miércoles, 12 de octubre de 2022

LA USURERA Fiodor Dostoievski (Fragmento de la novela: CRIMEN Y CASTIGO).





 LA USURERA

Fiodor Dostoievski

Llegó al cuarto piso sin cruzarse con nadie, y se detuvo ante la puerta de Alena Ivanovna, donde se puso a reflexionar. El cuarto de enfrente estaba desocupado. En el tercero, la habitación situada precisamente por debajo del cuarto de la vieja, se hallaba también vacía, según todas las apariencias: la tarjeta que antes había en la puerta, no estaba, los inquilinos se habían ido… Raskolnikoff se ahogaba. Vaciló un momento. «¿No sería mejor que me fuera?». Pero sin responder a esa pregunta, se puso a escuchar: no oyó ningún ruido en casa de la vieja; en la escalera el mismo silencio. Después de escuchar durante un largo rato, el joven echó una mirada en torno y palpó nuevamente su hacha. «¿No estaré demasiado pálido? —pensó—. ¿No se notará mi agitación? Esa mujer es muy desconfiada. Debiera esperar hasta calmarme». Pero, lejos de calmarse, su corazón latía cada vez con más violencia. No pudo contenerse más, y extendiendo lentamente la mano hacia el cordón de la campanilla, tiró de él. Al cabo de medio minuto llamó de nuevo, con más fuerza. Ninguna respuesta; golpear la puerta hubiera sido inútil y hasta imprudente. Era seguro que la vieja estaba en casa; pero su desconfianza debía incrementarse cuando estaba sola. Raskolnikoff conocía ciertas costumbres de Alena Ivanovna. De nuevo aplicó el oído a la puerta. A pesar de que la excitación le agudizaba las sensaciones, el ruido no era fácilmente perceptible.

Sea como fuere, le pareció oír que una mano se apoyaba con precaución en la cerradura; escuchaba, esforzándose por disimular su presencia. No queriendo parecer que se ocultaba, el joven llamó por tercera vez pero suavemente para no denunciar su impaciencia. Aquel instante dejó a Raskolnikoff un recuerdo imborrable. Cuando, después, pensaba en ello, no acertaba a explicarse cómo había podido desplegar tanta astucia precisamente en el momento en que su emoción era tal que le quitaba el uso de sus facultades intelectuales y físicas. Al cabo de un instante oyó que descorrían el cerrojo.

Raskolnikoff vio entreabrirse la puerta lentamente y por la estrecha abertura dos ojos muy brillantes se fijaban en él con expresión de desconfianza. Entonces le abandonó su sangre fría y cometió una falta que hubiera podido dar al traste con todo.

Temiendo que Alena Ivanovna tuviese miedo de encontrarse sola con un visitante de aspecto poco tranquilizador, tiró de la puerta con violencia hacia sí para que la vieja no procurase cerrarla. La usurera no intentó siquiera hacerlo, pero no quitó la mano de la cerradura, de manera que faltó poco para que cayera de bruces en el descansillo, hacia donde se abría la puerta. Como Alena Ivanovna permanecía de pie en el umbral para no dejar el paso libre, el joven avanzó hacia ella. Aterrada la vieja dio un salto hacia atrás; pero no pudo pronunciar una palabra y miró a Raskolnikoff abriendo los ojos desmesuradamente.

—Buenas tardes, Alena Ivanovna —dijo él con el tono más natural que pudo; pero en vano trataba de fingir; su voz era entrecortada y temblorosa—; traigo una cosa, pero entremos: para examinarlo hay que verlo a la luz…

Y sin esperara que lo invitaran, penetró en la habitación. La vieja se le acercó vivamente; ya se le había desanudado la lengua.

—¡Señor!… ¿Qué quiere usted, quién es usted, qué se le ofrece?

—¡Vamos, Alena Ivánovna!; usted me conoce muy bien… Soy Raskolnikoff; tenga usted paciencia. Vengo a empeñar esta alhaja de la que le hablé el otro día —y le alargó el paquete.

