viernes, 23 de agosto de 2024

CHARLES BAUDELAIRE ESCRITOS SOBRE LITERATURA BRUGUERA Traducción: Carlos Pujol Prólogo

  

 

 




CHARLES BAUDELAIRE

ESCRITOS SOBRE LITERATURA

BRUGUERA

Traducción: Carlos Pujol

    Prólogo

¿Es el poeta un bruto inspirado o un perpetuo niño que sólo sabe sacar música misteriosa de las palabras? Opínese lo que se quiera, pero en el caso de Baudelaire nada menos cierto. El mayor poeta de su siglo es también uno de los hombres más inteligentes que dio la Francia del xix, uno de los que hablan de literatura con mayor lucidez, conocimiento y profundidad.

Publicar ahora en castellano la crítica baudeleriana no es, pues, añadir unos textos circunstanciales al glorioso monumento de Las flores del mal. Son éstas unas páginas sin desperdicio, admirables, de una penetración tan rara en su tiempo como en el nuestro; con un humor devastadoramente amargo y justo, y una seguridad de estilo y de matices que han de ser la envidia de cualquier crítico contemporáneo que conserve algún residuo de buen gusto.

La lectura de estos comentarios mueve a pensar que en la época de Baudelaire abundaban los perfectos imbéciles, las mediocridades encumbradas, las glorias ficticias; los famosos cuya identidad hoy hay que buscar en viejos libros o en minuciosísimas historias de la literatura que apenas les dedican una rápida mención. Sic transit. Eso es todo lo que ha quedado, poco más de un siglo después, de rutilantes académicos, temibles críticos, imperecederos poetas y novelistas de fama bien cimentada.

Una lección de humildad para nosotros. Gente tragada por el olvido que entonces parecía ser alguien, y que ha resultado no ser más que una apariencia cuyo recuerdo, en breves y piadosas notas a pie de página, nos sume en una vaga melancolía. El señor Dupont, tan vulgar como ya indica su apellido, ¿pudo creerse un gran poeta? ¿Quién se acuerda de Le Vavasseur, de Asselineau, de Barbier? Al señor Augier, ¿por qué se le juzgó un dramaturgo ge nial? Todo ese tropel de generales, príncipes y duques que atestaba la Academia Francesa, ¿se tomaron alguna vez en serio, se creyeron metafóricamente inmortales?

¡Cuántos nombres olvidados que dan pie a ataques vehementes, en los que hoy creemos ver una cierta despro porción, o, ay, a elogios hiperbólicos que nos hacen son reír. Decían los latinos que el águila no caza moscas, y sin embargo, ¡cuántos grises moscones del Segundo Impe rio legan su borroso nombre a la posteridad gracias a elogios de amigo o a la ira justiciera de Baudelaire!

Es difícil hablar de los contemporáneos, nunca se puede decir todo, la proximidad con frecuencia nos engaña, se cambia de parecer, hay que disimular aversiones bien arraigadas con frases de doble sentido. A Baudelaire, ¿le gustaba tanto Dupont? ¿No son exageradas las alabanzas que dedica a Gautier, quien tal vez no merecía la honrosa y rimbombante dedicatoria de Las flores del mal?

Sabemos, en cualquier caso, por sus cartas, que no le gustó Los miserables, novela de la que habla muy bien en un largo artículo; lo cual no impide que en otro se ensañe con Victor Hugo. ¿Es esto crítica literaria? ¿O es estrate gia, con sus dosis de bilis, de venganza, de compromiso y de compadraje? ¿Fue Baudelaire un verdadero crítico lite rario, pueden decirnos algo, todavía hoy, sus escritos de entonces?

Indudablemente sí, porque los excesos y defectos de estas páginas, fáciles de subsanar para un lector juicioso, no afectan a lo esencial; no alteran el hecho de que Bau delaire en el fondo apenas habla de personas, mientras que habla en cambio mucho de las dos únicas cosas que le importaban de veras: la Literatura con mayúscula y él mismo, dos nombres diferentes de algo que se confundía con su propia personalidad, con su vocación.

Qué es la Literatura y qué no es. Es Belleza y Verdad, un fin en sí mismo. No es predicación, moral, facilidad, desaliño, pereza, engaño. Es talento, pero también trabajo, inspiración, desde luego, pero más aún constancia, esfuerzo. No es mensaje del tipo que sea, camuflando mer cancías averiadas, no es satisfacción a los lectores en busca del éxito. Es exigencia y sacrificio, altura. Todo un programa sobre el que ejemplariza los casos a favor y en contra de gente de su tiempo.

Y detrás de la Literatura está el artista, complejo y atormentado, doloroso narciso que se mira incansablemen te en su propia imagen crispada, fuera de la cual sólo consigue interesarse por las mayúsculas de la BELLEZA. Aunque la VERDAD, que para él reside en el sufrimien to, en el dolor como única aristocracia de este mundo, completa y humaniza turbadoramente tan altiva visión de las cosas.

Baudelaire que sólo habla de sí mismo, que sólo se alude a él; que hace una crítica que es ya de por sí Literatura, y en la que todas sus palabras, sus cóleras y sus aficiones, sus protestas y sus entusiasmos, remiten al propio poeta. No hay menos Baudelaire en estas páginas que en sus versos más célebres, ni, por lo común, están escri tas con menos vigor, dramatismo y hondura.

El texto que abre nuestro volumen, el primer artículo sobre Pierre Dupont (habrá otro más matizado y distanciado) es una curiosidad histórica que nos presenta a un Baudelaire que, en 1851, todavía excitado por los ideales revolucionarios de 1848, hace un clamoroso elogio de un rimador obrero, cuyo recuerdo no tardaría mucho en caer en el más justo de los olvidos.

Nada menos baudeleriano que esa exaltación sin límites de la poesía útil, sobre la que, años después, al hablar de Poe, volcará los sarcasmos más feroces; de la poesía sincera, natural, tomada como «síntoma de unos senti mientos públicos», del poeta como abanderado del «amor a la virtud y a la humanidad».

Y nada más baudeleriano que su absoluta rebeldía ante las ideas consagradas y los valores establecidos, su necesidad de estar en contra; nada más suyo también que su identificación con el rebelde, en la que no falta ni una transparente alusión familiar a la tiranía de su padrastro, el general Aupick.

Páginas llenas de brío y de pasión —que sin duda pos teriormente avergonzaron al poeta— en las que declara sublime a un escritor muy mediocre, a un poetastro, sin más razones que las de su representatividad revolucionaria. Pero, ironías del oportunismo crítico y de la estética ideológica: Dupont (a quien Marx llegó a citar en El Capital) se sometió poco gallardamente al Segundo Imperio y se avino incluso a cantar las victorias de Napoleón III en Crimea.

A posteriori, pues, la enseñanza de este escrito tan de circunstancias, abona la filosofía del Baudelaire maduro: la vida —a diferencia del Arte, cuya exigencia lo hace perenne— traiciona; Dupont, arquetipo del poeta útil, re nuncia al símbolo en el que residía todo su interés, y entonces se convierte en la pura nada. Lección de la que el poeta hecho crítico iba a tomar buena nota: jamás servir a estética que pueda perder todo valor por razones ajenas a la estética.

Con muy pocos meses de diferencia, asesta luego dos golpes tremendos y sarcásticos, por así decirlo a derecha y a izquierda: a la literatura ñoña y moralizadora por un lado, a los brotes de esnobismo neopagano por otro. Entre las fechas de ambos artículos (noviembre de 1851 y enero de 1852), curiosa y significativamente, la del golpe de Estado de Luis Napoleón. El Segundo Imperio estaba en puertas.

Baudelaire se busca a sí mismo, sin romper del todo con los acentos cándidamente humanistas y en cierta manera razonables de su texto sobre Dupont, en el que de todas formas es posible que haya que atribuir una buena parte más a la amistad personal que al convencimiento. ¿O creía aún en el ideal de una poesía sencilla, sana y popular, con sus ribetes de utilitarismo?

Tal vez, pero en cualquier caso, nada en la ramplona gazmoñería del teatro de Augier, al que dedica un violento ataque ahora que el ministerio amenaza con patrocinar ese tipo de literatura. ¿Qué hacemos con la virtud? Qui zá, viene a decir, vale más practicarla que aconsejarla en versos ripiosos. Una virtud predicada desde el escenario por Augier y compañía enmascara los propósitos más inconfesables, entre ellos el de sustituir fraudulentamente el arte por la moral.

