CAFÉ VESANIA PRESENTA: NOVELA. EL HACEDOR DE SOMBRAS. ECR.2022.
VÍDEO.
https://www.youtube.com/watch?v=Os6-ubi6vzE
CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
CAFÉ VESANIA PRESENTA: NOVELA. EL HACEDOR DE SOMBRAS. ECR.2022.
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LA USURERA
Fiodor Dostoievski
Llegó al cuarto piso sin cruzarse con nadie, y se detuvo ante la puerta de Alena Ivanovna, donde se puso a reflexionar. El cuarto de enfrente estaba desocupado. En el tercero, la habitación situada precisamente por debajo del cuarto de la vieja, se hallaba también vacía, según todas las apariencias: la tarjeta que antes había en la puerta, no estaba, los inquilinos se habían ido… Raskolnikoff se ahogaba. Vaciló un momento. «¿No sería mejor que me fuera?». Pero sin responder a esa pregunta, se puso a escuchar: no oyó ningún ruido en casa de la vieja; en la escalera el mismo silencio. Después de escuchar durante un largo rato, el joven echó una mirada en torno y palpó nuevamente su hacha. «¿No estaré demasiado pálido? —pensó—. ¿No se notará mi agitación? Esa mujer es muy desconfiada. Debiera esperar hasta calmarme». Pero, lejos de calmarse, su corazón latía cada vez con más violencia. No pudo contenerse más, y extendiendo lentamente la mano hacia el cordón de la campanilla, tiró de él. Al cabo de medio minuto llamó de nuevo, con más fuerza. Ninguna respuesta; golpear la puerta hubiera sido inútil y hasta imprudente. Era seguro que la vieja estaba en casa; pero su desconfianza debía incrementarse cuando estaba sola. Raskolnikoff conocía ciertas costumbres de Alena Ivanovna. De nuevo aplicó el oído a la puerta. A pesar de que la excitación le agudizaba las sensaciones, el ruido no era fácilmente perceptible.
Sea como fuere, le pareció oír que una mano se apoyaba con precaución en la cerradura; escuchaba, esforzándose por disimular su presencia. No queriendo parecer que se ocultaba, el joven llamó por tercera vez pero suavemente para no denunciar su impaciencia. Aquel instante dejó a Raskolnikoff un recuerdo imborrable. Cuando, después, pensaba en ello, no acertaba a explicarse cómo había podido desplegar tanta astucia precisamente en el momento en que su emoción era tal que le quitaba el uso de sus facultades intelectuales y físicas. Al cabo de un instante oyó que descorrían el cerrojo.
Raskolnikoff vio entreabrirse la puerta lentamente y por la estrecha abertura dos ojos muy brillantes se fijaban en él con expresión de desconfianza. Entonces le abandonó su sangre fría y cometió una falta que hubiera podido dar al traste con todo.
Temiendo que Alena Ivanovna tuviese miedo de encontrarse sola con un visitante de aspecto poco tranquilizador, tiró de la puerta con violencia hacia sí para que la vieja no procurase cerrarla. La usurera no intentó siquiera hacerlo, pero no quitó la mano de la cerradura, de manera que faltó poco para que cayera de bruces en el descansillo, hacia donde se abría la puerta. Como Alena Ivanovna permanecía de pie en el umbral para no dejar el paso libre, el joven avanzó hacia ella. Aterrada la vieja dio un salto hacia atrás; pero no pudo pronunciar una palabra y miró a Raskolnikoff abriendo los ojos desmesuradamente.
—Buenas tardes, Alena Ivanovna —dijo él con el tono más natural que pudo; pero en vano trataba de fingir; su voz era entrecortada y temblorosa—; traigo una cosa, pero entremos: para examinarlo hay que verlo a la luz…
Y sin esperara que lo invitaran, penetró en la habitación. La vieja se le acercó vivamente; ya se le había desanudado la lengua.
—¡Señor!… ¿Qué quiere usted, quién es usted, qué se le ofrece?
—¡Vamos, Alena Ivánovna!; usted me conoce muy bien… Soy Raskolnikoff; tenga usted paciencia. Vengo a empeñar esta alhaja de la que le hablé el otro día —y le alargó el paquete.
Alena Ivanovna iba a examinarlo, cuando de repente cambió de idea, y levantando los ojos dirigió una mirada penetrante, irritada y desconfiada sobre aquel importuno que se le metía casa con tan poca ceremonia; Raskolnikoff hasta creyó advertir cierta especie de burla, en los ojos de la vieja, como si esta lo hubiese adivinado todo. Se daba cuenta el joven de que perdía la serenidad, de que tenía casi miedo, de que si la vieja seguía escrutándolo, iba, sin duda, a echar a correr.
—¿Por qué me mira usted de ese modo, como si no me conociese? —dijo él irritándose a su vez—. Si usted quiere esto, lo toma, si no, lo deja; iré a otra parte con ello; es inútil que me haga usted perder el tiempo.
Se le escaparon estas palabras sin que las hubiera premeditado.
El lenguaje resuelto del visitante tranquilizó a la usurera.
—¿Qué prisa hay, batuchka? ¿Qué es eso? —preguntó mirando el paquete.
—Una cigarrera de plata; ya se lo dije a usted la otra tarde.
La vieja extendió la mano.
—¡Qué pálido está usted! ¿Está usted malo, batuchka?
—Tengo fiebre —respondió con voz brusca—. ¿Cómo no he de estar pálido?…
Cuando uno no tiene qué comer… —acabó de decir, no sin esfuerzo—, le abandonan las fuerzas.
La respuesta parecía verosímil; la vieja tomó el paquete.
—¿Qué es esto? —preguntó por segunda vez, y tanteando el peso de la prenda, miró fijamente a su interlocutor.
—Una petaca de plata… mírela usted.
—Cualquiera diría que no es plata… ¡Oh, cómo la han atado!
En tanto que Alena Ivanovna hacía esfuerzos por desatar el hilo, se había aproximado a la luz. (Todas las ventanas estaban cerradas, a pesar del calor sofocante que hacía). En esta posición daba la espalda a Raskolnikoff, y durante algunos segundos no se ocupó en él. El joven se desabrochó el gabán y separó el hacha del nudo corredizo; pero sin sacarla todavía, se limitó a tenerla con la mano derecha debajo del sobretodo. Sentía una terrible debilidad en todos sus miembros. Comprendía que cada instante que pasaba su debilidad iba en aumento; temía que se le escapase el hacha de la mano, y le parecía que todo le daba vueltas en su derredor.
—¿Pero qué hay aquí dentro? —gritó coléricamente Alena Ivanovna, e hizo un movimiento en dirección a Raskolnikoff.
No había tiempo que perder. Sacó el joven el hacha de debajo del gabán, la levantó con las dos manos casi maquinalmente, porque no tenía fuerzas, y la dejo caer sobre la cabeza de la vieja. De repente, en cuanto hubo dado el golpe, sintió Raskolnikoff que reencontraba toda su energía física.
Alena Ivanovna, como de costumbre, no llevaba nada en la cabeza. Sus cabellos, grises y escasos, y, como siempre, untados de aceite, los recogía, formando trenzas, en la nuca con un trozo de peineta de cuerno. El golpe dio precisamente en la coronilla, a lo cual contribuyó la escasa estatura de la victima. La usurera lanzó un grito débil y cayó desplomada teniendo, sin embargo, todavía fuerzas para llevarse los brazos a la cabeza. En una de las manos conservaba la «prenda». Entonces Raskolnikoff que, como hemos dicho, había recobrado todo su vigor, asestó dos nuevos hachazos en el occipucio de la vieja. La sangre brotó a chorros y el cuerpo quedó exánime. El joven se echó hacia atrás y en cuanto vio a la anciana sin movimiento se inclinó para mirarla: estaba muerta; los ojos, desmesuradamente abiertos, parecían salirse de las órbitas, y las convulsiones de la agonía daban a su rostro la expresión de una horrible muerte.
El asesino dejó el hacha en el suelo e inmediatamente se puso a registrar el cadáver, tomando todo género de precauciones para no mancharse de sangre. Se acordaba de
haber visto la última vez a Alena Ivanovna buscar las llaves en el bolsillo derecho de su vestido. Se hallaba en plena posesión de su inteligencia. No experimentaba ni aturdimiento ni vértigos; pero seguían temblándole las manos. Más tarde recordó que había sido muy prudente, y que había puesto mucho cuidado en no mancharse. No tardó en encontrar las llaves. Como el día anterior, estaban todas reunidas en un anillo de acero.
Después de haberse apoderado de ellas, Raskolnikoff entró en la alcoba. Era esta muy pequeña, y había en ella un estante lleno de imágenes piadosas; en el otro lado, una gran cama muy limpia con una colcha, de seda almohadillada y hecha con pedazos cosidos. En la otra pared, una cómoda. Cosa extraña; apenas hubo comenzado el joven a servirse de las llaves para abrir este mueble, le recorrió el cuerpo un escalofrío. Estuvo tentado de renunciar a todo y marcharse; por esta idea duró sólo un momento; era demasiado tarde para retroceder.
Hasta llegó a sonreírse de haber podido pensarlo, cuando, de repente, sintió una terrible inquietud: ¿si por acaso la vieja no estuviera muerta y recobrase el sentido? Dejando las llaves en la cómoda, acudió vivamente cerca del cuerpo, tomó el hacha y se dispuso a dar otro golpe a su víctima; pero el arma, ya levantada no cayó; no había duda que Alena Ivnovna estaba muerta. Inclinándose de nuevo sobre ella, para examinarla mas de cerca, Raskolnikoff se convenció de que la mujer tenía el cráneo partido. En el suelo se había formado un lago de sangre. Viendo de improviso que la vieja tenía un cordón al cuello, el joven tiró de él violentamente; pero el cordón ensangrentado era recio y no se rompió.