Alena Ivanovna iba a examinarlo, cuando de repente cambió de idea, y levantando los ojos dirigió una mirada penetrante, irritada y desconfiada sobre aquel importuno que se le metía casa con tan poca ceremonia; Raskolnikoff hasta creyó advertir cierta especie de burla, en los ojos de la vieja, como si esta lo hubiese adivinado todo. Se daba cuenta el joven de que perdía la serenidad, de que tenía casi miedo, de que si la vieja seguía escrutándolo, iba, sin duda, a echar a correr.

—¿Por qué me mira usted de ese modo, como si no me conociese? —dijo él irritándose a su vez—. Si usted quiere esto, lo toma, si no, lo deja; iré a otra parte con ello; es inútil que me haga usted perder el tiempo.

Se le escaparon estas palabras sin que las hubiera premeditado.

El lenguaje resuelto del visitante tranquilizó a la usurera.

—¿Qué prisa hay, batuchka? ¿Qué es eso? —preguntó mirando el paquete.

—Una cigarrera de plata; ya se lo dije a usted la otra tarde.

La vieja extendió la mano.

—¡Qué pálido está usted! ¿Está usted malo, batuchka?

—Tengo fiebre —respondió con voz brusca—. ¿Cómo no he de estar pálido?…

Cuando uno no tiene qué comer… —acabó de decir, no sin esfuerzo—, le abandonan las fuerzas.

La respuesta parecía verosímil; la vieja tomó el paquete.

—¿Qué es esto? —preguntó por segunda vez, y tanteando el peso de la prenda, miró fijamente a su interlocutor.

—Una petaca de plata… mírela usted.

—Cualquiera diría que no es plata… ¡Oh, cómo la han atado!

En tanto que Alena Ivanovna hacía esfuerzos por desatar el hilo, se había aproximado a la luz. (Todas las ventanas estaban cerradas, a pesar del calor sofocante que hacía). En esta posición daba la espalda a Raskolnikoff, y durante algunos segundos no se ocupó en él. El joven se desabrochó el gabán y separó el hacha del nudo corredizo; pero sin sacarla todavía, se limitó a tenerla con la mano derecha debajo del sobretodo. Sentía una terrible debilidad en todos sus miembros. Comprendía que cada instante que pasaba su debilidad iba en aumento; temía que se le escapase el hacha de la mano, y le parecía que todo le daba vueltas en su derredor.

—¿Pero qué hay aquí dentro? —gritó coléricamente Alena Ivanovna, e hizo un movimiento en dirección a Raskolnikoff.

No había tiempo que perder. Sacó el joven el hacha de debajo del gabán, la levantó con las dos manos casi maquinalmente, porque no tenía fuerzas, y la dejo caer sobre la cabeza de la vieja. De repente, en cuanto hubo dado el golpe, sintió Raskolnikoff que reencontraba toda su energía física.

Alena Ivanovna, como de costumbre, no llevaba nada en la cabeza. Sus cabellos, grises y escasos, y, como siempre, untados de aceite, los recogía, formando trenzas, en la nuca con un trozo de peineta de cuerno. El golpe dio precisamente en la coronilla, a lo cual contribuyó la escasa estatura de la victima. La usurera lanzó un grito débil y cayó desplomada teniendo, sin embargo, todavía fuerzas para llevarse los brazos a la cabeza. En una de las manos conservaba la «prenda». Entonces Raskolnikoff que, como hemos dicho, había recobrado todo su vigor, asestó dos nuevos hachazos en el occipucio de la vieja. La sangre brotó a chorros y el cuerpo quedó exánime. El joven se echó hacia atrás y en cuanto vio a la anciana sin movimiento se inclinó para mirarla: estaba muerta; los ojos, desmesuradamente abiertos, parecían salirse de las órbitas, y las convulsiones de la agonía daban a su rostro la expresión de una horrible muerte.