Y además, ¡qué moral! Un simulacro acomodaticio y satisfecho para las personas de orden que llenan los palcos y la platea, un pancismo disfrazado de buenas costumbres, una ética fácil y pequeñita, rentable, que el crítico flagela sin piedad. ¿Buenos ejemplos? Según —y aquí se escuda en frases y actitudes de Balzac—, pero hipocresías moralizadoras, moral como la solución más confortable para la vida, no.

No transcurren muchas semanas sin que vuelva a po nerse ferozmente en pie de guerra, esta vez luchando en otro frente. Empieza a hacer estragos un neoclasicismo que representa muy bien la obra primeriza de Théodore de Banville, de quien son Las estalactitas en 1846, y con tra el que se dirige sin duda este artículo. Fervores anti guos de cartón piedra, risibles ampulosidades mitológicas que no tardarán en dar paso, con un poco más de solidez, a los primeros parnasianos.

Baudelaire se ensaña también con ellos, con su presuntuoso paganismo, su ridicula amoralidad afectada, su desdén trágico cómico por las realidades más bien sórdidas en que tales literatos se ven metidos a pesar suyo. Si la exaltación sistemática de una virtud a pequeña escala le parece una falsedad, no menos falsa es esa pose de titanismo de guardarropía, con túnicas y clámides.

«La ley de la vida exige que quien rechaza los goces puros de la actividad honrada sólo pueda ser sensible a los terribles goces del vicio», escribe, y nos deja perplejos, porque eso casi podría firmarlo algún conspicuo moralista de la «escuela del sentido común». ¿O está pensando en Pierre Dupont, a quien no es el momento más oportu no para citar después del 2 de diciembre?

Con todo, eso tiene ecos muy de su poesía. Y añade: «El pecado contiene su infierno, y la naturaleza dice de vez en cuando al dolor y a la miseria: ¡ Id a vencer a esos rebeldes!» Seguimos en el mismo tono, pero el enfoque de la cuestión ¡ nos recuerda tanto a Las flores del mal! Es un momento de encrucijada, en pocos meses los tres artículos hacen confluir, confusa y turbulentamente, encontrados principios de estética y de ética.

Viejas polémicas para historiadores de la literatura, podrá pensar alguien, ¿quién se acuerda de Dupont, de Augier o de Banville? ¿Quién les lee ahora? No nos engáñenos, aunque no les leamos, entre nosotros están sus sucesores. El populismo social, la blanda moralización y el paganismo frenético tienen también sus nombres ayer mismo y hoy, son posturas y tentaciones, no menos ridículas que hace un siglo y medio, ni tampoco menos presentes.

Baudelaire se orienta orientándonos con la profundidad de su crítica implacable. Los suyos no son textos históricos si saben leerse debidamente, sino búsquedas difíciles, pugnas secretas del artista consigo mismo que es posible que nunca pierdan actualidad; que siempre sigan siendo luz para lectores que en otras circunstancias reconocen a los mismos fantoches con los que batallaba Baudelaire al filo del golpe de Estado del príncipe presidente Luis Napoleón.

El artículo sobre Madame Bovary es del otoño de 1857, cinco años y medio después del último comentado. Las vacilaciones ya no existen, el poeta sabe adónde va y qué caminos quiere seguir, y cuando exalta la novela flaubertiana lo hace más que como crítico, como escritor que se reafirma a sí mismo mirándose en el espejo de una obra en la que advierte no pocas afinidades sustanciales.

La primera y más obvia aparece aludida en pocas palabras: «la moral, que por un celo ciego y demasiado vehemente...» En este año de 1857 Madame Bovary y Las flores del mal comparecieron ante los tribunales franceses bajo la acusación de ofensas a la moral pública. Como es sabido, Flaubert fue absuelto y Baudelaire condenado a una multa y a la supresión, en ediciones posteriores, de determinados poemas.

No puede extrañarnos, pues, el ardor de la defensa baudeleriana, que insiste en unos cuantos puntos capitales que le afectaban muy de cerca: la verdad última de lo que se describe, la belleza purificadora del arte, la justificación espiritual, aunque paradójica, de un asunto aparentemente poco ejemplar. Otra vez a vueltas con la moral y la virtud, que de nuevo hay que distinguir de la verdad y el arte.

Pero hay otra cuestión mucho más concreta que le atañe especialmente y en la que pone un gran interés. Pasa revista a diversos autores contemporáneos, algunos muy olvidados hoy, como Bárbara, otros en esa semipenumbra que sólo frecuentan los eruditos: Champfleury, Custine, a quien recordamos por sus Cartas de Rusia más que por sus novelas... Otros relegados al inframundo del folletín, como Féval, y quizá sólo el crepitante Barbey con plena vigencia.

A todos les hace reproches, para concluir que sólo Flaubert ha hermanado la vulgaridad del asunto —vulgaridad deliberada, muy consciente— con el genio del escritor. Adulterios provincianos mezquinos, sórdidos, es cuanto merece nuestra época, dice, lo único que puede entender, porque está a su altura. Los demás se pierden en las nubes, sólo Flaubert es fiel a la verdad de su siglo retratando la zafiedad moral.

Nuestro siglo es feo y adocenado, y todo eso tiene que pasar a la literatura, pero el escritor no renuncia a sí mismo, y convierte en arte esos materiales vulgares de la realidad. La fascinación baudeleriana por lo feo tratado artísticamente, como contrapeso realista de la sublimidad del mismo arte, se refleja aquí en su apasionado elogio de Flaubert.

Tras un salto de dos años, el artículo sobre Asselineau, cuya obra tal vez merezca mejor fortuna, nos devuelve una vez más a aspectos capitales de la estética de Baudelaire. El ensueño, la ironía, «la legitimidad de lo absurdo y de lo inverosímil», «la situación anormal de una mente», las alucinaciones, temas que atraían irresistiblemente al escritor, y que comenta con una extraordinaria vivacidad.

Asselineau, que por su cronología es un riguroso coetáneo de Baudelaire, pertenece como tantos otros escrito res citados hasta ahora, a esa generación del segundo romanticismo que tenía veintitantos años cuando se produjo el cataclismo ilusionado de 184B. Revolución que iba a cambiar el mundo, y en seguida contrarrevolución que lo devolvió a su lugar más o menos de siempre.

Los que vivieron aquellas fechas siendo jóvenes, y estuvieron —como Baudelaire— en las barricadas, ya no volverían a ser los mismos. El romanticismo stricto sensu había muerto, y de sus desengaños iba a nacer la literatura del Segundo Imperio: los profetas del «realismo» y los soñadores de un retorno a la antigüedad, el reino de la fantasía y del arte por el arte.

Se hablaba familiarmente de la locura, del sueño y del desvarío con una lucidez amarga que no era la de la generación anterior. Y así esos relatos dan pie a Baudelaire en el fondo para glosarse a sí mismo, para explayar su estética, para atacar a sus enemigos y defenderse. Lo horrible y lo maravilloso, en una extraña mezcla que se confunde con la realidad cotidiana, están ahí como un elemento del que participan todos esos hijos de una revolución frustrada.

Del mismo 1859 es, no ya artículo, sino un largo estudio que se publica tres meses más tarde, en marzo, y que el editor Poulet Malassis recogerá en forma de plaquette a comienzos de otoño. Un largo y elocuente estudio sobre Théophile Gautier, que había sido el destinatario de Las flores del mal («Al poeta impecable, al mago perfecto de las letras francesas, a mi queridísimo y veneradísimo maestro y amigo...»).

Muchos elogios eran que se completan aquí con una serie de páginas en las que las alabanzas se vierten a chorros. ¿Proporcionadas, merecidas? El lector moderno se siente incómodo ante ese despliegue tan aparatoso de veneración filial —Gautier es para Baudelaire el padre literario adoptivo— y ante tantas frases que nos suenan a exageradas y a hiperbólicas.

De una parte, porque, desde un punto de vista puramente biográfico, sabemos que Gautier se sentía embarazado y confuso ante aquel discípulo entusiasta, que juzgaba un poco comprometedor. El era un escritor consagra do y prestigioso, que llevaba diez años a Baudelaire, el último de los románticos y el primero de los modernos; que se ganaba el pan con la esclavitud de las crónicas periodísticas, pero con fama de hombre de letras, y que después de las audacias y calaveradas juveniles, había entrado en cierta fase serena y magistral.

