miércoles, 5 de octubre de 2022

UNA LINDA PELÍCULA Guillaume Apollinaire


 

UNA LINDA PELÍCULA

Guillaume Apollinaire

—¿Sobre qué conciencia no pesa un crimen? —preguntó el barón d’Ormesan—. En cuanto a mí, no me tomo ya la molestia de contarlos. He cometido algunos que me produjeron dinero, y si hoy no soy millonario, debo culpar más a mis apetitos que a mis escrúpulos.

En 1901, en unión de unos amigos fundé la Cinematographic Internacional Company, a la que para abreviar llamamos CIC. Nuestro propósito era producir un film de gran interés y pasarlo luego en los cinematógrafos de las principales ciudades de Europa y América. Nuestro programa estaba bien trazado. Gracias a la indiscreción de uno de los domésticos, pudimos obtener una escena interesantísima que representaba al presidente de la República en momentos en que se levantaba de la cama. Siguiendo idéntico procedimiento, también logramos la filmación del nacimiento del príncipe de Albania. En otra oportunidad, después de comprar a precio de oro la complicidad de algunos funcionarios del Sultán, pudimos fijar para siempre la impresionante tragedia del gran visir Malek-Pacha, quien después de los desgarradores adioses a sus esposas e hijos, bebió por orden de su amo y señor, el funesto café en la terraza de su residencia de Pera.

Sólo nos faltaba la representación crimen. Pero, desdichadamente, no es fácil conocer con anticipación la hora de un atraco y es muy raro que los criminales actúen abiertamente.

Al ver la imposibilidad de lograr por medios lícitos el espectáculo de un atentado, decidimos organizado por nuestra cuenta en una casa que alquilamos en Auteuil a esos efectos. Primeramente habíamos pensado contratar actores para un simulacro de ese crimen que nos faltaba, pero, aparte de que con ello hubiésemos engañado a nuestros futuros espectadores al ofrecerles escenas falsas, habituados como estábamos a no cinematografiar más que la realidad, no podíamos satisfacernos con un simple juego teatral por perfecto que fuera. Llegamos así a la conclusión de echar suerte, para establecer quién de entre nosotros debía juramentarse y cometer el crimen que nuestra cámara registraría.

Mas esta fue una perspectiva ingrata para todos. Después de todo, éramos una sociedad constituida por personas de bien y nadie tomaba a broma eso de perder el honor ni aun por fines comerciales.

Una noche, decidimos emboscarnos en la esquina de una calle desierta, muy cerca de la villa que alquiláramos. Eramos seis y todos íbamos armados con revólveres. Pasó una pareja: un hombre y una mujer jóvenes, cuya elegancia muy rebuscada nos pareció

a propósito para acondicionar los elementos más interesantes de un crimen pasional. Silenciosos, nos abalanzamos sobre la pareja y amordazándolos los condujimos a la casa. Allí los dejamos bajo el cuidado de uno de nuestro grupo, volviendo a nuestra posición. Un señor de patillas blancas, vestido con traje de noche, apareció en la calle; salimos a su encuentro y lo arrastramos a la casa, a pesar de su resistencia. El brillo de nuestros revólveres dio razón de su coraje y de sus gritos.

Nuestro fotógrafo preparó su cámara, iluminó la sala convenientemente y se aprestó a registrar el crimen. Cuatro de los nuestros se colocaron al lado del fotógrafo apuntando con las armas a los cautivos.

La joven pareja estaba todavía desvanecida. Los desvestí con atenciones conmovedoras; despojé a la muchacha de la falda y el corsé, dejando al joven en mangas de camisa. Dirigiéndome al señor de smoking, le dije:

—Señor, ni mis amigos ni yo, deseamos a usted ningún mal. Pero le exigimos, bajo pena de muerte, que asesine con este puñal que arrojo a sus pies, a este hombre y a esta mujer. Ante todo, usted tratará de que vuelvan de su desmayo; tenga cuidado que no lo estrangulen. Como están desarmados, no cabe la menor duda que, usted logrará su propósito.

—Señor —repuso cortésmente el futuro asesino—: no tengo más remedio que ceder ante la violencia. Usted ha tomado todas las resoluciones y no deseo en lo más mínimo modificar una decisión cuyo motivo no se me aparece claramente; voy a pedirle una gracia, una sola: permítame cubrirme el rostro.

Nos consultamos y resolvimos que era mejor así, tanto para él como para nosotros. Coloqué sobre la cara del hombre un pañuelo en el que previamente habíamos abierto dos orificios en el lugar de los ojos, y el individuo comenzó su tarea.

Golpeó al joven en las manos. Nuestro aparato fotográfico empezó a funcionar, registrando esta lúgubre escena. Con el puñal dio unos puntazos en el brazo de su víctima. Esta se puso rápidamente de pie, saltando con una fuerza multiplicada por el espanto, sobre la espalda de su agresor. La muchacha volvió en sí de su desvanecimiento y acudió en socorro de su amigo. Fue la primera en caer, herida en el corazón. Luego la escena se concentró en el joven, que cayó abatido con una herida en la garganta. El asesino hizo las cosas bien. El pañuelo que cubría su rostro no se había movido durante la lucha, y lo conservó puesto todo el tiempo que la cámara funcionó.

—¿Están ustedes conformes? —nos preguntó—. ¿Puedo ahora arreglarme un poco?

Lo felicitamos por su labor. Se lavó las manos, se peinó, cepillándose luego el traje.

Inmediatamente, la cámara se detuvo.

El asesino esperó que termináramos de hacer desaparecer los rastros de nuestra presencia en el lugar, porque estábamos seguros que la policía iría por allí al día siguiente, y salimos todos juntos.

El asesino se despidió de nosotros como un perfecto hombre de mundo, y se dirigió rápidamente al club donde, con seguridad, no ganaría esa noche una suma fabulosa después de semejante aventura. Saludamos muy agradecidos a ese jugador y nos fuimos a acostar.

Ya teníamos nuestro crimen sensacional. Crimen que provocó un revuelo enorme, pues las víctimas eran: la mujer del ministro de un pequeño Estado de los Balcanes, y su amante, hijo del pretendiente a la corona de un principado de Alemania del norte.

La casa había sido alquilada con un nombre falso, y el administrador, para evitar complicaciones, declaró reconocer al locatario en el joven príncipe. La policía anduvo detrás de ese asunto durante dos meses; los diarios publicaron ediciones especiales y, como nosotros comenzamos por ese entonces la gira, es de imaginar el éxito. La policía no imaginó, ni remotamente, que ofrecíamos la realidad del asesinato del día; teníamos buen cuidado de no anunciarlo con todos los nombres pero el público no se engañó al respecto: nos acogió entusiastamente, y tanto en Europa como en América, ganamos al término de seis meses de exhibiciones, trescientos cuarenta y dos mil francos que repartimos entre los miembros de nuestra asociación.

Como el crimen había suscitado demasiado escándalo para permanecer impune, la policía terminó por detener a un levantino que no pudo presentar una coartada admisible que explicase su conducta durante la noche del crimen. A pesar de sus protestas de inocencia, fue condenado a muerte y ejecutado. Tuvimos todavía la gran suerte de que nuestro fotógrafo, por un feliz azar, pudiese asistir a la ejecución, enriqueciendo nuestro espectáculo con una nueva escena, de medida para atraer a las multitudes.

Cuando al término de diez años, por causas sobre las que no me extenderé, nuestra sociedad se disolvió, yo había totalizado como ganancias personales más de un millón, que perdí en las carreras al año siguiente.

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