Djuna Barnes, a pesar
de ser admirada por autores de la talla de
James Joyce, T. S.
Eliot, Carson McCullers o Anaïs Nin, cayó en el
olvido al ser opacada
por los hombres de su generación, «la
generación perdida».
Sin embargo, el paso del tiempo ha puesto de
manifiesto no solo su
imprescindible contribución a la literatura
modernista, sino también
al feminismo, la sexualidad y la moralidad
de un país cambiante
que Barnes tuvo que dejar atrás para lograr la
libertad que tanto
ansiaba en su vida y en su creación artística.
Barnes desafió las
convenciones literarias y sociales, como
muestran los relatos
de esta antología, muchos de los cuales tienen
como protagonistas a
distintas mujeres que encarnan un nuevo
mundo femenino. Su
estilo característico y el brillante ingenio para la
metáfora que
protagonizaron su obra a lo largo de su vida están ya
presentes en estos
relatos de juventud que retratan la bohemia de
Greenwich Village de
principios del siglo XX y que Barnes publicó
por primera vez en
distintas revistas y periódicos. En este libro
pueden sentirse las
ganas de vivir de una joven dispuesta a
comerse al mundo, al
mismo tiempo que lo observa con
detenimiento desde una
mentalidad de otro siglo, desde el futuro.
Greenwich
Village, kilómetro cero
«No
dejaremos de explorar
y el _n de nuestra exploración
será
encontrar el punto de partida y
conocer
el lugar por primera vez».
Cuatro
cuartetos, T. S. ELIOT
En una época el nombre
de Djuna Barnes era sinónimo de París,
literatura descarnada,
amores tempestuosos y noches eternas de
jazz
y alcohol. Pero Barnes no nació en la Rive
Gauche, sino que
creció en Long Island
educada por su abuela, escritora y sufragista,
y por su padre, un
artista fracasado defensor acérrimo de la
poligamia que había
decidido aislarse de un mundo que no parecía
reconocer su valía.
Sin embargo, a Djuna no le hizo falta recorrer
demasiados kilómetros
para encontrar una nueva vida alejada de
ese pequeño pueblo que
la asfixiaba y en el que sufrió uno de los
capítulos más
terribles de su existencia, su violación por parte de un
vecino, afirma la
rumorología, sin que su propio padre se opusiera.
En Nueva York, tomó
contacto con el Pratt Institute de Brooklyn y
con The Art Students
League de Manhattan y, sobre todo, formó
parte del colectivo de
artistas Provincetown Players, que era
considerada la compañía
más innovadora del teatro
estadounidense, que
impulsó la carrera de dramaturgos como
Eugene O’Neill y Susan
Glaspell. Allí Djuna Barnes encontró un
espacio único en el
que se valoraba la producción artística de las
mujeres y se desafiaba
el status quo de
Broadway. En la temporada
1919-1920, denominada
como «la temporada de la juventud»,
Barnes estrenó tres de
sus obras junto a autores como el mismo
O’Neill, Edna St.
Vincent Millay y Wallace Stevens. Por entonces, ya
era conocida por sus
artículos en The Brooklyn Daily Eagle, que
contaban con
ilustraciones suyas, y que le abrieron las puertas de
otras muchas
publicaciones como The New York Press, The World y
McCall’s. En
sus artículos de esa época puede encontrarse una voz
ya experimental y
desafiante.
En 1915 publicó su
primera obra, El libro de las mujeres
repulsivas, una
antología de ocho poemas decadentistas, en la que,
a través de un marcado
sarcasmo llevado al absurdo, incluyó un
innovador discurso feminista
y descripciones exhaustivas sobre el
cuerpo y la sexualidad
de la mujer. A pesar de su importancia,
Barnes acabó renegando
de este libro llegando a quemar
numerosos ejemplares.
Los relatos de este
libro forman parte de esa primera época de
emancipación y
experimentación, y tal vez debido a esa deuda vital
pasó en esas mismas
calles del Village la última etapa de su vida.