¡ Y aquel arrebatado discípulo asociaba su nombre con extravagancias truculentas, con versos que tenían un regusto blasfemo, con poemas que hablaban desembozadamente del amor sáfico... y que no tardarían en ser condenados por los tribunales! Todo eso era inquietante, y lo cierto es que la primera redacción de la dedicatoria fue rechazada por Gautier, quien alegó que insistía demasiado en «el aspecto escabroso del volumen».

Así pues, el padrino del mejor libro poético de los últimos siglos fue llevado a las fuentes bautismales un poco a rastras. Eso puede no empañar la simpatía, la humanidad y las notables dotes literarias del buen Théo, pero ¡de ahí a esa catarata de elogios que le dedica Baudelaire! Hoy, cuando sólo en los círculos universitarios se sigue leyendo fielmente a Gautier, estas páginas tienen que parecemos excesivas.

Y es muy posible —hay indicios en favor de tal suposición— que a Baudelaire también se lo parecieran. Ya es sabido que la sinceridad absoluta raras veces es de este mundo. Y el autor de tan ditirámbico estudio no deja de confesar a Victor Hugo que en su admirado Gautier ad vierte «lagunas», y que está lejos de compartir algunas de sus tendencias, por ejemplo, su entusiasmo por el Progreso (en el texto hay, por otra parte, alusiones restrictivas en este sentido).

Pero lo indudable es que la estética anunciada por Gautier es la plataforma de la estética baudeleriana, y el poeta reconoce —y sin duda magnifica— la deuda contraída con su maestro. La reconoce generosamente, aunque en su generosidad haya también algo de necesaria afirmación personal: no sólo al hablar de Gautier se retrata a sí mismo, como suele hacer, sino que además al elogiarle se siente menos huérfano, menos solo, sin dejar de ser quien es.

«Esta aristocracia que crea a su alrededor la soledad», como dice tajantemente, es más una alusión autobiográfica que un comentario crítico; y cuando nos habla de «la Idea fija», del «amor exclusivo de la Belleza», de la «sublime función» del escritor (lo cual es muy impropio aplicado a Gautier, que se pasó la vida haciendo periodismo), de los poetas como «seres fabulosos y exóticos», de sus constantes afanes de perfección formal, ¿de quién habla?

Gautier pasa a convertirse inevitablemente en pretexto; por fortuna Baudelaire sólo puede hablar de sí mismo, lo cual nos interesa muchísimo más que todo lo que pudiera decir, con la mayor objetividad, de los otros. En el maestro ve a la vez caminos que ya son los suyos y limitaciones que sabe cómo vencer. La cortesía pública es una cosa, la convicción personal sin duda otra distinta.

En el bloque que titula «Reflexiones sobre algunos de mis contemporáneos», de comienzos de los años sesenta, cuando faltaban muy pocos para su muerte, Baudelaire se muestra en toda su madurez de criterios y de estilo. Son páginas admirables de precisión y de agudeza, de lo mejor de toda su obra crítica, como un tremendo repaso a unos cuantos escritores de la época desde la atalaya de su genio.

El largo artículo sobre Victor Hugo es, en general, excelente como justicia apreciativa, y tiene además una seguridad de pluma estupenda. Al menos en el lado positivo; es decir, tiene razón en todo lo bueno que dice de Hugo, pero calla lo que no le gusta o aquello en lo que disiente. El magisterio estético y moral de Victor Hugo en estos años de exilio era muy grande, y Baudelaire matiza la sinceridad con una fuerte dosis de prudencia.

Admira la grandiosidad, la amplitud de registros verbales, las fulgurantes intuiciones que abundan en la obra hugoliana; y silencia piadosamente descuidos, caídas, énfasis desplazados, torrentes de charlatanería y de filosofías baratas. Muy baudelerianas son observaciones como las que hacen referencia a la «monstruosidad» y a la «oscuridad indispensable». No tardaremos en leerle elogios más cohibidos y por fin palabras de una franqueza brutal, durísima.

Curioso y significativo es el texto dedicado a Barbier, que tiene algo de ajuste de cuentas, y que remacha la vieja polémica de la poesía útil, con sarcasmos que debían de hacer mella en aquellos momentos: «Tengo comprobado que las personas demasiado enamoradas de la utilidad y de la moral descuidan gustosamente la gramática», afirma muy socarrón.

¿Que significa la poesía «honrada», la que expresa «ideas», la que está movida por una justa indignación? Nada. «La poesía se basta a sí misma. Es eterna y nunca tiene que necesitar ayuda exterior.» ¿Qué pasa entonces con el poeta social Barbier? Que ha sido un buen poeta a pesar suyo, concede.

Con Marceline Desbordes Valmore nos movemos en otro terreno. A diferencia de fantoches como Barbier o Dupont, aquí estamos ante verdadera poesía, preludiando incluso en sus mejores momentos la voz de Verlaine, de una «naturalidad» —es la expresión baudeleriana— que sabe encontrar acentos líricos de verdadero valor. Pero, ¿no había que condenar la naturalidad? ¿En qué quedamos?

Lirismo «natural», irregular, espontáneo, desaliñado, todo eso no podía complacer a Baudelaire, y sin embargo, en una de esas soberbias inconsecuencias que en el fondo tienen pleno sentido, Baudelaire proclama su entusiasmo por la dulce Marceline. De vez en cuando, dice, nos vemos obligados a abrazar una causa que va contra todos nuestros principios estéticos, y una vez más acierta con una independencia admirable. Bien están los principios, pero él está más alto.

Hace un elogio muy sensible de la poetisa lionesa, viendo detrás de sus torpezas y de sus balbuceos un sentido musical y una emoción que todavía conmueven a nuestros contemporáneos. Y concluye con una página de antología, describiendo en términos metafóricos la poesía de Marceline como un jardín brumosamente lírico y triste, desarrollando la comparación de un modo tan delicioso como inspirado.

Luego vuelve a hablarnos de Gautier, de su vertiente de «mago perfecto», de poeta —como él mismo— que lo es en la medida en que se acerca a la perfección en el manejo de su instrumento, el lenguaje. E imagina una «fábula» —el francés como lengua muerta, «en las escuelas de las nuevas naciones se enseña la lengua de un pueblo que fue grande, del pueblo francés»— que hoy tiene resonancias de patética profecía.

De Pétrus Borel, el Licántropo, Baudelaire parece ocuparse con menos seriedad, permitiéndose un paréntesis entre divertido y emocionado para evocar la extravagante figura de uno de aquellos frenéticos del romanticismo, más atractivos como curiosidad que como arte. Una existencia estrambótica y maldita tiene también un encanto que no podía dejar de atraerle.

Al escribir sobre ese «raro», cuyas deficiencias literarias no trata de ocultar, desplaza las consideraciones estéticas de la zona de los grandes ideales a la singularidad, aunque sea con un talento más bien escaso. El Licántropo le interesa como un ejemplo fascinante de persona irregular, distinta, única, espejo deformado de sí mismo que se queda en la caprichosa anécdota diferencial.

Con Moreau Baudelaire se ensaña por dos razones que explica muy bien: es el prototipo del desorden, de la falta de rigor, de la pereza, del descuido, no hay peores pecados para un poeta; pero además es una gloria útil, una fama oportunista que conquistó sin grandes exigencias morales. Tópicos románticos, melodramatismo barato, latiguillos políticos de éxito fácil, todo unido a un «fárrago de imitaciones». «El ídolo de los haraganes y el dios de las tabernas», le define severamente.

La aristocrática indignación baudeleriana se eleva del caso particular (que no tiene más interés que el representativo, porque Moreau es un poeta muy malo) al terreno de las ideas: es «el papagayo bobo de los badulaques de la democracia», frase que muchos contemporáneos no le perdonarían jamás, y que le atrajo la enemistad de un influyente editor. No obstante, no será la última muestra de desdén antidemocrático que aparezca en su obra.

Los dos artículos siguientes corrigen con discreción, pero también con firmeza, puntos de vista ya expresados con anterioridad. En el primero rehabilita a Banville, que en sus nuevos libros se ha hecho acreedor a sus elogios. Pero más que hablar de Banville, Baudelaire aquí diserta sobre el lenguaje lírico, sobre el medio de expresión poética.

Su nuevo texto sobre Dupont sigue siendo amistoso, cordial, pero los comentarios están erizados de suaves reservas; sus obras no son «ni esmeradas ni perfectas», «debe más a la naturaleza que al arte», etc., observaciones que en su pluma tienen un significado inequívoco. Más que crítica, homenaje a una antigua amistad en términos suficientemente ambiguos y educados para no mentir del todo.

