miércoles, 2 de abril de 2014

John Steinbeck .

 

 

De ratones y hombres; Pierre-Alain Bertola

por Miguel Carreira
Podemos imaginarnos una hipotética clasificación de escritores en la que estos se ordenasen, no por sus méritos, sino por los nuestros. Esta clasificación, que para ser sinceros, tiene mucho de imposible, obviamente tendría que ser de lo más subjetiva. Tanto que nos obligaría a elegir una serie de normas para hacerla inteligible, es decir, que habría que establecer unos criterios fijos que pudiesen servir, si no para justificar, al menos para argumentar la presencia o la falta de tal o cuál nombre.
Para empezar, cuando hablamos de «nuestros méritos» debe quedar claro que hablamos de nuestros méritos como sociedad. Reducirlo al mérito de cada cual nos dejaría una colección de clasificaciones individuales que, respecto a la que proponemos, tiene varios inconvenientes: uno, que dicha colección ya existe —aquello del gusto de cada cual— y dos, que cada una de estas clasificaciones carecería del valor canónico al que siempre debe aspirar —y que nunca debe conseguir completamente— un catálogo de esta naturaleza.
Nuestra división hablaría, por tanto, de nuestros méritos como sociedad, aunque el término «méritos» entiendo que puede resultar poco claro. Aun así me parece preferible a otros términos como «aspiraciones» —que es demasiado utópico—, «ambiciones» —que es demasiado pragmático— o «logros» —que está casi totalmente equivocado—, aunque el término ideal deja alguna deuda con cada uno de los tres. Al final la propuesta que vamos a hacer es muy sencilla. Podría haber una forma de clasificación de los escritores que encuadrase a estos entre los que merecemos —y tenemos—, los que no merecemos —pero tenemos—, los que no merecemos —y aun así los tenemos— y los que no merecemos —y no tenemos—.
John Steinbeck retratado por Peter Stackpole en Nueva York, en 1937


No se trata de argumentar en demasía, no vaya a ser que se tome esta supuesta ordenación con seriedad. A usted igual le parece improbable, pero cosas más raras se han visto. Yo he visto gente muy inteligente y muy bien preparada defender que es posible y hasta necesario clasificar genéricamente las narraciones por el número de palabras —con tantas es cuento, a partir de tantas relato, desde aquí nouvelle y en adelante y hasta el infinito ya novela como Dios manda— igual que quien cuenta sacos de garbanzos. Nuestra propuesta de clasificación, quede claro, en el fondo sólo sirve para invocar un lugar cómodo en el que poder encontrarnos con Mr. John Steinbeck. Un escritor que, de nuevo, volvemos a merecer, creo que no tanto por nuestras virtudes como por nuestros pecados. Un escritor que tenemos, aunque a veces no nos acordemos de recordarlo.
Steinbeck es, creo, uno de los autores norteamericanos más conocidos del siglo XX. Ganó el premio Nobel de literatura en 1962. Dado que la academia sueca tiene la costumbre de abrir los registros de las deliberaciones una vez han pasado cincuenta años, este año nos toca saber que Steinbeck compitió en la línea de meta con Karen Blixen —que murió unos meses antes, con lo que quedó descartada— o Laurence Durrell —cuyo Cuarteto de Alejandría les pareció a los señores del Nobel una cosa que merecía vigilarse, pero tampoco con la que volverse locos—. En su momento la concesión del Nobel a Steinbeck no estuvo del todo libre de polémica. Existía un cierto prejuicio, que no sé si ahora está del todo descartado, hacia los novelistas norteamericanos, a los que se consideraba un poco demasiado comerciales y un quizás también un poco demasiado juveniles. Tampoco ayudaba que Steinbeck llevase ya unos años lejos de la primera línea de la narrativa. Un periódico sueco de la época acogió la concesión del premio a Steinbeck acordándose de Pearl S. Buck. Cuando le preguntaron a Steinbeck si, en su opinión, merecía el premio sueco, éste respondió que, francamente, no. En contraste, yo sé de buena tinta que hay gente que ha ganado un concurso de cuentos en un ayuntamiento de Soria y que está segurísima de que la academia sueca los ningunea.  Hoy Steinbeck es recordado sobre todo por tres obras: Las uvas de la ira, Al este del edén y De ratones y hombres.
En los dos primeros casos, parte de su popularidad se debe a que ambas han sido utilizadas como base de adaptaciones cinematográficas que se han convertido en clásicos. Otros trabajos suyos, como Tortilla Flat o La perla han quedado más relegados, a pesar de que, en su momento, fueron muy conocidos por el público.
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De ratones y hombres también se trasladó al cine, aunque las adaptaciones no han alcanzado el estatus de las anteriores. Lewis Milestone (1939) hizo una adaptación que fue muy conocida en su momento, pero que no ha conseguido revalidar su fama . Mucho después, en 1992, Gary Sinise rodó una nueva adaptación. Es probable que esto también pueda interpretarse como prueba de la pérdida de popularidad de la película de Milestone. Dudo bastante que un productor accediese hoy a hacer una nueva versión de Las uvas de la ira. No digo que no pueda pasar. Cosas más raras se han visto. Pero sería raro.
Además de las adaptaciones cinematográficas De ratones y hombres ha servido para rodar series de televisión y varias obras de teatro. Las primeras obras de teatro basadas en la novela son muy tempranas. En 1937, el mismo año de la publicación de De ratones y hombres se estrenó su primera adaptación teatral, con notable éxito. Luego la obra se ha seguido representando, con este libreto original o en distintas versiones con las que la historia se ha representado en distintos países, incluído España. Se han hecho adaptaciones para la radio y hasta una ópera. Además, el personaje de Lennie es una presencia recurrente y notable en muchos de los personajes de dibujos de la Warner Brothers incluidas dos parodias [video1] del insuperable Tex Avery.
De ratones y hombres se ha ido convirtiendo en un clásico norteamericano. Allí el libro se lee en las escuelas y George y Lennie forman parte del imaginario cultural, igual que aquí Lázaro de Tormes. No estoy seguro de que tengamos algún ejemplo de literatura más o menos contemporánea en España en el que haya personajes literarios tan reconocidos. Pienso ahora en Don Cayo o en Pascual Duarte, pero no creo que ni el uno ni el otro, ni ninguno que se me ocurra, esté a la cabeza en cuanto a difusión.
Los apuntes que figuran aquí sólo son una representación que puede —espero— que resulte representativa, pero que en absoluto es rigurosa de los muchos guiños, alusiones o citas que se han hecho de la obra en libros, películas, discos, etc. Las adaptaciones, aunque menos, también son muchas, probablemente porque De ratones y hombres es una fábula, una de las últimas fábulas contemporáneas, uno de los últimos textos que, desde una absoluta sencillez, con una tremenda economía de recursos y trama, es capaz de emocionarnos hablando de esos temas sobre los que ha estado hablando la mejor literatura durante los últimos dos mil años: del amor, de la muerte, del miedo, del  poder, de la amistad y de la soledad.
Pierre-Alain Bertola falleció prematuramente en 2012. Nos dejó este De ratones y hombres cuyo mayor acierto es una virtud que deberíamos exigir más en las adaptaciones: honestidad, humildad y también algo que podríamos llamar lealtad; lealtad con la historia y con el trabajo que le sirve de base. Su De ratones y hombres pone en escena a los dos famosos protagonistas, Lennie y George y lo hace con notabilísima efectividad.
No se puede decir nada mucho mejor de una adaptación aparte de que resulta eficaz. Bertola consigue llevar la historia a su terreno, y lo hace sin que el lector acuse la ausencia de diálogos o de momentos, a no ser que se empeñe en fiscalizar la obra como si fuese el story-board de una película imposible. No lo es. Aquí, donde nos quedemos sin las descripciones de Steinbeck o sin la voz de su narrador, Bertola nos compensará con un dibujo en el que es imposible no apreciar un trabajo escrupuloso y una enorme sabiduría. Las relaciones entre los personajes se muestran a veces, simplemente, aumentando o disminuyendo la distancia que los separa en la viñeta. Las emociones, los pensamientos, la moralidad de los individuos o la forma en la que aparecen ante otros personajes se representan, unas veces, mediante la selección de la perspectiva, otras mediante la luz; encerrando las sombras en una mancha de tinta, o mediante la dirección de los cuerpos. Lo que hace Bertola aquí es una exhibición de capacidad narrativa, de mesura y de sobriedad.
Pierre-Alain Bertola ha conseguido, en definitiva, dibujar De ratones y hombres. Ha conseguido dibujar una historia que no es en absoluto fácil de arrancar de las garras del papel. Desde luego, resulta mucho más complicado de lo que puede sugerir la gran cantidad de adaptaciones a todos los medios. De ratones y hombres es una historia tentadora. La sencillez de la trama puede invitar a suponer que se trata de una novela fácilmente adaptable. Sin embargo, la sencillez es la más complicada de las suertes de la narrativa. Las construcciones más sencillas, aquellas en las que más se ha eliminado, son también las más frágiles. Una historia más compleja enfrentaría al adaptador a otros problemas. Lo obligaría a seleccionar material y a decidir qué partes forman el verdadero esqueleto de la historia. Aquí la selección es casi nula. Casi todo el proceso de adaptación es pura transformación. Muchos lo han intentado, es cierto, pero no son tantos los que lo han conseguido.
Personalmente ninguna de las adaptaciones cinematográficas me parece satisfactoria. La versión de Milestone me resulta un tanto condescendiente y la de Sinise me parece poco convincente, envarada e incluso mal interpretada, a pesar de que, cabe señalar, esta opinión está muy poco extendida y a pesar de que tanto Sinise como Malkovich son, por lo general, actores excelentes. La actuación de los dos fue de hecho muy alabada cuando se estrenó la película. En cualquier caso, creo que ninguna de las dos adaptaciones consigue reproducir la atmósfera del libro, y esos colores de decadencia, pobreza y atavismo del texto. No creo que ninguna haya conseguido pulsar con la exactitud de Bertola las cuerdas que hacen resonar la emoción en la historia. No creo que ninguna de las dos haya conseguido reproducir esa capa de polvo pajizo que recubre las obras de Steinbeck. Bertola sí, y lo más meritorio es que consigue una versión particularmente turbadora sin recurrir al efectismo o a la condescendencia, dos pecados a los que invita la novelita de Steinbeck. En la narración, que es el reino donde no se concede nada a los imposibles, una de las pocas normas irrompibles es que cuando aparece la moralina desaparece la tragedia.
 Es posible, sin embargo, que el cómic no sea absolutamente ejemplar. Quizás faltan un par de detalles para que la obra sea redonda. Pienso sobre todo en el encuentro de Lennie con la mujer de Curley, que el cómic resuelve de forma un tanto contenida. Aquí es posible que la apuesta de Bertola por la sutileza, a pesar de su indudable elegancia, no acabe de captar la brutalidad trémula del instante. A cambio, la resolución final de la historia es perfecta y ejemplifica mejor que en ninguna otra parte las virtudes que venimos atribuyendo a la obra. El encuentro de George y Lennie consigue, sin concesiones al dramatismo, reproducir la sensación de derrota del original.
Hablar de este De ratones y hombres de Bertola es hablar del De ratones y hombres de Steinbeck. Y es también rendir un homenaje póstumo al excelente y trabajo de Bertola. En razón de la fidelidad de este trabajo con el texto habrá quien vea la genialidad de Bertola como un mérito artesanal. Y puede que en parte tenga razón. Bertola no ha tratado tanto de crear un material nuevo como de utilizar los recursos de su medio para trasladar un material preexistente. No ha puesto la originalidad como gran objetivo de su labor. Bertola es, salvando muchas distancias, se ha erigido como intérprete, como alquien que recoge un camino previo para llevar a cabo una obra. Lo hace con maestría —y, sí, es cierto— a costa de renunciar a un mayor grado de originalidad.
En este sentido —y sólo en este sentido— es razonable suponer que esta no es una obra plenamente artística. Otra cosa es que esa supuesta falta de pretensiones artísticas —y, de nuevo quiero recordarlo, estamos hablando de las pretensiones artísticas en un sentido muy concreto— haga que la obra sea menos meritoria o menos valiosa. Lo artístico, para bien o para mal, se ha ido fundamentando, cada vez más en la originalidad y en la subjetividad. Vivimos tiempos extraños, en los que la obra de arte ya no es algo que aspire a ser, sobre todo, un objeto con unas cualidades estéticas determinadas. La obra de arte aspira ahora a ser una expresión —a poder ser original— de la personalidad artística del individuo. Se han virado las tornas. Si antes el artista lo era porque era capaz de crear obras de arte ahora las obras de arte lo son porque han sido creadas por un artista.
Uno está tentado a exclamar, con sospechosa alegría, que Bertola ha fallado como artista, porque como artista supone un demérito el haber antepuesto la fidelidad a la obra a su propio impulso de expresión personal. En efecto, Bertola podría haber hecho muchas cosas para hacer de su adaptación un objeto más  «personal» en el sentido de que los lectores podríamos haber captado de forma más evidente, la impronta de su Yo. Podría haber trasladado la obra a la época actual, por ejemplo. Podría haber hecho que Lennie, en lugar de estar poseído por un deseo incontrolable de tocar cosas suaves, fuese un adicto a la heroína o al cristal. Pero Bertola no hizo nada de eso. Se limitó a contar con eficacia, sencillez y lealtad y a crear una obra que es hermosa y emocionante. Si esto supone una pérdida en el mérito del objeto queda para la opinión de cada cual pero, de ser así —que lo dudo—, más meritoria sería entonces la renuncia de Bertola.
Lo decíamos al principio de esta reseña. Hay autores que merecemos. Que merecemos en lo bueno y en lo malo; por lo bueno y lo malo que somos y lo bueno y lo malo que tenemos. A Bertola y a esta adaptación de De ratones y hombres quizás no los merecemos y nos lo merecemos por nuestros defectos. Quizás sea un autor que mereceríamos más si pudiésemos volver sobre nuestros pasos. Si no llevamos hasta el extremo la reivindicación del artista, especialmente si es a costa de la reivindicación de la obra. Mereceremos más a Bertola si somos capaces de ver ciertos extremos ridículos en los que caemos de tanto en cuando a la caza de la originalidad y la sorpresa y volvemos a abrir los ojos para mirar aquello que es o quiere ser bonito, interesante, conmovedor, divertido o instructivo. Mereceremos más a Bertola y este libro si buscamos la forma de volver a mirar todo eso y si buscamos la forma de llamar a eso arte.
A Steinbeck, por su parte, lo merecemos. Pero lo merecemos, de nuevo, más por nuestros defectos que por nuestras virtudes. Lo merecemos porque es uno de los autores que mejor ha sabido aunar la calidad y la denuncia social y por eso volvemos a merecerlo, otra vez, ahora que el mundo vuelve a ser un lugar en el que es necesario denunciar, ahora que la sociedad vuelve a quejarse, que la injusticia ya no es un fantasma que habita nuestra conciencia, como cuando nosotros éramos los injustos, sino el chirrido de una rueda mal engrasada que acompaña cada giro de nuestra sociedad. Tal vez el mundo nunca dejó de ser un lugar en el que teníamos la obligación de, al menos, estar alerta, pero hubo un tiempo en el que pensamos que quizás podíamos olvidarnos de ello.
Steinbeck añade algo importante a la mera literatura social. La suya es una literatura que se podría llamar social, pero que evita la deriva contingente. Es uno de los pocos autores que puede hablar de la pobreza desde el hombre hacia fuera, y no a la inversa. Es decir, en la literatura social es relativamente frecuente que aparezcan novelas o ensayos que analicen las causas o las razones del momento actual. Se analiza el momento y se desciende al hombre o se utiliza al hombre como ejemplo del momento que le ha tocado vivir. Es una literatura de denuncia en la que el hombre comparece como testigo o como víctima. Uno está tentado a buscar nombres resonantes y decir que hay una literatura social de análisis, que selecciona a un hombre o a varios hombres y nos los muestra frente al mundo.
Steinbeck le da el protagonismo al ser humano. También selecciona a un individuo y en ese sentido sus historias se centran característicamente en un sujeto en particular. Pero Steinbeck tiene la rara capacidad de hacer que ese individuo trascienda, no sólo su individualidad, sino su momento. Desciende hasta lo profundo de su personaje, hacia lo que constituye su humanidad y desde ahí nos cuenta lo que sucede a su alrededor. El ser humano no es víctima ni testigo o, si lo es, esa circunstancia es como una máscara o una  segunda piel, algo que está detrás o disfrazando su verdadera naturaleza, que no tiene por qué ser opuesta a la de su máscara. Simplemente es una naturaleza distinta, más básica. Sus historias nos hablan de seres humanos que siguen siendo, sobre todo y al final, humanos. De hombres que se mantienen esencialmente iguales, a lo largo del tiempo. Y este tiempo no son unas décadas, son cientos de años. Cambian las épocas y las circunstancias. Cambian los nombres. Lo que hoy llamamos amor, amistad o guerra ha tenido otros nombres a lo largo del tiempo o ha tenido el mismo nombre, pero formas distintas de pronunciarlo. Los mismos nombres y las mismas cosas se han evocado a lo largo de la historia con pasión, con dolor, con alegría, con ira, con aprobación o con censura. Pero algo permanece en esos nombres y en los hombres que los pronuncian.
Recolectores de alubias; de Dorothea Lange
 Algo queda en la forma en la que nos sentimos ante la vida, ante la muerte, ante el dolor o ante la risa. Algo que reconocemos y a lo que llamamos humano. Algo queda en los gestos más simples, en la forma en la que sienten la soledad, la envidia, la amistad o el hambre los personajes de las historias griegas y que es la misma forma en la que las sentimos nosotros. Algo queda en la sensación sobre la yema de los dedos cuando rozamos algo suave. Algo queda cuando tenemos sed y descubrimos una fuente de agua, o cuando sentimos hambre. Algo queda. Son apenas cuatro trazas, vetas de algo que reconocemos como nuestro. Es lo más universal que tenemos y ni siquiera es lo más noble. Steinbeck es capaz de mirar desde ahí.
Las novelas en las que aparece este ser humano, despojado de casi todo lo que vaya más allá de ser un hombre, son las que pone en juego Steinbeck y luego llega lo demás. Llega el lugar y el momento en el que esos hombres viven. Llega la denuncia, llega la rabia, llega el mundo, pero el hombre que Steinbeck nos entrega permanece, el hombre que no podemos dejar de ser sigue ahí y por eso lo merecemos. Porque Steinbeck nos entrega (y Bertola lo sostiene) un relato con aroma de clásico, donde se repite una de las afirmaciones que la tragedia ha gritado durante dos mil años: que la fuerza del hombre es su debilidad y su potencia su perdición. Que nuestras virtudes y nuestros defectos son una cuerda anudada. Que podemos crear y querer en la misma medida, y ni un ápice menos, en que podemos destruir y odiar.

