosamente, el asesino y el asesinado se confunden hasta en los nombres —porque uno se llama Roth y el otro Scharlach, rojo y escarlata— así que yo pensé que si llevábamos eso al cinematógrafo, convenía que un actor hiciera los dos papeles, para que se notara que en cierto modo había no sólo un asesinato sino un suicidio ¿no?
—Además, en La espera, Alejandro Villari tiene el mismo nombre de su asesino.
—Es cierto. Pero ahora ya espero portarme bien y no jugar más con esas cosas.
—Pero esos juegos tiene algún sentido ¿verdad?
—Sí. Y en todo caso, yo no los hice "pour épater les bourgois". Además, el burgués ha sido "epatado" tantas veces que ya bosteza cuando quieren asombrarlo. Está curado de espanto, para usar una buena frase española.
—Me parece, Borges, que en toda su obra hay líneas o tendencias expuestas discursivamente y que el objetivismo francés ha desarrollado. Que usted ha planteado problemas que ellos han desarrollado después en sus novelas a un nivel estructural.
—Bueno, vamos a suponer que haya algo nuevo en mi obra ¿no?. Vamos a admitir eso como una hipótesis. En general, cuando un escritor llega a cierto punto piensa que ha llegado al último término. Y cuando otros desarrollan ese término, él se indigna ¿no? Porque piensa que él ha llegado ya a ese límite. Recuerdo el caso de Xul Solar, pintor muy audaz a quien le indignaba todo lo que ahora llamamos arte abstracto, porque le parecía que él había llevado eso hasta donde podía llevarse. De modo que si yo desapruebo lo que se hace ahora, quiere decir que he dado un paso, siquiera mínimo. Y que me enoja que otros vayan más allá. Pero ese es un proceso que no depende de mi voluntad. Han ocurrido cosas raras con mis libros: yo estaba en Texas y una chica me preguntó si al escribir el poema El Golem yo había ensayado una variación sobre el cuento Las ruinas circulares, escrito mucho antes. Yo reflexioné un momento, le agradecí su observación y le dije que nunca había pensado en eso, pero que realmente el cuento y el poema eran en esencia el mismo.
—Uno de los libros de crítica más interesantes que se han escrito sobre su obra es el de Ana María Barrenechea. ¿Qué piensa usted?
—Sí, ha sido traducido al inglés con el título de El hacedor de laberintos o El arquitecto de laberintos. Creo que es un libro muy estimable. Yo no lo he leído porque el tema me interesa poco ¿no?. Me siento muy incómodo cuando leo algo sobre mí. Pero creo que es el mejor libro, en todo caso fue juzgado digno de una traducción y me ha ayudado muchísimo.
—En ese libro, Borges, Ana María Barrenechea, en la parte final, alude al debatido problema de su posición política.
—Bueno, creo que es muy sencilla. Yo me he afiliado al Partido Conservador. He explicado que ser conservador, en la República Argentina, es una forma de escepticismo. Y que es equidistar del comunismo y del fascismo, es un partido medio. Creo que las épocas en las que han predominado los conservadores corresponden a épocas de dignidad y, por qué no decirlo, de prosperidad. Yo era radical. Pero era radical por una razón que me avergüenza confesar: porque un abuelo mío, Isidoro Acevedo, era íntimo amigo de Leandro Alem. Yo no creo que esas razones de tipo genealógico tengan valor. Entonces, unos días antes de las útlimas elecciones, yo fui a hablar con Hardoy y le dije que quería afiliarme al Partido Conservador. Y él me dijo: "Pero usted está completamente loco, vamos a perder las elecciones". Entonces yo hice una frase, así, sonriendo. Le dije: "A un caballero sólo le interesan las causas perdidas". Y él me contestó: "Bueno, si busca una causa perdida no dé un paso más, aquí está". Y me recibió con los brazos abiertos. A lo mejor estoy hablando con cierta frivolidad de cosas muy importantes. Pero creo que las opiniones de un escritor son lo menos importante que tiene. Las opiniones en general son poco importantes. Una opinión, o pertenecer a un partido político o lo que se llama "literatura comprometida", pueden llevarnos a obras admirables, mediocres o deleznables. No es tan fácil la literatura. No depende de nuestras opiniones, es algo que no se hace con las opiniones. Creo que la literatura es mucho más profunda que nuestras opiniones, que estas pueden cambiar y nuestra literatura no ser distinta por eso ¿no?
—Usted lo dijo muchas veces respecto de Kipling.
—Es cierto. Él dijo que a un escritor le está permitido urdir una fábula, pero no le está permitido saber cuál es la moraleja. De eso se encargarán otros, después. Y él lo dijo con cierta tristeza, porque él había sido un escritor comprometido, había dedicado su obra a la difusión o a la justificación del imperio inglés y -al final de su vida-comprendió que había hecho otra cosa, que había escrito algunos poemas y cuentos admirables y que el propósito político posiblemente había fracasado.
—En cuanto a usted, Borges, parece comprensible que su actitud ante el peronismo sea verdaderamente hostil.