Sobre Leconte de Lisie, el maestro del Parnaso, Baudelaire tenía que escribir con elogio, tanto por sus afanes de perfección formal como por su actitud de altivez: «Pertenece a esa familia de espíritus que siente por todo lo que no es superior un desdén tan tranquilo que ni siquiera se digna expresarse.» Los temas exóticos, «la lengua noble, decidida, fuerte», la exactitud de sus rimas, todo contribuye a hacer de él un artista fraterno, en la altura de inaccesibles ideales.

Hoy nos sorprende un tanto la identificación. Leconte es sonoro, pero también hueco, su ampulosa majestuosidad es acartonada, sus poemas antiguos suenan a arqueología, sus inquietudes de trascendencia no nos conmueven. En realidad tienen poco que ver con Baudelaire, y aunque coinciden en rasgos exteriores (en Leconte mucho más pompiers). les separa el abismo del genio.

La breve nota sobre Le Vavasseur que cierra estos juicios pertenece al mismo tono de la dedicada al Licántropo. La extravagancia simpática, como hemos visto, también le atraía, y esos personajes raros y maniáticos, esos malditos que confunden lo original con lo excéntrico, constituyen por su misma vida un cierto grado de litera tura viviente, tentación destructora que Baudelaire parece bordear a menudo.

El prólogo a Cladel, escritor al que llevaba catorce años, es decir, ni maestro ni compañero, sino de una generación filial, es un nuevo pretexto para repetir su teoría del arte: «La inspiración no es más que la recompensa del ejercicio cotidiano», nos recuerda, y arremete otra vez contra los perezosos, los fatuos, los ilusos, contra la vulgaridad mental que hace creer a unos desdichados que no hay que esforzarse por escribir bien, que basta con imitar la manera de vivir de los bohemios literarios de Murger.

La literatura hay que hacerla, no hay que imitarla en la vida, viene a decir, y se hace con talento, claro está, pero sobre todo con esfuerzo y perseverancia, hoy diríamos con seriedad profesional. «El aprendiz de saltimban qui ha de arriesgarse a romperse mil veces los huesos en secreto antes de bailar ante el público.» En otras palabras, según la magnífica fórmula baudeleriana: La inspiración es trabajar todos los días.

«Una reformá en la Academia» más que un artículo de crítica es un desahogo. Baudelaire había presentado su candidatura para el sillón del Padre Lacordaire, y un es crito de Sainte-Beuve sobre la politización de las elecciones académicas le impulsa (aunque desde el anonimato) a ajustar las cuentas a una serie de fantasmones, en su época juzgados ilustres, que pertenecen a la docta corporación por razones de tipo familiar o político.

El artículo es duro y vengativo, aunque su mejor ven ganza —postuma— se la proporciona el hecho de que hoy nadie recuerde los nombres de aquellos señores encumbrados por motivos tan especiales. De todas formas, ¿podemos imaginarnos a Baudelaire en la Academia Francesa? La hipótesis es un tanto incongruente, pero ¡hubiese sido tan hermoso poder leer ahora un encendido elogio suyo del dominico Lacordaire!

Las costumbres literarias han cambiado muy poco, y esta historia no ha perdido actualidad. En 1862 Baudelaire no ingresó en la Academia, ni tampoco Jules Favre, el político de la oposición, el elegido fue Octave Feuillet, autor de La novela de un joven pobre. Seis años después Favre conseguía su propósito, cuando ya Baudelaire había muerto sin ser académico, aunque, seamos justos, para ser inmortal necesitaba ese honor mucho menos que sus rivales.

Más sorprendente es el elogio de Los miserables que leemos a continuación. Es un artículo que no abandona el plano moral, de pura exaltación humanitaria («un libro de caridad, una ensordecedora llamada al orden de una sociedad demasiado enamorada de sí misma y demasiado despreocupada de la inmortal ley de la fraternidad»), con muy pocas referencias de carácter estético. ¿Era así como lo veía Baudelaire?

Por una carta a su madre, sabemos que no, que el libro le parecía «inmundo», y algo de eso se puede leer entre líneas, en un texto forzado y extraño en el que sólo ocasionalmente oímos su característica voz. Admira la grandiosidad, comparte el amor a los humildes, ha de elogiar su talento de visionario, pero el conjunto es tan declamatorio y chapucero...

En el artículo siguiente, ya de 1864, sólo dos años an tes de la parálisis que le fulminaría en Bélgica, se quita la máscara: es una feroz diatriba contra la literatura utilizada con fines políticos, en este momento de signo democrático, y la cabeza de turco es nada menos que el vene rabie exiliado Victor Hugo. El centenario de Shakespeare, que se quiere convertir en una apoteosis revolucionaria y filantrópica, le inspira párrafos de una mordacidad cruel y justiciera que no respeta a nadie.

«Shakespeare es socialista. El no lo sospechó jamás, pero importa poco. Estamos familiarizados con ese tipo de supercherías.» Con el «crescendo propio de la necedad de las muchedumbres reunidas en un solo lugar», se dará libre curso a «la verborrea francesa», bajo el patrocinio de «ese poeta en quien Dios, movido por un propósito de mixtificación impenetrable, ha amalgamado la necedad con el genio». Victor Hugo iba a sobrevivir muchos años a Baudelaire, pero su mejor epitafio ya quedaba escrito.

En cuanto a los dos largos estudios sobre Poe que cierran este volumen (aunque cronológicamente son de los años cincuenta, suelen publicarse al final de sus artículos porque constituyen un mundo aparte dentro de su labor crítica), hay que apresurarse a advertir que son un poco farragosos.

Buena parte de su contenido es demasiado concreto (datos biográficos —algunos clamorosamente falsos, dicho sea de pasada—) y tiene tan sólo una finalidad informad va, que hoy no es de gran interés. En otros aspectos es demasiado abstracto, abundan en prolijas discusiones, o insiste con un énfasis un tanto desplazado en la crítica de la sociedad norteamericana que no supo comprender al gran poeta.

La necesidad de presentar un autor extranjero descono cido al lector francés, y sobre todo la identificación abso luta con éste, menguan las posibilidades críticas de Baudelaire. Es mucho más verboso que en otras ocasiones, la exposición es confusa y atropellada, y le vemos crispado y nervioso, queriendo decir más cosas de las que dice y en general embarullándose.

Con todo, ambos estudios contienen pasajes admira bles, ráfagas de juicios dignos de su talento, enérgicas y profundas afirmaciones, gritos patéticos cuando se identi fica plenamente con el mártir incomprendido de la poesía que nos describe. Pero no éste su tono habitual ni el mejor de sus acentos, y el deslumbramiento de Poe le perjudica más que le favorece.

Al hablar de Poe, una vez más lo que nos interesa son los ecos personales que levanta, la afirmación de sí mismo a través de un drama ajeno y del arte de otro. Todos los dramas humanos y todo el arte parecen confluir en él, y en la inteligencia y la pasión de sus palabras asimila todo el dolor del mundo y toda su belleza. El artista sólo sabe hablar de sí mismo, y al hacerlo habla de todos nosotros con una hondura en la que reconocemos nuestra verdad.

Carlos Pujol

Barcelona, mayo de 1984

jueves, 22 de agosto de 2024

BAUDELAIRE ESTUDIO CRÍTICO LÓPEZ CASTELLÓN



I. Romanticismo

La mayoría de edad de Baudelaire coincide con el silencio de las musas

románticas. Lamartine guardaba silencio desde sus Recogimientos poéticos. Pero

ya en este poemario parecía haber apurado hasta las migajas del festín. Al

convertir la poesía en «la razón cantada» y reemplazar la «expansión» (culpable

de «la caída del ángel») por la «concentración», en la que vislumbraba la

salvación del artista, mostraba su oposición a ciertos postulados del

romanticismo. Victor Hugo, a su vez, iniciaba con Los rayos y las sombras una

noche del alma en la poesía y anunciaba un cambio literario. Poco antes había

proclamado la subordinación de la naturaleza al artista, no imponiendo al arte

más patrón que Dios, lo que significaba una noble manera de emanciparle habida

cuenta de que en el poema 38 de sus Cantos del crepúsculo había emitido este

diagnóstico nietzscheano:

Las supersticiones, cual víboras horribles,

invaden nuestras sienes carentes de semillas,

llevamos en el alma el cadáver podrido

de aquella religión que vivió en nuestros padres.