martes, 1 de abril de 2014

Stéphane Mallarmé


Síntesis biográfica

Nació el 18 de marzo de 1842, huérfano desde los siete años, estudió bachillerato en Sens y viajó a Londres para acreditarse como profesor de inglés.
Trayectoria

Muy joven empezó a escribir poesía bajo la influencia de Charles Baudelaire, alternando la labor literaria con su actividad académica en varios institutos franceses.

Tras un viaje al Reino Unido, donde contrajo matrimonio con su amante Marie Gerhardt 1863, fue profesor de inglés en el instituto de Tournon, pero pronto perdió el interés por la enseñanza.

Sólo podía dedicarse a escribir al término de su jornada laboral, y así compuso L’azur, Brise marine, empezó Herodías y redactó una primera versión de La siesta de un fauno.
Publicaciones

En 1866, el Parnasse Contemporain le publicó diez poemas y poco después fue trasladado al liceo de Aviñón. Conoció a Paul Verlaine, y finalmente consiguió un puesto en el liceo Fontanes en París 1867.

Publicó Herodías en una segunda entrega del Parnasse; la dificultad de su poesía le había granjeado la admiración de un reducido grupo de poetas y alumnos, que recibía en su casa, pero los juicios favorables de Verlaine y de Huysmans le convirtieron en poco tiempo en una celebridad para toda una generación de poetas, los simbolistas, que acogieron con entusiasmo su volumen Poesías y su traducción de los Poemas de Edgar Allan Poe.


Lideró a partir de entonces frecuentes tertulias literarias con jóvenes entre los que se encontraban André Gide y Paul Valéry. En 1891 publicó Páginas, y un año después el músico Debussy compuso el Preludio a la siesta de un fauno.

En 1897, la revista Cosmopolis publicó Una tirada de dados nunca abolirá el azar, fragmento de la obra absoluta que Mallarmé llamaba el Libro, que no llegó a completar, y en la que intentaba reproducir, a nivel incluso tipográfico, el proceso de su pensamiento en la creación del poema y el juego de posibilidades oculto en el lenguaje, sentando un claro precedente para la poesía de las vanguardias.

La dificultad de la poesía de Mallarmé, a menudo hermética, se explica por la gran exigencia que impone a sus poemas, en los que interroga la esencia para desembocar frecuentemente en la ausencia, en la nada, temas recurrentes en su obra.
José Lezama Lima, poeta y escritor cubano estudioso y admirador de Mallarmé escribió:
«...es, con Arthur Rimbaud, uno de los grandes centros de polarización poéticos, situado en el inicio de la poesía contemporánea y una de las aptitudes más enigmáticas y poderosas que existen en la historia de las imágenes. Sus páginas y el murmullo de sus timbres serán algún día alzados para ser leídos por los dioses».
El simbolismo en Mallarmé

Mallarmé pensaba que la poesía era la insinuación de imágenes que se ciernen y se evaporan siempre; aseguraba que nombrar un objeto era destruir tres cuartas partes del placer que consiste en la adivinación gradual de su verdadera naturaleza. El símbolo implicaba, sin embargo, no simplemente evitar la nominación directa, sino también la expresión indirecta de su significado, que es imposible describir simplemente, que es esencialmente indefinible e indescifrable.

El simbolismo se basa en la suposición de que el contenido de la poesía es expresar algo que no puede ser encajonado en una forma definida y que no puede ser alcanzado por un camino directo. Desde que es imposible expresar nada válido sobre las cosas a través de los medios claros de la conciencia, mientras el lenguaje descubre automáticamente las relaciones entre ellas, el poeta debe, como insinúa Mallarmé, “dar la iniciativa a las palabras”, debe permitirse a sí mismo ser llevado por la corriente del lenguaje, por la sucesión espontánea de imágenes y visiones, lo cual implica que el lenguaje es no sólo más poético, sino también más filosófico que la razón… Tal vez Mallarmé no hubiera hecho propia literalmente la frase de que “una bella línea sin significado es más valiosa que una menos bella con significado”; el no creía en la renuncia a todo contenido intelectual de la poesía, pero pedía que el poeta renunciara a la excitación de las pasiones y emociones y al uso de motivos extraestéticos, prácticos y racionales.
Poesía pura

El concepto de “Poesía Pura”, puede ser considerado al menos, como el mejor compendio de su visión del arte y de la naturaleza y la encarnación del ideal que como poeta tuviera en mente. Mallarmé comenzaba a escribir un poema sin saber exactamente la primera palabra, el primer verso; el poema surgía como la cristalización de palabras y líneas que se combinan casi según su propio acorde”.

La doctrina de la “poesía pura” transpone lo principal de su método creador en la teoría del acto receptivo; estableciendo que para que se realice una experiencia poética no es absolutamente necesario conocer todo el poema; aunque sea breve; con frecuencia uno o dos versos son suficientes para producir en nosotros el estado de ánimo que corresponde al poema. En otras palabras; para disfrutar de un poema no es necesario, o en cualquier caso, no es suficiente, comprender su significado racional, y verdaderamente y como lo muestra la poesía popular, no es necesario que el poema tenga un exacto “significado”.

