sábado, 8 de octubre de 2022

VENDETTA Guy de Maupassant



VENDETTA

Guy de Maupassant

La viuda de Paolo Saverini vivía sola con su hijo en una casucha de las afueras. La ciudad, construida en una saliente de la montaña que en algunos puntos cae a pico sobre el mar, domina, por la parte más rocosa y erizada de escollos, la costa de Cerdeña, de la cual está separada por una lengua de agua. A sus pies, rodeándola completamente como un gigantesco pasadizo, una hendidura de la escarpada costa le sirve de puerto, en el cual se recogen barquitos de pescadores italianos o sardos y, cada quince días, el viejo vapor desvencijado que lleva el correo a Ajaccio.

Sobre la montaña blancuzca destacan las viviendas blanquísimas, como nidos colgados en la roca. El viento azota sin descanso la costa virgen de toda vegetación, los penachos de espuma que sin cesar rompen sobre los picos de las rocas parecen lienzos flotantes.

La pobre casa de la viuda de Saverini, construida en el borde mismo de la costa escarpada, abre sus tres ventanas sobre aquel horizonte agreste y miserable.

La mujer vivía sola con su hijo Antonio y su perra «Ligera», grandota y flaca, de pelo áspero y crecido, cruzada de mastín. Con esa perra iba de caza el muchacho.

Una tarde, y después de una disputa, fue asesinado Antonio Saverini traidoramente con un cuchillo por Nicolás Ravolatti, el cual huyó aquella misma noche a Cerdeña.

Cuando la madre vio el cuerpo de su hijo que le llevaron unos hombres, lloró, pero estuvo largo rato mirándolo fijamente; después, tendiendo su mano derecha sobre el cadáver, juró vengarse. No consintió que nadie le hiciera compañía, y encerróse aquella noche con su hijo muerto y con su perra Ligera en la pobre casa.

Aullaba el animal sin descanso al pie del lecho, con la cabeza tendida hacia su amo y la cola escondida entre las patas. No se movía. Tampoco la madre se movía; inclinada sobre su hijo, lo miraba con los ojos muy abiertos, y lloraba silenciosamente. El cadáver, vestido con un traje de paño burdo rasgado en el pecho, parecía dormir; pero en todo su cuerpo había rastros de sangre: sobre la camisa, en el chaleco, en los pantalones, en la cara y en las manos. Cuajarones de sangre se hallaban prendidos en la barba y el pelo.

Entre sollozos, la pobre madre habló por fin. Al oírla cesó de aullar la perra.

—Yo te vengaré; te vengaré, hijo mío. Duerme, duerme; tu madre te vengará. ¿Oyes? Tu madre te lo promete y siempre te ha cumplido sus promesas. Ya lo sabes.

Y lentamente, inclinándose más, posaba sus labios fríos en los labios muertos.

Entonces Ligera gemía de nuevo, con un aullido monótono, desgarrador, terrible.

Así estuvieron la mujer y el animal junto al cadáver, hasta que se hizo de día.

Enterrado Antonio Saverini, se habló algo de su muerte, pero muy pronto a nadie preocupó aquel asunto, porque no tenía más familia que su madre; ni hermanos, ni siquiera primos.

Ningún hombre que pudiera vengarle; pero su madre se lo había propuesto.

La infeliz mujer, desde la puerta de su casa, veía un punto blanco al otro lado del mar, sobre la costa. Era el pueblo de Longosardo, donde se refugian los criminales corsos que forman el núcleo más importante de la población, frente a las costas de su patria, mientras llega el momento de volver. En ese pueblo se había refugiado también Ravolati, y la madre de Saverini lo sabía.

Sola desde que Dios amanece, con la mirada perdida a lo lejos, pensaba en vengarse. ¿Cómo? Enferma, casi moribunda, ¿qué hacer? Lo había prometido, lo había jurado en presencia del cadáver. No podía olvidarlo, pero tampoco podía esperar auxilio de nadie. ¿Qué hacer? No descansaba, obstinándose, buscando un médico. La perra dormía echada junto a la mujer, o aullaba con el cuello extendido.

Desde que su amo desapareció, ladraba con frecuencia como si quisiera llamarle, como si quisiera decirle que guardaba su recuerdo.

Una tarde, oyendo aullar a Ligera, la madre concibió una idea salvaje, feroz y vengativa. Meditó hasta la mañana siguiente; levantóse al amanecer y se lúe a la iglesia. Rezó arrodillada en el suelo; postrada para recibir las bendiciones de Dios, le rogó que la compadeciera y ayudara dando a su pobre cuerpo consumido energía bastante para resistir hasta que pudiera vengar a su Antonio.

