jueves, 15 de diciembre de 2022

Paprika Johnson Y Otros Relatos. BARNES DJUNA. PRÓLOGO.




Djuna Barnes, a pesar de ser admirada por autores de la talla de

James Joyce, T. S. Eliot, Carson McCullers o Anaïs Nin, cayó en el

olvido al ser opacada por los hombres de su generación, «la

generación perdida». Sin embargo, el paso del tiempo ha puesto de

manifiesto no solo su imprescindible contribución a la literatura

modernista, sino también al feminismo, la sexualidad y la moralidad

de un país cambiante que Barnes tuvo que dejar atrás para lograr la

libertad que tanto ansiaba en su vida y en su creación artística.

Barnes desafió las convenciones literarias y sociales, como

muestran los relatos de esta antología, muchos de los cuales tienen

como protagonistas a distintas mujeres que encarnan un nuevo

mundo femenino. Su estilo característico y el brillante ingenio para la

metáfora que protagonizaron su obra a lo largo de su vida están ya

presentes en estos relatos de juventud que retratan la bohemia de

Greenwich Village de principios del siglo XX y que Barnes publicó

por primera vez en distintas revistas y periódicos. En este libro

pueden sentirse las ganas de vivir de una joven dispuesta a

comerse al mundo, al mismo tiempo que lo observa con

detenimiento desde una mentalidad de otro siglo, desde el futuro.

Greenwich Village, kilómetro cero

«No dejaremos de explorar

y el _n de nuestra exploración

será encontrar el punto de partida y

conocer el lugar por primera vez».

Cuatro cuartetos, T. S. ELIOT

En una época el nombre de Djuna Barnes era sinónimo de París,

literatura descarnada, amores tempestuosos y noches eternas de

jazz y alcohol. Pero Barnes no nació en la Rive Gauche, sino que

creció en Long Island educada por su abuela, escritora y sufragista,

y por su padre, un artista fracasado defensor acérrimo de la

poligamia que había decidido aislarse de un mundo que no parecía

reconocer su valía. Sin embargo, a Djuna no le hizo falta recorrer

demasiados kilómetros para encontrar una nueva vida alejada de

ese pequeño pueblo que la asfixiaba y en el que sufrió uno de los

capítulos más terribles de su existencia, su violación por parte de un

vecino, afirma la rumorología, sin que su propio padre se opusiera.

En Nueva York, tomó contacto con el Pratt Institute de Brooklyn y

con The Art Students League de Manhattan y, sobre todo, formó

parte del colectivo de artistas Provincetown Players, que era

considerada la compañía más innovadora del teatro

estadounidense, que impulsó la carrera de dramaturgos como

Eugene O’Neill y Susan Glaspell. Allí Djuna Barnes encontró un

espacio único en el que se valoraba la producción artística de las

mujeres y se desafiaba el status quo de Broadway. En la temporada

1919-1920, denominada como «la temporada de la juventud»,

Barnes estrenó tres de sus obras junto a autores como el mismo

O’Neill, Edna St. Vincent Millay y Wallace Stevens. Por entonces, ya

era conocida por sus artículos en The Brooklyn Daily Eagle, que

contaban con ilustraciones suyas, y que le abrieron las puertas de

otras muchas publicaciones como The New York Press, The World y

McCall’s. En sus artículos de esa época puede encontrarse una voz

ya experimental y desafiante.

En 1915 publicó su primera obra, El libro de las mujeres

repulsivas, una antología de ocho poemas decadentistas, en la que,

a través de un marcado sarcasmo llevado al absurdo, incluyó un

innovador discurso feminista y descripciones exhaustivas sobre el

cuerpo y la sexualidad de la mujer. A pesar de su importancia,

Barnes acabó renegando de este libro llegando a quemar

numerosos ejemplares.

Los relatos de este libro forman parte de esa primera época de

emancipación y experimentación, y tal vez debido a esa deuda vital

pasó en esas mismas calles del Village la última etapa de su vida.

No existe una Djuna neoyorquina y una Djuna parisina. En Paprika

Johnson y otros relatos también está el rastro de la autora de El

bosque de la noche. En sus páginas podemos encontrar Greenwich

Village pero también tiene lugar un regreso al campo en el que

creció, un reencuentro con seres absolutamente primarios alejados

de la sofisticación neoyorquina o europea. Personajes con instintos

casi animales que buscan el olor de la tierra. Ella misma nació en

una pequeña choza en la ladera de una montaña. Esta también es

Djuna Barnes.

Los relatos aquí reunidos están protagonizados por mujeres

fuertes, como Paprika Johnson, Madame o las hermanas Una y

Lena, mujeres que, como ella, eran juzgadas de manera implacable

por la moralidad imperante. Pero hay también espacio para los

hombres, y sorprende la agudeza con la que Barnes puede retratar

el dolor de un padre o de un amante. Estos cuentos son a su

manera la guía de juventud de Djuna para sobrevivir en un mundo

«moderno», una guía en la que no duda en colocar a sus personajes

al borde del abismo, donde ella se encontraría tantas veces.

Muchos han querido ver en Djuna una suerte de Virginia Woolf,

pero no podían ser más distintas. No se puede entender a Virginia

Woolf sin la influencia del grupo Bloomsbury o el apoyo de su

marido, Leonard. Sin embargo, Djuna fue siempre un ser solitario, a

pesar de sus grandes pasiones. Woolf suavizó las tramas sexuales,

mientras que Barnes fue una de las primeras en narrar sin matices

ni autocensuras una pasión lésbica.