El concepto de “Poesía Pura” representa la forma de esteticismo más pura y más intransigente, y expresa la idea básica de un mundo poético completamente independiente de la realidad ordinaria, práctica y racional, un microcosmos autónomo, estéticamente completo en sí mismo. La generación de Mallarmé no inventó ni mucho menos el símbolo como medio de expresión; arte simbólico ya había existido en épocas anteriores. Descubrió, simplemente, la diferencia entre el símbolo y la alegoría, e hizo del simbolismo, como estilo poético, la meta consciente de sus esfuerzos.

Reconoció, incluso, aunque no siempre fue capaz de dar expresión a sus conocimientos, que la alegoría no es otra cosa que la traducción de una idea abstracta en forma de imagen concreta, por lo que la idea continúa en cierto modo siendo independiente de su expresión metafórica y podría incluso ser expresada de otra forma, mientras que el símbolo reduce la idea y la imagen a una unidad indisoluble, de manera que la transformación de la imagen implica también la metamorfosis de la idea.

En suma, el contenido de un símbolo no puede ser traducido a ninguna otra forma, pero, por el contrario, un símbolo puede ser interpretado de varias maneras, y esta variabilidad de la interpretación, esa aparente inagotabilidad del significado de un símbolo, es su característica más esencial.

Comparada con el símbolo, la alegoría parece siempre la transcripción lisa, llana y simple, en cierto modo “superflua” de una idea que no gana nada con ser trasladad de una esfera a la otra. La alegoría es una especie de enigma cuya solución es obvia, mientras que el símbolo sólo puede ser interpretado, pero no resuelto. La alegoría es la expresión de un proceso mental estático; el símbolo de uno dinámico; aquélla pone un límite y una frontera a la asociación de ideas; éste pone las ideas en movimiento y las mantiene en él.
Obras destacadas

    Páginas 1891
    Herodías 1864
    Verso y prosa 1892
    Divagaciones 1897
    Los dioses antiguos 1879
    Poesías 1887

Fuentes

    Arnold Hauser. “Historia Social de la Literatura y el Arte”. Tomo II: “Desde el Rococó hasta la Época del Cine”. Madrid. Debate. 1998. (Cap IX: Naturalismo e Impresionismo. Pags 451/453).
    Biografías y vidas
    Amedia voz
    Frases y pensamientos

lunes, 31 de marzo de 2014

T. S. Eliot, crítico literario

 

T. S. Eliot, crítico literario

Thomas Stearns Eliot: uno de los principales poetas críticos del siglo XX. Es difícil encontrar alguien que haya aunado la creación y la crítica de un modo tan personal, abriendo caminos y ayudando a sostener las sendas críticas y poéticas de autores coetáneos o futuros, de diversas culturas y nacionalidades. Cuando se ha decretado desde hace tiempo la crisis de la crítica literaria según una presunta imposibilidad de conocimiento, la herencia eliotiana puede servir para repensar los problemas y abrir vías de más esperanzada intelección.
Su figura cobra desde este contexto amplio una interesante actualidad, por su capacidad de integración de logros de la modernidad poética en un diseño más conciliador que no abdica de hacer preguntas fundamentales. Como señala en Función de la poesía y función de la crítica, las dos preguntas que el crítico de poesía debe plantearse constantemente son “¿Qué es la poesía?” y “¿Es éste un buen poema?” La pretensión estética no se disimula, la continuidad con la tradición humanista que se interroga por el ser y el valor, tampoco. Uno encuentra respuestas, en buena medida, según la profundidad de las preguntas que plantea. El Eliot modernista de La tierra baldía y de los ensayos de El bosque sagrado, tenía una resistencia a la excesiva teorización, a pasar por Hegel, y se opuso al panlogismo de éste y a la sustitución de la realidad por un todo mental y unas categorías analíticas. Pero también huyó del extremo contrario: se debe considerar que si en la Tierra baldía la lógica de la yuxtaposición y el fragmento -comadronadas por Pound-, actúan de un modo estructural, no es por la instalación de Eliot en una posición lúdica semejante a la de Mallarmé, sino por la constatación de que el mundo moderno en la vida personal y social de los años 20 es dolorosamente así. En la parte final de dicho poema, “Lo que dijo el trueno”, se aprecia una pregunta por la trascendencia y el sentido.
Desde ahí, los textos críticos de Eliot van a reivindicar la provisionalidad del juicio crítico, por la inherente complejidad del mundo y la relativa opacidad que opone a la razón. Bajo esa clave hay que entender su crítica, alejada tanto de la construcción mental que pretende iluminarlo todo; como de la crítica disolvente que sustituye la realidad por la voluntad de juego o poder a través del representacionismo. Eliot irá consolidando su pensamiento por caminos que reafirman el papel la tradición, no sólo literaria, sino también cultural. Una de sus opiniones críticas fundamentales aparece en “La tradición y el talento individual”, considerado por muchos como el ensayo literario más importante del siglo XX. Allí reacciona contra el pensamiento romántico que presenta al poeta como un ser especial, el único capaz de conseguir la originalidad, postulada por algunas concepciones modernas como el máximo valor literario. Sin embargo, según Eliot, el artista de genio es el que mejor asimila la tradición, única posibilidad de crear la genuina obra de arte. El artista y el hombre que sufre son dos realidades distintas en la misma persona, y es la apertura a la tradición mediante la lectura atenta y el trabajo, lo que puede provocar que ese artista de genio transmute los materiales artísticos y personales allegados en un todo único y nuevo, cuyo valor radicará en la medida en que las obras valiosas del pasado se afirmen con mayor vigor.
En El bosque sagrado, donde aparecen estas ideas, no dudará en incluir ensayos críticos sobre obras que han configurado la tradición literaria inglesa, como Hamlet, y europea, como la Divina comedia, y defenderá que los problemas críticos importantes no tienen una solución local o esteticista. Así, defiende la necesidad de un canon literario como pilar de la actividad literaria, creativa, crítica o simplemente lectora. A diferencia de Harold Bloom -que parece fundamentar su elección sobre un criterio principalmente estético- Eliot apunta –sin listas- a un canon universal de grandes libros y criterios para discernir los clásicos, las obras de mérito y las obras de los escritores menores, acudiendo a instancias culturales e históricas que le sitúan en la tradición del humanismo cristiano (no hace demasiado, el crítico literario George Steiner recordó en Presencias reales el humus religioso que alentó al gran arte y la gran literatura europeas, y en Gramáticas de la creación formuló la pregunta sobre la posibilidad de un arte ateo al mismo nivel de excelencia). Pero, aun reconociendo las raíces culturales y espirituales de la poesía, para Eliot, ésta no sustituye a la vida, ni es su principio rector, ni la expresión de una totalidad de intereses unificados como quería Wordsworth, ni tiene funciones religiosas o de consolación cuasireligiosa como proponía Arnold. El correctivo que Eliot impone a estas pretensiones excesivas sirve para respetar mejor la particular esencia de la poesía y su lugar en el diseño más abarcante de las esferas de la existencia humana.
Desde la tradición crítica moderna en la que se inserta y renueva, Eliot propone un texto crítico con fondo estético, abordado de modo experiencial, al que lleva luces culturales y filosóficas, junto con una gran sensibilidad, sin la ilusión o más bien ilusionismo, de llegar a una comprensión absoluta. Los textos críticos de Eliot se dirigen a un lector de poesía, buen aficionado -y por ello no necesariamente especializado- al que se le quiere ilustrar sobre sus percepciones literarias, apelando a un sentido poético común, si bien se deja un amplio margen al disenso. Gil de Biedma acierta al caracterizar el modo eliotiano de acercarse críticamente a la poesía, al comentar una de sus frases: “La gente es aficionada a creer que existe una esencia única de la poesía, susceptible de formulación” (en Función de la poesía y función de la crítica). El poeta español señala:
"Todas las artes son obra del hombre y son, por ello, esencialmente impuras, es decir, complejas; la poesía, debido al material con que opera, es la más impura de todas. La comunicación es un elemento de la poesía, pero no define la poesía; la actividad poética es una actividad formal, pero nunca es pura y simple voluntad de forma".
Eliot parece aborrecer constantemente la tentación de la definición total, de la fórmula acabada, pero no en el espíritu de Mallarmé y Nietzsche como signo de miedo a la vida, sino como reconocimiento de esa imperfección del conocer humano, que, sin embargo no le incapacita para acercarse a la verdad y ayudarle a habitar esa misteriosa y progresiva proximidad. Los Cuatro cuartetos son en numerosos pasajes una meditación sobre el intento que constantemente el ser humano debe renovar por alcanzar la sabiduría, como opuesto al conocimiento epistemológico que fácilmente podría derivar en pura información, susceptible de convertirse en valor de cambio económico. En su ensayo crítico sobre Goethe, valorará precisamente desde el mismo título “Goethe como sabio”, la visión profundamente sapiencial. Para esta empresa cognoscitiva en busca de la sabiduría, Eliot siente la necesidad de pensar con y desde una tradición de logros literarios, culturales, filosóficos, religiosos. La exigencia de una búsqueda intersubjetiva de la verdad queda expresada del siguiente modo (Función de la poesía y función de la crítica):
"El crítico, es de suponer que si ha de justificar su existencia, debería esforzarse por disciplinar sus prejuicios personales y manías –taras a las que todos estamos sujetos- y componer sus diferencias con las de tantos colegas como sea posible, en la búsqueda común del juicio verdadero".
Lo cual no supone un irenismo crítico, ni una corrección política a la cual sacrificar la legítima investigación particular. No deja de ser llamativo que diversos hallazgos de la tradición epistemológica de la crítica literaria del XX encuentren en Eliot una formulación correlativa. El sistema literario, que encontramos en Corti y en la teoría de los polisistemas de Even-Zohar, se encuentra desde otra perspectiva en “La tradición y el talento individual”. La consideración del papel de la lectura particular en la interpretación, la recepción, la distinción entre interpretar y la experiencia más amplia de la lectura literaria -que serán tema de las estéticas de la recepción-, tienen también un precedente eliotiano del siguiente tenor en el ensayo “La música de la poesía”:
"El primer peligro es el de asumir que debe haber sólo una interpretación del poema como un todo, que debe ser verdadera. Habrá detalles de explicación, especialmente con poemas escritos en otra época que la nuestra, cuestiones de hecho, alusiones históricas, el significado de ciertas palabras en un cierto momento, que pueden ser establecidos, y el profesor puede ver que sus alumnos entiendan estas cosas. Pero por lo que toca al significado del poema como un todo, no se agota por una explicación, porque el significado es lo que el poema significa a diferentes lectores sensibles..."
Me parece que esta postura podría llegar a dialogar con la teoría de la lectura de Umberto Eco y sus reconvenciones posteriores en Los límites de la interpretación, tentando ambas esa zona sensible y no fácil entre los extremos de la lectura postestructuralista y la interpretación monista que haría un racionalismo obtusamente unívoco.
En el ensayo sobre el dramaturgo isabelino Philip Massinger, escrito en 1920, ya encontramos una constatación fáctica y una sencilla interpretación orientada a la praxis creadora, del fenómeno de la intertextualidad, concepto que tanta fortuna ha encontrado en los estudios literarios, especialmente de la mano de Julia Kristeva.
"Los poetas inmaduros imitan, los poetas maduros roban, los malos poetas desfiguran lo que toman, y los buenos poetas lo convierten en algo mejor, o al menos en algo diferente. El buen poeta integra su robo en un todo de sentimiento que es único, patentemente distinto de aquello de lo que fue arrancado; el mal poeta lo estampa en algo que no tiene cohesión. Un buen poeta tomará prestado generalmente de autores lejanos en el tiempo, o extranjeros en la lengua, o de intereses diversos".
Eliot nuevamente se cuida mucho de teorizar en exceso y no se aparta de su experiencia personal como lector y creador. Ésta reaparece una y otra vez, y comunica rápidamente con la experiencia del propio lector, como se aprecia en su opinión sobre las imágenes líricas, que estarían conectadas con realidades misteriosas de la interioridad humana. De este modo las mantiene a salvo de una interpretación radicalmente psicologista que finalmente podría disolverlas (Función de la poesía y función de la crítica):
"Sólo una parte de la imaginería de un autor procede de sus lecturas. ¿Por qué, para todos nosotros, a partir de lo que hemos escuchado, visto, sentido, durante nuestra vida, ciertas imágenes recurren, cargadas con emoción, más que otras? Tales recuerdos pueden tener un valor simbólico, pero no lo podemos determinar, porque vienen a representar las honduras de sentimiento a las que no somos capaces de asomarnos".

