lunes, 30 de marzo de 2015

Malcolm Lowry.Bajo el volcán. Novela.


Malcolm Lowry
(Birkenhead, 1909-Ripe, 1957) Escritor británico. Abandonó sus estudios en Cambridge para ser marinero, experiencia que relata en su primera novela, Ultramarina (1934). Residió en EE UU, México y Canadá. Progresivamente alcoholizado, transformó sus obsesiones en materia de una brillante obra literaria, influida por Melville y por Joyce (Bajo el volcán, 1947; Lunar cáustico, 1963; Oscuro como la tumba donde yace mi amigo, 1968); son notables también sus poemas y su epistolario.
http://www.biografiasyvidas.com/biografia/l/lowry.htm
***
El Día de Muertos de 1938 es una jornada aciaga para el ex cónsul británico en México, Geoffrey Firmin, un hombre alcohólico, arruinado por los fantasmas de su mente y de su pasado y cuyos oscuros sentimientos de culpabilidad alimentan una soterrada voluntad de autodestrucción. Incapaz de reaccionar al regreso de su ex mujer, Yvonne, el cónsul deja que ella se acerque de nuevo a su hermanastro Hugh, trotamundos implicado en actividades políticas. Y durante las veinticuatro horas en que transcurre la novela, en un México que simboliza al tiempo el paraíso y el infierno terrenales, se suceden alejamientos, malentendidos y encuentros conflictivos, y hasta violentos, con personajes de toda índole. Un funesto augurio un indio moribundo al borde de un camino da la primera señal de alarma. Mientras Geoffrey, cada vez más ensimismado, naufraga lentamente en sus delirios etílicos ante los ojos de Yvonne y Hugh, éstos asisten impotentes a los estragos de su trágica caída.
Fuente: N.N.

Fragmento. Bajo el volcán. Novela.


¡De cuantas maravillas / pueblan el mundo, la mayor, el hombre! / Él en alas del noto entre la bruma / cruza la blanca mar, sin que le asombre / la hinchada ola de rugiente espuma. / Y a la Tierra también, la anciana diosa, / incansable, inmortal, ha domeñado / con sus ágiles mulas, yunta airosa, / que año tras año le hincan el arado.
Él a las aves, cabecitas hueras, / a los monstruos del ponto y a las fieras, / ingenioso y sagaz, las redes tiende, / y nada de sus mallas se defiende. / Para rendir al animal que ronda / libre los campos, con primor se amaña, / y bajo el yugo domador sujeta / al resistente toro de montaña, / al potro hirsuto de cerviz inquieta.
El lenguaje adquirió, y el pensamiento / que corre más que el viento, / y el temple vario en que el vivir estriba / del hombre en la ciudad. Con hábil treta / los flechazos del hielo astuto esquiva / y el chubasco importuno / que no dejan parar a cielo raso. / Su avance no detiene azar alguno, / y no hay dolencia que le salga al paso / que a soslayar no acierte. / De sólo un mal no escapa: de la muerte.

SÓFOCLES, Antígona


Now I blessed the condition of the dog and toad, yea, gladly would I have been in the condition of the dog or horse, for I knew they had no soul to perish under the everlasting weight of Hell or Sin, as mine was like to do. Nay, and though I saw this, felt this, and was broken to pieces with it, yet that wich added to my sorrow was, that I could not find with all my soul that I did desire deliverance.

JOHN BUNYAN, Grace Abounding for the Chief of Sinners


Wer immer strebend sich bemüht, den kónnen wir erlösen.