Greenwich Village, el corazón de la bohemia estadounidense, se

puso a los pies de esa joven extraña llegada de Cornwall-on-

Hudson. Pero los sueños de Djuna pronto viajaron lejos de Nueva

York. París ya era entonces la capital del modernismo en el arte y la

literatura, y allí se habían desplazado pintores, fotógrafos y

escritores en busca de una libertad creativa y personal hasta

entonces desconocida. Es cierto que Greenwich Village era un oasis

en un país temeroso de dios y de la opinión del prójimo, pero Djuna

había crecido en un ambiente que defendía el amor libre, y su

familia conocía su bisexualidad desde el final de su adolescencia.

Finalmente, el Village se convirtió en un nuevo pueblo en el que

todos la juzgaban con mayor o menor acierto.

En 1920 fue enviada a París por la revista McCall’s con el

encargo de entrevistar a miembros de la «generación perdida», de

la que ella misma formó parte más adelante. Allí conoció a uno de

sus grandes amigos, James Joyce, quien la reafirmó en su deseo de

experimentar con el lenguaje, la metáfora y el subconsciente. Tras

leer Ulises, Barnes afirmó que nunca más se vería capacitada de

escribir una línea. Sin embargo, el foco de su narrativa difería. Joyce

buscaba convertir en extraordinario lo común, lo anodino; mientras

Barnes, derivado de su constante atracción por el abismo, buscaba

lo opaco, lo grotesco incluso.

En 1928, además de su aclamada novela Ryder, publicó El

almanaque de las mujeres, un roman à clef que describía un círculo

social lésbico que tomaba como centro el salón literario de Natalie

Clifford Barney. De nuevo, Barnes dio rienda suelta a la sátira a

través de un lenguaje oscuro. En dicho libro se pueden reconocer a

personajes claves del París de aquellos años como Alice Toklas o

Gertrude Stein. Tal vez por lo descarnado de su retrato, en un

principio publicó el libro de forma anónima, aunque se jactaba al

final de su vida de haber vendido ejemplares «pateando las calles

parisinas». Solo años después reconoció lo que era un secreto a

voces, tras esa obra irreverente estaba, cómo no, la pluma mordaz e

implacable de Djuna Barnes.

París le dio a Djuna sus mejores años, allí se creó el mito de la

que, como ella misma decía, era «la escritora desconocida más

famosa del mundo», y también le dio la mayor pasión de su vida, la

escultora Thelma Wood, protagonista de su gran novela, El bosque

de la noche, que contó con prólogo de T. S. Eliot, quien, además,

ayudó a Barnes a acortar el texto para que pudiera ser aprobado por

la censura. En su prólogo, Eliot afirmaba que pretendía «dejar al

lector en disposición de descubrir la excelencia de un estilo, la

belleza de la frase, la brillantez del ingenio y de la caracterización y

un sentido del horror y de la fatalidad digno de la tragedia

isabelina».

La constante innovación en su estilo en El bosque de la noche va

acompañada de una inmersión dolorosa en sus personajes. Eliot

afirmaba: «Las penas que sufren las personas por sus particulares

anormalidades de temperamento son visibles en la superficie: el

significado más profundo es que la desgracia y la esclavitud

humanas son universales». Dylan Thomas, admirador de la prosa

de Barnes, repetía que esta no era una prosa fatua «porque trata de

lo que algunos seres humanos sienten, piensan y hacen». Djuna

trazó en ese libro un mapa hacia un oscuro bosque lleno de dolor y,

aunque no lo pareciera, de profundo realismo, no apto para todos

los lectores.

A pesar de las alabanzas de la crítica y de otros escritores, la

obra no encontró el favor del público. Este fracaso comercial

agudizó su alcoholismo y las crisis depresivas que sufría tras su

ruptura con Thelma Wood, a pesar de que a ojos de todos seguía

disfrutando de la electrizante vida parisina, acompañada de artistas

como Charles Chaplin, Marcel Duchamp y un joven Samuel Beckett,

de las fiestas en la mansión inglesa de Peggy Guggenheim y de sus

viajes al norte de África. Tras un intento de suicidio en un hotel

londinense en 1939, su gran amiga y protectora, Peggy

Guggenheim, la embarcó rumbo a Nueva York. Al llegar a la ciudad

veinte años después, Barnes regresó al Village, y allí durante cuatro

décadas abandonó el alcohol y se entregó a la poesía. Sin embargo,

su producción literaria pareció haberse detenido en el viejo

continente. En su pequeño apartamento la rodeaban infinitos

papeles, piezas inconclusas en recibos, tarjetas de visitas, viejos

periódicos.

Djuna Barnes se sintió opacada por los hombres de su

generación, «la generación perdida». De nada sirvieron las súplicas

de admiradoras como Carson McCullers o Anaïs Nin, a quienes

nunca quiso recibir, ni de nada tampoco sirvieron los pequeños

homenajes de los neoyorquinos. Llegó incluso a exigir bajo

amenazas que retiraran su nombre a una pequeña librería.

Las décadas pasan por Nueva York, pero su leyenda sigue

siendo la misma. Una ciudad implacable con sus habitantes, a los

que abandona en la soledad y en la locura. Muchos dicen recordar a

Djuna Barnes gritándose a sí misma a través de las ventanas de su

casa.

Tras su muerte, en 1982, T. S. Eliot siguió velando por su

memoria, y consiguió que se publicara su última obra, la pieza

teatral La antífona, en la que Barnes relata su propia violación. Solo

el paso del tiempo ha recompensado a Djuna como merecía

reconociendo no solo su imprescindible contribución a la literatura

modernista, sino también al feminismo, la sexualidad y la moralidad

de un país cambiante que Barnes tuvo que dejar atrás para lograr la

libertad que tanto ansiaba en su vida y en su creación artística.

