martes, 24 de marzo de 2015

León Tolstoi. Anna Karenina. Novela.


Publicada por primera vez en 1877. La novela apareció por primera vez como una serie en el periódico Ruskii Vestnik (`El mensajero ruso`), pero Tolstoi chocó con su editor Mikhail Katkov sobre temas relacionados con el final de la novela. Por lo tanto, la novela apareció por primera vez de forma completa en forma de libro.
Ampliamente respetado como ejemplo del realismo, Tolstoi consideró este libro su primera verdadera novela. El personaje de Anna parece que se inspiró en parte, en Maria Hartung (1832–1919), la hermana mayor del poeta ruso Alexander Pushkin.

La novela está dividida en ocho partes. Comienza con una de las frases más citadas: `Las familias felices son todas iguales, las familias infelices lo son cada una a su manera.`

La Primera Parte, introduce el personaje del Príncipe Stepan Arkadyevitch Oblonsky (`Stiva`), un funcionario que le ha sido infiel a su mujer Darya Alexandrovna (`Dolly`). Stiva llama a su hermana casada, Anna Karenina, desde San Petersburgo para que convenza a Dolly de que no le abandone.

Cuando está llegando a Moscú, un trabajador del ferrocarril cae accidentalmente en las vías del tren, presagiando el fatal fallecimiento de la propia Anna. Mientras tanto, un amigo de la infancia de Stiva, Konstantin Dmitrievich Levin llega a Moscú para proponerle matrimonio a la hermana menor de Dolly, Catalina Alexandrovna Shcherbatsky (`Kitty`). Kitty le rechaza esperando una oferta de matrimonio del oficial Conde Alexei Kirillovich Vronsky. Pero a pesar de su interés por Kitty, Vronsky no tiene interés en casarse con ella. Pronto se enamorará de Anna, después de conocerla en la estación de tren de Moscú y haber bailado una mazurca con ella en una fiesta.

Anna, sorprendida por su respuesta a Vronsky, regresa enseguida a San Petersburgo. Vronsky la sigue en el mismo tren. Levin regresa a su granja, abandonando toda esperanza de matrimonio, y Anna regresa con su marido, Alexei Alexandrovich Karenin, un oficial del Gobierno, y su hijo Seriozha.

En la Segunda Parte, Karenin regaña a Anna por hablar demasiado con Vronsky, pero después de un tiempo, ella vuelve a su relación con Vronsky y queda embarazada de un hijo suyo. Anna se muestra angustiada cuando Vronsky se cae en una carrera de caballos, haciendo evidentes para la sociedad sus sentimientos y obligándole a confesárselos a su marido. Cuando Kitty se entera de que Vronsky prefiere a Anna sobre ella, se va de vacaciones a Alemania para recuperarse.

La Tercera Parte examina la vida de Levin en su granja rural. Dolly se encuentra con Levin e intenta revivir sus sentimientos por Kitty. Dolly parece no haberlo conseguido, pero finalmente Levin se da cuenta de que aun le sigue queriendo. De nuevo en San Petersburgo, Karenin se niega a separarse de Anna y le amenaza con no dejarle ver a su hijo Seriozha si le abandona.

Sin embargo en la Parte 4, Karenin encuentra la situación intolerable y empieza a pensar en el divorcio. El hermano de Anna está en contra y convence a Karenin de que hable con Dolly primero. Una vez más, Dolly parece que fracasa en su tarea, pero Karenin cambia sus planes cuando descubre que Anna está muriendo durante el parto. Al lado de ella, Karenin perdona a Vronsly, quien intenta suicidarse por el remordimiento. Sin embargo Anna se recupera, habiendo dado a luz a una hija a la que llama Anna (`Annie`). Vronsky planea marcharse a Tashkent, pero cambia de opinión al ver a Anna, y los dos se marchan a Europa sin haber obtenido el divorcio. Por otro lado, Stiva planea un encuentro en el que Levin y Dolly se reoncilian.

En la Parte 5, Levin y Kitty se casan. Unos meses más tarde, Levin se entera de que su hermnao Nikolai se está muriendo. La pareja acude con él, y Kitty le cuida hasta que muere, a la vez que se entera de que está embarazada.
Fuente: N.N.


(Fragmento).


