CHARLES BAUDELAIRE
BRUGUERA
Traducción: Carlos Pujol
¿Es
el poeta un bruto inspirado o un perpetuo niño que sólo sabe sacar música
misteriosa de las palabras? Opínese lo que se quiera, pero en el caso de
Baudelaire nada menos cierto. El mayor poeta de su siglo es también uno de los
hombres más inteligentes que dio la Francia del xix, uno de los que hablan de
literatura con mayor lucidez, conocimiento y profundidad.
Publicar
ahora en castellano la crítica baudeleriana no es, pues, añadir unos textos
circunstanciales al glorioso monumento de Las flores del mal.
Son éstas unas páginas sin desperdicio, admirables, de una penetración tan rara
en su tiempo como en el nuestro; con un humor devastadoramente amargo y justo,
y una seguridad de estilo y de matices que han de ser la envidia de cualquier
crítico contemporáneo que conserve algún residuo de buen gusto.
La
lectura de estos comentarios mueve a pensar que en la época de Baudelaire
abundaban los perfectos imbéciles, las mediocridades encumbradas, las glorias
ficticias; los famosos cuya identidad hoy hay que buscar en viejos libros o en
minuciosísimas historias de la literatura que apenas les dedican una rápida
mención. Sic
transit. Eso es todo lo que ha quedado, poco más de
un siglo después, de rutilantes académicos, temibles críticos, imperecederos
poetas y novelistas de fama bien cimentada.
Una
lección de humildad para nosotros. Gente tragada por el olvido que entonces
parecía ser alguien, y que ha resultado no ser más que una apariencia cuyo
recuerdo, en breves y piadosas notas a pie de página, nos sume en una vaga
melancolía. El señor Dupont, tan vulgar como ya indica su apellido, ¿pudo
creerse un gran poeta? ¿Quién se acuerda de Le Vavasseur, de Asselineau, de
Barbier? Al señor Augier, ¿por qué se le juzgó un dramaturgo ge nial? Todo ese tropel
de generales, príncipes y duques que atestaba la Academia Francesa, ¿se tomaron
alguna vez en serio, se creyeron metafóricamente inmortales?
¡Cuántos
nombres olvidados que dan pie a ataques vehementes, en los que hoy creemos ver
una cierta despro porción, o, ay, a elogios hiperbólicos que nos hacen son
reír. Decían los latinos que el águila no caza moscas, y sin embargo, ¡cuántos
grises moscones del Segundo Impe rio legan su borroso nombre a la posteridad
gracias a elogios de amigo o a la ira justiciera de Baudelaire!
Es
difícil hablar de los contemporáneos, nunca se puede decir todo, la proximidad
con frecuencia nos engaña, se cambia de parecer, hay que disimular aversiones
bien arraigadas con frases de doble sentido. A Baudelaire, ¿le gustaba tanto Dupont?
¿No son exageradas las alabanzas que dedica a Gautier, quien tal vez no merecía
la honrosa y rimbombante dedicatoria de Las flores del mal?
Sabemos,
en cualquier caso, por sus cartas, que no le gustó Los miserables,
novela de la que habla muy bien en un largo artículo; lo cual no impide que en
otro se ensañe con Victor Hugo. ¿Es esto crítica literaria? ¿O es estrate gia,
con sus dosis de bilis, de venganza, de compromiso y de compadraje? ¿Fue
Baudelaire un verdadero crítico lite rario, pueden decirnos algo, todavía hoy,
sus escritos de entonces?
Indudablemente
sí, porque los excesos y defectos de estas páginas, fáciles de subsanar para un
lector juicioso, no afectan a lo esencial; no alteran el hecho de que Bau
delaire en el fondo apenas habla de personas, mientras que habla en cambio
mucho de las dos únicas cosas que le importaban de veras: la Literatura con
mayúscula y él mismo, dos nombres diferentes de algo que se confundía con su
propia personalidad, con su vocación.
Qué
es la Literatura y qué no es. Es Belleza y Verdad, un fin en sí mismo. No es
predicación, moral, facilidad, desaliño, pereza, engaño. Es talento, pero
también trabajo, inspiración, desde luego, pero más aún constancia, esfuerzo.
