De ratones y hombres; Pierre-Alain Bertola
por Miguel Carreira
Podemos imaginarnos una hipotética
clasificación de escritores en la que estos se ordenasen, no por sus
méritos, sino por los nuestros. Esta clasificación, que para ser
sinceros, tiene mucho de imposible, obviamente tendría que ser de lo más
subjetiva. Tanto que nos obligaría a elegir una serie de normas para
hacerla inteligible, es decir, que habría que establecer unos criterios
fijos que pudiesen servir, si no para justificar, al menos para
argumentar la presencia o la falta de tal o cuál nombre.
Para empezar, cuando hablamos de
«nuestros méritos» debe quedar claro que hablamos de nuestros méritos
como sociedad. Reducirlo al mérito de cada cual nos dejaría una
colección de clasificaciones individuales que, respecto a la que
proponemos, tiene varios inconvenientes: uno, que dicha colección ya
existe —aquello del gusto de cada cual— y dos, que cada una de estas
clasificaciones carecería del valor canónico al que siempre debe aspirar
—y que nunca debe conseguir completamente— un catálogo de esta
naturaleza.
Nuestra división hablaría, por tanto, de
nuestros méritos como sociedad, aunque el término «méritos» entiendo
que puede resultar poco claro. Aun así me parece preferible a otros
términos como «aspiraciones» —que es demasiado utópico—, «ambiciones»
—que es demasiado pragmático— o «logros» —que está casi totalmente
equivocado—, aunque el término ideal deja alguna deuda con cada uno de
los tres. Al final la propuesta que vamos a hacer es muy sencilla.
Podría haber una forma de clasificación de los escritores que encuadrase
a estos entre los que merecemos —y tenemos—, los que no merecemos —pero
tenemos—, los que no merecemos —y aun así los tenemos— y los que no
merecemos —y no tenemos—.
No se trata de argumentar en demasía, no
vaya a ser que se tome esta supuesta ordenación con seriedad. A usted
igual le parece improbable, pero cosas más raras se han visto. Yo he
visto gente muy inteligente y muy bien preparada defender que es posible
y hasta necesario clasificar genéricamente las narraciones por el
número de palabras —con tantas es cuento, a partir de tantas relato,
desde aquí nouvelle y en adelante y hasta el infinito ya novela
como Dios manda— igual que quien cuenta sacos de garbanzos. Nuestra
propuesta de clasificación, quede claro, en el fondo sólo sirve para
invocar un lugar cómodo en el que poder encontrarnos con Mr. John
Steinbeck. Un escritor que, de nuevo, volvemos a merecer, creo que no
tanto por nuestras virtudes como por nuestros pecados. Un escritor que
tenemos, aunque a veces no nos acordemos de recordarlo.
Steinbeck es, creo, uno de los autores
norteamericanos más conocidos del siglo XX. Ganó el premio Nobel de
literatura en 1962. Dado que la academia sueca tiene la costumbre de
abrir los registros de las deliberaciones una vez han pasado cincuenta
años, este año nos toca saber que Steinbeck compitió en la línea de meta
con Karen Blixen —que murió unos meses antes, con lo que quedó
descartada— o Laurence Durrell —cuyo Cuarteto de Alejandría les
pareció a los señores del Nobel una cosa que merecía vigilarse, pero
tampoco con la que volverse locos—. En su momento la concesión del Nobel
a Steinbeck no estuvo del todo libre de polémica. Existía un cierto
prejuicio, que no sé si ahora está del todo descartado, hacia los
novelistas norteamericanos, a los que se consideraba un poco demasiado
comerciales y un quizás también un poco demasiado juveniles. Tampoco
ayudaba que Steinbeck llevase ya unos años lejos de la primera línea de
la narrativa. Un periódico sueco de la época acogió la concesión del
premio a Steinbeck acordándose de Pearl S. Buck. Cuando le preguntaron a
Steinbeck si, en su opinión, merecía el premio sueco, éste respondió
que, francamente, no. En contraste, yo sé de buena tinta que hay gente
que ha ganado un concurso de cuentos en un ayuntamiento de Soria y que
está segurísima de que la academia sueca los ningunea. Hoy Steinbeck es
recordado sobre todo por tres obras: Las uvas de la ira, Al este del edén y De ratones y hombres.
En los dos primeros casos, parte de su
popularidad se debe a que ambas han sido utilizadas como base de
adaptaciones cinematográficas que se han convertido en clásicos. Otros
trabajos suyos, como Tortilla Flat o La perla han quedado más relegados, a pesar de que, en su momento, fueron muy conocidos por el público.
De ratones y hombres también se
trasladó al cine, aunque las adaptaciones no han alcanzado el estatus
de las anteriores. Lewis Milestone (1939) hizo una adaptación que fue
muy conocida en su momento, pero que no ha conseguido revalidar su fama .