GOETHE



 I


Dos cadenas montañosas atraviesan la República, aproximadamente de norte a sur, formando entre sí valles y planicies. Ante uno de estos valles, dominado por dos volcanes, se extiende a dos mil metros sobre el nivel del mar, la ciudad de Quauhnáhuac. Queda situada bastante al sur del Trópico de Cáncer; para ser exactos, en el paralelo diecinueve, casi a la misma latitud en que se encuentran, al oeste, en el Pacífico, las islas de Revillagigedo o, mucho más hacia el oeste, el extremo más meridional de Hawai y, hacia el este, el puerto de Tzucox en el litoral atlántico de Yucatán, cerca de la frontera de Honduras Británica o, mucho más hacia el este, en la India, la ciudad de Yuggernaut, en la Bahía de Bengala.
Los muros de la ciudad, construida en una colina, son altos; las calles y veredas, tortuosas y accidentadas; los caminos, sinuosos. Una carretera amplia y hermosa, de estilo norteamericano, entra por el norte y se pierde en estrechas callejuelas para convertirse, al salir, en un sendero de cabras. Quauhnáhuac tiene dieciocho iglesias y cincuenta y siete cantinas. También se enorgullece de su campo de golf, de multitud de espléndidos hoteles y de no menos de cuatrocientas albercas, públicas y particulares, colmadas por la lluvia que incesantemente se precipita de las montañas.
En las afueras de la ciudad, cerca de la estación del ferrocarril, se yergue, en una colina ligeramente más alta, el Hotel Casino de la Selva. Está situado bastante lejos de la carretera principal y lo rodean jardines y terrazas que, en cualquier dirección, dominan un amplio panorama. Aunque palaciego, lo invade cierta atmósfera de desolado esplendor. Porque ya no es un casino. Ni siquiera se pueden apostar a una partida de dados las bebidas que se consumen en el bar. Lo rondan fantasmas de jugadores arruinados. Nadie parece nadar jamás en su espléndida piscina olímpica. Vacíos y funestos están los trampolines. Los frontones, desiertos, invadidos de hierba. Sólo dos campos de tenis se mantienen en buen estado durante la temporada.
Hacia la hora del crepúsculo del Día de Muertos, en noviembre de 1939, dos hombres, vestidos de franela blanca, estaban sentados bebiendo anís en la terraza principal del Casino. Habían jugado primero al tenis, luego al billar, y las raquetas envueltas en fundas impermeables y cautivas en sus prensas —la del doctor, triangular, la del otro, cuadrangular— descansaban frente a ellos en el parapeto. Mientras se acercaban las procesiones que descendían serpeando por la colina detrás del hotel, llegaban hasta ambos los sonidos plañideros de sus cánticos; volviéronse para ver a los dolientes, a los que sólo pudieron distinguir poco después, cuando las melancólicas luces de sus velas comenzaron a girar entre los lejanos haces de los maizales. El doctor Arturo Díaz Vigil acercó la botella de Anís del Mono a M. Jacques Laruelle, que ahora se asomaba, absorto, por encima del parapeto.
Abajo, ligeramente a la derecha, en el gigantesco atardecer encarnado cuyo reflejo sangraba en las piscinas desiertas esparcidas por doquier como otros tantos espejismos, extendíanse la paz y la dulzura de la ciudad. Desde donde estaban sentados, ésta parecía bastante apacible. Sólo escuchando atentamente, como ahora lo hacía M. Laruelle, podía percibirse un sonido confuso y remoto —claro y, sin embargo, inseparable del minúsculo murmullo, del sonsonete de los dolientes— como de un cántico que se elevaba para luego caer, y un pisoteo regular —los estallidos y gritos de la fiesta que había durado todo el día.
M. Laruelle se sirvió otro anís. Estaba bebiendo anís porque le recordaba el ajenjo. Un intenso rubor teñía su rostro y su mano colocada sobre la botella, en cuya etiqueta un demonio encarnado blandía ante sus ojos un tridente, temblaba un poco al asirla.
—Quise persuadirle de que se marchara para se déalcoholiser —dijo el doctor Vigil. Titubeó al emplear la expresión francesa, y prosiguió en su mal inglés—. Pero yo mismo me sentía tan enfermo aquel día, después del baile, que sufría física, realmente. Eso es pésimo porque nosotros los médicos debemos comportarnos como apóstoles. Recuerde que aquel día también usted y yo jugamos al tenis. Pues bien, después busqué al Cónsul en su jardín y le mandé un muchacho para ver si venía unos minutos a tocar a mi puerta; se lo agradecería; si no, que me escribiera una nota si la bebida no lo había matado ya.
M. Laruelle sonrió.
—Pero se han marchado —prosiguió el otro—. Y sí, pensé preguntarle a usted también aquel día si lo habían buscado en casa del Cónsul.
—Estaba en mi casa cuando usted telefoneó, Arturo.
—¡Oh!, ya lo sé, pero pescamos una horrible borrachera esa noche anterior, nos pusimos tan 'perfectamente borrachos'*, que me pareció a mí que el Cónsul se sentía tan mal como yo —el doctor Vigil meneó la cabeza— La enfermedad no se halla sólo en el cuerpo, sino en aquella parte a la que solía llamarse alma, ¡pobre de su amigo! ¡Gastar su dinero en la tierra en esas tragedias continuas!