—Creo que la palabra hostil es un poco débil. Yo siento repugnancia. Y creo poder decir lo mismo de un lejano pariente mío, llamado Juan Manuel de Rosas, un personaje abominable. Pero, en fin...
—Sin embargo, leyendo en El Hacedor, se descubre un pequeño relato, casi un poema en prosa, El simulacro ¿lo recuerda?
—Sí, eso se lo oí contar a un señor en Corrientes y a otro en Resistencia. Y como esas personas no estaban políticamente de acuerdo, supongo que el hecho era real. Pero si ese cuento es una defensa del peronismo, entonces —para usar una frase no muy original— me cortaría la mano con la que lo he escrito.
—No, yo no creo que ese cuento sea una defensa del peronismo. Pero es una explicación muy sensible de circunstancias particulares y de un episodio que estaban sucediendo en el país. Porque el cuento termina con una frase que para mí es muy significativa. Dice: "el crédulo amor de los arrabales...".
—Sí, es cierto. Pero no creo que el crédulo amor de los arrabales justifique la complicidad del centro. Creo que es otra cosa. Yo puedo respetar el crédulo amor de los arrabales, pero no tengo por qué respetar a un señor que se hizo peronista porque le convenía y además hacía continuamente bromas sobre Perón para que no creyeran que era un imbécil.
—Lo curioso es que el cuento logra dar una imagen real del peronismo, sin ningún tipo de hostilidad, y rescata cosas que en el peronismo eran verdaderamente positivas.
—Bueno, lo siento mucho, pero si he escrito el cuento, quién soy yo para interpretarlo. Pero nunca había pensado en eso. Al escribirlo pensé que era una anécdota muy curiosa y que además era cierta, y que en el caso de que no hubiera sido cierta merecería ser inventada ¿no? Pero, habiendo tantos temas en el mundo ¿por qué hablamos de política, que es el tema que menos domino y en el cual me dejo llevar por pasiones? Y que yo veo, además, como un problema ético. Usted ha visto que yo tengo una preocupación ética. Cuando estuvimos hablando sobre Baudelaire, Dostoievsky, Poe...
—Lo que pasa, Borges, es que interesa su pensamiento por su obra, que tiene gran importancia.
—Bueno, pero si tiene esa importancia no creo tener mayor derecho a elucidarla. El escritor debe ser esencialmente inocente y espontáneo, de modo que lo que yo diga sobre mi obra tiene menos valor que lo que diga Ana María Barrenechea o cualquiera. Yo he escrito mis cuentos una sola vez. Ustedes los han leído muchas. Son más de ustedes que míos. Yo he tratado de que mis opiniones no intervengan en mi obra. De modo que cuando me dicen que estoy encerrado en una torre de marfil, digo que esa imagen tomada del ajedrez es falsa, puesto que nadie ha tenido ninguna duda sobre lo que yo he pensado. Pero no creo que lo que yo piense en materia política o en materia religiosa —lo cual es mucho más importante— influye en lo que escribo. Alguien me dijo alguna vez que yo creía que la historia es cíclica, porque en cierto cuento mío hay formas que se repiten. Pero lo que yo he hecho es aprovechar las posiblidades estéticas de la doctrina de los ciclos. Pero eso no quiere decir que yo crea en ella, ni que descrea tampoco. Yo soy ante todo un hombre de letras que basándose en inquietudes propias ha tratado de aprovechar las posibilidades literarias de la filosofía, de la metafísica y de las matemáticas, pero desde luego no tengo ninguna autoridad para hablar como filósofo, ni como hombre de ciencia, ni como matemático.
—Pero su obra tiene una importancia fundamental, Borges...
—No, no, no creo. Yo me he propuesto distraer y quizás inquietar. Pero creo que la gente se va a cansar muy pronto de lo que yo he escrito.
—Sin embargo, admita que es un paso decisivo para consolidar un lenguaje que —entre otras cosas— no sea un lenguaje costumbrista.
—Ah, bueno, eso sí. Pero yo, precisamente, he llegado a eso cometiendo todos los errores posibles. Cuando empecé a escribir yo quería ser un clásico español humanista, del siglo XVII. Luego adquirí un diccionario de argentinismos. Y me propuse ser un escritor criollo. Y acumulé tantas palabras criollas que yo mismo ya no me entendía sin recurrir al diccionario que luego presté para no ceder a la tentación. Y creo que ahora escribo, digamos... como un argentino normal, escribo normalmente en argentino. Es decir, ni trato de ser español porque eso sería disfrazarme, ni trato de ser argentino porque eso también sería disfrazarme. Creo haber llegado a escribir con cierta inocencia. No creo en el costumbrismo, ni tampoco en el lunfardo que es una ficción literaria asaz pobre ¿no? Una convención literaria, mejor dicho. Últimamente he escrito milongas y me he cuidado mucho de no intercalar ninguna palabra del lunfardo, porque me he dado cuenta de que si cedía a esa tentación se falseaba todo, ya se vería al escritor con su diccionario, tratando de ser orillero... y yo creo que el orillero está más bien en la entonación.
(material compilado por Jorge Conti)
revista Crisis
1988