El asesino trató entonces de quitárselo. Haciendo que se deslizase a lo largo del cuerpo; pero no fue mas afortunado en esta segunda tentativa; el cordón encontró un obstáculo y no pasaba. Impaciente, Raskolnikoff blandió el hacha, pronto a descargarla sobre el cadáver para cortar con el mismo golpe aquel maldito cordón. Sin embargo, no pudo resolverse a proceder con aquella brutalidad. Al cabo, después de dos minutos de esfuerzos que le pusieron rojas las manos, logró cortar el cordón con el filo del hacha, sin herir el cuerpo de la muerta. Como había supuesto, lo que la vieja llevaba al cuello era una bolsa. También estaban sujetas al cordón una medallita esmaltada y dos cruces, la una de madera de ciprés, la otra de cobre. La bolsa, grasienta (un saquito de piel de camello), estaba completamente llena. Raskolnikoff se la metió en el bolsillo sin mirar lo que contenía; arrojó las cruces sobre el pecho de la vieja, y tomando el hacha volvió a entrar con ella apresuradamente en la alcoba.
La impaciencia le devoraba, y puso manos a la obra para desvalijar la estancia; pero sus tentativas para abrir la cómoda eran infructuosas, no tanto por el temblor de sus
manos, como por sus continuas torpezas. Veía, por ejemplo, que tal llave no era de la cerradura, y se obstinaba, sin embargo, en hacerla entrar.
De pronto, se acordó de una conjetura que había hecho en su anterior visita: aquella gruesa llave que estaba con las otras pequeñas en la anilla de acero, debía de ser no de la cómoda, si no de alguna caja donde la vieja tenía acaso encerrados todos sus valores. Sin ocuparse más de la cómoda, miró bajo la cama, sabiendo que los viejos tienen la costumbre de ocultar allí sus tesoros. En efecto, había un cofre de poco más de un medio metro de largo y cubierto de cuero rojo. La llave dentellada entraba perfectamente en la cerradura. Cuando Raskolnikoff levantó la tapa, vio colocados sobre un trapo blanco un abrigo forrado de piel de liebre con guarnición roja, debajo del abrigo una falda de seda y después un chal; el fondo parecía contener solamente trapos el joven. Comenzó por secarse las manos ensangrentadas en la guarnición roja. «Sobre lo rojo, la sangre se conocerá, menos». De pronto pareció como que volvía en sí: «¡Señor! ¿Me habré vuelto loco?», murmuró con terror.
Pero apenas empezó a registrar aquellas ropas, cuando de debajo de la piel se deslizó un reloj de oro. En vista de esto, revolvió de arriba abajo el contenido del cofre. Entre los vestidos se hallaban objetos de oro, sin duda traídos a empeñar ante la usurera: brazaletes, cadenas, pendientes, alfileres de corbata, etcétera; los unos encerrados en sus estuches, los otros anudados con una cinta y envueltos en un pedazo de periódico doblado.
Raskolnikoff no vaciló; metió mano a todas estas alhajas y se llenó los bolsillos del pantalón y del gabán sin abrir los estuches ni deshacer los paquetes; pero de pronto fue interrumpido en esta maniobra. En la habitación donde estaba la vieja sonaron pasos. Se detuvo helado de terror. Pero el ruido había cesado, el joven empezaba a creer que había sido engañado por una alucinación de su oído, cuando de súbito percibió, distintamente, un ligero grito o más bien un gemido débil y entrecortado. Al cabo de uno o dos minutos todo volvió a quedar en un silencio de muerte. Raskolnikoff, sentado en el suelo, cerca del cofre, esperaba respirando apenas. De repente dio un salto, tomó el hacha y se lanzó fuera de la alcoba.
En medio de la sala, Isabel, con un gran bulto en las manos; contemplaba aterrorizada el cadáver de su hermana y, pálida como la cera, parecía no tener fuerzas para gritar ante la brusca aparición del asesino. Comenzó a temblar, trató de levantar el brazo, de abrir la boca; pero no pudo dar un ni grito, y caminando hacia atrás lentamente con la mirada fija en Raskolnikoff, fue a refugiarse en un rincón de la sala. La pobre mujer hizo esto sin gritar, como si le faltase el aliento. El asesino se lanzó sobre
ella con el hacha levantada; los labios de la infeliz tomaron la expresión lastimera que suelen tomar los niños pequeños cuando están espantados.
Tal horror sentía la desdichada, que aunque vio que el hacha se levantaba sobre ella, no pensó ni aun en defender la cara, llevándose las manos a la cabeza con un movimiento maquinal que sugiere en semejantes casos el instinto de conservación. Apenas si levantó el brazo izquierdo, extendiéndolo lentamente en dirección del agresor, que descargó sobre Isabel un golpe terrible. El hierro del hacha penetró en el cráneo, hendió toda la parte superior de la frente y llegó casi hasta el occipucio: Isabel cayó rígida, muerta. Sin saber lo que hacía, Raskolnikoff tomó el paquete que la víctima tenía en la mano; después lo tiró y salió al vestíbulo.
Estaba aterrado a causa de aquel nuevo asesinato que no había sido premeditado por él. Quería desaparecer cuanto antes. Si hubiese podido comprender mejor las cosas; si hubiese calculado todas las dificultades de su situación, si la hubiera previsto tan desesperada, tan horrible, tan absurda, como era; si hubiera comprendido bien los obstáculos que le quedaban por vencer, quizá los crímenes que perpetró para huir de aquella casa y regresar a la suya… probablemente habría renunciado a la lucha para correr a denunciarse; y no por cobardía, sino por horror de lo que había hecho. Esta impresión le iba dominando. Por nada del mundo se habría aproximado al cofre ni entrado en la alcoba. Poco a poco, sin embargo, comenzaron a surgir en su espíritu otros pensamientos, y cayó en una especie de delirio. Por momentos, el asesino parecía olvidarse de sí mismo, o más bien, de olvidar lo principal, para fijarse en lo insignificante. Una mirada dirigida a la cocina le hizo descubrir un cubo medio lleno de agua, y se le ocurrió lavarse las manos y limpiar el hacha. A causa de la sangre tenía pegajosas las manos. Después de haber metido el hierro del arma en el agua, tomó un pedazo de jabón que había en el vano de la ventana y comenzó a refregarse las manos. Cuando se las hubo lavado, enjugó el hierro del hacha y enseguida empleó tres minutos en enjabonar el mango, para hacer desaparecer las salpicaduras de sangre y luego lo secó con un paño de cocina que estaba colgado en una cuerda. Hecho esto, se aproximó a la ventana y examinó atenta y detenidamente el hacha. Las huellas acusadoras habían desaparecido; pero el mango estaba húmedo. Raskolnikoff ocultó cuidadosamente el arma bajo su gabán, colocándola en el nudo corredizo; después hizo una inspección minuciosa de su ropa con todo el cuidado que le permitía la débil luz que iluminaba la cocina. A primera vista el pantalón y el gabán no tenían nada de sospechoso; pero en los zapatos observó algunas manchas; las limpió con un trapo humedecido en agua.
No obstante, estas precauciones no le tranquilizaban más que a medias, porque veía mal y comprendía que podían pasarle inadvertidas algunas manchas. Permaneció irresoluto en medio de la sala bajo la influencia de pensamientos sombríos y
angustiosos: el pensamiento de que se volvía loco, de que en aquel momento era incapaz de tomar una determinación ni de velar por su seguridad y de que su manera de proceder no era la que convenía en las circunstancias presentes…
—¡Dios mío, debo irme, irme enseguida! —murmuró y se lanzó al vestíbulo, en donde lo esperaba un susto mayor de los que hasta entonces había experimentado. Se quedó inmóvil, no atreviéndose a dar crédito a sus ojos: la puerta del cuarto, la puerta exterior que daba al descansillo, la misma a la que él había llamado hacía poco, por la cual había entrado, estaba abierta: hasta este momento había permanecido entreabierta: acaso por precaución, la vieja, ni había dado vuelta a la llave ni echado el cerrojo. ¡Pero Dios mío! El joven había visto a Isabel. ¿Cómo no se le ocurrió que la vendedora había entrado por la puerta? No había podido entrar en el cuarto a través de la pared.
Cerró la puerta y echó el cerrojo.
—Pero no; no es eso lo qué debo hacer. Debo partir, huir inmediatamente.
Descorrió el cerrojo, y tras abrir la puerta, se puso a escuchar largo rato los sonidos de la escalera. Abajo, probablemente en la puerta de calle, dos voces ruidosas se insultaban. Esperó impacientemente. Por último, callaron las voces; los dos alborotadores se habían ido cada cual por su lado. Iba ya el joven a salir cuando en el piso inferior se abrió con estrépito una puerta y alguien empezó a bajar, tarareando una canción. ¿Qué les pasaba a esta gente para armar tanto ruido? Cerró de nuevo la puerta, esperando otra vez dentro del cuarto. Finalmente se restableció el silencio; pero en el instante en que Raskolnicoff se disponía a bajar, percibió un nuevo rumor.
Eran pasos todavía distantes, que resonaban en los primeros peldaños de la escalera; sin embargo, en cuanto empezó a oírlos, adivinó la verdad: «Vienen aquí, al cuarto piso, a casa de la vieja».