Mucho después, en 1992, Gary Sinise rodó una nueva adaptación. Es
probable que esto también pueda interpretarse como prueba de la pérdida
de popularidad de la película de Milestone. Dudo bastante que un
productor accediese hoy a hacer una nueva versión de Las uvas de la ira. No digo que no pueda pasar. Cosas más raras se han visto. Pero sería raro.
Además de las adaptaciones cinematográficas De ratones y hombres ha
servido para rodar series de televisión y varias obras de teatro. Las
primeras obras de teatro basadas en la novela son muy tempranas. En
1937, el mismo año de la publicación de De ratones y hombres se
estrenó su primera adaptación teatral, con notable éxito. Luego la obra
se ha seguido representando, con este libreto original o en distintas
versiones con las que la historia se ha representado en distintos
países, incluído España. Se han hecho adaptaciones para la radio y hasta
una ópera. Además, el personaje de Lennie es una presencia recurrente y
notable en muchos de los personajes de dibujos de la Warner Brothers
incluidas dos parodias [video1] del insuperable Tex Avery.
De ratones y hombres se ha ido
convirtiendo en un clásico norteamericano. Allí el libro se lee en las
escuelas y George y Lennie forman parte del imaginario cultural, igual
que aquí Lázaro de Tormes. No estoy seguro de que tengamos algún ejemplo
de literatura más o menos contemporánea en España en el que haya
personajes literarios tan reconocidos. Pienso ahora en Don Cayo o en
Pascual Duarte, pero no creo que ni el uno ni el otro, ni ninguno que se
me ocurra, esté a la cabeza en cuanto a difusión.
Los apuntes que figuran aquí sólo son
una representación que puede —espero— que resulte representativa, pero
que en absoluto es rigurosa de los muchos guiños, alusiones o citas que
se han hecho de la obra en libros, películas, discos, etc. Las
adaptaciones, aunque menos, también son muchas, probablemente porque De ratones y hombres
es una fábula, una de las últimas fábulas contemporáneas, uno de los
últimos textos que, desde una absoluta sencillez, con una tremenda
economía de recursos y trama, es capaz de emocionarnos hablando de esos
temas sobre los que ha estado hablando la mejor literatura durante los
últimos dos mil años: del amor, de la muerte, del miedo, del poder, de
la amistad y de la soledad.
Pierre-Alain Bertola falleció prematuramente en 2012. Nos dejó este De ratones y hombres cuyo
mayor acierto es una virtud que deberíamos exigir más en las
adaptaciones: honestidad, humildad y también algo que podríamos llamar
lealtad; lealtad con la historia y con el trabajo que le sirve de base.
Su De ratones y hombres pone en escena a los dos famosos protagonistas, Lennie y George y lo hace con notabilísima efectividad.
No se puede decir nada mucho mejor de
una adaptación aparte de que resulta eficaz. Bertola consigue llevar la
historia a su terreno, y lo hace sin que el lector acuse la ausencia de
diálogos o de momentos, a no ser que se empeñe en fiscalizar la obra
como si fuese el story-board de una película imposible. No lo
es. Aquí, donde nos quedemos sin las descripciones de Steinbeck o sin la
voz de su narrador, Bertola nos compensará con un dibujo en el que es
imposible no apreciar un trabajo escrupuloso y una enorme sabiduría. Las
relaciones entre los personajes se muestran a veces, simplemente,
aumentando o disminuyendo la distancia que los separa en la viñeta. Las
emociones, los pensamientos, la moralidad de los individuos o la forma
en la que aparecen ante otros personajes se representan, unas veces,
mediante la selección de la perspectiva, otras mediante la luz;
encerrando las sombras en una mancha de tinta, o mediante la dirección
de los cuerpos. Lo que hace Bertola aquí es una exhibición de capacidad
narrativa, de mesura y de sobriedad.
Personalmente ninguna de las
adaptaciones cinematográficas me parece satisfactoria. La versión de
Milestone me resulta un tanto condescendiente y la de Sinise me parece
poco convincente, envarada e incluso mal interpretada, a pesar de que,
cabe señalar, esta opinión está muy poco extendida y a pesar de que
tanto Sinise como Malkovich son, por lo general, actores excelentes. La
actuación de los dos fue de hecho muy alabada cuando se estrenó la
película. En cualquier caso, creo que ninguna de las dos adaptaciones
consigue reproducir la atmósfera del libro, y esos colores de
decadencia, pobreza y atavismo del texto. No creo que ninguna haya
conseguido pulsar con la exactitud de Bertola las cuerdas que hacen
resonar la emoción en la historia. No creo que ninguna de las dos haya
conseguido reproducir esa capa de polvo pajizo que recubre las obras de
Steinbeck. Bertola sí, y lo más meritorio es que consigue una versión
particularmente turbadora sin recurrir al efectismo o a la
condescendencia, dos pecados a los que invita la novelita de Steinbeck.