No existe una Djuna
neoyorquina y una Djuna parisina. En Paprika
Johnson
y otros relatos también está el rastro de la autora de El
bosque
de la noche. En sus páginas podemos encontrar Greenwich
Village pero también
tiene lugar un regreso al campo en el que
creció, un reencuentro
con seres absolutamente primarios alejados
de la sofisticación
neoyorquina o europea. Personajes con instintos
casi animales que
buscan el olor de la tierra. Ella misma nació en
una pequeña choza en
la ladera de una montaña. Esta también es
Djuna Barnes.
Los relatos aquí
reunidos están protagonizados por mujeres
fuertes, como Paprika
Johnson, Madame o las hermanas Una y
Lena, mujeres que,
como ella, eran juzgadas de manera implacable
por la moralidad
imperante. Pero hay también espacio para los
hombres, y sorprende
la agudeza con la que Barnes puede retratar
el dolor de un padre o
de un amante. Estos cuentos son a su
manera la guía de
juventud de Djuna para sobrevivir en un mundo
«moderno», una guía en
la que no duda en colocar a sus personajes
al borde del abismo,
donde ella se encontraría tantas veces.
Muchos han querido ver
en Djuna una suerte de Virginia Woolf,
pero no podían ser más
distintas. No se puede entender a Virginia
Woolf sin la
influencia del grupo Bloomsbury o el apoyo de su
marido, Leonard. Sin
embargo, Djuna fue siempre un ser solitario, a
pesar de sus grandes
pasiones. Woolf suavizó las tramas sexuales,
mientras que Barnes
fue una de las primeras en narrar sin matices
ni autocensuras una
pasión lésbica.
Greenwich Village, el
corazón de la bohemia estadounidense, se
puso a los pies de esa
joven extraña llegada de Cornwall-on-
Hudson. Pero los sueños
de Djuna pronto viajaron lejos de Nueva
York. París ya era
entonces la capital del modernismo en el arte y la
literatura, y allí se
habían desplazado pintores, fotógrafos y
escritores en busca de
una libertad creativa y personal hasta
entonces desconocida.
Es cierto que Greenwich Village era un oasis
en un país temeroso de
dios y de la opinión del prójimo, pero Djuna
había crecido en un
ambiente que defendía el amor libre, y su
familia conocía su
bisexualidad desde el final de su adolescencia.
Finalmente, el Village
se convirtió en un nuevo pueblo en el que
todos la juzgaban con
mayor o menor acierto.
En 1920 fue enviada a
París por la revista McCall’s con
el
encargo de entrevistar
a miembros de la «generación perdida», de
la que ella misma formó
parte más adelante. Allí conoció a uno de
sus grandes amigos,
James Joyce, quien la reafirmó en su deseo de
experimentar con el
lenguaje, la metáfora y el subconsciente. Tras
leer Ulises,
Barnes afirmó que nunca más se vería capacitada de
escribir una línea.
Sin embargo, el foco de su narrativa difería. Joyce
buscaba convertir en
extraordinario lo común, lo anodino; mientras
Barnes, derivado de su
constante atracción por el abismo, buscaba
lo opaco, lo grotesco
incluso.
En 1928, además de su
aclamada novela Ryder, publicó El
almanaque
de las mujeres, un roman à clef que
describía un círculo
social lésbico que
tomaba como centro el salón literario de Natalie
Clifford Barney. De
nuevo, Barnes dio rienda suelta a la sátira a
través de un lenguaje
oscuro. En dicho libro se pueden reconocer a
personajes claves del
París de aquellos años como Alice Toklas o
Gertrude Stein. Tal
vez por lo descarnado de su retrato, en un
principio publicó el
libro de forma anónima, aunque se jactaba al
final de su vida de
haber vendido ejemplares «pateando las calles
parisinas». Solo años
después reconoció lo que era un secreto a
voces, tras esa obra
irreverente estaba, cómo no, la pluma mordaz e
implacable de Djuna
Barnes.
París le dio a Djuna
sus mejores años, allí se creó el mito de la
que, como ella misma
decía, era «la escritora desconocida más
famosa del mundo», y
también le dio la mayor pasión de su vida, la
escultora Thelma Wood,
protagonista de su gran novela, El bosque
de
la noche, que contó con prólogo de T. S. Eliot, quien,
además,
ayudó a Barnes a
acortar el texto para que pudiera ser aprobado por
la censura. En su prólogo,
Eliot afirmaba que pretendía «dejar al
lector en disposición
de descubrir la excelencia de un estilo, la
belleza de la frase,
la brillantez del ingenio y de la caracterización y
un sentido del horror
y de la fatalidad digno de la tragedia
isabelina».