Y un último apunte sobre el estilo expositivo de Eliot. Lo señala Gil de Biedma:
"Eliot es un gran poeta y un gran escritor, su prosa la precisión misma: toda palabra cuenta. Y tras la palabra escrita se transparenta siempre, dándole viveza, la palabra hablada, el modo de entonar y acentuar, el tono ligeramente más bajo que en el diálogo se marca uno de esos incisos, tan frecuentes en esta prosa escrupulosa, que parecen reflejar los rodeos del pensamiento hasta llegar a la formulación exacta, una vez hechas todas las salvedades y habida cuenta de cada posible excepción".
Nunca es tarde para releer un clásico. Y si apuesta por la belleza, la comunicación, la sorpresa, la intuición y el valor literario, la oportunidad se vuelve urgencia en estos tiempos de desesperanzada tardomodernidad.
 
José Manuel Mora-Fandos

sábado, 29 de marzo de 2014

Mary Wollstonecraft Shelley



Mary Wollstonecraft Shelley

Escritora británica



Nació el 30 de agosto de 1797 en Londres.

Hija del filósofo William Godwin y de la escritora y feminista Mary Wollstonecraft. A los pocos días de su nacimiento su madre ,quien había escrito Vindication of Women Rights, murió de unas fiebres dejando a su marido al cuidado de Mary y de su hermana de tres años y medio Fanny Imlay. Casado Godwin posteriormente con una viuda que ya tenía dos hijas con la que el filósofo alumbraría un nuevo vástago.

En 1814, a los dieciséis años de edad, Mary abandonó su hogar y su país con el poeta Percy Shelley, con el que había iniciado una relación a pesar de estar casado. La pareja viajó a Francia y a Suiza. Perdidamente enamorada de Percy B. Shelley desde la primera vez que lo vio, Godwin, no puso ningún reparo en que corriera tras él. No fue ese el caso de la esposa del poeta quien, humillada, ofendida y embaraza siguió a la feliz pareja hasta La Spezia, localidad de la costa italiana en que se establecieron. A los desarreglos deducibles de semejante situación no tardó en sumarse el mismísimo Byron, siempre afecto a toda clase de desórdenes.

John Clute, en su interesante "Enciclopedia de la Ciencia Ficción", no duda en afirmar que una hermana de Mary, a la sazón también alojada en La Spezia, frecuentaba la cama del lord. En cualquier caso, la comunidad se deshace con los suicidios de una segunda hermana de Mary y de la esposa de Shelley.

Contrajeron matrimonio en 1816, después de que la primera esposa de Shelley se quitara la vida ahogándose. Fruto de esta convivencia fueron varios embarazos y un único hijo, un varón, sólo el pequeño Percy Florence sobrevivió a la infancia.

Creadora del libro que inauguró la ciencia ficción y que aún hoy se erige como uno de los grandes relatos de horror de todos los tiempos; en 1818 publicó la primera y más importante de sus obras, la novela Frankenstein o el moderno Prometeo. Según parece, escribió la historia de Victor Frankenstein por una apuesta. La noche del 16 de junio de 1816, se reunió con Lord Byron y otros en una villa en los alrededores de Ginebra. Encerrados en la casa por una tormenta, se leyeron cuentos de terror para entretenerse. Mary imaginó entonces a Frankestein inspirada en una pesadilla que tuvo a los dieciocho años de edad. Escribió la novela tras una apuesta con Byron, tal y como narra ella misma en el prólogo de la edición de "Frankenstein" de 1831. Esta obra, un logro más que notable para una autora de sólo 20 años, se convirtió de inmediato en un éxito de crítica y público. La historia de Frankenstein, estudiante de lo oculto y de su criatura subhumana creada a partir de cadáveres humanos, se ha llevado al teatro y al cine en varias ocasiones.

No logró tal popularidad con ninguna de sus obras posteriores o la excelencia de esta primera, pese a que escribió otras cuatro novelas, varios libros de viajes, relatos y poemas. Su novela El último hombre (1826), considerada lo mejor de su producción, narra la futura destrucción de la raza humana por una terrible plaga. Lodore (1835) es una autobiografía novelada. Tras la muerte de su esposo, en 1822, Mary se dedicó a difundir la obra del poeta. Publicó así sus Poemas póstumos (1824) y editó sus Obras poéticas (1839) con valiosas y detalladas notas.

Mary Shelley falleció en Londres, mientras dormía, el 1 de febrero de 1851. Su última voluntad fue ser enterrada junto a sus padres. Descansan en el cementerio de St Peter, Bournemouth.


Obras seleccionadas

Frankenstein (1818)
Mathilda (1819)
Valperga; o Vida y aventuras de Castruccio, Príncipe de Lucca (1823)
El último hombre (1826)
Perkin Warbeck (1830)
Lodore (1835)
Falkner (1837)
http://www.buscabiografias.com/bios/biografia/verDetalle/9328/Mary%20Shelley

viernes, 28 de marzo de 2014

Patrick Süskind.


El escritor y guionista alemán Patrick Süskind nació el 26 de marzo de 1949 en la localidad bávara de Ansbach.

A pesar de que, entre 1968 y 1974, el autor asistió a la Universidad de Munich para estudiar Historia Medieval y Moderna, y completó su formación en la comuna francesa de Aix-en-Provence, el también guionista televisivo (tarea que desarrolló en proyectos como “Kir Royal” y “Monaco Franze”) terminó seducido por el mundo de las letras, un ámbito que había descubierto gracias a su padre, el escritor y traductor Wilhelm Emanuel Süskind y que también fue elegido por su hermano mayor, el periodista Martin E. Süskind.

Patrick dio sus primeros pasos como escritor a través de un monólogo teatral que se llamó “El contrabajo” y fue estrenado en Munich en 1981. Tanto conformó al público esa obra que llegaron a ofrecerse, entre 1984 y 1985, 500 funciones, una cifra que la convirtió en la propuesta teatral de idioma alemán con mayor duración en cartel.

Sin embargo, el éxito y la consagración le llegarían recién en 1985, año en el que apareció “El perfume: historia de un asesino”, una novela compuesta por cuatro partes que se dividen en 51 capítulos que pronto se convirtió en un best-seller, fue traducida a más de 45 idiomas y llevada al cine en 2006 por el realizador Tom Tykwer.

“La paloma”, “La historia del señor Sommer”, “Un combate y otros relatos” y “Sobre el amor y la muerte” son otros de los títulos que forman parte de la obra literaria de este autor alemán que, en la actualidad, vive en su ciudad natal cerca del lago Starnberger, no suele conceder entrevistas, evita aparecer en público y hasta ha rechazado una gran cantidad de reconocimientos, entre los que se encuentran los premios de literatura Tukan, Gutenberg y FAZ.
Fuente: n.n.

jueves, 27 de marzo de 2014

Saul Bellow



Saul Bellow (*)
Por Harold Bloom
Traducción de Daniel Najmías



Por acuerdo general de la crítica, Saul Bellow es el novelista americano más brillante de su generación, supongo que con Norman Mailer como más próximo rival. Lo que hace que este juicio canónico se vuelva un punto problemático es que el indiscutible logro literario del autor no parece residir en ninguno de sus libros tomado por separado. Las principales obras de Bellow son Las aventuras de Augie March, Herzog, El legado de Humboldt y Carpe Diem, esta última de menor alcance. Las primeras novelas, Hombre en suspenso y La víctima, parecen ahora obras de época, mientras Henderson y El planeta de Mr. Sammler comparten la extraña cualidad de no ser totalmente dignas de dos personajes tan memorables como Henderson y Mr. Sammler. El diciembre del Decano es un libro gris, monotonía que no redime el talento cómico de Bellow, casi ausente aquí.
Herzog, pese a poseer la exuberancia de Las aventuras de Augie March, y aunque anticipa la complejidad y la sutileza tragicómicas de El legado de Humboldt, parece hasta ahora la mejor y más representativa de las novelas de Bellow. Sin embargo, su personaje central sigue siendo una figura titubeante comparada con algunos de los personajes masculinos secundarios, y sus mujeres parecen la realización de los deseos, negativos y positivos, de Herzog y su creador, algo que, según parece, puede afirmarse de casi toda la obra de ficción de Bellow: un entusiasmo dickensiano da vida a una fabulosa colección de personalidades secundarias, menores, mientras que, en el centro, una conciencia original, pero imprecisa, aparece cercada por mujeres que no nos convencen, aunque, evidentemente, una vez lo convencieron a él.
En cierto sentido, Bellow ya tiene asegurado su lugar en el canon, incluso si el libro sin fisuras está aún por llegar. Es posible que las virtudes de Bellow no se hayan unido todavía para dar forma a una obra maestra, pero difícilmente puede decirse que es el primer novelista de auténtico prestigio cuyos libros son más flojos que las partes o aspectos que los componen. Sus aciertos estilísticos son innegables, y también lo son su humor, su inventiva y su asombroso oído interior, sea para el monólogo, sea para el diálogo. Tal vez el mayor don de Bellow sea el de crear personajes subsidiarios o menores de esplendor grotesco, sublimes en su vivacidad, intensidad y capacidad para sorprender. Pueden ser caricaturas, pero su vitalidad parece permanente: Einhorn, Clem Tembow , Bateshaw, Valentine Gersbach, Sandor Himmelstein, Von Humboldt Fleisher, Cantabile, Alec Szathmar. Por desgracia, comparados con ellos, los protagonistas-narradores -Augie, Herzog y Citrine- son seres difusos, posiblemente porque Bellow, pese a heroicos esfuerzos y revisiones, no puede separarse de ellos. Recuerdo Las aventuras de Augie March por Einhorn, Herzog por Gersbach, El legado de Humboldt por Humboldt, y hasta este último tiende a descentrar la percepción de la novela.
Augie March y Herzog narran y hablan con agudeza y elocuencia; sin embargo, ellos son menos memorables que lo que dicen. Citrine, aunque más contenido en su lenguaje, se desvanece más deprisa en el continuum del cosmos urbano de Bellow, lo cual contribuye a aumentar el misterio estético de su obra. Sus protagonistas son magníficos observadores, dignos de su herencia whitmaniana; lo que les falta es el «real me», o «me myself», de Whitman, o, si no es así, están bloqueados y no consiguen expresarlo.


2

Pocos novelistas han superado a Bellow en sus párrafos iniciales y finales:

        Soy norteamericano, de Chicago, sombría ciudad, Chicago, y encaro las dificultades como he aprendido a hacerlo, sin rodeos. Así será esta crónica, pues: de estilo libre; quien antes llama, antes es atendido, ya fuere inocente o no tan inocente su llamado. Dice Heráclito que carácter es destino. A fin de cuentas, no hay cómo disfrazar el jaez de tal llamada, ni almohadillando la puerta ni enguantándose la mano.