¿De dónde provenía aquel presentimiento? ¿Qué tenía de significativo el ruido de aquellos pasos? Eran pesados, regulares, y más bien lentos que ligeros…
Ya él ha llegado al primer piso… se le oye cada vez mejor… resuella como un asmático… ya llega al tercer piso… ¡aquí!
Y Raskolnikoff experimentó súbitamente una parálisis general, como ocurre en una pesadilla cuando uno se cree perseguido por varios enemigos: están apunto de alcanzaros, os van a matar y os quedáis como clavados en el suelo, imposibilitados de moveros.
El desconocido comenzaba a subir el tramo del cuarto piso.
Raskolnikoff, a quien el espanto había tenido inmóvil en el descansillo, pudo por último, sacudir su estupor y entrando apresuradamente en el cuarto cerró la puerta y corrió el cerrojo teniendo cuidado de hacer el menor ruido posible. El instinto, más bien que el razonamiento, le guió en estas circunstancias. Empuñó el hacha, se arrimó a la puerta y se puso a escuchar. Ya el visitante estaba en el descansillo.
No había entre los dos hombres más que el espesor de una puerta. El desconocido se encontraba frente a frente de Raskolnicoff, en la situación en que este se había encontrado respecto de la vieja.
El visitante respiró varias veces con fatiga.
«Debe ser grueso y alto», pensó el joven, aferrando con la mano el mango del hacha. Todo aquello parecía un sueño. Al cabo de un momento, el visitante dio un fuerte campanillazo. Quizás creyó percibir cierto ruido en la sala. Durante algunos segundos escuchó atentamente; llamó después de nuevo, esperó todavía un poco, y de pronto, perdida la paciencia, se puso a sacudir la puerta con todas sus fuerzas. Raskolnikoff contemplaba con terror el cerrojo que temblaba en su ajuste; temía verlo saltar de un momento a otro. Pensó sujetar el cerrojo con la mano; pero el hombre hubiera podido desconfiar. La cabeza comenzaba a írsele de nuevo. «¡Estoy perdido!», se dijo; sin embargo, recobró súbitamente ánimos, cuando el desconocido rompió el silencio.
—¿Estarán durmiendo o las habrán estrangulado? ¡Malditas mujeres! —murmuraba en voz baja el visitante— ¡Eh, Alena Ivanovna, vieja bruja! ¡Isabel Ivanovna, belleza indescriptible! ¡Abrid!
Exasperado, llamó diez veces seguidas lo más fuerte que pudo. Sin duda aquel hombre tenía confianza en la casa y dictaba en ella la ley.
Así pensaba Raskolnikoff cuando, de improviso, sonaron en la escalera pasos ligeros y rápidos. Era, sin duda, otro que subía al cuarto piso.
—¿Es posible que no haya nadie? —dijo una voz sonora y alegre, dirigiéndose al primer visitante, que continuaba tirando de la campanilla—. ¡Buenas tardes, Koch!
Por el timbre de la voz comprendió Rakolnikoff que era un jovenzuelo.
—¡El demonio lo sabe; poco ha faltado para que haya saltado la cerradura! —respondió Koch—; ¿pero usted, cómo me conoce?
—¡Vaya una pregunta! ¿No le gané a usted anteayer en el café Gambrinus tres partidas seguidas de billar?
—¡Ah!
—¿De modo que no hay más remedio que marcharse? ¿Qué hacer? ¡Y yo que venía a pedirle dinero prestado! —exclamó el joven.
—En efecto; no hay más remedio que marcharse. Pero no comprendo por qué no está la bruja en casa habiéndome dado una cita. ¡Pues hay una buena caminata de aquí a mi casa! ¿Y a dónde demonios habrá ido? Esta bruja no se mueve en todo el año, puede decirse que echó raíces en su casa, tiene malas piernas… ¡y de repente se va de parranda!
—Podíamos preguntarle al portero.
—¿Para qué?
—¡Toma, para saber a dónde ha ido y cuando volverá!
—¡Hum… preguntar!… ¡pero si no sale nunca! —y tiró del cordón de la campanilla—. ¡Vaya, es inútil, hay que marcharse!
—¡Espere usted! —grito de repente el joven—. Fíjese, vea usted como resiste la puerta cuando se tira de ella.
—¿Y qué?
—¿Pero no comprende usted todavía? Eso prueba que no está cerrada con llave, sino con cerrojo. ¡Mire usted, mire como suena!
—¿Y qué?
—¿Pero no comprende usted todavía? Eso prueba que una, por lo menos, está en casa. Si las dos hubieran salido, habrían cerrado la puerta por fuera con llave, y claro es que no hubieran podido echar el cerrojo, por dentro. Repare usted el ruido que hace. Es evidente que para pasar el cerrojo tiene que estar en la casa. ¿Comprende usted? De modo, que están dentro y no quieren abrir.
—¡Pues es verdad! —exclamó Koch asombrado—. ¿De manera que están ahí?
Y se puso a sacudir furiosamente la puerta.
—No siga usted —dijo el joven—; aquí pasa algo extraordinario… Usted ha llamado… ha sacudido la puerta con todas sus fuerzas y ellas no abren; luego o están desmayadas o…
—¿Qué?
—Hay que llamar al dvornik para que las despierte.
—¡Buena idea!
Los dos empezaron a bajar.
—Espere usted, quédese aquí; iré yo a buscar al dvornik.
—¿Para qué me he de quedar?
—¡Oh! ¿Quién sabe lo que puede ocurrir?
—Está bien.
—Verá usted; yo me dispongo a ser juez de instrucción. Aquí hay algo que no está claro; esto es evidente, evidentísimo.
Y así diciendo el joven bajó de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera.
Cuando se quedó solo, Koch llamó otra vez, pero suavemente; después se puso con aire distraído a empujar el botón de la cerradura para cerciorarse de que la puerta estaba cerrada nada más con cerrojo. Luego, resoplando como un fuelle, se bajó para mirar por el ojo de la llave, pero esta estaba puesta por dentro, de modo que no pudo ver nada.
En pie, del otro lado de la puerta, estaba Raskolnikoff con el hacha en la mano y dispuesto a deshacer el cráneo del primero que osara asomar la cabeza. Más de una vez, oyendo a los dos curiosos hurgar en la puerta y concertarse entre sí, estuvo a punto de acabar de una vez y de interpelarlos, pero sin abrir. Por momentos sentía deseos de injuriarlos, de insultarlos, de abrir la puerta para hacerles entrar y matarlos a ambos. «Mejor será que acabe cuanto antes» —pensaba.
—¡Qué diablo! ¡No sube nadie! —se dijo Koch, comenzando a perder la paciencia—. ¡Qué diablo! —volvió a decir, y fastidiado de esperar abandonó su puesto para bajar en busca del joven.
Poco a poco dejó de oírse el ruido de sus botas, que resonaban pesadamente en la escalera.
¿Qué hacer, Dios mío, qué hacer? Raskolnikoff descorrió el cerrojo y entreabrió la puerta. Tranquilizado por el silencio que reinaba en la casa, y, por otra parte, incapaz de reflexionar en aquel momento, salió, cerró detrás de sí lo mejor que pudo, y empezó a bajar la escalera.
Había descendido ya muchos escalones, cuando se produjo abajo un gran estrépito. ¿Dónde ocultarse? No había medio de esconderse en ninguna parte, y volvió a subir apresuradamente.
—¡Eh, pardiez, espera, aguarda!
El que lanzaba estas voces acababa de salir de un cuarto situado en los pisos inferiores y bajaba a saltos gritando.
—¡Mitka! ¡Mitka! ¡Mitka! ¡El demonio se lleve a ese loco!
La distancia no permitió oír más. El hombre que profería aquellas exclamaciones estaba ya lejos de la casa. El silencio se restableció; pero apenas había cesado esta alarma cuando sucedió otra. Varios individuos que hablaban entre sí en voz alta subían tumultuosamente la escalera. Eran tres o cuatro. Raskolnikoff reconoció la voz chillona del joven estudiante.
—Son ellos —se dijo, y sin procurar ya escapar, se fue derechamente a su encuentro—. Ocurra lo que quiera —añadió—. Si me detienen, todo ha terminado; y si me dejan escapar, también, porque se acordarán de haberme visto en la escalera.
Iba ya a reunirse con ellos, pues sólo les separaba un piso, cuando de repente vio la salvación. A pocos escalones delante de él, a la derecha, había un cuarto desalquilado, completamente abierto, el mismo donde trabajaban los pintores; pero, como si lo hubieran hecho adrede, estos acababan de dejarlo.
Eran, sin duda, los que un momento antes habían salido vociferando. Se veía que la pintura estaba todavía fresca; en medio de la sala habían dejado los obreros sus útiles, una cubeta, un cacharro con pintura y una brocha. En un abrir y cerrar de ojos,
Raskolnikoff se escurrió en el cuarto desalquilado y se arrimó cuanto pudo a la pared. Y era tiempo: sus perseguidores llegaban al descansillo; pero, sin detenerse subieron al cuarto piso, hablando ruidosamente. Después de cerciorarse de que se habían alejado un poco, el asesino salió de puntillas y descendió precipitadamente. Nadie en la escalera, nadie en el patio. Atravesó rápidamente el umbral, y una vez en la calle dobló la esquina de la izquierda.
Comprendía perfectamente que los que le buscaban habían llegado en aquel momento a la puerta del cuarto de la vieja, quedándose estupefactos al verla abierta.