La constante innovación
en su estilo en El bosque de la noche va
acompañada de una
inmersión dolorosa en sus personajes. Eliot
afirmaba: «Las penas
que sufren las personas por sus particulares
anormalidades de
temperamento son visibles en la superficie: el
significado más
profundo es que la desgracia y la esclavitud
humanas son
universales». Dylan Thomas, admirador de la prosa
de Barnes, repetía que
esta no era una prosa fatua «porque trata de
lo que algunos seres
humanos sienten, piensan y hacen». Djuna
trazó en ese libro un
mapa hacia un oscuro bosque lleno de dolor y,
aunque no lo
pareciera, de profundo realismo, no apto para todos
los lectores.
A pesar de las alabanzas
de la crítica y de otros escritores, la
obra no encontró el
favor del público. Este fracaso comercial
agudizó su alcoholismo
y las crisis depresivas que sufría tras su
ruptura con Thelma
Wood, a pesar de que a ojos de todos seguía
disfrutando de la electrizante
vida parisina, acompañada de artistas
como Charles Chaplin,
Marcel Duchamp y un joven Samuel Beckett,
de las fiestas en la
mansión inglesa de Peggy Guggenheim y de sus
viajes al norte de África.
Tras un intento de suicidio en un hotel
londinense en 1939, su
gran amiga y protectora, Peggy
Guggenheim, la embarcó
rumbo a Nueva York. Al llegar a la ciudad
veinte años después,
Barnes regresó al Village, y allí durante cuatro
décadas abandonó el
alcohol y se entregó a la poesía. Sin embargo,
su producción
literaria pareció haberse detenido en el viejo
continente. En su
pequeño apartamento la rodeaban infinitos
papeles, piezas
inconclusas en recibos, tarjetas de visitas, viejos
periódicos.
Djuna Barnes se sintió
opacada por los hombres de su
generación, «la
generación perdida». De nada sirvieron las súplicas
de admiradoras como
Carson McCullers o Anaïs Nin, a quienes
nunca quiso recibir,
ni de nada tampoco sirvieron los pequeños
homenajes de los
neoyorquinos. Llegó incluso a exigir bajo
amenazas que retiraran
su nombre a una pequeña librería.
Las décadas pasan por
Nueva York, pero su leyenda sigue
siendo la misma. Una
ciudad implacable con sus habitantes, a los
que abandona en la
soledad y en la locura. Muchos dicen recordar a
Djuna Barnes gritándose
a sí misma a través de las ventanas de su
casa.
Tras su muerte, en
1982, T. S. Eliot siguió velando por su
memoria, y consiguió
que se publicara su última obra, la pieza
teatral La
antífona, en la que Barnes relata su propia violación.
Solo
el paso del tiempo ha
recompensado a Djuna como merecía
reconociendo no solo
su imprescindible contribución a la literatura
modernista, sino también
al feminismo, la sexualidad y la moralidad
de un país cambiante
que Barnes tuvo que dejar atrás para lograr la
libertad que tanto
ansiaba en su vida y en su creación artística.
Qué habría dicho la
Barnes («The Barnes», como a ella le
gustaba que la
llamaran), que tanto luchó contra las convenciones
sociales, al ver que
su obituario en The New York Times sobre
todo
resaltaba que vivía
sola en un minúsculo apartamento de una
habitación en
Greenwich Village y que la sobrevivían, no su obra,
sino tan solo «un
hermano, Saxton, de Bethlehem, Pennsilvania, y
dos hermanastros,
Duane y Muriel, ambos de Philadelphia».
Pero ningún obituario anticuado
puede borrar el alma de la
verdadera Djuna
Barnes. En este libro podemos sentir las ganas de
vivir de una joven
dispuesta a comerse al mundo, al mismo tiempo
que lo observa con
detenimiento desde una mentalidad de otro
siglo, desde el
futuro. Aun así, veinte años después de su exilio,
como anunciaba T. S.
Eliot, Djuna regresó «al punto de partida y a
conocer el lugar por
primera vez». Regresó al territorio de estos
relatos.
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