        Vedme a mí, yendo de aquí para allí. ¡Si soy una suerte de Colón para mis allegados! Aun así, reputo posible el acercarse a ellos en la terra incognita que se despliega en toda mirada. Podré ser un fracaso en este tipo de empeño. El propio Colón ha de haberse supuesto un fracaso al regresar a casa encadenado. Lo cual no demuestra en modo alguno que no haya habido América(1)


El final y el principio se entrelazan con mucha astucia, muy a la manera del Canto a mí mismo, o de los primeros y últimos capítulos del Ensayo sobre la naturaleza, de Emerson. Augie también es un trascendentalista americano, pícaro buscador del dios que lleva dentro. Ethos es daimon, dicen ambos pasajes, con Augie como ethos y Colón como daimon. No podemos sino recordar la identificación de Whitman en su «Oración por Colón», y parece justo alegrarse, como lo habría hecho Whitman, cuando Augie regresa de su periplo, autodidacta, «estilo libre», y descubre a los que tiene más cerca, en las costas de América. Es uno de los momentos más desbordantes de Bellow. Aun desgastada, la exuberancia permanece, pero en la sombra:

        Si estoy chalado, tanto mejor, pensó Moses Herzog. Algunos lo creían majareta, y durante cierto tiempo incluso él creyó que le faltaba un tornillo.
        Pero ahora, aunque seguía portándose de modo extraño, sentíase seguro de sí mismo, alegre, clarividente y fuerte. Había caído bajo una especie de hechizo y escribía cartas a todo bicho viviente. Estas cartas le apasionaban tanto que, desde fines de junio, iba siempre con una cartera llena de papeles. La había llevado desde Nueva York a Martha's Vineyard, de donde se marchó enseguida, y dos días después fue en avión a Chicago, y desde Chicago a un pueblo del oeste de Massachussets. Escondido en el campo, escribió sin parar, fanáticamente, a los periódicos, a la gente que desempeñaba cargos públicos, a los amigos y parientes; después, a los muertos, sus propios muertos sin importancia, y, por último, a los muertos famosos. Quizá, dejar de escribir cartas. Sí, eso era lo que debía hacer o, mejor dicho, no hacer. Ya no escribiría más cartas «mentales». Fuera lo que fuese lo que le había ocurrido en los meses anteriores, aquel hechizo parecía írsele pasando; sí, desde luego, ya no lo padecía. Dejó el sombrero, el sombrero cargado de rosas, de lirios y de pedazos de enredadera, sobre el piano a medio pintar, y pasó a su estudio llevando las botellas de vino en una mano como unas mazas para hacer gimnasia. Anduvo por encima de sus papeles tirados por el suelo, y se echó en el sofá Recamier. Tumbado, se estiró y respiró profundamente. Se quedó, mirando la persiana de la ventana a la que la exuberante parra impedía cerrar, y escuchó el rítmico golpeteo de la escoba con la que barría la señora Tutcle. Quería advertirle que debía rociar el suelo. Levantaba demasiado polvo. Le diría: «Eche un poco de agua, señora Tutcle. Hay agua en el fregadero.» Pero ahora no. En este momento, no tenía mensajes para nadie. Nada. Ni una sola palabra.(1)

Otro ritorno, pero esta vez el ciclo se ha roto. Augie March, como Emerson y Whitman, sabe que no hay historia, sólo biografía. Moses Herzog ha dedicado mucho tiempo a descubrir esta verdad, que pone fin a su profe- sión, y Charlie Citrine también completa el círculo:

        El libro de baladas que Humboldt publicó en los años treinta conoció un éxito inmediato. La obra de Humboldt era exactamente lo que todo el mundo había estado esperando. y pueden estar seguros de que, allí en el Medio Oeste, yo sí había estado esperando. Un escritor de vanguardia, el primero de una nueva generación, atractivo, rubio, fuerte, serio, docto. El tipo lo tenía todo. No hubo periódico que no sacara una reseña de su libro. Su fotografía salió en Time sin ninguna crítica injuriosa, y en Newsweek, con palabras elogiosas. Leí con fruición Las baladas de Arlequín. Por aquel entonces estudiaba en la Universidad de Wisconsin, y sólo pensaba en literatura, día y noche. Humboldt me descubrió nuevas maneras de hacer las cosas. Vivía en una especie de éxtasis. Le envidiaba la suerte, el talento y la fama, y por eso en mayo me fui al Este, a verlo. El autobús Greyhound que seguía la carretera de Scranton tardaba unas cincuenta horas en hacer el viaje. Pero no me importaba. Las ventanas del autobús iban abiertas. Hasta que hice ese viaje nunca había visto montañas dignas de este nombre. Los árboles ya echaban brotes. Parecía la Pastoral de Beethoven. Me sentí bañado por todo ese verdor, por dentro... Humboldt fue muy amable. Me presentó a gente del Village y me consiguió trabajo como lector editorial. Siempre lo quise.

        Dentro de la tumba había una caja de cemento, abierta. Bajaron los ataúdes; la máquina amarilla avanzó y la pequeña grúa, rechinando, ronca, recogió un panel de hormigón y lo colocó encima de la caja de cemento. Así se tapiaba el ataúd, para que la tierra no cayera directamente encima. Pero, entonces, ¿cómo se salía de allí? ¡No se salía, no se salía, no se salía! ¡Uno se quedaba allí para siempre! Se oyó un ruido seco, como de porcelana, cuando soltaron el panel. Un ruido como de azucarero. Así, la condensación de inteligencias colectivas y de ingenios combinados, con sus cables rodando en silencio, dieron cuenta del original poeta [...]
        Menasha y yo nos dirigimos hacia la limusina. Con el canto del pie, Menasha hizo a un lado algunas de las hojas del otoño pasado y, mirando por los cristales de sus gafas protectoras, dijo:
        -¿Qué es esto, Charlie? ¿Una flor de primavera? -Sí. Supongo que no se puede evitar. En un día caluroso como el de hoy, todo parece diez veces más muerto.
        -De modo que es una florecilla -comentó Menasha-. Solían contar que un niño preguntaba a su padre, un viejo gruñón, mientras paseaban por el parque: «¿Cómo se llama esta flor, papá?» y el viejo, malhumorado, le gritaba: «¿Cómo voy a saberlo? ¿Crees que trabajo en el ramo de los sombreros de señoras?» Mira, aquí hay otra; pero ¿cómo crees que se llaman, Charlie?
        -¡Yo qué sé! -dije-. Yo soy un chico de ciudad. Deben de ser azafranes.(2)

El ciclo viene de la temprana frase de Charlie: «Me sentí bañado por todo ese verdor, por dentro...», y llega hasta ese apagado y final «Deben de ser azafranes», desprovisto de todo afecto pero no porque él haya dejado de querer a Humboldt, sino porque está sobrenaturalmente paralizado por el eficaz, aunque improcedente, tropo que Bellow ha encontrado para el funcionamiento de la crítica preceptiva: «Así, la condensación de inteligencias colectivas y de ingenios combinados, con sus cables rodando en silencio, dieron cuenta del original poeta...» No hay historia, y ahora tampoco hay biografía, sino, solamente, la terrible máquina deshumanizadora de una intelectualidad tecnocrática que destruye la individualidad, y al poeta, y que roba a la primavera el verdor que ya no se ha de internalizar .


3

La interminable guerra de Bellow contra toda nueva ola de modernismo literario e intelectual es en su ficción tanto un recurso como una carga estética. Como recurso, se vuelve impulso hacia una libertad más antigua, la fuerza de la protesta humana contra la sobredeterminación. Como lastre, amenaza con volverse repetición, o mera amargura personal, mezclándose incluso en los acerbos juicios de Bellow sobre la psicología de las mujeres. Cuando está más hábilmente equilibrada, en Herzog, la polémica contra el modernismo abarca las sutiles infiltraciones de ideologías dudosas en el propio Moses Herzog y su protesta. En los momentos de más precario equilibrio, recibimos la perorata narrativa que penetra importunamente en el cosmos de Mr. Sammler, o la frialdad y humedad que impregnan Chicago y Bucarest en El diciembre del Decano. Como Ruskin cuando lamentaba que el agua del lago de Como ya no era azul, el Alexander Corde de Bellow nos dice que «Chicago ya no es Chicago». Pero lo que de verdad nos dice El diciembre del Decano es que «Bellow ya no es Bellow», al menos en este libro. El creador de Einhorn, de Gersbach y de Von Humboldt Fleisher no nos da esta vez ningún personaje comparable, casi como si momentáneamente le molestara su propio genio para la alta comedia de lo grotesco.
Sin embargo, la larga polémica de Bellow contra el esteticismo de Flaubert y sus seguidores es en sí el mito que hizo posibles novelas como Las aventuras de Augie March, Herzog y El legado de Humboldt. En un acto de audacia crítica, Bellow asoció una vez su modalidad de comedia antimoderna con La conciencia de Zeno, de Italo Svevo, y con Lolita, de Nabokov, dos obras maestras de la parodia irónica que realmente superan a Henderson en su retrato de la conciencia moderna caracterizada como cómico de micrófono. La parodia tiende a invalidar la indignación, y Bellow tiene demasiada fuerza para sentirse cómodo enmascarando su propia indignación. Cuando se comide, Bellow es demasiado visiblemente comedido, a diferencia del mordaz Svevo o del Nabokov que descuella en comicidad inexpresiva. Henderson puede ser más un autorretrato, pero Herzog, estudioso del romanticismo, transmite mejor la versión vitalista de Bellow de una actitud cómica antimoderna. Bellow está más cerca de Svevo y de Nabokov en la grandiosa parodia de Herzog-Harnlet negándose a matar a Gersbach-Claudio cuando encuentra a este escandaloso adúltero fregando la bañera después de bañar a la hija pequeña de Herzog. Daniel Fuchs, sin duda alguna el más cuidadoso y mejor informado experto en Bellow, lee esta escena de un modo demasiado idealista que evita las implicaciones paródicas de «Moses podría haberte matado». Bañar a un niño es nuestra versión sentimental de la oración, y el pobre Herzog, a diferencia de Harnlet, es más un sentimental que un triunfal negador del nihilismo, como insiste Fuchs.
Bellow, aunque cautelosamente distanciado de Herzog, es también un poco sentimental, lo cual no tiene por qué ser un problema estético para un novelista. Lo demuestran Samuel Richardson y Dickens, pero el sentimentalismo de estos autores es tan titánico que se vuelve algo cualitativamente distinto, una sensibilidad más grande incluso de la que Bellow puede desear demostrar. Intentando oponer un romanticismo más temprano (Blake, Words- worth, Whitman) al romanticismo tardío del modernismo literario (Gide, Eliot, Hemingway), Bellow se enfrenta a la peculiar dificultad de tener que evitar el vitalismo heroico de lo que él considera una parodia involuntaria de romanticismo (Rimbaud, D. H. Lawrence y, en un registro menor, Norman Mailer). Henderson, el sucedáneo de Gentile en Bellow, representa precisamente la manera como esa dificultad impone sus restricciones a la imaginación de Bellow. La dialéctica blakeana de la inocencia y la experiencia, claramente manifiesta en el plan de la novela, choca con la necesidad de Henderson, típicamente belloviana, de castigo o sentimiento inconsciente de culpa, que prevalece a pesar de los intentos de Bellow por evadir la sobredeterminación freudiana. Aunque quiere y realmente necesita una psicología de la voluntad, Bellow es mucho más freudiano de lo que él mismo soportaría saber. Henderson es una personalidad perfectamente regresiva, muy semejante al niño huérfano que abraza al final de la novela. Dahfu, figura que obtuvo la rotunda aprobación de Mailer, es una representación casi tan convincente como sus contrarios en Bellow, todas esas mujeres fatales, sádicas y cautivadoras, quimeras de una visión masculina de la otredad como fuerza castradora. Bellow desdeña el apocalipsis, pero es posible que en el apocalipsis belloviano todas las misteriosas y atractivas mujeres de sus novelas cayeran sobre el pobre Dahfu, vitalista blakeano, y lo despojaran del emblema de su vitalismo terapéutico.
Sin su polémica, Bellow nunca parece capaz de ponerse en marcha, ni siquiera en El legado de Humboldt, comedia en su estado más puro. Por desgracia, Bellow no está a la altura de los maestros modernos del género. En la ficción americana, su ubicación cronológica entre, digamos, Faulkner y Pynchon lo expone a una comparación que él no busca y que tampoco puede sostener. La polémica literaria es peligrosa dentro de una novela, porque dirige al lector crítico hacia ámbitos en los que se ve obligado a hacer juicios canónicos como parte de la legítima actividad de leer. La polémica de Bellow es normativa, casi judaica en su énfasis moral, en su pasión por la justicia y por más vida, y la polémica se vuelve a veces más atractiva que sus encarnaciones estéticas. ¿Nos cautivaría tanto Herzog si no hablara por tantos de nosotros? Siempre recelo cuando alguien me dice que «ama» El arco iris de gravedad. La gran doctrina pynchoniana del sadoanarquismo apenas ha de evocar afecto en nadie, salvo si consideramos afecto el escalofrío de reconocimiento que la extraordinaria dignidad estética del libro exige de nosotros. Es el fracaso estético de la polémica de Bellow, extrañamente combinado con su triunfo moral, lo que empuja más y más a sus protagonistas hacia misticismos dudosos. La devoción de Citrine por Rudolf Steiner es bastante menos admirable, intelectual y estéticamente, que el cabalismo obsesivo de El arco iris de gravedad. Si Steiner es la respuesta última al modernismo literario, entonces Flaubert puede descansar tranquilo en su tumba.