M. Laruelle terminó su copa. Levantóse y se dirigió al parapeto; apoyando las manos sobre las raquetas, miró hacia abajo, en torno suyo: contempló los abandonados frontones de jai-alai con las paredes cubiertas de hierba, vio las mesas de tenis, muertas, y la fuente, bastante cercana al centro de la avenida del hotel, en donde un campesino había detenido su caballo para darle de beber. Dos americanos, un joven y una chica, iniciaban un tardío partido de ping-pong en la galería del anexo inferior. Cuanto había ocurrido hacía hoy exactamente un año parecía pertenecer ya a una era distinta. Se hubiera podido creer que los horrores del presente lo habían engullido como una gota de agua. Pero no había sido así. Aunque la tragedia estaba transformándose en algo irreal y sin significado, parecía que aún era permitido recordar los días en que la vida personal tenía algún valor y no era una simple errata en algún comunicado. Encendió un cigarrillo. Lejos, a su izquierda, en el nordeste, más allá del valle y de los contrafuertes en forma de terraza de la Sierra Madre Oriental, ambos volcanes, Popocatépetl e Iztaccíhuatl, se erguían majestuosos y nítidos, contra el fondo del crepúsculo. Más cerca, tal vez a unos quince kilómetros, a menor altura que el valle principal, distinguió el pueblo de Tomalín, anidado tras la selva, desde la cual ascendía un tenue velo de humo ilícito: alguien quemaba leña para hacer carbón. Ante sí, del otro lado de la carretera principal, se extendían campos y boscajes entre los cuales serpeaban un río y el camino de Alcapancingo. La atalaya de una prisión se elevaba sobre un bosque entre el río y la carretera que se perdía más adelante, allá donde las colinas purpúreas de un paraíso a lo Doré desaparecían en la distancia. En la ciudad, las luces del único cine de Quauhnáhuac, que construido en una colina se destacaba notablemente, se encendieron de pronto; vacilaron un momento y volvieron a prenderse.
—'No se puede vivir sin amar' —dijo M. Laruelle—. Como ese 'estúpido' lo escribió en mi casa.
—Vamos, 'amigo', despreocúpese —dijo el Dr. Vigil, a su espalda.
—Pero, '¡hombre!' ¡Yvonne volvió! Eso es lo que nunca podré entender. ¡Volvió a su lado! —M. Laruelle regresó a la mesa, en donde se sirvió y bebió un vaso de agua mineral de Tehuacán. Dijo:
—'Salud y pesetas'.
—'Y tiempo para gastarlas' —replicó, absorto, su amigo... M. Laruelle contempló al doctor que, recostado en su silla de playa, bostezaba; observó su rostro, su rostro de mexicano imposiblemente apuesto, moreno e imperturbable, los ojos oscuros de mirada bondadosa, inocentes, como los de aquellos niños oaxaqueños, bellos y ansiosos, que viven en Tehuantepec (sitio ideal en el que las mujeres hacen el trabajo mientras los hombres se bañan todo el día) y las manos pequeñas y finas y sus delicadas muñecas en las que resultaba casi sorprendente ver que despuntaba un vello negro y áspero.
—Dejé de preocuparme hace mucho, Arturo —dijo en inglés, quitándose el cigarrillo de los labios con sus dedos nerviosos y finos, en los cuales tenía conciencia de llevar demasiados anillos—. Lo que encuentro más... —M. Laruelle se percató de que su cigarrillo estaba apagado y se sirvió otro anís.
—'Con permiso' —el doctor Vigil le acercó un encendedor que ardió con tal rapidez, que le pareció como si ya hubiera estado prendido en el bolsillo de donde lo sacó; tal fue la coincidencia entre ademán e ignición. Ofreció la llama a M. Laruelle—. ¿No fue usted nunca aquí a la iglesia de los desheredados —preguntó de súbito—, donde está la Virgen de aquellos que no tienen a nadie?
M. Laruelle negó con la cabeza.
—Ninguno va allí. Sólo los que no tienen a nadie —dijo el doctor pausadamente. Se guardó el encendedor en el bolsillo y miró su reloj, enderezando la muñeca con ágil movimiento—. Allons-nous-en —añadió— 'vamonos' —y se rió perezosamente con una serie de cabeceos que parecían inclinar su cuerpo hacia adelante, hasta que la cabeza descansó entre sus manos. Después se levantó y fue a situarse junto a M. Laruelle en el parapeto, aspirando profundamente—. ¡Ah! Ésta es la hora que me encanta, con el sol que se oculta, cuando todo hombre se pone a cantar y todos los perros a «ladronear».
M. Laruelle se rió. Mientras conversaban, el cielo, hacia el sur, se había cubierto de furor y tempestad; ya los dolientes habían desaparecido de la colina. Adormercidos en la altura, los zopilotes flotaban en el aire sobre sus cabezas.
—Entonces, a las ocho y media; tal vez vaya a pasar un rato en el 'cine'.
—Bueno. Lo veré entonces esta noche en el sitio convenido. Recuerde: sigo sin creer que se vaya mañana —tendió la mano y M. Laruelle, que le guardaba afecto, la estrechó vigorosamente—. Trate de venir en la noche; si no, entienda, por favor, que siempre tendré interés por su salud.
—'Hasta la vista'.
—'Hasta la vista'.
Solo, junto a la carretera por la que hacía cuatro años llegó desde Los Ángeles, hasta el último kilómetro de aquel viaje largo, insensato y hermoso, también M. Laruelle resistíase a creer que se marcharía. La idea del mañana le pareció casi insoportable. Se detuvo indeciso sobre la ruta que seguiría para llegar a casa, cuando el autobús Tomalín-Zócalo, pequeño y repleto, pasó traqueteando a su lado hacia la falda de la colina, rumbo a la barranca, antes de iniciar el ascenso a Quauhnáhuac. Esta noche le repugnaba seguir el mismo camino. Atravesó la calle, con rumbo a la estación. Aunque no iba a marcharse por ferrocarril, ante la idea de la partida, de su inminencia, nuevamente le invadió una abrumadora tristeza y, evitando puerilmente las agujas, siguió por los rieles. Los rayos del sol poniente rebotaban en los tanques de petróleo que se hallaban en el pasto del andén. La estación dormitaba. Las vías estaban desiertas; las señales, levantadas. Poco de cuanto en ella había daba idea de que alguna vez allí llegara un tren, por no decir que de allí saliera.

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