Nombre completo
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François-Marie Arouet
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Nacimiento
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Defunción
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30 de mayo de 1778, 83 años
París, Francia |
Voltaire
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Ocupación
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Nacionalidad
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Período
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Lengua de producción literaria
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Francés
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Movimientos
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ADULTERIO. No debemos esta palabra a los griegos, sino a los romanos. Adulterio
significa en latín alteración, adulteración; una cosa puesta en lugar de otra;
llaves falsas, contratos y signos falsos, adulterio. Por eso al que se metía en
lecho ajeno se le llamó adúltero, como una llave falsa que abre la casa de
otro. Por eso llamaron por antífrasis coccix cuclillo al pobre marido en cuya
casa y cama pone los huevos un hombre extraño. El naturalista Plinio, dice:
«Coccixova subdit in nidis alienis, ita plerique alienas uxores faciunt matres»
(El cuclillo deposita sus huevos en el nido de otros pájaros; de este modo
muchos romanos hacen madres a las mujeres de sus amigos). La comparación no es
muy exacta porque aunque se compara al cuclillo con el cornudo, siguiendo las
reglas gramaticales el cornudo debía ser el amante y no el esposo.
Algunos doctos sostienen que
debemos a los griegos el emblema de los cuernos, porque los griegos designan
con la denominación de macho cabrío al esposo de la mujer que es lasciva como
una cabra. En efecto, los griegos llaman a los bastardos hijos de cabra.
La gente fina, que no usa
nunca términos malsonantes, no pronuncia jamás la palabra adulterio. Nunca
dicen la duquesa de tal comete adulterio con fulano de cual, sino la marquesa A
tiene trato ilícito con el conde de B. Cuando las señoras confiesan a sus
amigos o a sus amigas sus adulterios, sólo dicen: «Reconozco que le tengo
afición». Antiguamente, declaraban que le apreciaban mucho, pero desde que una
mujer del pueblo declaró a su confesor que apreciaba a un consejero y el
confesor le preguntó: «¿Cuántas veces le habéis apreciado?», las damas de
elevada condición no aprecian a nadie... ni van a confesarse.
Las mujeres de Lacedemonia no
conocieron la confesión, ni el adulterio. Y aunque el caso de Menelao demuestra
lo que Elena era capaz de hacer, Licurgo puso orden consiguiendo que las
mujeres fueran comunes por acuerdo entre marido y mujer. Cada uno podía
disponer de lo que le pertenecía. En tales casos, el marido no podía temer el
peligro de estar alimentando en su casa a un hijo de otro, pues todos los hijos
pertenecían al Estado y no a una familia determinada. De este modo no se
perjudicaba a nadie. El adulterio es condenable porque es un robo, pero no
puede decirse que se roba lo que nos dan. Un marido lacedemonio rogaba con
frecuencia a un hombre joven, de excelente complexión y robusto, que cohabitara
con su mujer. Plutarco nos ha dejado constancia de la canción que cantaban los
lacedemonios cuando Acrotatus iba a acostarse con la mujer de su amigo.
Id, gentil Acrotatus, satisfaced
bien a Kelidonida. Dad bravos ciudadanos a Esparta.
Los lacedemonios tenían, pues,
razón para decir que el adulterio era imposible entre ellos. No acontece lo
mismo en las naciones modernas, en las que todas las leyes están fundadas sobre
lo tuyo y lo mío.
Una de las cosas más desagradables
del adulterio entre nosotros es que la mujer suele burlarse con su amante del
marido. En la clase baja no es raro que la mujer robe al marido para darlo al
amante y que las querellas matrimoniales suscitadas por este motivo empujen a
los cónyuges a cometer crueles excesos.
La mayor injusticia y el mayor
daño del adulterio consiste en dar un hombre de bien hijos de otros, con lo que
les carga con un peso que no debían llevar. Por este medio, estirpes de héroes
han llegado a ser bastardas. Las mujeres de los Astolfos y de los Jocondas, por
la depravación del gusto y la debilidad de un momento, han tenido hijos de un
enano contrahecho o de un lacayo sin talento, y de esto se resienten los hijos
en cuerpo y alma. Insignificantes mequetrefes han heredado los más famosos
nombres en algunos países de Europa y conservan en el salón de su palacio los
retratos de sus falsos antepasados, de seis pies de estatura, hermosos y bien
formados, llevando un espadón que un hombre moderno apenas si podría sostener con
las dos manos.
En algunos pueblos de Europa
las jóvenes solteras se entregan a los mozos de su agrado, pero cuando se casan
se tornan esposas prudentes y modosas. En Francia sucede todo lo contrario:
encierran en conventos a las jóvenes, donde se les da una educación ridícula.
Para consolarlas; sus madres les imbuyen la idea de que serán libres cuando se
casen. Y en efecto, apenas viven un año con su esposo ya están deseando conocer
a fondo sus propios atractivos. La joven casada pasea y va a los espectáculos
con otras mujeres para que le enseñen lo que desea saber. Si no tiene amante
como sus amigas se halla como avergonzada y no se atreve a presentarse en
público.
Los orientales tienen
costumbres muy contrarias a las nuestras. Les presentan jóvenes garantizando
que son doncellas, se casan con ellas y las tienen siempre encerradas por
precaución. Y aunque nos dan lástima las mujeres de Turquía, Persia y la India,
son mucho más felices en sus serrallos que las jóvenes francesas en sus
conventos.
Entre nosotros suele ocurrir
que un marido, engañado por su mujer, no queriendo formarle proceso criminal
por adulterio, se contenta con una separación de cuerpo y bienes. A propósito
de esto insertaremos una Memoria escrita por un hombre honrado que se encontró en
situación semejante. Los lectores decidirán de la justicia o injusticia de sus
quejas.
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