Qué habría dicho la Barnes («The Barnes», como a ella le

gustaba que la llamaran), que tanto luchó contra las convenciones

sociales, al ver que su obituario en The New York Times sobre todo

resaltaba que vivía sola en un minúsculo apartamento de una

habitación en Greenwich Village y que la sobrevivían, no su obra,

sino tan solo «un hermano, Saxton, de Bethlehem, Pennsilvania, y

dos hermanastros, Duane y Muriel, ambos de Philadelphia».

Pero ningún obituario anticuado puede borrar el alma de la

verdadera Djuna Barnes. En este libro podemos sentir las ganas de

vivir de una joven dispuesta a comerse al mundo, al mismo tiempo

que lo observa con detenimiento desde una mentalidad de otro

siglo, desde el futuro. Aun así, veinte años después de su exilio,

como anunciaba T. S. Eliot, Djuna regresó «al punto de partida y a

conocer el lugar por primera vez». Regresó al territorio de estos

relatos.


viernes, 9 de diciembre de 2022

Dominique Urvoy Averroes Las ambiciones de un intelectual musulmán. (FRAGMENTO)




 Dominique Urvoy

Averroes

Las ambiciones

de un intelectual musulmán

El libro de bolsillo

Historia

Alianza Editorial

T ítulo orig ina l; Averroes,

T r a d u c t o r : Delfina Serrano Ruano

Diseño de cubierta; Alianza Editorial

Ilustración: Averroes. Capilla de los españoles (detalle). Iglesia de Santa

María Nóvella. Florencia (Italia),

Fotografía: ORONOZ .

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley,

que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones

por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren

o comunicaren públicamente, en lodo o en parte, una obra literaria, artística

o científico, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en

cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio,.sin la preceptiva

autorización.

© Flammarlon, 1998

© De la traducción; Delfina Serrano Ruano, 1998

© Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1998

Calle Juan Ignacio Lucade Tena, 15;

2S027 Madrid; teléfono 91 393 88 88

ISBN: 84-206-3522-7 ■

Depósito legal: M. 45.744-1998

Impreso en Closas-Orcoyen S. L.

Pol. Ind. Igarsa. Paracuellos de Jarama, (Madrid)

Printed in Spain

Uxori dilectissimae

Para la mayor parte de los personajes y términos específicos se dan

referencias en el texto. Sin embargo, algunos de ellos remiten a un

panorama demasiado amplio como para poder darles en la narración

el desarrollo que merecen; por ello, han sido objeto de una

nota en el glosario situado al final del libro.

Prefacio

Una figura mítica y desconocida

Pocos autores han visto su personalidad tan ignorada en beneficio

de sus escritos como Averroes. Sin duda, el papel de

comentador de los autores griegos, que él desempeñó con

convicción, ha influido en este sentido. En el mundo árabe,

los escasos escritores antiguos que le citan como pensador

sólo le conocían -con una excepción mu y notable' - bajo ese

aspecto. En el mundo occidental, por el contrario, su renombre

como filósofo es tal, que se creó el neologismo «averrofstas

» para designar no solamente a aquellos que reconocen

seguirle, sino también a los autores que se contentan con servirse

de él. En este último caso, sin embargo, la consecuencia

no ha sido distinta: ia de que el personaje haya sido relegado

a un pasado indeterminado.

En efecto, durante mucho tiempo, Averroes y Aristóteles

fueron clasificados con la misma etiqueta de «antiguos», sin

tener en cuenta ni los dieciséis siglos que separan el siglo iv

a. C. del xii d. C-, ni la gran diferencia existente entre la civilización

de la Grecia antigua y la de la España musulmana

{llamada ai-Andalus en árabe). Por otra parte, tal confusión

no ha desaparecido totalmente. La imagen de un Averroes

«redescubridor de Aristóteles» que cultivan periodistas y cineastas

da la impresión de una brusca compresión del tiempo,

donde las distancias cronológicas y culturales quedan

como encerradas entre paréntesis por esta exhumación

de un texto olvidado. Ahora bien, eso no tiene sentido,

pues Aristóteles era ya muy conocido por los árabes en el

siglo viii y se había convertido rápidamente en «el primer

maestro» de una escuela que, bajo la denominación de fabafa,

no hacía más que retomar, arabizándolo, el nombre griego

de philosophia. Averroes no «redescubrió» a Aristóteles,

sino que lo enfocó de forma completamente diferente a

como lo habían hecho sus predecesores.

Es, por tanto, el espíritu particular con que nuestro autor

andalusí consideró a los pensadores griegos lo que debe llamar

la atención; lo que nos remite a sus opciones intelectuales,

a sus motivaciones ideológicas y a lo que, en el contexto

de su tiempo, pudo influir sobre ellas.

Pero no es solamente contra el espíritu antihistórico de la

Edad Media y de ios inicios de la Época Moderna contra lo

que hay que reaccionar. El siglo xix, que situó la disciplina

de la Historia en el centro de sus preocupaciones, no se encuentra

por ello exento de errores graves. En esa época, en

efecto, al mismo tiempo que se reemplazó el término «averroísta

» por otro neologismo, el de «averroismo», que supone

la existencia de una unidad de perspectiva entre todos los

considerados averroístas -lo cual se halla lejos de estar probado-

se confinó a nuestro autor árabe en un debate, presentado

como un combate, entre filosofía y religión. En la

primera versión de su tesis, Averroes et Vaverroisme, publicada

en 1852, Ernest Renán, sin conocer más que las obras

aristotélicas de Averroes, basó su análisis en un corpits limitado,

constituido por textos tradicionalmente estudiados en

Occidente. Por esto, el «averroismo», movimiento propio de

tas universidades europeas de la Baja Edad Media y del Renacimiento,

constituyó, más que su epónimo -el pensador

árabe-, el objeto de su interés y Renán se vio tentado de proyectar

sobre la civilización de este último los juicios que formuló

sobre la historia intelectual de Occidente.