—Indudablemente están examinando los cadáveres —se decía—; sin duda les bastará un minuto para adivinar que el asesino ha logrado escapar; sospecharán, quizá, que se ha escondido en el cuarto desalquilado del segundo piso cuando ellos subían al de la usurera.
Pero, a pesar de hacerse estas reflexiones, no se atrevía a apresurar el paso, aunque estaba aún lejos de la primera esquina.
—¿Si me deslizara en un portal, en alguna calle extraviada y esperase allí un momento? No, malo. ¿Si fuese a arrojar el hacha en cualquier parte? ¿Si tomara un coche? ¡Malo, malo!
Al cabo se ofreció ante sus ojos un pereulok y se metió en él más muerto que vivo. Allí estaba casi a salvo; así lo comprendió. Era difícil que las sospechas cayeran sobre él. Por otra parte, era fácil no llamar la atención en medio de los paseantes; pero de tal manera aquellas angustias le habían debilitado, que apenas podía sostenerse en pie. Por la cara le corrían gruesas gotas de sudor y tenía empapado el cuello.
—¡Buena la has tomado! —le gritó, al desembocar el canal, uno que le creyó borracho.
No se daba cuenta de nada; cuánto más andaba, más se oscurecían sus ideas. No obstante, cuando llegó al muelle del Neva, se asustó al ver tan poca gente, y temiendo que reparasen en él en un lugar tan solitario, se volvió otra vez al pereulok; y aunque apenas tenía fuerzas de andar, dio un largo rodeo para volver a su domicilio.
Al franquear el umbral no había recobrado aún su presencia de espíritu; a lo menos, hasta que llegó a mitad de la escalera no se acordó de que llevaba todavía el hacha. La cuestión que tenía que resolver era muy grave: se trataba de dejar el hacha donde la había tomado, sin llamar en lo más mínimo la atención. Si hubiera estado más tranquilo
habría comprendido, de seguro, que en vez de dejar el arma en su antigua ubicación, hubiera sido mucho mejor deshacerse de ella arrojándola en cualquier corral. Sin embargo, todo le resultó a maravilla: la puerta del dvornik estaba cerrada, pero sin llave, lo cual hacía suponer que el portero no se había ausentado; pero Raskolnikoff, incapaz en aquel instante de discurrir ni de combinar su plan, se fue derecho a la puerta y la abrió. Si el portero le hubiese preguntado: «¿Qué quiere usted?», quizá el joven le habría entregado sencillamente el hacha; pero esta vez, como la anterior, el dvornik había salido, lo que le permitió a Raskolnikoff colocar el hacha debajo del banco, en el sitio donde la había encontrado. Enseguida subió la escalera y llegó a su habitación sin tropezarse con nadie; la puerta del cuarto de la patrona estaba cerrada. Cuando entró en su cuarto se echó vestido en el diván, y aunque no se durmió, quedó en estado inconsciente. Si hubiese entrado alguien en su habitación, habríase levantado bruscamente gritando despavorido. Mil ideas distintas le hormigueaban en el cerebro.
UN ASESINATO
Antón Chejov
Una noche, una chica de trece años llamada Varka mece a un niño en la cuna mientras le canta con voz queda:
Duerme, niño bonito.
Duerme, que viene el cuco…
Una pequeña lámpara verde encendida ante el icono alumbra con luz incierta. Unos pañales y un pantalón cuelgan de una cuerda que atraviesa la habitación. La bombilla proyecta en el techo un gran círculo verde; las sombras de los pañales y el pantalón se agitan, como sacudidas por un viento, sobre la estufa, sobre la cuna y sobre Varka.
La atmósfera es densa. Huele a piel y a sopa de legumbres.
El niño llora. Está hace tiempo afónico de tanto llorar, pero sigue gritando cuanto le permiten sus fuerzas. Parece que su llanto no va a acabar nunca.
Varka tiene mucho sueño. Sus ojos, a pesar de todos sus esfuerzos, se cierran y, por más que intenta evitarlo, cabecea. Apenas puede mover los labios, y siente la cara como de madera y la cabeza pequeñita cual la de un alfiler. Balbucea: Duerme, niño bonito…
Se oye el canto monótono de un grillo escondido en una grieta del hogar. En el cuarto inmediato roncan el maestro y el aprendiz Afanasy; la cuna, al mecerse, gime quejumbrosamente. Todos estos ruidos se mezclan con el canturreo de Varka en una música adormecedora, que es grato oír desde la cama. Pero Varka no puede acostarse, y la musiquita la exaspera, pues le da sueño y ella no puede dormir; si se durmiese, sus patrones le pegarían.
La lámpara verde está a punto de apagarse. El círculo de luz en el techo y las sombras se agitan ante los ojos medio cerrados de Varka, en cuyo cerebro semidormido flotan vagos ensueños.
La muchacha ve correr por el cielo nubes negras que lloran a gritos, como niños de teta. Pero el viento no tarda en barrer esas visiones y entonces Varka ve un ancho camino, lleno de lodo, por el que transitan, en fila interminable, coches, gentes con bultos a la espalda y sombras. A uno y a otro lado del camino, envueltos en la niebla, hay bosques. De pronto las sombras y los caminantes con los bultos se tienden en el lodo.
—¿Para qué hacéis eso? —les pregunta Varka.
—¡Para dormir! —contestan—. Queremos dormir.
Y se duermen como lirones.
Cuervos y urracas, posadas en los alambres del telégrafo, se empeñan en despertarlos. Varka canturrea entre sueños: Duerme, niño bonito…
Momentos después sueña que está en casa de su padre. La casa es angosta y oscura. Su padre, Efim Stepanov, fallecido hace tiempo, se revuelca por el suelo. Ella no le ve, pero oye sus gemidos de dolor. Sufre tanto —atacado de no se sabe qué enfermedad— que no puede hablar. Jadea y rechina los dientes.
—Bu-bu-bu-bu-bu…
La madre de Varka corre a la casa del patrón a decir que su marido está muriéndose. Pero ¿por qué tarda tanto en volver? Hace largo rato que se ha ido y debía haber vuelto ya.
Varka sueña que sigue oyendo quejarse y rechinar los dientes a su padre.
Mas he aquí que se acerca gente a la casa. Se oye trotar de caballos. Los señores han enviado al joven médico a ver al moribundo. Entra. No se le ve en la oscuridad, pero se le oye toser y abrir la puerta.
—¡Encended la luz! —dice.
—¡Bu-bu-bu! —responde Efim rechinando los dientes.
La madre de Varka va y viene por el cuarto buscando fósforos. Unos momentos de silencio. El doctor saca del bolsillo una cerilla y la enciende.
—¡Espere un instante, señor doctor! —dice la madre.
Sale corriendo y vuelve a poco con un cabo de vela.
Las mejillas del moribundo están rojas, sus ojos brillan, sus miradas parecen hundirse extrañamente agudas en el doctor, en las paredes.
—¿Qué es eso, muchacho? —le pregunta el médico, inclinándose sobre él—. ¿Hace mucho que está enfermo?
—¡Me ha llegado la hora, doctor! —contesta, con mucho trabajo, Efim—. No me hago ilusiones…
—¡Vamos, no digas tonterías! Verás como te curas…
—Gracias, doctor, pero bien sé yo que no hay remedio… Cuando la muerte dice aquí estoy, es inútil luchar contra ella…
El médico reconoce detenidamente al enfermo y declara:
—Yo no puedo hacer nada. Hay que llevarlo al hospital para que lo operen. Pero sin pérdida de tiempo. Aunque es ya muy tarde, no importa; te daré cuatro letras para el director y él te recibirá. ¡Pero enseguida, enseguida!
—Señor doctor, ¿y cómo va a ir? —dice la madre—. No tenemos caballo.
—No importa; les hablaré a los señores y os dejarán uno.
El médico se va, la vela se apaga y de nuevo se oye el rechinar de dientes del moribundo.
—Bu-bu-bu-bu…
Media hora después se detiene un coche ante la casa; lo envían los señores para llevar a Efim al hospital. A los pocos momentos el coche se aleja, conduciendo al enfermo.
Pasa, al cabo, la noche y sale el sol. La mañana es hermosa, clara. Varka se queda sola en casa; su madre se ha ido al hospital a ver cómo sigue su marido.
Se oye llorar a un niño. Se oye también una canción:
Duerme, niño bonito…
A Varka le parece su propia voz la voz que canta. Su madre no tarda en volver. Se persigna y dice: —¡Acaban de operarle, pero ha muerto! ¡Que esté en su santa gloria!… El doctor dice que se le ha operado demasiado tarde; que debía habérsele operado hace mucho tiempo.
Varka sale de la casa y se dirige al bosque. Pero siente de pronto un tremendo manotazo en la nuca.
Se despierta y ve con horror a su amo, que le grita:
—¡Mala pécora! ¡El nene llorando y tú durmiendo!
Le da un tirón de orejas; ella sacude la cabeza como para ahuyentar el sueño irresistible y empieza de nuevo a balancear la cuna, canturreando con voz ahogada.
El círculo verde del techo y las sombras siguen produciendo un efecto letal sobre Varka que, cuando su amo se va, vuelve a dormirse. Y empieza otra vez a soñar.
De nuevo ve el camino enlodado. Infinidad de gente, cargada con bultos, yace dormida en tierra. Varka quiere acostarse también, pero su madre que camina a su lado, no la deja; ambas se dirigen a la ciudad en busca de trabajo.