No es mensaje del tipo que sea, camuflando mer cancías averiadas, no es
satisfacción a los lectores en busca del éxito. Es exigencia y sacrificio,
altura. Todo un programa sobre el que ejemplariza los casos a favor y en contra
de gente de su tiempo.
Y
detrás de la Literatura está el artista, complejo y atormentado, doloroso
narciso que se mira incansablemen te en su propia imagen crispada, fuera de la
cual sólo consigue interesarse por las mayúsculas de la BELLEZA. Aunque la
VERDAD, que para él reside en el sufrimien to, en el dolor como única
aristocracia de este mundo, completa y humaniza turbadoramente tan altiva
visión de las cosas.
Baudelaire
que sólo habla de sí mismo, que sólo se alude a él; que hace una crítica que es
ya de por sí Literatura, y en la que todas sus palabras, sus cóleras y sus
aficiones, sus protestas y sus entusiasmos, remiten al propio poeta. No hay
menos Baudelaire en estas páginas que en sus versos más célebres, ni, por lo
común, están escri tas con menos vigor, dramatismo y hondura.
El
texto que abre nuestro volumen, el primer artículo sobre Pierre Dupont (habrá
otro más matizado y distanciado) es una curiosidad histórica que nos presenta a
un Baudelaire que, en 1851, todavía excitado por los ideales revolucionarios de
1848, hace un clamoroso elogio de un rimador obrero, cuyo recuerdo no tardaría
mucho en caer en el más justo de los olvidos.
Nada
menos baudeleriano que esa exaltación sin límites de la poesía útil, sobre la
que, años después, al hablar de Poe, volcará los sarcasmos más feroces; de la
poesía sincera, natural, tomada como «síntoma de unos senti mientos públicos»,
del poeta como abanderado del «amor a la virtud y a la humanidad».
Y
nada más baudeleriano que su absoluta rebeldía ante las ideas consagradas y los
valores establecidos, su necesidad de estar en contra; nada más suyo también
que su identificación con el rebelde, en la que no falta ni una transparente
alusión familiar a la tiranía de su padrastro, el general Aupick.
Páginas
llenas de brío y de pasión —que sin duda pos teriormente avergonzaron al poeta—
en las que declara sublime a un escritor muy mediocre, a un poetastro, sin más
razones que las de su representatividad revolucionaria. Pero, ironías del
oportunismo crítico y de la estética ideológica: Dupont (a quien Marx llegó a
citar en El
Capital) se sometió poco gallardamente al Segundo
Imperio y se avino incluso a cantar las victorias de Napoleón III en Crimea.
A
posteriori, pues, la enseñanza de este escrito tan de circunstancias, abona la
filosofía del Baudelaire maduro: la vida —a diferencia del Arte, cuya exigencia
lo hace perenne— traiciona; Dupont, arquetipo del poeta útil, re nuncia al
símbolo en el que residía todo su interés, y entonces se convierte en la pura
nada. Lección de la que el poeta hecho crítico iba a tomar buena nota: jamás
servir a estética que pueda perder todo valor por razones ajenas a la estética.
Con muy pocos meses de diferencia,
asesta luego dos golpes tremendos y sarcásticos, por así decirlo a derecha y a
izquierda: a la literatura ñoña y moralizadora por un lado, a los brotes de
esnobismo neopagano por otro. Entre las fechas de ambos artículos (noviembre de
1851 y enero de 1852), curiosa y significativamente, la del golpe de Estado de
Luis Napoleón. El Segundo Imperio estaba en puertas.
Baudelaire se busca a sí mismo, sin
romper del todo con los acentos cándidamente humanistas y en cierta manera
razonables de su texto sobre Dupont, en el que de todas formas es posible que
haya que atribuir una buena parte más a la amistad personal que al
convencimiento. ¿O creía aún en el ideal de una poesía sencilla, sana y
popular, con sus ribetes de utilitarismo?
Tal vez, pero en cualquier caso,
nada en la ramplona gazmoñería del teatro de Augier, al que dedica un violento
ataque ahora que el ministerio amenaza con patrocinar ese tipo de literatura. ¿Qué
hacemos con la virtud? Qui zá, viene a decir, vale más practicarla que
aconsejarla en versos ripiosos. Una virtud predicada desde el escenario por
Augier y compañía enmascara los propósitos más inconfesables, entre ellos el de
sustituir fraudulentamente el arte por la moral.