Poco después, el arabista alemán Müller publicó los textos

teológicos personales de Averroes, y otro semitista,

Munk, aportó las indicaciones históricas que permitieron

proyectar nueva luz sobre los escritos de Averroes. En la segunda

versión de su libro Renán mencionó esos trabajos,

pero no modificó en nada sus conclusiones iniciales.

Más tarde, se llevó a cabo un enorme trabajo de publicación

de textos en lengua original -en la medida de lo posible-

o al menos en traducciones fiables, y de trabajos con

perspectiva histórica, pese a lo cual la figura de Averroes

sigue siendo objeto de discusiones y reivindicaciones partidistas.

Aún hoy en día, subsisten defensores del Averroescomentador

que se lamentan de que se haya concedido demasiada

importancia a los textos teológicos de este autor, e

islamólogos que sólo examinan estos uhimos y que se preguntan

cándidamente si «Averroes era verdaderamente musulmán

», por no hablar de las múltiples afiliaciones que tienen

lugar en el seno de tal o cual clan ideológico dei islam

contemporáneo.

De la biografía como empresa arquitectónica

«La biografía es como un andamiaje levantado para la construcción

de un monumento. Una vez culminado éste, se retira

el andamiaje y solamente queda lo que es interesante; a

saber, la obra», decía Geoiges Dumézil- Más que un andamiaje

destinado a ser suprimido, ¿no se sitúa la biografía entre

los parámetros que el arquitecto debe tener en cuenta:

objetivo del encargo, consistencia de los materiales disponibles,

resistencia del suelo, capacidad del propio arquitecto,

etc.? Tenerlos en cuenta no suple la contemplación del edificio,

sino que permite comprender la naturaleza y la organización

del mismo.

Es a la biografía intelectual a la que han sido consagradas

las páginas que siguen. La vida misma de Averroes sólo se

conoce por fragmentos, y lo que se sabe no resulta en modo

alguno pintoresco. Por otra parte, sería ilusorio creer que un

autor musulmán ha de ser necesariamente «exótico». Las

peripecias de su vida no fueron en absoluto novelescas ni invitan

a la evasión soñadora. Las referencias sobre las que llamaremos

la atención se hal Ian desprovistas de todo carácter

romántico. No puede hablarse de Averroes como Washington

Irving o Chateaubriand hablaron de las últimas dinastías

de la Granada islámica.

En nuestro caso, hemos pretendido enriquecer las escasas

indicaciones de los biógrafos y de los cronistas con todos los

complementos exteriores de los que disponíamos: la descripción

de la época, de las vicisitudes políticas y de las tensiones

ideológicas, de las características de los medios sociales,

profesionales o políticos en los que evolucionó nuestro

personaje; en fin, de los movimientos de ideas a los que se

adhirió o que, por el contrario, combatió. Para ello, de vez en

cuando tendremos necesariamente que retroceder en el

tiempo, pues en el islam el peso del pasado, y más exactamente

de los orígenes, es mucho mayor que en Occidente.

Por todas estas razones he elegido denominar a Averroes

un intelectual musulmán. Por supuesto, el término «intelectual

» es una noción occidental, forjada recientemente, ya

que su acepción sociológica aparece con el affaire D rey fus.

Pero por su «contenido combativo» tiene la ventaja de definir

no tanto una categoría existente cuanto un grupo que aspira

a hacerse reconocer. En un libro célebre, Jacques Le Goff

parecía pensar que la Edad Media latina había concedido ya

un estatuto social al intelectual. Si él escogió este término,

decía, «no era el resultado de una elección arbitraria. Entre

tantos nombres: sabios, doctos, clérigos, pensadores [la terminología

del mundo del pensamiento siempre ha sido

vaga], el término intelectual designa un medio de contornos

bien delimitados: el de los maestros de las escuelas. Se anunció

en la alta Edad Media, se desarrolló en las escuelas urbanas

del siglo xii y se extendió a partir del xin en las universidades,

englobando a aquellos que tienen el oficio de pensar y

de enseñar su pensamiento»2. Pero reconoció enseguida que

fue a posteriori cuando esta clase se distinguió y cuando los

que pertenecían a ella tuvieron dificultades para ponerse de

acuerdo en una denominación que fijara claramente su

orientación. De forma significativa, Le Goff se detiene en el

término elegido por el primer gran «averroísta», Siger de

Brabante, philosophus, que el historiador declaró preferir al

de «clérigo», generalmente admitido entonces, pero no obstante

«equivocado». ¿No es cierto que llegó a afirmar que

«fue en el medio averroísta de la Facultad de Artes [de París]

donde se elaboró el ideal más riguroso del intelectual?3»

Silos averroístas latinos, que constituyen la mejor ilustración

del intelectual, difícilmente son reconocidos como tales,

la dificultad se incrementa aún más si nos referimos al

entorno musulmán de Averroes. Incluso la lengua árabe

moderna no dispone de un vocablo para designar exactamente

al intelectual. En el mejor de los casos, se habla de la

clase cultivada (al-tabaqa al-mutaqqafa). Pero si se quiere

pasar del adjetivo al sustantivo se retoma la fórmula de la

lengua clásica: el letrado (adib). Ahora bien, tal expresión no

conviene a nuestro autor, que experimentó por ella la misma

aversión que Siger de Brabante por «clérigo». A menudo,

Averroes, para referirse colectivamente a la categoría de la

gente cultivada, de la que esperaba un esfuerzo filosófico,

empleó el término corriente de sabio (h u k am á sing.

hakím), que sería ei más próximo al philosophus de Siger.

