martes, 11 de octubre de 2022

UN ASESINATO Antón Chejov


 

UN ASESINATO

Antón Chejov

Una noche, una chica de trece años llamada Varka mece a un niño en la cuna mientras le canta con voz queda:

Duerme, niño bonito.

Duerme, que viene el cuco…

Una pequeña lámpara verde encendida ante el icono alumbra con luz incierta. Unos pañales y un pantalón cuelgan de una cuerda que atraviesa la habitación. La bombilla proyecta en el techo un gran círculo verde; las sombras de los pañales y el pantalón se agitan, como sacudidas por un viento, sobre la estufa, sobre la cuna y sobre Varka.

La atmósfera es densa. Huele a piel y a sopa de legumbres.

El niño llora. Está hace tiempo afónico de tanto llorar, pero sigue gritando cuanto le permiten sus fuerzas. Parece que su llanto no va a acabar nunca.

Varka tiene mucho sueño. Sus ojos, a pesar de todos sus esfuerzos, se cierran y, por más que intenta evitarlo, cabecea. Apenas puede mover los labios, y siente la cara como de madera y la cabeza pequeñita cual la de un alfiler. Balbucea: Duerme, niño bonito…

Se oye el canto monótono de un grillo escondido en una grieta del hogar. En el cuarto inmediato roncan el maestro y el aprendiz Afanasy; la cuna, al mecerse, gime quejumbrosamente. Todos estos ruidos se mezclan con el canturreo de Varka en una música adormecedora, que es grato oír desde la cama. Pero Varka no puede acostarse, y la musiquita la exaspera, pues le da sueño y ella no puede dormir; si se durmiese, sus patrones le pegarían.

La lámpara verde está a punto de apagarse. El círculo de luz en el techo y las sombras se agitan ante los ojos medio cerrados de Varka, en cuyo cerebro semidormido flotan vagos ensueños.

La muchacha ve correr por el cielo nubes negras que lloran a gritos, como niños de teta. Pero el viento no tarda en barrer esas visiones y entonces Varka ve un ancho camino, lleno de lodo, por el que transitan, en fila interminable, coches, gentes con bultos a la espalda y sombras. A uno y a otro lado del camino, envueltos en la niebla, hay bosques. De pronto las sombras y los caminantes con los bultos se tienden en el lodo.

—¿Para qué hacéis eso? —les pregunta Varka.

—¡Para dormir! —contestan—. Queremos dormir.

Y se duermen como lirones.

Cuervos y urracas, posadas en los alambres del telégrafo, se empeñan en despertarlos. Varka canturrea entre sueños: Duerme, niño bonito…

Momentos después sueña que está en casa de su padre. La casa es angosta y oscura. Su padre, Efim Stepanov, fallecido hace tiempo, se revuelca por el suelo. Ella no le ve, pero oye sus gemidos de dolor. Sufre tanto —atacado de no se sabe qué enfermedad— que no puede hablar. Jadea y rechina los dientes.

—Bu-bu-bu-bu-bu…

La madre de Varka corre a la casa del patrón a decir que su marido está muriéndose. Pero ¿por qué tarda tanto en volver? Hace largo rato que se ha ido y debía haber vuelto ya.

Varka sueña que sigue oyendo quejarse y rechinar los dientes a su padre.

Mas he aquí que se acerca gente a la casa. Se oye trotar de caballos. Los señores han enviado al joven médico a ver al moribundo. Entra. No se le ve en la oscuridad, pero se le oye toser y abrir la puerta.

—¡Encended la luz! —dice.

—¡Bu-bu-bu! —responde Efim rechinando los dientes.

La madre de Varka va y viene por el cuarto buscando fósforos. Unos momentos de silencio. El doctor saca del bolsillo una cerilla y la enciende.

—¡Espere un instante, señor doctor! —dice la madre.

Sale corriendo y vuelve a poco con un cabo de vela.

Las mejillas del moribundo están rojas, sus ojos brillan, sus miradas parecen hundirse extrañamente agudas en el doctor, en las paredes.