Y además, ¡qué moral! Un simulacro
acomodaticio y satisfecho para las personas de orden que llenan los palcos y la
platea, un pancismo disfrazado de buenas costumbres, una ética fácil y
pequeñita, rentable, que el crítico flagela sin piedad. ¿Buenos ejemplos? Según
—y aquí se escuda en frases y actitudes de Balzac—, pero hipocresías
moralizadoras, moral como la solución más confortable para la vida, no.
No
transcurren muchas semanas sin que vuelva a po nerse ferozmente en pie de guerra,
esta vez luchando en otro frente. Empieza a hacer estragos un neoclasicismo que
representa muy bien la obra primeriza de Théodore de Banville, de quien son Las estalactitas
en 1846, y con tra el que se dirige sin duda este artículo. Fervores anti guos
de cartón piedra, risibles ampulosidades mitológicas que no tardarán en dar
paso, con un poco más de solidez, a los primeros parnasianos.
Baudelaire
se ensaña también con ellos, con su presuntuoso paganismo, su ridicula
amoralidad afectada, su desdén trágico cómico por las realidades más bien
sórdidas en que tales literatos se ven metidos a pesar suyo. Si la exaltación
sistemática de una virtud a pequeña escala le parece una falsedad, no menos
falsa es esa pose de titanismo de guardarropía, con túnicas y clámides.
«La
ley de la vida exige que quien rechaza los goces puros de la actividad honrada
sólo pueda ser sensible a los terribles goces del vicio», escribe, y nos deja
perplejos, porque eso casi podría firmarlo algún conspicuo moralista de la
«escuela del sentido común». ¿O está pensando en Pierre Dupont, a quien no es
el momento más oportu no para citar después del 2 de diciembre?
Con
todo, eso tiene ecos muy de su poesía. Y añade: «El pecado contiene su
infierno, y la naturaleza dice de vez en cuando al dolor y a la miseria: ¡ Id a
vencer a esos rebeldes!» Seguimos en el mismo tono, pero el enfoque de la
cuestión ¡ nos recuerda tanto a
Las flores del mal! Es un momento de encrucijada, en
pocos meses los tres artículos hacen confluir, confusa y turbulentamente,
encontrados principios de estética y de ética.
Viejas
polémicas para historiadores de la literatura, podrá pensar alguien, ¿quién se
acuerda de Dupont, de Augier o de Banville? ¿Quién les lee ahora? No nos engáñenos,
aunque no les leamos, entre nosotros están sus sucesores. El populismo social,
la blanda moralización y el paganismo frenético tienen también sus nombres ayer
mismo y hoy, son posturas y tentaciones, no menos ridículas que hace un siglo y
medio, ni tampoco menos presentes.
Baudelaire
se orienta orientándonos con la profundidad de su crítica implacable. Los suyos
no son textos históricos si saben leerse debidamente, sino búsquedas difíciles,
pugnas secretas del artista consigo mismo que es posible que nunca pierdan
actualidad; que siempre sigan siendo luz para lectores que en otras
circunstancias reconocen a los mismos fantoches con los que batallaba
Baudelaire al filo del golpe de Estado del príncipe presidente Luis Napoleón.
El
artículo sobre
Madame Bovary es del otoño de 1857, cinco años y
medio después del último comentado. Las vacilaciones ya no existen, el poeta
sabe adónde va y qué caminos quiere seguir, y cuando exalta la novela
flaubertiana lo hace más que como crítico, como escritor que se reafirma a sí
mismo mirándose en el espejo de una obra en la que advierte no pocas afinidades
sustanciales.
La
primera y más obvia aparece aludida en pocas palabras: «la moral, que por un
celo ciego y demasiado vehemente...» En este año de 1857 Madame Bovary
y Las flores del
mal comparecieron ante los tribunales
franceses bajo la acusación de ofensas a la moral pública. Como es sabido,
Flaubert fue absuelto y Baudelaire condenado a una multa y a la supresión, en
ediciones posteriores, de determinados poemas.