Ante esta situación, las exuberantes metamorfosis de la naturaleza que se

vislumbran en Los rayos y las sombras, especialmente en «Tristesse

d’Olympio», constituyen un insulto al poeta aislado y consciente de que sólo

puede contar consigo mismo para conservar recuerdos. Su bajada a la cripta le

hace ver que dispone del admirable poder de recrear un paisaje hollado aún por

las efímeras divinidades que lo habían habitado. De este modo, Hugo lograba

oponer a la vida ciega y azarosa la vida interpretada, pues, en última instancia,

Cibeles existe únicamente para ser cantada y el descubrimiento de la armonía

sólo es el fruto de un duro entrenamiento. De ahí que Baudelaire censurase el

entreguismo de Alfred de Musset, que publicaba sus Poesías completas nada más

cumplir los veinte años, resaltando «su total incapacidad para entender el trabajo

mediante el cual el ensueño se convierte en objeto artístico». En esta línea

cincelaba Gautier sus Esmaltes y camafeos sin más pretensiones que la

satisfacción del artesano ni más mérito que la reducción de la poesía a una suerte

de «numismática». Esta combinación de fragua y de crisol, de inspiración y de

ascesis, ofrecía en Gérard de Nerval un balance inesperado: el amor romántico

resultaba ser uno de los rostros de la soledad y la poesía una hábil conjunción de

alquimia, astrología y tarot, dirigida a sondear las honduras anímicas del poeta.

Bien es cierto que, merced a los moralistas franceses (La Rochefoucauld, La

Bruyère, Vauvenargues), había quedado al descubierto el trasfondo de

determinadas virtudes que nada tienen que ver con lo moralmente laudable. Era

una vía abierta a través de la cual el psicoanálisis freudiano explorará las

oscuridades del psiquismo. Pero, por el momento, cierta filosofía y cierta

literatura buceaban con especial ahínco en aquellos recovecos del pensamiento y

de la conducta singularmente opacos a las luces de la Razón. De esta manera la

reacción contra la Ilustración y contra la moral burguesa atacará las ideas de

libertad política, de progreso social, de democracia y, sobre todo, de bondad

natural. A esta corriente pertenecen desde distintas coordenadas Joseph de

Maistre y Edgar Allan Poe, quienes, según Baudelaire, le «enseñaron a razonar»

(640)1.

Si Lamartine había llegado a entender que la naturaleza es un laboratorio de

encantamientos y metamorfosis, Nerval estaba plenamente convencido de que

sólo una interpretación mágica puede descifrar el universo y establecer

correspondencias entre sus elementos merced al estremecimiento poético. Ya en

estos años Joseph Delorme había profundizado en el alma humana hasta el hastío

y había exaltado la belleza de las mujeres marchitas, tímidas o venales,

sintonizando su psiquismo con la desolación de los suburbios mientras Théodore

de Banville consideraba que el Parnaso no es tanto un templo con cariátides

cuanto un circo provisto de excelentes aparatos gimnásticos para que el pícaro

realice sus acrobacias. Gracias a Banville, ningún tema estaba ya vedado al

lirismo y el idioma quedaba perfectamente saneado y dispuesto para plasmar las

contradicciones de la modernidad con la elegancia de un Racine y el prosaísmo

de un periodista del Segundo Imperio. El cisne de Lamartine, el cóndor de

Leconte de Lisle y el albatros de Baudelaire debían olvidar sus elevadas

ensoñaciones y sus vuelos, pues, como sugería con sorna Jacques Vier, Parnasse

no rima demasiado mal con impasse. Todas las cámaras de resonancia que había

abierto Chateaubriand (la naturaleza, la catedral, el foro) para que propagaran

nuevas ondas sonoras estaban ya cerradas a mediados de siglo. Los paraísos de

Lamartine y los infiernos de Byron trasladaban sus nubes y sus claros al interior

del poeta dejando a la intemperie una vastísima zona de la psique que había

permanecido inexplorada, no porque fuese ignota, sino porque los preceptos de

la moral religiosa y el concepto de dignidad humana amonestaban: Hic sunt

leones, y había que protegerse a leone et dracone, del león y de la serpiente.

Joseph de Maistre, que ya había descendido lo bastante dentro de sí mismo,

ascendía asfixiado a la superficie, harto de vergüenza y estremecido en su

conciencia de persona decente.

Mientras esta nueva espeleología aguardaba a sus pioneros, los poetas franceses

de las últimas hornadas habían cantado a los mártires cristianos o a los nuevos

mártires de la libertad recién conquistada. Los menos comprometidos exaltaban

las virtudes presuntamente naturales de los pastores no contaminados por las

convulsiones de las sociedades urbanas y los aduladores de los nuevos mecenas

glorificaban el progreso industrial y científico que habría de reportar supuestos

beneficios a toda la humanidad. Desde esta perspectiva, el objeto bello sólo

hallaba justificación en virtud de su utilidad social y los moldes de la expresión

artística quedaban académicamente definidos por leyes especiales. Fue por estos

años cuando Saint-Marc Girardin, profesor de poesía de la Sorbona, se permitía

aconsejar: «¡Seamos mediocres!», esto es, resistamos a la tentación de la

originalidad y la innovación y sacrifiquemos nuestra individualidad singular en

aras del buen entendimiento de todos. Por eso, cuando Alfred de Vigny era

recibido en la Academia Francesa sabía muy bien que ello no suponía un

reconocimiento oficial de sus poemas, recientemente condenados por su

«exaltación desmesurada». Y es que el romanticismo había iniciado una

revolución que nunca pudo culminar, porque, como decía Sainte-Beuve, no

bastaban la versificación anticlasicista y la personificación del lirismo para

asegurar la conquista del toisón de oro. Su mayor mérito en la historia de la

poesía había sido recuperar el gusto por la experiencia y la pasión por la

aventura y destacar el sentimiento de la universalidad poética que extendía la

poesía al teatro, a la novela y en muchos casos a la vida entera. De ahí la crítica

romántica a la división de géneros literarios y artísticos que habría de

desembocar en lo que Baudelaire entenderá como «correspondencias» entre los

contenidos sensoriales y, por ende, entre las bellas artes. Esta nueva forma de

sentir exigía una nueva forma de lenguaje, sobre todo porque el romanticismo

era realista en un doble sentido: el de pretender reflejar la realidad y el de ejercer

un efecto sobre ella mediante la versificación y el ritmo. Para un poeta moderno

como Baudelaire, el mundo exterior se fundirá con el interior, y éste se hará cada

vez más misterioso e insondable.

El romanticismo francés había estado, además, fuertemente marcado por las

convulsiones, esperanzas, nostalgias e iras de la agonizante sociedad

preindustrial. A diferencia del alemán, nunca llegó a profundizar en el gran

secreto del universo; se esmeró, eso sí, en pulir y depurar el idioma a la vez que

expresaba la reacción de la sensibilidad artística a las agitaciones sociales con

una elocuencia de tribuna. Los poetas sabían muy bien que se hallaban al margen

o incluso en contra de la sociedad de su tiempo, y ésta, en el mejor de los casos,

se limitó a ignorarlos y en el peor a maldecirlos. Los poetas malditos (según la

célebre expresión de Verlaine) fueron poetas que maldijeron porque antes habían

sido maldecidos. En conflicto con la sociedad, identificaron poesía y revolución,

en conflicto con la religión, pretendieron emular al ángel luminoso arrojado a las

tinieblas; en conflicto con la evidencia sensible o con la conciencia superficial,

se perdieron en la exploración del inconsciente onírico, desde la Aurelia de

Nerval hasta el Sueño de Tristan Corbière, desde Los paraísos artificiales de

Baudelaire hasta los delirios del surrealismo; en conflicto con su corazón e

inteligencia, se convirtieron en verdugos de sí mismos, logrando que la Endecha

de Laforgue fuese más cruel y despiadada que todos los lamentos románticos, en

conflicto con el lenguaje, pese a ser su tierra natal, buscaron su salvación entre

los despojos de su propio encarnizamiento. Nunca los poetas han exaltado tanto

la palabra, al tiempo que dudaban de las formas preceptivas para hacerla eficaz.

Corría, asimismo, por el romanticismo una corriente subterránea que permitirá

en su día la eclosión de las flores malsanas de Baudelaire. Las reflexiones de

Lamartine sobre la belleza y la voluptuosidad incluían una imagen de la mujer

más rica e inquietante que la presentada hasta entonces. La Daïdha de La caída

de un ángel, la fumadora en narguile e incluso Graziella, resucitada por el

demonio del mediodía, celebran que Eva, la madre universal, se una a los

cánticos e himnos que el sentimiento de pecado pretendía silenciar. Como por

azar, los olores, vehículos de una peligrosa molicie, invaden el spleen con su

cortejo de desencantos y de fúnebres cadencias. En «La viña y la casa» de los

Recogimientos poéticos, Lamartine avanzaba unos versos que podría haber

firmado luego Baudelaire:

¿Qué fardo te subyuga, oh alma mía,

en ese viejo lecho de los días labrado por el tedio,

cual fruto de un dolor que oprimiera a entrañas femeninas,

ansiosa por nacer y llorando por haber nacido?