—¿Qué es eso, muchacho? —le pregunta el médico, inclinándose sobre él—. ¿Hace mucho que está enfermo?

—¡Me ha llegado la hora, doctor! —contesta, con mucho trabajo, Efim—. No me hago ilusiones…

—¡Vamos, no digas tonterías! Verás como te curas…

—Gracias, doctor, pero bien sé yo que no hay remedio… Cuando la muerte dice aquí estoy, es inútil luchar contra ella…

El médico reconoce detenidamente al enfermo y declara:

—Yo no puedo hacer nada. Hay que llevarlo al hospital para que lo operen. Pero sin pérdida de tiempo. Aunque es ya muy tarde, no importa; te daré cuatro letras para el director y él te recibirá. ¡Pero enseguida, enseguida!

—Señor doctor, ¿y cómo va a ir? —dice la madre—. No tenemos caballo.

—No importa; les hablaré a los señores y os dejarán uno.

El médico se va, la vela se apaga y de nuevo se oye el rechinar de dientes del moribundo.

—Bu-bu-bu-bu…

Media hora después se detiene un coche ante la casa; lo envían los señores para llevar a Efim al hospital. A los pocos momentos el coche se aleja, conduciendo al enfermo.

Pasa, al cabo, la noche y sale el sol. La mañana es hermosa, clara. Varka se queda sola en casa; su madre se ha ido al hospital a ver cómo sigue su marido.

Se oye llorar a un niño. Se oye también una canción:

Duerme, niño bonito…

A Varka le parece su propia voz la voz que canta. Su madre no tarda en volver. Se persigna y dice: —¡Acaban de operarle, pero ha muerto! ¡Que esté en su santa gloria!… El doctor dice que se le ha operado demasiado tarde; que debía habérsele operado hace mucho tiempo.

Varka sale de la casa y se dirige al bosque. Pero siente de pronto un tremendo manotazo en la nuca.

Se despierta y ve con horror a su amo, que le grita:

—¡Mala pécora! ¡El nene llorando y tú durmiendo!

Le da un tirón de orejas; ella sacude la cabeza como para ahuyentar el sueño irresistible y empieza de nuevo a balancear la cuna, canturreando con voz ahogada.

El círculo verde del techo y las sombras siguen produciendo un efecto letal sobre Varka que, cuando su amo se va, vuelve a dormirse. Y empieza otra vez a soñar.

De nuevo ve el camino enlodado. Infinidad de gente, cargada con bultos, yace dormida en tierra. Varka quiere acostarse también, pero su madre que camina a su lado, no la deja; ambas se dirigen a la ciudad en busca de trabajo.

—¡Una limosnita, por el amor de Dios! —imploró la madre a los caminantes—. ¡Compadeceos de nosotros, buenos cristianos!

—¡Dame el niño! —grita de pronto una voz que le es muy conocida a Varka— ¡Otra vez dormida, mala pécora!

Varka se levanta bruscamente, mira en torno suyo y se da cuenta de la realidad; no hay camino, ni caminantes, ni su madre está junto a ella; sólo ve a su ama, que ha venido a darle teta al niño.

Mientras el niño mama, de pie, Varka, espera que acabe. El aire empieza a azulear tras los cristales; el círculo verde del techo y las sombras van palideciendo. La noche le cede su puesto a la mañana.

—¡Toma al niño! —ordena a los pocos minutos el ama, abotonándose la camisa—. Siempre está llorando. ¡No sé qué le pasa!

Varka toma al niño, lo acuesta en la cuna y empieza otra vez a mecerlo. El círculo verde y las sombras, menos perceptibles a cada instante no ejercen ya influjo sobre su cerebro. Pero sin embargo, tiene sueño; su necesidad de dormir es imperiosa, irresistible. Apoya la cabeza en el borde de la cuna y balancea el cuerpo, para despabilarse, pero los ojos se le cierran y siente en la frente un peso irresistible.

—¡Varka, enciende la estufa! —grita el ama, al otro lado de la puerta.

Es de día. Hay que comenzar el trabajo.