El asesino dejó el hacha en el suelo e inmediatamente se puso a registrar el cadáver, tomando todo género de precauciones para no mancharse de sangre. Se acordaba de

haber visto la última vez a Alena Ivanovna buscar las llaves en el bolsillo derecho de su vestido. Se hallaba en plena posesión de su inteligencia. No experimentaba ni aturdimiento ni vértigos; pero seguían temblándole las manos. Más tarde recordó que había sido muy prudente, y que había puesto mucho cuidado en no mancharse. No tardó en encontrar las llaves. Como el día anterior, estaban todas reunidas en un anillo de acero.

Después de haberse apoderado de ellas, Raskolnikoff entró en la alcoba. Era esta muy pequeña, y había en ella un estante lleno de imágenes piadosas; en el otro lado, una gran cama muy limpia con una colcha, de seda almohadillada y hecha con pedazos cosidos. En la otra pared, una cómoda. Cosa extraña; apenas hubo comenzado el joven a servirse de las llaves para abrir este mueble, le recorrió el cuerpo un escalofrío. Estuvo tentado de renunciar a todo y marcharse; por esta idea duró sólo un momento; era demasiado tarde para retroceder.

Hasta llegó a sonreírse de haber podido pensarlo, cuando, de repente, sintió una terrible inquietud: ¿si por acaso la vieja no estuviera muerta y recobrase el sentido? Dejando las llaves en la cómoda, acudió vivamente cerca del cuerpo, tomó el hacha y se dispuso a dar otro golpe a su víctima; pero el arma, ya levantada no cayó; no había duda que Alena Ivnovna estaba muerta. Inclinándose de nuevo sobre ella, para examinarla mas de cerca, Raskolnikoff se convenció de que la mujer tenía el cráneo partido. En el suelo se había formado un lago de sangre. Viendo de improviso que la vieja tenía un cordón al cuello, el joven tiró de él violentamente; pero el cordón ensangrentado era recio y no se rompió.

El asesino trató entonces de quitárselo. Haciendo que se deslizase a lo largo del cuerpo; pero no fue mas afortunado en esta segunda tentativa; el cordón encontró un obstáculo y no pasaba. Impaciente, Raskolnikoff blandió el hacha, pronto a descargarla sobre el cadáver para cortar con el mismo golpe aquel maldito cordón. Sin embargo, no pudo resolverse a proceder con aquella brutalidad. Al cabo, después de dos minutos de esfuerzos que le pusieron rojas las manos, logró cortar el cordón con el filo del hacha, sin herir el cuerpo de la muerta. Como había supuesto, lo que la vieja llevaba al cuello era una bolsa. También estaban sujetas al cordón una medallita esmaltada y dos cruces, la una de madera de ciprés, la otra de cobre. La bolsa, grasienta (un saquito de piel de camello), estaba completamente llena. Raskolnikoff se la metió en el bolsillo sin mirar lo que contenía; arrojó las cruces sobre el pecho de la vieja, y tomando el hacha volvió a entrar con ella apresuradamente en la alcoba.

La impaciencia le devoraba, y puso manos a la obra para desvalijar la estancia; pero sus tentativas para abrir la cómoda eran infructuosas, no tanto por el temblor de sus

manos, como por sus continuas torpezas. Veía, por ejemplo, que tal llave no era de la cerradura, y se obstinaba, sin embargo, en hacerla entrar.

De pronto, se acordó de una conjetura que había hecho en su anterior visita: aquella gruesa llave que estaba con las otras pequeñas en la anilla de acero, debía de ser no de la cómoda, si no de alguna caja donde la vieja tenía acaso encerrados todos sus valores. Sin ocuparse más de la cómoda, miró bajo la cama, sabiendo que los viejos tienen la costumbre de ocultar allí sus tesoros. En efecto, había un cofre de poco más de un medio metro de largo y cubierto de cuero rojo. La llave dentellada entraba perfectamente en la cerradura. Cuando Raskolnikoff levantó la tapa, vio colocados sobre un trapo blanco un abrigo forrado de piel de liebre con guarnición roja, debajo del abrigo una falda de seda y después un chal; el fondo parecía contener solamente trapos el joven. Comenzó por secarse las manos ensangrentadas en la guarnición roja. «Sobre lo rojo, la sangre se conocerá, menos». De pronto pareció como que volvía en sí: «¡Señor! ¿Me habré vuelto loco?», murmuró con terror.