No
puede extrañarnos, pues, el ardor de la defensa baudeleriana, que insiste en
unos cuantos puntos capitales que le afectaban muy de cerca: la verdad última
de lo que se describe, la belleza purificadora del arte, la justificación
espiritual, aunque paradójica, de un asunto aparentemente poco ejemplar. Otra
vez a vueltas con la moral y la virtud, que de nuevo hay que distinguir de la
verdad y el arte.
Pero hay otra cuestión mucho más
concreta que le atañe especialmente y en la que pone un gran interés. Pasa
revista a diversos autores contemporáneos, algunos muy olvidados hoy, como Bárbara,
otros en esa semipenumbra que sólo frecuentan los eruditos: Champfleury,
Custine, a quien recordamos por sus Cartas de Rusia
más que por sus novelas... Otros relegados al inframundo del folletín, como
Féval, y quizá sólo el crepitante Barbey con plena vigencia.
A todos les hace reproches, para
concluir que sólo Flaubert ha hermanado la vulgaridad del asunto —vulgaridad
deliberada, muy consciente— con el genio del escritor. Adulterios provincianos
mezquinos, sórdidos, es cuanto merece nuestra época, dice, lo único que puede
entender, porque está a su altura. Los demás se pierden en las nubes, sólo
Flaubert es fiel a la verdad de su siglo retratando la zafiedad moral.
Nuestro siglo es feo y adocenado, y
todo eso tiene que pasar a la literatura, pero el escritor no renuncia a sí
mismo, y convierte en arte esos materiales vulgares de la realidad. La
fascinación baudeleriana por lo feo tratado artísticamente, como contrapeso
realista de la sublimidad del mismo arte, se refleja aquí en su apasionado
elogio de Flaubert.
Tras un salto de dos años, el
artículo sobre Asselineau, cuya obra tal vez merezca mejor fortuna, nos
devuelve una vez más a aspectos capitales de la estética de Baudelaire. El
ensueño, la ironía, «la legitimidad de lo absurdo y de lo inverosímil», «la
situación anormal de una mente», las alucinaciones, temas que atraían
irresistiblemente al escritor, y que comenta con una extraordinaria vivacidad.
Asselineau, que por su cronología es
un riguroso coetáneo de Baudelaire, pertenece como tantos otros escrito res
citados hasta ahora, a esa generación del segundo romanticismo que tenía
veintitantos años cuando se produjo el cataclismo ilusionado de 184B.
Revolución que iba a cambiar el mundo, y en seguida contrarrevolución que lo
devolvió a su lugar más o menos de siempre.
Los que vivieron aquellas fechas
siendo jóvenes, y estuvieron —como Baudelaire— en las barricadas, ya no
volverían a ser los mismos. El romanticismo stricto sensu había
muerto, y de sus desengaños iba a nacer la literatura del Segundo Imperio: los
profetas del «realismo» y los soñadores de un retorno a la antigüedad, el reino
de la fantasía y del arte por el arte.
Se hablaba familiarmente de la
locura, del sueño y del desvarío con una lucidez amarga que no era la de la
generación anterior. Y así esos relatos dan pie a Baudelaire en el fondo para
glosarse a sí mismo, para explayar su estética, para atacar a sus enemigos y
defenderse. Lo horrible y lo maravilloso, en una extraña mezcla que se confunde
con la realidad cotidiana, están ahí como un elemento del que participan todos
esos hijos de una revolución frustrada.
Del mismo 1859 es, no ya artículo,
sino un largo estudio que se publica tres meses más tarde, en marzo, y que el
editor Poulet Malassis recogerá en forma de plaquette a
comienzos de otoño. Un largo y elocuente estudio sobre Théophile Gautier, que
había sido el destinatario de
Las flores del mal («Al poeta impecable, al mago
perfecto de las letras francesas, a mi queridísimo y veneradísimo maestro y
amigo...»).
Muchos elogios eran que se completan
aquí con una serie de páginas en las que las alabanzas se vierten a chorros.
¿Proporcionadas, merecidas? El lector moderno se siente incómodo ante ese
despliegue tan aparatoso de veneración filial —Gautier es para Baudelaire el
padre literario adoptivo— y ante tantas frases que nos suenan a exageradas y a
hiperbólicas.