miércoles, 25 de marzo de 2015

Charles Dickens. Historia de dos ciudades.


El genio de Dickens ha imaginado una conmovedora historia de amor, en medio del terror y el caos de la Revolución Francesa, en los últimos años del siglo XVIII, Es ésta una creación típica del romanticismo, con todo la capacidad de exaltar sentimientos nobles, y, también, son sentido del humor y brillante descripción de la atmósfera de la época. 
El lector no olvidará fácilmente la vigorosa y heroica figura de Sidney Carton, con su miseria humana, pero, a la vez, con sus ansias de belleza y de sacrificio. 
El libro tuvo gran repercusión, fue adoptado para el teatro y posteriormente hicieron de él varias versiones cinematográficas. 
Fuente: N.N.

martes, 24 de marzo de 2015

León Tolstoi. Anna Karenina. Novela.


Publicada por primera vez en 1877. La novela apareció por primera vez como una serie en el periódico Ruskii Vestnik (`El mensajero ruso`), pero Tolstoi chocó con su editor Mikhail Katkov sobre temas relacionados con el final de la novela. Por lo tanto, la novela apareció por primera vez de forma completa en forma de libro.
Ampliamente respetado como ejemplo del realismo, Tolstoi consideró este libro su primera verdadera novela. El personaje de Anna parece que se inspiró en parte, en Maria Hartung (1832–1919), la hermana mayor del poeta ruso Alexander Pushkin.

La novela está dividida en ocho partes. Comienza con una de las frases más citadas: `Las familias felices son todas iguales, las familias infelices lo son cada una a su manera.`

La Primera Parte, introduce el personaje del Príncipe Stepan Arkadyevitch Oblonsky (`Stiva`), un funcionario que le ha sido infiel a su mujer Darya Alexandrovna (`Dolly`). Stiva llama a su hermana casada, Anna Karenina, desde San Petersburgo para que convenza a Dolly de que no le abandone.