Pero eso no le parecía suficientemente explícito y, según los

contextos, recurrió a otros vocablos.

La fórmula más próxima a «sabios» sería «gente de la

prueba» (ahí al-burhán). Sin embargo, sigue siendo ambigua

» pues puede designar tanto a los que son capaces de buscar

la prueba a través de la argumentación, a lo cual aspiraba

Averroes, como a los que pretenden disponer de la prueba absoluta,

establecida por el Corán (XII, 24) en la «manifestación

» de Dios, lo cual designaría entonces a sus enemigos

teológicos. Asimismo, buscó otras expresiones, pero fue

como salir de Málaga para entrar en Malagón; sólo en la

obra conocida como su manifiesto doctrinal, El discurso decisivo

sobre el acuerdo entre la religión y la filosofía, vemos

aparecer varios términos que tienen todos el inconveniente

de haberse cargado, a lo largo de la historia del islam, de un

sentido religioso, incluso místico, cuando no sectario: la

«gente de la verdad» (ahí al-haqq), «el que sabe» {al-carif), el

«gnóstico» (al-‘árifbi-Lláh)...*

Averroes cayó, por tanto, en la trampa del lenguaje y sus

convenciones. Sus esfuerzos por definir al grupo de personas

que, a la vez, saben de una cierta ciencia, de orden divino,

pero que proceden por argumentación, pecan de fórmula

ambigua y estereotipada, no satisfaciéndole ni a él ni a sus

interlocutores. De todas formas, tales esfuerzos fueron innegables

y, en la medida en que prepararon una aportación

cultural considerable para la modernidad, nos corresponde

tratar de sacarlos a la luz.

jueves, 8 de diciembre de 2022

Cancion De Cuna Y Otros Poemas (Bilingue)Auden W H

 


Cancion De Cuna Y Otros Poemas (Bilingue)

Muchos consideran a Wystann Hugh Auden (York, 1907) el mejor poeta inglés del siglo XX. Su obra, caracterizada por una amplia y arriesgada paleta de preocupaciones morales y destrezas formales, conforma uno de los testimonios más lúcidos, implacables y memorables de su época. La poesía de Auden ha sido, además, una de las más influyentes y rompedoras, un influjo que no ha hecho más que agrandarse con el paso del tiempo.
Eduardo Iriarte ha llevado a cabo en esta edición, con excelente criterio e impecable oído, una selección cronológica de los mejores poemas de Auden (con piezas memorables como Gare du midi y Lullaby, la canción de cuna que da título a la antología), cuya lectura, hoy como ayer, supone una de las experiencias más iluminadoras y enriquecedoras que nos puede brindar la poesía universal.

 

Auden W H

Wystan Hugh Auden es un poeta, dramaturgo y crítico literario estadounidense. Nació el 21 de febrero de 1907 en York.

En el año 1925 entra en el Christ Church College de Oxford, convirtiéndose en el líder de un grupo de intelectuales entre los que figuraban Stephen Spender, Christopher Isherwood, Cecil Day Lewis y Louis MacNeice. Trabajó como maestro de escuela en Escocia e Inglaterra durante cinco años. En los años 30, formó parte en Londres de un círculo de jóvenes poetas de izquierdas.

Su libro Poemas (1930), que le dio fama, trata del hundimiento de la sociedad capitalista. Posteriormente escribe tres obras de teatro junto a Isherwood: El perro bajo la piel (1935), El ascenso del F-6 (1936) y En la frontera (1938).

En 1935, contrajo matrimonio con Erika Mann para proporcionarle un pasaporte británico y ayudarla a escapar de la Alemania nazi. Su pareja fue sin embargo Chester Kallman, a quien conoció en Estados Unidos. En el año 1937, colaboró con los republicanos en la Guerra Civil española, conduciendo una ambulancia. Ese mismo año recibió la medalla de Oro del Rey a la poesía, máximo galardón en su país. Viaja a Islandia y China.

Escribió Carta desde Islandia (1937) y Viaje a una guerra (1939). En 1939, se radica en Estados Unidos y posteriormente adoptó la nacionalidad estadounidense. Trabajó como crítico, conferenciante y editor. Su Hombre doble (también titulado Carta de Año Nuevo) (1941) y Por la hora presente (1944) exponen su creciente interés por temas religiosos. La edad de la ansiedad (1947), poema dramático, le hizo merecedor del Premio Pulitzer de Poesía en 1948.

Entre su obra destacan: Poemas completos (1945), El escudo de Aquiles (1955), Poemas extensos completos (1969) y varios libretos de ópera escritos en colaboración con Kallman.

De 1956 a 1961 trabajó como profesor de poesía en Oxford, y en 1972 regresó a Christ Church como escritor residente.

W. H. Auden falleció en Viena el 29 de septiembre de 1973.

 

 Contribución: DR. ENRICO PUGLIATTI.

 PRÓLOGO

 La plegaria perfecta

Auden estaba tomando unas copas rodeado de amigos como Cecil Day Lewis y su esposa, Stephen Spender y la suya, y Chester Kallman, quien fue su pareja desde 1939 hasta su muerte en 1973. Narraba alguna anécdota graciosa y todos reían a su alrededor, pero en ese momento pasó un marinero y Kallman, sin mediar palabra, salió detrás del atractivo joven. Auden mantuvo la sonrisa como si nada hubiera ocurrido, pero Spender vio que le resbalaba una única lágrima por la mejilla.