De
una parte, porque, desde un punto de vista puramente biográfico, sabemos que
Gautier se sentía embarazado y confuso ante aquel discípulo entusiasta, que
juzgaba un poco comprometedor. El era un escritor consagra do y prestigioso,
que llevaba diez años a Baudelaire, el último de los románticos y el primero de
los modernos; que se ganaba el pan con la esclavitud de las crónicas periodísticas,
pero con fama de hombre de letras, y que después de las audacias y calaveradas
juveniles, había entrado en cierta fase serena y magistral.
¡
Y aquel arrebatado discípulo asociaba su nombre con extravagancias truculentas,
con versos que tenían un regusto blasfemo, con poemas que hablaban
desembozadamente del amor sáfico... y que no tardarían en ser condenados por
los tribunales! Todo eso era inquietante, y lo cierto es que la primera
redacción de la dedicatoria fue rechazada por Gautier, quien alegó que insistía
demasiado en «el aspecto escabroso del volumen».
Así
pues, el padrino del mejor libro poético de los últimos siglos fue llevado a
las fuentes bautismales un poco a rastras. Eso puede no empañar la simpatía, la
humanidad y las notables dotes literarias del buen Théo, pero ¡de ahí a esa
catarata de elogios que le dedica Baudelaire! Hoy, cuando sólo en los círculos
universitarios se sigue leyendo fielmente a Gautier, estas páginas tienen que
parecemos excesivas.
Y
es muy posible —hay indicios en favor de tal suposición— que a Baudelaire
también se lo parecieran. Ya es sabido que la sinceridad absoluta raras veces
es de este mundo. Y el autor de tan ditirámbico estudio no deja de confesar a
Victor Hugo que en su admirado Gautier ad vierte «lagunas», y que está lejos de
compartir algunas de sus tendencias, por ejemplo, su entusiasmo por el Progreso
(en el texto hay, por otra parte, alusiones restrictivas en este sentido).
Pero
lo indudable es que la estética anunciada por Gautier es la plataforma de la
estética baudeleriana, y el poeta reconoce —y sin duda magnifica— la deuda
contraída con su maestro. La reconoce generosamente, aunque en su generosidad
haya también algo de necesaria afirmación personal: no sólo al hablar de
Gautier se retrata a sí mismo, como suele hacer, sino que además al elogiarle
se siente menos huérfano, menos solo, sin dejar de ser quien es.
«Esta
aristocracia que crea a su alrededor la soledad», como dice tajantemente, es
más una alusión autobiográfica que un comentario crítico; y cuando nos habla de
«la Idea fija», del «amor exclusivo de la Belleza», de la «sublime función» del
escritor (lo cual es muy impropio aplicado a Gautier, que se pasó la vida
haciendo periodismo), de los poetas como «seres fabulosos y exóticos», de sus
constantes afanes de perfección formal, ¿de quién habla?
Gautier
pasa a convertirse inevitablemente en pretexto; por fortuna Baudelaire sólo
puede hablar de sí mismo, lo cual nos interesa muchísimo más que todo lo que
pudiera decir, con la mayor objetividad, de los otros. En el maestro ve a la
vez caminos que ya son los suyos y limitaciones que sabe cómo vencer. La
cortesía pública es una cosa, la convicción personal sin duda otra distinta.
En
el bloque que titula «Reflexiones sobre algunos de mis contemporáneos», de
comienzos de los años sesenta, cuando faltaban muy pocos para su muerte,
Baudelaire se muestra en toda su madurez de criterios y de estilo. Son páginas
admirables de precisión y de agudeza, de lo mejor de toda su obra crítica, como
un tremendo repaso a unos cuantos escritores de la época desde la atalaya de su
genio.
El
largo artículo sobre Victor Hugo es, en general, excelente como justicia
apreciativa, y tiene además una seguridad de pluma estupenda. Al menos en el
lado positivo; es decir, tiene razón en todo lo bueno que dice de Hugo, pero
calla lo que no le gusta o aquello en lo que disiente. El magisterio estético y
moral de Victor Hugo en estos años de exilio era muy grande, y Baudelaire
matiza la sinceridad con una fuerte dosis de prudencia.