—¡Una limosnita, por el amor de Dios! —imploró la madre a los caminantes—. ¡Compadeceos de nosotros, buenos cristianos!
—¡Dame el niño! —grita de pronto una voz que le es muy conocida a Varka— ¡Otra vez dormida, mala pécora!
Varka se levanta bruscamente, mira en torno suyo y se da cuenta de la realidad; no hay camino, ni caminantes, ni su madre está junto a ella; sólo ve a su ama, que ha venido a darle teta al niño.
Mientras el niño mama, de pie, Varka, espera que acabe. El aire empieza a azulear tras los cristales; el círculo verde del techo y las sombras van palideciendo. La noche le cede su puesto a la mañana.
—¡Toma al niño! —ordena a los pocos minutos el ama, abotonándose la camisa—. Siempre está llorando. ¡No sé qué le pasa!
Varka toma al niño, lo acuesta en la cuna y empieza otra vez a mecerlo. El círculo verde y las sombras, menos perceptibles a cada instante no ejercen ya influjo sobre su cerebro. Pero sin embargo, tiene sueño; su necesidad de dormir es imperiosa, irresistible. Apoya la cabeza en el borde de la cuna y balancea el cuerpo, para despabilarse, pero los ojos se le cierran y siente en la frente un peso irresistible.
—¡Varka, enciende la estufa! —grita el ama, al otro lado de la puerta.
Es de día. Hay que comenzar el trabajo.
Varka deja la cuna y corre a buscar leña al granero. Se anima un poco; es más fácil resistir el sueño andando que sentada.
Lleva la leña y enciende la estufa. La niebla que envolvía su cerebro se va disipando.
—¡Varka, prepara el samovar! —grita el ama.
Varka empieza a encender astillas, pero su patrona la interrumpe con una nueva orden: —¡Varka, límpiale los chanclos al amo!
Varka, mientras limpia los chanclos, sentada en el suelo, piensa que sería delicioso meter la cabeza en uno de aquellos zapatones para dormir un rato. De pronto, el chanclo que estaba limpiando crece, se infla, llena toda la estancia. Varka suelta el cepillo y empieza a dormirse, pero hace un nuevo esfuerzo, sacude la cabeza y abre los ojos cuanto puede, para evitar que los cosas que hay a su alrededor sigan moviéndose y creciendo.
—¡Varka, ve a lavar la escalera! —ordena el ama a voces—. ¡Está tan cochina, que cuando sube un parroquiano me avergüenzo!
Varka lava la escalera, barre las habitaciones, enciende después otra estufa, va varias veces al granero. Son tantos sus quehaceres, que no tiene un momento libre.
Lo que más trabajo le cuesta es estar de pie, inmóvil, ante la mesa de la cocina, pelando papas. Su cabeza se inclina, sin que lo pueda evitar, hacia la mesa; las papas toman formas fantásticas; su mano no puede sostener el cuchillo. Sin embargo, es preciso no dejarse vencer por el sueño: está allí el ama, gorda, malévola, chillona. Hay momentos en que le acomete a la pobre muchacha una violenta tentación de tenderse en el suelo y dormir, dormir, dormir…
Transcurre así el día. Llega la noche.
Varka, mirando las tinieblas enlutar las ventanas, se aprieta las sienes, que siente como de madera, y sonríe de un modo, estúpido, completamente inmotivado. Las tinieblas halagan sus ojos y hacen renacer en su alma la esperanza de poder dormir.
Aquella noche hay una visita.
—¡Varka, enciende el samovar! —grita el ama. El samovar es muy pequeño y, para que todos puedan tomar té, hay que encenderlo cinco veces.
Luego Varka, en pie, espera órdenes, fijos los ojos en los visitantes.
—¡Varka, ve por vodka! Varka, ¿dónde está el sacacorchos? ¡Varka, limpia un arenque!
Por fin la visita se va. Se apagan las luces. Se acuestan los amos.
—¡Varka, abraza al niño! —es la última orden que oye.
Canta el grillo en la estufa. El círculo verde del techo y las sombras vuelven a agitarse ante los ojos medio cerrados de Varka y a envolverse el cerebro en una niebla.
Duerme, niño bonito…
canturrea la pobre muchacha con voz soñolienta…
El niño grita como un condenado. Está a punto de ahogarse.
Varka, medio dormida, sueña con el ancho camino enlodado, con los caminantes que llevan bultos, con su madre, con su padre moribundo. No puede darse cuenta de lo que pasa en torno de ella. Sólo sabe que algo la paraliza, pesa sobre ella, le impide vivir. Abre los ojos, tratando de inquirir qué fuerza, qué potencia es esa, y no saca nada en limpio. Sin aliento ya, mira el círculo verde, las sombras… En este momento oye gritar al niño, y se dice: «este es el enemigo que me impide vivir».
El enemigo es el niño.
Varka se echa a reír. ¿Cómo no se le ha ocurrido hasta ahora una idea tan sencilla?
Completamente absorta en esa idea, se levanta y, sonriendo, da algunos pasos por la estancia. La llena de alegría el pensar que va a librarse pronto del niño enemigo. Le matará y podrá dormir lo que quiera.
Riéndose, guiñando los ojos con malicia, se acerca con silenciosos pasos a la cuna y se inclina sobre el niño.
Le atenaza con ambas manos el cuello. El niño, se pone azul, a los pocos instantes muere.
Varka entonces, alegre, dichosa, se tiende en el suelo y se queda dormida, con un sueño profundo.
LA BÚSQUEDA DE LA DESCONOCIDA
Alphonse Allais
Cuando aconsejamos a los jóvenes, nunca insistiremos demasiado sobre los peligros que comportan los actos de violencia mal calculados o los crímenes cometidos a la ligera. El cuentito que conocerán, estimados señoras y señores, será una brillante demostración de esta tesis.
Cierto buen muchacho —pues, a pesar de su naturaleza impulsiva era un buen muchacho— asistía una mañana a los funerales de una dama difunta, la esposa de uno de sus amigos.
De naturaleza poco mística, sólo aportaba a la celebración del servicio fúnebre un alma impiadosa, templada aun por una vaga impaciencia.
De pronto…
Eh, ¡no sonriáis malignos, los malpensados! ¿Quién sabe si ese fenómeno no os acecha a la vuelta de la esquina?
De pronto…
Como el cielo, el corazón tiene sus meteoros, sus cometas, sus fulgores.
De pronto, nuestro amigo sufrió un flechazo, justo en el centro de su aparato sentimental-cardíaco.
A dos pasos de él, en la parte izquierda de la nave, destinada a las damas, acababa de descubrir a la más encantadora de las criaturas que el buen Dios había regalado a nuestro planeta.
Con gusto la describiría, pero se me ocurre tiempo perdido.
Por lo demás, no habiéndola visto nunca, no sé si era linda o fea, joven o vieja, si tenía los ojos rubios, morenos o pelirrojos, y los cabellos azules, verdes o violetas.
Además, ¿qué importa?
Lo esencial es resaltar que el pobre muchacho se enamoró de ella a primera vista.
—He aquí una mujer —pensó aunque no tuvo el coraje de decírselo a sí mismo— he aquí una mujer sin la cual desde ahora la vida será para mí la nada más atroz.
Y se juró averiguar quien era, y al saberlo, casarse con ella, hacerla suya, de inmediato. ¿Y si fuera casada? Y bueno, entonces, ¡haría desaparecer al inoportuno!
Terminada la misa, mientras en el atrio el pobre viudo estrechaba, entre todas las manos, también la de nuestro amigo, la desconocida desapareció.
¡La desconocida desapareció!
Allí, en el atrio, alelado, tocado por el amor, fulminado por la súbita pasión, el hombre quedó anhelante, desesperado, escudriñando, rehusando creer en su desgracia. Hasta la noche se quedó esperando, embargado por no sé qué locura, a la espera de que la desconocida reapareciera, y se echara en sus brazos diciendo: «¡Yo también te quiero, partamos para las islas jónicas!».
Cayó la noche más negra.
A la mañana siguiente, el día amaneció también negro, y luego, todo continuó igual…
Fueron vanas las investigaciones que hizo el pobre desgraciado, a fin de encontrarla…
No pudiendo aguantar más, llegó a los peores extremos de la desesperación y se dijo a sí mismo, con frío lenguaje:
—Esa mujer vino a los funerales de la esposa de mi amigo… es, por lo tanto, una amiga de la familia… Si mi amigo muriera, sin duda ella asistiría también a sus exequias… Así pues, mataré a mi amigo y volveré a verla.
Mató a su amigo, pero no volvió a ver a la desconocida.
La policía lo arrestó por homicida y algunos meses más tarde un juez, lo más campante, lo condenó a muerte.
Feliz por desembarazarse de una vida ya sin sentido, él caminaba alegremente hacia la guillotina, cuando, de pronto, ¡lanzó un grito! Gracias a una autorización especial, raramente concedida, una joven mujer se encontraba entre el público privilegiado con un permiso para acercarse al patíbulo.
¡Su desconocida!
Pero ya era tarde.
VENDETTA
Guy de Maupassant
La viuda de Paolo Saverini vivía sola con su hijo en una casucha de las afueras. La ciudad, construida en una saliente de la montaña que en algunos puntos cae a pico sobre el mar, domina, por la parte más rocosa y erizada de escollos, la costa de Cerdeña, de la cual está separada por una lengua de agua. A sus pies, rodeándola completamente como un gigantesco pasadizo, una hendidura de la escarpada costa le sirve de puerto, en el cual se recogen barquitos de pescadores italianos o sardos y, cada quince días, el viejo vapor desvencijado que lleva el correo a Ajaccio.