En esta fugaz semblanza que hace Joseph Brodsky en su libro Marca de agua, queda plasmada de un solo trazo la actitud de Auden ante la vida, su resignado estoicismo, su convencimiento de que «la soledad es la condición necesaria del hombre». Pero también se aprecia en ella su certeza de que la existencia –y por tanto el arte que la refleja– tiene que estar despojada de un dramatismo innecesario y ser animada, trivial en cierta medida, por mucho que la tragedia siempre esté al acecho. No en vano, como diría el propio Auden en su vertiente de ensayista provocador, «ser capaz de dedicar toda una vida al arte sin olvidar que el arte es frívolo es un logro muy señalado, que no está al alcance de cualquier talante».[1]

Hay que tener en cuenta que la escena descrita por Brodsky tuvo lugar cuando el poeta iba ya camino de cumplir los sesenta, y su rostro, sumamente deteriorado a causa del denominado síndrome Touraine-Solente-Golé, ya no era ni mucho menos el del lampiño estudiante de Oxford, sino que tenía el aspecto, en palabras del mismo Auden, de «una tarta de bodas olvidada bajo la lluvia». De acuerdo con una descripción más precisa y benévola del escultor Henry Moore, lo que llamaba la atención era «la monumental dureza de su rostro, sus profundas arrugas como surcos de arado en un campo», un abrupto panorama conformado de resultas de la incesante erosión del tiempo y los elementos, no muy distinto en ese sentido del paisaje de piedra caliza de su infancia, aquel que consideraría su único hogar ideal y al que regresaría una y otra vez en sus poemas.

Criado en el seno de una familia anglocatólica en el Birmingham industrial de primeros del siglo XX, el niño Wystan Hugh Auden no tardó –como suele ocurrir con la mayoría de los creadores– en inventarse un mundo propio, regido por normas dictadas a su antojo pero no por ello menos estrictas, donde poder dar rienda suelta a su imaginación. En su caso, era un laberinto subterráneo, un entramado de pozos mineros en el que tenían cabida toda suerte de maquinarias ideales. Años después, cuando llegara al resplandeciente Oxford de los años veinte, donde coincidiría con figuras como Betjeman, Spender, Day Lewis o MacNeice, este pequeño universo fraguado en su infancia empezaría a quedar plasmado en escritos de juventud que, al igual que los de sus compañeros de reemplazo, ya tenían una viva voluntad de marcar distancias con respecto a la poesía de sus mayores.

Donde más diferían de la generación anterior –Eliot, Edith Sitwell, Owen, Graves– era en su aspiración a asimilar en su poesía el mobiliario de la era industrial, no como mera decoración a la moda, sino como esqueleto y fuente de energía; en su intento de reconciliarse con el mundo moderno tal como existe en una realidad nada poética, en vez de eludirlo o reaccionar contra él.[2]

Llama la atención en los primeros poemas de Auden una actitud marcadamente autista, un mundo propio tan ferozmente defendido que su cerrazón raya a veces en la paranoia. Si el papel destacado de las minas hace pensar de inmediato en un proceso introspectivo, también va cobrando fuerza la sensación de que ya desde un principio Auden entiende su poesía como un juego lingüístico, un artefacto regido por códigos privados y leyes ocultas que delata el miedo del autor a que alguien consiga penetrar en ese universo interior tan minuciosamente elaborado. Están asediados estos poemas por abundantes referencias a la culpa y al deseo sexual como un espectro que acecha, así como al amor perseguido desde fuera pero también desde dentro. Según comenta John Fuller acerca de «El agente secreto», «El amor se ve obligado a actuar como un agente secreto porque el individuo no reconoce conscientemente su deseo (el espía) y lo reprime. “Ellos”, que hacen caso omiso de sus telegramas, y acaban por dispararle, representan la voluntad consciente, el Censor que reprime los deseos emocionales del individuo».[3] Esta idea del amor como algo pecaminoso, oculto, y doblemente gozoso por ello, irá resurgiendo periódicamente en su poesía:

Nuestro susurro no despertó reloj alguno,

nos besamos y me alegré

de todo lo que hacías,

indiferente a quienes

estaban sentados con ojos hostiles

por parejas en cada cama,

sus brazos en torno al cuello del otro,

inertes y vagamente tristes.[4]

Fue en buena medida esta tensión interna, este juego que consiste en insinuar y al mismo tiempo ir escondiendo las intenciones del poeta, lo que hizo que su poesía resultara tan fascinante desde el primer momento, y le valiera un puesto destacado entre los poetas emergentes de su época desde que viera la luz su primer volumen, Poemas, en 1928, cuando Auden apenas tenía veintiún años.

Al verse convertido en portavoz de su generación, su poesía empezó a sufrir muy pronto un proceso de depuración en tanto que fue volviéndose más accesible y consolidando un trasfondo más abiertamente político. Cada vez en mayor medida, se observa la necesidad del autor de conjugar la satisfacción íntima con la responsabilidad social, el placer estético con la revelación de la realidad. A principios de los años treinta empezó a demostrar cierta admiración por el comunismo, con poemas en los que se hacía patente la búsqueda de un líder, una salida a la crisis social, pero su actitud no era tanto la de un seguidor convencido del ideario marxista cuanto la de alguien que perseguía una alternativa viable a una situación manifiestamente insostenible. Si bien su compromiso político fue adquiriendo cada vez mayor importancia, como quedaría reflejado en obras de teatro escritas mano a mano con Isherwood –The Dog Beneath the Skin o The Ascent of F6– y en documentales cinematográficos abordados desde una perspectiva socialista sobre los mineros y la compañía de correos –Coal Face y Night Mail–, Auden, a diferencia de otros amigos suyos como Spender y Day Lewis, no llegó a afiliarse al Partido Comunista. Lo que sí hizo, no obstante, fue acudir a la llamada a las armas cuando estalló la guerra en España, si bien esa respuesta dio pie a uno de los pasajes más oscuros y enigmáticos de su trayectoria vital.