Admira
la grandiosidad, la amplitud de registros verbales, las fulgurantes intuiciones
que abundan en la obra hugoliana; y silencia piadosamente descuidos, caídas,
énfasis desplazados, torrentes de charlatanería y de filosofías baratas. Muy
baudelerianas son observaciones como las que hacen referencia a la
«monstruosidad» y a la «oscuridad indispensable». No tardaremos en leerle
elogios más cohibidos y por fin palabras de una franqueza brutal, durísima.
Curioso
y significativo es el texto dedicado a Barbier, que tiene algo de ajuste de
cuentas, y que remacha la vieja polémica de la poesía útil, con sarcasmos que
debían de hacer mella en aquellos momentos: «Tengo comprobado que las personas
demasiado enamoradas de la utilidad y de la moral descuidan gustosamente la
gramática», afirma muy socarrón.
¿Que
significa la poesía «honrada», la que expresa «ideas», la que está movida por
una justa indignación? Nada. «La poesía se basta a sí misma. Es eterna y nunca
tiene que necesitar ayuda exterior.» ¿Qué pasa entonces con el poeta social
Barbier? Que ha sido un buen poeta a pesar suyo, concede.
Con
Marceline Desbordes Valmore nos movemos en otro terreno. A diferencia de
fantoches como Barbier o Dupont, aquí estamos ante verdadera poesía,
preludiando incluso en sus mejores momentos la voz de Verlaine, de una
«naturalidad» —es la expresión baudeleriana— que sabe encontrar acentos líricos
de verdadero valor. Pero, ¿no había que condenar la naturalidad? ¿En qué
quedamos?
Lirismo
«natural», irregular, espontáneo, desaliñado, todo eso no podía complacer a
Baudelaire, y sin embargo, en una de esas soberbias inconsecuencias que en el
fondo tienen pleno sentido, Baudelaire proclama su entusiasmo por la dulce
Marceline. De vez en cuando, dice, nos vemos obligados a abrazar una causa que
va contra todos nuestros principios estéticos, y una vez más acierta con una
independencia admirable. Bien están los principios, pero él está más alto.
Hace
un elogio muy sensible de la poetisa lionesa, viendo detrás de sus torpezas y
de sus balbuceos un sentido musical y una emoción que todavía conmueven a
nuestros contemporáneos. Y concluye con una página de antología, describiendo
en términos metafóricos la poesía de Marceline como un jardín brumosamente
lírico y triste, desarrollando la comparación de un modo tan delicioso como
inspirado.
Luego
vuelve a hablarnos de Gautier, de su vertiente de «mago perfecto», de poeta
—como él mismo— que lo es en la medida en que se acerca a la perfección en el
manejo de su instrumento, el lenguaje. E imagina una «fábula» —el francés como
lengua muerta, «en las escuelas de las nuevas naciones se enseña la lengua de
un pueblo que fue grande, del pueblo francés»— que hoy tiene resonancias de
patética profecía.
De
Pétrus Borel, el Licántropo, Baudelaire parece ocuparse con menos seriedad,
permitiéndose un paréntesis entre divertido y emocionado para evocar la
extravagante figura de uno de aquellos frenéticos del romanticismo, más
atractivos como curiosidad que como arte. Una existencia estrambótica y maldita
tiene también un encanto que no podía dejar de atraerle.
Al
escribir sobre ese «raro», cuyas deficiencias literarias no trata de ocultar,
desplaza las consideraciones estéticas de la zona de los grandes ideales a la
singularidad, aunque sea con un talento más bien escaso. El Licántropo le
interesa como un ejemplo fascinante de persona irregular, distinta, única,
espejo deformado de sí mismo que se queda en la caprichosa anécdota
diferencial.
Con
Moreau Baudelaire se ensaña por dos razones que explica muy bien: es el
prototipo del desorden, de la falta de rigor, de la pereza, del descuido, no
hay peores pecados para un poeta; pero además es una gloria útil, una fama
oportunista que conquistó sin grandes exigencias morales. Tópicos románticos,
melodramatismo barato, latiguillos políticos de éxito fácil, todo unido a un
«fárrago de imitaciones». «El ídolo de los haraganes y el dios de las
tabernas», le define severamente.
La
aristocrática indignación baudeleriana se eleva del caso particular (que no
tiene más interés que el representativo, porque Moreau es un poeta muy malo) al
terreno de las ideas: es «el papagayo bobo de los badulaques de la democracia»,
frase que muchos contemporáneos no le perdonarían jamás, y que le atrajo la
enemistad de un influyente editor. No obstante, no será la última muestra de
desdén antidemocrático que aparezca en su obra.