Varka deja la cuna y corre a buscar leña al granero. Se anima un poco; es más fácil resistir el sueño andando que sentada.

Lleva la leña y enciende la estufa. La niebla que envolvía su cerebro se va disipando.

—¡Varka, prepara el samovar! —grita el ama.

Varka empieza a encender astillas, pero su patrona la interrumpe con una nueva orden: —¡Varka, límpiale los chanclos al amo!

Varka, mientras limpia los chanclos, sentada en el suelo, piensa que sería delicioso meter la cabeza en uno de aquellos zapatones para dormir un rato. De pronto, el chanclo que estaba limpiando crece, se infla, llena toda la estancia. Varka suelta el cepillo y empieza a dormirse, pero hace un nuevo esfuerzo, sacude la cabeza y abre los ojos cuanto puede, para evitar que los cosas que hay a su alrededor sigan moviéndose y creciendo.

—¡Varka, ve a lavar la escalera! —ordena el ama a voces—. ¡Está tan cochina, que cuando sube un parroquiano me avergüenzo!

Varka lava la escalera, barre las habitaciones, enciende después otra estufa, va varias veces al granero. Son tantos sus quehaceres, que no tiene un momento libre.

Lo que más trabajo le cuesta es estar de pie, inmóvil, ante la mesa de la cocina, pelando papas. Su cabeza se inclina, sin que lo pueda evitar, hacia la mesa; las papas toman formas fantásticas; su mano no puede sostener el cuchillo. Sin embargo, es preciso no dejarse vencer por el sueño: está allí el ama, gorda, malévola, chillona. Hay momentos en que le acomete a la pobre muchacha una violenta tentación de tenderse en el suelo y dormir, dormir, dormir…

Transcurre así el día. Llega la noche.

Varka, mirando las tinieblas enlutar las ventanas, se aprieta las sienes, que siente como de madera, y sonríe de un modo, estúpido, completamente inmotivado. Las tinieblas halagan sus ojos y hacen renacer en su alma la esperanza de poder dormir.

Aquella noche hay una visita.

—¡Varka, enciende el samovar! —grita el ama. El samovar es muy pequeño y, para que todos puedan tomar té, hay que encenderlo cinco veces.

Luego Varka, en pie, espera órdenes, fijos los ojos en los visitantes.

—¡Varka, ve por vodka! Varka, ¿dónde está el sacacorchos? ¡Varka, limpia un arenque!

Por fin la visita se va. Se apagan las luces. Se acuestan los amos.

—¡Varka, abraza al niño! —es la última orden que oye.

Canta el grillo en la estufa. El círculo verde del techo y las sombras vuelven a agitarse ante los ojos medio cerrados de Varka y a envolverse el cerebro en una niebla.

Duerme, niño bonito…

canturrea la pobre muchacha con voz soñolienta…

El niño grita como un condenado. Está a punto de ahogarse.

Varka, medio dormida, sueña con el ancho camino enlodado, con los caminantes que llevan bultos, con su madre, con su padre moribundo. No puede darse cuenta de lo que pasa en torno de ella. Sólo sabe que algo la paraliza, pesa sobre ella, le impide vivir. Abre los ojos, tratando de inquirir qué fuerza, qué potencia es esa, y no saca nada en limpio. Sin aliento ya, mira el círculo verde, las sombras… En este momento oye gritar al niño, y se dice: «este es el enemigo que me impide vivir».

El enemigo es el niño.

Varka se echa a reír. ¿Cómo no se le ha ocurrido hasta ahora una idea tan sencilla?

Completamente absorta en esa idea, se levanta y, sonriendo, da algunos pasos por la estancia. La llena de alegría el pensar que va a librarse pronto del niño enemigo. Le matará y podrá dormir lo que quiera.

Riéndose, guiñando los ojos con malicia, se acerca con silenciosos pasos a la cuna y se inclina sobre el niño.

Le atenaza con ambas manos el cuello. El niño, se pone azul, a los pocos instantes muere.

Varka entonces, alegre, dichosa, se tiende en el suelo y se queda dormida, con un sueño profundo.

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