Pero apenas empezó a registrar aquellas ropas, cuando de debajo de la piel se deslizó un reloj de oro. En vista de esto, revolvió de arriba abajo el contenido del cofre. Entre los vestidos se hallaban objetos de oro, sin duda traídos a empeñar ante la usurera: brazaletes, cadenas, pendientes, alfileres de corbata, etcétera; los unos encerrados en sus estuches, los otros anudados con una cinta y envueltos en un pedazo de periódico doblado.

Raskolnikoff no vaciló; metió mano a todas estas alhajas y se llenó los bolsillos del pantalón y del gabán sin abrir los estuches ni deshacer los paquetes; pero de pronto fue interrumpido en esta maniobra. En la habitación donde estaba la vieja sonaron pasos. Se detuvo helado de terror. Pero el ruido había cesado, el joven empezaba a creer que había sido engañado por una alucinación de su oído, cuando de súbito percibió, distintamente, un ligero grito o más bien un gemido débil y entrecortado. Al cabo de uno o dos minutos todo volvió a quedar en un silencio de muerte. Raskolnikoff, sentado en el suelo, cerca del cofre, esperaba respirando apenas. De repente dio un salto, tomó el hacha y se lanzó fuera de la alcoba.

En medio de la sala, Isabel, con un gran bulto en las manos; contemplaba aterrorizada el cadáver de su hermana y, pálida como la cera, parecía no tener fuerzas para gritar ante la brusca aparición del asesino. Comenzó a temblar, trató de levantar el brazo, de abrir la boca; pero no pudo dar un ni grito, y caminando hacia atrás lentamente con la mirada fija en Raskolnikoff, fue a refugiarse en un rincón de la sala. La pobre mujer hizo esto sin gritar, como si le faltase el aliento. El asesino se lanzó sobre

ella con el hacha levantada; los labios de la infeliz tomaron la expresión lastimera que suelen tomar los niños pequeños cuando están espantados.

Tal horror sentía la desdichada, que aunque vio que el hacha se levantaba sobre ella, no pensó ni aun en defender la cara, llevándose las manos a la cabeza con un movimiento maquinal que sugiere en semejantes casos el instinto de conservación. Apenas si levantó el brazo izquierdo, extendiéndolo lentamente en dirección del agresor, que descargó sobre Isabel un golpe terrible. El hierro del hacha penetró en el cráneo, hendió toda la parte superior de la frente y llegó casi hasta el occipucio: Isabel cayó rígida, muerta. Sin saber lo que hacía, Raskolnikoff tomó el paquete que la víctima tenía en la mano; después lo tiró y salió al vestíbulo.

Estaba aterrado a causa de aquel nuevo asesinato que no había sido premeditado por él. Quería desaparecer cuanto antes. Si hubiese podido comprender mejor las cosas; si hubiese calculado todas las dificultades de su situación, si la hubiera previsto tan desesperada, tan horrible, tan absurda, como era; si hubiera comprendido bien los obstáculos que le quedaban por vencer, quizá los crímenes que perpetró para huir de aquella casa y regresar a la suya… probablemente habría renunciado a la lucha para correr a denunciarse; y no por cobardía, sino por horror de lo que había hecho. Esta impresión le iba dominando. Por nada del mundo se habría aproximado al cofre ni entrado en la alcoba. Poco a poco, sin embargo, comenzaron a surgir en su espíritu otros pensamientos, y cayó en una especie de delirio. Por momentos, el asesino parecía olvidarse de sí mismo, o más bien, de olvidar lo principal, para fijarse en lo insignificante. Una mirada dirigida a la cocina le hizo descubrir un cubo medio lleno de agua, y se le ocurrió lavarse las manos y limpiar el hacha. A causa de la sangre tenía pegajosas las manos. Después de haber metido el hierro del arma en el agua, tomó un pedazo de jabón que había en el vano de la ventana y comenzó a refregarse las manos. Cuando se las hubo lavado, enjugó el hierro del hacha y enseguida empleó tres minutos en enjabonar el mango, para hacer desaparecer las salpicaduras de sangre y luego lo secó con un paño de cocina que estaba colgado en una cuerda. Hecho esto, se aproximó a la ventana y examinó atenta y detenidamente el hacha. Las huellas acusadoras habían desaparecido; pero el mango estaba húmedo. Raskolnikoff ocultó cuidadosamente el arma bajo su gabán, colocándola en el nudo corredizo; después hizo una inspección minuciosa de su ropa con todo el cuidado que le permitía la débil luz que iluminaba la cocina. A primera vista el pantalón y el gabán no tenían nada de sospechoso; pero en los zapatos observó algunas manchas; las limpió con un trapo humedecido en agua.