Cuando está llegando a Moscú, un trabajador del ferrocarril cae accidentalmente en las vías del tren, presagiando el fatal fallecimiento de la propia Anna. Mientras tanto, un amigo de la infancia de Stiva, Konstantin Dmitrievich Levin llega a Moscú para proponerle matrimonio a la hermana menor de Dolly, Catalina Alexandrovna Shcherbatsky (`Kitty`). Kitty le rechaza esperando una oferta de matrimonio del oficial Conde Alexei Kirillovich Vronsky. Pero a pesar de su interés por Kitty, Vronsky no tiene interés en casarse con ella. Pronto se enamorará de Anna, después de conocerla en la estación de tren de Moscú y haber bailado una mazurca con ella en una fiesta.

Anna, sorprendida por su respuesta a Vronsky, regresa enseguida a San Petersburgo. Vronsky la sigue en el mismo tren. Levin regresa a su granja, abandonando toda esperanza de matrimonio, y Anna regresa con su marido, Alexei Alexandrovich Karenin, un oficial del Gobierno, y su hijo Seriozha.

En la Segunda Parte, Karenin regaña a Anna por hablar demasiado con Vronsky, pero después de un tiempo, ella vuelve a su relación con Vronsky y queda embarazada de un hijo suyo. Anna se muestra angustiada cuando Vronsky se cae en una carrera de caballos, haciendo evidentes para la sociedad sus sentimientos y obligándole a confesárselos a su marido. Cuando Kitty se entera de que Vronsky prefiere a Anna sobre ella, se va de vacaciones a Alemania para recuperarse.

La Tercera Parte examina la vida de Levin en su granja rural. Dolly se encuentra con Levin e intenta revivir sus sentimientos por Kitty. Dolly parece no haberlo conseguido, pero finalmente Levin se da cuenta de que aun le sigue queriendo. De nuevo en San Petersburgo, Karenin se niega a separarse de Anna y le amenaza con no dejarle ver a su hijo Seriozha si le abandona.

Sin embargo en la Parte 4, Karenin encuentra la situación intolerable y empieza a pensar en el divorcio. El hermano de Anna está en contra y convence a Karenin de que hable con Dolly primero. Una vez más, Dolly parece que fracasa en su tarea, pero Karenin cambia sus planes cuando descubre que Anna está muriendo durante el parto. Al lado de ella, Karenin perdona a Vronsly, quien intenta suicidarse por el remordimiento. Sin embargo Anna se recupera, habiendo dado a luz a una hija a la que llama Anna (`Annie`). Vronsky planea marcharse a Tashkent, pero cambia de opinión al ver a Anna, y los dos se marchan a Europa sin haber obtenido el divorcio. Por otro lado, Stiva planea un encuentro en el que Levin y Dolly se reoncilian.

En la Parte 5, Levin y Kitty se casan. Unos meses más tarde, Levin se entera de que su hermnao Nikolai se está muriendo. La pareja acude con él, y Kitty le cuida hasta que muere, a la vez que se entera de que está embarazada.
Fuente: N.N.


(Fragmento).