Tenía en el patio un tonel viejo que servía para recoger el agua del canalón y, de regreso en su casa, lo vació, lo volcó, lo afirmó entre piedras. Después de atar la perra en aquel tabuco, se retiró al interior de la casa.

Recorría sin descanso las habitaciones y, al pasar junto a las ventanas miraba siempre hacia Cerdeña. En aquella costa vivía el asesino.

La perra ladró todo el día y toda la noche. La mujer le dio agua, pero agua solamente; ni un pedazo de pan. Ligera, extenuada, se durmió. Al otro día sus ojos brillaban, su pelo se erizaba, y furiosamente sacudía su cadena.

La mujer no dejó de darle agua, pero ni un pedazo de pan.

Al tercer día fue a casa de un vecino para pedirle por favor dos sacos de paja, con la que rellenó ropas viejas de su marido. Quedó hecho un muñeco, y lo ató a una estaca bien fijada en el suelo, después de ponerle, una cabeza de trapo.

La perra, sorprendida, miró al hombre de paja sin ladrar, dominada por el hambre.

La mujer compró una morcilla negra que, puesta sobre las brasas, con su olor excitó a la perra, que ladraba y saltaba para verse libre.

Después cosió fuertemente la morcilla entorno del cuello del muñeco, y cuando lo hubo asegurado soltó al hambriento animal.

De un salto formidable se abalanzó Ligera al cuello del muñeco, y con ferocidad mordisqueaba la morcilla. No pudiendo arrancarla, tomó un nuevo impulso y saltó por segunda vez, deshaciendo a dentelladas el corbatín del hombre.

La mujer, inmóvil y muda miraba muy atentamente. Luego, ató al animal en el tonel que le servía de caseta, y lo tuvo en ayunas otros dos días, al cabo de los cuales, repitió aquel extraño ejercicio.

Durante algunos meses Ligera se acostumbró a conquistar su escaso alimento en esa especie de lucha, tirando fieras dentelladas. Ya no la tenía sujeta y a un gesto de la mujer, el animal se lanzaba contra el muñeco.

Aprendió a desgarrarle, a devorarle sin que tuviese prendido al cuello ningún comestible. Y después de haber achuchado a Ligera contra el muñeco, la mujer premiaba con una golosina la rapidez y la violencia del ataque.

En cuanto veía a un hombre de lejos, Ligera, estremecida, miraba con inquietud, esperando la orden de su ama: un «¡a él!» pronunciado con aguda vocecilla y con el dedo alzado.

Creyendo llegada la ocasión oportuna, la mujer confesó y comulgó un domingo por la mañana, con un fervor extático. Después vistióse con un traje de hombre y trató con un pescador sardo para que, de regreso, la llevara, en su lancha.

En una bolsa puso un gran pedazo de morcilla. Ligera estaba en ayunas desde el día anterior, y la mujer, de cuando en cuando, la dejaba olfatear la bolsa, para exasperar el apetito.

Pasaron de Córcega a Cerdeña y entraron en Longosardo. La mujer cojeaba; en una panadería preguntó por la casa de Nicolás Ravolati. Este, que trabajaba en su oficio de carpintero, estaba solo en su taller.

Ella le llamó desde la puerta:

—¡Eh! ¡Nicolás!

El carpintero volvió la cabeza, y entonces la mujer, soltando a Ligera, gritó:

—¡A él! ¡A él! ¡Destrózale!

Hambriento, exasperado, el animal arrojóse a la garganta del hombre que no pudo huir ni defenderse. Cayó al suelo y alzó las manos; durante unos momentos intentó defenderse, luchar; pero muy pronto quedóse inmóvil, mientras Ligera le destrozaba el cuello arrancándole a mordiscos la garganta.

Dos vecinos, que se hallaban sentados a la puerta de su casa, recordaron al día siguiente haber visto salir de la carpintería a un viejecillo caduco y a un perro, el cual recibía de su amo unos trozos de morcilla negra.

La mujer, de regreso a su casa, durmió aquella noche muy tranquila.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

FILOSOFÍA Y LITERATURA

  FILOSOFÍA Y LITERATURA. Ejemplos de Novelas Filosóficas: "El Extranjero" de Albert Camus Resumen: La historia de Meursault, un h...

Páginas