Sobre la montaña blancuzca destacan las viviendas blanquísimas, como nidos colgados en la roca. El viento azota sin descanso la costa virgen de toda vegetación, los penachos de espuma que sin cesar rompen sobre los picos de las rocas parecen lienzos flotantes.
La pobre casa de la viuda de Saverini, construida en el borde mismo de la costa escarpada, abre sus tres ventanas sobre aquel horizonte agreste y miserable.
La mujer vivía sola con su hijo Antonio y su perra «Ligera», grandota y flaca, de pelo áspero y crecido, cruzada de mastín. Con esa perra iba de caza el muchacho.
Una tarde, y después de una disputa, fue asesinado Antonio Saverini traidoramente con un cuchillo por Nicolás Ravolatti, el cual huyó aquella misma noche a Cerdeña.
Cuando la madre vio el cuerpo de su hijo que le llevaron unos hombres, lloró, pero estuvo largo rato mirándolo fijamente; después, tendiendo su mano derecha sobre el cadáver, juró vengarse. No consintió que nadie le hiciera compañía, y encerróse aquella noche con su hijo muerto y con su perra Ligera en la pobre casa.
Aullaba el animal sin descanso al pie del lecho, con la cabeza tendida hacia su amo y la cola escondida entre las patas. No se movía. Tampoco la madre se movía; inclinada sobre su hijo, lo miraba con los ojos muy abiertos, y lloraba silenciosamente. El cadáver, vestido con un traje de paño burdo rasgado en el pecho, parecía dormir; pero en todo su cuerpo había rastros de sangre: sobre la camisa, en el chaleco, en los pantalones, en la cara y en las manos. Cuajarones de sangre se hallaban prendidos en la barba y el pelo.
Entre sollozos, la pobre madre habló por fin. Al oírla cesó de aullar la perra.
—Yo te vengaré; te vengaré, hijo mío. Duerme, duerme; tu madre te vengará. ¿Oyes? Tu madre te lo promete y siempre te ha cumplido sus promesas. Ya lo sabes.
Y lentamente, inclinándose más, posaba sus labios fríos en los labios muertos.
Entonces Ligera gemía de nuevo, con un aullido monótono, desgarrador, terrible.
Así estuvieron la mujer y el animal junto al cadáver, hasta que se hizo de día.
Enterrado Antonio Saverini, se habló algo de su muerte, pero muy pronto a nadie preocupó aquel asunto, porque no tenía más familia que su madre; ni hermanos, ni siquiera primos.
Ningún hombre que pudiera vengarle; pero su madre se lo había propuesto.
La infeliz mujer, desde la puerta de su casa, veía un punto blanco al otro lado del mar, sobre la costa. Era el pueblo de Longosardo, donde se refugian los criminales corsos que forman el núcleo más importante de la población, frente a las costas de su patria, mientras llega el momento de volver. En ese pueblo se había refugiado también Ravolati, y la madre de Saverini lo sabía.
Sola desde que Dios amanece, con la mirada perdida a lo lejos, pensaba en vengarse. ¿Cómo? Enferma, casi moribunda, ¿qué hacer? Lo había prometido, lo había jurado en presencia del cadáver. No podía olvidarlo, pero tampoco podía esperar auxilio de nadie. ¿Qué hacer? No descansaba, obstinándose, buscando un médico. La perra dormía echada junto a la mujer, o aullaba con el cuello extendido.
Desde que su amo desapareció, ladraba con frecuencia como si quisiera llamarle, como si quisiera decirle que guardaba su recuerdo.
Una tarde, oyendo aullar a Ligera, la madre concibió una idea salvaje, feroz y vengativa. Meditó hasta la mañana siguiente; levantóse al amanecer y se lúe a la iglesia. Rezó arrodillada en el suelo; postrada para recibir las bendiciones de Dios, le rogó que la compadeciera y ayudara dando a su pobre cuerpo consumido energía bastante para resistir hasta que pudiera vengar a su Antonio.
Tenía en el patio un tonel viejo que servía para recoger el agua del canalón y, de regreso en su casa, lo vació, lo volcó, lo afirmó entre piedras. Después de atar la perra en aquel tabuco, se retiró al interior de la casa.
Recorría sin descanso las habitaciones y, al pasar junto a las ventanas miraba siempre hacia Cerdeña. En aquella costa vivía el asesino.
La perra ladró todo el día y toda la noche. La mujer le dio agua, pero agua solamente; ni un pedazo de pan. Ligera, extenuada, se durmió. Al otro día sus ojos brillaban, su pelo se erizaba, y furiosamente sacudía su cadena.
La mujer no dejó de darle agua, pero ni un pedazo de pan.
Al tercer día fue a casa de un vecino para pedirle por favor dos sacos de paja, con la que rellenó ropas viejas de su marido. Quedó hecho un muñeco, y lo ató a una estaca bien fijada en el suelo, después de ponerle, una cabeza de trapo.
La perra, sorprendida, miró al hombre de paja sin ladrar, dominada por el hambre.
La mujer compró una morcilla negra que, puesta sobre las brasas, con su olor excitó a la perra, que ladraba y saltaba para verse libre.
Después cosió fuertemente la morcilla entorno del cuello del muñeco, y cuando lo hubo asegurado soltó al hambriento animal.
De un salto formidable se abalanzó Ligera al cuello del muñeco, y con ferocidad mordisqueaba la morcilla. No pudiendo arrancarla, tomó un nuevo impulso y saltó por segunda vez, deshaciendo a dentelladas el corbatín del hombre.
La mujer, inmóvil y muda miraba muy atentamente. Luego, ató al animal en el tonel que le servía de caseta, y lo tuvo en ayunas otros dos días, al cabo de los cuales, repitió aquel extraño ejercicio.
Durante algunos meses Ligera se acostumbró a conquistar su escaso alimento en esa especie de lucha, tirando fieras dentelladas. Ya no la tenía sujeta y a un gesto de la mujer, el animal se lanzaba contra el muñeco.
Aprendió a desgarrarle, a devorarle sin que tuviese prendido al cuello ningún comestible. Y después de haber achuchado a Ligera contra el muñeco, la mujer premiaba con una golosina la rapidez y la violencia del ataque.
En cuanto veía a un hombre de lejos, Ligera, estremecida, miraba con inquietud, esperando la orden de su ama: un «¡a él!» pronunciado con aguda vocecilla y con el dedo alzado.
Creyendo llegada la ocasión oportuna, la mujer confesó y comulgó un domingo por la mañana, con un fervor extático. Después vistióse con un traje de hombre y trató con un pescador sardo para que, de regreso, la llevara, en su lancha.
En una bolsa puso un gran pedazo de morcilla. Ligera estaba en ayunas desde el día anterior, y la mujer, de cuando en cuando, la dejaba olfatear la bolsa, para exasperar el apetito.
Pasaron de Córcega a Cerdeña y entraron en Longosardo. La mujer cojeaba; en una panadería preguntó por la casa de Nicolás Ravolati. Este, que trabajaba en su oficio de carpintero, estaba solo en su taller.
Ella le llamó desde la puerta:
—¡Eh! ¡Nicolás!
El carpintero volvió la cabeza, y entonces la mujer, soltando a Ligera, gritó:
—¡A él! ¡A él! ¡Destrózale!
Hambriento, exasperado, el animal arrojóse a la garganta del hombre que no pudo huir ni defenderse. Cayó al suelo y alzó las manos; durante unos momentos intentó defenderse, luchar; pero muy pronto quedóse inmóvil, mientras Ligera le destrozaba el cuello arrancándole a mordiscos la garganta.
Dos vecinos, que se hallaban sentados a la puerta de su casa, recordaron al día siguiente haber visto salir de la carpintería a un viejecillo caduco y a un perro, el cual recibía de su amo unos trozos de morcilla negra.
La mujer, de regreso a su casa, durmió aquella noche muy tranquila.
En
octubre de 1963, cuando Annie Ernaux se halla en Ruán estudiando filología,
descubre que está embarazada. Desde el primer momento no le cabe la menor duda
de que no quiere tener esa criatura no deseada. En una sociedad en la que se
penaliza el aborto con prisión y multa, se encuentra sola; hasta su pareja se
desentiende del asunto. Además del desamparo y la discriminación por parte de
una sociedad que le vuelve la espalda, queda la lucha frente al profundo horror
y dolor de un aborto clandestino.
Annie Ernaux
Este
es mi doble deseo: que el acontecimiento pase a ser escritura y que la
escritura sea un acontecimiento.
MICHEL LEIRIS
Quizá
la memoria solo consista en mirar las cosas hasta el final…
YÜKO TSUSHIMA
Me
bajé en Barbès. Como la última vez, un grupo de hombres esperaba en el andén
del metro aéreo. La gente avanzaba por la estación con bolsas de color rosa de
los grandes almacenes Tati. Salí al Boulevard Magenta. Reconocí los almacenes
Billy, con los anoraks expuestos en la calle. Una mujer avanzaba hacia mí con
sus robustas piernas cubiertas con unas medias negras de grandes dibujos. La
Rue Ambroise-Paré estaba casi desierta hasta las inmediaciones del hospital.