Los
dos artículos siguientes corrigen con discreción, pero también con firmeza,
puntos de vista ya expresados con anterioridad. En el primero rehabilita a
Banville, que en sus nuevos libros se ha hecho acreedor a sus elogios. Pero más
que hablar de Banville, Baudelaire aquí diserta sobre el lenguaje lírico, sobre
el medio de expresión poética.
Su
nuevo texto sobre Dupont sigue siendo amistoso, cordial, pero los comentarios
están erizados de suaves reservas; sus obras no son «ni esmeradas ni
perfectas», «debe más a la naturaleza que al arte», etc., observaciones que en
su pluma tienen un significado inequívoco. Más que crítica, homenaje a una
antigua amistad en términos suficientemente ambiguos y educados para no mentir
del todo.
Sobre
Leconte de Lisie, el maestro del Parnaso, Baudelaire tenía que escribir con
elogio, tanto por sus afanes de perfección formal como por su actitud de
altivez: «Pertenece a esa familia de espíritus que siente por todo lo que no es
superior un desdén tan tranquilo que ni siquiera se digna expresarse.» Los
temas exóticos, «la lengua noble, decidida, fuerte», la exactitud de sus rimas,
todo contribuye a hacer de él un artista fraterno, en la altura de inaccesibles
ideales.
Hoy
nos sorprende un tanto la identificación. Leconte es sonoro, pero también
hueco, su ampulosa majestuosidad es acartonada, sus poemas antiguos suenan a
arqueología, sus inquietudes de trascendencia no nos conmueven. En realidad
tienen poco que ver con Baudelaire, y aunque coinciden en rasgos exteriores (en
Leconte mucho más pompiers).
les separa el abismo del genio.
La
breve nota sobre Le Vavasseur que cierra estos juicios pertenece al mismo tono
de la dedicada al Licántropo. La extravagancia simpática, como hemos visto,
también le atraía, y esos personajes raros y maniáticos, esos malditos que
confunden lo original con lo excéntrico, constituyen por su misma vida un
cierto grado de litera tura viviente, tentación destructora que Baudelaire
parece bordear a menudo.
El prólogo a Cladel, escritor al que
llevaba catorce años, es decir, ni maestro ni compañero, sino de una generación
filial, es un nuevo pretexto para repetir su teoría del arte: «La inspiración
no es más que la recompensa del ejercicio cotidiano», nos recuerda, y arremete
otra vez contra los perezosos, los fatuos, los ilusos, contra la vulgaridad
mental que hace creer a unos desdichados que no hay que esforzarse por escribir
bien, que basta con imitar la manera de vivir de los bohemios literarios de
Murger.
La literatura hay que hacerla, no
hay que imitarla en la vida, viene a decir, y se hace con talento, claro está,
pero sobre todo con esfuerzo y perseverancia, hoy diríamos con seriedad
profesional. «El aprendiz de saltimban qui ha de arriesgarse a romperse mil
veces los huesos en secreto antes de bailar ante el público.» En otras
palabras, según la magnífica fórmula baudeleriana: La inspiración es trabajar
todos los días.
«Una reformá en la Academia» más que
un artículo de crítica es un desahogo. Baudelaire había presentado su
candidatura para el sillón del Padre Lacordaire, y un es crito de Sainte-Beuve
sobre la politización de las elecciones académicas le impulsa (aunque desde el
anonimato) a ajustar las cuentas a una serie de fantasmones, en su época
juzgados ilustres, que pertenecen a la docta corporación por razones de tipo
familiar o político.
El artículo es duro y vengativo,
aunque su mejor ven ganza —postuma— se la proporciona el hecho de que hoy nadie
recuerde los nombres de aquellos señores encumbrados por motivos tan
especiales. De todas formas, ¿podemos imaginarnos a Baudelaire en la Academia
Francesa? La hipótesis es un tanto incongruente, pero ¡hubiese sido tan hermoso
poder leer ahora un encendido elogio suyo del dominico Lacordaire!