Aunque cuando por fin partió para España no fue en calidad de soldado sino de conductor de ambulancia, al llegar a la península en enero de 1937 tampoco se le permitió llevar a cabo esta tarea, y por causa de problemas burocráticos se vio relegado a cubrir un puesto de locutor de radio que, debido al escaso alcance de las emisiones y a que estas eran en inglés, tenía como únicos oyentes a los voluntarios internacionales. Aburrido de la propaganda, se fue hacia el frente de Aragón, pero unos días después volvió a Inglaterra profundamente desencantado. Poco dijo a la sazón sobre su experiencia en España, pero el breve viaje tuvo dos claras consecuencias: por una parte, empezó a desengañarse del ideal comunista, y por otra, se replanteó su actitud hacia la religión que, de una manera indeliberada, había abandonado años atrás.

A pesar de seguir plenamente convencido del deber político del escritor como ciudadano y de que la función primaria de la poesía, como de todas las artes, no es juzgar ni adoctrinar, sino ofrecer opciones y «hacer que seamos más conscientes de nosotros mismos y del mundo que nos rodea», sus contradicciones internas con respecto a su ideario político comienzan a aflorar en poemas como «España, 1937», escrito a su regreso, y que a pesar de ser uno de los títulos más celebrados de su carrera, quedaría excluido tiempo después de la edición de sus poemas completos, como también sería el caso de otro de los ejemplos más famosos de la poesía comprometida de Auden en los años treinta: «1 de septiembre de 1939», paradigma de las continuas revisiones y variaciones a que este autor sometió su obra con el paso de los años.

Las últimas estrofas de este poema se publicaron originalmente así:

Lo único que poseo es una voz

para desarmar la mentira plegada,

la mentira romántica en el cerebro

del sensual hombre de a pie

y la mentira de la Autoridad

cuyos edificios tantean el cielo:

no hay nada parecido al Estado

y nadie existe en soledad;

el hambre no deja opción

al ciudadano ni a la policía;

debemos amar al prójimo o morir,

Pero Auden cuenta en el prefacio a la Bibliografía de Bloomsfield cómo, al leer el poema tiempo después y llegar al último verso, pensó: «¡Esto es una maldita mentira! Debemos morir de todas maneras», y lo cambió para la siguiente edición por «Debemos amar al prójimo y morir». Al no quedar satisfecho con ello, suprimiría posteriormente la estrofa entera, pero como esa solución tampoco le pareció idónea, acabó por desechar el poema en su totalidad, aduciendo que estaba «infectado de una deshonestidad incurable».

Es precisamente el final de la década de los treinta, y el cambio de escenario del poeta, que, a punto de estallar la segunda guerra mundial y llevado por el ansia de escapar del provincianismo cultural británico, se trasladó a vivir a Nueva York, lo que constituye, según ha dado en aceptar la crítica, el punto de inflexión en la obra de Auden. Si el panteón de este autor lo fueron ocupando sucesivamente Hardy, Eliot (quien rechazó su primer manuscrito en 1927 y luego fue publicando sus sucesivas colecciones en la casa editorial Faber & Faber) y Yeats, en los años cuarenta los ecos de estas voces irían desapareciendo de su poesía.

Acechado por un sentimiento de culpabilidad al ser acusado de encontrarse a salvo en Estados Unidos mientras sus compatriotas sufrían los bombardeos alemanes, Auden atravesó momentos de intensa transformación personal que fueron quedando plasmados en poemas largos en los que es patente el regreso a la fe de sus antepasados y al simbolismo cristiano, su profunda preocupación por la situación internacional y la concepción del arte como «compensación de una vida menoscabada». Carta de Año Nuevo, una epístola dirigida a una figura materna, podría interpretarse también como una suerte de justificación pública por su supuesta deserción de Gran Bretaña, y El mar y el espejo, arte poética confesa de Auden, es, según Fuller, «una discusión semidramatizada de la relación entre la vida y el arte en el contexto de la posibilidad espiritual»:[5]

soy lo que soy, tu difunto y solitario amo,

quien sabe ya lo que es la magia: el poder para encantar

que surge de la desilusión. Lo que pueden enseñar los libros

es que la mayoría de los deseos acaban en charcas apestosas,

[...]

todo lo que no somos devuelve la mirada a lo que somos.

Es en esta segunda época cuando cobran más fuerza temas como, en palabras del propio poeta, «la crisis espiritual de nuestros tiempos, es decir, la división entre la razón y el corazón, lo individual y lo colectivo, el ineficaz intelectualoide liberal y el demagogo práctico y brutal», y se aprecia una búsqueda cada vez más inquieta del instante absoluto y una idea del tiempo como responsabilidad:

Las vidas que te obedecen se mueven como la música,

convirtiéndose ahora en lo que solo pueden ser una vez,

haciendo del silencio el sonido decisivo: suena

sencillo, pero hay que dar con el tiempo.[6]

O también,

Ninguno de ellos era capaz de mentir,

no había ni uno solo que fuera consciente de estar muriendo

o que pudiera con un ritmo o una rima

asumir responsabilidad por el tiempo.[7]

El amor a una persona entendido como una manera de amar a la humanidad entera es precisamente el único modo de trascender y de luchar contra ese miedo arraigado en Auden a perder el tiempo y a que el tiempo se pierda definitivamente, y es en este contexto donde medra la duda de si la poesía tiene sentido y utilidad como medio de defensa en un mundo despedazado.