Recorrí el largo pasillo abovedado del pabellón Elisa. La primera vez no me
había fijado en el quiosco de música que había en el patio que se extendía al
otro lado del pasillo acristalado. Me pregunté cómo vería todo aquello después,
al irme. Empujé la puerta quince y subí los dos pisos. Entregué mi número en la
recepción del servicio de medicina preventiva. La mujer buscó en un fichero y
sacó un sobre de papel Kraft que contenía unos papeles. Tendí la mano para
alcanzarlo, pero no me lo dio. Lo puso encima de la mesa y me dijo que me
sentara, que ya me llamarían.
La
sala de espera consistía en dos compartimentos contiguos. Elegí el más cercano
a la puerta de la consulta del médico, que era también donde más gente había.
Empecé a corregir los exámenes que me había llevado conmigo. Justo después de
mí, llegó una chica muy joven, rubia y con el pelo largo. Entregó su número.
Comprobé que a ella tampoco le daban el sobre y que también le decían que ya la
llamarían. Cuando entré en la sala, ya había tres personas esperando: un hombre
de unos treinta años, vestido a la última moda y con una ligera calvicie; un
joven negro con un walkman, y un
hombre de unos cincuenta años con el rostro marcado, hundido en su asiento.
Después de la chica rubia, llegó un cuarto hombre que se sentó con determinación
y sacó un libro de su cartera. Después una pareja: ella con mallas y tripa de
embarazada; y él, con traje y corbata.
Encima
de la mesa no había una sola revista, solo prospectos sobre la necesidad de
comer productos lácteos y sobre «cómo vivir siendo seropositivo». La mujer de
la pareja hablaba con su compañero, se levantaba, le rodeaba con los brazos, le
acariciaba. La chica rubia sostenía la cazadora de cuero doblada sobre las
rodillas. Mantenía los ojos bajos, casi cerrados; parecía petrificada. A sus
pies había dejado una gran bolsa de viaje y una mochila pequeña. Me pregunté si
tendría más razones que los demás para estar asustada. Quizá viniera a buscar
el resultado de la prueba antes de irse de fin de semana o de volver a casa de
sus padres, fuera de la capital. La doctora salió de la consulta. Era una mujer
joven y delgada, petulante, con una falda rosa y medias negras. Dijo un número.
Nadie se movió. Correspondía a alguien del compartimento de al lado, un chico
que pasó rápidamente. Solo vi sus gafas y su cola de caballo.
Llamaron
al joven negro y después a otras personas del compartimento de al lado. Nadie
hablaba ni se movía, salvo la mujer embarazada. Solo alzábamos los ojos cuando
la doctora aparecía en la puerta de la consulta o cuando alguien salía de ella.
Le seguíamos con la mirada.
El
teléfono sonó varias veces: era gente que pedía hora o información sobre los
horarios. En una ocasión, la recepcionista fue a buscar a un biólogo para que
hablara con la persona que llamaba. El hombre se puso al teléfono y dijo: «No,
la cantidad es normal, completamente normal». Las palabras resonaban en el
silencio. La persona al otro lado del teléfono debía de ser seropositiva.
Había
acabado de corregir los exámenes. Me venía una y otra vez a la cabeza la misma
escena borrosa de aquel sábado y de aquel domingo de julio: los movimientos del
amor, la eyaculación. Debido a esa escena, olvidada durante meses, me
encontraba ahora ahí. El abrazo y los movimientos de los cuerpos desnudos me
parecían una danza mortal. Era como si aquel hombre, a quien había aceptado
volver a ver con desgana, hubiera vuelto de Italia solo para contagiarme el
sida. Sin embargo, no conseguía establecer una relación entre aquello (los
gestos, la tibieza de la piel y del esperma) y el hecho de encontrarme en ese
lugar. Nunca pensé que el sexo pudiera tener relación con nada.
La
doctora dijo mi número en voz alta. Antes incluso de que yo entrara en la
consulta me dirigió una gran sonrisa. Lo interpreté como una buena señal. Al
cerrar la puerta me dijo enseguida: «Ha dado negativo». Me eché a reír. Lo que
dijo durante el resto de la entrevista ya no me interesó. Tenía una expresión
feliz y cómplice.
Bajé
la escalera a toda velocidad y rehíce el trayecto en sentido inverso sin
fijarme en nada. Me dije que, una vez más, estaba a salvo. Me hubiera gustado
saber si la chica rubia también lo estaba. En la estación de Barbès, la gente
se amontonaba a ambos lados de la vía. Aquí y allá se veía el color rosa de las
bolsas de Tati.
Me
di cuenta de que había vivido ese momento en el hospital Lariboisière de la
misma forma que en 1963 había esperado el veredicto del doctor N.: inmersa en
el mismo horror y en la misma incredulidad. Mi vida, pues, ocurre entre el
método Ogino y el preservativo a un franco de las máquinas expendedoras. Es una
buena manera de medirla, más segura incluso que otras.
UNA CONFLAGRACIÓN IMPERFECTA
Ambrose Bierce
Una mañana de junio de 1872, temprano, asesiné a mi padre, acto que me impresionó vivamente en esa época. Esto ocurrió antes de mi casamiento, cuando vivía con mis padres en Wisconsin. Mi padre y yo estábamos en la biblioteca de nuestra casa dividiendo el producto de un robo que habíamos cometido esa noche. Consistía, en mayor parte, en enseres domésticos, y la tarea de una división equitativa era dificultosa. Nos pusimos de acuerdo sobre las servilletas, toallas y cosas parecidas, y la platería se repartió casi perfectamente, pero ustedes pueden imaginar que cuando se trata de dividir una única caja de música en dos, sin que sobre nada, comienzan las dificultades. Fue esa caja de música la que trajo el desastre y la desgracia a nuestra familia. Si la hubiéramos dejado, mi pobre padre podría estar vivo ahora.
Era una exquisita y hermosa obra de artesanía, incrustada de costosas maderas, curiosamente tallada. No sólo podía tocar gran variedad de temas sino que también silbaba como una codorniz, ladraba como un perro, cantaba como el gallo todas las mañanas, se le diera cuerda o no, y recitaba los Diez Mandamientos. Fue esta última maravilla la que ganó el corazón de mi padre y lo llevó a cometer el único acto deshonroso de su vida, aunque posiblemente hubiera cometido otros si le hubiera perdonado ese: trató de ocultarme la caja de música y juró por su honor que no la había tomado, aunque yo sabía muy bien que en lo que le concernía, el robo había sido llevado a cabo principalmente para conseguirla.
Mi padre tenía la caja de música escondida bajo la capa; habíamos usado capas como disfraz. Me había asegurado solemnemente que no la había tomado. Yo sabía que sí, y sabía algo que, evidentemente, él ignoraba: o sea, que la caja cantaría con la luz del día y lo traicionaría si me era posible prolongar la división de los bienes hasta esa hora. Todo ocurrió como yo lo deseaba: cuando la luz de gas empezó a palidecer en la biblioteca y la forma de las ventanas se vio oscuramente tras las cortinas, un largo cocorocó salió de abajo de la capa del caballero, seguido de algunos compases de aria de Tannhauser y finalizando con un sonoro click. Sobre la mesa, entre nosotros, había una pequeña hacha de mano que habíamos usado para penetrar en la infortunada casa; la tomé. El anciano, viendo que ya de nada servía esconderla por más tiempo, sacó la caja de música de entre su capa y la puso sobre la mesa.
—Córtala en dos si así lo prefieres —dijo—. He tratado de salvarla de la destrucción. Era un apasionado amante de la música y tocaba la armónica con expresión y sentimiento.
Dije:
—No discuto la pureza de sus motivos: sería presunción de mi parte querer juzgar a mi padre. Pero los negocios son los negocios; voy a efectuar la disolución de nuestra sociedad a menos que usted consienta en usar en futuros robos un cascabel.
—No —dijo después de reflexionar un momento—, no, no podría hacerlo, parecería una confesión de deshonestidad. La gente diría que desconfías de mí.
No pude dejar de admirar su temple y su sensibilidad; por un momento me sentí orgulloso de él y dispuesto a disimular su falta, pero un vistazo a la enjoyada caja de música me decidió y, como ya lo dije, saqué al anciano de este valle de lágrimas. Una vez hecho sentí una pizca de desasosiego. No sólo era mi padre —el autor de mis días—, sino que sin duda el cadáver sería descubierto. Era ya pleno día y en cualquier momento, mi madre podía entrar a la biblioteca. Bajo tales circunstancias consideré que lo prudente era suprimirla también, cosa que hice. Pagué luego a todos los sirvientes y los despedí.
Esa tarde fui a ver al Jefe de Policía, le conté lo que había hecho y le pedí consejo. Me hubiera resultado muy penoso que los acontecimientos tomaran estado público. Mi conducta hubiera sido unánimemente condenada, y los periódicos la usarían en mi contra si alguna vez obtenía un cargo de gobierno. El Jefe comprendió la fuerza de estos razonamientos; él era también un asesino de amplia experiencia. Después de consultar con el juez que presidía la Corte de Jurisdicción Variable, me aconsejó esconder los cadáveres en una de las bibliotecas, tomar un fuerte seguro sobre la casa y quemarla. Cosa que procedí a hacer. En la biblioteca había una estantería que mi padre comprara recientemente a un inventor chiflado y que no había llenado de libros. El mueble tenía la forma y el tamaño parecidos a esos antiguos roperos que se ven en los dormitorios que no tenían placards, pero se abría de arriba abajo como un camisón de señora. Tenía puertas de vidrio. Había amortajado a mis padres y ya estaban bastante rígidos como para mantenerse erectos, de modo que los puse en la biblioteca, de la que había sacado los estantes. Cerré las puertas con llave y pinché unas cortinas en las puertecitas de vidrio. El inspector de la compañía de seguros pasó media docena de veces frente al mueble, sin sospechar nada.
