LA BÚSQUEDA DE LA DESCONOCIDA
Alphonse Allais
Cuando aconsejamos a los jóvenes, nunca insistiremos demasiado sobre los peligros que comportan los actos de violencia mal calculados o los crímenes cometidos a la ligera. El cuentito que conocerán, estimados señoras y señores, será una brillante demostración de esta tesis.
Cierto buen muchacho —pues, a pesar de su naturaleza impulsiva era un buen muchacho— asistía una mañana a los funerales de una dama difunta, la esposa de uno de sus amigos.
De naturaleza poco mística, sólo aportaba a la celebración del servicio fúnebre un alma impiadosa, templada aun por una vaga impaciencia.
De pronto…
Eh, ¡no sonriáis malignos, los malpensados! ¿Quién sabe si ese fenómeno no os acecha a la vuelta de la esquina?
De pronto…
Como el cielo, el corazón tiene sus meteoros, sus cometas, sus fulgores.
De pronto, nuestro amigo sufrió un flechazo, justo en el centro de su aparato sentimental-cardíaco.
A dos pasos de él, en la parte izquierda de la nave, destinada a las damas, acababa de descubrir a la más encantadora de las criaturas que el buen Dios había regalado a nuestro planeta.
Con gusto la describiría, pero se me ocurre tiempo perdido.
Por lo demás, no habiéndola visto nunca, no sé si era linda o fea, joven o vieja, si tenía los ojos rubios, morenos o pelirrojos, y los cabellos azules, verdes o violetas.
Además, ¿qué importa?
Lo esencial es resaltar que el pobre muchacho se enamoró de ella a primera vista.
—He aquí una mujer —pensó aunque no tuvo el coraje de decírselo a sí mismo— he aquí una mujer sin la cual desde ahora la vida será para mí la nada más atroz.
Y se juró averiguar quien era, y al saberlo, casarse con ella, hacerla suya, de inmediato. ¿Y si fuera casada? Y bueno, entonces, ¡haría desaparecer al inoportuno!
Terminada la misa, mientras en el atrio el pobre viudo estrechaba, entre todas las manos, también la de nuestro amigo, la desconocida desapareció.
¡La desconocida desapareció!
Allí, en el atrio, alelado, tocado por el amor, fulminado por la súbita pasión, el hombre quedó anhelante, desesperado, escudriñando, rehusando creer en su desgracia. Hasta la noche se quedó esperando, embargado por no sé qué locura, a la espera de que la desconocida reapareciera, y se echara en sus brazos diciendo: «¡Yo también te quiero, partamos para las islas jónicas!».
Cayó la noche más negra.
A la mañana siguiente, el día amaneció también negro, y luego, todo continuó igual…
Fueron vanas las investigaciones que hizo el pobre desgraciado, a fin de encontrarla…
No pudiendo aguantar más, llegó a los peores extremos de la desesperación y se dijo a sí mismo, con frío lenguaje:
—Esa mujer vino a los funerales de la esposa de mi amigo… es, por lo tanto, una amiga de la familia… Si mi amigo muriera, sin duda ella asistiría también a sus exequias… Así pues, mataré a mi amigo y volveré a verla.
Mató a su amigo, pero no volvió a ver a la desconocida.
La policía lo arrestó por homicida y algunos meses más tarde un juez, lo más campante, lo condenó a muerte.
Feliz por desembarazarse de una vida ya sin sentido, él caminaba alegremente hacia la guillotina, cuando, de pronto, ¡lanzó un grito! Gracias a una autorización especial, raramente concedida, una joven mujer se encontraba entre el público privilegiado con un permiso para acercarse al patíbulo.
¡Su desconocida!
Pero ya era tarde.
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