León Tolstoi
Ana Karenina

PRIMERA PARTE

I
-
Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgra-ciada.
En casa de los Oblonsky andaba todo trastrocado. La es-posa acababa de enterarse de que su marido mantenía relacio-nes con la institutriz francesa y se había apresurado a decla-rarle que no podía seguir viviendo con él.
Semejante situación duraba ya tres días y era tan dolorosa para los esposos como para los demás miembros de la familia. Todos, incluso los criados, sentían la íntima impresión de que aquella vida en común no tenía ya sentido y que, incluso en una posada, se encuentran más unidos los huéspedes de lo que ahora se sentían ellos entre sí.
La mujer no salía de sus habitaciones; el marido no co-mía en casa desde hacía tres días; los niños corrían libre-mente de un lado a otro sin que nadie les molestara. La ins-titutriz inglesa había tenido una disputa con el ama de llaves y escribió a una amiga suya pidiéndole que le buscase otra colocación; el cocinero se había ido dos días antes, precisa-mente a la hora de comer; y el cochero y la ayudante de co-cina manifestaron que no querían continuar prestando sus servicios allí y que sólo esperaban que les saldasen sus ha-beres para irse.
El tercer día después de la escena tenida con su mujer, el príncipe Esteban Arkadievich Oblonsky –Stiva, como le llamaban en sociedad–, al despertar a su hora de costumbre, es decir, a las ocho de la mañana, se halló, no en el dormitorio conyugal, sino en su despacho, tendido sobre el diván de cuero.
Volvió su cuerpo, lleno y bien cuidado, sobre los flexibles muelles del diván, como si se dispusiera a dormir de nuevo, a la vez que abrazando el almohadón apoyaba en él la mejilla.
De repente se incorporó, se sentó sobre el diván y abrió los ojos.
«¿Cómo era», pensó, recordando su sueño. «¡A ver, a ver! Alabin daba una comida en Darmstadt... Sonaba una música americana... El caso es que Darmstadt estaba en América... ¡Eso es! Alabin daba un banquete, servido en mesas de cris-tal... Y las mesas cantaban: "Il mio tesoro"..: Y si do era eso, era algo más bonito todavía.
» Había también unos frascos, que luego resultaron ser mu-jeres...»
Los ojos de Esteban Arkadievich brillaron alegremente al recordar aquel sueño. Luego quedó pensativo y sonrió.
«¡Qué bien estaba todo!» Había aún muchas otras cosas magníficas que, una vez despierto, no sabía expresar ni con palabras ni con pensamientos.
Observó que un hilo de luz se filtraba por las rendijas de la persiana, alargó los pies, alcanzó sus zapatillas de tafilete bordado en oro, que su mujer le regalara el año anterior con ocasión de su cumpleaños, y, como desde hacía nueve años tenía por costumbre, extendió la mano hacia el lugar donde, en el dormitorio conyugal, acostumbraba tener colocada la bata.
Sólo entonces se acordó de cómo y por qué se encontraba en su gabinete y no en la alcoba con su mujer; la sonrisa des-apareció de su rostro y arrugó el entrecejo.
–¡Ay, ay, ay! –se lamentó, acordándose de lo que había sucedido.
Y de nuevo se presentaron a su imaginación los detalles de la escena terrible; pensó en la violenta situación en que se en-contraba y pensó, sobre todo, en su propia culpa, que ahora se le aparecía con claridad.
–No, no me perdonará. ¡Y lo malo es que yo tengo la culpa de todo. La culpa es mía, y, sin embargo, no soy culpa-ble. Eso es lo terrible del caso! ¡Ay, ay, ay! –se repitió con desesperación, evocando de nuevo la escena en todos sus de-talles.
Lo peor había sido aquel primer momento, cuando al re-greso del teatro, alegre y satisfecho con una manzana en las manos para su mujer, no la había hallado en el salón; asus-tado, la había buscado en su gabinete, para encontrarla al fin en su dormitorio examinando aquella malhadada carta que lo había descubierto todo.
Dolly, aquella Dolly, eternamente ocupada, siempre llena de preocupaciones, tan poco inteligente, según opinaba él, se hallaba sentada con el papel en la mano, mirándole con una expresión de horror, de desesperación y de ira.
–¿Qué es esto? ¿Qué me dices de esto? –preguntó, seña-lando la carta.
Y ahora, al recordarlo, lo que más contrariaba a Esteban Arkadievich en aquel asunto no era el hecho en sí, sino la ma-nera como había contestado entonces a su esposa.
Le había sucedido lo que a toda persona sorprendida en una situación demasiado vergonzosa: no supo adaptar su aspecto a la situación en que se encontraba.
Así, en vez de ofenderse, negar, disculparse, pedir perdón o incluso permanecer indiferente ––cualquiera de aquellas acti-tudes habría sido preferible–, hizo una cosa ajena a su volun-tad («reflejos cerebrales» , juzgó Esteban Arkadievich, que se interesaba mucho por la fisiología): sonreír, sonreír con su sonrisa habitual, benévola y en aquel caso necia.
Aquella necia sonrisa era imperdonable. Al verla, Dolly se había estremecido como bajo el efecto de un dolor físico, y, según su costumbre, anonadó a Stiva bajo un torrente de pala-bras duras y apenas hubo terminado, huyó a refugiarse en su habitación.
Desde aquel momento, se había negado a ver a su marido.
«¡Todo por aquella necia sonrisa!», pensaba Esteban Arka-dievich. Y se repetía, desesperado, sin hallar respuesta a su pregunta: «¿Qué hacer, qué hacer?».

lunes, 23 de marzo de 2015

Horacio Quiroga. Sobre el arte de contar historias.