Esa noche, después de obtener mi póliza, prendí fuego a la casa y, a través de los bosques, me dirigí a la ciudad que distaba dos millas, en donde me las arreglé para encontrarme en el momento en que la alegría estaba en su punto más alto. Con gritos de aprensión por la suerte de mis padres, me uní a la multitud y llegué con ellos al lugar del incendio unas dos horas después de haberlo provocado. La ciudad entera estaba allí cuando llegué precipitadamente. La casa estaba completamente consumida, ¡pero en un extremo del lecho de encendidas ascuas, enhiesta e incólume, se veía esa biblioteca! El
fuego había quemado las cortinas, dejando a la vista las puertas de vidrio, a través de las cuales la fiera luz foja iluminaba el interior. Allí estaba mi querido padre, «igualito a cuando vivía», y a su lado la compañera de pesares y alegrías. No tenían ni un pelo chamuscado y las vestimentas estaban intactas. Conspicuas eran las heridas de sus cabezas y gargantas, que en la prosecución de mis designios me había visto obligado a infligirles. La gente guardaba silencio como en presencia de un milagro. El espanto y el terror habían atado todas las lenguas. Yo mismo me sentía muy afectado.
Unos tres años después, cuando los acontecimientos aquí relatados habíanse borrado casi de la memoria, fui a Nueva York para ayudar a pasar algunos bonos americanos falsos. Cierto día, mirando distraídamente una mueblería, vi la réplica exacta de la biblioteca.
—La compré por una bicoca a un inventor que abandonó el oficio —me explicó el vendedor—. Decía que era a prueba de fuego porque los poros de la madera fueron rellenados a presión hidráulica con alumbre y el vidrio está hecho de asbesto. No creo que sea realmente a prueba de fuego… se la puedo dar al precio de una biblioteca común.
—No —le dije—, si usted no puede garantizar que es a prueba de fuego, no la llevaré. —Y le di los buenos días.
No la hubiera llevado a ningún precio, me despertaba recuerdos sumamente desagradables.
UNA LINDA PELÍCULA
Guillaume Apollinaire
—¿Sobre qué conciencia no pesa un crimen? —preguntó el barón d’Ormesan—. En cuanto a mí, no me tomo ya la molestia de contarlos. He cometido algunos que me produjeron dinero, y si hoy no soy millonario, debo culpar más a mis apetitos que a mis escrúpulos.
En 1901, en unión de unos amigos fundé la Cinematographic Internacional Company, a la que para abreviar llamamos CIC. Nuestro propósito era producir un film de gran interés y pasarlo luego en los cinematógrafos de las principales ciudades de Europa y América. Nuestro programa estaba bien trazado. Gracias a la indiscreción de uno de los domésticos, pudimos obtener una escena interesantísima que representaba al presidente de la República en momentos en que se levantaba de la cama. Siguiendo idéntico procedimiento, también logramos la filmación del nacimiento del príncipe de Albania. En otra oportunidad, después de comprar a precio de oro la complicidad de algunos funcionarios del Sultán, pudimos fijar para siempre la impresionante tragedia del gran visir Malek-Pacha, quien después de los desgarradores adioses a sus esposas e hijos, bebió por orden de su amo y señor, el funesto café en la terraza de su residencia de Pera.
Sólo nos faltaba la representación crimen. Pero, desdichadamente, no es fácil conocer con anticipación la hora de un atraco y es muy raro que los criminales actúen abiertamente.
Al ver la imposibilidad de lograr por medios lícitos el espectáculo de un atentado, decidimos organizado por nuestra cuenta en una casa que alquilamos en Auteuil a esos efectos. Primeramente habíamos pensado contratar actores para un simulacro de ese crimen que nos faltaba, pero, aparte de que con ello hubiésemos engañado a nuestros futuros espectadores al ofrecerles escenas falsas, habituados como estábamos a no cinematografiar más que la realidad, no podíamos satisfacernos con un simple juego teatral por perfecto que fuera. Llegamos así a la conclusión de echar suerte, para establecer quién de entre nosotros debía juramentarse y cometer el crimen que nuestra cámara registraría.
Mas esta fue una perspectiva ingrata para todos. Después de todo, éramos una sociedad constituida por personas de bien y nadie tomaba a broma eso de perder el honor ni aun por fines comerciales.
Una noche, decidimos emboscarnos en la esquina de una calle desierta, muy cerca de la villa que alquiláramos. Eramos seis y todos íbamos armados con revólveres. Pasó una pareja: un hombre y una mujer jóvenes, cuya elegancia muy rebuscada nos pareció
a propósito para acondicionar los elementos más interesantes de un crimen pasional. Silenciosos, nos abalanzamos sobre la pareja y amordazándolos los condujimos a la casa. Allí los dejamos bajo el cuidado de uno de nuestro grupo, volviendo a nuestra posición. Un señor de patillas blancas, vestido con traje de noche, apareció en la calle; salimos a su encuentro y lo arrastramos a la casa, a pesar de su resistencia. El brillo de nuestros revólveres dio razón de su coraje y de sus gritos.
Nuestro fotógrafo preparó su cámara, iluminó la sala convenientemente y se aprestó a registrar el crimen. Cuatro de los nuestros se colocaron al lado del fotógrafo apuntando con las armas a los cautivos.
La joven pareja estaba todavía desvanecida. Los desvestí con atenciones conmovedoras; despojé a la muchacha de la falda y el corsé, dejando al joven en mangas de camisa. Dirigiéndome al señor de smoking, le dije:
—Señor, ni mis amigos ni yo, deseamos a usted ningún mal. Pero le exigimos, bajo pena de muerte, que asesine con este puñal que arrojo a sus pies, a este hombre y a esta mujer. Ante todo, usted tratará de que vuelvan de su desmayo; tenga cuidado que no lo estrangulen. Como están desarmados, no cabe la menor duda que, usted logrará su propósito.
—Señor —repuso cortésmente el futuro asesino—: no tengo más remedio que ceder ante la violencia. Usted ha tomado todas las resoluciones y no deseo en lo más mínimo modificar una decisión cuyo motivo no se me aparece claramente; voy a pedirle una gracia, una sola: permítame cubrirme el rostro.
Nos consultamos y resolvimos que era mejor así, tanto para él como para nosotros. Coloqué sobre la cara del hombre un pañuelo en el que previamente habíamos abierto dos orificios en el lugar de los ojos, y el individuo comenzó su tarea.
Golpeó al joven en las manos. Nuestro aparato fotográfico empezó a funcionar, registrando esta lúgubre escena. Con el puñal dio unos puntazos en el brazo de su víctima. Esta se puso rápidamente de pie, saltando con una fuerza multiplicada por el espanto, sobre la espalda de su agresor. La muchacha volvió en sí de su desvanecimiento y acudió en socorro de su amigo. Fue la primera en caer, herida en el corazón. Luego la escena se concentró en el joven, que cayó abatido con una herida en la garganta. El asesino hizo las cosas bien. El pañuelo que cubría su rostro no se había movido durante la lucha, y lo conservó puesto todo el tiempo que la cámara funcionó.
—¿Están ustedes conformes? —nos preguntó—. ¿Puedo ahora arreglarme un poco?
Lo felicitamos por su labor. Se lavó las manos, se peinó, cepillándose luego el traje.
Inmediatamente, la cámara se detuvo.
El asesino esperó que termináramos de hacer desaparecer los rastros de nuestra presencia en el lugar, porque estábamos seguros que la policía iría por allí al día siguiente, y salimos todos juntos.
El asesino se despidió de nosotros como un perfecto hombre de mundo, y se dirigió rápidamente al club donde, con seguridad, no ganaría esa noche una suma fabulosa después de semejante aventura. Saludamos muy agradecidos a ese jugador y nos fuimos a acostar.
Ya teníamos nuestro crimen sensacional. Crimen que provocó un revuelo enorme, pues las víctimas eran: la mujer del ministro de un pequeño Estado de los Balcanes, y su amante, hijo del pretendiente a la corona de un principado de Alemania del norte.
La casa había sido alquilada con un nombre falso, y el administrador, para evitar complicaciones, declaró reconocer al locatario en el joven príncipe. La policía anduvo detrás de ese asunto durante dos meses; los diarios publicaron ediciones especiales y, como nosotros comenzamos por ese entonces la gira, es de imaginar el éxito. La policía no imaginó, ni remotamente, que ofrecíamos la realidad del asesinato del día; teníamos buen cuidado de no anunciarlo con todos los nombres pero el público no se engañó al respecto: nos acogió entusiastamente, y tanto en Europa como en América, ganamos al término de seis meses de exhibiciones, trescientos cuarenta y dos mil francos que repartimos entre los miembros de nuestra asociación.
Como el crimen había suscitado demasiado escándalo para permanecer impune, la policía terminó por detener a un levantino que no pudo presentar una coartada admisible que explicase su conducta durante la noche del crimen. A pesar de sus protestas de inocencia, fue condenado a muerte y ejecutado. Tuvimos todavía la gran suerte de que nuestro fotógrafo, por un feliz azar, pudiese asistir a la ejecución, enriqueciendo nuestro espectáculo con una nueva escena, de medida para atraer a las multitudes.
Cuando al término de diez años, por causas sobre las que no me extenderé, nuestra sociedad se disolvió, yo había totalizado como ganancias personales más de un millón, que perdí en las carreras al año siguiente.
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