León Tolstoi
Ana Karenina

PRIMERA PARTE

I
-
Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgra-ciada.
En casa de los Oblonsky andaba todo trastrocado. La es-posa acababa de enterarse de que su marido mantenía relacio-nes con la institutriz francesa y se había apresurado a decla-rarle que no podía seguir viviendo con él.
Semejante situación duraba ya tres días y era tan dolorosa para los esposos como para los demás miembros de la familia. Todos, incluso los criados, sentían la íntima impresión de que aquella vida en común no tenía ya sentido y que, incluso en una posada, se encuentran más unidos los huéspedes de lo que ahora se sentían ellos entre sí.
La mujer no salía de sus habitaciones; el marido no co-mía en casa desde hacía tres días; los niños corrían libre-mente de un lado a otro sin que nadie les molestara. La ins-titutriz inglesa había tenido una disputa con el ama de llaves y escribió a una amiga suya pidiéndole que le buscase otra colocación; el cocinero se había ido dos días antes, precisa-mente a la hora de comer; y el cochero y la ayudante de co-cina manifestaron que no querían continuar prestando sus servicios allí y que sólo esperaban que les saldasen sus ha-beres para irse.
El tercer día después de la escena tenida con su mujer, el príncipe Esteban Arkadievich Oblonsky –Stiva, como le llamaban en sociedad–, al despertar a su hora de costumbre, es decir, a las ocho de la mañana, se halló, no en el dormitorio conyugal, sino en su despacho, tendido sobre el diván de cuero.
Volvió su cuerpo, lleno y bien cuidado, sobre los flexibles muelles del diván, como si se dispusiera a dormir de nuevo, a la vez que abrazando el almohadón apoyaba en él la mejilla.
De repente se incorporó, se sentó sobre el diván y abrió los ojos.
«¿Cómo era», pensó, recordando su sueño. «¡A ver, a ver! Alabin daba una comida en Darmstadt... Sonaba una música americana... El caso es que Darmstadt estaba en América... ¡Eso es! Alabin daba un banquete, servido en mesas de cris-tal... Y las mesas cantaban: "Il mio tesoro"..: Y si do era eso, era algo más bonito todavía.
» Había también unos frascos, que luego resultaron ser mu-jeres...»
Los ojos de Esteban Arkadievich brillaron alegremente al recordar aquel sueño. Luego quedó pensativo y sonrió.
«¡Qué bien estaba todo!» Había aún muchas otras cosas magníficas que, una vez despierto, no sabía expresar ni con palabras ni con pensamientos.
Observó que un hilo de luz se filtraba por las rendijas de la persiana, alargó los pies, alcanzó sus zapatillas de tafilete bordado en oro, que su mujer le regalara el año anterior con ocasión de su cumpleaños, y, como desde hacía nueve años tenía por costumbre, extendió la mano hacia el lugar donde, en el dormitorio conyugal, acostumbraba tener colocada la bata.
Sólo entonces se acordó de cómo y por qué se encontraba en su gabinete y no en la alcoba con su mujer; la sonrisa des-apareció de su rostro y arrugó el entrecejo.
–¡Ay, ay, ay! –se lamentó, acordándose de lo que había sucedido.
Y de nuevo se presentaron a su imaginación los detalles de la escena terrible; pensó en la violenta situación en que se en-contraba y pensó, sobre todo, en su propia culpa, que ahora se le aparecía con claridad.
–No, no me perdonará. ¡Y lo malo es que yo tengo la culpa de todo. La culpa es mía, y, sin embargo, no soy culpa-ble. Eso es lo terrible del caso! ¡Ay, ay, ay! –se repitió con desesperación, evocando de nuevo la escena en todos sus de-talles.
Lo peor había sido aquel primer momento, cuando al re-greso del teatro, alegre y satisfecho con una manzana en las manos para su mujer, no la había hallado en el salón; asus-tado, la había buscado en su gabinete, para encontrarla al fin en su dormitorio examinando aquella malhadada carta que lo había descubierto todo.
Dolly, aquella Dolly, eternamente ocupada, siempre llena de preocupaciones, tan poco inteligente, según opinaba él, se hallaba sentada con el papel en la mano, mirándole con una expresión de horror, de desesperación y de ira.
–¿Qué es esto? ¿Qué me dices de esto? –preguntó, seña-lando la carta.
Y ahora, al recordarlo, lo que más contrariaba a Esteban Arkadievich en aquel asunto no era el hecho en sí, sino la ma-nera como había contestado entonces a su esposa.
Le había sucedido lo que a toda persona sorprendida en una situación demasiado vergonzosa: no supo adaptar su aspecto a la situación en que se encontraba.
Así, en vez de ofenderse, negar, disculparse, pedir perdón o incluso permanecer indiferente ––cualquiera de aquellas acti-tudes habría sido preferible–, hizo una cosa ajena a su volun-tad («reflejos cerebrales» , juzgó Esteban Arkadievich, que se interesaba mucho por la fisiología): sonreír, sonreír con su sonrisa habitual, benévola y en aquel caso necia.
Aquella necia sonrisa era imperdonable. Al verla, Dolly se había estremecido como bajo el efecto de un dolor físico, y, según su costumbre, anonadó a Stiva bajo un torrente de pala-bras duras y apenas hubo terminado, huyó a refugiarse en su habitación.
Desde aquel momento, se había negado a ver a su marido.
«¡Todo por aquella necia sonrisa!», pensaba Esteban Arka-dievich. Y se repetía, desesperado, sin hallar respuesta a su pregunta: «¿Qué hacer, qué hacer?».

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