Con la publicación de estos ensayos (1922-1930), Horacio Quiroga buscó explorar el «problema de la literatura». De la ajena y de la propia, porque, como pensaba Borges, leer es una manera de crear, y en él la lectura no fue enciclopédica, ni siquiera muy vasta, sino que constituyó una auténtica profesión de fe, la elección de un trayecto ficcional del que dejó testimonio irrrecusable.
No debe descartarse, en estos textos, una fuerte dosis de humor e ironía (como en su «defensa» frente a los jóvenes vanguardistas), pero por encima de ella la reflexión, la búsqueda de racionalizar el acto creativo, en la que destaca su agudeza, penetración y dominio de la poética del cuento que con tanto magisterio ejerció.

Fuente: N.N.

Fragmento.


                       El manual del perfecto cuentista


Una larga frecuentación de las personas dedicadas entre nosotros a escribir cuentos, y alguna experiencia personal al respecto, me han sugerido más de una vez la sospecha de si no hay, en el arte de escribir cuentos, algunos trucs de oficio, algunas recetas de cómodo uso y efecto seguro, y si no podrían ellos ser formulados para pasatiempo de las muchas personas cuyas ocupaciones serias no les permiten perfeccionarse en una profesión mal retribuida por lo general, y no siempre bien vista.
Esta frecuentación de los cuentistas, los comentarios oídos, el haber sido confidente de sus luchas, inquietudes y desesperanzas, han traído a mi ánimo la convicción de que, salvo contadas excepciones en que un cuento sale bien sin recurso alguno, todos los restantes se realizan por medio de recetas o trucs de procedimiento al alcance de todos, siempre, claro está, que se conozcan su ubicación y su fin.
Varios amigos me han alentado a emprender este trabajo, que podríamos llamar de divulgación literaria, si lo de literario no fuera un término muy avanzado para una anagnosia elemental.
Un día, pues, emprenderé esta obra altruista, por cualquiera de sus lados, y piadosa, desde otro punto de vista.
Hoy apuntaré algunos de los trucs que me han parecido hallarse más a flor de ojo. Hubiera sido mi deseo citar los cuentos nacionales cuyos párrafos extracto más adelante. Otra vez será. Contentémonos por ahora con exponer tres o cuatro recetas de las más usuales y seguras, convencidos de que ellas facilitarán la práctica cómoda y casera de lo que se ha venido a llamar el más difícil de los géneros literarios.
Comenzaremos por el final. Me he convencido de que, del mismo modo que en el soneto, el cuento empieza por el fin. Nada en el mundo parecería más fácil que hallar la frase final para una historia que, precisamente, acaba de concluir. Nada, sin embargo, es más difícil.
Encontré una vez a un amigo mío, excelente cuentista, llorando, de codos sobre un cuento que no podía terminar. Faltábale tan sólo la frase final. Pero no la veía, sollozaba, sin lograr verla así tampoco.
He observado que el llanto sirve por lo general en literatura para vivir el cuento, al modo ruso; pero no para escribirlo. Podría asegurarse a ojos cerrados que toda historia que hace sollozar a su autor al escribirla, admite matemáticamente esta frase final:
«¡Estaba muerta!».
Por no recordarla a tiempo su autor, hemos visto fracasado más de un cuento de gran fuerza. El artista muy sensible debe tener siempre listos, como lágrimas en la punta de su lápiz, los admirativos. Las frases breves son indispensables para finalizar los cuentos de emoción recóndita o contenida. Una de ellas es:
«Nunca más volvieron a verse».
Puede ser más contenida aún:
«Sólo ella volvió el rostro».
Y cuando la amargura y un cierto desdén superior priman en el autor, cabe esta sencilla frase:
«Y así continuaron viviendo».
Otra frase de espíritu semejante a la anterior, aunque más cortante de estilo:
«Fue lo que hicieron».
Y ésta, por fin, que por demostrar gran dominio de sí e irónica suficiencia en el género, no recomendaría a los principiantes:
«El cuento concluye aquí. Lo demás apenas si tiene importancia para los personajes».
Esto no obstante, existe un truc para finalizar un cuento, que no es precisamente final, de gran efecto siempre y muy grato a los prosistas que escriben también en verso. Es éste el truc del leitmotiv.
Comienzo del cuento: «Silbando entre las pajas, el fuego invadía el campo, levantando grandes llamaradas. La criatura dormía…».
Final: «Allá a lo lejos, tras el negro páramo calcinado, el fuego apagaba sus últimas llamas…».
De mis muchas y prolijas observaciones, he deducido que el comienzo del cuento no es, como muchos desean creerlo, una tarea elemental. «Todo es comenzar». Nada más cierto; pero hay que hacerlo. Para comenzar se necesita, en el noventa y nueve por ciento de los casos, saber adónde se va. «La primera palabra de un cuento —se ha dicho— debe ya estar escrita con miras al final».
De acuerdo con este canon, he notado que el comienzo exabrupto, como si ya el lector conociera parte de la historia que le vamos a narrar, proporciona al cuento insólito vigor. Y he notado asimismo que la iniciación con oraciones complementarias favorece grandemente estos comienzos. Un ejemplo:
«Como Elena no estaba dispuesta a concederlo, él, después de observarla fríamente, fue a coger su sombrero. Ella, por todo comentario, se encogió de hombros».
Yo tuve siempre la impresión de que un cuento comenzado así tiene grandes probabilidades de triunfar. ¿Quién era Elena? Y él, ¿cómo se llamaba? ¿Qué cosa no le concedió Elena? ¿Qué motivos tenía él para pedírselo? ¿Y por qué observó fríamente a Elena, en vez de hacerlo furiosamente, como era lógico esperar?
Véase todo lo que del cuento se ignora. Nadie lo sabe. Pero la atención del lector ha sido cogida de sorpresa, y esto constituye un desiderátum en el arte de contar.
He anotado algunas variantes a este truc de las frases secundarias. De óptimo efecto suele ser el comienzo condicional:
«De haberla conocido a tiempo, el diputado hubiera ganado un saludo, y la reelección. Pero perdió ambas cosas».
A semejanza del ejemplo anterior, nada sabemos de estos personajes presentados como ya conocidos nuestros, ni de quién fuera tan influyente dama a quien el diputado no reconoció. El truc del interés está, precisamente, en ello.
«Como acababa de llover, el agua goteaba aún por los cristales. Y el seguir las líneas con el dedo fue la diversión mayor que desde su matrimonio hubiera tenido la recién casada».
Nadie supone que la luna de miel pueda mostrarse tan parca de dulzura al punto de hallarla por fin a lo largo de un vidrio en una tarde de lluvia.
De estas pequeñas diabluras está constituido el arte de contar. En un tiempo se acudió a menudo, como a un procedimiento eficacísimo, al comienzo del cuento en diálogo. Hoy el misterio del diálogo se ha desvanecido del todo. Tal vez dos o tres frases agudas arrastren todavía; pero si pasan de cuatro, el lector salta enseguida. «No cansar». Tal es, a mi modo de ver, el apotegma inicial del perfecto cuentista. El tiempo es demasiado breve en esta miserable vida para perderlo de un modo más miserable aún.
De acuerdo con mis impresiones tomadas aquí y allá, deduzco que el truc más eficaz (o eficiente, como se dice en la Escuela Normal), se lo halla en el uso de dos viejas fórmulas abandonadas, y a las que en un tiempo, sin embargo, se entregaron con toda su buena fe los viejos cuentistas. Ellas son:
«Era una hermosa noche de primavera» y «Había una vez…».