En la narración, que es el reino donde no se concede nada a los
imposibles, una de las pocas normas irrompibles es que cuando aparece la
moralina desaparece la tragedia.
Es posible, sin embargo, que el cómic
no sea absolutamente ejemplar. Quizás faltan un par de detalles para que
la obra sea redonda. Pienso sobre todo en el encuentro de Lennie con la
mujer de Curley, que el cómic resuelve de forma un tanto contenida.
Aquí es posible que la apuesta de Bertola por la sutileza, a pesar de su
indudable elegancia, no acabe de captar la brutalidad trémula del
instante. A cambio, la resolución final de la historia es perfecta y
ejemplifica mejor que en ninguna otra parte las virtudes que venimos
atribuyendo a la obra. El encuentro de George y Lennie consigue, sin
concesiones al dramatismo, reproducir la sensación de derrota del
original.
Hablar de este De ratones y hombres de Bertola es hablar del De ratones y hombres
de Steinbeck. Y es también rendir un homenaje póstumo al excelente y
trabajo de Bertola. En razón de la fidelidad de este trabajo con el
texto habrá quien vea la genialidad de Bertola como un mérito artesanal.
Y puede que en parte tenga razón. Bertola no ha tratado tanto de crear
un material nuevo como de utilizar los recursos de su medio para
trasladar un material preexistente. No ha puesto la originalidad como
gran objetivo de su labor. Bertola es, salvando muchas distancias, se ha
erigido como intérprete, como alquien que recoge un camino previo para
llevar a cabo una obra. Lo hace con maestría —y, sí, es cierto— a costa
de renunciar a un mayor grado de originalidad.
En este sentido —y sólo en este sentido—
es razonable suponer que esta no es una obra plenamente artística. Otra
cosa es que esa supuesta falta de pretensiones artísticas —y, de nuevo
quiero recordarlo, estamos hablando de las pretensiones artísticas en un
sentido muy concreto— haga que la obra sea menos meritoria o menos
valiosa. Lo artístico, para bien o para mal, se ha ido fundamentando,
cada vez más en la originalidad y en la subjetividad. Vivimos tiempos
extraños, en los que la obra de arte ya no es algo que aspire a ser,
sobre todo, un objeto con unas cualidades estéticas determinadas. La
obra de arte aspira ahora a ser una expresión —a poder ser original— de
la personalidad artística del individuo. Se han virado las tornas. Si
antes el artista lo era porque era capaz de crear obras de arte ahora
las obras de arte lo son porque han sido creadas por un artista.
Uno está tentado a exclamar, con
sospechosa alegría, que Bertola ha fallado como artista, porque como
artista supone un demérito el haber antepuesto la fidelidad a la obra a
su propio impulso de expresión personal. En efecto, Bertola podría haber
hecho muchas cosas para hacer de su adaptación un objeto más
«personal» en el sentido de que los lectores podríamos haber captado de
forma más evidente, la impronta de su Yo. Podría haber trasladado la
obra a la época actual, por ejemplo. Podría haber hecho que Lennie, en
lugar de estar poseído por un deseo incontrolable de tocar cosas suaves,
fuese un adicto a la heroína o al cristal. Pero Bertola no hizo nada de
eso. Se limitó a contar con eficacia, sencillez y lealtad y a crear una
obra que es hermosa y emocionante. Si esto supone una pérdida en el
mérito del objeto queda para la opinión de cada cual pero, de ser así
—que lo dudo—, más meritoria sería entonces la renuncia de Bertola.
Lo decíamos al principio de esta reseña.
Hay autores que merecemos. Que merecemos en lo bueno y en lo malo; por
lo bueno y lo malo que somos y lo bueno y lo malo que tenemos. A Bertola
y a esta adaptación de De ratones y hombres quizás no los
merecemos y nos lo merecemos por nuestros defectos. Quizás sea un autor
que mereceríamos más si pudiésemos volver sobre nuestros pasos. Si no
llevamos hasta el extremo la reivindicación del artista, especialmente
si es a costa de la reivindicación de la obra. Mereceremos más a Bertola
si somos capaces de ver ciertos extremos ridículos en los que caemos de
tanto en cuando a la caza de la originalidad y la sorpresa y volvemos a
abrir los ojos para mirar aquello que es o quiere ser bonito,
interesante, conmovedor, divertido o instructivo. Mereceremos más a
Bertola y este libro si buscamos la forma de volver a mirar todo eso y
si buscamos la forma de llamar a eso arte.