No obstante, estas precauciones no le tranquilizaban más que a medias, porque veía mal y comprendía que podían pasarle inadvertidas algunas manchas. Permaneció irresoluto en medio de la sala bajo la influencia de pensamientos sombríos y

angustiosos: el pensamiento de que se volvía loco, de que en aquel momento era incapaz de tomar una determinación ni de velar por su seguridad y de que su manera de proceder no era la que convenía en las circunstancias presentes…

—¡Dios mío, debo irme, irme enseguida! —murmuró y se lanzó al vestíbulo, en donde lo esperaba un susto mayor de los que hasta entonces había experimentado. Se quedó inmóvil, no atreviéndose a dar crédito a sus ojos: la puerta del cuarto, la puerta exterior que daba al descansillo, la misma a la que él había llamado hacía poco, por la cual había entrado, estaba abierta: hasta este momento había permanecido entreabierta: acaso por precaución, la vieja, ni había dado vuelta a la llave ni echado el cerrojo. ¡Pero Dios mío! El joven había visto a Isabel. ¿Cómo no se le ocurrió que la vendedora había entrado por la puerta? No había podido entrar en el cuarto a través de la pared.

Cerró la puerta y echó el cerrojo.

—Pero no; no es eso lo qué debo hacer. Debo partir, huir inmediatamente.

Descorrió el cerrojo, y tras abrir la puerta, se puso a escuchar largo rato los sonidos de la escalera. Abajo, probablemente en la puerta de calle, dos voces ruidosas se insultaban. Esperó impacientemente. Por último, callaron las voces; los dos alborotadores se habían ido cada cual por su lado. Iba ya el joven a salir cuando en el piso inferior se abrió con estrépito una puerta y alguien empezó a bajar, tarareando una canción. ¿Qué les pasaba a esta gente para armar tanto ruido? Cerró de nuevo la puerta, esperando otra vez dentro del cuarto. Finalmente se restableció el silencio; pero en el instante en que Raskolnicoff se disponía a bajar, percibió un nuevo rumor.

Eran pasos todavía distantes, que resonaban en los primeros peldaños de la escalera; sin embargo, en cuanto empezó a oírlos, adivinó la verdad: «Vienen aquí, al cuarto piso, a casa de la vieja».

¿De dónde provenía aquel presentimiento? ¿Qué tenía de significativo el ruido de aquellos pasos? Eran pesados, regulares, y más bien lentos que ligeros…

Ya él ha llegado al primer piso… se le oye cada vez mejor… resuella como un asmático… ya llega al tercer piso… ¡aquí!

Y Raskolnikoff experimentó súbitamente una parálisis general, como ocurre en una pesadilla cuando uno se cree perseguido por varios enemigos: están apunto de alcanzaros, os van a matar y os quedáis como clavados en el suelo, imposibilitados de moveros.

El desconocido comenzaba a subir el tramo del cuarto piso.