¿Qué intriga nos anuncian estos comienzos? ¿Qué evocaciones más insípidas, a fuerza de ingenuas, que las que despiertan estas dos sencillas y calmas frases? Nada en nuestro interior se violenta con ellas. Nada prometen ni nada sugieren a nuestro instinto adivinatorio. Puédese, sin embargo, confiar seguro en su éxito… si el resto vale. Después de meditarlo mucho, no he hallado a ambas recetas más que un inconveniente: el de despertar terriblemente la malicia de los cultores del cuento. Esta malicia profesional es la misma con que se acogería el anuncio de un hombre que se dispusiera a revelar la belleza de una dama vulgarmente encubierta: «¡Cuidado! ¡Es hermosísima!».
Existe un truc singular, poco practicado, y, sin embargo, lleno de frescura cuando se lo usa con mala fe.
Este truc es el del lugar común. Nadie ignora lo que es en literatura un lugar común. «Pálido como la muerte» y «Dar la mano derecha por obtener algo» son dos bien característicos.
Llamamos lugar común de buena fe al que se comete arrastrado inconscientemente por el más puro sentimiento artístico; esta pureza de arte que nos lleva a loar en verso el encanto de las grietas de los ladrillos del andén de la estación del pueblecito de Cucullú, y la impresión sufrida por estos mismos ladrillos el día que la novia de nuestro amigo, a la que sólo conocíamos de vista, por casualidad los pisó.
Ésta es la buena fe. La mala fe se reconoce en la falta de correlación entre la frase hecha y el sentimiento o circunstancia que la inspiran.
Ponerse pálido como la muerte ante el cadáver de la novia es un lugar común. Deja de serlo cuando, al ver perfectamente viva a la novia de nuestro amigo, palidecemos hasta la muerte.
«Yo insistía en quitarle el lodo de los zapatos. Ella, riendo, se negaba. Y, con un breve saludo, saltó al tren, enfangada hasta el tobillo. Era la primera vez que yo la veía; no me había seducido, ni interesado, ni he vuelto más a verla. Pero lo que ella ignora es que, en aquel momento, yo hubiera dado con gusto la mano derecha por quitarle el barro de los zapatos».
Es natural y propio de un varón perder su mano por un amor, una vida o un beso. No lo es ya tanto darla por ver de cerca los zapatos de una desconocida. Sorprende la frase fuera de su ubicación psicológica habitual; y aquí está la mala fe.
El tiempo es breve. No son pocos los trucs que quedan por examinar. Creo firmemente que si añadimos a los ya estudiados el truc de la contraposición de adjetivos, el del color local, el truc de las ciencias técnicas, el del estilista sobrio, el del folklore, y algunos más que no escapan a la malicia de los colegas, facilitarán todos ellos en gran medida la confección casera, rápida y sin fallas, de nuestros mejores cuentos nacionales…

domingo, 22 de marzo de 2015

Huxley, Aldous. Literatura y Ciencia.


Un lúcido análisis del conflicto entre el mundo artístico y científico, y que el novelista C. P. Snow denominaba el problema de `las dos culturas`. Aldous Huxley, en este ensayo, busca establecer puentes entre ambos mundos:

`En los párrafos que siguen intentaré tratar este tan debatido tema en términos más concretos que los empleados por Oppenheimer y Trilling, por Leavis, Snow y los iniciadores victorianos de esta gran polémica. ¿Cuál es la función de la literatura, cuál su psicología, cuál la naturaleza del lenguaje literario? Y, ¿en qué se diferencian su función, su psicología y su lenguaje de la función, la psicología y el lenguaje de la ciencia? ¿Cuál ha sido en el pasado la relación entre literatura y ciencia? ¿Cuál es la actual? ¿Cuál podrá ser en el futuro? ¿Qué le convendría hacer desde un punto de vista artístico al hombre de letras del siglo veinte respecto de la ciencia de su siglo? Estas son las pregüntas que trataré de responder.
Fuente: N.N.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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