... no hay palabra escrita del puño del hombre que pueda detener la guerra ni estar a la altura del alivio

de su inconmensurable desdicha.[8]

Entre los versos más conocidos de este autor, o al menos entre los que más han dado que hablar, está el de «la poesía no hace que ocurra nada: sobrevive / en el valle de su concepción», de «En memoria de W. B. Yeats». Pero probablemente Auden lanzó esta máxima como una provocación, como una forma de enfrentarse a sus propias dudas, pero también como una llamada a la acción. La hondura moral de su poesía reside en su firme compromiso de seguir afilando su poética como único antídoto contra la mentira institucional y aceptada y la devaluación de la palabra, como única arma en una sociedad en la que «la verdad se sustituye por el Conocimiento Útil», compromiso este que constituye un acto de resistencia ética de innegable provecho práctico.

Convencido de que las artes «son casi el único medio que tenemos de comulgar con los muertos», Auden invoca a los grandes maestros, a los difuntos por los que siente respeto y admiración, y se somete a su juicio, como demuestra con detalle en la escena de Carta de Año Nuevo en la que se sienta como acusado ante un tribunal debidamente constituido, o, de una manera más visceral, en «La caverna de la creación», donde invoca a su fallecido amigo Louis MacNeice para que lo guíe en sus esfuerzos:

Viendo que conoces

nuestro misterio

desde dentro y por tanto

hasta qué punto, en nuestras guaridas solitarias, necesitamos la compañía

de nuestros queridos muertos, para que nos

consuelen en días tristes cuando el yo es una nulidad

vertida sobre un montón de nada.

Pero si hay una preocupación que descuella por encima de todas las demás es el temor a que, en el futuro, su poesía pasara a ser propiedad de unos herederos que pudieran hacer un uso incorrecto de ella. «Puede que al desear que se destruyera su obra, Kafka hubiera previsto la naturaleza de la mayoría de sus admiradores», escribió en «El yo sin sí mismo», uno de sus ensayos sobre literatura recogidos en La mano del teñidor. Había visto lo ocurrido con Yeats, que

... se convirtió en sus admiradores.

Ahora está disperso por un centenar de ciudades

y entregado por completo a afectos desconocidos,

para encontrar su dicha en otra clase de bosque

y ser castigado bajo un código de conciencia extranjero.

Las palabras de un hombre muerto

se transforman en las entrañas de los vivos.[9]

De ahí que le pesara tanto la tergiversación partidista que se hizo de poemas suyos como «España, 1937» o «1 de septiembre de 1939», y su decisión de dejarlos de lado, ya que, como señala Fuller: «La obra de un poeta acaba por ser independiente de él porque no tiene control sobre la interpretación que hará de la misma la posteridad».[10]

Pues bien, en el caso de Auden, este peligro es especialmente grave. Como dice Adam Zagajewski en su libro En defensa del fervor, «Auden pertenece a la familia de poetas cuya obra no exhala el olor de las rosas sino el de la razón». A pesar de su devoción por el formalismo, lo que debe primar en su poesía es el discurso, y para no inducir a equívocos, en esta antología hemos optado por una traducción en verso libre con el fin de no encorsetar los poemas en metros que no serían los suyos propiamente dichos, acompañar al autor con la mayor escrupulosidad posible por sus complejos meandros sintácticos y preservar su tono inconfundible además de eso que, según el propio Auden, sobrevive a la traducción: la perspectiva particular del mundo de un autor.

Para no lastrar innecesariamente la lectura de esta selección, hemos obviado en casos concretos algunas peculiaridades en la escritura de Auden como ciertas omisiones de artículos, sujetos o conjunciones, al igual que, donde era imperioso, su puntuación tan poco convencional. El orden con el que se presentan los poemas es el mismo en que los recoge en Collected Poems Edward Mendelson, autor con el que esta antología está en deuda por sus magníficos análisis de la obra de este poeta en Early Auden y Later Auden, igual que lo está con un estudio abrumadoramente minucioso como es W. H. Auden: A Commentary, de John Fuller, herramienta imprescindible de traducción.

Y es que uno debería tener varias vidas para entender y traducir poemas tan dispares, o ser diferentes personas, como lo era quien escribió «La carta» con respecto a quien años después escribió «El novelista», poema que analiza el papel del autor como depositario de la pesada carga de interpretar al ser humano y mostrar su esencia, de quedar

... sujeto a

dolencias vulgares como el amor, entre los Justos

ser justo, entre los Sucios sucio también,

y sobre la endeblez de su propia persona, si puede,

soportar discretamente todos los agravios del Hombre.

Una tarea así solo puede acometerla alguien capaz de entender que, como dice Brodsky: «Nosotros partimos y la belleza permanece. [...] Nosotros miramos hacia el futuro y la belleza vive en un eterno presente. La lágrima es un intento de permanecer, de quedarse rezagado». Auden veía el incesante proceso de afinamiento de su poesía como una manera de aspirar a la plegaria perfecta, un acto de resistencia frente al caos. Era consciente de que al amolar las palabras iba alcanzando un resultado similar al que obtiene el agua a fuerza de erosionar la tierra, que, como ocurre con el paisaje en esencia humano de «Elogio de la piedra caliza», se disuelve recordándonos nuestra propia transitoriedad.

«Wystan seguía riéndose, pero una lágrima le resbalaba por la mejilla.» Una imagen que bien merece la pena tener presente al abordar la lectura de estos poemas.

EDUARDO IRIARTE, 2006

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