Raskolnikoff, a quien el espanto había tenido inmóvil en el descansillo, pudo por último, sacudir su estupor y entrando apresuradamente en el cuarto cerró la puerta y corrió el cerrojo teniendo cuidado de hacer el menor ruido posible. El instinto, más bien que el razonamiento, le guió en estas circunstancias. Empuñó el hacha, se arrimó a la puerta y se puso a escuchar. Ya el visitante estaba en el descansillo.

No había entre los dos hombres más que el espesor de una puerta. El desconocido se encontraba frente a frente de Raskolnicoff, en la situación en que este se había encontrado respecto de la vieja.

El visitante respiró varias veces con fatiga.

«Debe ser grueso y alto», pensó el joven, aferrando con la mano el mango del hacha. Todo aquello parecía un sueño. Al cabo de un momento, el visitante dio un fuerte campanillazo. Quizás creyó percibir cierto ruido en la sala. Durante algunos segundos escuchó atentamente; llamó después de nuevo, esperó todavía un poco, y de pronto, perdida la paciencia, se puso a sacudir la puerta con todas sus fuerzas. Raskolnikoff contemplaba con terror el cerrojo que temblaba en su ajuste; temía verlo saltar de un momento a otro. Pensó sujetar el cerrojo con la mano; pero el hombre hubiera podido desconfiar. La cabeza comenzaba a írsele de nuevo. «¡Estoy perdido!», se dijo; sin embargo, recobró súbitamente ánimos, cuando el desconocido rompió el silencio.

—¿Estarán durmiendo o las habrán estrangulado? ¡Malditas mujeres! —murmuraba en voz baja el visitante— ¡Eh, Alena Ivanovna, vieja bruja! ¡Isabel Ivanovna, belleza indescriptible! ¡Abrid!

Exasperado, llamó diez veces seguidas lo más fuerte que pudo. Sin duda aquel hombre tenía confianza en la casa y dictaba en ella la ley.

Así pensaba Raskolnikoff cuando, de improviso, sonaron en la escalera pasos ligeros y rápidos. Era, sin duda, otro que subía al cuarto piso.

—¿Es posible que no haya nadie? —dijo una voz sonora y alegre, dirigiéndose al primer visitante, que continuaba tirando de la campanilla—. ¡Buenas tardes, Koch!

Por el timbre de la voz comprendió Rakolnikoff que era un jovenzuelo.

—¡El demonio lo sabe; poco ha faltado para que haya saltado la cerradura! —respondió Koch—; ¿pero usted, cómo me conoce?

—¡Vaya una pregunta! ¿No le gané a usted anteayer en el café Gambrinus tres partidas seguidas de billar?

—¡Ah!

—¿De modo que no hay más remedio que marcharse? ¿Qué hacer? ¡Y yo que venía a pedirle dinero prestado! —exclamó el joven.

—En efecto; no hay más remedio que marcharse. Pero no comprendo por qué no está la bruja en casa habiéndome dado una cita. ¡Pues hay una buena caminata de aquí a mi casa! ¿Y a dónde demonios habrá ido? Esta bruja no se mueve en todo el año, puede decirse que echó raíces en su casa, tiene malas piernas… ¡y de repente se va de parranda!

—Podíamos preguntarle al portero.

—¿Para qué?

—¡Toma, para saber a dónde ha ido y cuando volverá!

—¡Hum… preguntar!… ¡pero si no sale nunca! —y tiró del cordón de la campanilla—. ¡Vaya, es inútil, hay que marcharse!

—¡Espere usted! —grito de repente el joven—. Fíjese, vea usted como resiste la puerta cuando se tira de ella.

—¿Y qué?

—¿Pero no comprende usted todavía? Eso prueba que no está cerrada con llave, sino con cerrojo. ¡Mire usted, mire como suena!

—¿Y qué?

—¿Pero no comprende usted todavía? Eso prueba que una, por lo menos, está en casa. Si las dos hubieran salido, habrían cerrado la puerta por fuera con llave, y claro es que no hubieran podido echar el cerrojo, por dentro. Repare usted el ruido que hace. Es evidente que para pasar el cerrojo tiene que estar en la casa. ¿Comprende usted? De modo, que están dentro y no quieren abrir.