A Steinbeck, por su parte, lo merecemos.
Pero lo merecemos, de nuevo, más por nuestros defectos que por nuestras
virtudes. Lo merecemos porque es uno de los autores que mejor ha sabido
aunar la calidad y la denuncia social y por eso volvemos a merecerlo,
otra vez, ahora que el mundo vuelve a ser un lugar en el que es
necesario denunciar, ahora que la sociedad vuelve a quejarse, que la
injusticia ya no es un fantasma que habita nuestra conciencia, como
cuando nosotros éramos los injustos, sino el chirrido de una rueda mal
engrasada que acompaña cada giro de nuestra sociedad. Tal vez el mundo
nunca dejó de ser un lugar en el que teníamos la obligación de, al
menos, estar alerta, pero hubo un tiempo en el que pensamos que quizás
podíamos olvidarnos de ello.
Steinbeck añade algo importante a la
mera literatura social. La suya es una literatura que se podría llamar
social, pero que evita la deriva contingente. Es uno de los pocos
autores que puede hablar de la pobreza desde el hombre hacia fuera, y no
a la inversa. Es decir, en la literatura social es relativamente
frecuente que aparezcan novelas o ensayos que analicen las causas o las
razones del momento actual. Se analiza el momento y se desciende al
hombre o se utiliza al hombre como ejemplo del momento que le ha tocado
vivir. Es una literatura de denuncia en la que el hombre comparece como
testigo o como víctima. Uno está tentado a buscar nombres resonantes y
decir que hay una literatura social de análisis, que selecciona a un
hombre o a varios hombres y nos los muestra frente al mundo.
Steinbeck le da el protagonismo al ser
humano. También selecciona a un individuo y en ese sentido sus historias
se centran característicamente en un sujeto en particular. Pero
Steinbeck tiene la rara capacidad de hacer que ese individuo trascienda,
no sólo su individualidad, sino su momento. Desciende hasta lo profundo
de su personaje, hacia lo que constituye su humanidad y desde ahí nos
cuenta lo que sucede a su alrededor. El ser humano no es víctima ni
testigo o, si lo es, esa circunstancia es como una máscara o una
segunda piel, algo que está detrás o disfrazando su verdadera
naturaleza, que no tiene por qué ser opuesta a la de su máscara.
Simplemente es una naturaleza distinta, más básica. Sus historias nos
hablan de seres humanos que siguen siendo, sobre todo y al final,
humanos. De hombres que se mantienen esencialmente iguales, a lo largo
del tiempo. Y este tiempo no son unas décadas, son cientos de años.
Cambian las épocas y las circunstancias. Cambian los nombres. Lo que hoy
llamamos amor, amistad o guerra ha tenido otros nombres a lo largo del
tiempo o ha tenido el mismo nombre, pero formas distintas de
pronunciarlo. Los mismos nombres y las mismas cosas se han evocado a lo
largo de la historia con pasión, con dolor, con alegría, con ira, con
aprobación o con censura. Pero algo permanece en esos nombres y en los
hombres que los pronuncian.
Algo queda en la forma en la que nos
sentimos ante la vida, ante la muerte, ante el dolor o ante la risa.
Algo que reconocemos y a lo que llamamos humano. Algo queda en los
gestos más simples, en la forma en la que sienten la soledad, la
envidia, la amistad o el hambre los personajes de las historias griegas y
que es la misma forma en la que las sentimos nosotros. Algo queda en la
sensación sobre la yema de los dedos cuando rozamos algo suave. Algo
queda cuando tenemos sed y descubrimos una fuente de agua, o cuando
sentimos hambre. Algo queda. Son apenas cuatro trazas, vetas de algo que
reconocemos como nuestro. Es lo más universal que tenemos y ni siquiera
es lo más noble. Steinbeck es capaz de mirar desde ahí.
Las novelas en las que aparece este ser
humano, despojado de casi todo lo que vaya más allá de ser un hombre,
son las que pone en juego Steinbeck y luego llega lo demás. Llega el
lugar y el momento en el que esos hombres viven. Llega la denuncia,
llega la rabia, llega el mundo, pero el hombre que Steinbeck nos entrega
permanece, el hombre que no podemos dejar de ser sigue ahí y por eso lo
merecemos. Porque Steinbeck nos entrega (y Bertola lo sostiene) un
relato con aroma de clásico, donde se repite una de las afirmaciones que
la tragedia ha gritado durante dos mil años: que la fuerza del hombre
es su debilidad y su potencia su perdición. Que nuestras virtudes y
nuestros defectos son una cuerda anudada. Que podemos crear y querer en
la misma medida, y ni un ápice menos, en que podemos destruir y odiar.
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