Las costumbres literarias han
cambiado muy poco, y esta historia no ha perdido actualidad. En 1862 Baudelaire
no ingresó en la Academia, ni tampoco Jules Favre, el político de la oposición,
el elegido fue Octave Feuillet, autor de La novela de un joven pobre.
Seis años después Favre conseguía su propósito, cuando ya Baudelaire había
muerto sin ser académico, aunque, seamos justos, para ser inmortal necesitaba
ese honor mucho menos que sus rivales.
Más
sorprendente es el elogio de
Los miserables que leemos a continuación. Es un
artículo que no abandona el plano moral, de pura exaltación humanitaria («un
libro de caridad, una ensordecedora llamada al orden de una sociedad demasiado
enamorada de sí misma y demasiado despreocupada de la inmortal ley de la
fraternidad»), con muy pocas referencias de carácter estético. ¿Era así como lo
veía Baudelaire?
Por
una carta a su madre, sabemos que no, que el libro le parecía «inmundo», y algo
de eso se puede leer entre líneas, en un texto forzado y extraño en el que sólo
ocasionalmente oímos su característica voz. Admira la grandiosidad, comparte el
amor a los humildes, ha de elogiar su talento de visionario, pero el conjunto
es tan declamatorio y chapucero...
En
el artículo siguiente, ya de 1864, sólo dos años an tes de la parálisis que le
fulminaría en Bélgica, se quita la máscara: es una feroz diatriba contra la
literatura utilizada con fines políticos, en este momento de signo democrático,
y la cabeza de turco es nada menos que el vene rabie exiliado Victor Hugo. El
centenario de Shakespeare, que se quiere convertir en una apoteosis
revolucionaria y filantrópica, le inspira párrafos de una mordacidad cruel y
justiciera que no respeta a nadie.
«Shakespeare
es socialista. El no lo sospechó jamás, pero importa poco. Estamos
familiarizados con ese tipo de supercherías.» Con el «crescendo
propio de la necedad de las muchedumbres reunidas en un solo lugar», se dará
libre curso a «la verborrea francesa», bajo el patrocinio de «ese poeta en
quien Dios, movido por un propósito de mixtificación impenetrable, ha
amalgamado la necedad con el genio». Victor Hugo iba a sobrevivir muchos años a
Baudelaire, pero su mejor epitafio ya quedaba escrito.
En cuanto a los dos largos estudios
sobre Poe que cierran este volumen (aunque cronológicamente son de los años
cincuenta, suelen publicarse al final de sus artículos porque constituyen un
mundo aparte dentro de su labor crítica), hay que apresurarse a advertir que
son un poco farragosos.
Buena parte de su contenido es
demasiado concreto (datos biográficos —algunos clamorosamente falsos, dicho sea
de pasada—) y tiene tan sólo una finalidad informad va, que hoy no es de gran
interés. En otros aspectos es demasiado abstracto, abundan en prolijas
discusiones, o insiste con un énfasis un tanto desplazado en la crítica de la
sociedad norteamericana que no supo comprender al gran poeta.
La necesidad de presentar un autor
extranjero descono cido al lector francés, y sobre todo la identificación abso
luta con éste, menguan las posibilidades críticas de Baudelaire. Es mucho más
verboso que en otras ocasiones, la exposición es confusa y atropellada, y le
vemos crispado y nervioso, queriendo decir más cosas de las que dice y en
general embarullándose.
Con todo, ambos estudios contienen
pasajes admira bles, ráfagas de juicios dignos de su talento, enérgicas y
profundas afirmaciones, gritos patéticos cuando se identi fica plenamente con
el mártir incomprendido de la poesía que nos describe. Pero no éste su tono
habitual ni el mejor de sus acentos, y el deslumbramiento de Poe le perjudica
más que le favorece.
Al hablar de Poe, una vez más lo que
nos interesa son los ecos personales que levanta, la afirmación de sí mismo a
través de un drama ajeno y del arte de otro. Todos los dramas humanos y todo el
arte parecen confluir en él, y en la inteligencia y la pasión de sus palabras
asimila todo el dolor del mundo y toda su belleza. El artista sólo sabe hablar
de sí mismo, y al hacerlo habla de todos nosotros con una hondura en la que
reconocemos nuestra verdad.
Carlos Pujol
Barcelona, mayo de 1984