4

Sin embargo, Bellow sigue siendo un novelista cómico muy humano y de extraordinario talento, casi único en la ficción americana desde Mark Twain. Dedicaré aquí las últimas palabras a la que para mí es la secuencia más hermosa de Bellow, la que más me emociona: la última semana de cartas de Herzog, la que comienza con su triunfo sobre la obsesión con Madeleine y Gersbach. En lo que atañe a su infiel esposa, Herzog se alegra de poder terminar ahora, por fin, con una celebración que está más allá del masoquismo: «Cuando se pintaba los labios, después de cenar en un restaurante, se miraba, como en un espejo, en la hoja de un cuchillo. Herzog recordó encantado ese detalle» Sobre Gersbach, con su indudable y latente necesidad homosexual de ponerle los cuernos a su mejor amigo, Herzog es justo y definitivo: «Disfrútala, gózala, Pero no me lograrás a mí a través de ella. Lo siento, sé que me buscabas en la carne de Madeleine. No me encontrarás por que ya no estoy en su carne.» Los mensajes no enviados continúan, asegurándole generosamente a Nietzsche la admiración de Herzog, a la vez que le dicen al filósofo: «Sus inmoralistas también comen carne. y viajan en autobús. Si se distinguen por algo, es por ser quienes más gustan de viajar en autobús.» Esta magnífica secuencia incluye una epístola al doctor Morgenfruh, sin duda una versión yiddish de la Aurora nietzscheana, de quien Herzog sabiamente comenta: «Era un anciano excelente, no demasiado deshonesto; ¿qué más puede pedirse de nadie?» Dirigiéndose al doctor Morgenfruh, Herzog especula, algo confusamente, «que el instinto territorial es más fuerte que el sexual». Pero luego, con exquisita gracia, se despide así: «Siga el camino de la luz, Morgenfruh. Le escribiré de vez en cuando.» Este tolerante adiós no surge de un lío exageradamente determinado de instintos territoriales o sexuales, sino de un persuasivo representante de la más antigua y duradera tradición occidental de sabiduría moral y compasión familiar,


(1) De Las aventuras de Augie March, edición de M. Eugenia Díaz Sánchez, traducción de Patricio Ros y Carlos Grosso, Madrid, Cátedra, 1994. (N del 7:)
(2) De Herzog, traducción de Rafael Vázquez Zamora y Francesc Roca Martínez, Barcelona, Círculo de Lectores, 1988. (N de/7:)


(*)Texto extraído de El futuro de la imaginación, de Harold Bloom, EDITORIAL ANAGRAMA, 2002. Puedes comprar el libro en http://www.anagrama-ed.es

miércoles, 26 de marzo de 2014

DIEZ RAZONES DEL POR QUÉ SIGO SIENDO UN FANÁTICO DE LA POESÍA

 
DIEZ RAZONES DEL POR QUÉ SIGO SIENDO UN FANÁTICO DE LA POESÍA.
1. Porque de todos los géneros literarios, el primero fue la poesía, la poesía es la cuna del lenguaje.
2. Porque de todos los géneros literarios es el más difícil para su cre...ación. Un poema sirve o no sirve. No se le pueden hacer remiendos o quitarle partes y añadir otras como se puede hacer con otros géneros literarios.
3. Porque la Poesía, es el chispazo intuitivo. El poema nace de la oscuridad como la partícula diminuta que se agigante hasta constituir el mismo Universo.
4. Porque un poema no se “planea” llega y punto. En la narrativa, el escritor puede planear y quitar escenas, en el poema no se puede.
5. La Poesía es la cima de la montaña, sus sirvientes son la narrativa, el cuento, la dramaturgia. Pueden existir fugas poéticas en los diferentes géneros literarios como en la novela pero, la poesía como género máximo del lenguaje, no acepta ni admite en ella otros géneros.
6. El poeta es el orfebre de la palabra, su relojero máximo.
7. Porque la Poesía es la esencia del lenguaje. No minimizo la labor del narrador pero, lo que el narrador lo escribe en 100 páginas, el poeta lo dice en una página.
8. En la Poesía no existen horarios. La caza del poema se puede dar en cualquier momento. No así con la narrativa en donde preferentemente el escritor ocupa un horario para su labor y creación.
9. La fina sensibilidad del poeta disiente y se aparta a la del narrador.
10. Y, por último, ante la Poesía todos los géneros palidecen y parecen plebeyos.

J. Méndez-Limbrick.

martes, 25 de marzo de 2014

Alejandro Casona.

 
Fue hijo de padre y madre maestros, al final él también fue profesor. Pasó sus primeros cinco años de vida en el pueblo asturiano de Besullo; luego se trasladó con su familia a Villaviciosa.
Cursó estudios en la universidades de Oviedo y Murcia, y en la Escuela Superior de Magisterio de Madrid. Se inició en el mundo teatral dirigiendo una compañía de aficionados, el Teatro de las misiones pedagógicas, formada por los alumnos del instituto del Valle de Arán, del que era profesor. La enseñanza constituyó, ciertamente, una faceta importante en la primera etapa de su vida, ya que fue nombrado inspector de Enseñanza Primaria durante la República, y publicó una primera obra de teatro infantil, "El pájaro pinto".

Obras

Fue comediógrafo, autor de un teatro de ingenio y humor que mezcló con sabiduría fantasía y realidad. Después de una breve incursión en el campo de la poesía, "La flauta del sapo" (1930), en 1932 publicó "Flor de leyendas", colección de leyendas clásicas y medievales, que le valió el Premio Nacional de Literatura y, en 1934, año en que decidió dedicarse por completo a la dramaturgia, "La Sirena varada", por la cual recibió el Premio Lope de Vega.
Su manera de hacer teatro rompió los esquemas estilísticos establecidos en el teatro naturalista preponderante de la época, e introdujo materiales nuevos para conformar sus personajes, tales como la investigación psicológica y la fantasía. La gran preocupación del autor fue proporcionar en todo momento una gran dimensión poética a su teatro.
Listado de sus obras:
  • La empresa del Ave María, romance histórico, 1920.
  • El peregrino de la barba florida, libro de poemas, 1926.
  • El diablo en la literatura y en el arte, trabajo de fin de estudios, 1926.
  • El crimen de Lord Arturo, 1929.
  • La flauta del sapo, libro de poemas, 1930
  • Flor de leyendas, Premio Nacional de Literatura, 1932.
  • El misterio de María Celeste, 1935.
  • Otra vez el diablo, 1935.
  • El mancebo que casó con mujer brava, 1935.
  • Nuestra Natacha, 1935.
  • Nuestra Natacha, 1936 (versión Española), 1943 (versión Brasileña) y 1944 (Estudios San Miguel).
  • Prohibido suicidarse en primavera, 1937
  • Romance en tres noches, 1938.
  • Sinfonía inacabada, 1940.
  • Pinocho y la Infantina Blancaflor, 1940.
  • Las tres perfectas casadas, 1941.
  • Veinte años y una noche, 1941. Estudios Filmadores Argentinos.
  • En el viejo Buenos Aires, 1941.
  • La maestrita de los obreros, 1941. Estudios Filmadores Argentinos.
  • Concierto de almas, 1942. Estudios San Miguel.
  • Su primer baile, 1942. Estudios Filmadores Argentinos.
  • Cuando florezca el naranjo, 1942. Estudios San Miguel.
  • Ceniza al viento, 1942. Estudios Baires.
  • Casa de muñecas, 1943. Estudios San Miguel.
  • La dama del alba, 1944.
  • El misterio de María Celeste, 1944. Estudios Sonofilm.
  • La barca sin pescador, 1945.
  • La pródiga, 1945. Estudios San Miguel.
  • La molinera de Arcos, 1947.
  • Sancho Panza en la Ínsula, 1947.
  • Los árboles mueren de pie, 1949.
  • Romance en tres noches, 1950. Producciones Bedoya.
  • La llave en el desván, 1951.
  • A Belén pastores, 1951.
  • Los árboles mueren de pie, 1951. Estudios San Miguel.
  • Si muero antes de despertar, 1951. Estudios San Miguel.
  • No abras nunca esa puerta, 1952. Estudios San Miguel.
  • Siete gritos en el mar, 1952.
  • La tercera palabra, 1953.
  • Un ángel sin pudor, 1953. Estudios Andes Films.
  • Siete gritos en el mar, 1954. General Belgrano.
  • Corona de amor y muerte, 1955.
  • La casa de los siete balcones, 1957.
  • Carta de una desconocida, 1957.
  • Producciones Enelco) y 1964 (versión Española).
  • Obras completas de Alejandro Casona, 1969.
  • Teatro selecto,1972.
  • El Diablo. Su valor literario principalmente en España.
  • Vida de Francisco Pizarro, biográfico.
  • Las mujeres de Lope de Vega, vida y teatro.
  • El lindo don Gato, ¡A Belén, pastores!; piezas infantiles.
  • Tres farsas infantiles, pequeñas comedias.
  • http://www.elresumen.com/biografias/alejandro_casona.htm

lunes, 24 de marzo de 2014

Un Balzac desconocido.

  

Un advenedizo llamado Balzac.

por  Carlos Yusti.