La teoría del arte por el arte, surgida de los escombros del romanticismo

moribundo, era, en última instancia, una reacción contra la demanda funcional y

utilitaria de la burguesía ascendente. Los artistas que adoptaron este lema eran

plenamente conscientes de que estaban condenados a la marginación. Esto

explica que un poeta tan elitista como Baudelaire participara en la insurrección

de 1848, codo a codo con el pueblo revolucionario. La lucha encarnizada contra

el enemigo común (el mercantilismo inhumano del orden burgués) impedía por

su urgencia mayores matizaciones. Ante la imposibilidad de encontrar un lugar

no convencional e independiente en el nuevo sistema, numerosos artistas

reclamaron para sí el terreno de la belleza pura y se singularizaron como grupo

residual, más allá de los valores dominantes de la época. Corrían, claro está, un

riesgo considerable, y muchos pagaron su reto con el dolor y la pobreza que

suelen acompañar a toda existencia inadaptada. Baudelaire sintetizó esta opción

en unos versos memorables:

Dos voces escuchaba: una insidiosa y firme,

decía: «La Tierra es un pastel de infinita dulzura,

yo puedo (y tu placer no tendrá entonces coto)

despertar en ti un ansia de similar tamaño».

Y la otra susurraba: «Tú que viajas en sueños, ven

fuera de lo posible, más allá de todo lo sabido». (46)

Semejante opción obligaba a redefinir los conceptos mismos de artista y de

belleza, diferenciándolos tanto del racionalismo abstracto y universalista como

del romanticismo burgués. Porque, efectivamente, el romanticismo era un

movimiento en esencia burgués, aún más, era (como ha señalado Arnold Hauser)

el movimiento burgués por excelencia, que había roto con los convencionalismos

del clasicismo, con el artificio y la retórica cortesanos, con el estilo elevado y el

lenguaje refinado, para acabar cantando al amor convencional. Con todo, el

romanticismo francés, que había sido en sus orígenes, con palabras de Georg

Brandes, «una literatura de emigrados», siguió siendo hasta después de 1820 el

portavoz de la Restauración. Hemos de esperar a 1825-1830 para verle

evolucionar hacia un movimiento liberal que formuló sus objetivos artísticos en

consonancia con la revolución política. Ahora bien, aunque la ideología liberal

triunfó aparentemente en las constituciones y en las instituciones occidentales, la

Europa moderna, con su política capitalista, sus monarquías militaristas e

imperialistas, sus sistemas administrativos centralistas y burocráticos, sus

iglesias rehabilitadas y sus religiones oficiales, era, en igual medida, obra de la

Restauración y de la Ilustración, por lo que tan legítimo resulta ver en el siglo

xix un período de oposición al espíritu de la Revolución, como defender la tesis

de que en esta centuria triunfaron los ideales de libertad y progreso. Si ya el

Imperio napoleónico significó la disolución de los ideales individualistas de la

Revolución, la victoria de los aliados sobre Napoleón, la Santa Alianza y la

Restauración de los Borbones condujeron a la ruptura definitiva con el siglo xviii

y con su idea de basar el Estado y la sociedad en el individuo. Ello no quiere

decir naturalmente que pudiera desalojarse de las formas de pensar y de

experimentar de la nueva generación el espíritu individualista, lo que explica la

contradicción entre la política antiliberal y las tendencias innovadoras de la

época en el campo literario.

Al principio, los románticos franceses se declararon partidarios incondicionales

del legitimismo y del clericalismo, mientras fueron principalmente los liberales

quienes representaron en el campo literario a la tradición clásica. Como señala

Charles-Marc des Granges, no todos los clásicos eran liberales, pero todos los

liberales eran clásicos. Es probable que no haya en toda la historia del arte un

ejemplo más claro de que una postura política conservadora resulta

perfectamente compatible con una actividad artística progresista. No puede

extrañarnos, entonces, que Baudelaire abriera nuevas vías a la poética

contemporánea mientras en materia política sustentaba las mismas tesis

ultraconservadoras de Joseph de Maistre y de Poe.

La reacción contra el romanticismo pretendía conservar su espíritu

antiacademicista pero conservando el aristocratismo clásico. Desconfiaba de las

pasiones y rechazaba abiertamente la ingenuidad de la tesis sobre la bondad

natural del hombre, pero suscribía la fe ciega en el pecado original y vivía su

debilidad por la sensualidad y el erotismo con agudos remordimientos; criticaba

el espíritu antipoético de la Ilustración, pero admiraba la lógica y el análisis, con

el convencimiento de que toda hipótesis exige su conclusión. Baudelaire, que

ilustra esta postura, odiaba a Voltaire, pero apoyaba con entusiasmo el dictamen

de Diderot: «La sensibilidad apenas caracteriza al genio. No es su corazón, sino

su cabeza quien lo hace todo». La inspiración romántica perdía valor frente al

trabajo continuado y pertinaz del artista moderno.

En este momento social y literariamente crítico inicia su obra Baudelaire.

Heredero por sus relaciones y sus lecturas de los románticos de la generación de

1830, se siente próximo a unos autores en los que encuentra su inspiración más

clara: Chateaubriand, encarnación del «dandysmo de la desdicha», Pétrus Borel,

el licántropo, cuyas «lucubraciones» colman sus ansias de bohemio marginado,

y, sobre todo, Sainte-Beuve, el autor de Poesías y pensamientos de Joseph

Delorme, modelo de poemario para Baudelaire durante largo tiempo,

encarnación de un romanticismo tardío que en 1859 seguía considerando «una

bendición celestial o diabólica». Frente a los excesos del romanticismo, se sentía

vinculado a los movimientos y grupos que preconizaban el retorno al rigor

formal y a la seriedad del «oficio» poético. Admiraba a Gautier, que en la época

de Hernani había sido uno de los pioneros del romanticismo y que desde 1840 se

había convertido en abanderado de la teoría del arte por el arte, germen de las

escuelas formalistas que, mucho antes del célebre Parnaso Contemporáneo,

dieron origen a la Escuela Plástica y a la Escuela Pagana. Su programa era claro:

acabar con la desmesurada espiritualidad romántica, restaurar el culto a una

Belleza «laica» y pura y dar prioridad a la perfección formal sobre la expresión

sincera de las emociones. En contacto con estos «poetas impecables» y virtuosos

de la versificación, Baudelaire tomará conciencia de la importancia de las

estructuras formales en la poesía que marcarán la arquitectura global de Las

flores del mal y de cada uno de sus poemas. Ello no quiere decir que se pasara

con armas y bagajes a las filas del formalismo. El «materialismo pagano» de éste

no se compaginaba con su espiritualidad y su singular misticismo, al tiempo que

su dimensión «naturalista» no casaba con el pesimismo de Baudelaire en base a

su idea de una naturaleza caída y viciada por el pecado original, que le hacía más

proclive a sospechar de lo bello y a denunciar la espontaneidad natural.

Entendía, por el contrario, que no puede haber perfección artística sin emoción

ni oficio poético sin temperamento, y ello determinó que mientras Gautier

evolucionaba hacia un formalismo esclerótico, una de las últimas trampas del

clasicismo, Baudelaire abriese con plena lucidez la senda de la poesía de la

modernidad por la que luego transitarán Verlaine, Rimbaud y Mallarmé. La duda

atormentada de Verlaine entre la fascinación y el horror hacia el placer, entre la

maldición y la plegaria, lacerado por remordimientos masoquistas y aguardando

en casas de prostitución la luz de una aparición inefable, la cólera negra de

Rimbaud, su desafío a la realidad y su hechizo blasfemo, y el cincelado de

Mallarmé, su esfuerzo por una forma rigurosa y secreta frente a la abundancia o

la redundancia románticas, no podrían entenderse sin hacer referencia a

Baudelaire.