—¡Pues es verdad! —exclamó Koch asombrado—. ¿De manera que están ahí?

Y se puso a sacudir furiosamente la puerta.

—No siga usted —dijo el joven—; aquí pasa algo extraordinario… Usted ha llamado… ha sacudido la puerta con todas sus fuerzas y ellas no abren; luego o están desmayadas o…

—¿Qué?

—Hay que llamar al dvornik para que las despierte.

—¡Buena idea!

Los dos empezaron a bajar.

—Espere usted, quédese aquí; iré yo a buscar al dvornik.

—¿Para qué me he de quedar?

—¡Oh! ¿Quién sabe lo que puede ocurrir?

—Está bien.

—Verá usted; yo me dispongo a ser juez de instrucción. Aquí hay algo que no está claro; esto es evidente, evidentísimo.

Y así diciendo el joven bajó de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera.

Cuando se quedó solo, Koch llamó otra vez, pero suavemente; después se puso con aire distraído a empujar el botón de la cerradura para cerciorarse de que la puerta estaba cerrada nada más con cerrojo. Luego, resoplando como un fuelle, se bajó para mirar por el ojo de la llave, pero esta estaba puesta por dentro, de modo que no pudo ver nada.

En pie, del otro lado de la puerta, estaba Raskolnikoff con el hacha en la mano y dispuesto a deshacer el cráneo del primero que osara asomar la cabeza. Más de una vez, oyendo a los dos curiosos hurgar en la puerta y concertarse entre sí, estuvo a punto de acabar de una vez y de interpelarlos, pero sin abrir. Por momentos sentía deseos de injuriarlos, de insultarlos, de abrir la puerta para hacerles entrar y matarlos a ambos. «Mejor será que acabe cuanto antes» —pensaba.

—¡Qué diablo! ¡No sube nadie! —se dijo Koch, comenzando a perder la paciencia—. ¡Qué diablo! —volvió a decir, y fastidiado de esperar abandonó su puesto para bajar en busca del joven.

Poco a poco dejó de oírse el ruido de sus botas, que resonaban pesadamente en la escalera.

¿Qué hacer, Dios mío, qué hacer? Raskolnikoff descorrió el cerrojo y entreabrió la puerta. Tranquilizado por el silencio que reinaba en la casa, y, por otra parte, incapaz de reflexionar en aquel momento, salió, cerró detrás de sí lo mejor que pudo, y empezó a bajar la escalera.

Había descendido ya muchos escalones, cuando se produjo abajo un gran estrépito. ¿Dónde ocultarse? No había medio de esconderse en ninguna parte, y volvió a subir apresuradamente.

—¡Eh, pardiez, espera, aguarda!

El que lanzaba estas voces acababa de salir de un cuarto situado en los pisos inferiores y bajaba a saltos gritando.

—¡Mitka! ¡Mitka! ¡Mitka! ¡El demonio se lleve a ese loco!

La distancia no permitió oír más. El hombre que profería aquellas exclamaciones estaba ya lejos de la casa. El silencio se restableció; pero apenas había cesado esta alarma cuando sucedió otra. Varios individuos que hablaban entre sí en voz alta subían tumultuosamente la escalera. Eran tres o cuatro. Raskolnikoff reconoció la voz chillona del joven estudiante.

—Son ellos —se dijo, y sin procurar ya escapar, se fue derechamente a su encuentro—. Ocurra lo que quiera —añadió—. Si me detienen, todo ha terminado; y si me dejan escapar, también, porque se acordarán de haberme visto en la escalera.

Iba ya a reunirse con ellos, pues sólo les separaba un piso, cuando de repente vio la salvación. A pocos escalones delante de él, a la derecha, había un cuarto desalquilado, completamente abierto, el mismo donde trabajaban los pintores; pero, como si lo hubieran hecho adrede, estos acababan de dejarlo.