El escritor que imitaría sin contemplación alguna y el cual, de algún modo, constituiría, en mi museo personal de mitos, un ideal, una inagotable fuente de inspiración, podría ser Honoré de Balzac. Si bien no el Balzac perseverante, obstinado, incansable y disciplinado escribiendo ( bajo el reclamo de deudas, acreedores y editores) una obra literaria profusa, y, que en muchas de sus páginas logró alcanzar, con indiscutible genialidad, una enorme versatilidad literaria y una grandilocuencia más realista que metafórica. No. Mi inclinación es por ese otro Balzac, quien a causa de un ansioso apetito se hizo de una adiposa contextura, de ese Balzac preocupado en ser un dandy, y, que debido a ello gastaba fortunas en llamativos trajes o lujos extravagantes e innecesarios; de ese Balzac que anhela por encima de todo tener éxito financiero, ser un burgués menos imbécil e insoportable que los burgueses caligrafiados en sus novelas o de la vida real, con los que se codeo siempre a distancia, debido a su origen plebeyo.
(Mesa de trabajo de Balzac)
 
El ansia de riqueza y triunfo en Balzac fue una obsesión, por tal circunstancia se convirtió en una máquina de la creación literaria, en un empresario vital y derrochador para acceder al círculo de ricachones de los salones parisinos. Fue a todas luces un advenedizo jalonado entre el romanticismo y su profesión de escritor. Sus amores con damas distinguidas, bellas, ingeniosas y algo excedidas en edad fueron para el escritor peldaños en su paranoica carrera hacia la cúspide social. La vida amorosa e intelectual de Balzac, intensa y siempre al borde de los ensueños, fue azarosa y caótica. Su obra, escrita con altibajos y en la madrugada bajos los efectos de muchas taza de café, constituye una metáfora estética, un pase de factura, de la sociedad de su tiempo.
Los primeros tanteos de su carrera como escritor fueron en extremo complicados. Su familia al enterarse sobre la intenciones del joven Balzac de consagrarse a la escritura desaprueba desproporcionada insensatez. No obstante ante la impetuosidad del joven le conceden un plazo para que demuestre si tiene aptitudes para la literatura.
El joven Balzac se muda a una buhardilla en París, con las privaciones de rigor dirige su energía juvenil y soñadora a escribir dramas. Piensa que el teatro es un medio fácil para hacerse de un nombre y por ende de algo de dinero. Se equivoca, su primer drama Cronwell, ( un mamotreto conformado por quinientas páginas y en cinco actos) resultó un aparatoso revés. En alguna crítica de la prensa de ese entonces se aseguraba que el autor debía dedicar sus esfuerzos a otros menesteres, menos a la literatura. Por suerte Balzac se desentiende de las críticas adversas, tanto públicas como familiares, y para no contrariar más a su familia vuelve al hogar, no esta ni desilusionado, ni se siente fracasado.
En un segundo aliento retoma de nuevo la escritura, sólo que esta vez se inclina por la novela. Para ese momento la novela de moda en el gusto de la gente es aquella que narra historias truculentas y de horror, con veladas insinuaciones sexuales que oscilan entre lo patológico y esotérico. Balzac con ese olfato de advenedizo que siempre lo caracterizó redacta varias noveletas en ese estilo. Claro esta que dichas narraciones, publicadas bajo el seudónimo de Horace de Saint Aubin eran un tanto infames y descosidas en cuanto al estilo. A la par de escribir malas novelas y ansiar con pasión el éxito, realiza su primera conquista amorosa: Madame de Berny, a la que nuestro enamorado escritor denominará «La dilecta», mujer casada, y algo pasada en años, le va a proporcionar al novel escritor el aplomo necesario para que no desista en su empeño de «colearse» en los círculos sociales de prestigio. Hastiado de escribir novelas populares que no rinden la liquidez monetaria esperada, Balzac (ya tiene veintisiete años) adquiere una imprenta y comienza un trabajo anárquico de editar libros. Sus deseos de hacerse rico parecen aumentar con la edad. Cree con firmeza en lo que hace y por ese motivo se esfuerza con tremendo ahínco por convertirse en un editor de prestigio. Se esmera arduamente, pero fracasa: los libros se venden escasamente y como editor no puede cubrir los gastos que produce la empresa impresora. La deuda con los acreedores asciende a una cantidad aproximada de sesenta mil francos. Balzac imperturbable, a pesar de los apremios financieros, se concentra en escribir. Trabaja con un frenesí poco común y da punto final a lo que será su primera novela, «Los Chuanes», que firmará con su nombre. Esta primera obra, que ya contiene algunos elementos característicos del estilo a rajatabla de Balzac, es una crónica belicista con tintes románticos. El relato se va a vertebrar a partir de la sublevación de Bretaña y Normandía durante los años de la RevoluciónFrancesa. El éxito comienza a tocar al impetuoso y envolvente escritor. Puede relacionarse a sus anchas con el zoo de nobles y burgueses en los salones parisinos.
Para poder asistir a dichos salones debe endeudarse con los sastre. Todo lo que ha ganado, o piensa ganar, ya lo debe. Viste con gran pompa: usa guantes amarillos, bastones con empuñaduras de oro y marfil, camisas de seda. Su conversación locuaz e inteligente le gana rápida admiración y hace olvidar a sus contertulios su estirpe bizarra y su gordura poco elegante. Si para estos ricachos de salón Balzac resulta un tipejo peculiar, para él ellos representan especímenes ideales para sus novelas. Más que compartir con ellos el escritor los estudia, se los aprende de memoria y luego los traspapelas en sus narraciones con un virtuosismo/verismo implacable. La vida social de Balzac es intensa, cuestión que en lo absoluto no le impide publicar novelas cortas con relativa frecuencia para distintos periódicos de la ciudad. Escribe de noche sin descanso y en 1813 obtiene un éxito indiscutible con «La Piel de Zapa», novela corta donde lo fantástico se interacciona con una sarta de reflexiones filosóficas. Esta novela le proporciona algún dinero, que ya adeuda como era de esperarse, y un gran nuevo número de lectores.
Su vida amorosa también sufre algunos vaivenes. La «dilecta» es sustituida por la duquesa de Abrantes, otra dama algo ajada por los años, pero que le introduce por la puerta de enfrente de los salones más importantes de un París mortalmente frívolo y donde el gusto era por esos días chirriante y fachoso. Esa capacidad de conversación libresca, combinada con su atuendo ostentoso y de rebuscado lujo, del que todavía no ha pagado ni la primera cuota, permite a Balzac desenvolverse bien en un mundo de persona con títulos dinásticos y altamente creída. En uno de estos lujosos salones conoce a la condesa Eveline Hanska, la cual con el transcurrir de los años se convertirá una ferviente protectora. Así mismo tiene lances sentimentales con Sarah Frances Lowell, Hane Disby y Lady Ellenbaroug. Subrayamos estos primeros tanteos amorosos del escritor para recalcar su nítido sentido del negocio del arribismo. No obstante tan vital y desprejuiciado como era sintió por estas mujeres de edad un sincero amor. Al final de los días de Balzac la Condesa Hanska consintió en casarse con él por lastima. Le sobrevivió treinta y dos años. Pagó las innumerables deudas que el escritor no pudo cancelar.
Esta conducta amoral de Balzac esta plenamente justificada si se toma en consideración que el hombre era un personaje del montón, un tipejo pedestre, vulgar y su prosa era un poco como su personalidad, es decir carente de toda elegancia, algo tosca y con más imperfecciones sintácticas y estilísticas de lo que se cree. Su falta de refinamiento, su carencia de una sintaxis educada se perciben en su trabajo literario. Sin embargo todo ello no fue obstáculo para que su arrebatada y verbosa fecundidad expresara con talento un buen número de sentencias y apotegmas que crecen en sus novelas como la mala hierba. Balzac pregonaba: «El protagonista de mi obra es la sociedad francesa, y yo no actúo sino como secretario».
Oscar Wilde dijo: «La muerte de Lucien de Rubempré es el gran drama de mi vida». Rubempré es la imagen contraria a ese incomparable e inescrupuloso arribista como lo es Eugenio de Rastignac. La clave de todo la ha escrito estupendamente William Somerset Maugham: «Balzac tenía una notable preferencia por Rastignac. Le proporcionó un origen de noble cuna, buen aspecto, encanto e ingenio; y además lo hizo intensamente atractivo para las mujeres. ¿Sería caprichoso sugerir que tuvo en Rastignac al hombre por el que hubiera dado todo por ser, salvo su fama? Balzac adoraba el éxito. Es posible que Rastignac fuera un bribón, pero había logrado hacerse de una posición. Es cierto que su fortuna fue `producto de la ruina de otros, pero fueron tontos al dejarse embaucar por él, y Balzac no tenía poco estima por los tontos. Lucien de Rubempré, otro de los aventureros de Balzac, fracasó porque era débil;…».
Rastignac era un poco Balzac, o al menos el personaje tenían bastante de su personalidad. Ser un arribista social y buen escritor son cuestiones que nunca se dan juntas, sin embargo en Balzac se complementaron con equilibrado estilo. Luego en la literatura han aparecido muchos advenedizos. Ninguno con la capacidad creadora de Balzac
 

domingo, 23 de marzo de 2014

Antonio Lobo Antunes

 

Por Moisés Elías Fuentes

Lobo Antunes, el otro merecedor del Nobel de la literatura portuguesa, ha pasado discretamente al lado del boom de Saramago. Sin embargo, estamos ante un autor de corte faulkneriano, de un público más selecto, pero de una obra que entusiasma. Es siempre una aventura. No hace mucho que salió su última novela y Moisés Elías Fuentes ahonda en ella con rigor.
 
 