Solitario al final del período romántico, como lo había sido en cierto modo

Chénier al final del neoclasicismo, y abierto a la poesía por venir, como Chénier

se había proyectado en Musset y en Lamartine. Muchos dirán que en la Edad

Media y en el Barroco ya se habían cultivado en el jardín de la literatura la

mayoría de las flores del mal y toda suerte de indagaciones infernales, funerarias

y macabras; que Boileau y Bossuet habían anticipado el tema del spleen en sus

divagaciones sobre el tedio. Sin embargo, el mérito de Baudelaire radica en

haber logrado que la poesía francesa no siguiese prisionera de una mitología

grandiosa y encantadora pero perteneciente a un mundo en vías de extinción, en

haber aceptado el reto de su época con la misma mezcla de deseo y de horror, de

fascinación y de rechazo que experimentara hacia París y hacia la mujer. Mago y

maldito a partes iguales, sin el fondo filosófico de Novalis o de Hölderlin, sus

universos son la sensualidad y la palabra, cuyos recursos trató de ampliar y

flexibilizar sin dejar de ser fiel a las estructuras heredadas del clasicismo. Como

indica el poeta surrealista Philippe Soupaul, «los poetas de esta época no podían

creer que tras el nacimiento y expansión del romanticismo iba a elevarse por

encima de él una nueva poesía». En esta atmósfera crepuscular que otros, como

los parnasianos, iban a tratar de iluminar con fuegos artificiales que hicieran

visible la conjunción de arte y ciencia, hay que situar y comprender el

acontecimiento decisivo que representó para nuestra modernidad literaria la

aparición en 1857 de Las flores del mal.

miércoles, 21 de agosto de 2024

EL VIGILANTE ANTE EL ESPEJO NOVELA GUILLERMO FERNÁNDEZ COMENTARIO FELIPE FERNÁNDEZ

 


Recomendación literaria:

Siempre me gusta aclarar que no soy crítico literario, simplemente soy un diletante que disfruta de la buena literatura, por lo que este comentario a modo de reseña, es en base a mi opinión personal.
«El vigilante en el espejo», esta magnífica obra narrativa de Guillermo Fernández, es una novela de ficción histórica, con ese carácter de universalidad al que ya nos tiene acostumbrados el autor en los últimos años. «El vigilante en el espejo» está ambientada en el Manhattan de 1940, el autor juega de manera inteligente con los distintos contextos históricos situados en la época y el lugar, sin llegar a caer en la estructura de la narrativa histórica. El personaje principal es un agente del FBI, pero no se trata del inexpresivo tipo de traje negro —típico de las novelas policíacas— ya que esta novela aborda el tema, pero no llega a sumergirse realmente dentro de ese género literario.
En este punto solamente voy a describir brevemente el argumento sin llegar a hacer un destripe.
El agente es un hombre bastante joven, de unos 27 años de edad, historiador, un hombre muy filosófico, intuitivo, que cavila en una constante introspección, al mismo tiempo que interpreta meticulosamente el ambiente que percibe alrededor de su investigación —que a fin de cuentas podría ser una investigación sobre cualquier tópico habitual, relacionado con el ambiente neoyorquino de la década de 1940, en donde los vientos de la II Guerra Mundial soplaban a las puertas de los EE. UU.— también esa investigación es en torno de sí mismo. Aquí es donde se elabora una ficción en donde vamos a encontrar tramas dentro de tramas, la psicología de los personajes ingeniosamente abordada desde una perspectiva muy humana, giros literarios inesperados que son manejados con gran pericia por el autor.
¿Interesante, verdad?, pues si quieren saber más de lo que sucede ahí, pueden adquirir este libro en las principales librerías del país.

lunes, 19 de agosto de 2024

PRINCIPIOS NOCTURNOS NOVELA FRAGMENTO



"¿Y el pacto? ¿De qué se trataba el pacto entre los siete demonios y mi persona?
¡Nada nuevo en la historia de la literatura universal! Yo conseguiría ser el número uno, el gran escritor. Revolucionaría las estructuras novelísticas, revolucionaría la lengua castellana como otro Rubén Darío y, a cambio, al morir les daría mi alma, mi alma quedaría al servicio del Diablo Mayor. Más, con el trato existía una oportunidad de no quedar a sus órdenes y de la cual más adelante hablaré."
FRAGMENTO. NOVELA. PRINCIPIOS NOCTURNOS.

domingo, 18 de agosto de 2024

JEAN-PAUL SARTRE BAUDE LAI RE Traducción da A urora. B e r n á r d e z FRAGMENTO




 JEAN-PAUL SARTRE

BAUDE LAI RE

Traducción da

A urora. B e r n á r d e z

(TERCERA EDICIÓN)

E D I T O R I A L L OS AD A, S. A.

B U E N O S A I R E S



Primera edición; 10 - Xt - 194tí

Segunda edición: 5 • XT - 1Ü57

Tercera edición: 8 0 - V ■ 19fl8

Dibujo de la cubierta:

SILVIO BALDEBSAItl

I M P R E S O E N L A A R G E N T I N A

P R 1 N T E D I N A R G E N T I N A

Determinar cuál fue la vocación (destino elegido,

llamado, por lo menos consentido, y no destino pasivamente

soportado) de Charles Baudelaire, y, si la

poesía es veMculo de un mensaje, precisar cuál es, en

el caso considerado, el contenido más ampliamente humano

de este mensaje. La intervención del filósofo se

manifiesta aquí distinta tanto de la del crítico como

de la del psicólogo (médico o nó) y de la del sociólogo.

Pues no se tratará, para él, de poner en el platillo la

poesía baudelairiana ( emitiendo sobre la misma un

juicio de valor o empeñándose en ofrecer su clave)

ni de analizar, como se fiaría con un fenómeno del

mundo físico, la persona del poeta de Les fleurs du

mal. Por el contrciA'io,- se intentará revivir desde den*

tro, en lugar de considerar sólo las apariencias (es

decir: uno mismo examinándola desde fuera) lo que

fue la experiencia de Baudelaire, prototipo casi legendario

del “poeta maldito”, admitiendo para ello,

como base esencial, las confidencias que nos hizo sobre

su persona, al margen de su obra propiamente dicha,

así como los datos que proporciona la correspondencia

con sus allegados: tal es la tarea que se propuso,

en su carácter de filósofo, el autor de la presente

obra, dentro de los límites suficientemente establecidos

por el hecho de que el texto hoy reeditado sólo

se consideraba, al presentarse por primera vez, como

“introducción” a una serie de Escritos íntimos. Texto

dedicado — tampoco es vano señalarlo— a alguien cuya

suerte hasta ahora, según puede observarse, de

hecho consiste (no importa cuál sea la opinión que del

mismo y de sus escritos se tenga) en jactarse de ser

culpable al mismo tiempo que poeta, y a quien la

sociedad, efectivamente, ha tenido tras las rejas durante

varios años.

Este estudio, cuyas partes se ordenan según la

manera sintética de una perspectiva libre, no pretende

en modo alguno explicar lo que hay de único en

las 'prosas y en los poemas baudelairianos; ni intenta,

lo cual estoma condenado de antemano al fracaso, reducir

a una medida común aquello que precisamente

vale por ser irreductible; deliberadamente el autor de

esta introducción se detiene en el umbral al arriesgarse

en las últimas páginas, y a título de prueba de

la justeza de su tarea, a un examen, no por cierto

de la poesía, sino de lo que él llama, estableciendo de

este modo explícitamente su límite, el “hecho poético”

baudelairimio.

No hay tampoco tentativa presuntuosa de desmontar

los engranajes mentales —y aun fisiológicos—,

rebajando al que soporta semejante operación al rango

de cosa, de “pobre” cosa que el espectador mira

poniéndose, si es necesario, los guantes de cierta conmiseración,

en caso de interesarle demostrar que no

es del todo insensible. Para el fenomenólogo de L’étre

et le néant, así como no es cuestión de escribir, en

estilo docto o lírico, el capítulo “Baudelaire” de un

manual literario ideal, tampoco lo es el meter hipócritamente

las manos en una vida ejemplar de poeta,,

agregando una explicación de su cosecha a otras —y

a veces más bajas— explicaciones. Para Sartre, que

eligió como fin tangible de su actividad construir una

filosofía de la libertad, se trata esencialmente de desprender

de lo que se conoce del personaje Baudelaire,

su significado: la elección que hizo de sí mismo (ser

esto, no ser aquello), como lo hace todo hombre, originalmente

y en cada momento, al pie del muro históricamente

definido de su “situación”. Éste no se

dejará reducir ni siquiera en las condiciones más dieras,

aquél actuará como vencido en circunstancias fá ciles;

y en cuanto a Baudelaire, si la- imagen que nos

legó es la de un reprobo, abruma-do, injustamente por

la mala suerte, no fue sin que mediara complicidad

entre la mala fortuna y él. Estamos lejos, en consecuencia,,

del Baudelaire victima, bueno para biógrafos

piadosos 'o condescendientes, y no se nos propone

una vida de santo, como tampoco la descripción de

un caso clínico; más bien, la aventura de una libertad,

narrada en la medida necesariamente conjetural

en que puede conocerla otra libertad. Aventura que

se presenta como la, busca de una imposible cuadratura

del circulo (fusión ser-existencia, en la cual se

encarniza todo poeta según la vía que le es propios).