Eran, sin duda, los que un momento antes habían salido vociferando. Se veía que la pintura estaba todavía fresca; en medio de la sala habían dejado los obreros sus útiles, una cubeta, un cacharro con pintura y una brocha. En un abrir y cerrar de ojos,

Raskolnikoff se escurrió en el cuarto desalquilado y se arrimó cuanto pudo a la pared. Y era tiempo: sus perseguidores llegaban al descansillo; pero, sin detenerse subieron al cuarto piso, hablando ruidosamente. Después de cerciorarse de que se habían alejado un poco, el asesino salió de puntillas y descendió precipitadamente. Nadie en la escalera, nadie en el patio. Atravesó rápidamente el umbral, y una vez en la calle dobló la esquina de la izquierda.

Comprendía perfectamente que los que le buscaban habían llegado en aquel momento a la puerta del cuarto de la vieja, quedándose estupefactos al verla abierta.

—Indudablemente están examinando los cadáveres —se decía—; sin duda les bastará un minuto para adivinar que el asesino ha logrado escapar; sospecharán, quizá, que se ha escondido en el cuarto desalquilado del segundo piso cuando ellos subían al de la usurera.

Pero, a pesar de hacerse estas reflexiones, no se atrevía a apresurar el paso, aunque estaba aún lejos de la primera esquina.

—¿Si me deslizara en un portal, en alguna calle extraviada y esperase allí un momento? No, malo. ¿Si fuese a arrojar el hacha en cualquier parte? ¿Si tomara un coche? ¡Malo, malo!

Al cabo se ofreció ante sus ojos un pereulok y se metió en él más muerto que vivo. Allí estaba casi a salvo; así lo comprendió. Era difícil que las sospechas cayeran sobre él. Por otra parte, era fácil no llamar la atención en medio de los paseantes; pero de tal manera aquellas angustias le habían debilitado, que apenas podía sostenerse en pie. Por la cara le corrían gruesas gotas de sudor y tenía empapado el cuello.

—¡Buena la has tomado! —le gritó, al desembocar el canal, uno que le creyó borracho.

No se daba cuenta de nada; cuánto más andaba, más se oscurecían sus ideas. No obstante, cuando llegó al muelle del Neva, se asustó al ver tan poca gente, y temiendo que reparasen en él en un lugar tan solitario, se volvió otra vez al pereulok; y aunque apenas tenía fuerzas de andar, dio un largo rodeo para volver a su domicilio.

Al franquear el umbral no había recobrado aún su presencia de espíritu; a lo menos, hasta que llegó a mitad de la escalera no se acordó de que llevaba todavía el hacha. La cuestión que tenía que resolver era muy grave: se trataba de dejar el hacha donde la había tomado, sin llamar en lo más mínimo la atención. Si hubiera estado más tranquilo

habría comprendido, de seguro, que en vez de dejar el arma en su antigua ubicación, hubiera sido mucho mejor deshacerse de ella arrojándola en cualquier corral. Sin embargo, todo le resultó a maravilla: la puerta del dvornik estaba cerrada, pero sin llave, lo cual hacía suponer que el portero no se había ausentado; pero Raskolnikoff, incapaz en aquel instante de discurrir ni de combinar su plan, se fue derecho a la puerta y la abrió. Si el portero le hubiese preguntado: «¿Qué quiere usted?», quizá el joven le habría entregado sencillamente el hacha; pero esta vez, como la anterior, el dvornik había salido, lo que le permitió a Raskolnikoff colocar el hacha debajo del banco, en el sitio donde la había encontrado. Enseguida subió la escalera y llegó a su habitación sin tropezarse con nadie; la puerta del cuarto de la patrona estaba cerrada. Cuando entró en su cuarto se echó vestido en el diván, y aunque no se durmió, quedó en estado inconsciente. Si hubiese entrado alguien en su habitación, habríase levantado bruscamente gritando despavorido. Mil ideas distintas le hormigueaban en el cerebro.

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