 
Nunca supe por qué los relojes se contradecían
en los escaparates de las casas de empeño, tantas
horas diferentes todas seguras de sí mismas, tantos
segundos que se desmienten y acusan...
La obra literaria de Antonio Lobo Antunes (Lisboa, Portugal, 1942) está signada por la aventura del individuo que no ha logrado crearse y recrearse en su propia multiplicidad, y ha debido crearse y recrearse en la multiplicidad de los otros, aun a costa de su miedo, o su odio, a éstos. En la novelística de Lobo Antunes el protagonista diluye su existencia en la existencia del antagonista. Desde su primera novela, Memoria de elefante , editada en 1979, el autor portugués ha procurado no la reconstrucción de mundos, ya sociales o sicológicos, sino la deconstrucción de mundos interiores que se irrealizan en el mundo exterior.
La evolución prosística de Lobo Antunes se dirigió, desde temprano, hacia el desmontaje del discurso narrativo, hasta centrarse en la yuxtaposición tensa y contenida de monólogos interiores, desdoblamientos del ser e incluso escritura inmediata –auténticos guiños de ojo del médico siquiatra que también es el portugués- que invaden todos los ámbitos. De la seguridad de la prosa lineal el novelista ha saltado a las fragilidades del discurso poético y del sueño, que en su caso, irónicamente, parecieran estar aferrados a un realismo violento, exasperado cuanto más se le envuelve en las nebulosas de los sentimientos encontrados y en los discursos superpuestos, como se hace patente en Tratado de las pasiones del alma y en Manual de inquisidores –nótese la insistencia en los títulos racionalistas, en contraste con los contenidos oníricos y denodadamente emotivos-. La realidad deriva del sueño; el logos , de la poesía.
El lector de Lobo Antunes debe seguir los contradictorios procesos mentales de seres desconcertados de sí mismos, para comprender el desarrollo de las historias narradas, porque el mundo de afuera, en la obra del portugués, se observa siempre desde adentro, un adentro marginal, pero no inmóvil. Al ser manifestaciones desesperadas de defensa ante la feroz certidumbre de la realidad real, los procesos mentales de los personajes devienen en una visión paradójica, mezcla de alucinación y lucidez ante lo vivido.
Una mirada superficial a la obra de Lobo Antunes podría hacer pensar en una novelística de anécdotas deshilvanadas y de un lenguaje pretenciosamente anárquico. Sin embargo, la lectura atenta revela historias simétricas que se cohesionan con los conflictos íntimos de los personajes. La visita que hace un hombre, convencido de que Gardel no murió en el accidente de aviación, a su hijo heroinómano en estado de coma, es la base sobre la que se estructura y desestructura la antiheroica peregrinación de La muerte de Carlos Gardel , publicada originalmente en 1994 ( A morte de Carlos Gardel . Traducción de Mario Merlino. Ediciones Siruela. Madrid, 2001); la eliminación de un contrabandista de diamantes en la Angola en guerra de independencia es el hilo conductor del delirante viaje que ocupa Buenas tardes a las cosas de aquí abajo , decimosexta novela del autor, lanzada en el 2003 ( Boa Tarde as Coisas Aquí em Baixo . Traducción de Mario Merlino. Random House Mondadori. Argentina, 2004).
En la obra del portugués, el hombre y la mujer están sesgados por un entorno que los controla y los reprime, en un acto que retoma con violencia los planteamientos del materialismo dialéctico –el ser interior determinado por la influencia de las fuerzas exteriores que conducen al ser social-. Las vidas de Miguéis y Marina en Buenas tardes a las cosas de aquí abajo están marcadas por la presencia de un pecado original que los disecciona de inicio y los deriva en seres a medias. El pecado de Miguéis, de Marina, de Seabra o de Anabela está en la raíz de sus personas: la negritud, la soledad, el mestizaje, la tristeza, la mediocridad económica, el incesto, la prostitución, son pecados porque subrayan a la otredad, insertan desavenencias en el mundo de lo normal, y se vuelven inadmisibles por su carácter autónomo y decididamente individual. La otredad es excéntrica, y todo lo periférico está condenado a morir: Una tarea sencilla, Seabra, la más sencilla que le hayan encargado alguna vez, se encuentra a sí mismo y se mata . Sólo el otro puede matarse a sí mismo, porque la condición excéntrica le da una cruel conciencia de su existir.
Como apuntara antes, lo que domina en Lobo Antunes es el discurso poético. La poesía como antiescritura que desequilibra la naturaleza dual de la novela, que reúne en su esencia a la congruencia racionalista con el desbordamiento imaginativo. En un intento por aprehender el caos y el orden de la Angola en guerra y del Portugal decadente, el oscuro y prescindible agente del Servicio secreto Seabra -¿o Miguéis, o Marina, o tal vez todos sin saberlo?- escribe en la misma hoja todos los reportes, todas las observaciones, todas las reflexiones de las actividades de espionaje y cacería humana que cumple para una entidad no menos oscura, el Gobierno, que se vislumbra como una amenaza confusa, suerte de región del olvido en la que todo erosiona y se borra. Seabra quiere expresarse en una escritura que es todas las escrituras y que por su imposibilidad de concretarse en la realidad, se vuelve indispensable para comprenderla.
Pero si la escritura múltiple y simultánea es imposible, sí es posible la polifonía poética, las voces que se desdicen, se niegan y al tiempo se develan y se complementan. La voz del otro se continúa en mi voz, y el otro es mi yo desconocido. Buenas tardes a las cosas de aquí abajo puede bien leerse como el pentagrama novelado de una sucesión de voces armonizadas por una búsqueda común, aunque estrictamente personal: enmascararse, ocultarse, simularse.
En Buenas tardes a las cosas de aquí abajo Lobo Antunes retorna a un tema básico para su vida, la guerra colonial de Portugal en Angola, en la que participó como médico del ejército, lo que propició su posterior vocación literaria. En aquella guerra el autor ha visto el drama de Angola, consumida por el atraso y el divisionismo de los independentistas, más preocupados por alcanzar el poder que por encontrar su diversidad nacional, y el drama de Portugal, que se ve de golpe limitado a sus fronteras, encerrado en su realidad. A pesar de que mucho hay de biográfico en el texto, Lobo Antunes lo que explora es el pensar y el sentir de un puñado de personajes dispersos, fragmentarios, orillados a la paradoja de ser actores marginales de su propia extinción.
Como Angola y Portugal, los personajes deben destruirse y construirse –deconstruirse- en la intimidad de la incertidumbre individual. Como ambos países, la novela se puebla de hijos sin padres y padres sin hijos, en una anagnórisis irresuelta: sé quién eres, si procedo de ti o procedes de mí, pero ya no puedo reconocerte, porque ya no me reconozco. Nadie sabe de dónde procede, de quiénes desciende, y las presencias del incesto y los licaones es la única irónicamente cierta. El incesto como expresión exasperada de un poder enclaustrado que se devora y se degrada; los licaones, animales de la imaginería supersticiosa pero también perros salvajes, como expresión de las furias oscuras que resurgen en el caos. Incesto y licaones: antropofagias morales y físicas.
Tal vez por esto la novela se advierte impregnada por una secreta y violenta sed de subversión contra el yo íntimo: los protagonistas se sublevan contra lo que son y terminan en inadaptados; la prosa se subleva y se troca en poesía; el novelista se subleva contra la tiranía del logos y se depreda a sí mismo – Fíjese en cómo se puede contar una historia en un minuto, aprenda -; las historias minúsculas se sublevan contra la Historia mayúscula; el lector se subleva contra lo leído y prefiere lo sentido, lo tocado. Me deshago de mí para rehacerme, refundarme.
Sólo en la deconstrucción el individuo puede reencontrar lo que se había negado a ser. Sólo en la deconstrucción del discurso encuentra el escritor sus demonios interiores, su agresiva subjetividad que revisa y reinventa a la objetividad. Sólo en la deconstrucción de la lectura llega el lector a alejarse de la objetividad para revisar y reinventar su oculta subjetividad. La novela como deconstrucción de dos individuos, el escritor y el lector, que únicamente pueden comunicarse desde sus soledades. Buenas tardes a las cosas de aquí abajo quiere hacer emerger un lenguaje razonado del mundo de las experiencias interiores, por naturaleza ilógicas y arbitrarias. Pero si no emerge lo racional, lo ordenado, emerge algo distinto, no menos intenso y veraz, el silencio, igualmente comunicativo, igualmente crítico del mundo exterior, de las cosas reales de aquí abajo, de lo que soy y lo que he sido sin entenderlo, sin entenderme. El silencio pleno de voces como otra forma de la literatura, tal es la propuesta de Antonio Lobo Antunes.

sábado, 22 de marzo de 2014

Manuel Mujica Laínez. Genial, provocador, de fino humor y sobre todo aristócrata de las letras.

 

Mujica Laínez, a los 100. Música secreta

Manuel Mujica Laínez, (Buenos Aires, 1910-Córdoba, Argentina, 1984), genial creador de Bomarzo o Los ídolos, hubiese cumplido 100 años.Un siglo de genio, provocación y literatura sin el que apenas podemos entender a Cortázar, Sábato, Vargas Llosa o Roberto Bolaño.

LUIS ANTONIO DE VILLENA - | Edición impresa
 
Manuel Mújica Láinez
Resulta un punto raro estar en el centenario de un gran escritor al que uno trató (y con mucha amistad) algo más de diez años, pero que murió en abril de 1984, con setenta y tres y apariencia de más, porque Manuel Mujica Láinez, para casi todos "Manucho", nacido en Buenos Aires en 1910, de una familia patricia venida a menos, como le gustaba recordar, siempre aparentó, con su aire distinguido y elegantísimo, más edad de la que tenía. Con su monóculo, su sello de oro y su escarabajo final, parecía un viejo lord de otro tiempo, cosa que no le gustaba que le dijeran cuando estuvo por última vez en España (primavera de 1982) porque era cuando la guerra de las Malvinas y él era un argentino patriota, que en ese momento debía estar (y estaba) contra su querida Inglaterra.

Mujica Láinez era un escritor que se formó en el modernismo simbolista y en los gustos un tanto decadentes del fin de siècle (su padre fue muy amigo de Enrique Larreta, escritor al que admiró de joven) pero que luego fue adentrándose en la necesaria modernidad, de la mano de Proust y de Virginia Woolf de quienes hay claros trazos -pero muy personalizados- en su obra. Claro que a él no le gustaba que se olvidara que había sido periodista (en el diario La Nación) desde 1932, y que también debía mucho a esa profesión que te lleva a viajar, a ser especialista en arte moderno, pero también a medir la longitud de las líneas y a no irte por las ramas innecesariamente. Yo creo que las primeras grandes novelas de Manucho son la cuatrilogía que se abre con Los Idolos (1952) y se cierra con Invitados en El Paraíso (1957), cuatro espléndidas novelas sobre la crisis final de la vieja oligarquía cosmopolita porteña, que desgraciadamente no son su obra más conocida en España, pero que sin duda cuenta (recuerdo La Casa, que narra cómo la van echando abajo, con tantos recuerdos dentro) entre lo mejor que escribió. Pero cuando esos libros vieron la primera luz, era poco o nada conocido en España.

Aquí triunfó sobre todo -y en medio mundo- con una gran novela histórica sobre un duque jorobado en el Renacimiento italiano, que curiosamente no está falta de íntimos rasgos autobiográficos. Hablo de Bomarzo (sin duda su obra más conocida y plurieditada) que se publicó en 1962, el mismo año que Rayuela de Julio Cortázar. Ambas novelas tuvieron un premio internacional conjunto y Julio le escribió a Manucho proponiéndole (puro humor cortazariano, que al otro lo divirtió) editar juntos los dos tomazos con el título -a elegir- de Boyuela o Ramarzo… Manucho escribió otras novelas históricas, hasta El Escarabajo de 1982, que yo presenté en Madrid con él, pero ninguna cosechó el éxito de Bomarzo, ya un clásico.

Para otros, Mujica Láinez era, ante todo un cuentista extraordinario y mago, que a menudo sabía enhebrar distintas historias como en Aquí vivieron (1949), historia de una quinta en San Isidro, cerca de Buenos Aires, donde los relatos independientes ocurren a lo largo de la historia en el mismo lugar y se van engarzando uno con otro. Espléndida es su última colección (aparecida poco antes de su muerte). Un novelista en el Museo del Prado -1984- donde no sólo demuestra el gran conocimiento que tenía de nuestra gran pinacoteca, sino que se permite sacar a los personajes de los cuadros célebres en la noche y hacer que se hablen, se enamoren o se confundan, como cuando los cortesanos y divertidos pastores de Watteau se meten, sin darse cuenta, en la barca de La laguna Estigia de Patinir, y cuando se percatan ya parece tarde…

Gran viajero a la antigua (cuando yo lo conocí en 1974, llevaba casi un año de viaje, con un joven amigo, fuera de una Argentina turbulenta que en ese momento no le gustaba), Manucho llevaba bien algunas contradicciones: Casado y padre de familia, conservador de clara estirpe liberal, era homosexual y al fin no lo ocultaba, yendo siempre con un amigo bastante más joven al que llevaba a todas partes, desde reuniones literarias a cenas con la infanta Margarita y su esposo, que fueron amigos suyos. Manucho (siguiendo sus orígenes culturales y sus gustos) prefirió siempre, pese a su vastísima cultura, ser tenido mejor por un "artista" que por un "intelectual". En los tiempos que vivió, ésa no era una buena elección porque su lado aparentemente frívolo o mundano, tapaba su vertiente más seria. Pero él aceptó ese envite, y probablemente algo perdió en la apuesta.

Como Borges (con quien se llevaba muy bien, el ciego le dedicó un magnífico poema) descreía de la política y era antiperonista, cosas ambas que le otorgaron un sello de conservador que tampoco lo definía, en absoluto. Su casa en la serranía de la Córdoba argentina es ahora un museo. Era un hombre serio, divertido, esnob y un conversador maravilloso. Además, el autor de Bomarzo y permítaseme recordarlo, también de Los Idolos. Un grande, seguro.
Bio-bibliografía

1910, 11 de septiembre. Nace Manuel Mujica Laínez en Buenos Aires, en una familia descendiente del fundador de la ciudad, Juan de Garay.

1923-26. Viaja a Europa. Estudia en la Ecole Descartes, de París. Regresa a Argentina.

1927. Empieza a colaborar en "La Nación".

1928. Completa los estudios secundarios en el Colegio Nacional de San Isidro. Ingresa en la facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires.

1936. Se casa con Ana de Alvear. Publica Glosas castellanas.

1938. Viaja a Bolivia, en misión periodística. Lanza su primera novela, Don Galaz de Buenos Aires.

1943. Estampas de Buenos Aires.

1947. Vida de Anastasio el Pollo.

1949. Aquí vivieron, cuentos.

1952. Los ídolos, novela.

1954. La casa, novela.

1956. Es elegido miembro de la Academia Argentina de Letras.

1957. Viaja a Ecuador. Gran premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores y II premio Nacional de Literatura. Invitados en el Paraíso.

1959. Miembro de la Academia Nacional de Bellas Artes.

1962. Publica Bomarzo.

1963. Premio Nacional de Literatura.

1965. Publica El Unicornio.

1968. Viaja a Estados Unidos para asistir al estreno de Bomarzo en Nueva York. De milagros y de melancolías, novela.

1978. Aparece el primer tomo de las Obras Completas.

1982. Publica El escarabajo. Recibe la Legión de Honor del gobierno de Francia.

1984. Muere en "El Paraíso", en Córdoba (Argentina) el 21 de abril.


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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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