Aventura sin episodios sangrientos, pero que puede

considerarse incluida en lo trágico, en tanto que su

resorte manifiesto es la dualidad insuperable de dos

polos, fuente para nosotros — sin remisión posible—

de confusión ?/ desgarramiento. Aventura donde —

según los términos finales— “la elección libre que el

hombre hace de sí mismo se identifica- absolutamente

con lo que ¿tomamos su destino” y en la que el pwpel

del azar parece inexistente.

Con abstracción de lo que algunos podrían criticar

en cuanto a la tesis misma ( que admite como principal

postulado las ideas del autor respecto a lo que

él llama la “elección original”), ¿no habría cierto

abrno en este esfuerzo de reconstrucción racional al

tomar por objeto a un poeta tan difícil de insertar en

un esquema como lo fu e Baudelaire? Aún más: semejante

manera de introducirse por efracción (si tal

cosa es concebible) en dicha conciencia, ¿no sería en

exceso desenvuelta, si es que no participa simplemente

del sacrilegio?

Lo mismo daría afirmar que todos los grandes

poetas moran en un cielo aparte, más allá de la humanidad,

escapando como por milagro a la condición

de hombres, en lugar de ser despojos escogidos donde

esta condición de hombre puede reflejarse mejor que

en cualquier otro. Si hay gran poesía, siempre será

justo interrogar a aquellos que quisieron ser sus portavoces,

e intentar la penetración en lo más secreto

de ellos mismos con el objeto de hacerse una idea más

clara de lo que soñaban en tanto que hombres. ¿ Y qué

otro medio, cuando se busca esto, sino abordarlos sin

angustia ni balbuceo de religiosidad (con las a.rnias

del máximo rigor lógico) y hacerlo, a la vez (por celosos

que puedan estar de su singularidad), como si

fueran prójimos con quienes se está en pie de igualdad?

La empresa de Sartre — con seguridad muy osada—

no muestra, sin embargo, irreverencia, alguna

con el genio de Baudelaire, ni tampoco desconocimiento

(no obstante lo que haya podido decirse) de lo que

en él representa de soberano la poesía, Con la reserva,

de un dominio interdicto (el mismo de la poesía como

tal, donde el racionalismo nada tiene que hacer), sigue

en pie el hecho de que esta poesía ha llegado

hasta nosotros como producto de una pluma dirigida

por una mano, y que esta misma mano era movida,

a través de la escritura, por el modo como un hombre

apuntaba a cierto objetivo. A todo individuo que sabe

leer y para quien lo que lee es motivo de reflexión,

debe concederse, evidentemente, licencia cabal para

aplicar los recursos de su inteligencia a la elucidación

de ese objetivo. Tales tentativas —que tienden,

en último análisis, a hacer la luz sobre lo que cada

uno persigue, mediante un entendimiento más exacto

de lo que han perseguido ciertos seres privilegiados—

no son usurpaciones insidiantes. Salvo a ios ojos de

quien se atuviera sólo a débiles misterios incapaces

de resistir una luz más viva, ninguna salpicadura corrosiva

podría caer en la poesía verdadera, cuya

resonancia no puede sino profundizar toda nueva visión

del ser humano que fue su soporte, por aproximativa

que inevitablemente sea.

En descargo de Sartre —tan extraño a la poesía

(como él mismo lo confiesa) y a veces de una rigidez

singular, es lo menos que puede decirse, replicando

a los defensores y apasionados de ese arte (según

da fe, por ejemplo, la ejecución sumaria del superrealismo

que figura en su ensayo Qu’est-ce que la littérature?)—

■, debe aquí sumarse no sólo el hecho de haber

sabido desprender algunos sonidos armónicos de

la obra baudelairiana aún no señalados, sino también

él haber mostrado que sería falso ver sólo “mala suerte”

en tina vida que, en resumidas cuentas, resulta

participar del mito en el sentido más elevado, en tanto

que el héroe mítico es un ser en quien la fatalidad

se conjuga con la voluntad y que parece obligar a la

suerte a modelcurlo en estatua.

Michel Leiris

J

A JEAN GENET

“No tuvo ía vida que merecía.” De esta máxima

consoladora, la vida de Baudelaire parece una magnífica

ilustración. No merecía, por cierto, aquella madre,

aquella perpetua estrechez, aquel consejo de familia,

aquella querida avara, ni aquella sífilis; ¿y

hay algo más injusto que su fin prematuro? Sin embargo,

con la reflexión surge una duda: si se considera

al hombre mismo, no carece de fallas y, en apariencia,

de contradicciones: aquel perverso adoptó de

una vez por todas la moral más vulgar y rigurosa,

aquel refinado frecuenta las prostitutas más miserables,

el gusto por la miseria es lo que lo retiene junto

ul flaco cuerpo de Louchette, y su amor a “la horrorosa

judía’' es como una prefiguración del que más

tardo le inspirará Jeanne Duval; aquel solitario tiene

un miedo horrible a la soledad, nunca sale sin compañía,

aspira a un hogar, a una vida familiar; aquel

apologista del esfuerzo1 es un “abúlico” incapaz de

Homt'-lcrwi a un trabajo regular; lanzó invitaciones al

viajo, reclamó destierros, soñó con países desconocidos,

puro vacilaba seis meses antes de marcharse a

Honl'leur y «1 único viaje que hizo le pareció un largo

suplicio; ostentabu desprecio y aun odio por los graves

personaje# encargados de su tutela; sin embargo,

jamás trató de librarse do ellos ni perdió ocasión de

soportar sus paternales amonestaciones. ¿Es, pues, tan

diferente de la existencia que llevó? ¿Y si hubiera

merecido su vida? ¿Si, al contrario de las ideas recibidas,

los hombres nunca tuvieran sino la vida que

merecen? Es preciso mirar esto de más cerca.

Cuando murió su padre, Baudelaire tenía seis

años, vivía adorando a su madre; fascinado, envuelto

en consideraciones y cuidados, aún ignoraba que

existía como persona, se sentía unido al cuerpo y al

corazón de su madre por una especie de participación

primitiva y mística; se perdía en la dulce tibieza

del amor recíproco; aquello era un hogar, una familia,

una pareja incestuosa. “Yo estaba siempre vivo en

ti, le escribirá más tarde, tú eras únicamente mía.

Eras un ídolo y un camarada a la vez.”

No podría expresarse mejor el carácter sagrado

de esta unión: la madre es un ídolo, el hijo está consagrado

por el afecto que ella le profesa; lejos de

sentirse una existencia errante, vaga y superflua, se

piensa como hijo de derecho divino. Está siempre vivo

en ella: esto significa que se ha puesto al abrigo en

un santuario; no es, no quiere ser sino una emanación

de la divinidad, un pequeño pensamiento constante

de su alma-, Y precisamente porque se absorbe entero

en un ser que le parece existir por necesidad

y por derecho, está protegido contra toda inquietud, se

funde con lo absoluto, está justificado.

En noviembre de 1828 aquella mujer tan querida

vuelve a casarse con un soldado; a Baudelaire lo interna

en un colegio. De esta época data su famosa

“grieta”. Crépet cita a este respecto una nota significativa

de Buisson: “Baudelaire era un alma muy delicada,

muy fina, original y tierna, que se agrietó al

primer choque de la vida”. Hubo en su existencia un

acontecimiento que no pudo soportar: el segundo casamiento

de su madre. Sobre este tema era inagotable

y su terrible lógica siempre se resumía así: “Cuando

se tiene un hijo como yo —el como yo quedaba sobreentendido—

uno no vuelve a casarse”.

Archivo del blog

FRIEDRICH SCHILLER: ESTÉTICA Y LIBERTAD FRAGMENTO

Presentación En sus conversaciones con Eckermann, Goethe decía que la idea reinante en toda la obra schilleriana, desde sus tragedias hasta ...

Páginas