En
octubre de 1963, cuando Annie Ernaux se halla en Ruán estudiando filología,
descubre que está embarazada. Desde el primer momento no le cabe la menor duda
de que no quiere tener esa criatura no deseada. En una sociedad en la que se
penaliza el aborto con prisión y multa, se encuentra sola; hasta su pareja se
desentiende del asunto. Además del desamparo y la discriminación por parte de
una sociedad que le vuelve la espalda, queda la lucha frente al profundo horror
y dolor de un aborto clandestino.
Annie Ernaux
El
acontecimiento
Este
es mi doble deseo: que el acontecimiento pase a ser escritura y que la
escritura sea un acontecimiento.
MICHEL LEIRIS
Quizá
la memoria solo consista en mirar las cosas hasta el final…
YÜKO TSUSHIMA
Me
bajé en Barbès. Como la última vez, un grupo de hombres esperaba en el andén
del metro aéreo. La gente avanzaba por la estación con bolsas de color rosa de
los grandes almacenes Tati. Salí al Boulevard Magenta. Reconocí los almacenes
Billy, con los anoraks expuestos en la calle. Una mujer avanzaba hacia mí con
sus robustas piernas cubiertas con unas medias negras de grandes dibujos. La
Rue Ambroise-Paré estaba casi desierta hasta las inmediaciones del hospital.
Recorrí el largo pasillo abovedado del pabellón Elisa. La primera vez no me
había fijado en el quiosco de música que había en el patio que se extendía al
otro lado del pasillo acristalado. Me pregunté cómo vería todo aquello después,
al irme. Empujé la puerta quince y subí los dos pisos. Entregué mi número en la
recepción del servicio de medicina preventiva. La mujer buscó en un fichero y
sacó un sobre de papel Kraft que contenía unos papeles. Tendí la mano para
alcanzarlo, pero no me lo dio. Lo puso encima de la mesa y me dijo que me
sentara, que ya me llamarían.
La
sala de espera consistía en dos compartimentos contiguos. Elegí el más cercano
a la puerta de la consulta del médico, que era también donde más gente había.
Empecé a corregir los exámenes que me había llevado conmigo. Justo después de
mí, llegó una chica muy joven, rubia y con el pelo largo. Entregó su número.
Comprobé que a ella tampoco le daban el sobre y que también le decían que ya la
llamarían. Cuando entré en la sala, ya había tres personas esperando: un hombre
de unos treinta años, vestido a la última moda y con una ligera calvicie; un
joven negro con un walkman, y un
hombre de unos cincuenta años con el rostro marcado, hundido en su asiento.
Después de la chica rubia, llegó un cuarto hombre que se sentó con determinación
y sacó un libro de su cartera. Después una pareja: ella con mallas y tripa de
embarazada; y él, con traje y corbata.
Encima
de la mesa no había una sola revista, solo prospectos sobre la necesidad de
comer productos lácteos y sobre «cómo vivir siendo seropositivo». La mujer de
la pareja hablaba con su compañero, se levantaba, le rodeaba con los brazos, le
acariciaba. La chica rubia sostenía la cazadora de cuero doblada sobre las
rodillas. Mantenía los ojos bajos, casi cerrados; parecía petrificada. A sus
pies había dejado una gran bolsa de viaje y una mochila pequeña. Me pregunté si
tendría más razones que los demás para estar asustada. Quizá viniera a buscar
el resultado de la prueba antes de irse de fin de semana o de volver a casa de
sus padres, fuera de la capital. La doctora salió de la consulta. Era una mujer
joven y delgada, petulante, con una falda rosa y medias negras. Dijo un número.
Nadie se movió. Correspondía a alguien del compartimento de al lado, un chico
que pasó rápidamente. Solo vi sus gafas y su cola de caballo.
Llamaron
al joven negro y después a otras personas del compartimento de al lado. Nadie
hablaba ni se movía, salvo la mujer embarazada. Solo alzábamos los ojos cuando
la doctora aparecía en la puerta de la consulta o cuando alguien salía de ella.
Le seguíamos con la mirada.
El
teléfono sonó varias veces: era gente que pedía hora o información sobre los
horarios. En una ocasión, la recepcionista fue a buscar a un biólogo para que
hablara con la persona que llamaba. El hombre se puso al teléfono y dijo: «No,
la cantidad es normal, completamente normal». Las palabras resonaban en el
silencio. La persona al otro lado del teléfono debía de ser seropositiva.
Había
acabado de corregir los exámenes. Me venía una y otra vez a la cabeza la misma
escena borrosa de aquel sábado y de aquel domingo de julio: los movimientos del
amor, la eyaculación. Debido a esa escena, olvidada durante meses, me
encontraba ahora ahí. El abrazo y los movimientos de los cuerpos desnudos me
parecían una danza mortal. Era como si aquel hombre, a quien había aceptado
volver a ver con desgana, hubiera vuelto de Italia solo para contagiarme el
sida. Sin embargo, no conseguía establecer una relación entre aquello (los
gestos, la tibieza de la piel y del esperma) y el hecho de encontrarme en ese
lugar. Nunca pensé que el sexo pudiera tener relación con nada.
La
doctora dijo mi número en voz alta. Antes incluso de que yo entrara en la
consulta me dirigió una gran sonrisa. Lo interpreté como una buena señal. Al
cerrar la puerta me dijo enseguida: «Ha dado negativo». Me eché a reír. Lo que
dijo durante el resto de la entrevista ya no me interesó. Tenía una expresión
feliz y cómplice.
Bajé
la escalera a toda velocidad y rehíce el trayecto en sentido inverso sin
fijarme en nada. Me dije que, una vez más, estaba a salvo. Me hubiera gustado
saber si la chica rubia también lo estaba. En la estación de Barbès, la gente
se amontonaba a ambos lados de la vía. Aquí y allá se veía el color rosa de las
bolsas de Tati.
Me
di cuenta de que había vivido ese momento en el hospital Lariboisière de la
misma forma que en 1963 había esperado el veredicto del doctor N.: inmersa en
el mismo horror y en la misma incredulidad. Mi vida, pues, ocurre entre el
método Ogino y el preservativo a un franco de las máquinas expendedoras. Es una
buena manera de medirla, más segura incluso que otras.
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